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T.F. (II) 20181218 1830 - (PN.pp.

262s)

DESARROLLO

Seguimos con el libro de Pié Ninot, página 262 y siguientes. Copio y pego:

Sintetizando, pues, todo lo referente a la manifestación natural de Dios podemos decir lo


siguiente: tal como el hombre fue creado “a imagen de Dios”, todo ser humano está dotado de
razón, y esta razón es una luz que no se puede apagar del todo, ni por el pecado, ni por la negación
voluntaria, y es suficientemente clara como para adquirir una ‘cierta idea’ de Dios. Pues bien, en
esta “captación primordial” de la realidad fáctica de Dios está el elemento propiamente natural de
este conocimiento: es la pregunta de donde surge. A partir de este momento se presentan dos
posibilidades: la de escuchar fielmente la llamada de Dios -a través del mundo, de la conciencia....-
y así el hombre, según Pablo, “glorifica y da gracias a Dios” (Rm 1,21), es decir, reconoce al Dios
verdadero y así reconoce su salvación. Y la segunda posibilidad es la de cerrarse en el propio
orgullo y presunción, perdiendo el sentido de orientación; entonces, tratando de objetivar esta
manifestación natural, lo que hace es deformarla, tergiversarla, cayendo en el ateísmo, la
superstición o la idolatría. A menudo, y no siempre debido a causas de orden ético-moral ni
atribuibles a la mala conciencia, se constatará que el hombre está rodeado de una niebla, es decir, en
un conocimiento vacilante, indeciso y lleno de errores del que hablan los dos Concilios Vaticanos.
Se trata de un toque de innegable realismo.

b) La preparación “cristiana” en la historia humana.

La Iglesia, con todos los creyentes, examina las diversas religiones del género humano y las
distintas filosofías religiosas. A todas anuncia la venida de Cristo, que es la plenitud del tiempo (Gál
4,4), la culminación de todo lo que de bueno hay en toda religión y al mismo tiempo su realización
plena. En medio de la oscuridad el hombre religioso busca al Dios desconocido, y su corazón,
trascendiendo las realidades terrenas, busca la verdadera luz, hasta el punto que estas mismas
religiones pueden convertirse en pedagogas que lo lleven hacia Cristo, que le hablen en el secreto
de su corazón, que se le anuncia en términos implícitos (Hech 17, 23). De ahí que el mensaje
evangélico considera que todas las cosas buenas que tienen estas religiones referidas al
conocimiento de Dios, son luces que Dios envía; en cambio, margina todo lo que de falso o
supersticioso, para incorporar a Cristo y a la Iglesia todo lo que de bueno la humanidad ha
transmitido a través de las religiones de sus padres, con la ayuda de Dios. El Vaticano II al tratar del
encuentro entre la Revelación cristiana y las formaciones religiosas usa repetidamente el trinomio:
sanatur, elevatur, consumatur [AG 9.3.11; LG 14.17], aplicado tradicionalmente a la gracia que
“sana”, “eleva” y “lleva a la perfección”.

c) La preparación “evangélica” en la economía del Antiguo Testamento.

El objetivo que Dios quiere conseguir de la humanidad a través de la historia es la unión de


los hombres con Dios que se manifiesta de forma peculiar en el Antiguo Testamento. En efecto, en
él Dios llama a su pueblo como el esposo a la esposa, de tal forma que el Antiguo Testamento es la
base de la religión cristiana, así el cristianismo no viene a abolir la fuerza interna y la doctrina de la
Antigua Ley, sino que viene a completarla y realizarla (Mt 5, 17; Rom 3,3). Todo el dinamismo del
Antiguo Testamento radica en el hecho que tiende hacia el Nuevo Testamento para adquirir en él su
plenitud y expansión. Efectivamente, “todo lo que dicen las Escrituras es para instruirnos a
nosotros, porque la fuerza y el consuelo que nos dan nos ayuden a mantener nuestra esperanza”
(Rom 15,4). En efecto, el Antiguo testamento “como pasado ‘prehistórico’ de la nueva y eterna

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alianza en la que ha desembocado el Antiguo Testamento, puede interpretarse adecuadamente desde
la nueva alianza, pues su verdadera esencia únicamente se descubre (2 Cor 3,14) en la revelación de
su fin” (Rom 10,4)”.

d) La presencia divina e “interior” de Dios.

Mas allá de la manifestación natural de Dios, que propiamente no es sino la realidad fáctica
de Dios dada como pregunta y no como respuesta, se da una presencia divina en sentido estricto.
Ésta no está dada simplemente con el ser espiritual del hombre, por el cual el hombre se plantea la
pregunta sobre Dios, sino que tiene el carácter de acontecimiento y es interpeladora del hombre
(Heb 1,1-2). En ella Dios manifiesta lo que resta todavía oscuro, a pesar de que el hombre tenga una
referencia necesaria a Dios a partir de todas las cosas que integran el mundo (precisamente la
pregunta sobre Dios y el ser interrogado del hombre por este misterio: objeto de la manifestación
natural de Dios, ya vista). Dios, pues, da a conocer lo que el mundo y el hombre ignoran: la realidad
interna de Dios y su relación personal y libre con el hombre y la historia.

De hecho, Dios se ha revelado de esta forma, según afirma el Vaticano I (DH 3004) y el
Vaticano II (DV 2-6), y a partir de aquí sabemos que tal revelación es posible por la
autocomunicación del mismo Dios. Esta revelación, llamada revelación oral, personal e histórica,
afecta en primer lugar a la realidad íntima del hombre en su singularidad espiritual. Dios se
autocomunica en su realidad más propia, en su luminosidad espiritual y confiere al hombre la
posibilidad de recibir y escuchar esta autocomunicación y apertura personales y de aceptarlas en la
fe, la esperanza y el amor. Ya que Dios coloca y sustenta por sí mismo -divinizando al hombre- el
acto de “escuchar obedientemente”, o acto de creer, es decir, de aceptar la automanifestación y
autocomunicación de Dios.

Esta presencia es la propia autodonación personal que Dios hace de él mismo al hombre
siendo así absolutamente próximo a él, dándole la vida plena. La pregunta absolutamente ilimitada
es completada y respondida por Dios mismo como respuesta absoluta. Esta comunicación de Dios
al hombre la podemos describir, pues, como la situación existencial de la presencia próxima y
absoluta de Dios a los hombres.

Esta situación, es decir la “justificación o santificación objetiva”, a diferencia de su


aceptación subjetiva para la santificación, que se da universalmente e ineludiblemente antes de la
acción libre del hombre y actúa como factor determinante de ésta, no solamente existe en el
pensamiento y la intención de Dios, sino que es una determinación existencial del mismo hombre,
la cual como objetivación de la universal voluntad salvífica de Dios, que es don gratuito de Dios,
siempre se encuentra en el orden real.

Podemos decir, pues, que todos los hombres se encuentran constantemente bajo la oferta de
esta autodonación gratuita de Dios, que repercute realmente en ellos, y que los hombres aceptan
siempre en su acción moral esta oferta constante, excepto cuando la rechazan con auténtica culpa
moral. Esta es la conclusión que se puede sacar del Vaticano II cuando considera que se da una
posibilidad de salvación incluso para los ateos (no culpables) y los politeístas [GS 22; LG, 16; AG
7]; aunque para la salvación propiamente necesitan la fe, es decir, el don de Dios [AG 7].

La configuración, pues, del hombre por esta revelación divina e interior de Dios ofrecida
siempre, no es algo que se sucede de vez en cuando, sino que es una situación permanente e
ineludible del hombre. Karl Rahner ha calificado esta situación, como el existencial sobrenatural.
Existencial, porque es un constitutivo interno de la esencia concreta del hombre, y sobrenatural

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porque es indebido al hombre, de tal manera que esta sería posible sin la situación. De esta forma se
significa, pues, que el hombre en el orden real siempre es inevitablemente más que la pura
“naturaleza” (en sentido teológico). J. Alfaro prefiere hablar de existencial crístico para subrayar
con mayor claridad el carácter cristológico y cristocéntrico de esta autocomunicación-revelación de
Dios que se ha dado, de hecho, por Cristo, con Cristo y en Cristo.

Esta presencia divina e interior de Dios descrita como la situación existencial de la presencia
próxima y absoluta de Dios a los hombres por Cristo, transforma la conciencia del hombre, y más
que la comunicación de un contenido aislado concreto, es la modificación de su horizonte último.
Este horizonte es el mismo Dios, como respuesta infinita, y no solamente pregunta como en la
manifestación natural, a la pregunta inacabada que hace y es el hombre a lo largo de su existencia.
Esta presencia “divina”, pues, no es nada más que lo que llamamos en teología la gracia o don de
Dios, santificante y justificante como elevación que diviniza al hombre, en la cual Dios no solo da
algo distinto de él (gracia “creada”) sino que se da a sí mismo (gracia “increada”).

e) Conclusión: la voluntad salvífica universal de Dios como presencia secreta de Dios en


todo el mundo o la revelación “general”.

Para concluir: lo que representa esta presencia secreta de Dios se expresa en un tema clásico
de la teología cristiana: la voluntad salvífica universal por la cual Dios “quiere que todos los
hombres se salven”: 1Tim 2,4. En efecto, este texto clásico de la Escritura sobre la voluntad
salvífica universal de Dios subraya por tres veces la palabra “todos (w.1.4.6), como expresión de
que Dios “es el Salvador de todos los hombres” (1Tim 4,10) y de “que trae la salvación para todos
los hombres” (Tit 2,11). Tal afirmación encuentra sus paralelos en los evangelios sinópticos cuando
se refieren a Jesús tanto al “dar su vida en rescate por todos” (Mc 10,45 = Mt 20,28), como a su
“sangre derramada por todos” (Mc 14,24 = Mt 26,28 = Le 22,20). También la literatura joánica
apunta a esta visión universalista (Jn 1,29; 3,16-21; 8,12; IJn 2,2).

La fe de la Iglesia ha confesado esta voluntad salvífica universal de Dios desde antiguo,


especialmente en los símbolos de la fe al afirmar que Cristo murió “por todos los hombres”. Ya en
el siglo XVI con el Concilio de Trento se declara que todos los hombres reciben la gracia suficiente
para alcanzar la salvación [DH 1568], Y a partir de ahí surge la constatación continuada de que
Cristo no murió sólo para los creyentes sino para todos (cf. desde las condenas del jansenismo en el
siglo XVII hasta la doctrina sobre los miembros de la Iglesia en la Encíclica de Pío XII Mystici
Corporis de 1943). Esta doctrina ha sido formulada con una prospectiva positiva y optimista por el
Concilio Vaticano II en diversos documentos.

Así la Lumen Gentium empieza la presentación de las diversas relaciones de los hombres
con el pueblo de Dios con esta afirmación central: “todos los hombres están invitados al Pueblo de
Dios” [LG 13]. Y más adelante precisa: “en efecto, los que sin culpa suya no conocen el Evangelio
de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de
la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden
conseguir la salvación eterna” (LG 16), lo cual supone una concreción de lo antes afirmado, al decir
que “todos los hombres están invitados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y
promueve la paz universal. A esta unidad pertenecen de diversas maneras o a ella están destinados
los católicos, los demás cristianos e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación
por la gracia de Dios” [LG 13].

A su vez, en el Decreto sobre la actividad misionera se cita el texto básico de 1Tim 2,4 sobre
la voluntad salvifica universal de Dios. Esta vocación a la salvación se concreta en la iglesia y en el

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bautismo, “aunque Dios, por caminos conocidos sólo por El, puede llevar a la fe, sin la que es
imposible agradarle, a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia” [AG 7].

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