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Mariana de Jesús y

los espejos del delirio


Olmedo Guerra
Capítulo I

El convento estaba totalmente cerrado entonces. Dentro, cuatro hombres de largas


túnicas se encontraban en medio de una discusión. Afuera, a unas cuantas cuadras, se
encontraba un afamado orador rodeado de una acalorada multitud que comenzaba a
desenfrenarse a escuchar las palabras de expiación. Era una purga completa: las mujeres
lloraban sus penas con sus hijos en brazos, los hombres se flagelaban unos a otros
recompensando sus divinas deudas, los extranjeros escuchaban espantados la venganza
de sus perversiones, y los niños desde entonces se arrodillaban a disculparse por sus
juegos. Los españoles se mezclaban con mestizos y criollos, indios y mulatos, todos
envueltos en una barbarie de expiación provocada por las simples palabras de Alonso de
Rojas, el gran orador de esos tiempos. En medio de este cuadro de inaudita calidad
teatral, se encontraba una muchacha con rasgos de querubín que transmitía una belleza
impresionante. Estaba sentada en un banco desde el cual, con los ojos cerrados y los
brazos en modo de oración, contagiaba de un sosiego poco concebible ante el escenario
de caos religioso que acontecía a su frente. Su nombre era Mariana de Paredes y Flores.
Huérfana de padres, vivía en una casa donde la gente asistía a realizar prácticas de
devoción, cuidada por su nodriza india junto con su hermana Jerónima de Flores y su
cuñado. Se conocía que realizaba intensos esfuerzos espirituales y que era muy devota,
además de estar apadrinada por varios guías espirituales que la colmaban de penitencias
a las cuales ella obedecía siempre con gusto, por ser a través de ellos donde se profesaba
el mandato divino de su destino.
Al acabar el espectáculo, el padre tomó sus cosas, dejando tras de sí un torrente de
lágrimas, mujeres en pena, y hombres lesionados por el carácter violento de los castigos,
y se acercó a la muchacha con mucha tranquilidad para levantarla de su puesto y
tomarla del brazo indicándole que lo acompañe en su camino.
– Azucena del celestísimo mandato de nuestro Señor, te pido tomes de mi brazo y
me acompañes hasta el convento. Allá nos esperan tus padres espirituales en
medio de una acalorada reunión donde se debate tu siguiente comunión.
– Con mucho gusto –asintió Mariana mientras tomaba su brazo–, mi querido
padre. No sabría encontrar forma de agradecerles sus bondades conmigo.

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Echaron a andar en medio del sol que azotaba esa tarde la pequeña ciudad de Quito.
Llegaron pronto a su destino, algo sudados y confundidos por el camino desde la plaza.
En el convento se encontraban los padres Antonio Manosalvas, Juan Camacho y
Hernando de la Cruz. Al llegar Mariana, interrumpieron su conversación. Se veían algo
alterados, pero la dama no percibió esto, y lo tomó con calma.
– ¿Cómo estás –saludó el padre Manosalvas–, mi querida Azucena? Es muy breve
la solicitud que aquí te queremos dar, pues tenemos una gran sorpresa como
regalo a las buenaventuras que has cumplido desde pequeña. Siempre tan
obediente, siempre tan presta. Para la siguiente ocasión te acercaremos más al
padre, pero esta vez es una disposición sorpresa, para la cual necesitamos que
cumplas con ciertos requisitos de preparación.
Mariana se sintió turbada por un momento, pues nunca le habían sentenciado a una
penitencia de la cual ella no supiera su fin. Dentro de sí, comenzó a apenarse por lo que
acababa de escuchar. A veces sentía que los padres no eran muy gratos con ella, y
ejercían ligeros abusos en su autoridad. ¡Cuántas desdichas no hubo de sufrir la pobre
por su afanada fidelidad a la obediencia! Mariana siempre asentía cabizbaja, sin esperar
nada menos que el regocijo en los brazos de su Esposo después de ejercer tales
sacrificios. No obstante, esto sucedía generalmente con los mandatos de los guías, a los
cuales ella nunca refutaba. Pero dentro de sí, ella adoraba las prácticas de expiación que
ella tenía por rituales personales, a través de los cuales se libraba de los apetitos
sensuales ejerciendo prácticas violentas en su cuerpo con determinadas herramientas.
Mariana, en medio de aquel masoquismo, era rotundamente infinita.
– Así es –continuó Alonso de Rojas–, te esperamos dentro de una semana en la
iglesia de La Compañía de Jesús. Para esto necesitamos que te prives de
alimento y de bebida durante todo este tiempo. Además, te prohibimos la
asistencia a misa en el trayecto. Necesitemos que estés limpia de cuerpo y alma
para que cumplas con nuestros deseos. Lo más probable es que, incluso, después
de esto, Dios nos envíe su misericordia y cesen las barbaries que en la naturaleza
han estado aconteciendo. Solo cumple, Mariana, Dios te será recompensada.
Mariana asintió levemente y se retiró en silencio, mientras escuchaba al alejarse
unos ligeros murmullos de los padres, que se oían algo picarescos. Solo el padre

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Hernando la miraba con un ligero sesgo de conmiseración en el rostro. Su silueta se
alejaba como estampa de una virgen de regreso a casa.
– ¡Oh, Padre! ¿Por qué alimentas mi vientre de silencio? ¿Es que acaso de penar
está compuesto el vivo? Si de tu doctrina no estuviese iluminada, en el cetro
estuviese mi pecho padeciendo. Es que de tu amor son dueños estos pasos, ​que
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muero porque no muero .
Capítulo II
Habían pasado ya tres días desde que Mariana decidió abandonar la bebida y la
vianda, lo cual estaba afectando seriamente su estado de ánimo. Ella, aunque con mucha
voluntad, pues estaba acostumbrada a estos sacrificios, no perdía su lado humano al
palidecer por la falta de sustento, pero, sobre todo, escondía un problema mayor.
Mariana sufría de un exceso de consumo de las hostias que se repartían durante la
ceremonia del Señor. Se podría decir que Mariana era adicta a las hostias. En algunas
ocasiones, le confesaba a su nodriza que a través de ellas tenía encuentros más
exquisitos con su Esposo. Esta la tomaba por chiflada y seguía con sus labores, pero en
esta ocasión no podía ignorar los dobles estados de ánimo que padecía su amparada.
– Señorita Mariana, por favor, cálmese. No puede correr de lado a lado mientras
hago la limpieza. Interrumpe mis quehaceres.
– ¡Oh, adorada nodriza! Observas cómo padezco y solo te preocupa las lisonjas de
tu esponja.
– No, mi querida. Es solo que no sé cómo podría ayudarla. Créame que de verla
sumida en esas tinieblas, yo también padezco.
– No puedo más con esto, Catalina –decía Mariana mientras iba de un lado a
otro–. Desde chica he confiado en tus afectos, nada me he guardado ante ti.
Todo lo sabes de mí cuanto en tierra pueda saberse, los demás secretos
pertenecen a mi Amado. Pero no tolero más la exigencia de mis guías
espirituales, percibo en ellas cierta actitud de despojo. No encuentro el cielo sino
en mis mortificaciones solitarias, mas no en las impuestas por los padres.
Además, percibo cierto furor en su rostro. Es mi silueta la de una joven doncella,
pero yo no aspiro más que a la de una santa. ¡Ay, mi Dios me ha hecho mujer
para que en mí viva el fuego! Mi fuego, que es solo de mi Esposo, se siente

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Referencia a famosa frase de un poema de Santa Teresa de Jesús.

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arrebatado con esas miradas suspicaces que sobre mí se posan. Cuando voy de
camino a misa, he visto como los caballeros desvían la mirada con sigilo. Es el
miedo, Catalina, lo que en Dios me puede. Mas, últimamente he tenido sueños
extraños. A veces, sueño con lo alto de las cordilleras, como si ahí se
encontrasen los prados más hermosos de los que hablasen las Sagradas
Escrituras. Y sé que peco de indecencia, pero es el miedo, Catalina, el manto que
cubre mi alma, pues mi rostro está enfrascado en mostrarse iluminado, cuando
en él solo reina el caos.
– Te escucho muy triste, mi muchacha. Sé que tus penas no tienen calma, pero
siéntate, he de contarte una historia que he guardado mucho tiempo, por miedo a
las trincheras de la herejía. Me la contó cuando yo era muy pequeña, y hasta
ahora que soy una señora me atormenta de vez en cuando.
– Catalina, escucho todo lo que de tus ligeros labios se pronuncie. Creo en tu
palabra, por ser esta atravesada por Dios. Ahora todo lo que necesito es algo de
confianza, quizás una ligera distracción en palabras enviadas por mi Dios.
– Cuentan que, antiguamente, en el territorio de nuestra actual Audiencia de Quito,
existieron varias civilizaciones que se organizaban de una forma independiente,
de forma tan sorprendente, que buscaban sus propios alimentos y moldeaban
figuras exquisitas. Dicen, señora… ¡que no creían en nuestro señor! ¡Podráse
creer tal herejía! Sin embargo, tenían un gran contacto con la naturaleza y se
desenvolvían muy bien en ella. No obstante, luego de esto, llegó un gran imperio
a ocupar este sitio. Dicen que aquel gran sitio se llamaba. Tahuant… Tatlin…
¡ay, no recuerdo, mi niña! Tantos años hace ya… Pero sí recuerdo, que entonces,
tampoco se adoraba a nuestro gran Señor… Dicen que existía entonces alguien
llamado Wiracocha, pero que ese solo fue uno entre tantos…
Mariana ya tenía para entonces los nervios de punta y se encontraba paralizada del
terror.
– Y entonces, esa fue una gran civilización que ocupó nuestras altas montañas y
rendían culto al sol, al cielo, a la tierra y a todo lo que les rodeaba. También, casi
agonizando, lo recuerdo muy bien, mi bisabuelo me dijo que los hombres
blancos eran malos… Yo era muy niña entonces, pero no sabría qué decir ahora
tampoco. Usted, mi niña, que es más sabia… Sabrá qué pensar.

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– ¡Herejías, herejías! –gritó encolerizada Mariana–. ¿Cómo te atreves a contarme
esto? Solo afliges más mi corazón al saber que tu pecho está lleno de mentiras.
Atravesaré al cuarto en barca por este mar de lágrimas que me has provocado.
No volveré a escuchar una palabra de tu boca. ¡Adiós!
Entonces Mariana corrió a su cuarto, dejando consternada a la india Catalina, que
fue tras ella para solo, una vez dentro, encontrar a su niña desmayada en el centro de
su cuarto, con los ojos entreabiertos y titilando, mientras susurraba lento unas
palabras que más que grotescas, se le hacían inentendibles…

MARIANA:

La neblina se confunde con las alas de un ángel. Vislumbro una piel asada por la ira.
Su pecho descubierto me escandaliza, pero es luz, que ciega mis vergüenzas. Mi
corazón en velo se sienta a su lado, y escucha desde su garganta, la agonía de un
cóndor desmembrado por una lanza, caído en un charco de niebla que es la memoria de
quien observa.

WIRACOCHA:

Talismán es esta cabeza de indio en greñas,


una llaga en la espalda de tu dios;
me han contado que lavas todos los días su cuerpo
¿es que acaso no me has visto?
¡Te han mentido, Mariana!
No son las cordilleras lo que vemos
son su estampa sus residuos
un espejo líquido
¡son las ruinas de los Andes!
las cordilleras desaparecieron en cuanto nos asesinaron
son su estampa sus residuos

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un espejo líquido
Estas cumbres son el cielo mismo,
el manantial fluye de sangre helada de los dioses perdidos
cantamos y danzamos con el grito del cóndor que nos anunció
que nuevas muertes vendrían
¡y te veo Parca, Mariana!
presos en las ruinas de los Andes
observa estos rayos que te penetran,
el placer concebido es el dios indio,
y si yo no soy tu Esposo, soy el Amante
o uno de tantos,
y en nuestro desposorio: ¡tiembla la tierra!
y es tu martirio, Mariana: ¡tiembla la tierra!
escucha este sollozo atravesado por un cóndor eterno: ¡tiembla la tierra!
oh los valles son las lágrimas de nuestra patria herida: ¡tiemblan los andes de la santa!
Convertido en palomo ha sido herido por una lanza, rata enferma, susurra en su agonía
el secreto del Tahuantinsuyo:
la cordillera es la serpiente que atraviesa
nuestro corazón de patria perdida
la vieja tentación la vieja
tentación
Mariana, si hubieses visitado nuestras cumbres,
¿a qué santo vengarías?

DIARIO

24 de mayo de 1645

Querido diario,
¡he sido desposada por un demonio! Pero encontré tanta verdad en sus
palabras que me estremezco. Ahora, observo las altas montañas y pienso en

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otro cielo. Es quizás la tierra el formato más perfecto del paraíso que nos
envió Dios. No había fijado en ello, he pasado tanto tiempo distraída entre
mis martirios que nunca me di la oportunidad de visitar esos lares de la
naturaleza. Sé que he promulgado constantemente un cariño hacia los
pobres, y que he abandonado mucho por ellos, pero ahora se me hacen
distantes y, más bien, me pregunto por qué su condición infausta es no más
bien un cetro en los reinos de la tierra. Estos reinos están plagados de
paraíso pero, al haber tantas incongruencias, tanto despojo, me pregunto si
en verdad yo debería estar sonriendo y entonando canciones para ellos, en
vez de cuestionar a mis aliados, que, incluso, se enfrascan en infringirme
desprecios para que otros tomen mi ejemplo. Siento que soy usada, un títere
de un espectáculo que los viste a ellos en elegantes túnicas. Yo no deseo ser
ejemplo de nadie, más que de mi Amor a mi Señor. ¿No fue acaso Cristo un
mártir por pocos días, por qué el mundo tendría que serlo durante toda su
vida? Quiero preguntarle a Dios, por ejemplo, el porqué del diezmo. O
quiero preguntarle a Dios, con todo el afecto, si es por la furia de este ángel
profano que vislumbré, que la tierra se mueve enfurecida. Quizás el mundo
es una constante lucha entre mi Amado y sus enemigos, y es por esto que la
tierra no es feliz del todo. Yo, que escondo una calavera como retrato, no me
asemejo en nada a esta, porque aún habito en una carne que es despojo. Ya
ni de alimento me sirve este cuerpo. Diario, eres el único lugar donde soy
completamente sincera, donde guardo todas mis verdades. En las
confesiones, a veces escondo cosas porque desconfío de los padres. Ellos me
asustan. Cuando era niña, uno que no conocía me observaba mucho
mientras se escondía tras un ventanal y hacía movimientos extraños con los
brazos. Yo entonces tenía miedo. Ahora, lo sigo teniendo. ¿Por qué esto?
¿Acaso no escogí yo el camino del destierro desde este hogar, por lo cual
debería ser inmune a las sensaciones humanas, esperando que mi alma ya
se encuentre con un pie más lejos? Todos los días me visto de negro, para
casarme con la pena. Y estoy cansada, diario. La pena me puede, y es el
medio que escogí como expiación. Pero ni por toda la sangre que derrame
en vano, o toda la carne que magulle en ofrenda a mi Esposo, servirán de

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vianda a los estómagos que tanto convengo y que con afectos recibo. Sigo
queriendo a mi Padre Santo. Mas, para llegar a la casa prometida, he
encontrado que hay otros lares ocultados. He decidido penetrar en estas
verdades que Dios me ha servido. Dios es mi verdad, pero la tierra será la
ofrenda que tendré para Él como mi entrada al cielo. Aún, la carne será mi
suplicio por el cual penetre en los cielos.

Con cariño,
Mariana.

Capítulo III

Son las primeras horas del día, y Mariana ya se encuentra en el centro de su habitación
preparando todos los artefactos para su ritual de mortificación. Esta vez piensa que sus
sueños le han revelado algo distinto, por lo cual prepara un ritual diferente para purgar
sus pensamientos impíos. Coloca un cilicio en su cuello, lo aprieta en la medida de un
corcel a una doncella, y la sangre comienza a brotar hasta su pecha. Mariana se
encuentra desnuda, y la sangre rodea sus senos como formando una danza mortífera que
pinta en su paso los ríos de un paisaje amedrentado por los rayos. Reemplaza los usuales
garbanzos por clavos que tiende en el piso, por los cuales comienza a caminar. Una
diadema de espinas cubre su cabello, formando una aureola de sangre que sugiere que
hubiese sido el ángel que rescatase a Cristo de haber podido, pues solo un ángel
adolorido hubiese podido entender su silencio. En su cintura, coloca una pesada cadena
que sostiene la calavera que atesora en su morada, mientras sigue su andanza por los
clavos. En un crucifijo vacío coloca docenas de pan, y escupe con sangre cada pedazo
puesto, como manjar del alimento.
Yo misma soy el alimento,
y me aborrezco, Cristo,
me aborrezco

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Amarra con cadenas ambas manos para perpetuar su oración, se arrodilla ante las
ventanas observando la cordillera, y como en un grito atravesado por la cruz solloza ​‘Eli
​ o repite cientos de veces y escupe los vidrios de las ventanas
Eli lamma sabactani’. L
llenando de sangre el paisaje de los Andes. Su cuerpo no es más que un fiambre en
embuto agonizando. La cruz del techo se cae dispersando los panes por el suelo a lo que
ella, amordazada por la oración, con sus labios cosidos golpea el pan hasta sangrarlo.
Sí, Padre,
porque en todo nos mentiste
sabemos que hasta el pan sangra
La tierra de pronto comienza a temblar. De la tierra se escucha un grito ​‘Eli Eli lamma
sabactani’​. El cuerpo de Mariana se revuelca sobre los clavos y sus senos son el
yacimiento del manantial de sangre materna. De repente, la santa es piel y alimento.
Todos los santos de sus estampas descienden cual palomos a mascar de su cuerpo. Sería
un cuadro del mismo Hernando de la Cruz quien ahora tiene deseos pecaminosos hacia
su cuerpo. Es Mariana el reflejo del pecado de una suciedad. Es Mariana el escupitajo
de un dios ardiendo en el infierno americano.
Un espejo en lienzo,
soy la antítesis de la virgen
los espíritus santos descendieron a masticarme

¡Oh santo mío! ¡Oh santo mío! ¿Qué es este vislumbre de mi sueño? Es una silueta
llagada de maleantes, es un sexo en vidrios caminando por los relojes de su carne, es
una hebra roja que desciende como un Patrono. ¿Vienes a golpearme? ¿Vienes a
galoparme? He tomado forma de animal para corregir las injusticias de este reino.
Ahora que no sé nada todo lo puedo. Soy cóndor soy pantera soy un perro
atropellado. Dime, túnica de insinuante silueta, qué es ese morado que corrompe tu
pecho. ¿Es acaso eso un escote en tu traje de monja? ¿Son acaso eso tacones los que
llevas para predicar el Verbo? ¿Es acaso ese un rosario de espinas con que golpeas a
tus muertos? No, no, sé que eres bella. Escucho de tu voz un aquelarre de infortunios.
Las beatas degolladas en tu órgano reproductor femenino.
Veo en ti a una hermana inquisidora. Veo en ti un gran templo derrumbado sobre

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mujeres. Veo en ti a una sierva bribona, a un caminante ventajero, a un Padre
sodomita. Veo en ti a un bosque violador, a un maestro pederasta, Veo en ti el temor de
una post-mortem carente de materia. Veo en ti a una Patrona de la corrupción. Mas,
debajo de toda esa cáscara de piel errada, veo que la nobleza persiste. Veo que la
virtud ha sido el verbo que ha trascendido tus errores. Veo que tú no eres más que yo
en un espacio donde no hay tiempo ni verdades. Escucho de ti, y me dices, que en el
sitio donde te encuentras convergen todos los muertos del pasado y del futuro, los
personajes de ficción con los humanos, los animales con los astros, y me dices que el
cielo es más infinito de lo que creías. Me dices que eres Santo Patrono de una iglesia en
el destiempo, y que proteges a las abusadas, a las carentes de amparo. Me dices que
Dios existe, y yo lo sé, por eso te abrazo y nos abrazamos y nos damos tanto asco que
tenemos que seguir prendidas para siempre porque ácido se desprende de nuestras
faldas. ¡Oh, santo desposo! ¿Son estos los ángeles que purgaban en los delirios de la
penitencia? ¿Los ángeles de verdad? Si me tocas y te toco se derrumban los infiernos.

DIARIO

25 de mayo de 1645

Diario,
ya no sé si llamarte querido, solo sé que he enfermado y ya no distingo entre
mis alucinaciones y la realidad. La falta de alimento me ha hecho mucho
mal. En la Audiencia creen que yo soy casi una virgen, que soy inmune a los
padecimientos, a la hambruna, y yo no hago más que callar. Hace poco soñé
que estaba en el infierno. No, no era el infierno. Era más bien un sitio
extraño donde van las almas cuando quieren morir, pero de alguna forma
resisten y vuelven a este entierro. Hoy me he levantado en los brazos de la
india Catalina. Me cuenta que ha llorado toda la noche con desespero, que
no debí de hacerle eso. Creo que fueron sus lágrimas lo que me sanaron. Sus
lágrimas lavaron mi cuerpo como los ríos en que se concibió el nombre de
Cristo. Ahora sí soy Santa, me lloró un desamparado. De repente las heridas
visibles ya no estaban más ahí. ¡Vaya que el indio sana! Pero estoy más

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pálida, y por dentro, tengo el corazón hecho un ciervo en día de caza. A
veces siento que si hubiese aprehendido una verdad desde chica, tanto
como aprendí el martirio, mi entrada al cielo fuese triunfante. No debí
rechazar los libros de caballerías que me ofrecían como baja mercancía.
Quizás ellos me hubiesen salvado. El rumor está, en que los libros de
caballería te enloquecen. Pero no hay más locura que habitar en la mentira.
Estudiar la vida de los santos es más bajo que mendigar el alimento. Están
rodeados de mentiras, porque todas las verdades son para Dios y para los
confesores, se reprimen estos auxilios del corazón. Tú mismo, aborrecido
diario, irás a las llamas lo más pronto. Y te pido disculpas, no, no lo hago,
porque nos veremos en ese cielo que soñé. Donde todo lo material y lo
inmaterial convergen y no hay tiempo y el espacio es infinito. O tal vez no
nos veamos porque estemos perdidos en ese laberinto de posibilidades tan
ramificado. Quizás, así sea la tierra. Quizá por esa misma razón haya varios
dioses y no solo uno. Ay, pero mira a qué nivel he llegado de blasfemia. Pero,
¿acaso Santa Teresa no se cuestionó todo y luego fue censurada hasta
seleccionar qué sería apreciable de ella y qué no? Yo jamás llegaré a topar ni
los talones de aquella santa. Yo soy la gallina en el patio trasero de su
sabiduría esperando a ser triturada, para descubrirse que no está apta para
el horno, y ser echada a los terrenos hasta que los gusanos acudiesen a
arrastrarse en mis retazos. No, no hablo más de vianda porque me
corrompe el hambre. Ya mi piel es mis huesos y por fin soy la calavera que
decía ser mi espejo. Toda la sangre que expendió mi cuerpo me recordó a la
primera vez que fluyó sangre de mi sexo. Ese día hubo fiesta entre los
fantasmas de mis adentros. Me encontré tan humana, tan femenina, que me
tuve asco desde entonces y reforcé la represión de mis apetitos sensuales.
Ni por más que, de vez en cuando, la sonrisa de un muchacho sonrojaba mi
mirada. Tuve deseos, sí, y muchos. Pero esta sangre, la maldita sangre que
me llegaba cada vez y estaba fuera de mi voluntad, lista para enloquecerme,
me hizo descubrir que yo también tenía el poder para expelerme ese
elemento natural que tanto se reprime. De ahí que mis vestidos, mi cuerpo,

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mis biblias, mis crucifijos, todos, todos, manchados de sangre. Estoy tan
débil, débil, débil, que no debo más que llorar.

Firmado con lágrimas en los dedos,


Mariana.

Santa Patrona de la Iglesia de las Abusadas en el Cielo.


JUSTINE:

Oh, mi inocente Mariana,


he observado todo desde estos inmensos campos de vacíos yuxtapuestos,
yo atravesé todo esto antes,
anduve descalza, solamente con mi bondad puesta,
y los abusos llegaron a mí como si de regalos se tratasen;
ahora, cargo la lepra de la perversión,
pero hasta el final de mis días yo ascendí a estos terrenos
que no son el paraíso, llena de bondad en mi corazón,
en este sitio, mi cuerpo no es más que una matria
donde las oraciones de las adoloridas convergen,
yo intento sanar sus heridas,
y fui declarada Santa Patrona de las abusadas,
porque en cada una, yo atravieso con mi celo
y cubro de manto y velo, las desgracias de las desposeídas;
el Señor, ese hombre perverso, no existe,
al menos no en la forma en que nos lo han contado,
pero tampoco sabría decirte qué es lo que aquí existe,
pues apenas vislumbro algo, desaparece,
y de pronto todo es un inmenso penar
por lo que en la tierra alguna vez nos hubo,

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pues ahí todo al menos tenía un sentido;
te ruego, Mariana, no pierdas la esperanza,
ni el apremio, yo, que tras cientos de abusos soy Santa,
te lo digo desde mi pecho inquieto,
no hay moral que al hombre no corrompa,
ni hay cielo que a los Santos aguante,
el universo en sí es una especie de exilio,
si no estamos en la muerte, estamos en la vida,
y si no estamos en la vida, perdidos andaremos,
pues del mundo y sus probabilidades infinitas,
jamás, ni en los peñascos de la oración, nos salvaremos;
Mariana, ¡abraza el pecho de esta Santa que te implora!
en él solo hallarás la luz, a no ser que por perversa cruz,
en la tierra seas vencedora,
pues no es fama sinónimo de ganancia,
a lo que no es muerte sinónimo de cielo.
¡Mariana, no acudas al llamado de los Padres Espirituales!
ellos solo buscan en ti un plan perverso,
inculcar su doctrina a través de tu figura quieren,
y además, de tu cuerpo sacar algún provecho,
te lo digo yo, que por todas estas ya he pasado,
pues es la sabiduría ahora mi velo,
y es mi carne aún, mi sostén en tu cielo.

MARIANA:

Oh, ¡Santa Patrona Justine!


¿Por qué no hablan las religiones de que en tu regazo está el paraíso?
ahora, todas hemos de parar al piso,
por desorientadas sin hallar el Anzuelo;
yo lo he entregado todo a mi Esposo,
tanto que a la tierra ya mi carne no obedece,

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mas es en mi pecho que un rencor crece,
que a mis santos los entrego al destrozo.

Capítulo V

Mariana, de pronto, se levantó de un largo sueño como poseída por un ímpetu


que nunca antes se había presenciado en aquel cuarto. Comenzó a destruir todas las
imágenes de los santos que existían en aquel sitio. Todas cayeron al piso haciéndose
pedazos, dispersándose por el cuarto. Los fragmentos de uno se unían con el de otro y
formaban nuevos dioses que atormentaban a Mariana. Esos dioses mutaban a personas y
comenzaron a tomar los artefactos masoquistas de la santa para golpearla, contra su
ventana, mientras arañaban sus trapos y desfiguraban sus muslos. Todo en ese cuarto se
destrozaba, la calavera se hizo trizas y sus dientes cortaron los pies de Mariana, que
comenzó a arrastrarse. A pesar del dolor, Mariana se encontraba en éxtasis, y sollozaba
de placer. El crucifijo de pronto decidió penetrarla, y la sangre de su virginidad fue tanta
que se hizo un río que la sacó enseguida de aquel cuarto. Mariana navegaba por todo
Quito envuelta por la sangre que había guardado para su Esposo. Pero no sintió culpa,
porque fue él quien de alguna forma ejerció el acto. Los dioses que se habían
materializado comenzaron a perseguir a Mariana con antorchas y lanzas, a lo cual en
seguida la gente tomó por fiesta y, llegaron bandas populares, indias vestidas de arco
iris, cortesanas con sus batas de dormir, y los españoles que sacaban los toros que
criaban en sus casas. Se formó una gran procesión en torno a Mariana que era llevada
por el río de la sangre de su virginidad, como un mandato divino, y la fiesta fue tan
grande que, al llevarla el destino de Mariana a la Iglesia de la Compañía, todo Quito se
adentró en el lugar hirviendo de deseo, erotizados por el roce que les provocaba estar
tan apretados. Eran tantos que parecía que la iglesia iba a explotar. Pero, incluso, los
personajes bíblicos bajaron de los cuadros y comenzó un gran recital de poesía en que
se leyeron los mejores versículos de las Sagradas Escrituras. Los juglares comenzaron a
entonar canciones profanas y la gente comenzó a desprenderse de sus trapos. La Iglesia
de la Compañía era una fiesta total, y dentro todos perdieron la identidad

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transformándose así en entes invisibles ante los rostros ajenos. Se ejerció una teatralidad
inmensa a partir de esto: todos se convirtieron en personajes que habían contenido desde
hace tiempos. Se encontraron meretrices vestidas de santas, españoles disfrazados de
indios, altos mandatorios con ligeros ropajes que insinuaban sodomía, doncellas
vestidas con pieles de animales que aullaban por sus hombres, ángeles andróginos que
seducían a los personajes bíblicos, toros que clavaban sus inmensas vergas en los
hendiduras por construir de la iglesia, de donde nacían nuevos animales, y una larga
serpiente que penetró en el techo para coronar esa fiesta con el pecado: ahora sí podían
hacer de todo. La gente comenzó a desprenderse de sus ropajes. Al momento, alterado e
interrumpiendo sus rituales solitarios frente a los íconos de su oficina subterránea, salió
el padre Alonso de Rojas, gran orador de entonces, a expiar con su cátedra aquellas
almas que estaban sumiéndose en el pecado. De repente, con la voz penetrante de aquel
hombre, todos los presentes se alteraron al recordar sus pecados y la culpa que cargaban
por infringir la ley de Dios. Se dio apertura a una gran guerra de carnes, en la cual, al no
descubrirse entre otros, buscaban expiar sus penas infringiendo dolor sobre los cuerpos
ignotos que tuviesen más cerca. Comenzaron a flagelarse las espaldas desnudas, a
lanzarse garbanzos a los suelos para que la gente sufriera, a encerrar en tumbas
pequeñas docenas de cuerpos y enterrarlos en un hueco que habían improvisado, a
clavar púas en los muslos que transitaban dejándolos así incapacitados de fornicar por
siempre. Ahí mismo se propagó una gran peste, y murieron enfermos decenas de
muchedumbres que no caían en cuenta de que la muerte los ocupaba. ¡Oh, esa era una
gran fiesta contra el pecado! Tal potencia tenían las palabras del orador Alonso de
Rojas, que a veces hasta él se creía el mismísimo Dios, y en sus rituales solitarios
comulgaba frente al espejo y tomaba de la hostia de su piel, de lo que surgían heridas
que cubría con sus túnicas cuando salía a las calles. Pero ni la fuerza de sus palabras
pudo calmar la ira del Dios que protegía esa ciudad –o ese contexto de ciudad–, por lo
cual la tierra en seguida comenzó a temblar y la gente interrumpió sus actividades para
correr e intentar huir a sus hogares. Pero las puertas se habían cerrado, y era imposible
escapar. El templo se movía y parecía querer desmoronarse. Mariana, en medio de su
trance, despertó de sus entretenidos placeres, y elevándose con los hilos de sangre de su
virginidad que le formaban una manta que la erigía en el centro de la iglesia, le pidió al
Santo Padre que perdonara la vida de ese pueblo, que a cambio, ella ofrecía la suya. El

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terremoto paró automáticamente y Mariana descendió cayendo sobre la eucaristía, sin
salir muy afectada, pero inconsciente por la fuerza de la ofrenda mística que había
tenido. Los hombres y mujeres huyeron espantados de la iglesia, maldiciendo en todo
tipo de dialectos a quien había provocado semejante farsa, heridas, y arrastrando a sus
muertos y reviviéndolos con agua bendita y eucaristía, que era como restaurar el
corazón de los infortunados. La iglesia quedó vacía, solo los padres quedaron dentro,
quienes, al ver a Mariana casi inconsciente, la llevaron al sótano donde le darían el
castigo convenido por todos los sucesos que habían acontecido.

Capítulo VI

En el túnel siniestro por el que en trance me vengo


las aguas de mi delirio santifican a beatas enteras
¡squir! ¡squir!
en el nombre de la azucena de Quito
nodriza me viste con trapos humildes
pero despojada, desnuda voy al Cielo
veo a cientos de beatas flageladas por los Padres detrás de ventanales
veo a los jesuitas y a los franciscanos en medio de una guerra colosal
donde atraviesan con ballestas los cuerpos enemigos
y arrancan su carne en una cena que preparan con sus restos
veo a mi padre y a mi madre sodomizados por un cadáver
de túnica negra bajo la figura de un retrato familiar
y los maldigo
veo a las cordilleras separadas como los mares,
de cabeza, como triángulos estampados en el cosmos negro

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mientras de sus cumbres se desprende el hielo como rocas
y todos los dioses indios caen en un agujero protegido
por un ave judeocristiana que escupe sangre en sus pechos
veo a esa misma ave propagando una gran peste,
liendras desprendiendo de su mandíbula que son como microastros
casi invisibles a los ojos
y a doncellas envejeciendo instantáneamente,
socorriendo su belleza con máscaras hechas de piel de los indios perdidos,
veo cientos de príncipes y reyes levantando una inmensa torre
con los muslos de sus esposas, magullados,
un rojo iluminando el vacío de este cuerpo que es la galaxia del destiempo,
veo, a la india Catalina sollozando junto a un río,
mientras de su vientre se paren y paren conjuros que caen al agua,
y bebo de él, para limpiar el alma,
veo a Antonio de Morga en un palacio sosteniendo orgías
con brujas y eunucos que rayan en su piel un mandamiento que incumplir,
veo a los hombres enfermos por la peste levantando una gran cruz,
de lejos ya se ve la silueta de una mujer como en carmesí palpitando,
y es en tacones y en trapos cortos, la Santa Justine en el crucifijo
lista para las llamas de la Inquisición,
‘Oh, te advertí que debíamos temerle al amor’
¡no! y a todo esto, ¿dónde está el gran Esposo?
Dios está sentado en un gran sillón de nube
rodeado de vírgenes que acarician su mejilla,
tocan con sus varas la ingle, y rozan con las uñas su pecho,

Rosa de Lima Santa Teresa de


Jesús

-Justine es nuestra patrona


de la verdad-

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La Virgen de Guadalupe

niñas corren desnudas en un círculo de alambres


ante los promontorios en la ingle de los Padres
-¡es el Espíritu Santo que palpita!-
niñas que metamorfosean hasta la vejez
dando vueltas tras los paños que desprenden
los olores del líquido sagrado de Jesús
Dios anuncia:
¿no es esto lo que esperabas, Mariana de Jesús?
¿no es este el modelo de Cielo que sugería
la iglesia donde comulgabas?
tenías tanto poder en tus manos, que cuando quebraste las imágenes,
mataste a todos los Santos
¡arcángel de la idoloclastia!
resistirte fue perder la creación de tu propio Cielo
y hoy, Mariana, este sitio es nuestro infierno
el lar donde todas las almas vamos a parar
pronuncia un versículo
y el hechizo será disuelto
pero para mí la Palabra ya no existe
y con ella, yo desaparezco,
ahora estoy posicionada en la gran cruz y hago el amor por primera vez
con la Santa Justine, que hace el amor por primera vez también
es tan triste que las beatas tengamos que esperar al Cielo
para amar de verdad,
pero en esta mundo alterno, que es noche perpetua,
todos nos hemos concebido desde el gemido
desde la tierra nos observan cuando la noche se estrella
pero los humanos, paralíticos, jamás entenderán de esto
no, mientras no sea el amor la vara que flagele sus cuerpos
en la cruz,

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tendrás pocos días para palidecer,
poco después, serás noche eterna
he olvidado todo, ya no soy quien antes era
ahora flagelo mi cuerpo con el Amor,
¿no es eso lo que Dios quería?

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DIARIO

26 de mayo de 1645

“Quito no se destruirá por los desastres naturales, sino por la contención de


sus más elevados placeres”.

M.

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