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Wady Bedrán de Gamero a soneros

El rostro de Wady Bedrán Jácome se asemeja al de una escultura de cera, cuyo acabado
no ha recibido la bendición del pulimento, como si con tal omisión el escultor hubiese
querido imprimirle el carácter que los espectadores deberían percibir.

Sus ojeras pronunciadas, la dureza de sus facciones, el sonido de bombardino que sale
de su garganta en cuanto pronuncia algunas palabras, su estatura un poco desequilibra-
da por la inestabilidad de la pierna coja que lo viene castigando desde la década de los
ochenta; y la insistencia con que mueve el brazo derecho, para darle énfasis a las con-
versaciones, lo muestran como un ser rudo e imbuido de ese tipo de autoridad aplastan-
te que suelen manejar los personajes del bajo mundo.

Aunque él parece no serlo. Wady Bedrán tal vez no haya sido el capo de ninguna mafia
en ninguna de las épocas de su existencia, pero sí uno de los empresarios y productores
musicales más asediados y, al mismo tiempo, vituperados del Caribe colombiano.

En los años ochenta, cuando mostró con toda furia las aristas de su sapiencia musical y
empresarial, no hubo en Cartagena, ni en el resto de la Costa Caribe, quien no se refirie-
ra a él con rabia o con admiración, pero nadie podía ignorarlo.

A su residencia del barrio Amberes (uno de los sectores más antiguos de los extramuros
de Cartagena) llegaban diariamente músicos, cantantes, productores, compositores, lo-
cutores, periodistas, ingenieros de grabación, empresarios del espectáculo y hasta cons-
tructores de corralejas pueblerinas para solicitarle algún concepto o pedirle un empujón
que los catapultara hacia el difícil mundo de las estrellas, que Bedrán parecía manejar
con los cinco dedos de su mano derecha.

Eran tiempos de apogeo. Los soneros de Gamero, con la cantadora de bullerengue Irene
Martínez a la cabeza, no sólo estaban batiendo marcas de sintonía en las emisoras co-
lombianas, sino que eran los principales protagonistas de todos los conciertos que se or-
ganizaban a lo largo y ancho de la geografía colombiana, y aun de algunos países veci-
nos.

Un tiempo atrás, a finales de la década del setenta (en medio de una fiesta matrimonial
en el municipio de Mahates), leí por primera vez el nombre de Wady Bedrán en la carátu-
la de un disco de acetato, un long play, en donde fungía como el cantante de una pro-
ducción ejecutada con acordeón para canciones vallenatas y sabaneras.

A Mahates pertenece el corregimiento de Gamero, en donde nacieron Wady Bedrán e


Irene Martínez. En ambas poblaciones los picós programaban con insistencia canciones
como Catalina y Voy a buscarme una morena, dos temas que recibieron la rusticidad de
la voz de Bedrán y la maestría ejecutoria del tres veces Rey Vallenato Alfredo Gutiérrez.
Un tiempo después volví a verlo en Cartagena. Esta vez actuaba como estrella central de
una tómbola organizada por un colegio femenino en el desaparecido Club Guanipa, del
barrio Crespo. Wady Bedrán subió al escenario unas cinco veces y en esas oportunidades
no dejó de interpretar su éxito del momento: Canto adolorido, un paseo sabanero del
compositor Julio César Amador.

El Wady de esa época usaba pantalones de polyester y camisas de jersey. Su estatura


era descomunal y rectilínea. Su andar, rápido como el de un bus thermoking. Pero la
apariencia que exhibía no era la de un poderoso, sino la de un escalador que apenas es-
taba pisando los primeros peldaños.

Llegada la década de los ochenta volví a verlo en el barrio Amberes, en su casa de estilo
antiguo. Era una vivienda de tablas de madera, sala amplia y patio del mismo estilo, co-
mo solían ser las grandes quintas que se abrían más allá del cordón amurallado de Car-
tagena.

El Wady de ese entonces ya no era flaco sino grueso. En aquel momento, ya había sufri-
do el accidente que le recortó la pierna derecha hasta cambiarle el andar raudo que des-
plegaba en sus inicios artísticos. Las ropas elásticas fueron reemplazadas por finas cami-
sas y pantalones de color crema. De su cuello colgaban varias cadenas de oro, mientras
en los diez dedos de sus manos había anillos de todos los grosores y estilos, como sim-
bolizando el resultado de esa sintonía que Los soneros de Gamero estaba ubicando en
las emisoras de la Región Caribe colombiana.

Y no sólo eran los soneros. Grabaciones de varios estilos tropicales salían a la calle bajo
la dirección, orientación y producción de Wady Bedrán, quien las hacía sonar en las esta-
ciones radiales con solo introducir el dedo índice en el disco de su teléfono de entonces,
el cual reposaba al lado de un sillón de mimbre en el que el productor permanecía senta-
do, como materializando a un Rey Midas de la música folclórica y crossover de la Carta-
gena de aquellos almanaques.

Y tal como suele suceder con los personajes de su condición, Wady Bedrán también car-
gaba —y aún carga— una leyenda negra, según la cual gran parte de su triunfo se debía
más a sus habilidades disociadoras e intrigantes que a su discutible erudición en las artes
musicales y productoras del disco.

En esa época fueron incontables los personajes del espectáculo que denigraron en contra
de Bedrán acusándolo de “garrotero” (término empleado para señalar al que le roba a los
músicos), maldiciente, arrogante y explotador.

Se decía —y todavía se dice, pero siempre a hurtadillas— que gran parte de los honora-
rios que debió recibir Irene Martínez por sus grabaciones y conciertos fueron a parar al
cuello y a los dedos de Wady Bedrán, convertidos en cadenas y anillos de oro, pero tam-
bién en ropas y ornamentos para la vivienda de Amberes.
Nunca se comprobaron tales afirmaciones, como tampoco se ha sabido de alguien que
haya presentado demandas contundentes en contra de Martínez y Bedrán por el supues-
to plagio de las canciones que Los soneros de Gamero hicieron famosas en toda Colom-
bia, pues siempre se ha dicho que ellos no fueron sus autores sino que algunos pertene-
cen a la tradición musical costeña; mientras que otras son de compositores bohemios
que nunca firmaban papeles ni sabían que existía algo llamado “derechos de autor”.

Una leyenda negra y una estela de triunfos constituyen la hoja de vida que Wady Bedrán
tiene para mostrar en estos momentos, cuando ya Los soneros de Gamero no son los
chachos de la película. Ahora, cuando casi nadie lo busca para que le dé el empujón de
la buena suerte, Bedrán sigue recibiendo visitas en su casa del barrio Amberes, pero de
amigos y conocidos que no se cansan de escuchar sus conversaciones preñadas de
anécdotas del pasado y de aspiraciones para... ¿el futuro?

La rotación de la tierra

Ya su casa no es de tablas sino de ladrillos y persianas de cristal. Su figura no es tan


arrogante ni tan elegante como en los años ochenta, pero su voz sigue conservando el
mismo golpe de bombardino de todos los tiempos.

Ahora reposa sobre una mecedora de hierro forrada con hebras de plástico y ubicada en
el angosto patio que le queda a la casa cubierta de cemento y baldosas por todas partes.
A su lado ya no está el teléfono a través del cual gobernaba a los programadores de las
emisoras de la banda A.M., pero maneja un celular para el que debe comprar tarjetas
siempre que quiera disponer de minutos.

La altanería de otros tiempos se ha reducido un poco. Las palabras “Dios” y “bendicio-


nes” salen de su boca con la misma frecuencia con que usaba términos grotescos para
ridiculizar a quienes consideraba sus enemigos en los tiempos del triunfo. Ahora pide —
no se atreve a exigir— ayuda a los periodistas para que los nuevos soneros de Gamero
se escuchen un poco durante las fiestas de noviembre y los carnavales de Barranquilla.

Precisamente, antes de empezar esta entrevista, me pide que después de contar la histo-
ria del grupo “me le des una buena coba a Isolina León para que se le realce la imagen.
Aunque te cuento algo: ella es muy apreciada en Barranquilla. Y en los gozones que
hemos amenizado aquí en Cartagena también la han acogido mucho”.

Wady (o “El Guady”, como le dicen) acaba de pronunciar una palabra mágica: “gozones”,
los espectáculos al aire libre que se inventaron los organizadores de las fiestas novem-
brinas de Cartagena, como preámbulo a esos festejos carnestoléndicos. Desde el mes de
agosto, los soneros eran los principales protagonistas de esos espectáculos: la gente,
impulsada por la curiosidad de ver a una anciana cantando y bailando como una quin-
ceañera, rodeaba las tarimas como un mar huracanado, pero pletórico de admiración.
Antes de esta conversación vi a Los soneros de Gamero con Isolina León en un gozón de
la Plaza de la Aduana, bajo una lluvia menuda y fastidiosa que entristecía la noche. Y era
tal vez por ella (por la lluvia) que la presentación del grupo no lograba despertar el áni-
mo del escaso público. La diferencia entre los antiguos y los nuevos soneros era terri-
blemente abismal.

Al frente de ellos estaba un Wady vestido con camisa de colores y pantalón overol, ya sin
la imponencia de otros tiempos y con la resignación que dan tantas posteridades sin
nuevos triunfos.

El hombre se impacienta y me pide que empecemos la charla, aunque él ya la había co-


menzado hablando de sus obras y milagros en la escena musical. Pero está ansioso por
autobiografiarse.

De los solares al Congo de Oro

—La pregunta inevitable: ¿qué es lo más lejos que recuerda de Gamero en


cuanto a lo musical?

—Hablando de la música de Gamero, lo más antiguo que recuerdo es a Irene Martínez


cantando bullerengue en el patio de su casa o en las fiestas de sus vecinos, siempre
acompañada por tamboreros, maraqueros, tabliteros y cantadores que improvisaban
conjuntos que se llamaban “sextetos”, como los de Palenque. Eran hombres rudos, del
campo, pero talentosos para la música. Yo apenas tenía unos cinco años.

Irene iba a mi casa y hasta me cargaba, pero nunca se me ocurrió que más adelante
podríamos trabajar juntos en una agrupación folclórica. No pensé en eso y mucho menos
en todo lo bueno que vendría después.

—¿Cuándo empezó a pensar en eso?

—En 1969. Yo era uno de los músicos que integraban el conjunto de Alfredo Gutiérrez, y,
a la vez, el percusionista de planta de la empresa Discos Fuentes, que todavía tenía sus
estudios en Cartagena.

Una noche amenizamos una caseta en el corregimiento de Hato Viejo y allí estaba Irene
con su sexteto, compartiendo tarima con nosotros. Me dio tanta nostalgia de volver a ver
a esa gente que decidí irme con ellos para Gamero, por unos cuantos días.

Estando en Gamero formamos un bullerengue hasta al amanecer. Allí no sólo cantó Ire-
ne, sino también Aniale Moreno, una señora que tenía el complejo de caminar de rodi-
llas, porque medía dos metros de estatura y temía que la gente se burlara de ella. Pero
también tenía una voz hermosísima y una habilidad envidiable para la música folclórica.
Esa misma noche conversé con Irene y sus compañeros para formar un grupo sólido,
porque ya tenía ganas de abandonar el conjunto de Alfredo y seguir mi propio camino.
Así nació “Los soneros de Gamero”.

—¿De dónde salió ese nombre?

—Se me ocurrió ese nombre, porque en ese momento se estaban oyendo la salsa y la
música cubana por todas partes. Se usaba mucho la palabra “sonero”, que para mí se oía
bien acompañada del nombre “Gamero”.

—¿Quiénes fueron los primeros soneros?

—Pablo Tovar (tablitas y canto), Luis Lozano, (tambor mayor), Pablo Lozano, (tambor
menor), Luis Magín Díaz, (corista y cantador), Vicente Torres (guacharaca), José García,
(maracas), Luis Guillermo de los Ríos e Irene Martínez (cantadores). No teníamos ins-
trumentos melódicos. Pura percusión y voz.

—¿Cómo llegan a la grabación?

—Al poco tiempo de conformado el grupo hablé con Isaac Villanueva, el director artístico
de “Discos Fuentes”, y nos permitió grabar un disco sencillo.

Por una cara tenía el tema La rama del tamarindo; y por el otro, La pica pica. Ambas,
canciones de la tradición folclórica costeña. Eso fue en 1970.

Al año siguiente volvimos a los estudios “Fuentes” y grabamos otro sencillo llamado José
Mercé, pero cantado por el mismo compositor, que era Dionisio Barreto. En el 72 gra-
bamos A gurrupiá, compuesto y cantado por Irene Martínez. Aquí hicimos un pare, pero
seguíamos tocando en Barranquilla, cuyos empresarios y locutores nos abrieron las puer-
tas desde el principio.

—¿A qué se debió el pare?

—A una crisis económica que me hizo volver con el conjunto de Alfredo Gutiérrez. Ahí
fue cuando “Los soneros” paramos las presentaciones y las grabaciones.

Como a principios de 1979 fui a Bogotá a grabar con Alfredo en “Discos FM” y allí me en-
contré con Enrique Muñoz, a quien le comuniqué sobre la existencia de “Los soneros de
Gamero”. Muñoz me habló de un estudio que tenía en Cartagena. Se llamaba “Fonobo-
sa”, al cual nos invitó a grabar, pero sin pagarnos un peso.

Aceptamos la propuesta, porque en ese momento lo que nos interesaba era estar vigen-
tes en las emisoras de ese tiempo. Grabamos nuestro primer trabajo de larga duración
que se llamó Candela viva. Salió al mercado el 18 de agosto de 1979, cuando no tenía-
mos dinero ni siquiera para vestirnos.

El día en que íbamos a tomarnos la foto para la carátula del disco, presté plata y le
compré un vestidito a Irene. Los demás nos vestimos con lo poco que teníamos, con
abarcas, con chancletas, zapatos tenis, en fin. Pobreza absoluta.

—Pero, ¿cómo recibieron el disco en la calle?

—Cuando el disco salió a la calle la primera emisora que visité fue “Radio Olímpica A.M.”
El director era Alfonso Cabrera Altamiranda, quien me dijo: “!Wady, tú estás loco! Con
esa viejita no vas a llegar a ninguna parte”. Me dolió el rechazo, pero seguí visitando
emisoras y no pasaba nada. Todas archivaban el disco.

A principios de 1980 me encontré con los locutores Amira Soledad Morelos y Saúl Caba-
llero, quienes trabajaban en “Radio Reloj”. Ellos me dijeron que les interesaba programar
el disco. Y no mintieron: a la semana siguiente ya estaba sonando El lobo. A los quince
días ya era el primer lugar en el ambiente radial de Cartagena, pero no pasaba nada a
nivel de contratos.

—¿Cómo llegaron los contratos?


—Un día me llamó Evaristo Sánchez, el dueño del almacén “Discos Cartagena”, y me dijo
que le llevara cien discos, porque estaba perdiendo ventas, ya que todo mundo iba a
preguntar por El lobo, pero él no tenía el trabajo ni sabía quiénes lo interpretaban.

A principios de 1981 nos llamó Rafael “El Capitán” Visbal, el empresario y propietario de
la caseta “La Saporrita”, de Barranquilla, para decirnos que El lobo era un batazo en las
emisoras de allá y que la gente quería vernos. De manera que ya estabamos programa-
dos para alternar con los “tesos” de esa época: Cuco Valoy, Pastor López, Alfredo Gutié-
rrez y Lisandro Meza.

Recuerdo que esa noche íbamos entrando a “La Saporrita” y Lisandro Meza me dijo:
“Oye, ¿y tú qué vienes a buscar aquí con esa viejita y ese poco de tipos mal trajeados?
Te vas a poner a la burla”. El apunte me dio duro, pero traté de no pararle bolas. Tenía-
mos un poco de miedo, porque sabíamos que no estábamos alternando con principian-
tes, sino con pura gente brava.

Sin embargo, cuando el animador nos llamó a tarima, el primer sorprendido fui yo. Irene
se transformó de tal forma que hizo que los asistentes se montaran en las mesas, grita-
ran, chiflaran, brincaran, aplaudieran, esa caseta parecía que se iba a caer, porque no
cabía ni una aguja en la pista. Al día siguiente, “El Capitán Visbal” nos dijo que nos
quedáramos, que él había pensado tenernos por una noche, pero que podíamos quedar-
nos para todos esos días. Y Lisandro Meza se resintió, porque Visbal le dijo que si quería,
que se fuera, que con Irene tenía suficiente para llenar la caseta.
—¿Qué vino después de ese triunfo?

—Al año siguiente recibimos una llamada de Rafael Mejía, el gerente de la empresa “Co-
discos”, de Medellín, invitándonos a que nos fuéramos con él. El primer LP que grabamos
con ellos fue Cógele el rabo, en donde todavía el sonido era de pura percusión. Para esa
época ya habíamos descubierto a las hermanas Martha y Emilia Herrera.

En 1983 grabamos el LP Raspacanilla, en donde están los temas Mambaco y Rosa, con
los que nos ganamos el “Congo de Oro”, de los Carnavales de Barranquilla.

—Pero cuando sonaron Mambaco y Rosa, el sonido del grupo no era sólo de
percusión...

—Es que antes de la grabación de este LP pasó algo trascendental: el grupo estaba ne-
cesitando cambiar de sonido, debido al nuevo público que habíamos conquistado. Enton-
ces, me decidí a grabar con saxofones y clarinete.

Otra cosa es que al llegar a Codiscos enseguida dejamos de grabar en forma directa,
como lo hacíamos en “Fonobosa” y en “Fuentes”. Ahora la grabación era por pistas.

Los músicos viejos no daban para asimilar los conteos, los cortes y todos esos paráme-
tros que se usan en las grabaciones modernas. Así que no me quedó otro remedio que
cambiarlos. Hubo resentimientos, discusiones y hasta demandas, pero el cambio tenía
que hacerse.

—¿Quiénes fueron los reemplazantes?

Roger Rodríguez (congas), Marco Álvarez (bajo), Lucho Vega y Manuel Cubas (coros);
Edwin Salcedo (timbales), Nelson Herrera (saxo alto), César Quiñones (clarinete) y Wal-
berto Franco (saxo tenor).

Aquí fue cuando seguimos ganándonos “El Congo de oro” y recorriendo toda la costa y el
país. Fuimos invitados a Venezuela y a Panamá, en donde también se escuchaban can-
ciones como A pilá el arroz, Se va, se va, Sambatá, Corre morenita y soba, Mi compadre
se cayó, Negro, negrito, El parrandón, El chicle y muchos más.

—¿Cómo terminó ese cuarto de hora?

—Terminó cuando Irene se retiró del grupo, por quebrantos de salud. Su costumbre
de fumar por dentro le desgastó la voz y le generó un cáncer de garganta. Cuando ella
murió en 1993, no había pasado mucho tiempo de esa separación.
Reemplazarla no fue fácil. Probamos varias cantantes y la única que se ajustó fue Isolina
León, también nacida en Gamero. Ella es nuestra vocalista actual. El grupo sigue con ese
mismo ritmo que se han copiado hasta los conjuntos vallenatos. “El Binomio de Oro” fue
uno de esos.

—¿Por qué si el grupo fue tan exitoso, Irene murió en la orfandad?

—Porque tenía una cantidad de hijos a los que quiso complacer proporcionándoles todo
lo que ganaba y eso terminó llevándola a la ruina. A ella se le pagaba su dinero, pero no
se le podía decir que no lo gastara con su familia. Primero, porque era una señora muy
adulta. Y segundo, porque de todas formas no hubiera prestado atención. Lo que pasa
es que para la gente es muy fácil decir que le robamos, cuando en realidad aquí a todos
los músicos se les pagaba su dinero en cuanto terminaban los conciertos. Con Irene se
hacía lo mismo. Ahora sus hijos son los que están recibiendo las regalías que generan
sus canciones.

—A propósito de canciones, se dice que muchos de esos éxitos no eran com-


puestos por usted ni por Irene, sino que pertenecían a la tradición musical
costeña. ¿Qué tiene que decir?

—Eso que dicen por ahí de que Irene no era compositora sino que plagiaba canciones de
la tradición costeña, es puro embuste.

Esa mujer tenía una habilidad para el repentismo y un sentimiento para componer, que
no necesitaba robarle canciones a nadie. Así que los que se dicen dueños de esas can-
ciones, ¿por qué nunca mostraron pruebas?

Noviembre de 2006

Máximo Palacios, mpalacios@vamosaandar.com

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