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La competencia comunicativa como capital cultural: el aporte

de Pierre Bourdieu
(Apunte de la Cátedra de Lengua y Comunicación elaborado por P. A. Gómez)

Los conocimientos que componen la competencia comunicativa constituyen un


conjunto de bienes, es decir un tipo de capital cultural determinado. En el caso del
dinero, las divisas monetarias o las acciones en las bolsas de comercio, que son tipos de
capital material, hace falta mercados donde esos capitales se coticen, es decir
adquieran valor. Del mismo modo, el capital cultural conformado por los conocimientos
de la competencia comunicativa necesita mercados donde tengan valor y “produzcan
ganancias”. Las diversas situaciones comunicativas y sus contextos ofrecen mercados
donde, según el tipo de situación y contexto, determinados capitales comunicativos se
cotizarán, mientras otros no. Por ejemplo, una situación informal de interacción como
un asado de amigos, la conversación en una cafetería o en un local bailable, ofrece un
mercado para un habla informal y no para un habla “técnica” o muy pulida.

Por lo tanto, los hablantes los hablantes deben poseer en su competencia


comunicativa —además de los componentes expuestos antes— conocimientos tales
como:

- Capacidad de reconocer si una situación específica ofrece mercado para un


determinado capital cultural lingüístico (p.ej.: un habla formal o informal,
elaborada o descuidada, técnica o no especializada, etc.)

- Capacidad de contar con el capital cultural lingüístico específico que una


determinada situación demanda como mercado (p.ej.: el capital que hace falta en
situaciones tales como una fiesta, un local bailable, una entrevista de trabajo, la
exposición en una clase o examen, la interacción con personas mayores o con
personas de rango laboral superior, etc.)

- Capacidad para advertir y regular el efecto simbólico que un determinado capital


cultural lingüístico puede producir en una situación comunicativa específica
(p.ej.: la conveniencia de utilizar un español más “neutro” cuando se interactúa
con hablantes de una comunidad de habla española distinta a la comunidad de
origen del enunciador; la conveniencia de utilizar un habla rica en expresiones
técnicas en una entrevista de trabajo; la conveniencia de usar un habla rica en
estrategias argumentativas en una situación de examen, etc.).

En la medida en que el hablante cuente con estas capacidades o conocimientos y las


ponga de manifiesto en las interacciones comunicativas concretas, será susceptible de
ser reconocido como un enunciador legítimo, puesto que los productos de su
comportamiento lingüístico contarán con aceptabilidad.
Estos conocimientos interactúan de modo que en el curso de las acciones verbales
resulta imposible trazar una frontera nítida entre unos y otros. En la interacción
lingüística, los hablantes poseen y utilizan algunos (o todos) los componentes de este
conjunto integrado de conocimientos.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu reformuló la noción de “competencia” en
términos de “capital”. Todo los bienes que tiene una persona constituyen su capital: las
posesiones de índole material —incluido el dinero— y los conocimientos o capacidades.
Por lo tanto, de la misma manera que elementos como nuestra vivienda, nuestro coche o
el dinero que portamos en el bolsillo o el que tenemos en nuestra caja de ahorros forman
parte de nuestro capital material, conocimientos como las destrezas profesionales o la
competencia en una o más lenguas determinadas, junto con la capacidad de usarla(s) de
manera adecuada según los contextos y situaciones, forman parte de nuestro capital
cultural.
Ahora bien, junto con la producción de bienes, un principio básico es el de la
distribución de los bienes. En una sociedad justa e igualitaria, todas las personas
deberían estar en condiciones de acceder libremente por igual a todos los bienes —
materiales y culturales— que la producción hace disponibles.
La posesión desigual de bienes puede constituir una fase o conjunto de fases en
procesos de transferencia como el de la educación, donde alguien que sabe —esto es,
que posee un cierto capital de conocimientos, porque cuenta con la autoridad que le
confiere la posesión de ese capital— asume y desempeña el papel del educador con
respecto a otros que se asumen y comportan como aprendices, en cuyo caso se trata de
un proceso de distribución de capitales, cuyo desarrollo es necesario ajustar a
condiciones igualitarias. Por el contrario, una situación distinta de distribución desigual
de capitales donde la desigualdad —o más bien, la inequidad— es estructural es la que
resulta de la concentración de capitales, de lo que se logra el efecto de quienes tienen
más frente a quienes tienen menos, situación que los dueños del capital procuran
mantener.
Cuanto más capital se tiene con más fuerza se cuenta y, por lo tanto, se tiene más
poder: poder para controlar, poder para determinar que las cosas sean de un modo y no
de otro, poder para hacer que otros hagan ciertas cosas y no otras, de cierta manera y no
de otra, poder para hablar en público, en voz alta, diciendo determinadas cosas que
describen el mundo de determinada forma, poder para formar opinión, etc.
Pero no basta tan solo con poseer un cierto volumen de capitales, sino que hace falta
que esos capitales se coticen alto, esto es, que sean valorados positivamente. Para esto
hace falta contar, además, con un mercado a favor para asegurar una cotización en alza.
Por ejemplo, si cuento con un capital material económico de mil pesos en los bonos de
cancelación de deuda emitidos en Tucumán, ese capital sólo cuenta con un mercado en
el ámbito tucumano, del mismo modo que ocurre con la unidad monetaria de un país
con respecto a la de otro. Es innegable que cuento con ese capital, puedo constatar su
materialidad, pero si carezco del mercado adecuado nada puedo hacer con él. De la
misma manera ocurre con otro tipo de capitales, como el cultural. Si cuento con
innegables conocimientos en, digamos, física cuántica —lo cual me asegura una alta
cotización en un mercado profesional específico— ese capital es incapaz de generar
ganancias si tiene que cotizarse en el mercado de las destrezas deportivas.
La cotización no es otra cosa que la asignación de un valor según determinados
parámetros que no son inamovibles, sino que fluctúan y cambian a lo largo del tiempo.
Existe un muy particular tipo de cotización que es la que le asigna a los capitales
materiales y culturales un valor simbólico, haciendo de ellos capitales simbólicos. En
otras palabras, las condiciones de cotización (condiciones de mercado) hacen que el
capital tenga efectos simbólicos: a un determinado capital —material y/o cultural— se
le asigna un valor simbólico por el cual los bienes (los elementos que constituyen ese
capital) se invisten de sentidos (valoraciones) tales como “distinguido”, “vulgar”, “de
buen gusto”, “de mal gusto”, “estimable”, “despreciable”, “apropiado”, “inapropiado”,
etc.
Si alguien tiene un muy aspecto físico y además una abultada cuenta bancaria, en el
mercado de ciertas expectativas acerca de las condiciones para formar pareja el capital
material (dinero y físico) de esa persona puede cotizarse con un alto valor; esto es,
puede leerse ese capital material como un importante capital simbólico, sin que importe
el capital cultural porque en el mercado de esas expectativas ese tipo de capital se cotiza
bajo. Pero en el mercado de otras expectativas acerca de la formación de pareja, donde
los parámetros de cotización o las “leyes de formación de precios” sean diferentes,
digamos en un mercado menos “materialista”, quien solo cuente con un capital material
fuerte y un capital cultural débil se cotizará en baja, mientras quien posea un sólido
capital cultural será valorado en alza, esto es, su capital cultural será visto como un
importante y valioso capital simbólico. Son los mercados los que legitiman el capital y
los legitiman porque los habilitan a producir ganancias mediante la valoración, en este
caso simbólica.
Es así que para contar con fuerza y poder no basta tan solo con la posesión de
capitales, sino que hace falta contar con mercados favorables para esos capitales. Como
ya se dijo, las reglas o leyes de los mercados no son fijas sino que varían según la
evolución de las culturas, sociedades o grupos sociales. Por ejemplo, un capital como el
de una fisonomía juvenil no parecía tener un mercado a favor en la primera mitad del
siglo XX, ya que las fotografías de individuos muy jóvenes muestran el esfuerzo por
“parecer mayores”, uno de cuyos logros era el acceder al pantalón largo. A partir de las
últimas décadas del siglo XX el capital de una fisonomía juvenil registró una poderosa
alta porque surgieron nuevos mercados para él, propiciados por paradigmas culturales
como la veneración del cuerpo y la “vida sana”, con lo cual hoy en día este capital se
cotiza como un valioso capital simbólico: la gente aspira a verse cada vez más joven y
los hombres mayores, lejos de aferrarse al pantalón largo, vuelven al pantalón corto por
vía de las bermudas usadas aun en situaciones de un cierto grado de formalidad.
Las relaciones y prácticas sociales están atravesadas por los esfuerzos de los sujetos
para procurarse capitales y mercados, asegurarse la conservación y el acrecentamiento
tanto de los capitales como de su cotización, y mantener la legitimación de los capitales
ante la sociedad. Por ello, las relaciones sociales son relaciones de poder y los
espacios sociales son campos de fuerzas (fuerzas materiales, culturales y
simbólicas) en tensión. Esta tensión es producida por los despliegues (movimientos) de
los sujetos en su voluntad de acceder, conservar, acrecentar y legitimar los capitales.
Es necesario tener en cuenta que la posesión de conocimientos como los que integran
la competencia comunicativa —adquiridos en los procesos de educación-aprendizaje
formal e informal a través de la la acción de las instituciones (familia, escuela, iglesia,
etc.)— está determinada por modalidades de distribución no igualitaria de bienes, de
acuerdo con la posición de los sujetos en el orden social. De esta manera, si un hablante
por su condición social (y/o cultural) posee únicamente una competencia circunscripta a
la lengua o variedad lingüística de su grupo o comunidad inmediata, y este grupo en su
conjunto ocupa una posición subalterna en el orden social mayor, entonces no posee una
lengua o variedad de lengua que integre una efectiva competencia diasistémica, ya que
su lengua o dialecto no funciona como “opción” en un repertorio (su repertorio sólo está
compuesto por una única variedad de lengua), esto es, no funciona como registro. Un
hablante en estas condiciones queda expuesto a ser calificado como “vulgar, tosco,
rústico, torpe, inapropiado”, etc.; corre el peligro de ser estigmatizado como resultado
de una valoración de su capital lingüístico en términos de un capital simbólico “bajo”.
La competencia en una o más lenguas o variedades de lengua es un capital cultural
lingüístico y comunicativo. Puesto que este capital (como todo capital) está subordinado
a las leyes de formación de precios —en este caso la cotización en el mercado
lingüístico-comunicativo— está expuesto a ser evaluado en términos de capital
simbólico como “distinguido”, “vulgar”, “apropiado / inapropiado”. Un hablante que
cuente con un capital lingüístico-comunicativo (competencia) rico en cantidad y
diversidad y con mercados a su favor —de modo que obtenga estimaciones elevadas
como capital simbólico— será un hablante con la fuerza (simbólica) y el consiguiente
poder (simbólico) suficientes para realizar su acción verbal como sujeto cuyos actos de
habla tienen eficacia asegurada.
Con respecto a la lengua lo verdaderamente importante no está en el código o
gramática en sí, sino en las condiciones que hacen posible su uso; es decir, cuáles son
los factores del contexto que permiten que determinadas personas se comporten
lingüísticamente de determinada manera en determinadas situaciones.
Por ejemplo, para hacer uso de la palabra ante un auditorio de modo que quienes
componen el público se comporten como oyentes sin pretender participar hasta el
momento posterior reservado para sus intervenciones, no basta con el dominio de una
lengua determinada sino que hace falta contar con un cierto mercado para ese capital, de
modo que ese capital se cotice con un valor simbólico tal que el hablante se presente
como un enunciador legítimo, tan legítimo que pueda desempeñarse como orador en esa
situación.
El lenguaje como instrumento de acción es un instrumento de poder. Las
interacciones que constituyen las relaciones sociales implican no sólo conocimiento sino
también “reconocimiento”. Las relaciones de comunicación y los intercambios
lingüísticos son a la vez relaciones de poder simbólico donde se actualizan —aunque no
de manera mecánica sino a través de negociaciones— las relaciones de fuerza entre los
sujetos participantes y sus respectivos grupos sociales. Por ejemplo, en el caso de un
profesor ante sus alumnos en el aula durante una clase, los participantes de este tipo de
interacción saben qué comportamientos se espera de ellos de acuerdo con el contexto
situacional, los capitales y las reglas de mercado en juego. Pero estos comportamientos
y las relaciones de fuerza que los atraviesan —provinientes de tensiones como las que
se establecen entre el detentor de una autoridad y los subalternos, entre adultos mayores
y jóvenes, etc.— se negociarán de acuerdo con las particulares características de los
sujetos involucrados y la situación efectiva que comparten.
En todo acto de palabra intervienen —además de una capacidad gramatical que
permite la infinita generación y procesamiento de expresiones verbales (una
“competencia lingüística” en sentido chomskyano)— la capacidad socio-cultural que
permite utilizar adecuadamente las expresiones en determinadas situaciones, las
disposiciones socialmente modeladas de los hábitos lingüísticos que implican una cierta
orientación a hablar y decir determinadas cosas de determinada manera (marcos y
guiones), junto con las estructuras del mercado lingüístico que se imponen como
sistema de sanciones y censuras específicas: lo que se debe y no se debe decir, lo
apropiado y lo inapropiado, lo estimable y lo desechable, etc.
La capacidad de hablar no se identifica sin más con la manera de realizar esta
capacidad natural en los contextos y situaciones sociales. Una competencia suficiente
para producir expresiones susceptibles de ser comprendidas puede resultar insuficiente
para producir expresiones susceptibles de ser escuchadas; esto es, la aceptabilidad social
no se reduce de manera alguna a la gramaticalidad.
Si durante una conferencia alguien del auditorio interrumpe a viva voz, de nada le
vale que sus enunciados sean gramaticalmente correctísimos, las normas que rigen ese
tipo de eventos hacen que esa forma de intervención lingüística resulte inaceptable. De
la misma manera, en un contexto de segregación racial se tendrá en cuenta más el color
de piel del hablante que la gramaticalidad de sus enunciados, que pueden ser muy
pulidos pero que no están “habilitados” por el sector social dominante, porque sus
enunciadores no están “habilitados” como sujetos-agentes plenos en ese entorno social.
En otros contextos, el hecho de hablar con destreza y adecuación a las situaciones
comunicativas, al ser evaluado como índice de distinción social (como capital
simbólico), se asegura un cierto “sector de mercado” a favor.
Pero quien posea un conocimiento lingüístico muy refinado y no sea capaz de
adecuar ese conocimiento a usos en contextos que demandan estilos o modalidades
lingüísticas más simples (menos “refinadas”), se expone a carecer de mercados
favorables en situaciones donde resultará estigmatizado, ya que su capital será valorado
en sentido simbólico como “extraño”, “ininteligible”, “desubicado”, etc. En esto se
advierte la importancia no sólo del volumen del capital (la cantidad de bienes que se
posee), sino también la importancia de la diversidad del capital (la variedad de bienes):
a mayor diversidad, mayor probabilidad de mercados alternativos. Poseer un repertorio
amplio de variedades lingüísticas administrables según diversas situaciones de uso es
contar con un capital cultural lingüístico rico en diversidad y en posibilidades favorables
de mercado.
La competencia dominante, en su relación con otras competencias, sólo funciona
como capital lingüístico que asegura un beneficio de distinción en la medida en que se
cumplan condiciones tales como la unificación de mercado (la “norma culta”, por
ejemplo) y la desigual distribución de posibilidades de acceso a los bienes y los
instrumentos de producción Los grupos poseedores de una determinada competencia
procuran imponerla como legítima en los mercados oficiales (las esferas institucionales:
escuela. trabajo, administración) y en los cursos de interacción lingüística donde se
hallen comprometidos. Esto explica la prédica de los profesores de lenguas clásicas
(latín y griego), quienes argumentan como si la lengua de su preferencia tuviera un
valor intrínseco (ser la base evolutiva de lenguas romances como el español, ser el
principal sustrato etimológico de la “norma culta”); pero en la práctica defienden su
mercado en la esfera institucional del sistema de enseñanza formal, el cual tiene el
monopolio de la producción de productores-usuarios y, por consiguiente, de la
reproducción del mercado del que depende el valor social de la competencia lingüística,
su capacidad de funcionar como capital lingüístico en tanto capital simbólico.
En los usos lingüísticos, como en los estilos de vida (habitus) —hace notar
Bourdieu— sólo hay definición relacional: el lenguaje “rebuscado”, “selecto”, “noble”,
“elevado”, “refinado”, “distinguido”, implica una referencia negativa al lenguaje
“común”, “corriente”, “ordinario”, “coloquial”, “descuidado”, “popular”, “grosero”,
“libre”, “vulgar”, “trivial”. Las oposiciones según las cuales se trazan series como ésta
—oposiciones que, tomadas a partir de la lengua legítima, se organizan desde la
perspectiva de los dominantes— pueden reducirse a dos: “distinguido” contra “vulgar”
y “riguroso” contra “descuidado”. Así, la lengua legítima resulta una lengua semi
artificial que debe apoyarse sobre un trabajo permanente de corrección a cargo de
instituciones especializadas (las Academias de la Lengua, por ejemplo) tanto como de
hablantes particulares.
Es así que, por ejemplo, en el caso de Argentina, el poder geopolítico de la región del
Río de La Plata se manifiesta también en el establecimiento de la variación dialectal
rioplatense del español como base para la “norma culta” o el estilo distinguido, en
detrimento de las otras variaciones regionales. De este modo, un sujeto poseedor de un
cierto capital cultural, cotizado con un alto valor simbólico en un mercado como el
académico, digamos un profesor universitario originario de la región rioplatense y por
lo tanto hablante de la correspondiente variación dialectal puede sentirse con el derecho
(la legitimidad) de interpelar (sin “mala intención” alguna) a un colega nativo de
Tucumán acerca de sus hábitos lingüísticos diciéndole: “Vos que sos una persona tan
culta, ¿no te parece que queda feo arrastrar tanto las erres como hacen aquí en
Tucumán?”.
El “buen uso” es producto, entonces, de una competencia que constituye una
gramática incorporada en el sentido explícito de sistema de reglas cultas, derivadas a
partir del discurso efectuado e instituidas como normas imperativas del discurso a
efectuar y de las cosas que con esas palabras es posible (se tiene el poder de) hacer. Sólo
se puede dar cuenta de las propiedades y efectos sociales de los discursos en “lengua
legítima” atendiendo no sólo las condiciones de producción sino también las
condiciones sociales de imposición e inculcación del código culto, como principio de
producción y valoración de la palabra.
Las estrategias lingüísticas de los diferentes sujetos dependen de su posición en la
estructura de distribución del capital cultural. Las leyes de transmisión del capital
lingüístico son un caso particular de las leyes de transmisión legítima del capital cultural
entre las generaciones y, por lo tanto, responde a los dos principales centros productores
de competencia legítima: la familia y el sistema escolar; esto es, a través de la estructura
de las oportunidades de acceso al sistema escolar, el capital lingüístico depende de la
estructura de relaciones entre los grupos sociales según la posición de los grupos en el
orden social.
La competencia lingüística es una de las manifestaciones del derecho a la palabra:
cualquier aspecto de un lenguaje autorizado o legítimo, su léxico y sintaxis, su retórica y
su pronunciación, está orientado a recordar la autoridad del enunciador a través de la
eficacia simbólica de la competencia que exhibe su desempeño. La competencia
lingüística es un atributo simbólico de la autoridad que designa un status socialmente
reconocido como conjunto de atributos y derechos, comenzando por el derecho a la
palabra, y la correspondiente capacidad técnica que le asegura al enunciador el
reconocimiento del grupo. Toda palabra se produce por y para el mercado al que debe
su existencia; desde ese enclave, lo que orienta la producción lingüística es la
anticipación de beneficios. En este sentido, la aceptabilidad no consiste sólo en la
adecuación de las expresiones a la situación sino que resulta de la relación entre un
mercado y un hábito lingüístico. En cada situación particular, la norma lingüística (la
“ley de formación de precios”) parece ser impuesta por el poseedor de la competencia
legítima, el locutor dominante en la interacción, lo cual ocurre de manera más nítida
cuando mayor es el grado de oficialidad de la actividad. Por ejemplo, un profesor —
quien detenta una autoridad institucional y, como tal, lleva la palabra— es capaz de
determinar cuáles son los modos de expresión admisibles en el aula; esto es, prescribe y
proscribe conductas lingüísticas a través de la imposición de normas que funcionan
como “leyes de formación de precios”, según las cuales se cotizarán los capitales que
ponen en juego los alumnos durante la clase.
La competencia comunicativa verbal determina el balance de las relaciones de poder
simbólico entre los participantes de la actividad lingüística. A la vez, la competencia
comunicativa verbal conlleva un poder sobre los mecanismos de formación de precios
(cotización) en el mercado lingüístico de modo que se produzcan beneficios: todas las
interacciones verbales son tipos de micromercado. Una competencia tendrá valor sólo
cuando cuente con un mercado; dicho de otro modo, si carece de mercado deja de ser
capital lingüístico para convertirse en mera “competencia” en el sentido chomskyano.
En cuanto necesidad de contar con un mercado y de regirse por las leyes de
cotización —en el caso de que no se cuente con el poder para intervenir en la
determinación de estas leyes— la competencia no sólo concierne al saber-hacer sino
también al deber-hacer, esto es, el conjunto de conocimientos que componen la
competencia comunicativa verbal considerado como sistema de prescripciones y
proscripciones. Este es el sentido que se refleja en la formulación del lingüista John
Lyons cuando describe la competencia comunicativa: “los participantes deben conocer
su rol y status sociales, deben estar al tanto de las características de la locación espacio-
temporal, deben ser capaces de categorizar las situaciones según el grado de formalidad,
deben saber qué realización conviene a la situación y deben saber utilizar enunciados
apropiados al tema que se trate y a la esfera de actividad.
Como afirma Bourdieu, lo que puede ser dicho o la manera de decirlo en una
situación concreta depende de la relación entre las posiciones que ocupan el emisor y el
destinatario según la distribución del capital, tanto material como cultural en general, y
lingüístico en particular. Todo producto de la actividad verbal —los enunciados
emitidos durante una charla de amigos, el discurso de un líder político, un informe
científico, etc.— lleva, en sus contenidos y en sus formas, la marca de las condiciones
que el campo social específico le asigna al enunciador según la posición que ocupa. La
razón de ser de los textos no reside nunca por completo en la competencia
específicamente lingüística; más bien reside en el lugar socialmente definido desde
donde es producido.
Por ejemplo, el enunciado “a partir de hoy queda prohibida la instalación de puestos
de vendedores callejeros en esta cuadra”, su funcionamiento como “prohibición” no
depende sólo de la competencia lingüística de quien lo produce y de sus destinatarios,
sino que debe provenir de un enunciador que tenga una determinada posición en un
campo específico. Para que este enunciado funcione como “prohibición” quien lo
produce debe tener una posición de autoridad (debe contar con poder) en el campo
institucional del gobierno de una ciudad o municipio. Lo mismo ocurre en otros campos
como el de las relaciones familiares en contextos domésticos, o en el campo científico,
etc. Cada campo —mediante las valoraciones y sanciones que aplica a los ocupantes de
las diferentes posiciones, a través de la autoridad que otorga o niega— traza el límite
entre lo que puede ser dicho y lo que no, entre quién puede decirlo y quién no, entre los
modos aceptables e inaceptables de decirlo.
MERCADOS
LEYES DE COTIZACIÓN

MATERIAL
(Posesiones materiales)

CAPITAL
(Conjunto de bienes
que se posee)
CULTURAL
(Conocimientos y habilidades)

Capital lingüístico

COTIZACIÓN

EFECTOS SIMBÓLICOS
(Valoración del capital
como
capital simbólico)

Capital lingüístico
(valorado como)

distinguido vulgar

riguroso descuidado

Comportamiento de los capitales materiales y culturales como capitales simbólicos,


según los mercados / reglas de cotización.
BIBLIOGRAFÍA

BOURDIEU, P. (1985): ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios


lingüísticos. Madrid. Akal.

-------------------- (1990): Sociología y cultura, México Grijalbo.

-------------------- (1990): “El mercado lingüístico”. En Sociología y cultura, México,


Grijalbo: 143 -158.

-------------------- (1997): Razones prácticas. Barcelona, Anagrama.

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