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RES GESTAE: PRELUDIO DE LA NUEVA

ERA

REXAGENÄS

SG HARO

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1ª. Edición, febrero 2008

2ª Edición enero 2013

© Rexagenäs

© Res Gestae : Preludio de la Nueva Era

www.rexagenas.com

SG Haro

www.sgharo.com

Diseño de portada: Alejandro Méndez

Diseño de logo: Héctor Mota

Corrección de estilo: Alicia Aldrete Haas

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fotocopiado, escaneo, etc., sin autorización por escrito del titular de los
derechos de autor.

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A mi abuelo, en espera que pueda
disfrutar de esta novela en el
lugar al que haya ido; porque fue
él quien me enseñó a enamorarme
de los libros y quien primero me
habló de los grandes personajes
que aquí aparecen.

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Índice.
Capítulo I. Una noticia más
Capítulo II. La leyenda
Capítulo III. Las decisiones del Shõgun
Capítulo IV. Revelación
Capítulo V. La ira de Aníbal
Capítulo VI. El Imperio Perfecto
Capítulo VII. Sokun Romuzo
Capítulo VIII. Destinos
Capítulo IX. Los aliados
Capítulo X. La encomienda
Capítulo XI. Bêlez aba Fradeunazi abo Caktehñ
Capítulo XII. Una madre
Capítulo XIII. El Gran Consejo
Capítulo XIV. El reto
Capítulo XV. Asesinos
Capítulo XVI. Un nuevo Rubicón
Capítulo XVII. Sif
Capítulo XVIII. Fugazi
Capítulo XIX. El Muelle Beverello
Capítulo XX. Lupercal
Capítulo XXI. Ean Genäs abo unis Nevu Heracles
Capítulo XXII. Marte y Moloch
Capítulo XXIII. Duelo

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Glosario de términos
Relación de personajes
Relación de dioses, héroes y criaturas mitológicas
Agradecimientos
Notas del autor

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Capítulo I. Una noticia más

Max regresaba de su trabajo como cualquier otro día. Comenzaba a


obscurecer, era una fresca y lluviosa noche de mediados de año. Desde hacía
algún tiempo las estaciones climáticas se habían vuelto extremadamente
irregulares; a veces hacía algo de frío, y en otras el calor era extenuante. Los
noticieros anunciaban la muerte de centenares de personas a lo largo del orbe
por culpa de las altas temperaturas durante los veranos, e igual sucedía por
inviernos más crudos. Eso sin contar los cada vez más frecuentes y
destructivos desastres naturales.
Mientras viajaba en el autobús, un artículo en el periódico llamó su
atención. Se preguntaba cómo, aun cuando no fuese la nota principal, se
atrevían a colocarlo en un lugar tan destacado: «Mueren los cuervos de la
Torre de Londres: crisis financiera», decía el encabezado. «Todos los cuervos
han muerto, incluso aquellos reservados para suplir a los que habitan el
emblemático edificio y que son guarecidos en lugares distintos», se señalaba
con letras más pequeñas abajo del título. «La Torre sigue en pie», continuaba.
Algunos sostenían que la maldición era falsa, otros decían que no tenía que
derrumbarse de inmediato. Lo cierto es que miles de ingleses abandonaron la
isla, muchos no se presentaron a trabajar al temer que se desplomaran la
Torre y, junto con ella, la monarquía, tal y como anunciaba la leyenda. Fue la
peor jornada en décadas para la bolsa londinense, la libra esterlina sufrió una
caída estrepitosa. El rey y el primer ministro dieron una conferencia de
prensa conjunta para disipar las especulaciones con respecto al fin de la
corona y para anunciar que en breve se repondrían las aves muertas.
Max no le dio trascendencia al suceso; le causaba hilaridad que hubiese
gente que se dejase llevar por supersticiones. Se preguntaba cómo ponían esa
crónica al lado del reportaje que narraba la firma del Tratado de Paz en
Sudamérica, en el que Brasil, nación que había sido apoyada por tropas
norteamericanas, aceptaba la rendición incondicional de la coalición formada
por Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia, y con la que se hacía
dueño absoluto de la región del Amazonas, y por ende de sus recursos. Ese sí
era un evento relevante, al igual que la nota sobre grupos xenófobos franceses
que desde hacía unos meses se dedicaban a la cacería y matanza de
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indocumentados, africanos en particular. También lo era el golpe de Estado
que acababa de estallar en Kenia, que por cuestiones personales le interesaba
y al cual dedicó su lectura. Max clavó la mirada a través de una ventana del
camión, la lluvia la golpeaba con persistencia; él no lo notaba, su mente lo
había transportado a la nación africana. Regaló el diario a la persona que iba
en el asiento de junto y se avocó durante el resto del trayecto a leer el libro
que traía consigo; la obra cumbre de Hermann Hesse.
No le preocupó que al bajar del autobús el viento y las gotas comenzaran
a filtrarse entre su ropa, a pesar del impermeable que llevaba, mucho menos
se enteró de lo que sucedía alrededor. Un error que difícilmente volvería a
cometer en su vida, ni en esa ni en la que estaba cerca de iniciar, sin que lo
supiera.
Se encontraba ensimismado en el nuevo problema que lo abrumaba, uno
más que se añadía a la ya larga lista: su jefe le acababa de solicitar que
renunciara. Se trataba de un empleo que no le ofrecía un sueldo exorbitante,
lo suficiente para llevar una rutina acomodada.
Se incorporaría a la extensa lista de desocupados que tenía el país y el
asunto le inquietaba. Sería difícil encontrar un buen trabajo en esas
circunstancias. Aun cuando era un hombre de inteligencia excepcional, dueño
de un liderazgo nato y de entrega incondicional en los proyectos que le
encomendaban, no era suficiente. En muchas ocasiones parecía preferible
contar con alguien de menores capacidades intelectuales que no cuestionara
las decisiones de los superiores o los opacara. Asimismo, eran más útiles los
colaboradores deseosos de complacer a los jefes en todos sus caprichos,
inclusive en aquellos que atentaran contra la honestidad, la ética y hasta la
ley.
Hombre joven y con principios bien cimentados, no estaba dispuesto a
alcanzar objetivos a costa de sus ideales ni de pisotear a otros para llegar a las
metas propuestas. La preparación que había recibido lo ponía por encima de
semejantes banalidades; lo que, aunado a su preocupación por el triste y
fatídico camino que estaba siguiendo la humanidad, lo apartaba de los grupos
sociales con los que solía interactuar. Si además se agregaba que en los
últimos meses había enfermado con recurrencia, había visitado a varios
doctores y seguido las recomendaciones sin sanar por completo, era claro que
no resultaría sencillo encontrar un nuevo empleo. Sin embargo, en breve ese
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problema iba a ser tan intrascendente como le parecía que era la lluvia que ya
lo cubría por completo.
Max estaba a sólo unas cuadras de llegar a su departamento, que tampoco
lo animaba mucho; el reducto de libertad que antes le significaba había sido
contaminado por la ausencia de quien lo había abandonado. Ella alegó miles
de razones para dejarlo: ninguna era cierta. Max intuía que había algo más,
una pieza que no embonaba, igual que en sus otras relaciones. A pesar de dar
todo, los romances tarde o temprano fracasaban.
Después de bajar del autobús que tomaba enfrente de la oficina, tenía que
recorrer tres manzanas más para llegar a su hogar. Al cruzar la calle, de
súbito, tres Hummers color rojo metálico, con carrocería y vidrios blindados,
dieron vuelta en la esquina a gran velocidad y se dirigieron hacia donde él
estaba. Max volteó a verlas, igual que mucha gente. Cuando llegaron frente a
él se detuvieron con brusquedad, haciendo un ruido estrepitoso por el frenado
de las llantas. Cinco individuos de distintas razas, vestidos con trajes
obscuros, descendieron de los vehículos. Dos de ellos se apostaron al lado de
las camionetas, vigilando a su alrededor; otros dos sujetaron al muchacho,
mientras que el último, de tez blanca y grandes ojos azules, lo encañonó con
una HK USP Compact 9mm, que no tenía que tocarlo para helar cada
miembro de su cuerpo. Max no sintió miedo alguno.
El que sostenía el arma le indicó que subiera al Hummer del medio, e
ingresó también pero en la parte delantera. Los demás lo hicieron en los otros
vehículos. Obligado a entrar, Max vio a otros dos hombres a bordo: uno al
volante y otro a su lado izquierdo, quien sonrió con discreción cuando lo vio.
La presencia de ese hombre fue lo que más lo desconcertó; no parecía en lo
absoluto un delincuente, no es que los otros sí, pero él en particular denotaba
ser alguien en extremo importante y poderoso, poseedor de la más distinguida
alcurnia. Cada rasgo del rostro era casi divino; quizá la nariz en otra persona
se hubiese visto algo grande, en él guardaba una simetría perfecta con el resto
del rostro; el mentón, sin ser prominente, evidenciaba a una persona decidida
y valerosa; los ojos brillaban de una forma gloriosa y los cabellos rubios y
ondulados caían sobre unos poderosos hombros.
Pasaron algunos minutos; el silencio era total en el interior del vehículo.
Entonces Max notó que todos utilizaban un anillo en el dedo anular de la
mano derecha, el cual, al parecer, estaba hecho de hierro y tenía el perfil de
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un soldado romano. Resaltaba un rubí a manera de ojo del guerrero. En el
mismo dedo pero de la mano izquierda usaban otro, de plata, con un círculo
que en el interior mostraba una estrella de cinco picos, cada uno formado por
lo que parecían ser distintas piedras preciosas. Todos tenían joyas similares a
decir por el diseño, no obstante las piedras eran diferentes. Max también
pudo apreciar, a pesar de los trajes, que eran muy corpulentos, por lo que, aun
sin las armas, hubiera sido inútil cualquier intento de escape.
No importó que varias personas presenciaran el secuestro, ni una sola
intentó hacer algo, ni siquiera pedir ayuda o llamar a la policía. No era
necesario, ellos no eran las víctimas, por lo que ya debían estar agradecidos.
Se lamentarían de lo sucedido en pláticas de café con los amigos, se quejarían
de la inseguridad y de lo mal que manejaba el tema el gobierno, nada más.
¿Para qué arriesgarse por un desconocido? Irónicamente, la apatía mostrada
ante las desgracias ajenas era el mejor incentivo para la delincuencia.
Convertidos en presas de bestias sin escrúpulos eran incapaces de ayudarse
entre sí, mucho menos de organizarse. Los maleantes se encontraban en una
situación en extremo favorable y no pararían hasta que fueran las víctimas
quienes los detuvieran; no por una acción del gobierno, sino por la propia
voluntad de los agraviados.
A Max le extrañó que sus captores no lo hubieran golpeado, insultado o
siquiera tapado los ojos. Los secuestradores siempre buscaban intimidar
mediante el uso de agresiones físicas o verbales: no era el caso. Lo que,
aunado a la apariencia que tenían, le animó a hablarles.
- Señores, creo han cometido un terrible error. Es tan obvio que ustedes
son profesionales como que yo no poseo grandes cantidades de dinero. ¡No
soy nadie!
- Nada más alejado de la realidad, monseñor –afirmó con voz calmada y
respetuosa el individuo de tez blanca que viajaba a su lado.
Los otros dos quedaron asombrados de la forma en que se dirigía a Max
quien parecía ser su líder. Por una fracción de segundo se miraron entre sí,
ninguno se atrevió a decir palabra.
- ¿Cuál monseñor?... No soy ningún señor, mucho menos monseñor. ¡Soy
un simple empleado! Es más, en pocos días ni eso seré. Están equivocados.

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No tengo posesiones, pero allá ustedes si quieren perder el tiempo conmigo.
- Está usted en lo cierto, en breve dejará de ser un empleado. De hecho,
ya no lo es. Créame, no estamos interesados en sus bienes, mi señor –confesó
el mismo hombre, al tiempo que sacaba un estuche metálico de una de las
bolsas interiores de su saco–. Y como de seguro querrá hacernos preguntas
que no estamos autorizados a contestar, tengo que pedirle que se descubra el
brazo y me permita inyectarlo.
Los demás no salían de su asombro. ¿Qué tema habría en el mundo que
no estuviese facultado para tratar? Sabían que su poder iba más allá del que
alguien siquiera soñase. Su nombre se acompañaba de la majestuosidad que
merecía, provocaba en sus enemigos un terror bien fundado, y el que
apreciase en algo la vida evitaría un enfrentamiento con él. Una palabra suya
bastaba para que el gobierno de cualquier nación cayera derrocado. Nunca le
habían escuchado hablar de esa manera; sólo la disciplina con la que habían
sido instruidos consiguió que permanecieran en mutismo total.
- ¿Qué es esto? ¿Intentan drogarme acaso? –preguntó Max azorado, e
intentó alejarse del secuestrador aventándose hacia el extremo contrario del
asiento.
- Lo ayudará a dormir durante el viaje –respondió con sosiego el de
cabellos dorados.
- ¿Qué viaje? ¿Dónde me llevan?
- A un lugar seguro, donde serán contestadas todas sus preguntas. Ahora,
insisto, permítame inyectarlo.
Max se quitó el saco, aceptando la inutilidad de oponer resistencia.
Desabotonó una manga de la camisa, desnudó el brazo y accedió a las
indicaciones del captor. Mientras sentía cómo el líquido producía una
sensación de ardor en su recorrido por el torrente sanguíneo, indagó
insistente:
- Pero, ¿a dónde vamos?
- Con el único que puede guiarlo... con nuestro génesis –contestó de
nuevo el sujeto a su costado.

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Para cuando acabó de escuchar esas palabras, Max sucumbía al poder del
narcótico y caía en un profundo sueño.

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Capítulo II. La leyenda

Max despertó mientras comenzaba a caer la tarde del día siguiente. Estaba
recostado en un sofá amplio y cómodo, tapizado de felpilla color verde olivo.
Se incorporó reanimado por la música que había en el lugar: el preludio de la
ópera «Götterdämmerung», de Wagner. Pensó que se encontraba en la
biblioteca de una gran mansión, a juzgar por el tamaño de la pieza y la
cantidad de volúmenes contenidos en libreros que, como las paredes y el
techo, estaban recubiertos de paneles de cerezo. Los libreros también lucían
adornos, entre los que destacaban varias figurillas de bronce representativas
de antiguos dioses de diversas mitologías.
Además de los estantes, del canapé que lo vio despertar de su profundo
sueño y de dos sillones de cuero acomodados en frente, había un formidable
escritorio de roble. En el lado izquierdo posaban una pequeña lámpara y una
estatua de hierro de unos treinta centímetros, de quien después sabría era el
dios Marte. Asimismo, había dos mesas: una con un jarrón etrusco y la otra
se engalanaba con una talla de la diosa Venus, fabricada en plata. Los muros
estaban adornados por dos cuadros: el primero era «Venus se aparece a
Eneas», de Pietro da Cortona, y el segundo titulado «La infancia de Rómulo y
Remo», de Sebastiano Ricci. Un ventanal y una puerta de vidrio con marco
de madera dejaban ver el jardín, rodeado por las más exquisitas flores y en
cuyo centro se ubicaba una fuente de piedra. Al asomarse se dio cuenta de
que se encontraba en una habitación en la planta baja, que asomaba a la parte
posterior de la finca. Colindante con el parque comenzaba un viñedo al que
no se le vía el fin.
Max fue interrumpido por el ruido de la puerta al abrirse, por la que
entró un hombre de unos cincuenta y tantos años de edad; mostraba una gran
jovialidad, no obstante el semblante reflejaba la experiencia de alguien
muchísimo mayor. El cabello, obscuro y quebrado, sólo portaba algunas
canas. Usaba en la mano derecha una joya similar a la de los secuestradores,
con la diferencia de que el soldado no estaba de perfil sino de frente, y por lo
tanto presentaba dos rubíes. En la mano izquierda llevaba otro anillo también
muy parecido al de los captores, pero difería en el tipo de piedras engarzadas.
Debajo de un impecable traje de seda color gris perla, una camisa blanca con
mancuernillas de plata semejantes a un colmillo y una corbata azul claro, se
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apreciaba un cuerpo tan fuerte como el de la estatua de hierro del escritorio.
Sus ojos eran negros y profundos, tanto que desmentían la idea de que no
existen en ese tono; los de este hombre sí lo eran. Y fue, precisamente, lo que
más impresionó a Max; reflejaban un gran poder y al verlos parecía que uno
se adentraba en la densidad de la noche.
El individuo extendió su mano hacia Max a manera de saludo. Lo vio de
frente, directo, con tal intensidad que el muchacho no pudo sostenerle la
mirada. Se dirigió al joven con tono vigoroso y a la vez lleno de armonía.
- ¡Hola, Maximilian! Antes que todo, quiero disculparme por la forma en
la que nos vimos obligados a traerte, fuera de eso dime, ¿cómo has estado? –
preguntó con amable voz.
Max aceptó el saludo; la mano que se le presentaba estrechó la suya con
gran firmeza.
- Sin contar el secuestro y que no tengo ni idea dónde me encuentro ni
qué hago aquí... puedo decir que estoy bien. Gracias por su interés, señor…
- Rómulo, mi nombre es Rómulo, y en cuanto a tus dudas, he venido a
disiparlas.
El joven agradeció el gesto, aunque desconcertado ante la aparente
cordialidad del sujeto. El enigmático hombre invitó a Max a tratarse de tú,
para romper el hielo, y lo conminó a tomar asiento; les esperaba una plática
bastante larga. Ambos lo hicieron, Max en el mismo sofá donde había
despertado y Rómulo en uno de los sillones.
Fue Rómulo quien sugirió comenzar por lo que parecía más
intrascendente: su paradero actual. Le señaló que estaban en una villa de su
propiedad en las cercanías de Roma, en la campaña de la Sabina para mayor
precisión. Consideró que esa información era más que suficiente. Había otros
temas importantes que debían abordar con suma urgencia.
Max se sorprendió al confirmar que había sido secuestrado y saber el
lugar de su cautiverio. Rómulo expresó que el método que habían usado para
traerlo había sido el más seguro; de cualquier manera, sabía que Max había
recibido el trato más terso posible.
- No puedo quejarme. Es cierto, no recibí ninguna agresión física, pero

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aun cuando catalogáramos de amable el suceso, no dejó de ser un secuestro –
recalcó el apesadumbrado cautivo.
Ni bien había terminado Max de externar su inconformidad, cuando dos
bellísimas mujeres entraron en la habitación. La primera de raza africana, de
músculos marcados y en extremo femenina; sus ojos pardos la dotaban de
una belleza exótica, resaltados por una blusa del mismo tono, y pantalones de
lino blanco que, aunque holgados, permitían ver un cuerpo escultural. La
segunda era igual de encantadora, de tez blanca, de evidente ascendencia
eslava, cabello rubio y quebrado, ojos verdes y una figura enmarcada por un
vestido de algodón color hueso, con lirios bordados en el linde, que dibujaba
con detalle su perfecta silueta. Ambas utilizaban, como único adorno, anillos
como los captores, aunque también eran distintas las piedras, inclusive el de
cada uno de ellas. La de tez negra llevaba una cubeta con hielos y una botella
de Pinot Grigio dentro. La otra cargaba una bandeja con un platón lleno de
una vasta selección de mariscos, además de uno más pequeño con aceitunas
verdes y negras. Los utensilios eran de la más fina plata.
La primera, llamada Naïma, les ofreció vino. Rómulo asintió y preguntó a
Max si gustaba un poco, quien aceptó, no sin cierta timidez. El aparente
propietario de la mansión se dirigió a la de cabello rubio, de nombre Marketa,
y le comentó que de seguro el joven disfrutaría comer algo.
Max notó que el extraño sujeto se refería a él como «su invitado», por lo
que espetó con firmeza:
- ¡Vaya, eso es nuevo! Ahora ya pasé de secuestrado a invitado.
Rómulo le explicó que pronto entendería por qué su condición allí era
por completo distinta a la de un cautivo. Max reconoció que todo había sido
muy agitado y raro, y también concedió que no había recibido ningún
maltrato, por lo que poco a poco fue suavizando el tono de voz. Además,
recapacitó que no sería lo más conveniente alterar el ánimo de aquel
individuo. Desconocía si afuera de la biblioteca aguardaban los hombres que
lo habían capturado, prestos a entrar con un solo llamado. Rómulo se mostró
comprensivo ante la abrupta reacción del joven y pidió a las mujeres que los
dejaran a solos, no sin antes agradecerles las atenciones dispensadas.
Marketa y Naïma movieron la cabeza en señal afirmativa, y a manera de
saludo se golpearon el pecho a la altura del corazón con el puño de la mano
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derecha, para luego estirarla, y en seguida abandonaron la habitación. Tal
marcialidad llamó la atención de Max. Más que eso, lo inquietó.
Sin dejar oportunidad al chico de decir algo, Rómulo retomó la plática.
Pensó que la forma más fácil de explicarle todo era hacerlo sin rodeos, decir
las cosas tal y como eran, por difíciles que parecieran de comprender, y
conforme surgieran nuevas interrogantes las resolverían. Max escuchaba con
atención; mientras daba grandes tragos de la copa de vino, buscaba ocultar la
mirada en ella para no delatar su curiosidad y, en especial, su intranquilidad.
- Mi nombre no debe parecerte extraño… –sugirió Rómulo.
Max le aseguró que nunca había conocido a alguien con ese apelativo. Sin
embargo, lo había escuchado antes; era el mismo del fundador de Roma.
Mientras se ponía de pie, el misterioso sujeto le aclaró que no sólo se
llamaban igual.
– ¡Soy el fundador de Roma! ¡Soy Rómulo! Nací en el siglo VIII antes
de la era vulgar. Soy descendiente de Eneas, defensor de Troya; hijo de Rea
Silvia, sacerdotisa del templo de Vesta, y del dios Marte –afirmó con
severidad. Al mencionar aquello mostró el dorso de su mano izquierda.
Ahora estaba claro, el rostro del anillo no era el de un simple guerrero
romano–. Fui criado por una loba junto a mi hermano Remo. En el Monte
Palatino fundé la que sería la magnífica ciudad de Roma, convirtiéndome en
el primer rey. Ciudad que juré defender contra cualquier intruso, fuese quien
fuese. Por ello, cuando mi hermano franqueó las murallas, lo maté. Esta
metrópoli a la postre se convertiría en un imperio, uno de los más grandes y
glorioso y que muchos hombres han soñado igualar sin lograr siquiera
aproximarse. Bien podrás decirme que las conquistas de Alejandro Magno
fueron increíblemente brillantes o que el Imperio Mongol, iniciado por
Genghis Khan, ha sido el más extenso en la Tierra; sin embargo, ninguno se
ha acercado a la magnificencia del imperio que fundé, que se prolongó por
más de mil doscientos años; y no sólo eso, la sucesión de mi imperio, el
Imperio Romano de Oriente, sobrevivió otros mil al de Occidente –señaló
pleno de orgullo, extasiado ante el recuerdo de la gloria alcanzada.
Max aceptó que aquella había sido, aunque breve, una entretenida clase
de Historia, lo cual no significaba que daba por hecho que su anfitrión fuera
Rómulo; le parecía muy improbable, porque de serlo significaría que aquel
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hombre tendría..., ¡cerca de tres mil años!
Como si Rómulo hubiese adivinado los pensamientos que cruzaban por la
mente de Max, señaló que le entendía si pensaba que se encontraba frente a
un loco con sueños de grandeza; algo comprensible ya que un ser humano
con dificultad alcanzaba el siglo, aunque no era del todo imposible.
- Ahora me vas a decir que perteneces a una clase de extraterrestres
asentados en el planeta para conquistarlo o quizás para instruir a los humanos
–interrumpió Max sin ocultar una gran sonrisa.
A Rómulo le agradaba el negro sentido del humor de Max, incluso creyó
necesario precisarle que no era un extraterrestre, sino que descendía de la
Tierra como él o como cualquier ser humano, como o el ciervo o el lobo que
corren por los bosques o la vid del vino que bebían en aquel instante.
Max ya iba a hacer un nuevo comentario cargado de ironía, pero prefirió
guardar silencio y escuchar al distinguido caballero; lo que afirmaba parecía
suficiente para encerrarlo en un manicomio, sin negar la extraña fascinación
que generaba en él.
El anfitrión continuó con su relato. Le explicó que por milenios otras
especies habían coexistido con los seres humanos, con los cuales compartían
rasgos similares y grandes diferencias. En algunos aspectos eran tan
parecidos que se volvía difícil a simple vista establecer la disparidad, indicó
mientras volvía a sentarse. Agregó que no podía afirmar que se tratara de un
nuevo género por completo, debido a que seguían íntimamente vinculados a
sus predecesores humanos; tampoco se sabía si en un futuro se habría de
lograr una separación total. La evolución de las especies se daba en el
transcurso de millones de años; una nueva no se separaba de su antecesora de
la noche a la mañana.
- Dime, Max, ¿acaso piensas que Lucy parió de repente al Homo
Erectus? –concluyó con un dejo de sarcasmo.
A pesar de que el huésped seguía con atención cada frase, el anfitrión
reconoció la abstracción de las ideas vertidas. Resultaba cansino para Rómulo
haberlo dicho miles de veces y todavía encontrarlo difícil de explicar; no era
sencillo, no con simples palabras. Prefirió exponerlo con mayor claridad, aun
cuando al principio eso confundiese más a Max. El autoproclamado fundador

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de Roma creyó que la forma más llana de hacerle entender era recurrir a la
esencia de su origen, por lo que añadió con severidad y con certeza:
- ¡Si he podido permanecer con vida tantos siglos es porque soy lo que
los humanos denominarían... un hombre lobo!
Max no pudo contenerse, soltó una gran carcajada.
– ¡Perdón, es demasiado! La historia de un Rómulo de alrededor de tres
mil años es inverosímil, aunque muy entretenida, lo confieso... pero un
hombre lobo… es excesivo. Ahora resulta que los hombres lobo secuestran a
sus víctimas en lugar de cazarlas…, lo entiendo, como estamos en el siglo
veintiuno –ironizó.
Rómulo permaneció sereno; no mostró una sola señal de molestia ante la
mofa con la que el muchacho se refería a su discurso. Jugó con la copa de
vino sostenida en la mano derecha y le dio un gran trago antes de contestar.
- ¿Por qué es tan difícil de creer? ¿Te cuestionas acaso que sea posible
que muchos animales vivan sólo unos días y que el ser humano llegue a vivir
aproximadamente un siglo? Si pudieses preguntarle a una araña, ¿no crees
que le resultaría tan increíble como ahora te parece a ti que otra especie viva
alrededor de tres mil años? ¿No consideras que para ella los seres humanos
sean criaturas inmortales... incluso, sobrenaturales?
- Buen punto, pero ya no estamos discutiendo únicamente sobre tu
excesiva longevidad sino sobre... ¡ser un hombre lobo!
El supuesto licántropo insistió en que el problema con los humanos
radicaba en que se creían los seres más grandes sobre la faz de la Tierra. Y
que era posible que si la araña tuviese un mayor desarrollo de consciencia,
también creería que su especie lo era; claro que cuando conociera a un ser
humano, los sueños de grandeza se vendrían abajo. Lo mejor sería cerrar los
ojos y pretender su inexistencia. Esa no sería la realidad, sólo sería «su»
realidad.
Le preguntó si acaso se había cuestionado, alguna vez, por qué entre los
animales existía una gran variedad de especies provenientes de la misma
familia y entre los humanos sólo había razas distintas. Sería como si en los
caninos sólo hubiese perros, de distintas razas, sin lobos, chacales, coyotes,
zorros, etcétera.
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Max se consideraba un seguidor de la ciencia y hasta una persona con
capacidad para debatir, empero la elocuencia del interlocutor era portentosa.
Dejando de lado lo ilógico del asunto axial, tuvo que reconocer la excelente
exposición que aquél hacía; su voz irradiaba magnetismo y cada palabra
portaba una gran carga de convencimiento. Rómulo lo percibió, y decidido a
aprovechar la mínima oportunidad que su oyente le brindaba, prosiguió.
Pensó que la manera ideal para explicarle la naturaleza de los hombres lobo
sería rebatiendo la visión que tenía de ellos, creada en su mayor parte por el
cine y ciertas leyendas.
Mientras rellenaba las copas, con alarde de paciencia le reveló a Max la
falsedad de lo que le habían hecho creer: que un humano que sobrevivía al
ataque de un hombre lobo, a partir de la siguiente luna llena se convertiría en
uno de ellos. Idea creada para hacerlos ver como una maldición o como una
enfermedad que se contraía al sufrir el embate del licántropo. Le aseguró que
si un hombre lograba sobrevivir a un ataque, situación de por sí poco factible
ya que los hombres lobo eran excelentes cazadores, la víctima continuaría
siendo humano... con algunas nuevas cicatrices, nada más. En realidad, el
mito contenía sólo una pequeña parte de verdad: cuando una persona dejaba
de ser humana y se metamorfoseaba en hombre lobo era porque había nacido
con la facultad para conseguirlo. Rómulo le explicó que cada año, a partir de
su propia transformación, habían nacido cierto número de sujetos con esa
aptitud y solamente «aquellos» podían ser convertidos mediante un ritual que
culminaba con la mordida directa al corazón del iniciado por parte de algún
hombre lobo. La fecha exacta de la concepción: el día, la hora, el minuto,
inclusive el segundo de la fecundación, así como el momento del nacimiento,
marcaban ese potencial, y que como toda habilidad requería desarrollarse
para convertirse en capacidad.
Rómulo no quería abusar de los dotes de orador que poseía. Sabía que
tarde o temprano Max terminaría convenciéndose, aunque no quería
confiarse. El joven era culto y no sería sencillo rebatir sus creencias. Nunca
subestimaba a otros y mucho menos lo haría con él. Era bien sabido por el
romano que no convenía correr riesgos, no era un lujo que se pudiese dar; el
tiempo apremiaba.
El individuo que aseguraba haber sido concebido por uno de los doce
olímpicos señaló que durante siglos había convertido a miles de humanos en
lobos. A algunos los había transmutado él mismo, otros habían sido
transformados por hombres lobo iniciados, a su vez, por Rómulo. Muchos,
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durante su trayecto como humanos, fueron en verdad grandiosos y,
posteriormente, como lobos, habían sido iguales o más majestuosos. En ese
punto de la plática Max lo interrumpió; dedujo que, en el supuesto de que sí
fuera un licántropo, el romano no había sido transformado por otro.
Rómulo supo que Max no aceptaba con facilidad el contenido de la
narración. Max por su parte hubiera preferido dejar las ironías y, en la medida
de lo posible, tener una plática sensata con quien fungía, según él, de
carcelero. Y, a pesar de que no creía estar en presencia del que se proclamaba
el mayor prócer de Roma, mucho menos de un hombre lobo, aceptaba que
Rómulo tenía el poder para haberlo capturado, mantenerlo preso por un
tiempo indeterminado y quizá matarlo.
Rómulo confirmó que no había sido transformado por lobo alguno y que,
a pesar de toda la sabiduría acumulada a lo largo de milenios, ignoraba las
razones concretas del porqué; aceptaba que la naturaleza se abría camino de
las formas más inusitadas para lograr sus cometidos. Tampoco aseguraba
haber sido concebido por Marte; si lo dijo fue por hacer referencia a la
leyenda. Sin embargo, quien quiera que hubiese sido su padre, de seguro
había sido alguien especial y grandioso, razón sobrada para venerarlo a través
de la figura del dios de la guerra.
Max volteó a ver el otro anillo de Rómulo, que al igual que la cubeta
donde se enfriaba el resto de la botella de vino, así como otras cosas de la
habitación, había sido fabricado con el mismo material: plata. Esto llamó de
sobremanera su atención y con una sagacidad matizada con la máxima
seriedad que le era posible mostrar, interrogó al anfitrión acerca de cómo era
factible que hubiese objetos argentos en la casa de un hombre lobo; más aún,
que utilizara cualquier ornato de ese metal. Rómulo respondió que, si lo decía
por las balas de plata y la idea matar hombres lobo con ellas, se trataba de
otro mito de los humanos, posiblemente inducidos al error por algún hombre
vampiro.
- ¡Mierda! –exclamó estupefacto, sin dar crédito a las razones que
escuchaba–. Entonces, ¿también existen los vampiros? –exclamó sin alcanzar
a digerir la nueva información.
Rómulo dejó entrever una sonrisa y le comentó que los hombres vampiro
eran sus enemigos naturales. Pidió que no entraran todavía en ese tema, no
sin antes concluir el de los hombres lobo.
- Sólo una pregunta más –solicitó con ansiedad un incrédulo Max.
- Adelante –concedió Rómulo, sin ocultar el gozo que le causaba la
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curiosidad del chico.
- Sé que puede parecer una nimiedad, pero no podemos negar el anhelo
permanente de los humanos de volar, ¿acaso los vampiros lo han conseguido?
El romano le respondió que era físicamente imposible; los cuerpos de
aquellos, igual que los suyos, carecían de alas, y por lo tanto de la capacidad
para hacerlo. Max sabía que todo lo que había dicho Rómulo era también
imposible, pero no quiso perder el tiempo en una discusión que llevaría
horas, antes prefirió consultar si quizás al convertirse en pequeños
murciélagos, sus alas les permitirían volar.
Con palabras plenas de sabiduría y lógica, el enigmático individuo lo
cuestionó sobre cómo sería viable que una persona de unos ochenta kilos se
convirtiera en un animal de escasos cientos de gramos, y qué creería que
sucedería con el resto de la materia. Max replicó que con magia. Frente a
aquella respuesta, Rómulo indicó que aun cuando entre ambas especies había
magos y brujos extraordinarios, no eran criaturas mágicas, así como un tigre
o un oso tampoco lo son; no obstante, también poseen colmillos, garras y una
fuerza mayor que la de los seres humanos.
Max le dio la razón, además, había prometido que sólo haría un
cuestionamiento. Le pidió al anfitrión que prosiguiera con los otros temas y
que fuera comprensivo ante su enorme curiosidad, inevitable porque mientras
más avanzaba la plática, más crecía su asombro. Antes de que Rómulo
siguiera, Max abogó por formular una última pregunta; no le dejaba de rondar
la idea de que si la capacidad de Rómulo para transformarse en hombre lobo
provenía de la herencia de su padre, quién quiera que hubiera sido, era
posible que su hermano Remo la hubiese poseído también. Y ahora sí,
prometió guardar silencio y escuchar
- ¡Gran pregunta! –concedió, alegre por el razonamiento de quien sabía
estaba lejos de creer lo que le había contado; sin embargo, sería justo el
espíritu inquisitivo del joven el que lo llevaría hacia donde él deseaba.
En efecto, era posible lo que señalaba Max, pero la facultad de ser
hombre lobo estaba marcada por el instante de la concepción y por el
momento exacto de su nacimiento. Ni siquiera los gemelos llegan al mundo
al mismo tiempo. El minuto y el segundo del alumbramiento influyen para
obtener o no el potencial; era probable que, compartiendo la misma prosapia,
su hermano hubiera carecido de esa capacidad. Sería una más de las
incógnitas de la Historia: Remo nunca tuvo la oportunidad de descubrirlo.
Max estaba por completo absorto en lo que era casi un monólogo del
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personaje que tenía por interlocutor, con apenas pequeñas intervenciones de
su parte. Los sarcasmos habían quedado atrás y, aunque permanecía renuente,
no sabía si era presa de su propio juego y comenzaba a abrir una pequeña
ventana de credulidad, apoyada quizá por la indiscutible y memorable
oratoria que había presenciado, o porque dentro de lo absurdo existía cierta
lógica que discurría hasta una mesurada verdad. En cualquier caso, su mente
se hallaba proclive a ser cultivada por palabras que, era obvio, iban mucho
más allá de una simple historia de hombres lobo y vampiros.
- Sé que mencioné que no te interrumpiría más, pero aun con los
argumentos que has utilizado, tú mismo has recalcado no ser como los
demás; por lo que es probable que a ti y a tu hermano no les aplicara esa
constante. Si creíste haberlo matado con una estocada o algo similar, igual y
no lo lograste y él ande todavía deambulando por la Tierra.
- No existe tal posibilidad. Nunca dije cómo lo maté. El aciago día que
Remo violentó mi territorio, también logré mi conversión inicial: él fue la
primera víctima del lobo –añadió con severidad.
- ¿Mataste a tu hermano con tus manos? –preguntó azorado.
- No. Lo maté con mis garras y colmillos; lo despedacé y lo devoré –
contestó con frialdad.
- ¡Por Dios! –exclamó un Max de voz turbada.
Tranquilo de semblante, como si hablase de algo intrascendente, Rómulo
le aclaró que Dios no había tenido nada que ver en el suceso. Se había tratado
de una decisión suya, un acto llevado a cabo por él y de su completa
responsabilidad. Los imperios se construían con sangre, le explicó, y el suyo
había sido el más grande de todos; tenía que serlo, había sido cimentado
sobre la sangre de Remo.
- ¿Fue lo correcto? –indagó sin salir aún del asombro y mostrando cierta
indignación.
- No juzgues la historia ni a sus personajes; trata de entenderlos. Así
quizá, algún día llegues a ser tan grande o más que aquellos a quienes
estudiaste sin cuestionar –aconsejó con sabiduría el hijo de Marte.
- Pero si no la cuestionamos ni a quienes intervienen, ¿cómo
aprenderemos entonces de los errores del pasado? –preguntó Max con
verdadera inquietud.
Lo que Rómulo le señaló era que tuviera siempre en mente que las
inteligencias grandes son las que discuten las ideas, las medianas debaten
sobre los sucesos y las pequeñas acerca de las personas. Le pidió que no
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cuestionara las decisiones de los actores, que no tratara de clasificarlos en
términos de bueno o malo; quién era él para opinar cómo había obrado al
matar a su hermano, o a Genghis Khan, quien también había cometido
fratricidio. Para juzgarlos, Max habría de ser supremo y, como tal, debería
situarse en la posición de ellos, y comprender la mentalidad de la época en
que se registraron los acontecimientos, es decir, ponerse en las mismas
circunstancias. De ser aquel «ser superior», de seguro Max no los censuraría,
sino analizaría los hechos y aprendería de ellos; así, si en un futuro se le
presentara una situación similar, reaccionaría de manera más razonada,
guiado por su criterio. Le recalcó que así es como se recibe una lección de la
historia, entendiendo las razones, no juzgándolas.
Max comentó que le quedaba claro, objetó sin embargo que había ciertos
hechos que podían considerarse buenos o malos, quizás por su magnitud. Y
fue este comentario el que llevó a Rómulo a pensar que Max no lo había
comprendido del todo
Cuidándose de no exasperar con el que hablaba –todavía dudaba de que
fuese Rómulo, y además era probable que estuviese ante un hombre que
dentro de su locura hubiese disfrazado ciertos eventos verídicos de su vida,
como el asesinato de un hermano, por ejemplo–, Max añadió trémulo que
había valores éticos que definían si algunos actos eran buenos o malos. El
supuesto primer romano respondió que los valores éticos eran tan efímeros
como la existencia humana; lo aseguraba alguien de casi tres milenios de
edad. Max creía que tal vez algunos lo eran, otros eran universales, aprobados
en todas las regiones del mundo, en diferentes épocas y por distintas culturas.
Rómulo le pidió un ejemplo; Max le señaló el homicidio, tema que iba muy
al caso con la discusión.
El insigne romano dejó escapar una leve sonrisa al escuchar la respuesta
que ya intuía, y de nuevo lo cuestionó sobre qué era para él el homicidio. Sin
titubear un solo segundo, y buscando hacerle ver a su captor que matar a una
persona era algo incorrecto, le respondió que era privar de la vida a alguien.
En su fuero interno, Max sentía que debía salir victorioso de la discusión, que
estaba jugándose el todo.
- En mi Roma, cuando un ladrón era sorprendido in flagranti, podía ser
asesinado por su captor en el momento, sin necesidad de un juicio previo. Por
un tiempo, los mexicas también castigaron a los culpables de hurto de la
misma forma. Más aún, en muchos países en la actualidad a la mujer adúltera
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se le apedrea hasta el último aliento y, en otros tantos, el castigo por un
crimen así o por otros delitos considerados de gran magnitud es la pena de
muerte, que de acuerdo a la definición proporcionada por ti, es una forma de
homicidio. Entonces, ¿dónde quedó aquel valor universal, aceptado por todas
las regiones del mundo, épocas y culturas? –espetó con firmeza.
- Te concedo eso –replicó Max, luego prosiguió con ansiedad–, pero en
los supuestos señalados existe un elemento común que no es para nada
intrascendente; la ejecución a la que llamas homicidio es el resultado de una
sanción impuesta por el Estado; justa o no, no corresponde al crimen de una
persona cometido por otra sin más razón que su voluntad –intentó justificar.
A Rómulo le parecieron interesantes, aunque igualmente dudosas, las
razones del joven, para quien siempre y cuando fuera el Estado el ejecutante
se asumía como una acción correcta. Podría no ser ni justa ni buena; sin
embargo, la consideraba adecuada si era la autoridad quien la aplicaba. Max
pensó que así planteado no parecía ni correcto ni bueno. Rómulo señaló que
no era él quien lo ponía de esa manera sino el propio Max, y que desde esa
perspectiva, por supuesto que no era correcto. Insistió en que, con la misma
óptica, cuando asesinó a su hermano no cometió ningún crimen; por el
contrario, había hecho lo obligado: él era el rey, la autoridad más alta. Remo
había violado sus leyes y por ello debía perecer.
Max intentó interrumpirlo, Rómulo no se lo permitió. El imponente
personaje continuó la discusión. Señaló que bajo la premisa que Max acababa
de sostener con tanta ingenuidad, muchos gobiernos habían justificado
genocidios, porque, según sus leyes, comunidades enteras merecían
desaparecer por profesar creencias religiosas diferentes, por pertenecer a otras
razas o por no coincidir en determinado asunto.
El muchacho sintió que Rómulo lo derrotaba a punta de argumentos, no
obstante, también hacía hincapié en que por la magnitud del hecho igual
podía ser catalogado como bueno o malo. La terquedad de Max al defender
sus opiniones agradaba a Rómulo, consideraba que bien encaminada sería
una virtud.
De nuevo, el hijo de Rea Silvia mostró al joven la relatividad de ciertos
principios humanos al preguntarle qué sería peor que matar a un hijo o a la
esposa. Antes de permitirle contestar, le refrescó la memoria y le recordó que
los romanos arrojaban desde la Roca Tarpeya a los niños nacidos con algún
defecto, como los espartanos lo hacían en el monte Taigeto. No fue necesario
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el ejemplo para el caso del asesinato de una esposa, recién le había dado uno
de la época actual. Decepcionado y con un dejo de frustración en la voz, Max
aceptó la derrota. Rómulo comprendió el gesto.
– No trates de juzgar la Historia, tampoco te esfuerces en vencerme. Tu
único objetivo debe ser mantener la mente franca para aprender –declaró
Rómulo con tono conciliador, buscando reanimarlo–. Tienes buenos
cimientos en tu concepto, pero no has sabido darle cauce, en parte debido a la
influencia recibida de la humanidad: a lo largo de su devenir no se ha
definido en este tema como en muchos otros –añadió.
Rómulo prosiguió pacientemente con la explicación, con la que intentaba
llegar al corazón y a la consciencia del joven. Le señaló que el homicidio,
como Max había puntualizado, era quitarle la vida a otro, y visto desde su
concepción se consideraba algo nocivo. Le indicó que si en verdad lo
valoraba de esa manera, no debía permitirse alterar la regla; en cuanto
accediera a cambiarla la habría violentado, sería como abrir el jarrón de
Pandora. De seguro acarrearía otras cosas, muchas que no le gustarían, y era
precisamente lo que la humanidad no había entendido. Agregó que, si bien
era cierto, todas las culturas del mundo siempre habían condenado el
homicidio, también lo habían permitido y hasta alentado. Al menos el que se
adecuaba a las necesidades de la clase gobernante o, como decía Max, del
Estado.
Para cerrar la plática, lo invitó a que recorriese por su cuenta la villa, que
fuese a comer algo, si así lo apetecía, o a que se retirase a sus aposentos,
donde encontraría, entre otras cosas, el libro que llevaba cuando fue
«secuestrado». Él tenía otros asuntos de los cuales ocuparse.
Max asintió con un gesto de satisfacción, tras escuchar que Rómulo le
daba la razón en ciertos puntos; sin embargo, seguía preocupado por la
incertidumbre sobre su estadía en ese lugar. Se levantó del sofá y se dirigió a
la puerta, antes de llegar se detuvo, volvió la vista hacia Rómulo y le
preguntó:
- ¿Te veré después o qué pasará conmigo?
Rómulo permaneció sentado y, sin apartar la mirada de su copa, le
contestó:
- En primer lugar, me gustaría que te despojaras de tus miedos. Aquí estás
seguro –hizo una pausa para fortalecer el enunciado y continuó–, por otro
lado, creo que has recibido información suficiente para reflexionar por el
resto del día. Búscame mañana en el viñedo cuando el sol alcance el punto
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más alto, ahí continuaremos nuestra plática.
- ¿Hay algo ahí que quieras revelarme? –indagó Max, no sin cierto temor.
- Nada en específico, no todo tiene que ser una enseñanza. También hay
cosas placenteras. A mí me encanta el vino y disfruto caminar por donde se
origina.
- En verdad eres un apasionado del vino –comentó algo más sereno.
- Hace ya varios siglos un amigo y filósofo persa llamado Abu Alí Ibn-
Sina me dijo que el vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es
amargo y útil como el consejo del filósofo. Está permitido a la gente y
prohibido a los imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al
sabio hacia Dios.

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Capítulo III. Las decisiones del Shõgun

Esa noche, mientras Max trataba de encontrar sentido a la plática que había
sostenido con Rómulo, cinco hombres y dos mujeres caminaban por una calle
desierta a las afueras de la ciudad de Florencia. Los inmuebles que
componían la vía eran en su mayoría de vivienda, varios de ellos
desocupados. Un café y una heladería eran los únicos negocios; ambos
estaban cerrados debido a lo tarde que era. Había algunos coches y unas
motonetas estacionadas, y nadie más transitaba por ahí. Dos de los hombres
conversaban entre sí, mientras los demás se mantenían a unos cuantos metros
de distancia, dos delante de ellos y los tres restantes atrás, vigilando. Era una
noche lluviosa y poco iluminada. La luna se encontraba en su fase de cuarto
creciente y las nubes grises la cubrían casi por completo.
- Puedes informar que la legión completa del cónsul Carlomagno estará
aquí para mañana –señaló el primero, quien a todas luces era de raza oriental.
Su cabello era largo y lacio e iba vestido con una gabardina de piel negra que
disimulaba un cuerpo perfectamente moldeado–. Mi cohorte ya está aquí. En
el transcurso de la madrugada llegará la del pretor Ricardo Corazón de León
y antes de volver a ver a Tsukuyomi, el cónsul Carlomagno arribará junto con
el pretor Erik el Rojo y su cohorte, quedando así completa la Segunda Legión
–concluyó el asiático.
- Perfecto, pretor Yoritomo –expresó su interlocutor–. ¿Puedo saber a qué
se debe semejante despliegue de nuestro ejército?
- ¿Es esta la disciplina que les enseña la procónsul Artemisia, accensus
Gil? –cuestionó Yoritomo en un tono molesto–. A cada uno se le informa en
el momento preciso lo que deba saber –señaló con firmeza.
- Por favor, perdone mi imprudencia, pretor –se disculpó Gil.
En ese momento, un grupo de seis hombres y cuatro mujeres aparecieron
a un par de cuadras de donde se encontraban Yoritomo y los demás. Uno de
los que montaba guardia en la avanzada, un afro americano de cabello corto,
poseedor de un cuerpo de músculos desarrollado, alertó a su líder.
– ¡Pretor, ya están aquí!
- Lo sé, los he olfateado, Deion. Diles a los demás que se preparen para la
pelea –indicó el oriundo de Kyoto.
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- Sólo aguardamos tus órdenes –señaló el lictor con respeto.
- ¿Has participado en luchas contra lamwadeni? –preguntó el japonés a Gil.
- No señor, ni una sola vez. Sin embargo, he sido bien entrenado y soy
muy hábil con mi espada –respondió el humano convencido de sí mismo.
Yoritomo, conocido entre su manada por el epíteto de el que camina hacia
el sol, sonrió; aun cuando Gil fuera el mejor esgrimista del mundo, de poco le
serviría si no era auxiliado por ellos. Un humano nunca podría hacerle frente
por sí solo a un hombre vampiro.
Deion y los demás miembros de la guardia personal del pretor tiraron sus
gabardinas al piso, Yoritomo conservó la suya puesta. Uno sacó una
cimitarra, otro un talwar y una mujer su claymore, Gil los imitó y
desenvainó. Los demás decidieron pelear con las armas que la naturaleza les
había proveído. El pretor desenfundó su katana de su saya, era la mítica
«Noukvenoreg», nombre que llevaba grabado en la tsuba y que, junto con los
menukis dispuestos en la tsuka, distinguía fácilmente al sable forjado por el
propio Yoritomo.
El japonés les ordenó que formaran una línea y que procuraran
mantenerse al menos dos juntos en todo momento. No importaba que se
encontraran en inferioridad numérica, los miembros de la guardia de un
pretor eran soldados de élite. Además, el entrenamiento que les había dado
les permitiría enfrentar el desafío. Con voz seca ordenó a Gil que ayudara en
lo que estuviera en sus manos y que no huyera si alguno de los enemigos
intentaba atacarlo, entonces no podrían protegerlo. Les indicó que él se
encargaría del líder y de algunos más.
En cuanto terminó de dar las instrucciones, los hombres vampiro ya se
encontraban en la misma cuadra. Uno era una mole musculosa de casi dos
metros de altura, rubio, barbado y llevaba en las manos un hacha de doble
hoja; otros dos cargaban espadas largas y el último, un alfanje. Los demás
parecían no portar arma alguna.
- ¡Uman ean dûngid abo deou Mairezh ekha ean teönedik aba deaz Veciner vikehu'nosis! –
Arengó Yoritomo.
- ¡An Romulou ekha Boadica-aw nomhan, morêl ek eani bârbadeni! –contestaron al
unísono.

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Ser Shõgun en el antiguo imperio japonés, hacía unos novecientos años,
no era la única razón por la que Rómulo le había concedido a Yoritomo el
cargo de pretor; era un gran estratega militar, prudente en sus decisiones y
experto en infinidad de artes marciales.
El creador de la casta de los samuráis sabía que debía causar suficientes
bajas en el enemigo para desalentarlos a continuar o acabar con su líder o al
menos mantenerlo ocupado. Era claro que, incluso cuando ya no actuaran
como algunas culturas antiguas, cuando al perder a la cabeza de mando salían
desbocados; hoy, por lo menos, perderían organización en su ataque.
Ninguno de los hombres lobo se transformó por completo, sólo sacaron
garras y colmillos, aguardando inmóviles la acometida de los adversarios.
- ¡Bikin Hanikal dachut, iyodas alien maket ekin zenolk kjakiben! –gritó a su vez el líder
vampiro, mientras blandía en el aire su hacha y la dirigía hacia el pretor,
quien con un ágil movimiento la evadía y con otro cortaba de tajo las manos
del atacante, dejándolo desarmado. De inmediato el oriental, con una patada
de giro voladora, golpeaba el rostro de su adversario y lo hacía caer.
Una mujer que llevaba en las manos una espada larga y un hombre
vampiro acudieron en ayuda de su jefe. Yoritomo los repelió al instante. A la
primera le propinó una ashi guruma que la arrojó a varios metros de distancia
y la estrelló contra el parabrisas de un coche estacionado. El segundo se
abalanzó directo al cuello del pretor e intentó morderlo; éste lo tomó por la
cabeza y, con una llave de judo, lo levantó y lo aventó al suelo. Antes de que
su rival terminase de caer, el antiguo Shõgun asió el mango de Noukvenoreg
con ambas manos y con una estocada perfecta le penetró el pecho,
destrozando su corazón.
Deion y uno de sus compañeros, el que usaba el talwar, se enfrentaban al
hombre vampiro del alfanje y a una de las vampiresas desarmadas, quienes,
con gran coordinación, buscaban dar fin a la vida de los licántropos.
El primero de los vampiros lanzó una estocada al pecho del segundo
lictor, uno de raza india; éste, con una zarpa desvió el golpe y con su sable
cercenó el antebrazo de su adversario. La mujer vampiro se enfrentaba a
Deion, quien, en un instante de acierto, le propinó un zarpazo en el rostro. El
golpe hubiese dado cuenta de cualquier humano y hasta de algunas bestias, en
cambio, la vampiresa aprovechó el momento que le brindó su oponente al

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creer que la había vencido; con gran velocidad se colocó a espaldas de Deion
para aventarse sobre él. Mordió el cuello del escolta afro americano y le clavó
las garras en los costados. Un grito agudo cubrió la calle entera. Al notar lo
que ocurría, su compañero decidió intervenir; no podía permitir que esos
garfios continuaran su camino a través del tórax del camarada y alcanzaran su
punto vulnerable. El lictor indio, con la breve ventaja que había logrado
contra su rival, se colocó a espaldas de la vampiresa. Dos estocadas precisas
fueron suficientes para cortar de tajo los brazos de la temible soldado de los
ejércitos de Aníbal. Antes de que un tercer golpe pudiese siquiera rozar la
vestimenta de la mujer, con precisión y fuerzas casi fantásticas, el
acompañante de ella clavó una de sus zarpas en la espalda del indio y para él
no hubo quien las detuviera de llegar al objetivo. Deion se valió de la ayuda
que recibió de su condiscípulo; con la mano derecha sostuvo la nuca del
asaltante y con la izquierda le clavó las zarpas en los ojos hasta llegar al
cerebro. La vampiresa cayó inerte al instante.
Para cuando Deion terminó con la mujer, se percató de la caída de uno de
sus hermanos de armas. El homicida ya estaba recuperado; su brazo
regenerado y todas las heridas sanadas. El vampiro sonrió sardónicamente
cuando su mirada se encontró con la del lictor afro americano; recogió el
arma y se proyectó de nuevo al embate. Lanzó una estocada y luego otra,
ambas fueron detenidas por las zarpas del centinela. Con un nuevo intento
logró clavar el frío acero en el estómago del oponente, antes de que pudiera
hacer algo más, el licántropo logró zafarse del arma que le había insertado,
para después ejecutar una meia lua, con la que golpeó al vampiro justo en la
cara y lo hizo perder el arma de nuevo.
Mientras aquello acontecía, el hombre lobo que llevaba la cimitarra,
apoyado por Gil, se enfrentaba a uno de los vampiros con espada y a una
vampiresa sin armas. El lictor, con una patada descendente, golpeó a la mujer
en el cráneo, dejándola de momento fuera de combate. El hombre vampiro
cortó con la espada el brazo con el que el licántropo sostenía el sable. Gil
trató de ayudarlo e intentó clavar el suyo en el costado del adversario, quien
con suma rapidez evitó el golpe; distracción que le bastó para que el hombre
lobo le golpeara el hombro izquierdo, fracturándole la clavícula. Gil
arremetió otra vez, y aunque su contrincante desvió la estocada, alcanzó a
herirlo en una pierna. En cuestión de segundos, el guardaespaldas mutó por
completo en un lobo de casi dos metros de altura y se lanzó sobre su víctima,
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desgarrándole el cuello con los colmillos y arrancándole el corazón con la
garra sana. En ese momento, la mujer le llegó por detrás y clavó su garra en
la espalda del guarda, llegando hasta su corazón, extirpándoselo y matándolo
en el acto.
Al ver morir al hombre lobo con quien luchó y, más que nada, debido a
que una mujer vampiro quedó en pie, Gil sintió que lo envolvía la obscuridad
del lugar tal como si cobrase vida e intentase devorarlo. Se vio invadido por
un profundo terror que lo llevó a optar por la peor decisión: en lugar de
acercarse a donde peleaban sus demás compañeros o en vez de pedir ayuda,
Gil echó a correr en dirección opuesta, quizá porque, superados en número,
creyó que los demás lobos correrían la misma suerte de su compañero. La
vampiresa vio la huida del humano y decidió salir tras él, no sin antes
terminar su festín. Podía darse el lujo, pues en cuanto iniciase su persecución
no requeriría de mucho esfuerzo para darle alcance al que dejaba tan
cobardemente a sus camaradas.
La mujer lobo que portaba la claymore agitó su rubia cabellera para
entrever a su amigo caído y a Gil alejándose. No hizo nada al respecto, se
encontraba en su propia batalla; junto con la otra lictor se enfrentaba a un
hombre y a una mujer vampiro que peleaban sin más armas que colmillos y
garras.
La vampiresa, belleza de raza oriental, se arrojó en contra de la
guardaespaldas desarmada, una hispana que la recibió con una patada en el
abdomen, para de inmediato darle un puñetazo en plena quijada que dejó a su
rival inconsciente. Al mismo tiempo, la rubia volteaba hacia el hombre
vampiro que ya se dirigía hacia ella. Cuando el atacante estuvo enfrente, la
lobo dio un giro dejándolo pasar de largo, momento en el que le propinó una
tuit dolio chagui en la espalda, que lo estrelló contra el cristal de la puerta de
un coche; luego, con presteza, lo sujetó por la camisa y lo arrojó a varios
metros, incrustándolo en un poste de luz que se dobló a causa del impacto.
Las dos mujeres lobo se dirigieron con tranquilidad hacia el vampiro,
sabían que no tendría ninguna oportunidad frente al ataque coordinado de
ambas; se vieron interrumpidas por una patada que tumbó a una de ellas y
que hizo trompicar a la segunda. Al levantarse, distinguieron a la vampiresa,
entera, quien con ironía les dijo:
– ¿Eso es todo lo que tienen, perras?
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La rubia recobró su mandoble, sacudió el polvo de su ropa y le contestó:
– Quizá seamos unas perras, peor para ti, pues serán estas perras las que
te manden a los infiernos.
Con una simple mirada las mujeres lobo definieron sus objetivos: la rubia
escocesa se encargaría de la asiática y la hispana del hombre vampiro. Este
último seguía derribado bajo el poste de luz, junto a varios pedazos de vidrio
que habían quedado ahí al estrellarse la farola contra el suelo. La hispana se
encaminó a él con cautela, como si se aproximase al lecho donde la
aguardaba un ávido amante, sólo que éste no la recibiría con poemas de
Mario Benedetti ni con pétalos de rosas, sino con una lluvia de cristales
tomados de la acera. Instintivamente, la sensual hispana volteó la cara y se
cubrió con el antebrazo; aun así, algunos pedazos lograron incrustarse en su
rostro y uno en el ojo izquierdo.
Las otras dos también iniciaron el ataque, fallando los primeros golpes
debido a la habilidad de la respectiva adversaria. Las zarpas de una chocaban
contra la espada de la otra, ninguna llegaba siquiera a herir a su rival. En un
posterior intento, las garras de la vampiresa alcanzaron a la mujer lobo en el
abdomen; no cejó ante el dolor y, todavía fresca, pasó la mano por encima,
lamió su sangre, esbozó una sonrisa y reinició el embate.
Haciendo gala de agilidad, el hombre vampiro se reincorporó y se
proyectó en contra de su blanco. Creyó que la momentánea ceguera de la
hispana le impediría verlo llegar. A diferencia de los humanos, ninguna de
esas dos especies depende tan dramáticamente de la vista para ubicarse e
incluso atacar. Ambas cuentan con un sentido del oído y del olfato en
extremo desarrollados. Fue así cómo, al notar la proximidad de su atacante y
ubicarlo a la perfección, en el momento justo la hispana ejecutó una
impecable patada de giro, golpeando a su agresor en pleno cráneo y
haciéndolo caer a varias yardas de ella. Para cuando el vampiro se levantase y
lo intentase de nuevo, su ojo ya estaría sano.
Por su parte, la asiática lanzó una patada que la lictor de cabellos dorados
contuvo; antes de que la pierna regresara al suelo, la escocesa pateó, a su vez,
la pierna de apoyo de la mujer vampiro en la rodilla, que se fracturó y la hizo
caer. Aún estando en el piso, la oriental volteó hacia su contrincante y trató
de alcanzarla con una de sus zarpas. La rubia guerrera lo impidió; con un
golpe certero de su claymore cortó la mano de la vampiresa, justo a la altura
de la muñeca. La mujer lobo pisó la otra mano para así evitar una nueva
agresión. Se acercó a ella y le dijo:
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– ¡Dale mis saludos a Plutón y Proserpina!
- ¡Ahí te esperaré! –respondió, para después escupirle el rostro, justo
antes de que la destellante y fría claymore se introdujera en su pecho y
arrancara el último aliento de una criatura que muchos creían inmortal.
En paralelo a esas peleas, el vampiro rubio que recibió la patada de
Yoritomo buscó unos segundos para desaturdirse, luego, se dirigió una vez
más a luchar contra el pretor oriental, esta vez sin portar el hacha porque sus
manos no estaban aún regeneradas. Recibió apoyo del décimo miembro de la
patrulla de vampiros, y de la mujer que ya había probado la fiereza del
instaurador del Shogunato Kamakura; la vampiresa aplicó los instantes que
usó su poderoso rival en la breve lucha contra uno de sus compañeros para
recuperar su espada.
Yoritomo no perdió tiempo y se lanzó contra el líder vampiro, enfundó su
katana y dio un salto espectacular. Los tres vampiros también brincaron para
interceptarlo en el aire. El valeroso licántropo iba de frente, en dirección a su
presa, y, al aproximarse lo suficiente, dio una vuelta en el aire, de manera que
sus pies apuntaron al fiero rostro que pateó con fuerza. Todavía en pleno
vuelo, el japonés giró un tanto hacia su izquierda por donde venía la
vampiresa. Con sus manos la tomó del brazo armado y la hizo pasar por
encima de sí, provocando que la espada atravesara el pecho del otro vampiro
que venía por el lado contrario.
Al caer al suelo, Yoritomo buscó continuar el ataque contra el musculoso
rubio e ignoró a los otros dos. Sabía que al menos ella estaba indemne; no le
dio importancia y caminó con tranquilidad hacia su víctima. Los primeros
minutos de la lucha le habían servido para cerciorarse de su superioridad y
aun cuando no se confiaría, sabía que podía manejar la situación sin mayores
contratiempos. El hombre vampiro, al verlo venir, se levantó y corrió en
sesgo. Él también había comprobado la supremacía del oponente. La pelea no
era equilibrada; aunque bien entrenado y bravo, él era un simple sargento
primero, mientras que el adversario se hallaba a sólo unos peldaños de
alcanzar la cúspide en la carrera militar de su organización, le aventajaba en
siglos de preparación. El robusto vampiro tomó una motocicleta, con
facilidad la levantó y dirigió en dirección al agresor; el asiático la saltó y
continuó su cacería sin inmutarse. El vampiro intentó dar una patada pero el
primer Shõgun con otra la desvió, para ejecutar el Fu Chao con maestría y así
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golpear a su rival e impactarlo en contra de otro coche. Tambaleándose, el
iracundo vampiro se puso de pie y, cuando creyó tener cerca al asiático, trató
de darle un puñetazo en el rostro. El pretor paró en seco el golpe con la mano
izquierda y le increpó:
– ¡No eres un digno rival para el descendiente del clan Minamoto! ¡Eres
tan insignificante como todos los de tu especie!
El hombre vampiro quiso clavar su garra libre en el abdomen de
Yoritomo, quien, sin distraerse, detuvo el intento y le fracturó la muñeca.
La vampiresa con la espada llegó por detrás del otrora Shõgun, pretendía
asestarle un golpe certero que liberase a su superior, a la vez que la llenase de
gloria, pero cuando la hoja se dirigía al objetivo, éste se movió y provocó que
el acero diera en la muñeca que se sujetaba el vampiro líder. Antes de que la
mujer reaccionara, Yoritomo le dio a una patada en la cabeza, mandándola de
nueva cuenta al suelo.
En ese instante se escuchó un grito agudo a lo lejos. Llamó la atención de
todos. El jefe de los vampiro, dándose cuenta de que la ventaja inicial del
ataque había disminuido de forma notable, de que poco más había que hacer
ahí y de que habían conquistado un valioso trofeo, ordenó a los demás:
– ¡Akuwaba hukor, sasch shabsu iyodas masugan! ¡Por esta ocasión han corrido con
suerte los cerberos de Roma! Ya tendremos oportunidad de saldar cuentas.
Y, con una velocidad inverosímil, los hombres vampiro que permanecían
con vida salieron corriendo de la calle.
- ¿Quieres que vayamos tras ellos, Yoritomo? –preguntó la rubia
escocesa, acercándose al líder.
- No, Kayleigh, sería inútil. Sabes que ellos son más rápidos, además
podrían guiarnos a una emboscada –replicó el fundador de la casta de los
samuráis.
- ¡Pretor! Erdem y Vasudeva murieron y no veo a Gil por ninguna parte –
manifestó la hispana–; aunque matamos a cinco de ellos.
- ¡No lo digas como algo reconfortante, Luisa! La vida de cinco lamwadeni
no vale la de dos duploukden-awi, ni siquiera la de cien de ellos por uno nuestro
–reprendió con dureza Yoritomo.
- ¿Qué hay con respecto a Gil, quieres que lo busquemos? –indagó Deion.

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- Sería una pérdida de tiempo, seguro ellos lo tienen –sentenció el líder
japonés.
- Es lo más probable, Yoritomo –agregó Kayleigh–. Gil huyó en cuanto
asesinaron a Erdem y una lamwaden fue tras él. El grito que se escuchó fue el
de su captura.
Deion esperaba que Gil, al verse acorralado, se hubiera quitado la vida;
de otra manera los hombres vampiro le darían una muerte dolorosa, no antes
de que el humano les revelara información de valía. Yoritomo afirmó que,
precisamente, eso era lo que buscaban y ahora lo tenían.
Kayleigh, Luisa y Deion inclinaron la cabeza; la primera pidió perdón al
pretor por haber fallado. El líder oriental respondió que su excusa no era
necesaria debido a que la tarea como miembros de su guardia personal
consistía en protegerlo a él y él seguía con vida; una vez más habían
cumplido con su deber. La escocesa comentó que parecía haber sido al revés,
fue el primer Shõgun quien había lidiado con más oponentes. Yoritomo les
aseguró que no hubiera podido sin la ayuda de ellos y que, al ser su cargo
superior al de ellos, también las responsabilidades lo eran.
Con un dejo de angustia, Deion externó su preocupación, pues era
probable que los vampiros se enterasen de cuestiones importantes. El líder
respondió que lo que había ocurrido estaba destinado a pasar. Les dijo que no
se culparan y les ordenó que limpiaran la calle mientras él levantaría los
cuerpos de Erdem y Vasudeva para llevarlos a su morada y ahí rendirles los
honores debidos. También enviarían un mensaje para informar lo sucedido y
esperarían la llegada de su cónsul para ser purificados.
Luisa y Deion recogieron los cadáveres de los vampiros. Yoritomo tomó
los cuerpos sin vida de Vasudeva y Erdem, los colocó con cuidado y sumo
pesar sobre sus hombros y se encaminó hacia donde estaba Kayleigh, quien
rompió el cristal de una camioneta y conectó los cables debajo del volante
para provocar la ignición.

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Capítulo IV. Revelación

Rómulo y Max caminaban por los senderos del viñedo de la villa, mientras el
sol mediterráneo del verano los seguía paso a paso como si fueran sus
cautivos. El primero llevaba puesto un traje de lino que en nada le hacía
perder elegancia, así como el calor no le inducía a que se aflojara el nudo de
la corbata, y tampoco lograba desprender una sola gota de sudor del rostro.
Max usaba sandalias, pantalones de mezclilla y una playera con el dibujo de
uno de los personajes de las fábulas «La otra realidad». El simple uso de esa
ropa denotaba que los temores del muchacho habían disminuido de forma
considerable. Estaba claro que no lo tenían confinado para pedir un rescate,
sólo los adornos de cualquiera de las habitaciones superaban, por mucho, su
patrimonio. Asimismo, debían saber que él no era un personaje influyente,
menos un político a quien alguien quisiese eliminar. Cierto que el trato que
había recibido había sido por demás cordial. Pero, a pesar de todo esto, la
incertidumbre permanecía.
El romano invitó al joven a que retomaran la plática que sostuvieron la
tarde anterior. A riesgo de parecerle insistente, pues en verdad consideraba
importante que le quedara claro, se propuso abordar el tema cuantas veces
fuera necesario. Rómulo le explicó que, a partir de su transformación, cada
año nacían algunas personas con el potencial de llegar a ser hombres lobo por
medio de un ritual de iniciación, lo que era posible gracias a que el ADN de
aquéllas, poseía ciertas características propicias. Cualidades que se
encontraban en estado de letargo, la mordida simplemente las activaba; si un
hombre lobo mordía a una persona común, nunca podría ser convertida.
Rómulo compartió sus secretos al señalarle que cualquier licántropo
podía llevar a cabo el ritual de iniciación, es decir, infringir una mordida al
corazón a través de la cual el individuo quedaba transformado. Claro que,
mientras más cercano a su persona y mejor se realizase la ceremonia, más
poderoso sería el iniciado. En consecuencia, los hombres lobo que él había
convertido eran los más fuertes, aunque ninguno se equiparaba con él… al
menos no hasta ese momento. Max, intrigado, le preguntó a qué se refería.
Rómulo le dijo que tuviera paciencia, ya llegarían a ese punto y así aclararían
muchas dudas; antes debían abordar otros asuntos. El impetuoso joven se
excusó aduciendo que su inquietud obedecía a lo enigmático de la trama.
Rómulo detuvo la marcha para palpar una uva que denotaba no estar lista
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para la vendimia. Se lamentó por lo que, junto con esa siembra, se perdería.
Subrayó que aun sabiendo que el final se acerca, no es motivo para
abandonar la costumbre y menos el trabajo; al contrario, el esfuerzo debe ser
mayor. Max hizo patente su confusión, y el interlocutor, que desbordaba
templanza, se disculpó por divagar en cuestiones que todavía no era acertado
tratar, comprendiendo la natural ansiedad del muchacho.
Rómulo agregó que, como lobo alfa, él era el único que distinguía quién
había nacido con la aptitud de llegar a ser hombre lobo mediante la lectura de
las estrellas; capacidad que sólo él poseía y que no podía ser enseñada. Una
vez detectada la predisposición en alguna persona, lo confirmaba el
descubrimiento a través de su olfato, cualidad compartida con las lobas alfa.
El romano reanudó la marcha y el muchacho, cada vez más desconcertado, lo
siguió.
Ante la última revelación, Max, de nuevo sorprendido, preguntó acerca de
las lobas alfa. Rómulo detalló que había dos de ellas, que habiendo tenido un
origen como el de los demás hombres lobo, desde el momento en que
identificó su concepción en las estrellas, sabía que eran diferentes. Después
de él, las lobas alfa eran más poderosas que cualquier otro licántropo. Max
quiso saber si eran sus parejas; sólo una de ellas, subrayó el cuestionado.
Sin interrumpir más su exposición, Rómulo clarificó que los lobos se
comportaban de manera diferente a la de otros animales; no buscaban
aparearse para luego separarse. Por el contrario, conservaban una pareja para
toda la vida. Explicó que los lobos acostumbraban mantenerse unidos, y entre
el lobo y la loba alfa formaban una manada. Así se volvían más efectivos en
la caza y lograban ser uno de los mejores depredadores sobre la faz de la
Tierra. Añadió que los hombres lobo seguían el mismo patrón, pues gracias a
la conjugación de ambas naturalezas y al desarrollo de consciencia que
habían alcanzado a través de los siglos, habían logrado fundir el ideal del
humano monogámico con la naturaleza del lobo.
Enfatizó que lo relacionado a las lobas alfa revestía verdadera
importancia; antes de unirse con su compañera, sólo se habían verificado tres
nacimientos de hombres lobo al año, y una vez establecida la pareja, el
número se incrementó hasta siete. Resultaba evidente que todavía había
mucho que decir al respecto, pero antes debía profundizar acerca de su propia
naturaleza. Max estuvo de acuerdo; encontraba exquisita la manera en que
aquel hombre relataba su historia, cuyo contenido era antagónico del común
denominador de las leyendas que había escuchado.
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La tarde caía con lentitud mientras los dos sujetos continuaban el grato
paseo por el viñedo, casi sin registrar las horas transcurridas. Rómulo
comentó al que ya parecía su joven discípulo que, como hombres lobo, eran
incapaces de procrear, igual que les sucedía a los hombres vampiro. Algunos
de ellos habían alcanzado a engendrar antes de ser transformados, empero el
ritual los volvía estériles. Enfatizó que la prole no había heredado la facultad
de ser licántropos, no se transmitía de forma genética. Seguramente el día en
que nacieran una pareja de lobos alfa con capacidad reproductiva, ya no
necesitarían estar ligados a los seres humanos, como lo estaban en ese
momento; la transición hacia una nueva especie estaría completa.
Comprendía que los demás seres permanecían en este mundo, aun habiendo
partido, a través de la reproducción; era su forma de trascender. Remató con
una pregunta: ¿qué necesidad tendría un ser milenario de subsistir en sus
descendientes?
El joven, de facto convertido en invitado, sólo hizo una mueca de
asentimiento, sin más comentario. Prefirió escuchar, incluso si lo llevaba a
terrenos inexplorados que no sabía si deseaba arribar. Un hilo de misticismo
lo atraía irremisiblemente.
- Retomando a las lobas alfa –prosiguió con su particular y sublime estilo
el mayor romano–, poco a poco distinguí a los hombres y mujeres que habían
nacido proclives de ser hombres lobo. Con el paso del tiempo comprendí y
perfeccioné la habilidad de la que ya te hablé. Sabía que ninguna de las
mujeres lobo que había convertido estaba destinada a ser mi pareja, no había
nacido ninguna loba alfa y así fue por mucho tiempo. Hasta que, a principios
de la era vulgar, vislumbré una concepción inusual, que me fue ratificada con
la lectura del nacimiento.
Rómulo interrumpió la caminata, levantó la vista como si en las nubes
estuviesen los datos que se disponía a narrar; sin apartar la mirada del
firmamento expuso que, desde siglos antes a los hechos que relataba,
comandado por un poder superior, había desaparecido de la luz pública, como
cualquier hombre lobo debía hacerlo, pero manteniéndose siempre con la
potestad tras el trono en Roma.
» Fue como aconsejé a los reyes que me sucedieron y luego a senadores,
cónsules y emperadores, así el Imperio Romano logró tal grandeza; Roma no
sólo fue fundada por descendientes de héroes de grandes batallas, sino
gobernada y guiada por seres extraordinarios.
» En los primeros días a los que hago referencia, las conquistas romanas
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habían llegado a Bretaña. Los distintos pueblos celtas fueron en verdad
difíciles de subyugar; en no pocas ocasiones preferían morir antes que
rendirse y caer bajo el cautiverio de mis legiones. A mediados del siglo I de
la era vulgar penetramos en lo profundo del territorio bretón, salvo un lugar
que se convirtió en refugio para los celtas bretones, y que se interponía en
nuestro camino hacía el triunfo: Ynys Môn. Sin importar la sabiduría que los
druidas poseían, no podía ser superior a la de un hombre de ochocientos años,
edad con la que contaba en ese entonces, y así ideé la estrategia para acabar
con el sitio del poblado celta y aniquilarlos, lo que se convirtió en la Matanza
de Mona.
El rostro de aquel formidable sujeto no reflejaba alteración alguna en su
ánimo. Max no atinaba a descifrar siquiera si, en la entonación de sus
palabras, Rómulo asomaba cierto arrepentimiento y dolor o, por el contrario,
orgullo. Pensó que si las veces en las que creía haberlo visto exaltado había
sido un mero recurso de oratoria o un pequeño desliz emotivo.
» Para los celtas, Mona era una ciudad sagrada y el sacrilegio que
cometieron mis legiones los hizo levantarse con mayor sed de venganza
contra los romanos. Dentro de los celtas que se sublevaron, se erigió una
reina, una gran guerrera, de nombre Boadicea, o como ellos la llamaban,
Boudica, quien combatió con ferocidad contra mis legiones, razón por la que
mis soldados la odiaron y la sometieron a las más terribles vejaciones. La
lucha fue cruenta y a pesar de que en las venas de esa magnífica mujer corría
un valor mayor al conocido por ella, no pudo vencer a mis ejércitos. Al final,
con algunas victorias de su parte, terminó por caer derrotada, e ingirió veneno
para quitarse la vida por haberle fallado a su pueblo.
» Así fue como la encontré. Cualquier ser humano hubiese muerto, no
ella. Boadicea estaba destinada a convertirse en una mujer lobo, en una loba
alfa, ¡mi loba alfa!
- ¡Qué historia! En ciertos aspectos dramática, pero no menos fascinante
–exclamó Max deleitado con el episodio, y la manera de ser narrado–. ¿Y ella
sigue contigo?
- Sí, como te comenté, los lobos estamos diseñados para vivir en parejas
que duran la vida entera, formando así nuestra manada. Boadicea ha estado a
mi lado por dos mil años.
El individuo que aseguraba ser padre de todos los licántropos volteó a
mirar al joven por primera vez desde que había iniciado el relato. Ahora sí, su
expresión denotaba el profundo sentimiento que albergaba por su pareja, y
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que lo cubría por completo con sólo hablar de ella.
- Pero dime, cuando la regresaste a la vida, ¿no te guardó algún tipo de
resentimiento por haber conquistado y aniquilado a su pueblo, en especial por
la Matanza de Mona y por las demás atrocidades que sufrió a manos de tu
gente?
- Quizá al principio, pero ella era una reina y una combatiente –Rómulo
posó su mano sobre el hombro de Max indicándole que continuaran el
recorrido–. Sabía que librábamos una guerra y en una contienda, muchacho,
ya sea entre naciones o entre personas, la mejor forma de vencer a tu
oponente es aniquilar su espíritu. Ergo: era esencial destruir Mona y mermar
el ánimo del adversario con atrocidades… en las guerras se forjan héroes y
monstruos por igual; en ocasiones, el surgimiento de uno obliga a la aparición
del otro, en otras, ambos se manifiestan en un mismo individuo. Ya cuando
supo la realidad sobre ella y sobre mí, entendió que estaba llamada a ser algo
mucho más grande. Desde entonces ha estado a mi lado, ha aprendido de mí
y me ha aconsejado, ha luchado junto a mí y ha gobernado conmigo y, más
que nada, me ha amado por dos milenios.
- La suya debe de ser la historia de amor más grande que haya conocido
el mundo –aseguró Max todavía extasiado por el episodio.
- La es, al menos para Boadicea y para mí. Ahora te cuento sobre la otra
loba alfa.
- Es cierto, mencionaste que hay dos lobas alfa, situación que se
contrapone a la monogamia de los lobos.
- Nunca dije que las dos fueran mi pareja –corrigió–. Fui claro al decirte
que Boadicea es mi única compañera y así será por siempre.
- Entonces, ¿cuál es el sentido de que exista otra loba alfa? A menos
claro… que hubiese otro lobo alfa.
- O que lo vaya a haber.
- Claro, también, pero… –Max titubeó–, perdón, ya no entendí.
- A finales del siglo XVIII de la era vulgar descubrí algo extraordinario
en la bóveda celeste. Algo que ni siquiera creía se pudiese dar: las estrellas
me dijeron que nacería un nuevo lobo alfa, uno que se equipararía a mí, y por
lo que entendí con el paso de los años, el nuevo lobo alfa no tendría un origen
como el mío sino como los demás hombres lobo, es decir, requeriría ser
transformado.
Max estaba sumergido en cada palabra que escuchaba; ya no creía que
fuese un loco que había escapado de un hospital psiquiátrico, de alguna
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manera el romano había logrado que, a pesar de las dudas que se mantenían
en él, cada frase fuese tomada con seriedad.
- Tiempo después, a finales del siglo XIX, observé en los astros algo que
ya había visto muchos siglos antes, cuando Boadicea fue concebida –Rómulo
prosiguió a sabiendas de que la edad y preparación del muchacho lo hacían
menos fácil de convencer, a la vez que lo habían ayudado a hacer las
preguntas adecuadas. Seguramente su inteligencia lo haría consciente de no
haber alcanzado la verdad esencial y, por ende, le permitiría ser receptivo a
nuevas realidades–. Así supe que nacería una nueva loba alfa y su llegada al
mundo me confirmó lo que las estrellas me habían mostrado un siglo antes: el
surgimiento de otro lobo alfa; de otra manera no habría razón para que
existiese una nueva lobo alfa.
- ¿Y ya nació?
Rómulo recorrió con la vista, de pies a cabeza, a un ansioso Max, luego
mostró una sonrisa con cierta carga de sorna y espetó:
– Está parado justo frente a mí.
Max quedó atónito. Dio un paso hacia atrás, como si pudiese alejarse de
la noticia recibida.
– ¡No… no puede ser! No sé cómo lo has logrado, me has atrapado en la
red de tus palabras pero no has podido convencerme y menos de esto. ¡Mi
ADN no tiene nada de extraordinario y serás tú quien tendrá que creerme!
Como humano no tengo nada especial, al contrario, he sido alguien que se
enferma con bastante regularidad. ¿Cómo podría ser entonces un hombre
lobo y en especial el que dices que soy?
- La mayoría de las personas se empeñan en demostrarle al mundo que
son extraordinarios, y pocos tienen éxito. Qué ironía, a ti podría pasarte lo
opuesto –comentó con esa frialdad que lo caracterizaba y de la cual tendría
que hacer uso a plenitud, sabía que era la mayor discusión que tendría que
afrontar con Max–. Y apostaría lo que sea a que tus enfermedades han sido
más recurrentes en fechas recientes.
- Pues de hecho sí… pero, ¿y qué con eso?
La noticia había golpeado a Max como una pedrada en plena sien. Una
incipiente taquicardia susurraba en su pecho, sudaba frío y sentía que el
oxígeno que capturaban sus pulmones no era suficiente para irrigar su
cerebro, era rehén de una gran angustia.
- Es precisamente por tu ADN, que no es el de un hombre lobo normal –
detalló. La mirada calma transmitía la serenidad que el pupilo requería–. Tus
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células saben que el momento del letargo está por finalizar y luchan contra el
organismo de humano.
- ¡No puede ser! Soy el tipo más ordinario del planeta.
Sin depositar la vista en algún punto en específico desesperado volteó a
todos lados, quizá buscaba la ayuda de alguien que le indicase a Rómulo que
había cometido un error al capturarlo; escudriñaba en el derredor a ver si la
presencia de algo le indicaba que era un sueño del que iba a despertar.
Al notar que Max hiperventilaba, Rómulo le sugirió que se
tranquilizara, que respirara hondo. Una vez logrado su objetivo, lo confrontó.
– Ahora el loco eres tú. ¡Busca en tu interior! Sabes bien que lo que te
digo es cierto. No es ajeno a tu entendimiento que cuentas con una
inteligencia sobresaliente. Eres una persona que no se ha adaptado a su
entorno, y no por falta de carisma, sino porque simple y sencillamente no
perteneces a esa sociedad –el fundador del Imperio Romano hizo una pausa
para permitir que las palabras penetraran el escudo que la mente de Max
sobreponía, con la misma paciencia que el viento y la lluvia perforan las
rocas–. Además, cada horóscopo, sin importar de qué cultura sea, te señala
como un hombre extraordinario. Naciste bendecido por los astros y estás
llamado a ser un individuo de asombroso poder, por lo menos equiparable al
mío y quizá hasta mayor. Es posible que seas tú el hombre lobo capaz de
engendrar y así concluir con esta etapa evolutiva de nuestra especie; y aunque
no fuese así, a lo menos serías quien me sucediera, y créeme muchacho, eso
no lo podría hacer ningún ser humano ordinario, ni siquiera un licántropo
común.
- Es que… no, me niego a creer lo que dices. ¿Qué importa si las
predicciones chinas, mayas o la que me quieras mencionar indican que soy
alguien especial? De hecho, nunca he creído en esas cosas, son para el tipo de
gente… que lee revistas… tú sabes…
Max recobró el aliento, y junto con él su sentido del humor. Desde niño
había aprendido a controlarse, a meditar y sobreponerse. Era el momento de
hacer uso de esas herramientas y solía comenzar con una sonrisa.
- No necesitas creer en algo para que sea cierto. Hace mil años muy pocos
pensaban que la Tierra fuese redonda y eso no afectó en nada el hecho de que
así era en realidad. La verdad que muchos esgrimen es sólo producto de la
parcialidad que les ha sido revelada. Las enseñanzas de las estrellas son
infinitas. No pienses en los horóscopos como medio para saber si el próximo
mes conocerás a una linda chica o si te ganarás un viaje a una isla exótica. No
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lo veían así los chinos, ni los mayas; es sólo el enfoque que le han dado esas
publicaciones que mencionaste, que sólo han degradado el verdadero sentido
de la Astrología, igual que ha pasado con las leyendas sobre nosotros.
- Perfecto, te creo lo de los horóscopos, y hasta podría aceptar lo de mi
organismo, que en cierta medida explicaría las enfermedades, aun así no me
siento alguien especial, al menos no tanto –agregó el muchacho con una
mueca que hacía cómica la última frase, que de otra forma hubiese parecido
carente de humildad–. Y menos alguien que tenga tanta fuerza como la que
supones.
- Muchacho, el universo te ha dotado de un poder inmenso que te niegas a
abrazar. A lo largo de tu existencia has demostrado liderazgo, así como gran
carisma, inteligencia y un corazón que aprecia caro la amistad. No tienes
nada de ordinario y lo sabes bien, así es que deja atrás la modestia y acepta
los hechos. Es tan cierto que eres quien te digo que eres, como lo es la Ley de
Gravedad que nos mantiene atraídos a la Tierra.
- Supongamos que te creo, aunque lo cierto es que no me has convencido
a pesar de tu grandilocuencia –Max no deseaba enfrascarse en una discusión
prolongada, pero se hallaba en verdad intrigado y era él quien no lograba
zanjar la cuestión– ¿Por eso me has traído, a mi ritual de iniciación?
- ¡Sí! Y también para tomarte como mi discípulo, entrenarte para
sucederme en el momento debido y, más que nada, para protegerte.
- ¿Protegerme? ¿De qué? ¿No dijiste que sería tan poderoso como tú?
¿Quién se atrevería a enfrentárseme?
- El más fuerte es vulnerable si no es precavido.
Rómulo explicó que, debido a la naturaleza sui generis de Max,
desconocía cómo sería su transformación, es decir, qué habilidades le serían
dadas y cuáles tendría que desarrollar; ya que a pesar de que él o cualquiera
pudiese pensar que la mayor fortaleza de su especie radicaba en que podían
vivir milenios y que era casi imposible matarlos o en que podían correr a una
velocidad superior a los ciento cincuenta kilómetros por hora o que eran
capaces de levantar media tonelada con mayor sencillez de la que un hombre
común levantaba cincuenta kilogramos o en lo letales que eran sus garras y
colmillos, y aun cuando todas esas capacidades las adquirían al momento de
ser convertidos, ningún hombre lobo había recibido por su mera mutación la
que era su mayor fortaleza, ni siquiera las lobas alfa.
Azorado, Max preguntó a cuál robustez se refería. El mítico hombre le
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contestó:
– La sabiduría, mi amigo. Si la memoria no me falla, en el libro que estás
leyendo, el personaje principal declara que hasta una inteligencia mediana
adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos. Perdona mi
falta de modestia si te digo que mi inteligencia no es mediana. Además, como
te lo he comentado, mis andanzas van mucho más allá de un par de siglos.
Max ni siquiera intentó responder, sabía que era una nimiedad. Si ese
hombre era quien clamaba ser, tendría que ser el más sabio que jamás hubiese
habitado el planeta. De seguro había llegado a niveles de conocimiento
insospechados para la humanidad; quizá, inclusive, él y su raza habían
alcanzado la verdad sobre cuestiones a las que grandes pensadores se habían
limitado a declarar como misterios. El joven no hizo amago de oponerse
cuando Rómulo agregó que si el hombre se había posicionado por encima de
otros animales, era obvio que había sido por sus habilidades intelectuales no
por las físicas. Max encontró cierta lógica cuando le dijo que los licántropos
poseían las mejores características de las dos especies que les daban origen, y
mucho más desarrolladas.
El joven quería descubrir más sobre el extraño sujeto, hurgar en esa gran
mina de conocimientos. Sin importar si la tesis medular fuera cierta o falsa,
Rómulo era un personaje fascinante y durante la breve
convivencia, encontraba deliciosa su compañía y conversación; pero había
algo que le intrigaba.
- No me has dicho todavía de quién debes protegerme.
- Es cierto, y como muchas de las cosas que te he comentado hoy, esta
tampoco tiene una sola respuesta; antes de dártela te diré la solución –
Rómulo percibió que el muchacho había bajado las defensas, si bien no
cantaba victoria, había allanado lo suficiente el camino para instruirlo y
seguir con el desarrollo de su tema–. Debes aprender a confiar en tus amigos,
en tu manada, y para ello te pido analices a los lobos. Si ellos no se reunieran
en grupo y cazaran juntos, no serían uno de los animales más perfectos para
matar, en su lugar tendrían que limitarse a comer conejos y otras especies
pequeñas, en cambio juntos dan cuenta de un animal que pese más de ocho
veces lo que ellos. El día que te encuentres en una batalla, aun cuando serás
capaz de acabar por ti mismo con una docena de hombres vampiro o más, si
eres atacado por una de las hordas de Aníbal o Ying Jien, entonces
descubrirás que las garras y colmillos de tu hermano de sangre, aquél que
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lucha a tu lado, son el bien más preciado que puedas llegar a poseer; los
amigos son como la sangre, cuando se está herido acuden sin que se les
llame. Y no sólo en el campo de batalla encuentras el valor de la amistad, sí
es el lugar en donde más la palpas, también cuando tienes que tomar una
decisión difícil, el consejo de un amigo es algo inapreciable.
- ¿Acaso alguien con toda tu sabiduría necesita consejos?
- El hombre que asegure saberlo todo es Dios o el más grande de los
estúpidos; por el contrario, me considero lo suficientemente sabio para
reconocer que requiero las recomendaciones de mis amigos.
El fundador de Roma detalló que contaba con un grupo de consejeros,
cuyo título preciso era el de senadores. Ellos eran de gran valía para el lobo
alfa y, junto con su mujer y cónsules, formaban el grupo más cercano a él.
Además escuchaba las palabras de su procónsul, pretores, embajadores,
rectores y las de cualquiera que desease acercársele. Reconoció haber
aprendido grandes lecciones del que se podría catalogar como el ser más
insignificante. Pensaba que toda criatura tiene algo que enseñarnos.
El muchacho sabía que debía callar y escuchar, pero su curiosidad no le
daba tregua, y le pidió a Rómulo le compartiera quiénes eran los que estaban
tan cerca de él.
El protector de Roma sonrió, durante el proceso para determinar que Max
era el indicado lo habían estudiado a fondo. Conocía su pasión por la Historia
y esa pregunta le presentaba una oportunidad inmejorable para atraerlo aún
más.
- Son personas que como simples humanos hubieran sido extraordinarios,
y que durante su trayecto como tales dejaron un gran legado para el mundo.
Por fortuna se han quedado conmigo más allá de su aparente vida, y sin
quienes hoy no estaría aquí.
Rómulo declaró tener siete senadores; no siempre habían sido ellos, otros
habían ocupado ese lugar y que por una u otra causa algunos ya no estaban a
su lado. Le mencionaría los nombres de los que en ese momento estaban con
él, lo haría en orden cronológico porque todos eran caros a su corazón.
- El primero es considerado uno de los más grandes filósofos que haya
existido y al que le debo, además de lo que me ha enseñado, haber instruido a
uno de mis cónsules, su nombre: Aristóteles. El segundo fue uno de los
personajes más importantes en la historia de mi imperio, sólo por él los
abogados no deberían tener la fama que se les imputa: Marco Tulio Cicerón.
El tercero también fue un espléndido romano que llegó a ser emperador, pero
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más que eso, desde su paso como humano fue un hombre que no permitió que
el poder lo cegara: Marco Aurelio Antonino. El cuarto fue un gobernante que
habitó del otro lado del mundo, un rey maya que desde su vida humana supo
alimentar el espíritu como pocos: Pakal Botan. El quinto es menos viejo que
los primeros, y a pesar de ello la sabiduría que posee es equiparable a la de
cualquiera de los mencionados; pocas mentes tan brillantes como la suya han
habitado este planeta, popularmente conocido por el pueblo en que nació,
Vinci: Leonardo di ser Piero. La sexta fue una protectora de las artes y una de
las pocas personas que ha renunciado al poder con el único fin de continuar
con el desarrollo de su consciencia: Cristina de Suecia, y el séptimo fue
hombre de Estado, que igual que Marco Aurelio nunca dejó que las
adulaciones o los cargos mermaran la calidad de su moral: Tomás Jefferson.
- ¿Todos esas extraordinarias personas de la Historia siguen con vida? –
cuestionó el joven, más maravillado que cuando escuchó las explicaciones de
Rómulo sobre sus orígenes.
De cada uno de los personajes Max había leído al menos una biografía,
algún escrito de ellos o, en su defecto, una buena cantidad de datos sobre sus
vidas en algún libro. No perdió tiempo para lanzar la siguiente pregunta:
quería saber también de los cónsules. El hijo del dios de la guerra había
acertado; el entusiasmo del chico crecía sin pudor, y él rió sin disimulo al
expresar:
- Veo que no es fácil saciar tu curiosidad. Tengo tres cónsules y por lo
que te comenté hace unos momentos ya habrás adivinado el nombre del
primero.
- Alejandro Magno –contestó sin pausa.
- Así es. Quien de hecho fue el encargado de traerte a mí o, como tú
dirías, de secuestrarte.
- ¿El hombre rubio que me trajo aquí es Alejandro Magno? Vaya que la
vida puede depararte sorpresas –expresó al tiempo que se pasaba una mano
por el cabello.
- Es increíble que después de lo que has escuchado todavía algo te pueda
desconcertar.
- Bueno, no a cualquiera lo secuestra Alejandro Magno.
- Cierto, y tampoco a cualquiera le dicen que es un hombre lobo y menos
de tu envergadura.
Max le dio la razón, pero no permitió que su interlocutor se olvidara de
los otros cónsules. Rómulo continuó con la estrategia de hacerle creer que
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prefería hablar de otras cosas, al final, simuló ceder a la avidez del invitado.
El orquestador del rapto de las Sabinas aseguró tener dos cónsules más.
Señaló que, como con los senadores, también otros habían ocupado esos
lugares; le mencionaría sólo a los que estaban vigentes en el momento.
Continuó saciando la sed de conocimiento del huésped. El segundo trató de
construir su reinado pretendiendo dominar lo que otrora fuese el Imperio
Romano y aunque no lo logró, se acercó al objetivo, su nombre: Carlomagno.
Del tercero ya se había hecho mención, fue también un general excepcional,
que azotó prácticamente sin tregua al gran Imperio Chino, y al conformar el
suyo logró el más grande en extensión que la Historia haya vivido: Temujin,
a quien su pueblo llamó, Genghis Khan.
- ¡Es increíble! Cualquiera de ellos, con los poderes que tiene y con un
ejército de hombres lobo podría conquistar toda la Tierra.
- Tienes razón, mi amigo, pero los tiempos de conquistas, al menos de la
forma en que antes las hacíamos, han quedado atrás. También nosotros
hemos evolucionado.
- La humanidad no tanto.
Max estaba convencido de que el desarrollo de los pueblos sólo los había
llevado a diseñar nuevas formas de opresión y conquista. De manera
hipócrita se prohibía y hasta condenaba la esclavitud, sin embargo las
condiciones de vida de millones y millones de obreros y campesinos
alrededor del mundo eran tan precarias como las de los siervos de cientos de
años atrás. Unas naciones invadían a otras bajo las mismas razones que en
siglos previos, disfrazándolas con argumentos que se ajustaran a justificantes
a conveniencia. En la actualidad había espectáculos tan sanguinarios o más de
los que se habían presenciado hacía dos milenios en el Circo Romano,
algunos clandestinos y otros no, con suficientes seguidores para hacerlos
negocios más que redituables.
- Tristemente, tienes razón.
- ¿Porqué lo dices en ese tono, acaso los compadeces; no son sólo presas,
parte de tu cadena alimenticia?
Rómulo contradijo al joven explicándole que, en primer lugar, la idea de
que fueran asesinos insaciables que salen por las noches a devorar hombres,
era uno más de los mitos del cine y las historias medievales. Los hombres
lobo, tanto como los lobos comunes y los hombres comunes, no se
alimentaban de una sola especie. Sí, eran sobre todo carnívoros, pero también
consumían otro tipo de alimentos, producto de su herencia humana. Le
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recordó que el día anterior ambos habían degustado mariscos y aceitunas.
Aceptó que si cazaban a un hombre se lo comerían, como lo haría un lobo,
ellos no eran tan desperdiciadores como la gente que se decía civilizada.
Agregó que no figuraba siquiera como base de su dieta; era más amplia,
incluía reses y corderos, de entre un surtido mayor.
- Como todo lo que me has dicho, dentro de lo ilógico que todavía me
resulta, suena bastante lógico.
- Porque es lógico y pronto verás que lo es, hasta que tú eres quien
afirmo.
De regreso al asunto, Rómulo manifestó que ellos, como el resto de los
animales y a diferencia de los humanos, habían aprendido a vivir en
equilibrio con las demás criaturas y no eran tan estúpidos como para aniquilar
a una especie que además podía servirles de sustento. Aceptó que más de una
vez había estado tentado a regresar a su pasado conquistador y exterminar a
los seres humanos, de seguro al resto del planeta le iría mejor sin ellos.
- También acabarías con los hombres lobo, por el vínculo que todavía
existe –agregó el muchacho sin deseo de corregir a Rómulo; compartía su
opinión, al menos en ese punto.
Rómulo le dio la razón y confesó que en esos momentos era lo primero
que pensaba y que lo había detenido, así como saber que si lo hiciera sería tan
imbécil como los humanos, quienes aun cuando no dependían de una
determinada especie para que continuasen sus nacimientos, no se daban
cuenta que también tenían un vínculo muy estrecho con el resto de su entorno
y con cada criatura que habitaba en él. Concluyó que habían decidido que
mientras no se inmiscuyeran en sus asuntos, ellos no se entrometerían en los
suyos; al menos por ahora, o si detectaran la intromisión de hombres vampiro
en los asuntos de los humanos.
- ¿Y eso ha sucedido?
- Sí, no es oportuno abordar la cuestión. No he acabado de explicar de
qué debo protegerte y, conociendo tu curiosidad, dudo mucho que estés
satisfecho.
Max sonrió no sólo por lo atinado de la observación, sino por empezar a
sentirse en un ambiente cómodo y agradable. A escasas horas de conocerse,
el hombre que tenía enfrente ya sabía más de él que muchas personas que lo
habían tratado por años.
- Usas mi debilidad para distraerme de otras dudas –declaró el muchacho
sin ocultar el ánimo que lo embargaba–; pero tienes razón, no hemos acabado
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el punto y creo que para ambos es importante.
- Me da gusto que sepas distinguir cuando alguien se quiere aprovechar
de tus flaquezas, de esa manera conviertes la debilidad en fortaleza. Vayamos
al tema y, de nuevo, empezaré por rebatir lo que te han enseñado sobre
nosotros el cine y ciertas historias.
Rómulo señaló que a Max, como a la mayoría, le habían hecho creer que
un hombre lobo se transformaba en contra de su voluntad con cada luna llena;
parte verdad, parte mito, como en otros aspectos relativos a ellos. Lo cierto
era que así les sucedía a los inexpertos. Le reiteró que los hombres lobo
tenían características de las dos especies de las cuales eran resultado. La
herencia humana les hacía capaces de dominar los instintos, y así como un
hombre podía controlar su deseo de comer en determinado momento o su
impulso de reproducción, así un licántropo aprendía a contener su necesidad
de mutar, evitarla cuando no lo deseara y hacerlo cuando lo requiriera.
Controlaban esos arrebatos y no permitían la conversión durante una luna
llena e inclusive dejaban de hacerlo por un periodo prolongado, y de la
misma manera se convertían si les placía, así fuese en plena luz del día y, más
aún, podía lograr transformaciones parciales.
- ¿Cómo es eso?
Sin aceptar que Rómulo estuviera hablando con la verdad, Max de
cualquier manera agradecía que no fuese como en la mayoría de las películas,
en las que los transformados eran dejados a su suerte y tenían que descubrir
por sí mismos las nuevas cualidades.
- Puedes recurrir únicamente a tus garras o colmillos, sin necesidad de
realizar una mutación completa de tu cuerpo.
Creyéndose muy hábil, el joven indagó si se lo podría mostrar.
Aparentaba ser una pregunta inocente que Rómulo identificó como suspicacia
de Max. El romano le señaló, parco, lo fácil que hubiese sido convencerlo de
sus orígenes si, desde un principio, se hubiese transformado frente a él. Max
sólo atinó a asentir, dejando que el otro continuara.
- Debemos seguir por este camino. Que tu transformación sea perfecta
depende de que llegues a la ceremonia sin haber visto para poder creer. Tu
corazón debe estar convencido de lo que sucederá sin ninguna prueba física;
así el ritual será puro.
Agregó que, debido a su calidad de lobo alfa, él no tuvo que pasar por
ningún periodo de aprendizaje como el resto de los hombres lobo, y aunque
Max también sería un lobo alfa, era evidente que no eran idénticos, por lo que
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reiteró desconocer qué facultades serían inherentes a su transformación y
cuáles debería adquirir. De lo que no le cabía duda alguna, era que sería un
hombre lobo extraordinario, pero que si al momento de su mutación no sabía
dominar todo el poder y permitía que la bestia sometiese a la razón, sería
sumamente complejo controlarlo y si por alguna razón se fugara, era probable
que cayera en manos poco amigables.
Max indagó, otra vez, si un hombre lobo tenía la capacidad de dominarse
cuando estaba convertido. El romano contestó que sí, por supuesto. No sólo
eran licántropos porque transitaban de la apariencia de un hombre a la de una
figura con aspectos similares a un lobo. Eran hombres lobo porque poseían
características de ambas especies y preservaban ambas todo el tiempo.
Puntualizó que, ahí mismo, Max lo veía como a un simple hombre, sin
embargo su fuerza era muy superior a la de un ser humano, aunque no
estuviesen presentes sus garras y colmillos. De igual manera, ya
transformado, la inteligencia y la voluntad permanecían; podía razonar y
discernir entre a quién atacar y a quién no.
El sol concluía su recorrido por esa región del mundo, bañaba los viñedos
con luces doradas y rojizas que hacían parecer como si las uvas ardiesen por
dentro y como si la tierra que formaba los caminos fuera en realidad oro en
polvo. Por el sendero que caminaban apareció uno de los hombres que llevara
a Max a aquel lugar, el de ojos azules que lo encañonó; sujeto alto y cuyos
muslos eran del grosor de la cadera de un tipo promedio. Cuando ya estuvo
cerca, saludó a su líder de la misma manera que Marketa y Naïma se habían
despedido de él, es decir, golpeando su pecho y levantando la mano, para
luego anunciar:
- Rómulo, hay asuntos que reclaman tu presencia.
- Gracias, Paolo. Ustedes dos ya se conocieron, aunque en circunstancias
poco agradables, permítanme hacer las presentaciones de forma correcta.
Max, él es Paolo, un hombre lobo magnífico, no sólo por la gran fuerza que
posee sino por la belleza de su alma. Paolo ha sido el prefecto de mi Guardia
Pretoriana desde hace un par de siglos y a partir de ahora estará a tu lado para
protegerte como lo ha hecho conmigo.
El custodio no daba crédito a lo que escuchaba y sin controlarse cayó de
rodillas ante Rómulo. Eso sí, se cuidó de hablar en una lengua que el recién
llegado no podría haber escuchado antes.
– Romulou, didura'tei bör quet faperu'megi qupa trej quet peonna'tei-megi uman ean autem

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ferzö ekha deüves uman ean quet unis fiom cumprosa'señ eani lakopi commdoma’señ pre suo pad.
Sé que hago mal al formular este cuestionamiento y sin imaginar siquiera
contravenir tus deseos, me pregunto si te he fallado en algo, mi maestro.
El mítico romano siguió la corriente a Paolo, respondiéndole en el mismo
idioma, aunque intuía que ello no tendría los efectos esperados por el líder de
su guardia.
- ¡Levántate, Paolo! ¡No soy un dios para que me adores! Siempre te
estaré agradecido por las no pocas veces que has puesto en peligro tu vida
para salvaguardar la mía, y sé que tu lealtad sólo es equiparable con la que
Penélope tuvo para con Ulises mientras lo aguardaba en Ítaca. Es por eso que
hoy te doy una nueva encomienda: divide la Guardia Pretoriana, toma uno de
los manipulios que la conforma y constituye con él esta nueva Guardia
Pretoriana. El otro manipulio se mantendrá con Boadicea y conmigo. Hemos
pensado que Doniov sería el adecuado para estar al frente de esta última,
¿estás de acuerdo?
Paolo asintió sin comprender el motivo de la decisión de su patriarca.
Percatándose de ello, Rómulo continuó.
- Fuera del Gran Consejo eres el primero en saber que Max, quien en
breve será iniciado, se convertirá en un duploukden-aw prifûno, como yo. Será él
quien en un futuro me suceda.
- ¿Cómo alguien puede sucederte a ti, mi señor? ¿Qué necesidad puede
haber en ello? Perdona mi insolencia pero lo que dices escapa a mi
entendimiento.
- Porque Max ha nacido con ese poder. Ha sido agraciado por los astros y
será ratificado por mí dentro de algunos días en su ceremonia de iniciación.
Por el momento es todo lo que requieres saber.
- Siendo así, y porque es la voluntad de mi maestro, a quien debo lo que
soy y seré –dijo el líder de la Guardia Pretoriana, abandonando el uso de la
lengua de los hombres lobo para que el muchacho le entendiese–, es un honor
estar a tu lado y con gusto daré cada gota de mi sangre para protegerte.
- Espero que eso no sea necesario. Además, aunque Rómulo ha dedicado
bastante tiempo en compartirme su pensar, honestamente tengo mis dudas
sobre…
- ¡Paolo, adelántate! –interrumpió el descendiente de Eneas con voz
enérgica–. Tengo que hablar algo con Max, en un momento te alcanzamos.
En cuanto el prefecto estuvo a buena distancia de ellos, Rómulo volteó
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hacia el muchacho, y sin ocultar su molestia, le espetó:
- ¡Una cosa es que acepte que todavía no estés convencido; otra muy
distinta es que consienta que manifiestes tal divergencia con otros!
- Te pido me disculpes, Rómulo. Creí que Paolo…
- ¡Paolo es de mi entera confianza! –interrumpió el prístino romano. Su
rostro estaba acorde con su enojo, que de seguro no era nada más originado
por el desafortunado comentario de Max, sino por tener que reprenderlo–.
Espero en breve lo sea de la tuya también; sin embargo, no por eso tiene que
enterarse de mis asuntos y, más importante, cuando difieras conmigo en
algún tema, es preciso que quede entre nosotros dos, a nadie más debes
externárselo. Cuida bien a quien le compartes tus pensamientos. Paolo tiene
mi confianza, pero, ¿tan pronto se ha ganado la tuya?
- La verdad, no sé qué decir –reconoció Max cariacontecido.
- ¡Entonces, mantente callado! –sentenció el primer hombre lobo con
firmeza–. La sabiduría deviene de escuchar; de hablar, el arrepentimiento.
- Sí, te pido perdón nuevamente.
- No es necesario que te disculpes, mucho menos dos veces –manifestó
Rómulo ya en un tono por completo distinto–. Max, eres un hombre
inteligente, pero debes aprender muchas cosas. Vas a rodearte y enfrentarte a
seres que tienen siglos, algunos, milenios de vida y de experiencia
acumulada. Este es el momento para errar; más adelante tus yerros pueden ser
fatales, tanto para ti como para el resto de nosotros.
El joven movió la cabeza en señal de aceptación; era una de las pocas
veces en su vida que recibía un regaño y no se enojaba. Era probable que
fuera, también, una de las pocas ocasiones en que reconocía que quien se lo
daba era en verdad superior a él. El semblante de Rómulo recobró su
afabilidad e invitó a su posible sucesor a emprender el camino de regreso.
Max, asegurándose de cambiar la conversación, indagó:
- ¿En qué lengua te habló Paolo?
- En vestal. Es nuestro idioma y por cierto, no llamamos a los de nuestra
especie hombres lobo sino duploukden-awi; aunque thropkeni sería una traducción
más exacta, ese término sólo lo empleamos para referirnos a unos proscritos.
Algo me dice que no necesito traducirte lo que se dijo, ¿verdad?
- No. Nunca lo había escuchado, y por más extraño que parezca, entendí
cada palabra.
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Rómulo permaneció en silencio, se limitó a dibujar una pequeña sonrisa
en su rostro y a retomar el camino que los conducía a donde los esperaba el
pretoriano.

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Capítulo V. La ira de Aníbal

En el mismo momento en que Max recorría el viñedo en compañía de


Rómulo, al otro lado del Mediterráneo, exactamente en la costa de Túnez, un
hombre entraba apresurado a un palacio, que, a juzgar por su arquitectura,
asemejaba a un fuerte de antaño. Levantado sobre una colina, poseía una
excelente vista tanto de la ciudad como del puerto; nada estropeaba el reflejo
del sol sobre la piedra amarilla de la construcción, detalle que la hacía ver
aún más asombrosa. En las almenas, varios hombres montaban guardia.
El piso del corredor del ingreso era de mármol negro. Las paredes
internas, del mismo recubrimiento que la fachada. En un costado había un
altar con inscripciones en lo que un filólogo hubiese clasificado como
cartaginés antiguo; la iconografía era similar pero el idioma era distinto. Bajo
el ara oraban dos hombres y dos mujeres.
El sujeto que había llegado era de complexión delgada, iba ataviado con
una especie de jubón modernizado; el aspecto era impecable, no parecía ni
levemente acalorarlo a pesar del intenso sol. Su cabello largo y rubio lo
llevaba recogido con un moño de seda roja que hacía juego con el resto del
traje. El rostro era tan bello que bien hubiera servido de modelo para una
escultura de Adonis o Narciso. La forma de vestir, de caminar y hasta de
gesticular denotaban altanería. De su cuello colgaba un ankh de oro que ante
la prisa de sus andar había quedado al descubierto. El trémulo personaje se
dirigió a los sujetos que estaban ahí sin importarle sus rezos.
- ¿Dónde está? ¡Es urgente que hable con él cuanto antes!
- En su habitación. Ordenó no ser molestado –contestó uno de rasgos
árabes, cabello obscuro y barba cerrada; quien, indignado por la interrupción,
lo detuvo con brusquedad, interponiéndose en su camino y poniéndole la
mano en el pecho.
- ¿Acaso has olvidado tu posición jerárquica y, más importante, la mía?
Créeme que si se entera que no me permitiste presentarle estas noticias, su ira
será tan grande que te arrancará la cabeza con sus manos y yo estaré presente
para escupir sobre lo que quede de ti –pronosticó en tono amenazador el
rubio, quitándoselo del paso.
- Entra entonces. Quiero ver qué testa es la que abandona su sitio natural.
- Si mi padre decide recompensarme por la información que debo
presentarle –agregó agitado por la premura de las nuevas que traía–, le pediré
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tus colmillos para suplir mi viejo abrecartas.
Ya no esperó la respuesta, subió corriendo las escaleras, acordes al estilo
de la construcción, adornadas por batiks colgados en los muros. Perdió
minutos valiosos en una discusión estéril; había que apurarse para cumplir el
propósito que lo llevó hasta ese lugar. Una vez arriba, se dirigió con la
rapidez sobrehumana a la habitación del fondo y golpeó tres veces la puerta.
- ¿Mirew tazuwa'da qanteru? –baladró una voz ronca desde adentro.
- Soy Felipe, mi señor –respondió–. Sé que no deseas ser molestado,
traigo noticias de suma importancia.
- Por tu bien espero que así sea –subrayó en tono admonitorio.
Instantes después abría la puerta un hombre moreno entrado en los
cuarentas y que, igual que el otro, portaba un ankh de oro. De rostro duro,
abundante barba negra, igual que su cabello, que le llegaba abajo de los
hombros, vestía una especie de camisón de algodón blanco, que mal
disimulaban unos grandes pectorales y unos brazos capaces de partir a un
toro por la mitad.
Atrás del sujeto que franqueó la entrada se apreciaba una espaciosa
estancia, diseñada por completo en mármol níveo, rematada en los lados con
arcos con flores estucadas, cuyo techo tenía un trompe l’oeil arabesco. En
uno de los muros, el cuadro «Aníbal jura odio eterno a los romanos», de
Giambattista Pittoni se llevaba el protagonismo.
- Philippe le Bel –mencionó para sí mismo el hombre que abrió la puerta–.
Espero que en esta ocasión hayas sido más sensato para escoger el momento
de hablarme que cuando decidiste mandar a la hoguera al Gran Maestre de
los Templarios; en ese entonces eras rey de Francia y podías cubrir tus
errores con mayor facilidad.
- Ha pasado ya un milenio y me lo sigues restregando en la cara a la
primera oportunidad, Aníbal –apuntó Felipe IV sin ocultar su molestia.
- Sabes que me divierte recordarle a los demás sus estupideces –observó
de forma por demás sarcástica.
- Y ésta puede traerte peores consecuencias –añadió una hermosa mujer
de cabellos obscuros, que yacía en un lecho cubierto por una colcha de seda
roja, con elefantes y palmeras bordados en hilo de oro. Ella, como Aníbal y
Felipe, también portaba un ankh de oro como pendiente.
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- Las tendría si reservo para mí lo que me han informado, Cleopatra –
siseó disgustado quien también portó la corona de Navarra.
- ¡Pues habla ya! –ordenó Aníbal exasperado–, antes de que saque
conclusiones que me lleven a olvidar tus años de servicio.
- Han llegado reportes de nuestros informantes.
- ¿Cómo sabes eso? –inquirió la antigua faraona con escepticismo–, el
Servicio Secreto no está bajo tu mando.
- Estoy consciente de ello, Cleopatra –murmuró entre dientes Felipe el
Hermoso, bajando la mirada para ocultar la rabia que le carcomía–. La noticia
cayó en mis manos; quizá sea un indicativo de que…
Aníbal levantó la mano haciendo callar a su consejero. No estaba para
escuchar los reclamos de uno de los últimos reyes de la dinastía de los
Capeto. El problema para Felipe es que, al parecer, nunca era oportuno.
- ¿Qué es lo que dicen? –indagó impaciente el orgullo de Cartago.
- En los últimos días han arribado un buen número de hombres lobo a
Europa, en particular a Italia.
- ¿De cuál de los bandos? –cuestionó el poderoso patriarca.
- Al parecer del de Rómulo… todavía no podría asegurártelo.
Aníbal se pasó la mano derecha por la cabellera; mostraba preocupación
ante lo que escuchaba. Cleopatra se levantó de la cama y cubrió su desnudez
con una bata de seda dorada, que más que ocultar enmarcaba la perfección de
líneas, los pechos firmes coronados por pezones todavía erectos, unas piernas
exquisitas y un abdomen plano. Los ojos resaltados con delineador, sus labios
pintados de color carmesí completaban una imagen delirantemente
apetecible. Sin pudor se unió a los que conversaban.
- ¿Esta operación de espionaje, como quiera que se haya dado, la has
coordinado con alguien más o has trabajado por tu cuenta? –interrogó Aníbal.
- No, mi señor. Ha sido llevado a cabo en conjunto entre Hermann y yo.
Los hombres que tiene apostados en ese continente se dieron cuenta, y la
labor desempañada ha sido tan efectiva que anoche cayó un soldado en
manos de una de las patrullas. Hermann mismo fue a atender el asunto y
decidimos que fuera yo quien te trajera la noticia. Creímos pertinente la
conocieras a la mayor brevedad.
- No me gusta que unos hagan las tareas que les corresponden a otros;
atenta contra el orden –reprendió ya sin dureza–. No obstante, reconozco que
lo que tú y Hermann han hecho nos es de gran utilidad…; al parecer, el paso
de los años ha iluminado tu juicio.
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- Si el único y verdadero hijo de perra reúne a su manada debe de ser por
una buena razón –manifestó Cleopatra con desdén–. Dudo mucho que el
maldito romano realice una maniobra así sólo para celebrar una reunión
familiar.
- Antes de actuar debemos conocer bien cuáles son sus planes –aseveró
Aníbal mientras se mesaba las barbas con impaciencia–. Podría ser una mera
estratagema. Durante mi existencia ese infeliz ha sido mi mayor dolor de
cabeza; en varias ocasiones he tenido la victoria en mis manos, pero de
alguna forma se las arregla para componer las cosas y salvar el pellejo, y
hasta derrotarme. Lo ha hecho siempre y siempre lo he odiado por eso.
Aníbal comenzó a caminar a lo largo del cuarto, discurría como si se
encontrara ante un gran auditorio.
» Desde mi juventud juré, sobre la tumba de mi padre, el gran Amílcar,
que no descansaría hasta acabar con los romanos. Así inicié una empresa que
ninguno se hubiese atrevido siquiera a soñar: me adentré en territorio italiano,
conquisté tanta ciudad como encontré y acabé con cuanto ejército osó
enfrentárseme. Exterminaba a sus legiones con más rapidez de la que
requerían para reunirlas. Llegué a las afueras de Roma, tras cruzar los
Pirineos y los Alpes con tropas transportadas por elefantes, y la urbe corrupta
habría sido destruida en su totalidad si sólo hubiese enfrentado a las legiones
romanas. Los historiadores siguen sin explicarse por qué no di ahí el golpe
final. Creen que fue porque no recibí refuerzos ni de Cartago ni de Hispania;
han llegado a pensar que comprendí que la empresa era imposible.
A pesar de que Cleopatra y Felipe IV conocían a la perfección la historia,
ni por asomo se les ocurrió interrumpirlo. Hubiera sido una gran tontería,
pocas cosas despertaban en Aníbal tanta pasión y rabia como relatar la
invasión a Roma y justificarse por su ulterior derrota.
» La humanidad desconoce que una vez a las afueras de Roma, mientras
aguardaba el momento preciso para atacar y buscaba la mayor debilidad de la
ciudad amurallada, mis valientes guerreros ya no lucharon contra legionarios,
¡sino contra hombres lobo! Sin ninguna oportunidad de éxito y a pesar de la
precisión de la caballería nubia, del arrojo de los celtas y del valor de los
cartagineses, por más flechas que los alcanzaran o estocadas que los
atravesaran, aquellos seres, emergidos del inframundo, seguían en pie,
peleaban y le arrebataban la vida a cualquiera que se atreviese a permanecer
en el maldito lugar.
» Nos vimos obligados a huir. Y así, ya con mi ejército mermado, el
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mayor bastardo se divirtió con que Escipión culminara la labor que sus
infernales sabuesos habían iniciado; ya no tenía que mandar a sus hordas de
licántropos por nosotros, sabía bien que los hombres de Escipión terminarían
con el trabajo. Y ahí cometió la mayor estupidez de su vida; si yo sucumbía
entre las garras de uno de ellos, seguramente habría muerto por siempre y
quizá nunca hubiese existido nuestra especie.
Felipe y Cleopatra sabían que en eso se equivocaba. En aquel entonces
Ying Jien, también conocido como Qin Shi Huangdi, ya había nacido y
muerto, y a pesar de que cada uno se proclamaba como el primer hombre
vampiro, era algo que nadie había determinado, y seguro nunca se haría.
Ambos lo habían logrado en el mismo año, quizá al mismo tiempo y, más
importante, sin la necesidad del otro, igual que los líderes de las otras tres
razas.
» Por su ego y su deseo de humillarme se empeñó en que el gran Aníbal
cayera ante un simple mortal, y los hechos lo condujeron a crear a su
némesis. Sí, Escipión me venció en Zama y, algunos años después al creerme
derrotado, preferí la muerte antes que caer en las manos del tirano, por eso
ingerí veneno y logré la mayor de mis victorias. ¡Antes de suicidarme juré a
mis ancestros y a los Baals: a Tanit, a Eschmún y al mismo Moloch, el
devorador de niños, que si se me permitían una oportunidad más, dedicaría
cada segundo de mi existencia en acabar con los romanos y con los seres
malditos que los protegían! Regresé con un poder nunca antes visto, con la
fuerza suficiente para enfrentarme a los cerberos de Roma y hacerlos pagar
por las invasiones, por cada hombre al que despojaron de sus tierras, por cada
mujer que violaron, por cada niño que convirtieron en esclavo, por cada rey o
general al que vejaron, como a mi padre, y por el aniquilamiento de mis
hermanos. Después de mí nacieron otros con características similares a las
mías, dentro de los que estuvieron ustedes. Así se originó la Yinshuss Oleitum.
- El desgraciado tiene que pagar por lo que ha hecho –profirió Cleopatra,
haciéndose de la palabra alentada por la narración de su pareja.
» La mayoría ve a los romanos como un pueblo glorioso, al que todos han
admirado y querido imitar… ¡Están equivocados! Hubimos quienes peleamos
contra ellos, quienes nos resistimos a caer bajo su yugo, los que no
necesitábamos de su civilización porque ya poseíamos una, incluso mejor.
Por más de un milenio los desgraciados sometieron a infinidad de pueblos,
acabaron con esplendorosos imperios, como el de mi magnífico cónyuge y el
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mío; el que mis ancestros erigieron miles de años antes de que Rómulo
naciera.
» Reconozco que por un tiempo me creí impotente ante ellos; cambié de
parecer cuando llegó a mi vida Aníbal, mi Abato y esposo, que ha permanecido
a mi lado desde antes de convertirme. Gracias a sus consejos desarrollamos
una estrategia para derrotar al mutuo rival; a través de mis conquistas con
Julio César y Marco Antonio. La treta había sido tan sutil, que pensamos que
el perro romano no había olfateado la intromisión. Todo iba bien hasta que
entró en escena el despreciable Octavio, que se encargó de derrumbar
nuestros planes. ¡Cómo hubiese disfrutado ser yo la que pusiera fin a los días
de ese infeliz con mis propios colmillos! Acepto que cometimos un pequeño
pero gravísimo error: optamos por Julio César y luego por Marco Antonio y
nunca le dimos la importancia debida a Octavio, y fue él quien acabó con la
gloria de Egipto, y que incluso pretendió llevarme como un trofeo más en su
regreso a Roma.
- Precisamente por eso no debemos errar en esta ocasión –agregó Aníbal
aproximándose a su esposa, tomándola por el talle para besarle con ternura el
cabello y luego el cuello–. Debemos conocer con detalle sus planes antes de
actuar. Estar seguros de que esta vez no tendrá un as bajo la manga, con el
que vuelque la situación a su favor cuando creamos tenerlo dominado. En tal
caso preferiría no actuar; negarle la satisfacción de vencerme de nuevo.
- ¡No podemos permanecer estáticos, Aníbal! –opinó Felipe angustiado
con la sola mención de la posible inactividad–. El despliegue de fuerzas no
obedece a algo intrascendente ni casual. Cuando el viejo lobo reúne a su
manada obedece a un propósito y más aún en las proporciones que al parecer
lo está haciendo.
- Y nadie dice que así será –sentenció Aníbal molesto ante el
protagonismo del consejero–. Sólo enfatizo que es necesario analizar la
situación a la perfección antes de mostrarnos al enemigo.
No terminaba la frase cuando se escucharon tres golpes en la puerta, sin
esperar respuesta ingresó un hombre de gran estatura, de figura corpulenta,
ataviado con una camisa de seda negra y pantalones de mezclilla. Sus manos
eran tan grandes que si tomara entre ellas un cráneo lo haría pedazos sin
esfuerzo; caucásico, con una barba que empezaba sombrearle el mentón a
pesar de ser notoria la afeitada matutina.
- Hermann, te estábamos esperando –expresó Aníbal con entusiasmo.
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- Perdón si los he hecho esperar –declaró a quien los romanos llamaron
Arminio–. Créanme que la razón que me ha detenido bien valió la pena.
- Felipe nos ha comentado que capturaron a un soldado enemigo. Dime a
quién sirve.
- A Rómulo, Aníbal – contestó con rapidez el teutón–. Es sólo un
humano, pero algunos datos le lograremos arrancar. Tan pronto me lo
entregaron lo he traído conmigo para hacerlo confesar en tu presencia y no
hacerte esperar más.
- Has hecho bien, mi amigo. ¿Dónde está el gusano?
- Ordené que lo encerraran en las mazmorras.
Sin decir más, los cuatro bajaron las escaleras principales y llegaron al
pasillo por el que había entrado Felipe. Ahí permanecían tres de los guardas,
incluso aquél con el que había tenido el altercado. Los demás pasaron de
largo, sólo el responsable de llevar el papado a Avignon no se contuvo y le
dedicó una sarcástica sonrisa de satisfacción con la que dejó entrever sus
colmillos. El custodio sabía que su destino estaba sellado.
Cruzaron el corredor que los condujo a un patio interior. Al llegar al final
ingresaron en un pequeño y obscuro vestíbulo que albergaba nada más que
peldaños que conducían a un nivel inferior, en donde se ubicaba un entrada
de madera coronada con una ojiva, incapaz de contener el penetrante olor a
humedad y a podredumbre.
Aníbal, quien iba adelante, dio un golpe a la puerta, la abrió una de las
mujeres que estaba apostada en el ingreso de la finca, y la que se había
encargado de llevar al prisionero a su celda. La vampiresa inclinó la cabeza, a
manera de reverencia, al iniciador de la Segunda Guerra Púnica; cualquiera lo
hubiese hecho, su sola presencia hacía que cada hueso se inmovilizara y que
la sangre dejara de correr.
Las mazmorras estaban casi en penumbras, iluminadas sólo por un par de
antorchas empotradas, carecían de ventilación, lo que hacía que el ambiente
fuese sofocante; en el piso el moho se confundía con manchas de sangre,
sobre las que corrían algunas ratas.
- ¿En qué calabozo está? –inquirió Aníbal, dirigiéndose a la guarda.
- En el tercero del lado derecho, mi señor –contestó la mujer sin levantar
la mirada indicando la dirección con su mano izquierda.
Los cuatro sujetos se dirigieron enseguida a la celda donde se hallaba un
hombre encadenado por las manos a uno de los muros. Era un joven que
apenas se encontraba en sus veintes, de cabello largo y negro. Estaba
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descalzo y con el torso desnudo. Mostraba varias heridas, al parecer
provocadas por las garras de alguna bestia. Al verlo, Aníbal volteó hacia
Hermann y comentó:
- Dijiste que no lo habían torturado.
- Así es, Aníbal. No quisimos perder más tiempo.
- ¿Y esas lesiones? No me digas que así lo encontraron.
- Ah, eso. Unas las sufrió durante su captura, y otras a causa de un poco
de diversión en el traslado; pero no lo hemos interrogado –declaró el
germano con cinismo.
- ¡Quítale las esposas! –ordenó el patriarca.
Se asomó la mujer y preguntó:
- ¿Desea mi señor que prepare el potro o quizá que ponga a hervir aceite?
- No será necesario, cuento con mejores instrumentos. ¡Ahora retírate y
que nadie más entre! A menos que aparecieran mis otros generales o
ministros.
- Lo que usted mande, mi señor.
Al escuchar el cerrar de la puerta, Aníbal se dirigió al sujeto preso y con
una voz temible le cuestionó:
- ¿Sabes quién soy?
- No, monseñor –contestó el hombre de manera entrecortada–.
Honestamente lo desconozco y quizá sería mejor para mí permanecer en este
estado.
El más célebre de los Bárquidas río con sorna y le dijo:
- No te ayudaría en nada, tonto iluso; dependiendo de la información que
me des puedo ser tu guía al cielo o al infierno. A mí me da igual. Sólo exijo
que no me hagas perder el tiempo.
- Por supuesto, monseñor, le diré lo que usted desee –articuló tembloroso,
sin preocuparse por ocultar el terror que lo cubría.
- Muy bien. ¿Cuál es tu nombre?
- Gil, monseñor.
- ¿Y para quién trabajas?
- Para un jefe de la mafia siciliana.
Aníbal, que se encontraba en cuclillas para estar a la altura a la que se
hallaba Gil, volteó a mirar su mano derecha. La uña del dedo índice comenzó
a crecer, formando una especie de daga de unos siete centímetros que enterró
por debajo de la uña del dedo gordo del pie derecho de Gil, lo que le produjo
un profundo dolor que se reflejó en un ahogado grito. Segundos más tarde,
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con un movimiento brusco, el padre de la Raza de la Eternidad desprendió la
uña; así reavivó el sufrimiento. Con absoluta tranquilidad le recordó:
- Lo único que te demandé fue que no me hicieras desperdiciar minutos.
Con lágrimas en los ojos, Gil volteó a su alrededor, detuvo la mirada en
cada uno de los demás captores, como suplicándoles ayuda. Ninguno dio
muestra de la mínima misericordia.
Aníbal lo notó y comentó con una fuerte dosis de sarcasmo:
- ¿Crees que alguien aquí te ayudaría? Ruega a tus dioses porque no
acabes con mi paciencia y le encargue el interrogatorio a alguno de ellos; sus
métodos son, digamos, menos piadosos que los míos. Y ahora, ¡contesta a mi
pregunta!
- Muy bien. Soy un soldado de la segunda centuria, del tercer manipulio,
de la primera cohorte, de la Legión de Reserva, comandada por la Procónsul
Artemisia –confesó Gil apresurado, transido por el dolor, pero sin omitir dato
alguno.
- Me habías dicho parte de verdad; esa desgraciada en realidad es una
mafiosa. No es de Sicilia sino de Halicarnaso; además es mujer, a pesar de
que Jerjes haya insinuado lo contrario. Considero justo lo que te hice.
- Miente, Aníbal –apuntó Hermann–. Fue capturado en compañía de
Yoritomo.
Aníbal volteó hacia Felipe y le ordenó que trajera unos hierros
incandescentes.
Gil confirmó con gran angustia:
- Pero, monseñor, es cierto lo que le he dicho. Sirvo en las reservas; sólo
ahí tenemos cabida los humanos. ¿Qué ganaría yo con decirle que mi jefe es
uno u otro?
- Desinformarme –expresó el cartaginés–. Y no es del todo veraz lo que
dices. Los perros, tanto como nosotros, también usan a los humanos como
espías, y eso es lo que tú podrías ser.
Felipe se había detenido al escuchar la aclaración de Gil. Al notarlo
Aníbal le replicó que atendiera su mandato; el antiguo rey francés se apresuró
a ir por el encargo.
- Monseñor, le juro que no miento –recalcó Gil con pavor.
- La primera vez que me engañes, será culpa tuya. La segunda será culpa
mía; aunque creo que en esta ocasión sí hablas con sinceridad. Ah, y no debes
preocuparte por esos hierros, no son para torturarte sino para cauterizar tus
heridas.
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- Le juro que no le volveré a mentir, monseñor.
- Eso lo decidiré yo. Ahora dime, si no trabajas para Yoritomo, ¿qué
hacías con él?
- Recibía un informe de su parte.
- ¡Te dije que no me hicieras perder el tiempo! –reclamó el vencedor de la
batalla de Cannas, y a la par de su enojo crecían las uñas de su mano derecha,
salvo la del pulgar.
Gil lo notó con un escalofrío que le sacudió el aterrorizado cuerpo.
- Pero mi señor, le juro que es cierto –sollozó despavorido.
- Y te creo, sólo que dudo que Yoritomo esté obligado a reportarte nada,
y aun así no me has dicho que fue lo que te compartió, ni qué tenías que
hacer con la información; verme obligado a preguntarte poco a poco nos
conduce a que me hagas malgastar horas, y ya te he dicho que no me gusta.
- Está bien, le diré todo, ya no contestaré en partes.
- Lo sé –expresó Aníbal al momento en el que clavaba sus garras en las
uñas restantes del pie de Gil, e igual que con la primera, las arrancó de tajo.
El dolor era insoportable. Mientras sus dedos sangraban, se preguntaba
obnubilado por el sufrimiento, a punto del desmayo, cómo era posible que
hubiese acabado ahí, él que trabajaba para una mujer ante la cual reyes y
presidentes se inclinaban por igual.
- Muy bien Gil, espero que podamos proseguir con la plática y que no me
hagas entretenerme de más. Mira que mi imaginación es grande y hay
muchas porciones de tu cuerpo disponibles para mi creatividad.
- No, monseñor, quiero cooperar con usted, serle de la mayor utilidad
posible –barruntó entre sollozos.
- No lo dudo. Ahora dime, ¿qué te informó Yoritomo y en general cuál
era tu misión?
- Que su cohorte completa estaba ya en Florencia y que el resto de la
legión del cónsul Carlomagno llegaría a esa ciudad en el transcurso del día de
hoy, monseñor. Mi misión era llevar esa información al pretor Escipión.
- ¡Al maldito de Escipión! No importa qué empresa realice, siempre tiene
que aparecer él. ¿Y en dónde tenías que reunirte con el sabueso?
- En Roma, monseñor. Es ahí donde se encuentra el pretor Escipión.
- ¿Y cuál es el propósito de tal despliegue del ejército de Rómulo?
- ¿De quién? –preguntó Gil confundido.
- ¡No juegues conmigo, insecto! –gritó Aníbal golpeando con uno de sus
puños la rodilla izquierda de la víctima, fracturándosela–. De Rómulo, repito,
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su líder máximo.
Entre quejidos y lloriqueos, Gil hipó:
- Rómulo es sólo una leyenda que usan para arengarnos. Dicen que fue el
padre de todos los hombres lobo, pero hace muchos siglos que pereció. En lo
personal yo ni siquiera creo que haya existido.
- ¡Este imbécil que capturaron no sirve para nada! –gruñó el Abato Yinshuss
Oleitum a sus subordinados–; ni siquiera sabe que su jefe está con vida.
¡Escúchame bien, gusano! Para mi falta de fortuna, Rómulo es tan real como
mis colmillos y si hubiese muerto ya, lo sabría. Su maldito poder puede
sentirse hasta en el aire mismo.
- Quizá no sepa mucho, pero al menos puede decirnos sobre las
posiciones de destacamentos de su ejército, incluyendo algunos líderes, como
Escipión –manifestó Felipe, quien tenía rato de haber regresado con los
hierros.
- Posiblemente tengas razón –señaló Aníbal a quien el enojo pareció
abandonarle en una fracción de segundo–. Entonces dime, ¿cuáles son las
intenciones de tus superiores al hacer estos movimientos?
- Le juro que lo desconozco. La procónsul Artemisia me dio la orden de
reunirme con el pretor Yoritomo, recibir su reporte y entregárselo al pretor
Escipión. Antes de ser capturado le pregunté al pretor Yoritomo por qué nos
movilizábamos y él me dijo que el asunto no era de mi incumbencia.
- ¡Eres más inservible que las ratas que habitan en las mazmorras! Por lo
menos ellas limpiarán lo que quede de tu cuerpo –sentenció Aníbal mientras
golpeaba la otra rodilla de Gil, rompiéndosela también.
Una vez medio recuperado del dolor, tanto como podía estarlo, Gil se
dirigió a su verdugo:
- No sé la respuesta, pero le puedo decir que una de los guardas del pretor
Yoritomo me comentó que, así como la legión del cónsul Carlomagno se
reúne en Florencia, la del cónsul Temujin hace lo propio en Ancona.
- Vaya, tenías razón Felipe, quizá el insecto aporte algunos datos.
- Lo ve, monseñor, no soy tan inútil. Sólo le ruego que no me torture más.
Con sus garras, Aníbal cercenó una oreja de Gil y le dijo:
- ¿Quién te crees para decirme qué hacer? –se incorporó y se dirigió a los
demás– ¿Y si Yoritomo estaba con este humano, qué ha pasado con él?
¿Imagino que no piensan sorprenderme con la noticia de la captura o muerte
del japonés?
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- No, Aníbal –respondió Hermann con sequedad–. La patrulla que se
enfrentó a los zenolk estaba conformada por simples soldados, el de mayor
rango era un sargento primero. En cambio, los perros eran la guardia personal
de Yoritomo y sobre sus habilidades y las del líder no es necesario abundar.
Sin embargo, mis hombres, tus hombres, aceptaron el reto con valor. Mataron
a dos de los guardas y capturaron al humano.
- ¿Quiénes buscaron la pelea? –inquirió la consorte.
- Nuestros soldados, Cleopatra. Estaban patrullando la zona debido a la
afluencia de licántropos. Los dioses vieron que se toparan con Yoritomo y
decidieron aprovechar la oportunidad.
- ¿Cuántos de tu patrulla sobrevivieron? –continuó Cleopatra.
Percatándose hacia donde iban las preguntas de la última reina de la
dinastía de los Ptolomeos, Hermann tragó saliva antes de responder que sólo
la mitad lo había logrado.
- Vaya regalo de los dioses: la vida de cinco hermanos por dos de ellos y
un humano –expresó con aparente tranquilidad. El femenino semblante
cambió por completo al proseguir–. ¡Tus hombres han sido unos estúpidos!
Hay una gran diferencia entre la valentía y la temeridad. Si ellos hubiesen
sido los atacados, pediría a mi esposo que los promoviera; pero no
premiamos la falta de juicio. Es probable que tus soldados carecieran de
experiencia en guerras; quizá ni siquiera habían enfrentado a un zenolk antes
de esto… y decidieron iniciarse en una lucha contra un pretor y su guardia,
¡qué imbéciles! Si el sargento sobrevivió deberás castigarlo con severidad.
- Tienes toda la razón, Cleopatra. Así lo haré –musitó el germano, quien
sabía que en parte la falla era suya por no haber dado la orden directa de
eludir un enfrentamiento como ese, a menos de que no quedase otra opción.
- Lo que no entiendo es qué caso tiene mandar un mensaje por este
conducto –cuestionó Felipe con rapidez antes de que lo incluyeran dentro de
los culpables–. Sería mucho más rápido y sencillo hacer una simple llamada
por teléfono o mandar un correo electrónico.
- Porque el viejo lobo no confía –aclaró Cleopatra–; sabe que pueden ser
intervenidos.
- Bueno, resulta evidente que sus métodos ortodoxos no son tan efectivos
como él cree –subrayó Felipe con desdén–, de cualquier manera el mensaje
fue interceptado.

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- Es correcto, pero también es cierto que ahora él lo sabe, mientras que si
fuera una llamada telefónica o un correo electrónico nunca se enteraría. El
viejo le tiene demasiado respeto a los hackers y sabe que por más
dispositivos de seguridad con los que cuente, existe la posibilidad de que los
violen –aseveró Cleopatra.
- No importa si Rómulo se entera, aunque por supuesto lo hará –aseguró
Aníbal hastiado de discusiones tan poco productivas–. Lo que es trascendente
es conocer su cometido. Primero, necesitamos saber si es una maniobra
ofensiva o defensiva. Si es ofensiva, su objetivo podemos ser nosotros, pero
también los que ellos llaman Proscritos o cualquiera de las otras razas. Si
fuera el último de los casos, sería conveniente identificar el origen de la
afrenta, para discernir si interferimos o no. En lo personal disfrutaría mucho
que se exterminaran el hijo de perra y mi colega chino.
Gil sabía que la discusión de temas tan importantes frente a él no era buen
indicio de que saliera con vida del trance. Nunca tuvo muchas esperanzas y
esto eliminaba el mínimo resquicio.
- Ahora bien –continuó el cartaginés–, la estrategia de Rómulo puede ser
defensiva, y debido a que no sabemos de un despliegue de fuerzas similar en
alguno de los otros ejércitos, me inclinaría a pensar que protege algo, ¿pero
qué?
- Perdón –interrumpió Gil con notoria vacilación–, yo estaría dispuesto a
servirle, mi señor… a cambio de mi vida.
Con el dorso de su mano derecha, Aníbal le profirió una bofetada tal a Gil
que lo hizo caer de bruces, tumbándole varios dientes en el proceso. Casi
inconsciente escuchó a su torturador decirle:
- ¡Insolente! ¿Quién te crees para hacerme una propuesta? Eres menos
que un bicho. Sería demasiado llamarte un peón en la milenaria partida de
ajedrez en la que nos enfrentamos tu líder y yo. Si quisiera que trabajaras
para mí, así sería; no necesitaría que me lo ofrecieras y mucho menos darte
algo a cambio. Eres inservible ya. Rómulo lo descubriría de inmediato.
Aníbal tomó los hierros incandescentes con sus manos y los arrojó al
cuerpo de Gil. Los alaridos de dolor llenaron el reducido espacio. Después, el
líder volteó hacia sus súbditos y les indicó:
- Convoquen al resto de mis generales y ministros. Debemos descifrar las
intenciones del gran perro.
- ¿Qué hacemos con él? –preguntó Felipe.

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- Ya saben las reglas: la presa es del cazador… bon appétit.
Aníbal salió de la mazmorra seguido por Cleopatra. No habían dado ni
tres pasos cuando se escuchó un grito profundo, que en cuestión de instantes
se ahogó en un fatídico silencio.

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Capítulo VI. El Imperio Perfecto

Ya era entrada la tarde del día siguiente y Max no había tenido oportunidad
de encontrarse de nuevo con Rómulo. Dedicó parte de su tiempo a recorrer la
mansión; ninguna puerta estaba cerrada y entró a varias piezas movido por la
curiosidad. Era difícil decidir qué resaltaba más de la arquitectura: si los
arcos y columnas de estilo jónico, tanto en la planta baja como en los
balcones del piso superior; las macetas, flores y jardines que rodeaban la
construcción, como deseando apresarla; los ventanales que la proveían con
generosidad de luz o los tejados color ladrillo quemado con que remataba la
estructura.
Más temprano, Max se había encontrado a Marketa, que con menor
habilidad oratoria que Rómulo pero con remarcado esmero y amabilidad, le
respondió algunas dudas con relación a la historia de su especie, en particular
sobre sus orígenes. La checa hizo hincapié en que ellos, igual que los
vampiros, eran el paso siguiente en la escala evolutiva de la humanidad y
que, como en muchos casos anteriores, sólo una de las dos habría de subsistir.
Las preguntas no sólo salieron de parte del recién llegado; ella también se
mostró intrigada por el huésped, sobre todo en cuanto a relaciones amorosas.
Max no le dio importancia. En cambio le pareció interesante saber que era
una sacerdotisa del templo de Meg Vhestaz, tema que aprovechó para sostener
una charla al principio de tintes teológicos, que terminó más bien sobre
cuestiones de metafísica. Marketa poseía una voz tan dulce como su carácter,
lo que ayudó a que el joven se abriese con ella, cuidándose sin embargo de no
confiarle su incredulidad de ser un duploukden-aw prifûno. Al concluir la plática,
la vestal le indicó el lugar y la hora a la que se serviría la cena.
El muchacho llegó puntual al comedor. Siguió el consejo de la
sacerdotisa y se vistió de manera formal; todos los asistentes así lo hacían. El
centro del espacio lo ocupaba una magnífica mesa de roble, rodeada por doce
sillas de la misma madera. En algún momento Max le tendría que preguntar a
su anfitrión la razón de que abundaran los muebles de roble. Luego pensó que
era una pregunta tan poco trascendente comparada con lo revelado, que
prefirió posponerla. La habitación se alumbraba por un espléndido candil que
colgaba justo al centro. En el muro derecho se encontraba una pintura
tenuemente iluminada; se veía majestuosa, era «El Concilio de los Dioses»,
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de Rafael.
Max no pudo detenerse a observar los detalles; le aguardaban cinco
personas, sólo a una conocía, además de Rómulo. El romano estaba
acompañado por cuatro hombres y una mujer; parecían ser del mismo grupo
étnico que Rómulo; la dama era la que se diferenciaba por su tez más blanca.
Ella lucía un vestido de noche que daba la sensación de haber sido hilvanado
con hilo de plata; los caballeros portaban trajes negros y camisas blancas. La
edad de uno de podría rondar los inicios de los cuarentas; el segundo, similar
a la de Rómulo, los dos restantes se veían mayores en al menos una década.
A Max no le sorprendió que usaran el anillo con la efigie del dios Marte,
ni que el aro con el pentagrama fuese un poco diferente en cuanto a las
piedras. De los presentes, fue la dama quien le llamó la atención. De talle
esbelto y alta estatura, Max estaba convencido de que aunque no fuera tan
espigada sería centro de las miradas si se presentaba en un salón con un
millar de asistentes; la cabellera era como llamas ardientes que le cubrían la
espalda; los ojos negros bordeados por un halo azul grisáceo reflejaban más
compasión que poderío; el rostro, como el de una escultura grecorromana o
renacentista, era obvio que pertenecía a una mujer de temprana madurez, sin
embargo mostraba la tersura del cutis adolescente: en resumen, bastaba una
sonrisa de su parte para provocar el delirio de cualquiera. Pero más allá de
esos atributos, fue la serenidad de su semblante lo que colmó de paz el
corazón del joven.
El hijo de Marte se acercó a Max, le pasó el brazo por la espalda y lo
condujo frente a los demás para hacer las presentaciones. Primero con el que
parecía andar en los cuarentas, cuyos cabellos rubios y ondulados caían sobre
sus anchos hombros. Max lo reconoció de inmediato; no era fácil olvidar los
brazos poderosos y el rostro que no disimulaba la experiencia de las más de
mil batallas que de seguro había liderado y que reflejaba a la vez tranquilidad.
Rómulo puntualizó que así como con Paolo, ya se habían visto, lo correcto
era que hiciera las introducciones con la formalidad requerida.
- Max, te presento a Alejandro Magno, cónsul de la Primera Legión de mi
ejército y entrañable amigo.
Ambos extendieron la mano para saludarse. Alejandro se disculpó por las
maneras empleadas para llevar a Max ante la presencia de Rómulo, reiteró lo
que seguramente ya sabría: había sido el método más prudente. Max le
aseguró que no era necesario justificarse y le pidió que evitara las
solemnidades; eran ellos quienes merecían los honores, no él.
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Alejandro contestó con una sonrisa. Sin oportunidad de agregar algo más
porque el que estaba a su derecha se le anticipó señalando que le alegraba
escuchar al joven hablar de esa manera; en su parecer, la más grande de las
virtudes era la humildad.
Rómulo utilizó el comentario para introducir a un sujeto de mirada sagaz
y rictus adusto, enmarcado por una barba recortada con esmero y cabello gris.
Su estatura era menor que la de Alejandro y la complexión delgada.
- Te presento a Marco Tulio Cicerón, alguien que nunca dejará de hacerte
saber cuando a su juicio actúes de forma incorrecta.
- Es un honor para mí estrechar la mano de uno de los pilares de Roma –
expresó Max, que, sin olvidar lo que le dijo Rómulo en el viñedo, se guardó
para sí la incredulidad de ser el sucesor, y aunque escéptico de que esas
personas fuesen quien le indicaban, prefirió simular que lo aceptaba, tanto
por prudencia como por respeto–. Un hombre que fue incorruptible y que
dedicó su vida con pasión a su pueblo, al menos eso es lo que sé de su vida
entre los humanos.
- Entre camaradas no debe tener lugar la adulación –aseveró Cicerón con
tono seco, e instantes después agregó con menos dureza que se sentiría
afortunado si en breve lo tomaba por uno–; con excepción de la sabiduría, la
amistad es el mejor regalo que los dioses inmortales han otorgado al
hombre.
El descendiente de Eneas tomó a Max del brazo y le hizo un gesto para
continuar con el protocolo social. Tocaba el turno a un individuo de
semblante sereno y amable que, así como el antiguo tribuno romano, se veía
mayor que Rómulo; tenía el pelo y la barba blanca.
- Te presento a Aristóteles, quien siempre encontrará la manera adecuada
de darte un consejo que te mantenga en el camino de la rectitud.
A pesar de la advertencia de Cicerón, y porque quizá el desconcertado
invitado concedía una remota posibilidad de que sí fueran los personajes
históricos o, en su defecto, que él fuera testigo de una impecable
representación, determinó expresarse en términos elogiosos. Señaló que
llegar a ser su discípulo escapaba a cualquier expectativa.
Aristóteles sentenció que no sólo le honraría tomarlo como alumno,
además le permitiría retribuirle a Rómulo parte de lo que había hecho por él.
Concluyó diciendo que el verdadero aprendiz nunca deja de serlo.
Rómulo repitió el procedimiento de tomar a Max por el brazo para
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continuar. El último de los caballeros también llevaba barba, bastante más
crecida que la de los otros, de color castaño con algunas hebras plateadas
entremezcladas. Si bien parecía coetáneo de Rómulo, siendo en realidad
mucho menos viejo, las pocas arrugas de su rostro reflejaban siglos de
sabiduría.
- Él es Leonardo di ser Piero, un ser inusualmente brillante sin importar la
especie en la que lo quieras catalogar, y aún mejor compañero.
Max expresó la alegría de conocerlos, y lo inverosímil que le resultaba el
hecho de estar con ellos.
Con una sonrisa, producto del comentario, Leonardo contestó:
- Más importante que conocernos y admirarnos es que nos permitas
permanecer a tu lado en todo momento, nos abras las puertas de tu corazón y
de tu mente.
Ya nada más faltaba la mujer, quien igual que con el célebre general
macedonio, no necesitaba que le dijeran quién era. Si acaso hubiese tenido
alguna duda, el anillo de plata con el pentángulo la desvanecía por completo,
era el único idéntico al del creador de los hombres lobo.
Rómulo imaginó que Max ya habría adivinado quién era:
- Si a los que acabo de presentarte son caros a mi corazón, esta bellísima
dama le ha dado mayor razón a mi existencia de lo que mis conquistas
pudieron hacer. Max, ella es mi esposa, Boadicea.
- Sin importar lo que pueda ocurrir, siempre estaré a sus pies, señora –
anunció Max inclinándose para hacer una reverencia.
- En breve será a ti a quien sirvan –pronosticó Boadicea con voz
angelical– y me llena de esperanza confirmar, tal y como lo hizo Marco
Tulio, que en tu corazón hay una gran humildad; ya me lo habían indicado los
astros.
Max le preguntó si ella también leía en las estrellas, creía que esa era una
facultad exclusiva de Rómulo. La antigua reina celta afirmó que los cuerpos
celestes mostraban muchas más cosas que las concepciones y nacimientos de
duploukden-awi y, con esa excepción, pocos, quizá nadie, descifraba sus
enseñanzas como ella. Consciente de su falta de modestia, Boadicea explicó
que había adquirido esa intuición a través de las enseñanzas de druidas y
druidesas, y que la había perfeccionado durante dos milenios.
Max volteó a ver a los asistentes y, sobrecogido por la autoridad que
emanaba de sus miradas, les dijo que estar ahí era un privilegio que
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sobrepasaba la más grande fantasía. Cuidadoso de sus palabras, pero
manteniéndose bajo el umbral de sinceridad que siempre lo había
caracterizado, aceptó no tener la menor idea de cuáles podrían ser los logros
en su haber, aunque al lado de ellos las posibilidades serían infinitas.
Les compartió cómo había ido cambiando su percepción respecto a
Rómulo, a quien consideraba un ser extraordinario, no sólo por los poderes
sobrehumanos sino por la sapiencia de la que los ahí reunidos habían sido
partícipes por siglos. Les aseguró que su admiración por ellos iba más allá de
lo que el discurso de la historia o las leyendas pudiesen contar.
Con astucia el joven hizo una alocución conciliadora al concluir que, con
base en esa gran admiración, les pedía que no lo tratasen como el líder en el
que decían se convertiría, mejor como el ansioso y a la vez ignorante
discípulo que era, y les rogaba iluminaran su camino.
Mientras lo decía, Max se postró en una de sus rodillas e inclinó la
cabeza, de la misma manera que lo hacían aquellos soldados frente a sus
reyes en espera de ser nombrados caballeros. En lugar de acero, fue la dulce
mano de Boadicea la que recorrió con ternura su cabello y le hizo levantar la
mirada para encontrarse con la diestra extendida de Rómulo, ofrecida a
manera de ayuda para que se incorporase.
- Preferiría verte como a un hijo en lugar de como a un alumno –declaró
el prístino romano–, y estoy seguro de hablar por los presentes al aseverar
que dedicaremos nuestras vidas a tu formación. Así como un padre ve en su
vástago la oportunidad de redimir errores cometidos, tú eres la esperanza de
nosotros y de nuestra especie, y del mundo entero; eres tú el encargado de
llevar a cabo lo que tanto hemos anhelado y ninguno conquistado, a pesar del
sacrificio de tantas vidas humanas y otras tantas sobrehumanas; la razón por
la que hemos trabajado y luchado durante milenios y que, en ocasiones, aun
teniendo el éxito cerca, se nos ha escapado como arena entre de las manos.
- ¿Qué puede haber que no hayan logrado, acaso existe algo que no hayan
conquistado?
- El Imperio Perfecto –respondió Rómulo.
Naïma, Marketa y un joven de raza oriental entraron al comedor.
Llevaban dos cubetas de plata en la que se enfriaban botellas de champagne y
bandejas con viandas. Los platos estaban decorados con una base de corazón
de alcachofa, zanahoria tallada, pepinillo, anchoas y hoja de lechuga. Al
verlos aparecer, Boadicea invitó a los asistentes a que tomaran un lugar en la
mesa. Las dos mujeres y su acompañante sirvieron los platillos y después de
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hacer el saludo acostumbrado se marcharon.
- ¿Porqué están sirviéndonos Marketa, Naïma y Kwon? –inquirió
Cicerón.
Rómulo comentó que, como era sabido, esas actividades recaían en los
aprendices, tanto licántropos como humanos, aunque con él y su esposa sólo
convivían duploukden-awi. Abundó en que la oportunidad de convivir y
conversar a diario con quienes atendían les era en extremo aquilatada porque
les permitía incrementar sus conocimientos; los aprendices eran los lobeznos
de la manada, los miembros más débiles en todos los aspectos, incluso no
habían sido iniciados. La única aprendiz en la villa era una niña al servicio de
la suprema sacerdotisa de Meg Vhestaz. Pero debido a la trascendencia de los
eventos que estaban por vivir, y a la peligrosidad que representaban, el
fundador de Roma había considerado más sensato que sólo permanecieran
duploukden-awi experimentados. Por último, relató que cuando trató el tema con
Alejandro, Paolo estaba presente, y se ofreció a que tanto él como Naïma
estaban más que dispuestos a ayudar. Rómulo no había aceptado la propuesta
de su prefecto; para él tenía pensadas otras encomiendas, no así con Naïma,
que si bien ejercía una función relevante como comisaria en los Servicios
Diplomáticos y de Inteligencia, había ido a pasar un tiempo al lado de su
esposo por esos lares. Marketa también se comprometió a auxiliarlos y, a
pesar de ser algo extraño ver a una vhestaz-un atender la mesa, en nada
interfería con sus labores. En cuanto a Kwon, que fungía como uno de los
guardas personales de Marketa, cumplía su labor mientras ayudaba a la mujer
a quien debía proteger.
- Perdonen que los interrumpa –dijo Max, que al ver una oportunidad de
intervenir dejó el bocado que estaba a punto de llevarse a la boca–. Rómulo
ha sido insistente en que controle mi curiosidad, créanme que mi pregunta va
más allá; me parece que he perdido algo de información, lo que me impide
ver con claridad el panorama completo de lo que tratan. En realidad tengo dos
dudas que, aun cuando imagino son algo complejas, necesito las despejen
para seguirles el paso en la conversación.
- Si van más allá de saciar una curiosidad superficial, me parece válido
que las formules –señaló Leonardo.
- La primera parecería no ser así, pero en verdad creo que es fundamental
que conozca la respuesta para entender a cabalidad lo que hablan; que me
expliquen cuál es el Imperio Perfecto que mencionó Rómulo.
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El primer romano detalló que de una forma u otra, durante sus vidas
como humanos estuvieron involucrados en la creación, propagación o
consolidación de un imperio. Boadicea había buscado la sobrevivencia del
suyo, que acabó por sucumbir ante el forjado por su ahora esposo. Alejandro
había buscado perpetuar el suyo a través de las conquistas, pero tras su
aparente muerte, al poco tiempo sus sucesores demostraron ser incapaces de
proseguir lo que él había iniciado. Ellos dos, junto con Rómulo, fueron
actores directos en sus feudos. Omitió hablar de su historia; ya se había
hablado suficiente en charlas anteriores.
- Estoy de acuerdo, y también vislumbro la participación de Aristóteles
como mentor y consejero de Alejandro –señaló Max entusiasmado de tener
una plática con semejantes personajes, olvidándose por un instante de su
escepticismo en torno de que fueran los que decían ser–; la de Cicerón, no
sólo por los cargos que ocupó, sino como el gran tribuno que defendió su
cosmovisión de la República en más de una ocasión, y el papel de Leonardo
como consejero e inventor de diferentes armas de asedio, usadas para
defender, afianzar o expandir los estados de aquellos para quienes
colaboraba. En todos los casos hay una clara implicación en asuntos
relacionados con un imperio, como la hay en los que relataste.
- Lo has expresado perfectamente –concedió Boadicea, evidenciando
cierto orgullo en la voz–. Todos hemos probado las mieles de la creación o
consolidación de un reino, igual que la hiel del derrocamiento y, con ello, la
pérdida de sueños y esfuerzos.
- Me disculpo de antemano por atreverme siquiera a decir esto –anunció
Max con cortesía– Pero, ¿creí que no le guardaba ningún tipo de
resentimiento a Rómulo?
- No lo hago y te pido nos hables de tú y te sugiero que no te refieras a los
que son romanos por su cognomen.
- Así lo haré, Boadicea. Te agradezco la familiaridad del trato que me das,
y en abuso de ésta debo confesar que me cuesta creer que no tengas recelos
hacia tu esposo después de lo que acabas de mencionar.
- El hecho de que no le guarde resentimiento no significa que no haya
sucedido lo que registra la historia, y que los sucesos me hayan herido en su
momento; empero, por el inmenso amor que le tengo a Rómulo, decidí no
emitir sentencia; podemos juzgar a otros o podemos amarlos, pero no
podemos hacer ambas cosas, ¿no lo crees Max?

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Max quedó perplejo; coincidió con la concepción de amor y perdón
manifestada por la heroína bretona, pero aceptó que le parecía bastante
complicado alcanzar tal armonía espiritual.
- Y lo es. Porque sólo una persona que ha desarrollado su consciencia
hasta los máximos niveles es capaz de perdonar y amar en verdad –interfirió
Cicerón, quien con el propósito de hacer una pausa y sin apartar la vista del
muchacho, dio un trago que puso fin a su bebida–. Porque a pesar de que se
crea que cualquiera puede hacerlo, no son muchos los que están llamados a
detentar la gloria y menos a través de todos los medios. Así como por más
que se esfuercen pocos llegarán a igualar el don de Leonardo para pintar,
pocos serán también los que alberguen un amor como el de Boadicea.
- El mejor camino para alcanzar la virtud es por el que nos conduce el
amor, y no hay mejor indicativo del virtuosismo de una persona que su
capacidad de amar –añadió Aristóteles con excelente tino–. No te preocupes,
muchacho, el hecho de que no lo hayas alcanzado no quiere decir que te esté
negado.
Nuevamente la conversación fue interrumpida por la entrada de Marketa,
Kwon y Naïma. La primera llevaba tres botellas de Romanée-Conti y después
de dejarlas en la mesa, retiró los platos de las entradas para que el asiático
colocara otros limpios. Naïma llevaba una fuente con spaghetti al pomodoro,
que ofreció a cada uno de los comensales. Terminada su labor, se retiraron
llevándose también las cubetas con las botellas de champagne vacías.
Rómulo se confesó complacido por abordar ese tema. Señaló la
importancia que revestía para cubrir la pregunta formulada por el que poco a
poco se convertía en su alumno. Puntualizó que el primer elemento para
lograr el Imperio Perfecto era que sus dirigentes lo fuesen, porque sólo
individuos en verdad virtuosos serían capaces de conducirlo.
Su distinguida esposa lo secundó y apuntó que, por la admiración que
Max había declarado tenerles, fundamentada en los conocimientos históricos
que tenía de sus vidas y que se verían acrecentados al tratarlos en persona,
con seguridad pensaría que ellos cumplían con esas características. No era
así.
- De hecho es justo lo que pienso –concedió Max.
Acompañado de una sonrisa, no de satisfacción sino de agradecimiento
por el cumplido que acababan de recibir, Alejandro intervino.
- A pesar de que logramos hazañas tan gloriosas que todavía al día de hoy
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son admiradas y por muchos envidiadas, nuestros imperios y sus conquistas,
en especial en lo que respecta a la historia que los humanos conocen,
estuvieron llenos de defectos. De inicio, las motivaciones tenían un
componente egocéntrico.
Max se aseguró de dejar en claro que no buscaba insultar a nadie, sin
embargo difería de lo asentado por Alejandro. Expresó que eso era sólo
aplicable a algunos de ellos, y no porque él lo hubiese pensado con
antelación, sino por lo que acababa de comentar el vencedor de la batalla de
Gaugamela; no creía que fuese el caso de todos, e incluso sin conocer las
razones y sentimientos de cada uno, sugirió que al menos con Cicerón y
Aristóteles no podría haber sido así. Los aludidos agradecieron con un gesto,
y fue el segundo quien contestó.
- En verdad apreciamos tu comentario; sin embargo no es atinado; a pesar
de que cabe la posibilidad de que actuáramos sin ser movidos por sueños de
gloria personales, que créeme no es el caso de ninguno de nosotros, los
objetivos que perseguíamos tuvieron sus vicios, incluidos algunos de origen.
- ¿Podrías ser más específico? –solicitó el muchacho.
- Es cierto que lejos de buscar honores, luchamos por el bien de nuestros
pueblos guiándonos siempre por los más puros ideales. El problema se da
cuando estos no son tan perfectos como uno cree.
- Pero ese no es error suyo.
- Sí, si tú eres uno de los dirigentes, de los artífices del Estado –declaró
Cicerón con adustez–. Y más aún cuando estás en busca del Imperio Perfecto.
Un pensamiento así sólo puede ser tomado como una justificante para tus
errores futuros. ¿Esa sería la excusa que darías al pueblo si lo conduces por
un camino equivocado, les dirías que la culpa no ha sido tuya sino del modelo
que seguiste?
- ¿Pero qué modelo es perfecto? Todos son diseñados por los hombres y
como tales son perfectibles, igual que sus creadores –respondió Max con
cierta incomodidad ante el inquisitivo abogado.
Con un tono amigable, Rómulo indicó que la premisa no era aplicable a
ellos; no sólo eran superiores a los hombres por las cualidades físicas, habían
dedicado la larga existencia a enriquecer sus consciencias, procurando
convertirse en seres virtuosos.
Entonces Boadicea mencionó que la excusa más recurrente entre los
avitedeni era hacer alusión a su imperfección, cuando en realidad eran
perfectos, producto de un ser perfecto y capaces de reproducir la perfección
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de la que eran partícipes.
De seguro Max hubiese deseado profundizar en el tema que la dama sacó
a colación, pero en ese momento, evitando que se desviara la conversación,
Aristóteles agregó que con el paso de los años habían entendido que el
modelo de nación más excelso sería torcido si lo gobernaba un sujeto vil,
mientras que un gobierno con fallas en su sistema sería enderezado por un
dirigente íntegro, que garantizase el bienestar de sus conciudadanos.
- Con lo que podemos dar paso a otro de los elementos con los que debe
contar el Imperio Perfecto –señaló Leonardo–. Y es que sus individuos sean
felices de vivir en él, que estén orgullosos de pertenecer a éste, tanto como de
sus líderes. De otra forma, el Estado sufriría revueltas, intentos de
derrocamiento y tarde o temprano se daría una revolución que acabaría con el
gobierno.
Después de disfrutar la porción de pasta que tenía en la boca, Alejandro
completó:
- Con lo que se demostraría que no era perfecto, sólo lo era para unos
cuantos.
- Entonces, con ese elemento sí cumplieron –atajó Max, quien
consideraba que la gloria alcanzada por los imperios de marras había sido
deslumbrante y pensaba que si sus interlocutores la negaban, encontraría un
indicio de la falsedad de que fueran realmente los personajes históricos que
reclamaban ser–. O qué, ¿los griegos contemporáneos a ti, Alejandro, no eran
felices de vivir en el esplendor que alcanzó tu reinado, o los romanos no
estaban orgullosos de serlo?
- Muchos griegos y romanos sí lo estaban, no todos –declaró Boadicea–.
Por otro lado, y sé de lo que hablo, los bretones, galos, persas, germanos y
demás pueblos que fueron sometidos, que en su momento pasaron a formar
parte de esos dominios, no lo estaban.
El oriundo del pueblo de Vinci continuó con la plática. Aclaró que el día
en que no fueran necesarias armas disuasivas para contener revueltas, que no
existieran protestas en contra del gobierno, que no se requirieran policías ni
ejércitos, ni siquiera leyes; en suma, que el pueblo no necesitara un poder
coercitivo sobre él y que las autoridades sólo se preocuparan por gobernar y
no por permanecer al frente del Estado y así enriquecerse, entonces se estaría
frente algunos de los elementos del Imperio Perfecto.
- Desaparecería la política como tal –comentó Max con seriedad,
inclusive subrayó que no lo decía a manera de broma.
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- La política no es más que el arte de obtener el dinero de los ricos y el
voto de los pobres, con el pretexto de proteger a unos de otros –sostuvo
Rómulo mientras, como en la primera plática que había sostenido con Max,
jugaba con el vino de la copa y posaba en ella la mirada.
- Bueno, pero para lograr eso se necesitaría que los ciudadanos fuesen
perfectos –comentó Max.
- El Imperio Perfecto no sólo requiere que sus líderes lo sean, también sus
ciudadanos deben, al menos, acercarse a ello –especificó Cicerón con la ya
característica sequedad–. Sus metas estarán dirigidas hacia la excelencia y el
desarrollo espiritual, así como en la búsqueda de una mayor comprensión,
respeto y armonía con los demás seres del planeta.
- Honestamente, suena un poco utópico –criticó el joven sin ánimos de
terquedad o contradicción, ni siquiera por un afán protagónico, sino movido
por un genuino interés de comprender–. Es más, en lo que respecta a las
revueltas, bien podrían ser incitadas por gobiernos extranjeros, quizás por
envidia.
- No, Max, el Imperio Perfecto será global –le corrigió Alejandro–, no
existirán fronteras ni nacionalidades, todos serán ciudadanos del mundo.
Leonardo afirmó que habían aprendido de los feudos que habían existido
en la Tierra; de alguna manera habían sido parte, y por lo menos varios de
ellos los habían vivido; habían estudiado los aciertos y los fallos tanto del
esplendor como una vez que habían caído. Cicerón apuntó que los gobiernos
de los hombres sucumbían una y otra vez en los mismos vicios y errores que
cometieron los anteriores, concedió que quizá se debía a que no se daban el
tiempo que ellos se tomaban para analizar y planificar, aunque más
probablemente fuera porque eran más motivados por sus ambiciones
personales que por lograr una potestad infalible y perenne. Al final asentó
que sus sistemas de gobierno sí que eran utopías.
- Nosotros no debemos ni podemos incurrir en esos desaciertos –
manifestó Rómulo–. Por ello, en los últimos siglos nos hemos limitado a
aconsejar a algunos líderes humanos. Decidimos no buscar la construcción de
un nuevo Estado formado por nosotros en tanto no estuviéramos seguros de
que lograríamos el Imperio Perfecto, para lo que debíamos también aguardar
el momento adecuado.
- Por la forma en la que lo dices, imagino que ha llegado –asentó Max.
Entraron de nuevo Naïma, Marketa y Kwon, quien cargaba una bandeja
espléndida con un pavo real asado, que dejó al centro de la mesa; las mujeres
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cambiaron los platos, y al terminar los tres abandonaron la estancia.
- El día para formar un nuevo imperio está muy cerca –aclaró el lobo
alfa–. Y ya con lo mencionado podemos dar cauce a la conversación sobre
los tiempos trascendentales que vivimos, y que no son más que el inicio de la
nueva empresa.
- ¡Precisamente mi otra pregunta! –interrumpió Max, tentado por probar
el suculento platillo que tenía enfrente, pero empeñado en que no ignorasen
sus cuestionamientos–. ¿A qué se referían con los tiempos o eventos
trascendentales?
Rómulo aceptó, con respetuoso regocijo, haber olvidado que había una
segunda pregunta; imposible que Max la dejara pasar de largo. Por fortuna se
trataba del tema sobre el que iba a hablar.
- No es sólo una época importante, éste puede ser el periodo más
determinante en la historia de la Tierra. Una nueva era surgirá, guiada por la
luz o por la obscuridad; una era de evolución y armonía para las especies, al
menos para las sobrevivientes, o una era de tiranía y muerte. No queda en
nuestro poder decidir cuál prevalecerá; sin embargo, somos actores
principales del drama de la historia. Si movemos las piezas de forma precisa,
en breve presenciaremos el surgimiento del período más glorioso que el
planeta haya visto.
- ¿El surgimiento de una nueva era? –repitió Max en tono interrogante.
Rómulo le reveló que el mundo como se conocía estaba por acabar y una
nueva etapa surgiría. Hizo una pequeña pausa antes de detallar que, para
abordar el asunto, había algo que los demás debían saber, a pesar de lo
señalado en el viñedo el día anterior. Los ahí reunidos serían responsables de
la educación, entrenamiento y salvaguarda de Max; ergo, era necesario hacer
de su conocimiento que el joven todavía no estaba convencido de ser quien
era, en concreto, de ser un duploukden-aw prifûno.
- Es muy natural, ha sido poco el tiempo y mucha la información –
concedió Boadicea, cubriendo a Max con sus palabras, como una madre que
busca proteger a sus crías de posibles peligros.
- La duda es el principio de la sabiduría –declaró Aristóteles.
- ¿Pero sí crees que eres un duploukden-aw? –cuestionó Cicerón con una
mirada suspicaz.

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Max desnudó su pensamiento a los comensales. Aseguró que, sin
importar la especie a la que pertenecieran, los consideraba personas
fascinantes, pero reconoció que todavía le era difícil aceptar que fueran
quienes decían ser. Sin embargo, conforme pasaba el tiempo se abría a la idea
y, por descabellado que pareciera, al hecho de que fuesen hombres lobo,
término que corrigió de inmediato; era la explicación más lógica que
encontraba. No obstante, ser el sucesor de Rómulo y lo que ello implicaba y
ser el líder de ellos, era demasiado. Detalló que si los duploukden-awi seguían el
mismo patrón de los lobos, y por lo que Rómulo le había mencionado en
varios aspectos así era, un lobo alfa nacía siendo lobo alfa, no era una
jerarquía que le dieran los demás, como sucedía en el caso de los omegas; se
sabía lobo alfa y los demás también lo reconocían. A diferencia de su caso:
ellos sí lo distinguían, pero él no.
- La mejor forma de solucionar una duda es descubrir la verdad –apuntó
Aristóteles.
- ¿Pero no es acaso cierto que a los hombres nos está vedada debido a las
limitaciones de nuestra materialidad? –cuestionó Max.
- Sólo si te concibes como mera materia y por ende entiendes a tu cuerpo
como un todo y no como una herramienta, parte de tu todo y de todo, que te
ha sido proporcionada para auxiliarte en la búsqueda del conocimiento –
contestó el filósofo griego.
- De acuerdo, ¿entonces cómo sé qué es la verdad? –continuó el joven.
- La verdad es la conexión que cada quien establece con la realidad,
formando así la mismidad de su vida –respondió Aristóteles.
Max se quedó sin habla, una vez recuperado le agradeció a Aristóteles,
reconociendo que le tomaría un tiempo digerir y entender una lección como
esa.
- Ya llegará el momento en el que comprendas que eres un duploukden-aw
prifûno –expresó Boadicea, reforzando su postura de figura materna–. Y sin
que me respondas, sólo déjame hacerte una pregunta: ¿Cómo ibas a saber que
eres un duploukden-aw prifûno, si ni siquiera sabías que eres un duploukden-aw?
Max sonrió con alivio a la reina bretona por no esperar de su parte
explicaciones que, obviamente, no tenía. Rómulo aprovechó para indicarle
que, en tanto buscaba en su interior la respuesta a la pregunta de Boadicea,
continuarían con la conversación.
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Aquel que durante su niñez había sido criado por una loba señaló que si
conseguían el objetivo común, el surgimiento de una nueva era tendría como
consecuencia la construcción del Imperio Perfecto. Para lograrlo necesitaban,
entre otras cosas, que un gran número de naciones gobernadas por humanos
se les unieran y aceptaran su liderazgo. Además, era indispensable que
terminasen con los enemigos, ellos serían una amenaza permanente para el
Imperio.
- ¿Y por qué tenemos que ser nosotros quienes estén al frente? –arremetió
de nuevo Max intranquilo.
- ¡Porque los avitedeni no están capacitados! –espetó Cicerón, quizá con un
poco más de pasión de la requerida–. Pudiéramos entregarles el diseño del
gobierno perfecto y al poco tiempo lo pervertirían.
- También debe haber avitedeni justos –expresó Max gustoso de contar con
la oportunidad de pronunciar algunas palabras en la, para él, nueva lengua–,
aunque ya no estoy tan seguro. Al parecer los grandes personajes de la
historia no eran simplemente hombres, quizás tampoco los haya virtuosos.
- También ha habido seres humanos extraordinarios –corrigió Leonardo–.
Yo creo que Miguel Ángel fue tan buen artista como yo o inclusive mejor,
dentro del campo de la filosofía te puedo mencionar a Hermes Trismegisto, y
a Napoleón, un excelente estratega militar, por darte algunos ejemplos.
- Entonces, ¿por qué debemos ser quienes los conduzcan? –insistió Max.
- Porque aun cuando en ciertos aspectos el hombre ha logrado
evolucionar más que muchas de las especies, la mayoría ha desaprovechado
sus capacidades –sentenció Cicerón–; las utilizan de manera egocéntrica, en
contra del resto del planeta y hasta de sí mismos.
- Al frente del imperio más grande y glorioso que haya existido en la
historia del mundo deberán estar los seres más grandes que lo habiten –
observó Alejandro al tiempo que rellenaba su copa y la de Max.
Rómulo fue certero y profundo en su intervención; llegaron a esa
determinación habiendo concluido que una de las razones cosmogónicas de
su existencia debía basarse en que a los hombres, producto de su naturaleza
frágil y fugaz, les era complejo alcanzar estadios elevados de consciencia. A
ellos, entre otras cosas gracias a sus largas vidas, les había sido permitido
desarrollar sus mentes y espíritus hasta alcanzar esferas superiores. Cerró su
comentario al señalar que el Imperio Perfecto debía ser dinámico, adaptable a
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las libertades de sus ciudadanos y entre ellos mismos; el medio por el cual
serían capaces de guiar a los demás duploukden-awi a esos niveles de
consciencia y también a los hombres.
A pesar de ser un hombre estudioso, a Max le costaba trabajo comprender
a la perfección los asuntos que se trataban en la mesa. Un tema en particular
le aquejaba: todas las dictaduras se habían levantado como defensoras de los
oprimidos, habían esgrimido razonamientos de equidad y justicia social.
Siempre habían alegado que, a través de sus regímenes alcanzarían la
felicidad primero sus ciudadanos y luego el resto de la humanidad; una vez
tomado el control retiraban la máscara que los había ayudado a empoderarse,
dejaban a los hombres en circunstancias tan precarias como aquellas contra
las que habían luchado y sólo otorgaban los beneficios al nuevo grupo
gobernante. Ese pensamiento lo llevó a preguntarle a Rómulo:
- ¿Y supongo que el ser grandioso que guiará al Imperio Perfecto eres tú?
- No, Max, serán tú y tu loba alfa –refutó con cordialidad.
La respuesta lo dejó desarmado. Cerró los ojos por unos instantes y
suspiró tratando de exhalar el peso que ponían sobre sus hombros. Después
argumentó:
- No soy el ser más grande del planeta. No soy un hombre virtuoso,
mucho menos perfecto. No cuento con las características que ustedes
enumeraron que debía tener el líder. Cualquiera de ustedes es mucho mejor
que yo.
- Para eso estamos aquí, para formarte y para servirte de apoyo en la gran
encomienda, que, de cualquier manera, no habrás de emprender solo –le dijo
Boadicea con un tono suave que ayudara a Max a tomar las cosas con
serenidad.
El muchacho remarcó, a pesar de lo que Boadicea le asegurara, en que
sopesaran su postura; todavía no estaba convencido de ser un duploukden-aw
prifûno, por lo tanto, no creía, al menos por ahora, ser el sucesor de Rómulo. Si
no había aceptado eso, seguro porque no lograba asimilarlo todavía, mucho
menos podía pensarse como el futuro guía de ese reinado. De un ánimo más
esperanzador, también sincero, aceptó que no era algo que nunca fuese a
creer. Les pidió, para terminar, ya no se abundara en la cuestión.
- Muy bien, me parece justo –concedió Rómulo mientras tomaba el
último pedazo de ave que había en su plato, lo que permitió que alguien más
continuase con la plática.
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Con la intención de darle un pequeño giro a la conversación, Alejandro
indagó:
- ¿Y qué pasará con aquellos que se han separado de nosotros, en
particular con César y con los que lo siguen?
- César, como el resto, deberá reconocer el liderazgo de quien
determinemos como guía –reviró Rómulo, sin aclarar quién sería; no quería
perturbar más a Max y quedaba muy claro a quién se refería–. La manada
sólo puede tener una pareja líder. Ya es tiempo de que César acepte las
cualidades que posee y aquéllas de las que carece. ¡Nounn genase'señ ann seiz unis
duploukden-aw prifûno! –profirió el primer hombre lobo dando un golpe seco en
la mesa; era evidente que el tema lo alteraba–. Es algo que debemos resolver
a la brevedad.
- Quien de verdad sabe de qué habla, no encuentra razones para levantar
la voz –expresó el pintor florentino con sequedad y con la mirada fija en
Rómulo–. No es propio de ti mostrar ese temperamento.
- Es cierto Leonardo. Sin embargo, cualquier antipatía hacia César está
más que justificada –rebatió Cicerón con mayor elocuencia que la que
desplegaba al defender alguna causa o persona en el foro romano, más de dos
milenios atrás–. Es preferible que un hombre externe su odio, en lugar de
aguardar la oportunidad para traicionar a sus supuestos amigos, tal y como
hizo César.
Un profundo silencio se había hecho en el comedor. Esos comentarios y
los que siguieron ayudaron mucho a que Max reflexionara, de nuevo, sobre si
los personajes con quienes compartía la cena eran quienes sostenían ser.
Rómulo era fantástico; sólo alguien en verdad virtuoso aceptaría ser
contravenido de esa forma sin molestarse y sólo los ahí reunidos se atreverían
a hacerlo. Aristóteles añadió:
- Tú lo has dicho, Marco Tulio: no está mal que un hombre exprese su
odio, Rómulo no es un hombre. Yo esperaría que, a estas alturas, en su
ascenso al templo de la virtud, en el corazón de nuestro guía no haya odio
hacia ser alguno.
El hijo de la virgen vestal Rea Silvia tomó aire y dijo:
- Dudo que los dioses inmortales hayan puesto una prueba mayor a mi
paciencia que la personificada en César, y a pesar de todos sus crímenes,
siendo el más grande haber ocasionado la Bêlez aba Caktêhñ abo Fradeunazi, no
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hay odio en mi corazón hacia él. Incluso hay varios que están a su lado a
quienes todavía guardo estima y admiración.
Entraron Naïma, Kwon y Marketa y la plática se detuvo, no por
desconfianza sino porque deseaban que Max prestase el cien por ciento de su
atención. Naïma llevaba dos botellas de Oporto y los otros unas charolas de
plata, como el resto del servicio; la primera contenía mazapanes con la figura
de distintos edificios de Roma, como el Coliseo y el Foro Romano, y la
segunda, varios tipos de quesos, entre ellos Roquefort y Stilton. Retiraron los
demás platos, así como las botellas de vino blanco que ya se encontraban
vacías.
- Entonces, ¿qué haremos con los Proscritos y con los Disidentes? –
insistió Alejandro, deseoso de que se definiese una postura.
- Eso dependerá de ellos –aclaró Boadicea. Siempre conciliadora,
visionaria y, más que nada, sabedora de que cada quien debía ser responsable
de sus actos–. Al final del día no estará en nuestras manos hacerlos
recapacitar; será suya la responsabilidad.
- Como dijo Rómulo, es un tema que debemos resolver a la brevedad; lo
asentado por Boadicea es certero –manifestó Leonardo, dio un trago a su
copa y añadió–, de quienes más debemos preocuparnos es de los lamwadeni,
sobre todo de Aníbal y Ying Jien.
- A mi me preocupa cualquiera de las razas –comentó Cicerón–. Lo
sanguinario que caracteriza a algunos de ellos, los conduce a una temeridad
que no debe ser menospreciada.
- Es cierto que no hay que minimizar a ningún oponente –apuntó
Alejandro mientras tomaba uno de los mazapanes–. Sin embargo coincido
con Leonardo. Nuestra mayor atención debe enfocarse en la Raza de la
Eternidad y la del Dragón, sin su conducción las otras casas no se han
atrevido a atacarnos en una guerra formal.
- Pero la última de las Bêlezi adkep eani Agäkaden aba Morêl sucedió hace más
de dos siglos –observó el abogado romano–; hoy Drácula y Ahuizotl, que son
los más jóvenes, superan el medio milenio de experiencia acumulada, y
aunque sus ejércitos todavía son pequeños, las circunstancias no son las
mismas.
- Tienes razón, mi viejo amigo; aun así coincido con Alejandro –

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determinó Rómulo–. Un ataque masivo, que sería el único que nos
preocuparía, sólo puede ser orquestado por Aníbal o Ying Jien… sólo ellos
serían capaces de vislumbrar que la Bêlez pre ean Nevu Aelozh está por iniciar.
- Nuestro plan para confundirlos ya ha iniciado, ¿no es así? –cuestionó
Boadicea, quien con una sonrisa agradecía a su esposo le alcanzase algunos
mazapanes.
- El señuelo fue soltado y mordido por el clan de Aníbal –contestó el
militar macedonio–. Artemisia y Carlomagno fueron los responsables de
realizar la estratagema que elaboramos. Una de sus patrullas fue lo
suficientemente ilusa para creerse afortunados de toparse con Yoritomo y
sobrevivir al encuentro. En la empresa perdimos a Erdem, a Vasudeva y,
obviamente, a un aviteden.
- Es una sensible pérdida, mínima comparada con las que tendremos en la
guerra –señaló Leonardo con preocupación–. ¿Pero se aseguraron que
sobrevivieran lamwadeni, verdad?
- Sí, Leonardo. El plan se ejecutó tal y como lo diseñamos Rómulo,
Boadicea, tú y yo –respondió Alejandro–. Yoritomo se encargó de que
hubiese sobrevivientes que tomaran la carnada, que no fue otro que Gil, un
humano que formaba parte de los Accensi, el más débil en muchos aspectos.
De seguro, para estos momentos, ya lo habrán quebrado.
- Es muy probable que requiramos de otro señuelo para asegurarnos que
se lo traguen. Aníbal no estará satisfecho con la información que ha obtenido
–manifestó Rómulo aspirando el aroma de su copa–. Tendremos que hacer un
sacrificio mayor.
- ¿Por qué enviárselo otra vez a Aníbal, no sería más conveniente dárselo
a Ying Jien? –indagó Aristóteles.
- No, debemos buscar que uno de ellos no participe –respondió el hijo de
Marte–. De esa manera, quizá otra de las razas también se mantenga a raya, la
que siempre ha sido afín al antiguo emperador chino. Nos basaremos en el
profundo odio que nos tienen Aníbal y sus más cercanos allegados, en
especial a mí, y en la milenaria discrepancia que existe entre ellos dos.
Recuerden que después de la Bêlez adkep ean Sêrpant-un Duplou Cafalenn nunca
más se han vuelto a aliar.

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- En algún momento de la Bêlez pre ean Nevu Aelozh lo harán –pronosticó
Cicerón, acariciando su barba con el dorso de la mano izquierda.
- Será nuestra labor que esa alianza se retrase lo más posible, o evitar que
suceda –señaló Rómulo.
- Ocurrirá, aun cuando las posibilidades sean mínimas, así será –profetizó
Aristóteles–. Que no quepa duda en nuestras mentes que tendremos que
enfrentarnos a todos ellos.
El rostro de Rómulo mostró una extraña mezcla de mueca y sonrisa, y
añadió:
- Por desgracia tienes razón. Lo que hoy me preocupa es el plan que
hemos empezado, es muy probable que conlleve un ataque de la Raza de la
Eternidad y de otras más. Continuaremos esta discusión después, es tarde y
requerimos descanso. Los dioses inmortales dispusieron que las demás
criaturas necesitasen del sueño y, por más que nos esforcemos, no podríamos
contravenirlos. En especial Max, quien en verdad ha tenido días muy agitados
y llenos de novedades.
Al escuchar su nombre, el joven sacudió la cabeza, como si tratara de
librarse de la hipnosis en la que lo había atrapado la reciente parte del
coloquio. Intentaba comprender por qué habían recibido ese nombre las
guerras mencionadas, cuándo habían sucedido y quiénes habían participado,
y como muchas otras preguntas, debían aguardar para ser contestadas. Sólo
respondió:
- ¡Estoy exhausto! Aunque algo me indica que los días ajetreados apenas
comienzan.
Alejandro, que estaba sentado a su diestra, puso la mano sobre el
antebrazo de Max y con mirada afable le dijo:
– En comparación de los años que se avecinan, ni siquiera podrían ser
clasificados como agitados.
Al ver la reacción de Max ante el comentario de su cónsul, Rómulo
sugirió:
- No te preocupes por el futuro, este irremediablemente llegará y no está
en tus manos evitarlo, tu labor consiste en decidir cómo enfrentarlo.
Dieron por terminada la cena y abandonaron los asientos. Al cruzar la
puerta del comedor, Aristóteles se acercó a Max, le paso el brazo por los
hombros y le susurró:
- Estoy seguro de que en el momento indicado harás lo que deba hacerse.

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Capítulo VII. Sokun Romuzo

El sol se ocultaba y en su lugar comenzaba a salir una luna que mostraba que
en sólo un par de días más llegaría a la fase plena. Mientras Max, Rómulo y
los demás hombres lobo se reunían en esa gran cena, separados por el
Mediterráneo, aquel mar que más de dos milenios atrás fuese testigo de las
Guerras Púnicas, la segunda de las cuales tuvo como actores a un licántropo y
a uno de los padres de los vampiros, Aníbal y Cleopatra se deleitaban con la
sangre que extraían de una joven de no más de quince años de edad. El
primero la tomaba por uno de los brazos y la segunda por una pierna. El
líquido carmesí se le escurría a Cleopatra por entre las comisuras de los
labios. Los forcejeos de la inocente púber fueron tan inútiles como su
resistencia a no quedar inconsciente; aceptaba que su tierna vida se le iba y
nada podía hacer para evitarlo.
- ¿Qué podrá demorar tanto a los demás? –inquirió Aníbal limpiándose la
boca con el dorso de la mano–, fueron convocados desde ayer y deberían
conocerme; no es recomendable hacerme esperar.
- ¿Por qué en lugar de desesperarte no tomas un poco más lo que esta niña
nos brinda? Es joven, su sangre es muy buena y todavía queda suficiente para
ambos –lo invitó Cleopatra, que vestía una preciosa blusa de algodón egipcio
color azul obscuro y falda dorada.
- Sabes bien que sólo a los zenolk se las extraigo toda –asentó el señor de la
Raza de la Eternidad, quien portaba una camisa de un color idéntico a lo que
bebía y unos pantalones tan negros como sus cabellos–. De los nebutsen-Nafluku
sólo tomo los primeros litros. Lo demás no me gusta. Siento que ahí se
encuentra almacenado su temor a la muerte, y queda con un dejo amargo y
una sensación fría. En cambio, al inicio puedo percibir hasta el latir acelerado
de su corazón y su desesperación al saber cómo consumo su hálito. Eso la
hace más cálida y dulce.
- Aunque haya perdido el conocimiento todavía percibo tibia esta sangre,
siento cómo bebo también su juventud y eso me ayuda a mantener mi mítica
belleza.
- ¿No me digas que ya tienes las mismas creencias que la mujer de Vlad?
- ¡Por supuesto que no! Yo no me baño en su sangre, la bebo –refutó la
antigua reina egipcia con disgusto–. Además mi belleza es muy superior a la
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suya.
- Estoy de acuerdo contigo, querida. En cuestión de féminas he superado
a todos, incluso al mismo Rómulo.
- Agradezco el cumplido; aun así te solicito no me compares ni con la
bruja bretona ni con nadie más.
Aníbal la tomó entre sus brazos y la besó con pasión, bebiéndose los
restos del festín que, como diminuto riachuelo, dejaba huella de su paso por
la barbilla y el cuello. Tres golpes en la puerta los interrumpieron.
La habitación era amplia y muy iluminada; un gran ventanal abarcaba uno
de los lados. Otro, estaba cubierto por relieves de grandes batallas
enmarcados en metal, y en el opuesto, una escultura de piedra empotrada: el
símbolo de Abraxas, considerado la máxima deidad de los nebutsen-zetamlig y por
ende, emblema de la especie.
- ¡Jaheni! –gritó el cartaginés.
Apenas entraban Hermann y Felipe cuando Aníbal ya les reclamaba su
dilación. Pocos seres en la Tierra se atreverían a reprocharle algo al gran
guerrero germano, su mirada dura mostraba no tener compasión ni temor
hacia nada ni nadie. Hermann, de traje caqui con diminutas rayas blancas y
una camisa color amarillo pálido, explicó que el problema no eran ellos,
desde el día anterior estaban en la fortaleza. El retraso se debía a los demás
ministros y generales. El orquestador de la masacre de Teutoburgo agregó
que José y Mitrídates habían aterrizado hacía una media hora en su
aeropuerto; no tardarían en aparecer. Y añadió que Oliver y Yugurta venían
en camino desde el otro extremo del mundo, donde se encontraban
atendiendo un asunto de extrema importancia que el mismo Aníbal les había
encomendado.
- Me interesa mucho su punto de vista –asentó el orgullo de Cartago–;
aguardemos la llegada de los dos primeros.
Tomaron asiento alrededor de una mesa redonda hecha de acacia
bellamente tallada. El respaldo de las sillas, fabricadas con el mismo tipo de
madera, formaba un gran ankh.
Al notar Aníbal que su esposa había dejado en el suelo el cuerpo inerte de
la joven, que ya manchaba el impecable piso de granito blanco, hizo una
mueca y tocó un timbre oculto. Instantes más tarde apareció un guarda, justo
aquel con el que Felipe había tenido el altercado.
- ¡Deshazte de ese cuerpo y limpia el lugar! –ordenó el valeroso vástago
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de Amílcar Barca.
Felipe, ataviado con un jubón muy similar al del día anterior, en esta
ocasión verde esmeralda con bordados de hilo de oro, tomó un pedazo de
papel y una pluma para escribir unas palabras. Acto seguido se lo pasó a
Aníbal, quien después de leerlo volteó a ver a Felipe e hizo un gesto como
afirmando algo. Unos segundos después, el gran patriarca recostó la cabeza
contra el respaldo y mientras entrelazaba los dedos y los acercaba a su boca,
dijo con aire pensativo, ya sin importarle esperar a los ausentes.
- Entonces lo que tenemos es que Carlo y su legión están en Florencia,
Temujin en Ancona, ¿y dónde está Alejandro?
- De Alejandro no sabemos mucho –reconoció Felipe. Una gota de sudor
que resbaló de su frente evidenciaba la preocupación que le causaba no tener
una respuesta adecuada–. Tanto Rómulo como el macedonio han estado en
constante movimiento en los últimos meses, ninguno de ellos permanecía por
más de un par de días en el mismo sitio, hasta que los perdimos… o mejor
dicho, los perdieron los espías que dirige José.
- ¡Maldita sea, Felipe! ¿Qué utilidad me brinda que culpes a otro de tu
ignorancia? –gritó Aníbal levantándose del asiento. El aludido deseó que en
verdad los vampiros pudieran transformarse en niebla, o al menos en
murciélagos, para escapar por la ventana–. ¡Esos dos son la clave! Lo demás
es intrascendente. Enterarnos de las posiciones e inclusive de las órdenes
dadas a Carlo y a Temujin, o advertir que se reúne una gran cantidad de zenolk
en Europa, es por completo inútil sin esa información. Si ni el perro mayor y
su principal lacayo participan, antes de pensar que preparan una gran
ofensiva, me inclinaría por creer que organizan un enorme aquelarre.
- Apostaría a que están en Roma –comentó Cleopatra con tranquilidad,
parecía no haberla perturbado la alteración de su cónyuge.
- ¿Cómo has llegado a esa conclusión, Cleopatra? –inquirió Hermann sin
cuestionarla, sólo deseoso de conocer el discernimiento de la reina egipcia, a
quien le guardaba un profundo respeto y admiración.
- Muy simple, general. Según lo que nos informó el humano, dos de los
cónsules de Rómulo se agrupan en un lugar en específico con su legión
completa. Si así es con dos, dudo que no sea así con el tercero. El nebutsen-
Nafluku dijo que debía entregar su informe a Escipión en Roma. Si el falso
africano está en la ciudad corrupta, ahí debe estar Alejandro, y como bien
dijo mi esposo, el cerbero mayor no llevaría a cabo una empresa importante
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sin su cónsul más cercano y experimentado.
- Tengo que aceptar que has llegado a una dedución bastante interesante –
reconoció Hermann, complacido de la sagacidad de la hermosa mujer–; pero,
¿no creen que hemos revelado información importante enfrente de quien no
debería escucharla?
- No hay de qué preocuparse. Todos aquí somos de confianza, ¿no es así,
Amin? –preguntó Aníbal al custodio que limpiaba el piso–. Por cierto, ¿qué
te ha hecho demorarte tanto?
- Perdone, mi señor. Quedaron varias manchas de sangre regadas por el
piso, ya estoy por terminar –se apuró en contestar–. Y por supuesto que
pueden confiar en mí, de hecho, no he escuchado nada.
Aníbal no insistió, fue distraído por dos individuos que aparecían por el
umbral. El primero era de cabello rubio y largo, lo llevaba recogido con una
cola de caballo, usaba barba completa poco crecida; portaba traje negro con
playera blanca y era tan alto y corpulento que hacía ver a los demás
pequeños, en especial al sujeto que lo acompañaba. El segundo cumplía a la
perfección el estereotipo del vampiro; la delgadez casi enfermiza y las
profundas ojeras lo hacían lucir como la caracterización hecha por Max
Schreck en Nosferatu o, en tiempos más recientes, por Willem Dafoe, a pesar
de no ser calvo, ni tener orejas tan puntiagudas, ni vestir de negro; este
personaje llevaba un impecable traje de tres piezas color azul obscuro. Era
probable que en una de las malévolas e ingeniosas bromas que tanto le
gustaba jugar, hubiera asesorado a los creadores de las novelas y películas,
empezando por Stocker, con lo que le hizo creer al mundo que el primer
vampiro había sido Drácula, honor que no hubiese querido adjudicarse para sí
mismo para no mezclar su nombre, pero sí que la imagen del vampiro se
inspirara en él. Así logró que se expandiera el mito en torno a sí y no a su
creador, al menos mientras fueron concebidos como seres poco atractivos,
sería hasta después que aparecerían los vampiros galanes.
- José, Mitrídates, me alegra que estén aquí –declaró Aníbal con sincero
entusiasmo.
- Hemos venido tan pronto como nos dijeron que nos requerías –contestó
el sujeto fornido, que no era otro que Mitrídates VI Eupátor.
- No me gusta que me hayan hecho esperar, no debemos perder más
tiempo –señaló Aníbal subrayando el retraso de sus subordinados–. El motivo
por el que los convoqué…
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- Es para analizar la situación sobre la aglomeración de zenolk en Italia –
comentó el otro hombre con notoria sobriedad–. Justo le compartía mis
puntos de vista a Mitrídates en el avión.
- ¿Cómo lo sabes? –indagó el célebre cartaginés.
- Buen jefe de tus Servicios Secretos sería si no lo supiera –manifestó
José con seguridad, cuidándose de no caer en presunción, mientras tomaba
asiento–. También sé que te trajeron al humano que capturó la patrulla de
Hermann. Supongo que ya lo interrogaron.
- Tienes razón en lo que has dicho –concedió Aníbal–. ¿A qué conclusión
has llegado?
- No quisiera aventurarme sin poseer los datos completos –indicó José, no
en un tono de disculpa sino de explicación–. Mejor díganme qué testimonio
les dio el nebutsen-Nafluku.
- ¡Vaya! Algo que no sabe el gran José Fouché –expresó Felipe con
sarcasmo.
- Lo sabría si me hubieses mandado el correo electrónico que te solicité –
reclamó Fouché.
- No quise arriesgarme a que fuese interceptado, de cualquier manera ya
venías en camino y sólo hubiese servido para que te vanagloriaras más –
espetó el otrora rey de Francia.
- Los mejores hackers del mundo requerirían años para descifrar uno solo
de los dispositivos de seguridad que ha diseñado mi gente –observó Fouché
con una tranquilidad que contrastaba con la animadversión de su detractor–.
No te preocupes, Felipe, lo hecho, hecho está, no pienso invertir valiosos
minutos en una discusión así. Siempre he asegurado que no se debe tratar de
enseñar a un puerco a filosofar. Desperdiciarás tu tiempo y sólo enfadarás
al puerco.
- ¿A quién llamas puerco? ¡Si existes es gracias a la nación que yo
edifiqué! –reclamó Felipe de pie, inclinado sobre la mesa y sacado los
colmillos, presto para atacar.
La postura tranquila de Fouché no cambió ante la amenaza; era
memorable su frialdad. Aníbal tronó los dedos, lo que hizo voltear a los
asistentes.
- ¡Al único al que le deben su existencia es a mí, recuérdenlo bien! Que
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nadie más reclame honores que no merece –sentenció–. Dejen sus riñas
estúpidas que tenemos asuntos serios que atender.
No bien terminaba la frase, volteó hacia el guarda y le gritó:
- ¿Y tú, estás limpiando o lamiendo las sobras que dejamos?
- No, monseñor. Ya terminé –contestó apresurado Amin–. Estaba por
retirarme.
- ¡Debías haberte deshecho del cuerpo primero! En cuanto lo hagas,
regresa con un par de botellas de vino tinto –ordenó Aníbal.
- De inmediato, mi señor.
Mitrídates siguió con la mirada al custodio en su camino hacia afuera. El
semblante del coloso póntico reflejaba intriga.
- Nunca he dudado de tu sabiduría, ¿pero en verdad no crees que ese
sujeto escuchó demasiado? –preguntó Hermann.
Aníbal explicó que Amin había osado enfrentarse a Felipe y le había
faltado al respeto; sería castigado. Los únicos con los que podría compartir de
lo que se había enterado sería con los demonios que conocería esa noche en
su bienvenida al infierno.
Mitrídates indagó si acaso no era el mismo sujeto con el que ya el otrora
rey francés había tenido algunas desavenencias. Felipe elogió la memoria del
antiguo monarca del Ponto ya que la última contrariedad con Amin había
ocurrido algunas décadas atrás.
- Pobre bastardo –musitó Mitrídates, apartando la vista del rencoroso
ministro.
Era bien sabido que Felipe envidiaba la posición de Fouché como jefe de
los Servicios Secretos de la Yinshuss Oleitum; se creía con el legítimo derecho de
ocupar ese puesto por ser mucho más viejo, aunque nadie compartía su
parecer. Las frustraciones del que fuese uno de los reyes más poderosos de
Europa eran descargadas con aquellos desafortunados que se hallaban en una
posición jerárquica menor. Para su desgracia, Amin se había convertido en
uno de sus blancos predilectos, razón por la que fue degradado en un par de
ocasiones. Al negarle tantas otras cosas, Aníbal consentía los berrinches de su
ministro más viejo pero menos brillante.
Cleopatra aprovechó para resumirle a los recién llegados lo que Gil les
había confesado, así como su hipótesis con respecto al paradero de Rómulo y
Alejandro Magno.
- ¿Pero cuál puede ser el motivo de reunir semejante fuerza? –cuestionó
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Felipe, pasándose los dedos por sus cabellos dorados, atento a las reacciones
de Fouché.
- La única razón posible es iniciar una guerra –sentenció Hermann con
determinación.
- O preparar la defensa contra un ataque, como lo había comentado
Aníbal –añadió Cleopatra.
- ¿La pregunta es contra quién? –inquirió el patriarca. Su semblante
reflejaba que más allá de lanzar el cuestionamiento hacia sus subordinados, se
lo hacía así mismo–. Dudo mucho que sea contra Julio César.
Fouché señaló que debían suponer que la información obtenida del
soldado de Rómulo podía ser lo que él quería que pensaran. El prisionero
había sido un simple humano y era muy probable que lo soltaran como
carnada. Si deseaban estar seguros de conocer cuáles eran sus planes, debían
obtenerlos de fuentes más fidedignas.
Felipe, quien no perdía oportunidad para contradecir al antiguo diputado
francés, alegó que los espías les habían corroborado lo que el sujeto confesó,
remarcó que eran espías dirigidos por el soberbio Fouché y ejemplificó que
las tropas de Carlomagno se estaban desplazando hacia Florencia y las de
Genghis Khan a Ancona.
El antiguo Ministro de Policía de Napoleón reviró a su molesto colega
señalando que era evidente que el hombre preso traería datos ciertos y
comprobables; sus enemigos no los tratarían como estúpidos. Asimismo,
coincidió con la idea de Cleopatra, los agentes habían avistado a muchos
licántropos en Roma, algunos identificados como legionarios de Alejandro.
- ¿Entonces por qué no habríamos de creer lo que confesó el humano? –
cuestionó Felipe exasperado, dejando salir toda su repulsa por el
revolucionario–: ¡Maldito Fouché! ¿No será que como es tu costumbre
apuestas a ambos bandos y quieres confundirnos?
- Prefiero ser recordado por la habilidad para mantenerme en el poder,
que por las tonterías que llevaron a una dinastía a ser suplida por otra –
manifestó Fouché sin perder la ecuanimidad y sin siquiera dirigirle la mirada
al colérico juez de los Templarios.
- Felipe, es mejor que escuchemos lo que dice José –sugirió Cleopatra
con delicadeza–. Sus análisis siempre han sido de gran valía para nuestra
casa.
- No cabe duda de que las personas más insoportables son los hombres
que se creen geniales y las mujeres que se creen irresistibles –siseó Felipe en
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un tono casi inaudible, pero no para los asistentes.
- ¡Shauir kidun leta, Pezipe! –ordenó Aníbal, golpeando la mesa con ambos
puños sólo con la fuerza necesaria para mostrar su enojo, cuidándose de no
hacer daño al delicado trabajo de carpintería. Sin cambiar la modulación de
su voz aclaró–: ¡No toleraré insultos a mi mujer, ni esa indisciplina!
Por fortuna para el que fuese conocido como el Rey de Hierro, Amin
llamó a la puerta y entró con una bandeja de oro con dos botellas de Château
Mouton-Rothschild y seis copas de cristal, que colocó frente a cada uno de
los presentes y las llenó. ¡Qué ironía! El guarda del que había pedido la
cabeza acababa de salvar la suya. Amin esperaba que cuando terminase de
servir, junto con la última gota de vino cayese el golpe que acabaría con su
existencia.
Cleopatra aprovechó la distracción y continuó con la conversación. Aun
cuando el otrora rey francés no fuese su preferido dentro de los ministros, lo
consideraba un hombre valioso dentro de la organización y, a pesar de lo que
pudiese pensar Felipe, las virtudes de la reina egipcia no se limitaban a su
belleza.
- Si no son las posiciones de su ejército, ¿dónde está el engaño de los
sabuesos del infierno, José?
No fue Fouché quien contestó sino Mitrídates, quien señaló que de eso
justamente hablaban en el camino a Túnez. Aseguró que Rómulo sabía que
un despliegue de fuerzas así no pasaría inadvertido; las Kjamtun Yinshuss, Julio
César y quizá hasta los Disidentes estarían preocupados en saber si sus
enemigos preparaban un ataque, y más que nada, quién sería su objetivo.
- Estarán de acuerdo en que no podemos permanecer como meros
espectadores –expresó Hermann ofuscado ante tal posibilidad. Él, su líder y
la esposa de este, así como los demás generales y algunos otros destacados
miembros de su clan habían sufrido el poder aplastante de Roma desde su
trayecto como humanos y, en su ulterior vida, el odio había sido
redireccionado hacia los licántropos–. Espero que ninguno se sienta
amedrentado por el alarde de poderío de nuestros peores enemigos.
- No debe existir esa preocupación en ti. Durante milenios nos hemos
enfrentado al tirano y nunca los dioses han infundido temor en nuestros
corazones, al menos no en aquellos que los honramos con aceros y sangre en
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el campo de batalla –declaró Mitrídates, asegurándose de no zaherir a quien
no quería, para lo cual cruzó por unos instantes su mirada con la de Felipe al
pronunciar las últimas palabras–. No obstante, el desasosiego de nuestro Abato,
que no es temor, radica en los más de cuatro mil quinientos zenolk que
componen las legiones de Rómulo, sin contar a los que tiene dispersos en
otras tareas, que no deben ser menospreciados si en verdad buscamos la
victoria; y aunque su ejército no sea mucho mayor que el nuestro, el suyo se
reúne con un propósito mientras nosotros divagamos.
- He pensado que una posibilidad es que si no es una maniobra ofensiva,
entonces protege algo –señaló Aníbal dando un buen trago a su vino.
- Es una opción, otra es que quieran conducirnos a una trampa –observó
Fouché.
- ¡Putísima madre! –exclamó Aníbal, que se levantó enfadado–; no
necesito que me den más alternativas de lo que probablemente no es, sino que
me aseguren lo que es.
En pleno enojo, los ojos de Aníbal dieron con Amin, que seguía en la
habitación, y le gritó–. ¡Si ya acabaste, repórtate con tu oficial superior y
aguarda instrucciones!
Sin decir palabra, Amin bajó la cabeza y salió de prisa de lo que suponía
sería su cadalso. La fortuna le había sonreído y le había otorgado una
prórroga. De él y de las decisiones que tomara dependería que esa extensión
fuese más allá de un par de horas.
Tampoco los demás se preocuparon por Amin, cada uno tenía bastante
con el enfado de Aníbal y buscaban algún dato relevante que darle para paliar
su cólera.
- Hay una debilidad en tu hipótesis, José –indicó Hermann tan pronto
como pudo expresar algo que mitigara la molestia de su jefe–. Si el propósito
de Rómulo fuera conducirnos a una trampa, no creo que lo hiciera en una
ciudad tan poblada como Roma; más aún, que quisiera llevar a cabo una
guerra en el corazón de su amada metrópoli.
Mitrídates se adelantó a Fouché y comentó que no consideraba que
buscasen conducirlos a Roma, si ese fuera el caso. La posición de las legiones
formaba una especie de triángulo, por lo que él se inclinaba a pensar que si
protegían algo o preparaban una trampa sería en un punto en el centro en
donde, en el momento propicio, convergieran las legiones.
El guerrero germano replicó que incluso así sería imposible realizar una
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batalla de tales dimensiones sin mostrarse al mundo entero. Cleopatra añadió
que en esos tiempos ni aun en la Antártica podrían tener una guerra de las
proporciones de antaño sin que se enterasen los humanos.
- La mayoría de las grandes potencias humanas se encuentran aliadas o
hasta subyugadas por ellos o por alguna de nuestras razas, otras están
conscientes del poder que ostentamos, y las demás son tan prescindibles
como los nebutsen-Nafluku en sí mismos –comentó Felipe con desdén–. Por otro
lado, casi la totalidad de los medios de comunicación son controlados por
nosotros o por ellos; nos sería sencillo ocultar un evento así.
Fouché señaló que cada gobierno aliado a los licántropos o a ellos tenía
una agencia secreta dedicada a atender los asuntos relativos al tema. Observó
que eran pocos los hombres que sabían de su existencia y agregó que si se
habían mantenido así era porque desde hacía siglos no habían hecho algo que
fuese imposible ocultar; sin embargo, un suceso de esa magnitud
trascendería, por lo que sería sumamente complicado evitar la fuga de
información.
- Con lo que me das la razón –interpeló Hermann–. Rómulo no se
expondría al conocimiento del mundo entero.
A partir de que Amin había salido, Aníbal había permanecido callado, se
encontraba meditabundo, como en una especie de trance, en el que, no
obstante, escuchaba con atención las palabras que se decían. Comenzó a
acariciar con los dedos de su mano derecha el ankh que colgaba de su cuello
y dijo:
- No hasta la Mikrun Akyon Yokit.
- Es correcto Aníbal, pero no hay nada que nos indique que está por
comenzar –refutó Hermann.
- Al contrario. El momento para que se cumpla la profecía está próximo,
quizá más cerca de lo que creemos –manifestó el extraordinario conquistador
cartaginés con seriedad mientras reposaba la mirada en sus criaturas–. Estoy
convencido de que ya nació aquél del que habla la profecía, y su llegada es
un signo inequívoco de que la guerra va a iniciar.
- Pero aun cuando sea verdad, si no se ha hecho presente y, sobre todo, si
no ha despertado de su gran sueño, la Mikrun Akyon Yokit no puede ser iniciada –
replicó el hombre que libertó Germania.

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- Te equivocas, Hermann –señaló Cleopatra cerciorándose de no perder
su tono conciliador–, el augurio dice que surgirá alguien que se interpondrá
en el camino del Sokun Abraxas y su imperio. A través de siglos de estudios, los
más doctos de nuestra casa determinaron que no son ni Rómulo ni Julio
César; aseguran que se trata de un zenolk, en lo que coinciden los eruditos de
las otras Yinshuss.
- Al que los Cinco Padres han denominado el Sokun Romuzo –completó
Hermann–. Conozco el oráculo, Cleopatra.
- Si el Sokun Abraxas ya nació, seguramente también el Sokun Romuzo –aseveró
Aníbal convencido–. De seguro el perro mayor lo ha encontrado y es lo que
resguardan.
- No creo que requiera protección el Sokun Romuzo, –comentó Felipe en un
intento desesperado por demostrar que él también era conocedor del presagio.
Agregó que según el agüero sería un ser en extremo poderoso. De resultar
cierto, cobraría más fuerza la hipótesis de que era una maniobra ofensiva y se
prepararían para atacar.
- Estoy convencido de que la posición de su ejército no es ofensiva –
señaló Mitrídates negando con la cabeza.
Cleopatra arguyó que era posible que el Sokun Romuzo no hubiese logrado
su transformación todavía, quizá necesitaría ser mordido como los demás; era
algo que no podían saber, pero de ser así, Rómulo o Boadicea indicarían la
fecha adecuada. Les recordó que realizaban un ritual para transformar a
cualquiera de los suyos, más aún tratándose del heredero del perro mayor.
- Desconozco el criterio con el que la bruja celta escogerá el momento
preciso –manifestó Fouché–, debe ser con cierta relevancia astrológica, ¿no lo
creen?
- Por fin coincido contigo, José –expresó Felipe con sarcasmo–. Aunque
también podría ser un día especial para ellos, como el aniversario de la
mutación de Rómulo.
- No tenemos ni idea de cuándo fue, ni forma de descubrirlo –replicó la
última faraona.
- Eso no es cierto, Cleopatra –la contradijo Felipe–. Bien sabemos
quiénes podrían esclarecer esto.
- Conocemos sus reglas, ellas no intervendrán –señalo Mitrídates con
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brusquedad.
- Habría que intentarlo –insistió el personaje con el que inicia la saga de
novelas «Los Reyes Malditos»–. Tú mejor que nadie…
- Yo, igual que cualquiera que las conozca, tengo presentes sus
condiciones y sé que no vaticinarán algo que repercuta en una batalla –asentó
el formidable guerrero póntico.
- A veces hasta yo dudo que pertenezcan a nuestra especie –comentó el
líder de uno de los dos clanes más poderosos de los hombres vampiro,
indicando con un disimulado gesto que su copa se había vaciado; Felipe se
apresuró a rellenarla–. Considero que todos tienen parte de razón; son
mínimas las posibilidades de que nos den algún dato de utilidad, pero los
tiempos actuales podrían hacerlas cambiar de opinión, y si alguien tiene
oportunidad de lograrlo eres tú, Mitrídates. Tan pronto como terminemos la
reunión, busca algo en la mansión que puedas llevarles como obsequio y
acude ante ellas. Su guarida no está lejos, por lo que estarás de vuelta pasado
mañana.
Felipe celebró la decisión de su Abato. Cleopatra recomendó que se
esperaran lo obvio, insistió en seguir con la lluvia de ideas. Les hizo ver que
en cuatro días más sería nueve de julio, fecha en que los romanos celebraban
la conclusión de las fiestas vestalias; además, coincidía con que esa noche
sería la primera luna llena, razones por las que le parecía propicio que los
lobos realizaran el ritual.
Fouché concedió la razón a Cleopatra. Agregó que podrían encontrar
otros aniversarios importantes, pero no creía que se demorasen en
transformar al Sokun Romuzo. El único inconveniente era que la fecha que
Cleopatra mencionó no les daba mucho tiempo para actuar. Por otro lado,
quedaba la posibilidad de que no lo hubiesen encontrado, y buscasen
allanarle el camino.
- ¡Maldita sea, otra vez! –exclamó bastante molesto el sujeto que se
atrevió no sólo a levantarse en contra del imperio más grande que haya
existido, sino a invadirlo–, siguen discurriendo entre las tres opciones y no
han llegado a nada.
- Perdona Aníbal, estamos ante una situación compleja, no es fácil
descifrarla con la celeridad que quisiéramos –reconoció quien fuese ministro
de Napoleón–. Sin embargo, tras recoger las opiniones vertidas, podríamos
eliminar un ataque como posibilidad, al menos uno convencional; con lo que
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las opciones se reducen a que protejan algo que, por cierto, creemos saber
qué es y la segunda es que nos quieran conducir a una trampa.
- En eso tienes razón, José –concedió Aníbal más tranquilo–. Ambas
alternativas nos conducen a que estamos por comenzar la Mikrun Akyon Yokit y
esa es una guerra que no debemos pelear solos. Convoquen a los demás Abato
Yinshuss, denle preferencia a los aliados tradicionales. José, tú encárgate.

Los asistentes se levantaron dispuestos a dejar el Gran Salón, salvo


Cleopatra y Aníbal. Este último se dirigió a Felipe y le dijo:
- Ah, creo que querrás decidir la suerte del guarda que nos atendió.
Con una sonrisa el antiguo rey francés agradeció la instrucción.

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Capítulo VIII. Destinos

Max se despertó un poco tarde; la noche anterior le había sido difícil conciliar
el sueño y no fue sino hasta bastante avanzada la madrugada que por fin el
cansancio lo venció. Previendo esa situación, nadie lo había molestado.
Removió las sabanas de seda azul celeste y salió de la cama. La pared del
lado izquierdo, acorde con la decoración del resto de la finca, era adornada
por una pintura: «Orfeo y Eurídice», de Jean Raoux. Al frente se ubicaba una
puerta de vidrio con marco de madera que daba a un balcón, a donde salió
Max.
La habitación debía estar arriba de la biblioteca; compartía la vista al
viñedo por el que había caminado hacía un par de días con Rómulo. A unos
metros de distancia distinguió a Paolo y Naïma. El joven no escuchaba lo que
decían, todavía no poseía el agudo oído de los hombres lobo –si acaso algún
día lo llegaba a tener–, pero las gesticulaciones de Naïma y el apuesto
pretoriano fueron suficientes para asumir que trataban un asunto serio.
A Max no le pareció pertinente entrometerse, se dio media vuelta y entró.
La pareja sí lo había notado y le dieron los buenos días. En el umbral, el
muchacho volteó de inmediato, contestó el saludo y explicó que no había
deseado interrumpirlos. Ambos le dedicaron una sonrisa y el guarda le
comunicó que Rómulo había salido para atender algunos asuntos, pero
Alejandro y Aristóteles le aguardaban escaleras abajo. El chico les pidió les
avisaran que se daría un baño y en breve se reuniría con ellos. Paolo añadió
que el desayuno se servía en el patio que estaba frente al comedor, ahí lo
esperarían. Con un movimiento de la mano, Max dio a entender al guerrero
milanés que había escuchado las indicaciones y entró deprisa para estar listo
en pocos minutos, tal como había anunciado.
Con Max fuera de escena, Naïma y Paolo continuaron su plática,
cuidando de no alzar la voz:
- A pesar de haber sido la que condujo la operación de investigación
sobre el muchacho, que como sabes se encontraba en el país en el que funjo
como comisaria, lo que me dio la oportunidad de conocer bastante de su
historia, hay algo en él que no acaba de convencerme.
- Sé a lo que te refieres –indicó el pretoriano atento a su desarrollado
sentido del olfato para constatar que no hubiese alguien en los alrededores–.
No niego que el chico posee estrella, aun así me cuesta trabajo creer que
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albergue tanto poder, pero no podemos obviar que Rómulo nunca se ha
equivocado al identificar a uno de los nuestros.
- Es cierto, pero no estamos hablando de un duploukden-aw común –
sentenció Naïma, sin ocultar su preocupación.
- Sea cual sea el papel que Max tenga que jugar, no ignoremos el que
nosotros habremos de desempeñar –declaró Paolo, para después, con un
gesto, indicarle a su esposa que callara. Alguien se acercaba.
Minutos más tarde Max llegó al patio, que en la parte techada tenía una
chimenea, cuya repisa albergaba una estatuilla del dios Ogmios y a sus
costados dos velas encendidas y dos vasijas con flores silvestres. Frente al
hogar había un mueble antecomedor de vidrio y hierro forjado, las sillas
tenían cojines verde olivo. Alejandro y Aristóteles lo esperaban. En la mesa
ya estaban dispuestos tres platos con frutas y dos jarras de jugo de naranja.
El chico se alegró de que también Alejandro vistiera pantalones de
mezclilla como él, sólo que aquél completaba el ajuar con una camisa blanca
en la que no se distinguía la mínima arruga, y él se había puesto el jersey de
su escuadra favorita de fútbol. El senador había decidido vestir con toga de
impecable blancura aprovechando la privacidad de la mansión.
Max saludó con cortesía a Aristóteles y al más antiguo pupilo de este, y
se disculpó por hacerlos esperar. El filósofo griego le aclaró que no tenía que
hacerlo, no sabía que lo esperaban. Alejandro señaló que como de
seguro estaba enterado, Rómulo había salido de la villa, pero sería un placer
para ellos compartir los alimentos y conversar con él. Max agradeció su
comprensión y disposición, añadió que a pesar de que todavía le costaba
trabajo aceptar muchas de las cuestiones expuestas, no dejaba de maravillarse
ante la mera idea de un coloquio más. Agregó que si no había tema en
específico, él tenía muchísimas dudas que le daban vueltas en la cabeza.
- Para eso estamos aquí –señaló Aristóteles animado por la sed de
conocimiento del joven–, y no tenemos otro asunto que el que desees
abordar.
Max quiso saber más de la naturaleza de los duploukden-awi; ya le habían
hablado de sus cualidades, pero quería conocerlas a fondo, y también las
debilidades. Enfatizó que las que él creía saber, resultaron mitos.
Alejandro y Aristóteles se mostraron complacidos ante la solicitud de su
incipiente alumno. El segundo manifestó que Rómulo había hecho bien en
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advertirles sobre la curiosidad del chico y aceptó que le gustaban sus
cuestionamientos, en especial que quisiera conocer las flaquezas: un hombre
que desconoce sus limitaciones carece de fortalezas. Concluyó pidiendo que
cuando se refiriese a los duploukden-awi no lo hiciera como si fuesen una
especie ajena a él.
Alejandro indagó si ya le habían hablado sobre la mayor fragilidad de un
duploukden-aw, que se ciñe en que el hombre no domine a la bestia. Max asintió
con un movimiento de cabeza. El antiguo comandante supremo de la Liga
Helénica aseguró que sería su perdición; haría cosas en contra de su voluntad,
iría a sitios extraños que podrían representar peligro para él.
- En lo que más debemos trabajar desde este momento es en enriquecer tu
espíritu –apuntó Aristóteles–. Una esencia poderosa trascenderá a la
transformación, no será sometida por nada, ni siquiera por la bestia desatada.
- ¿Y ustedes creen que mi espíritu sea lo suficiente fuerte para lograrlo?
Sería impreciso aseverar que Max ya creía ser un duploukden-aw. Sin
embargo, en su mente crecía la posibilidad; ya casi había aceptado que los
personajes con quienes interactuaba eran en realidad quienes reclamaban ser,
y el hecho de que fueran hombres lobo constituía una explicación lógica a la
inverosímil longevidad. Sumaba la dedicación empleada en convencerlo, que
le hacía a veces suponer que él contaba con las características para
convertirse en uno de ellos.
- Si lo que dice Rómulo es cierto, me convertiré en un duploukden-aw con un
poder extraordinario.
- Esa es una pregunta que sólo tú puedes contestar –señaló Aristóteles–.
La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos al realizar
actos de justicia; templados, por medio de actos de templanza y valientes, a
través de actos de valentía.
De nuevo, y aun habiendo escuchado las sabias palabras, Max dudó;
durante su vida había buscado la virtud, y en más de una ocasión había
fallado. Sabía que tenían poco tiempo de conocerlo, y así se los dijo, pero de
cualquier manera les solicitó que lo ayudaran a encontrar sus yerros.
Aristóteles le dijo que partían de un buen principio; evidenciaba solidez
moral aceptar que otros se los señalaran.

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- Sé que te hemos exigido mucho –manifestó Alejandro–; ten presente
que no tienes ni debes realizar solo la tarea que se te encomienda. Y lo más
importante, ten confianza en ti mismo. Compórtate como si el éxito fuera
inevitable y entonces así será.
Aristóteles tomó la palabra. Empezó por decir que lo que comentaría a
continuación quizá ayudaría a Max a disminuir, al menos un poco, las dudas
sobre lo especial que era. Señaló que Rómulo atisbó su llegada al mundo más
de dos siglos antes de que ocurriera. Él supo el momento preciso en el que el
chico fue concebido y desde entonces se inició la búsqueda. Explicó que
cuando un duploukden-aw es engendrado, la lectura que hace Rómulo en los
astros le da una idea casi exacta de la región donde sucede; información que
transmite a los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia. Empero, son los
datos que interpreta con el nacimiento los que utilizan para la pesquisa de la
persona, los otros sólo los usan como soporte.
Max cuestionó si acaso eran menos certeros. Aristóteles refutó: ambos
eran igualmente confiables. Detalló que en los primeros tiempos se basaban
en los dos, aunque siempre le habían dado mayor valía a los del
alumbramiento en lo que se refiere a la búsqueda. Más aún en esa época en
que, por ejemplo, una mujer podía ser fecundada en Australia y parir en
Suiza; por lo que si centraran la averiguación en la gran tierra del sur, nunca
lo hallarían. Al dar con el lugar preciso del alumbramiento, focalizaban qué
mujer del lugar había estado meses atrás en el sitio de la procreación. Agregó
que les ayudaba mucho que Rómulo conociera la fecha exacta, y así
eliminaban posibilidades hasta dar con el sujeto indicado.
Alejandro dedujo hacia donde se dirigía su maestro con el comentario, y
agregó que con los datos que les proporcionaba Rómulo y con la tecnología
con la que contaban, era suficiente para ubicar al pequeño a unas semanas de
nacido. Pero en ocasiones sucedía que la manifestación de las estrellas, a
pesar de indicar el momento exacto de la concepción y nacimiento, no le
mostraba el sitio con nitidez, y entonces la búsqueda se complicaba.
- Los casos más difíciles habían sido los de Boadicea y de Sif, pero
ninguno en los más de dieciséis mil advenimientos de duploukden-awi tan
complejo como el tuyo –añadió Aristóteles–. Además, en los años en que
nacieron ellas y tú, no nació ningún otro duploukden-aw.
- Supongo que Sif es la otra duploukden-aw prifûno –comentó Max.
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- Así es. De hecho tu posible pareja, ¿no lo sabías? –cuestionó el
senador– Creí que Rómulo ya te había hablado de ella.
- Sí, lo hizo, sólo que desconocía su nombre. Ese es otro tema sobre el
que tengo muchas dudas, pero hay algo más que me sorprende de lo que me
acaban de decir: si a los pocos meses o semanas de nacido un duploukden-aw es
encontrado, ¿cómo es posible que con ustedes no haya sucedido así?
Aristóteles señaló que la reflexión era imprecisa. La razón de que ellos, y
otros más, hubiesen permanecido entre los avitedeni se debía a que, dentro de lo
que las estrellas le revelaban al gran lobo alfa, vislumbraba que durante el
tiempo que pasara ese duploukden-aw con los humanos, desempeñaría una gran
misión. Entonces se mantenía a un lado, sólo observaba, hasta llegada la hora
de intervenir. Respecto a Sif, había alguien mejor preparado para tratar el
asunto.
Marketa llegó con una bandeja de plata, como de costumbre, con
omelettes a los tres quesos y espárragos asados, ambos platillos en utensilios
de fina porcelana. Al verla, Max la saludó con sincero entusiasmo y le
agradeció sus atenciones, actitud que fue del agrado no sólo de ella sino
también de los presentes. La vestal correspondió señalando que no tenía por
qué, ella se sentía complacida de atenderlo. Max le dijo que esperaba algún
día servirle tan bien como ella lo hacía con él. La sacerdotisa replicó con
amabilidad que ese no era su papel.
Max sabía que incluso cuando Rómulo habló de su incredulidad con los
miembros del Gran Consejo, no significaba que él debía externar con alguien
más sus dudas, por más familiarizado que estuviera con Marketa; por lo que
su respuesta fue muy atinada al aclarar que por lo que él sabía tampoco era el
de ella, y sin embargo lo hacía.
La vhestaz-un le regaló una sonrisa. No dijo nada más, recogió los platos de
la fruta y se retiró. Las palabras de Max alegraron a Marketa y también a
los comensales; registraron la humildad y prudencia del muchacho.
Alejandro retomó la plática. Señaló que, sobre las debilidades, y para
atender otra de las cuestiones planteadas, era probable que supiera que sólo se
aniquilaba a un duploukden-aw o a un vampiro destrozando su cerebro o
corazón. Max asintió y el antiguo rey macedonio entró en detalles: la única
forma en que se les mataba era arrancando, atravesando o despedazando
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cualquiera de estos dos órganos. Una herida superficial no era suficiente. Se
les podría dañar alguna otra parte del cuerpo considerada vital con una espada
o vaciarles el cartucho completo de una pistola; el suprahumano no moriría.
Las cualidades físicas de ambas especies hacían muy complejo que un aviteden
lograra tal cometido. Un hombre lobo o un lamwaden bien entrenado
esquivarían sin mayor dificultad el disparo de un arma de fuego. La habilidad
del blanco sólo podía ser contrarrestada por otro de propiedades similares, o
por la suerte excesiva de un atacante humano.
Alejandro añadió que cada uno tenía su propio estilo de lucha. Había
quienes preferían ir al campo de batalla con las manos desnudas y quienes
gustaban de ir acompañados de algún tipo de espada, mazo o lanza, pero el
adiestramiento con las armas era obligatorio para todos; además de que en las
legiones se contaba con cuerpos especializados en distintos armamentos.
Agregó que en las guerras utilizaban animales de ataque. Max inquirió si se
refería a perros. El hijo de la princesa Olimpia señaló que aludía a bestias
mucho más fuertes y feroces, entrenadas: lobos, tigres, jaguares, osos, en fin,
especies que en verdad causaran daño en las filas enemigas, que si bien
difícilmente lograrían matar a uno de ellos, harían lo suficiente para sacarlo
de combate por un rato o al menos distraerlo para que otro asestase el golpe
letal. Extasiado con la explicación, el muchacho preguntó si era posible
desviar el golpe de una espada con sus manos.
- Sí, si no golpeas el canto afilado; si ese lado diera en la mano, brazo o
cualquier otro punto del organismo, te lo cortaría. Somos hombres lobo, no
hombres de acero –bromeó Alejandro, puntualizando que sus garras eran tan
fuertes y, en algunos, hasta más que el acero, así es que con ellas no tendría
problema. Le sugirió confiar más en la agilidad, experiencia e inteligencia,
para que fuera él quien asestase el primer golpe, o en su defecto que lo
detuviese cuando apenas había iniciado el ataque y, como último recurso,
desviara el golpe con sus garras.
Abundó en que algo importante que debía tomar en cuenta era la rapidez
y agilidad de los lamwadeni, pero no lo serían más que él, no los comunes. Los
duploukden-awi por lo general eran más fuertes, salvo algunas excepciones de
vampiros de increíble poderío, en especial los cinco padres. El oído de los
vampiros superaba al de los licántropos, el olfato de los estos era superior al
de los primeros, pero la mayor ventaja de sus enemigos estaba en que cada
vez que surgía el padre de una raza, sus nacimientos se incrementaban en tres
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al año, por lo que desde la aparición de Ahuizotl, superaban en más del doble
a los de ellos.
Al escuchar de los padres de los vampiros, Max no frenó la necesidad de
tener más información. Alejandro respondió que ellos habían logrado su
transformación sin necesidad de otro. Por lo que sabían, cada Padre convertía
a tres vampiros por año y sólo reconocía a esos tres individuos. Las razones
las desconocían. Actualmente eran cinco padres: los dos primeros fueron
Ying Jien y Aníbal, más de seis siglos después había aparecido Atila y casi
un milenio más tarde, Drácula y Ahuizotl.
Max supuso que también debían contar con ciertas características para ser
transfigurados. Alejandro le dio la razón y le indicó que, sin datos precisos,
sabían que era con base en su nacimiento y supuesta muerte como humanos.
El muchacho añadió que según tenía entendido, varias culturas ligaban el
vampirismo con acontecimientos que se daban en el parto, otras lo basaban
en el desceso; por lo visto eran ambos.
Max volvió al asunto del combate y preguntó si había quienes utilizaran
armas de fuego. El general macedonio respondió que nadie, ni siquiera los
lamwadeni; eran consideradas armas sin honor. La lucha debía ser cuerpo a
cuerpo, de otra forma la victoria carecía de gloria.
- Por lo que dices, una batalla entre duploukden-awi y lamwadeni debe ser un
espectáculo sublime –comentó Max, proyectando el suceso en su mente.
- ¡Cuidado muchacho! No veas la muerte como algo espectacular, el
siguiente paso es disfrutarla y después adorarla –recomendó Aristóteles, con
precaución de advertir, no de reprender–. Los valores morales quedan bien
expuestos a través de la revelación de los deseos. El mayor combate será
contra tus pasiones. ¡Véncelas y en verdad serás poderoso!
Con una simple mirada Max expresó que comprendía la lección, pero la
excusa que dio fue poco afortunada; dijo que se dejó llevar por la emoción al
pensar en las habilidades con los que contaría en el supuesto de ser un
duploukden-aw. Con dureza, pero a la vez con paciencia, el filósofo le invitó a
no maravillase de sí mismo. Narciso lo había hecho y fue su perdición; había
miles de ejemplos del tipo.
De nuevo el joven discípulo aceptó con un gesto la suave reprimenda, sin
ningún atisbo de fastidio ante los consejos del maestro. Él les había pedido
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ayuda para reconocer sus fallas, no había cabida para quejas. Sin embargo,
profundizando en las vidas de los personajes con los que ahí se había
encontrado o de los que había escuchado, no creía que todos hubieran
seguido las enseñanzas del senador. Buscó fortalecer su punto, además de
poner a prueba la veracidad de todo el asunto, preguntando a Alejandro si
acaso él no disfrutaba cuando mataba a un enemigo.
El antiguo rey de Macedonia lo negó. Al contrario, aseveró tener gran
respeto por la vida; no apreciaba arrebatársela a nadie, reconociendo haber
matado a muchos humanos, lamwadeni e inclusive a duploukden-awi. Algunas
vidas con las que había acabado lo habían llevado a un profundo
arrepentimiento, las había llorado durante siglos y esa carga la llevaría por
siempre. Había otras muertes que no le había costado trabajo y que tampoco
le causaban pena, pero nunca se alegraba de ello.
- Lo que hice lo hice por alcanzar un fin más grande y lo seguiré haciendo
hasta lograrlo –concluyó con énfasis.
Aristóteles declaró que era radicalmente diferente matar a alguien por
alguna causa que sin esta, y no lo decía por justificar a Alejandro ni a
ninguno de los suyos; cuando se asesina sin mayor razón que el propio
regocijo, se carece de cualquier sentido de grandeza y honorabilidad, siendo
subyugado el espíritu por los más bajos instintos, lo que convierte a esa
persona en un ser despreciable.
Max entendió la lección. Preguntó algo más referente a las debilidades de
los duploukden-awi; si podían morir por causas naturales. Los helénicos dejaron
atrás el otro tópico, no era necesario seguir. La nueva cuestión era en verdad
interesante. Alejandro contestó que no era posible, al menos no por
enfermedad, aseveró ser inmunes a todas; de la misma manera que su piel
cicatrizaba una herida a velocidad inverosímil, el organismo sanaba al ataque
de cualquier enfermedad. Tampoco era posible que muriesen ahogados,
asfixiados o de otra forma semejante.
- Lo que no sabemos es si nuestra existencia tiene un final natural, es
decir, que muramos de viejos –señaló Aristóteles con voz reflexiva y fría–.
Hasta ahora ninguno de los nuestros se ha marchado de ese modo, habemos
quienes pensamos que tiene que ser así.
Max preguntó sobre qué bases lo aseguraba si nunca había sucedido. El
milenario filósofo contestó que ningún ser del cosmos era eterno, ni la Tierra,
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ni el Universo lo eran. Por lo que, sin que ninguno de ellos hubiese muerto
por el simple hecho de que su vida concluyera, recogía las experiencias de los
demás seres de la naturaleza y así llegaba a la hipótesis de que ellos no
podían ser inmortales.
Aristóteles continuó con el tema, señaló que había entre ellos quienes
pensaban que la llegada de Max era una señal clara al respecto. Respetaba
que el chico no se viese como sucesor de Rómulo, pero si deseaba que
expusiera sus ideas, era indispensable que se explayara. El nuevo discípulo
asintió y el maestro prosiguió. Aseguró que sólo debía haber una pareja de
duploukden-awi prifûno, por lo que el nacimiento previo de Sif y la aparición de
Max tenían como razón que la vida de Rómulo, quien era el más antiguo, y
posiblemente la de Boadicea, estuviesen por llegar a su ocaso.
- ¡Pero yo no quiero que Rómulo y Boadicea mueran! –clamó Max,
llevado más por el afecto que les profesaba, que por razonamiento–. Tengo
mucho que aprender de ellos, y no estoy preparado para sucederlos, en caso
de que así fuese.
- Esa no es decisión tuya, ni de ninguno de nosotros; puedes tener mil
planes para ti mismo, pero te aseguro que el destino sólo tiene uno guardado
para ti –sentenció Aristóteles, quien notó que por la amistad que comenzaba
a germinar en el corazón de Max, o incluso por el amor filial que le
inspiraban, su incredulidad decrecía–. Rómulo morirá cuando tenga que
hacerlo y si tiene que caer para que tú surjas, así será. Estoy convencido. Con
respecto a que no estés listo para sucederlo, concuerdo contigo, obviamente
no lo estás. Es labor nuestra mejorar tu preparación y llevarla a la plenitud.
Max preguntó qué les hacía sentirse tan confiados. Aristóteles le dijo que
se debía a que la naturaleza nunca hacía nada sin motivo y el que hubiese
nuevos lobos alfa, debía tener su razón. Grandes pláticas se habían registrado
en el Gran Consejo al respecto, por siglos se había abordado el asunto.
Algunos pensaban como el padre de la Ética, otros no estaban tan seguros,
ninguno descartaba la posibilidad.
- Créeme, muchacho, cuando te digo que a pesar de mis más de dos mil
años, tú has sido la causa de varias canas en mi cabeza.
- ¿Te molestó mi llegada al mundo, quizás porque la ves como la causa
por la que Rómulo deba morir? –indagó Max con abierta melancolía.
Aristóteles le aseguró que en lo absoluto le había incomodado; igual que
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todos la había celebrado con gran júbilo. Nadie lo culpaba por algo que no
había buscado. Las canas aparecidas en su honor, a él y a más de otro, eran
porque habían pasado noches en vela tratando de encontrar las respuestas al
porqué de su arribo y cómo debía cumplirse su sino de la mejor manera.
El joven insinuó que eso ya lo tenían resuelto. La noche anterior le
dijeron que su destino era lograr el Imperio Perfecto. Aristóteles lo corrigió,
le hizo ver que vislumbrar el futuro era un arte, no una ciencia exacta.
Muchísimas señales así lo indicaban, pero, como lo apuntara Rómulo, debían
mover las piezas del ajedrez con precisión, de otra forma tendrían resultados
adversos al buscado o, en el mejor de los casos, pagarían un precio
demasiado alto.
Max preguntó qué otros signos, además de su nacimiento, indicaban que
el momento del Imperio Perfecto era ese. El maestro le contestó que por un
lado estaban las lecturas en los astros, que no sólo Rómulo había hecho sino
también Boadicea, y por otro, los cambios tan drásticos en la naturaleza, en
especial los que vendrían, que conformaban prueba fehaciente de que una era
terminaba y por consiguiente una nueva surgiría. Consternado, Max señaló
que si debía entender que por su llegada se habían dado los desastres
naturales de fechas recientes; él pensaba que eran por el calentamiento global.
Aristóteles comentó que algunos sí eran consecuencia de la observación de
Max, pero el hecho de que existiese un agente que había acelerado las cosas,
no quería decir que no debieran darse; ni siquiera que ese agente no hubiese
sido previsto e inclusive tolerado.
Alejandro leyó en el rostro de Max la duda y, antes de que formulase
siquiera la frase, sentenció que ellos lo habían permitido. Narró que desde
muchos siglos atrás, en particular a raíz de la Revolución Industrial, se dieron
cuenta del daño que los hombres le causaban a la Tierra. Al poco tiempo de
iniciada, el fundador de Roma atisbó el nacimiento del muchacho y, aunque
al principio los demás desconocían la razón, su líder les impidió intervenir;
les dolió sujetarse a la instrucción, pero nunca habían dudado de la sabiduría
de su guía.
Max cuestionó cómo Rómulo sabía desde hace siglos en qué
desembocaría todo eso, aun teniendo conocimiento de su llegada. Aristóteles
enfatizó que no tratara de entender la sabiduría de un hombre que llevaba casi
tres mil años dedicado al desarrollo de su consciencia e inteligencia; añadió
que el vástago del dios Marte había sido el primero en pensar en la idea de
que la aparición del joven podría significar el surgimiento de una nueva era.
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Y concluyó que, en no pocas ocasiones en la historia del mundo, para que
una nueva época surgiese, otra había tenido que sucumbir.
Acongojado, Max comentó que si ello significaba que no había sido
figurativo lo que Rómulo había dicho el día anterior de que el mundo como
lo conocían desaparecería. Si entonces debería dar por cierto que las
catástrofes naturales seguirían hasta acabar con la Tierra, y todo para que él
creara el Imperio Perfecto. Ya no era nada más cuestión de que creyera, no
era algo que quisiera. Primero pensó y después lo externo, ¿qué podía tener
de bueno ese reino si se requería de tanto sufrimiento y tantas muertes para
lograrlo?
- El muchacho tiene potencial –indicó Aristóteles acariciándose las barbas
y viendo directo al cónsul–. Los hombres sabios no buscan el placer, sino la
ausencia de dolor.
- Max, de seguir por este camino, acabaremos perdiendo la guerra, y no
me refiero únicamente a enfrentamientos directos contra los lamwadeni; ojalá
que se limitara sólo a eso –expresó Alejandro–; es mucho más compleja. Sí,
implica luchas cuerpo a cuerpo, pero va más allá: ha sido y será una batalla
de ideologías y alianzas.
- ¿Alianzas? ¿Con quién? –preguntó Max desconcertado.
- Con los hombres –respondió Aristóteles con sequedad.
- ¿En verdad crees que hay mucho que rescatar del mundo? –prosiguió
Alejandro como si nadie lo hubiera interrumpido–. Tú mismo lo señalaste, el
calentamiento global acabará con la Tierra y los mayores culpables de ello
son los avitedeni y dime, ¿cuántas guerras se libran en este preciso momento,
cuántos atentados terroristas ha habido en la última semana, cuántos
homicidios, violaciones y demás actos brutales se realizan mientras nosotros
conversamos?
Max no pudo ni quiso rebatir los argumentos de Alejandro, y no por falta
de capacidad, sino porque sabía que tenía razón. El vencedor de la batalla de
Gaugamela declaró que parecía que ciudades y países enteros hubiesen
adoptado las enseñanzas de Atila y Drácula como una religión, y era probable
que así fuera. Señaló que hombres en lo individual, asociaciones y gobiernos
torturaban y asesinaban como si tuviesen la misma necesidad de alimentarse
de sangre que Erzsébet Báthory, Torquemada, la Quintrala o cualquier otro

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de esos seres hematófagos. Observó que una gran parte del planeta, por decir
lo menos, se regía por antivalores. Ambos grupos habían buscado alianzas
con los humanos, pero ninguno lo había logrado. Concedió que habría
inocentes que perderían la vida, personas de buen corazón que no llegarían a
ver un solo día de la Nueva Era, e insistió en qué esperanzas le daba al
mundo de seguir por el camino que llevaba.
Max no contestó, sabía que era estéril hacerlo, sólo que en su interior se
resistía, una vez más, a aceptar lo que le decían. ¿Y quién podría haberlo
hecho? ¿Quién podría coincidir con tal afirmación? Sólo un hombre vacío por
dentro, y no era el caso.
Al darse cuenta del conflicto interno por el que pasaba el joven,
Aristóteles intervino. Si bien lo que le diría no lo calmaría, podría impulsarlo
a, de una vez por todas, aceptar su destino. El más destacado de los discípulos
de Platón afirmó que, sin duda alguna, la era actual concluiría, y con ello se
marcaría el momento adecuado para fundar el Imperio Perfecto; de eso
tampoco había duda. Lo que permanecía incierto era si tendrían éxito, si
serían él y Sif quienes gobernarían, o su némesis.
Alejandro volteó abruptamente a ver a su preceptor, con una mirada de
sorpresa le dejó ver el asombro que había causado que revelase esa
información. Aristóteles le dijo con voz calmada que era lo adecuado, la
conversación los había guiado hasta el punto y era justo que el chico lo
supiera. Agregó que si Rómulo no hubiera confiado en su buen juicio, no les
hubiese encargado que tuviesen esa plática.
El candidato a ser iniciado no podía creer lo que escuchaba. La noche
anterior sólo logró conciliar el sueño luego de convencerse a sí mismo de
que, incluso cuando hubiese más noticias asombrosas, ninguna superaría lo
ya revelado. Una vez más se había equivocado.
- Max, como ya se te ha mencionado en varias ocasiones, Rómulo vio que
sucedería tu nacimiento siglos atrás –agregó Aristóteles antes de que Max lo
bombardease con un cúmulo de preguntas–. Él y Boadicea han dedicado gran
parte de sus vidas a la lectura de las estrellas y ellas han pronosticado el
advenimiento de la situación actual –el más viejo de los senadores se levantó
y empezó a deambular en torno a la mesa–. Años antes de la llegada de
Aníbal y Ying Jien, Rómulo descubrió algo perturbador en la lectura de los
astros, supo que nacerían dos grandes rivales para él, capaces de enfrentársele
y crear una raza que compitiera con la suya. Por más empeño y tiempo que
dedicó a estudiar las estrellas, nunca le revelaron la fecha exacta, mucho
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menos dónde se llevaría a cabo el evento. La situación se repitió con la
aparición de cada uno de los Padres. Rómulo y Boadicea no han podido
descifrar quiénes se convertirán en lamwadeni y, a pesar de que se topasen con
ellos antes de lograr su primera transformación, no hay nada que los
identifique, hasta su olor es el de un simple humano.
Aristóteles se detuvo y se inclinó hacia Max, le puso la mano derecha en
el hombro, lo vio a los ojos y le confesó:
- Si te decimos esto es porque durante las interpretaciones de los astros
que han hecho nuestros guías en los últimos siglos, han descubierto que
nacerá un nuevo hombre vampiro, más temible que cualquiera de los
anteriores.
- ¿Con lo que me quieres decir que así como nacimos Sif y yo para
suceder a Rómulo y Boadicea, nacerá un vampiro que heredará el lugar de
alguno de los que mencionaron?
- No exactamente, hijo –replicó el filósofo–. Desde sus inicios ellos han
estado divididos; el líder de cada casa posee total independencia con respecto
a los demás.
Alejandro se reincorporó a la conversa. Relató que hacía poco más de un
siglo, un gran espía había dado con una profecía entre los lamwadeni, según la
cual nacería uno capaz de unificar a las cinco razas, ya por la razón, ya por la
fuerza.
Aristóteles prosiguió, dijo que ellos también tendrían la posibilidad de
conducir el reinado que prevalecería tras el fin de esa era; razón por la cual le
habían dicho a Max que era incierto si lograrían el Imperio Perfecto.
Reconoció que nadie los había bendecido dándoles la exclusividad para regir
los destinos del mundo. Todo sería decidido en la Bêlez pre ean Nevu Aelozh, en
la que tanto él como su némesis desempeñarían papeles trascendentales.
- ¿Y él ya nació? –indagó Max.
- Estamos seguros de que sí, aunque no tenemos forma de comprobarlo –
señaló Aristóteles–; esa no es nuestra preocupación. Por el momento
debemos concentrarnos en protegerte y prepararte hasta que estes listo, y
entonces sí buscaremos concluir la batalla final antes de empezarla.
- Como de seguro ellos lo harán –vaticinó Alejandro con sobriedad.

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Capítulo IX. Los aliados

Esa misma mañana, antes de que Max se levantara, en un escenario distante


Aníbal se reunía con Hermann, Fouché y Felipe el Hermoso. Se encontraban
en el salón contiguo a la habitación del célebre cartaginés. El piso era de
jaspe y las paredes de malaquita, había un librero con volúmenes antiguos y
una figura de oro de Osiris; varios cojines de seda distribuidos a lo largo de la
sala y un ventanal abierto, que de estar en calma el ambiente hubiese
permitido escuchar el tronar de las olas contra las rocas, completaban la
decoración. Todos permanecían de pie. Aníbal estaba en verdad furioso.
- ¿Cómo es posible que se haya escapado ese infeliz? –acusó más que
preguntar, sin dirigirse a alguien en específico; sin embargo, Felipe sí se
sentía aludido.
No fue él quien contestó sino Hermann, señaló que nadie estaba enterado
que debían detenerlo; cuando el sujeto salió del Gran Salón se dirigió con su
oficial superior, tal y como le fue ordenado, sin mencionar que la instrucción
fue dada por el propio Aníbal. El ahora fugitivo dijo que el más célebre de los
Bárquidas le había hecho un encargo de urgencia, que debía salir cuanto
antes. El oficial no lo cuestionó, sabía que él había estado con los líderes y no
había razones para dudar de su palabra; se trataba un soldado ejemplar.
Aníbal, sin bajar el tono de voz, interrogó qué rango tenía el oficial.
Hermann respondió que era capitán. Aníbal lanzó una nueva pregunta para
cerciorarse si el sujeto en cuestión era indispensable en el campo de batalla.
El guerrero germano bajó la mirada con sumisión y contestó que, aun cuando
la indicada para contestar era Desdémona, teniente coronel de la guardia
personal del Abato, y de quien dependían tanto el prófugo como el capitán,
sólo su señor era imprescindible.
- Lo sé Hermann, pero en mi caso preferiría contar contigo en una lucha,
o con Mitrídates y Yugurta –asentó Aníbal por completo carente de
humildad, que nunca mostraba, y menos cuando la ira lo abrumaba.
Sin asomo de interés de que el oficial no sirviese en la brigada
comandada por Hermann, el Padre de la Raza de la Eternidad le instruyó para
que diera un castigo severo, acorde a la gran falta de pensar algo que no
debía, de hecho no debía siquiera pensar; prerrogativa que no figuraba dentro
de sus facultades.
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- Será como tú ordenes, Aníbal –musitó el teutón, a quien no le agradaba
perder soldados en reprimendas; no por misericordia, sino por pragmatismo.
- ¡Debe ser ahora mismo! ¡No se nos vaya a escapar también este imbécil!
–gritó Aníbal encolerizado de nuevo, y añadió que mandara de inmediato a
uno de sus coroneles para que se encargara del asunto.
Antes de que Aníbal siquiera terminara de vociferar las órdenes, el
germánico se comunicaba por el celular, presto a cumplir la encomienda.
- Mi señor, no quisiera distraer la cólera que sientes contra el oficial,
concuerdo contigo en que merece un castigo que sea ejemplar para los demás
–manifestó Fouché con cautela–, pero, ¿no deberíamos enfocarnos más en el
que huyó?
Lejos de irritarse, Aníbal se tranquilizó un poco con las palabras de
Fouché; le dio la razón y quiso saber si por lo menos alguien tenía idea de
dónde se encontraría el fugitivo. Por fin Felipe se atrevió a hablar, informó
que lo habían buscado por Cartago y en definitiva no estaba ahí. Fouché
intervino, acompañaba sus frases con un gesto de desprecio ante la
ingenuidad del otro ministro, y aseguró categórico que estaba en Italia.
- ¿Cómo puedes saberlo? –cuestionó Felipe molesto por el eterno
protagonismo de su compatriota–. ¿Has utilizado a tus espías y no lo has
compartido conmigo?
Con una frialdad que irritó aún más al otrora monarca, y sin siquiera
dirigirse a él sino al patriarca, Fouché explicó que no necesitaba de espías
para saberlo y, ahora sí, con la mirada fija en el compañero ministro, comentó
que si le hubiera externado el asunto, él le habría ahorrado la pesquisa.
Regresó la vista hacia Aníbal y dijo que sabía que el prófugo estaba en Italia
porque era lógico que fuera el destino elegido. Con palpable desprecio hacia
el escurridizo soldado, añadió que este sólo buscaba salvar el pellejo, contaba
con que la información que poseía le serviría, y al único al que le podría
interesar era a Rómulo.
- Mi querido, Fouché, no has cambiado un ápice en estos siglos –comentó
el vencedor de la batalla del lago Trasimeno, sonriente por primera vez.
- Claro que he cambiado, Aníbal –refutó–: he mejorado.
Todos rieron con el comentario salvo Felipe. Aníbal estuvo de acuerdo
con su ministro predilecto y se congratuló de tenerlo cerca. Para finalizar el
tema, al que ya le habían dedicado más tiempo del que merecía, ordenó que
fueran tras el desertor; debían concentrarse en Italia como lo había sugerido
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José. Acariciándose las barbas siseó que era probable que la mentada huida
hasta les fuera de utilidad y los guiara hacia el escondite del odiado enemigo.
Fouché se apropió del encargo. Sacó el teléfono celular de uno de los
bolsillos del saco y dio instrucciones de que siguieran al infeliz; que no lo
detuvieran, no al menos en tanto les pudiese servir de algo.
Un sujeto moreno entró en la habitación. El militar cartaginés inquirió a
bocajarro:
- ¿Glauco, estás al tanto del soldado que huyó y del oficial que lo
permitió?
El aludido asintió. Entonces, acercándose a la ventana para contemplar la
playa que era bañada por los tempranos rayos del sol, Aníbal preguntó cuál
debía de ser la pena del capitán por su estupidez. Hermann sugirió encerrarlo
un mes en las mazmorras sin alimento y sin agua. Durante ese lapso, a pesar
de que, como cualquier a otro nebutsen-zetamlig, la muerte no lo arrebatase por
causa de sed o hambre, cada vez que lo cubriera con su obscuro manto, el
dolor intenso sí estaría presente.
- Me gusta la idea –concedió Aníbal aspirando la brisa que le llegaba del
mar–. Dicen que los dolores por inanición son una buena tortura. Noto un
defecto en la propuesta; nadie lo vería en los calabozos y queremos que sea
un ejemplo para el resto. ¡Que lo empalen en el patio central! Déjenlo ahí por
el mes propuesto. Emulemos al Abato Yinshuss Marato.
Glauco aseguró que se cumpliría el mandato. Aníbal lo hizo responsable
de la tarea y exigía premura: deseaba escuchar los gritos a la mayor brevedad.
El coronel asintió de nuevo, y abandonó la estancia.
Aníbal se apartó de la ventana y comentó que si ninguno más tenía algo
que añadir, lo mejor sería que pasaran al Gran Salón, donde ya los esperaban
los invitados, advirtiendo que no necesitaban saber de lo ocurrido. Les
comunicó, además, que habían acordado asistir a la reunión con un ministro o
consejero y un general; José y Hermann serían los que irían con él. Para
Felipe tenía una misión importante, o al menos fue lo que le dijo. Lo instruyó
para que visitara a Vlad y tratara de persuadirlo de que se les uniera en esa
empresa; ya le había dado una orden similar a Cromwell, a él lo mandó a
entrevistarse con Ying Jien.
Una vez que Felipe tomó camino hacia donde lo aguardaban los
convocados, Fouché, en un susurro que hubiese sido imperceptible para el
hombre que lo regresó de la muerte si este no fuese vampiro, le preguntó por
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qué no lo había mandado a él que era mejor negociador. Aníbal contestó, en
el mismo tono casi inaudible, que era justo por eso. Nunca habían contado
con el apoyo de los otros dos y no lo esperaba en semejantes circunstancias;
en cambio, era imprescindible que los invitados se les unieran, y para el
efecto contaba con sus dotes de operarador.
Los tres sujetos entraron al Gran Salón, el mismo en el que se reunieron
el día anterior. En el centro de la mesa se habían dispuesto un par de botellas
de Tokaji y dos jarras de neutle, una de mamey y otra de mango, así como
una vasta selección de quesos maduros y azules, tartas de frutas y chocolates,
con el propósito de complacer a los líderes ahí reunidos.
Había seis sujetos ya acomodados en sus asientos, que se pusieron de pie
en cuanto vieron entrar al amo de la mansión y el séquito que le precedía. No
se dijo palabra alguna que indicase un saludo. En una asamblea formal que
involucrara a más de dos Abato, las cortesías no se acostumbraban. Aníbal
ocupó el lugar habitual bajo el símbolo de Abraxas, Hermann y Fouché se
sentaron a los costados. De manera que tres individuos quedaron al lado
derecho del general y tres al lado izquierdo del ministro; dejaron un sitio
desocupado entre cada grupo.
Del lado de Hermann, el que ocupaba la silla más alejada era de tez
blanca, cabello gris y más parecía presidente de una gran empresa
trasnacional o socio de un respetable despacho de abogados que otra cosa; los
otros dos no lucían tan refinados; ambos ostentaban aspecto duro, algo
morenos y con barbas mal cortadas, en especial el de en medio, que vestía
camisa negra, holgada, y cuya grandeza se escondía bajo unos ojos
semirasgados.
Dentro del corro cercano a Fouché destacaba el sujeto que usaba traje de
lino y pendientes de oro en ambas orejas, moreno, corpulento y sus ojos le
delataban poseedor de un gran espíritu. Los otros dos eran caucásicos, uno
lampiño y el otro barbado, elegantes, sobre todo el más próximo al
diplomático, de frente amplia y labios delgados, quien en cuanto se sentaron
se dirigió al francés sin ocultar la falta de simpatía que le profesaba.
- Largo tiempo sin vernos, Ministro Fouché.
- Así es. Desde aquellos días en que muchos perdían la cabeza por usted,
y no por sus encantos, Consejero Robespierre –respondió sin dedicarle una
sola mirada al abogado francés, acomodándose con solemnidad desmedida en
su asiento.
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- Se equivoca el otrora Duque de Otranto, siempre he considerado la
oratoria como el mayor de mis encantos, y veo que el cinismo todavía le
caracteriza; si bien fueron muchos los hombres a los que ordené ejecutar, no
fueron pocos los del Mitrailleur de Lyon, incluyendo al de la voz –replicó
Robespierre con frialdad, sin ocultar el desprecio que sentía para su
contraparte.
El de ojos semirasgados interrumpió. Con denotado hartazgo señaló que
ya tendrían oportunidad para recordar viejas épocas, añadió que esperaba que
Aníbal les hubiera solicitado encontrarse para algo más importante que una
reunión social.
- Por supuesto, Atila –señaló el anfitrión–. No les hubiera pedido que
vinieran con tal urgencia si no se tratara de un asunto en extremo delicado.
El sujeto moreno junto a Robespierre indicó, mientras se servía un vaso
de curado, que creían saber cuál era la razón. Lo comentaban antes de que
llegaran los de casa: tendría que ser relativo a las posiciones que había
tomado el ejército de Rómulo.
- Es correcto, Ahuizotl –concedió Aníbal buscando fijar una postura
conciliadora y trato afable hacia los invitados– y he de decir que me alegra
que estén bien informados, eso hará más ágil lo que discutiremos.
- Fouché no es el único al frente de un servicio secreto en las Kjamtun
Yinshuss, Abato Yinshuss Oleitum –reclamó con respeto el de apariencia de
empresario, para después encender un cigarrillo.
- Ninguno tan eficiente como el mío, ni siquiera el de Rómulo que dirige
Leonardo –pensó Fouché sin expresarlo de forma alguna.
- Estamos conscientes, cardenal –reconoció Aníbal un poco harto de la
sed de estrellato de las razas ahí representadas, pero consciente de la
necesidad de hacerse de su apoyo–. Entre otras cosas, es el objetivo por el
que les hemos solicitado su presencia. Requeriremos de nuestras capacidades
para hacer frente a la situación, incluyendo tu perspicacia y habilidad para
fastidiar los planes de otros, Richelieu.
- Todos saben que he hecho mucho bien y mucho mal, pero todo el bien
lo he hecho muy mal y todo el mal lo he hecho muy bien; así es que si de
estropear proyectos se trata, cuentan conmigo –señaló el villano de una de las
novelas de Alejandro Dumas.

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El otro que se sentaba junto a Ahuizotl, aunque ajeno de origen a la
bebida que tomaba su señor, después de siglos de convivir con él le había
encontrado el gusto; ya iba por el segundo vaso de neutle, cuestionó por qué
si se requerían de las capacidades de todos, ahí sólo estaban presentes tres
Yinshuss.

- Las demás no aceptaron la invitación, general Borgia –respondió


Aníbal, con lo que denotaba el disgusto por el título del hijo del Papa
Alejandro VI. Para Aníbal, César Borgia no era digno de tal rango. No
obstante, el protocolo de los nebutsen-zetamlig exigía que la primera vez que
alguien fuese nombrado en una asamblea donde estuviesen más de dos razas,
se debía incluir el cargo más alto ostentado como humano o el que portaba en
ese momento; ambos eran aplicables en el caso de César. La regla tenía como
excepción a los líderes de las cinco casas, ellos carecían de un título preciso,
eran conocidos como los padres de sus razas o Abato Yinshuss–. Sin embargo,
Oliver y Felipe han ido a reunirse con Ying Jien y Vlad, respectivamente,
para intentar persuadirlos.
La conversación fue interrumpida por unos gritos que venían del patio
interior. Aníbal volteó unos instantes en dirección de donde venían los
alaridos, para después dirigir la mirada a los integrantes de la mesa. Nadie
dijo nada. El hombre que ocupaba el lugar entre Hermann y Atila, al que
distinguía un rostro afilado y ojos oblicuos, comentó que quizá no habían ido
porque no se sentían amenazados; es posible que creyeran que, por sus
posiciones, el ejército de Rómulo no buscaría atacarlos.
- Yo no me sentía amenazado, general Tamerlán; aun así, la Yinshuss Shehinn
está presente –observó Ahuizotl.
- Sólo el sabio prevé; los tontos reaccionan ante lo que, por lo general, ya
es inevitable. La egolatría de esos dos nubla su juicio, en especial en Ying
Jien –expresó Aníbal envuelto en el melodrama–. Sea si ustedes tienen la
capacidad de vislumbrar el peligro que se levanta en Italia, les agradezco
hayan acudido a mi llamado.
Ahuizotl recordó que al poco tiempo de volver de la muerte, el militar
cartaginés había estado ahí para guiarlo y reconoció que de no haber sido por
él, de seguro hubiera perdido años valiosos tratando de descubrir qué le había
pasado.

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Molesto, Atila reclamó que se evitaran expresiones sentimentalistas; no
había ido a escuchar historias que ya conocía. Les comunicó que antes de
partir había dejado instrucciones a Ragnar Lodbrok y Pachacuti para que
reunieran a su ejército, la Yinshuss Rakiten Kjuya estaba lista para la guerra.
Aníbal se alegró de la decisión del caudillo huno. Señaló que tendrían
una, era inevitable, pero antes de iniciarla debían conocer el plan del
enemigo. Les narró lo hechos relacionados con la captura del humano,
sirviente de Rómulo, y de la poca información que obtuvieron de él. Hizo
énfasis en la ubicación de las legiones y las deducciones a las que habían
llegado.
- Pues con eso es suficiente –declaró Tamerlán, que indicaba con un gesto
que ya no necesitaba escuchar más–. Yo digo que iniciemos el ataque. Que
cada Yinshuss se encargue de una legión.
Hermann lo contradijo: no era tan sencillo; para empezar, así su ejército
fuera muy superior a una legión, el de Ahuizotl era más reducido, por lo que
no sería una buena estrategia. Además, no debían subestimar al enemigo y
menos tratándose de quien se trataba. Rememoró aquellos mensajes ciertos y
falsos, espionaje y contraespionaje, y en general la estratagema que habían
elaborado los licántropos y los Aliados, con la que planearon la Operación
Overlord y que había llevado a las razas de Atila y Vlad a confundir al Reich.
A partir de ahí se perdió la guerra, o mejor dicho, la habían perdido los
alemanes.
- No nos detendremos por fracasos del pasado. Si lo hiciéramos
estaríamos vencidos antes de iniciada la batalla –observó Atila con el repudio
evidente ante lo que consideró una cobardía.
- No es que Hermann piense en la derrota. Simplemente que tu general
parece haber olvidado las lecciones de antaño y no habremos de permitir que
nos vuelva a suceder –corrigió Aníbal y remarcó que en aquella ocasión, a
pesar de que había sido una excelente jugada y tenían grandes intereses en el
triunfo de las naciones del Eje, no dejó de ser una confrontación entre
humanos. En cambio, la presente era su guerra y no podían fallar; esperaba
que hubieran aprendido de ese y de otros errores para que ahora fueran ellos
los que se quedaran con el triunfo. Debían descifrar a la mayor brevedad qué
tramaba el acérrimo rival y con base en ello determinar la táctica idónea.
Ahuizotl puntualizó que ignorar los errores cometidos y deslumbrarse por
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las victorias, denotaría una gran ignorancia de quien así lo hiciese.
- Cuidado con tus palabras, Ahuizotl –advirtió el Padre conocido como el
Azote de Dios, irritado por la insinuación dirigida a su general, dejando en el
plato, sin probar, el pedazo de queso que se disponía a comer–. Temür no
será un Abato, pero tiene más años de vida que tú y el reino que formó fue
mayor que el tuyo.
Sin mostrar enojo o sentimiento alguno, Ahuizotl, cubierto de un halo de
orgullo que devenía de saberse heredero de un pasado más añejo que él
mismo y que de alguna manera lo posicionaba al lado de los otros padres,
contestó:
- Quizá en extensión; no obstante los mexicas dominamos a los pueblos
del Anahuac y, si la memoria no me falla, el gran señor de Samarcanda ni
siquiera llegó a las fronteras de China. Además, será más viejo que yo, pero
la edad no conlleva por sí misma sabiduría.
Robespierre cambió el tema impidiendo que la discusión se tornase más
álgida; indagó a qué se referían con la necesidad de descifrar la estrategia de
Rómulo y preguntó qué mensajes habían recibido o interceptado, más allá de
lo que el humano había confesado.
A pesar de que los hombres de las estepas decidieron no continuar el
debate, no estaban complacidos con los comentarios del engreído azteca.
Fouché explicó que era probable que el creador de los licántropos hubiese
planeado la captura del infeliz y, por ende, los guiase a una trampa.
En un intento por acabar de destensar los ánimos entre las dos casas,
César Borgia señaló que coincidía con Tamerlán. Arguyó que requerían que
los apoyaran para reforzar su ejército, y enfático indicó que también prefería
acometer antes que ser atacado. Preguntó por qué tenían que aguardar a saber
qué pretendía el enemigo y no ser ellos quienes tomaran la iniciativa. Finalizó
diciendo que no sería la primera vez que ellos empezaran el asalto.
- Es correcto, mi estimado César –comentó Hermann con amabilidad
sarcástica–. Aun cuando sólo hayas participado en una de las Mikrun nedais Shauf
Yolle, en todos los casos se ha determinado una estrategia y tú, como guerrero,
deberías saberlo.
El argumento final no fue del agrado del hijo del Papa Alejandro VI,
hecho que notó y complació al que se lo había dirigido.
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Aníbal intervino, no deseaba una respuesta de César Borgia y una nueva
discusión. Apuntó que creían que estaban por iniciar la Mikrun Akyon Yokit, por
lo que debían ser en extremo cuidadosos.
- ¿Qué esperamos entonces? ¡Reunamos nuestros ejércitos y vayamos a
acabar con ellos! –expresó el general Borgia poniendo ambas manos sobre la
mesa, levantándose de golpe.
- ¡Siéntate, César! –ordenó el cartaginés con autoritarismo–. No vamos a
lanzar a nuestros soldados en pos de algo desconocido; no es la temeridad lo
que distingue a un guerrero formidable, sino su inteligencia.
- ¿Qué pasa, Abato Yinshuss Oleitum? ¿No quiere acabar de una buena vez con
el despreciable de Rómulo y su jauría, es que acaso teme enfrentársele? –
preguntó César Borgia todavía de pie, sin medir las consecuencias de su
afrenta.
Con una velocidad extraordinaria, Aníbal abandonó su lugar y con la
mano izquierda tomó el cuello del antiguo arzobispo de Valencia,
levantándolo varios centímetros del piso. Los colmillos se hicieron evidentes,
por ellos corría un hilo de saliva que más bien parecía el veneno de una
serpiente, que sería menos letal que aquellos caninos. Convencido de que su
vida había llegado al final, el español le escuchó decir:
- ¡No le temo a Rómulo ni a nadie! Sabes bien que el miedo es un
sentimiento que desconozco y que podría enfrentarme solo al ejército entero
del perro romano sin que una mínima partícula de mi cuerpo se amedrentara.
¡Nadie aborrece más a ese cancerbero que yo! Porque más grande que el
amor a la libertad es el odio a quien te la quita. Si no estás de acuerdo con
mis decisiones y quieres ser tú quien comande, resolvamos el asunto ahora
mismo.
Atila dio un sorbo a su copa, volteó a mirar a Tamerlán y le dijo, en voz
baja, que en definitiva el enfrentamiento resultaba más entretenido que
escuchar votos de lealtad y amistad. Temür disimuló una media sonrisa de
aprobación a manera de respuesta.
César Borgia estaba perdido. Por un lado, ningún hombre vampiro
superaba en fuerza al heredero del pueblo fundado por Elisa, ni siquiera los
licántropos, con excepción de los alfas. Por el otro, en un duelo contra un
Padre, el adversario estaba impedido de usar fuerza letal; atentar contra la
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vida de un Abato era el peor crimen que se pudiese cometer de acuerdo a las
leyes de los nebutsen-zetamlig, y aun en el improbable supuesto de que saliese
victorioso, sería marcado por las Kjamtun Yinshuss. Su vida ya valía menos que
la de un insecto, salvo para una persona.
Sentado en su lugar, sin voltear a ver al poderoso cartaginés y con
absoluta frialdad, Ahuizotl le sugirió a Aníbal que se tranquilizara. Aseguró
que, si bien sus leyes facultaban al Abato Yinshuss Oleitum para disponer de la
vida de César Borgia a causa del oprobio recibido, le recordó que a pesar del
respeto que le profesaba, eran aliados no súbditos. También le advirtió que
sus actos podrían obligarlo a algo más que una llana indemnización: ir a la
guerra con una Yinshuss menos.
Sofocándose bajo la presión que ejercía la mano de Aníbal en su
garganta, el otrora capitán general de los ejércitos pontificios estaba apunto
de desmayarse, cuando sintió que le volvía a entrar aire al cuerpo. El padre de
la Raza de la Eternidad bajó a César Borgia; con la misma mano con la que
antes lo ahorcaba, le dio un par de palmadas en la mejilla y con mueca
sarcástica le aconsejó que agradeciera que su Abato lo tuviese en tan alta
estima.
Aníbal se sentó más tranquilo, y comentó como si nada hubiese pasado
que Atila y Ahuizotl debían saber que aquél del que hablaba la profecía ya
había nacido. Agregó que era bien sabido de la advertencia que rezaba que
junto con el Sokun Abraxas llegaría su adversario. La información que poseían
les hacía pensar que la maniobra de Rómulo tendría dos posibles razones.
Aníbal hizo una pausa, esperaba que alguien preguntara o quizá buscaba
quien continuara la exposición. Al ver que nadie más intervenía, Fouché
especuló que el primer romano habría encontrado a su Sokun y lo tendría
oculto hasta su transformación.
El bárbaro que más de un milenio y medio atrás aseguró haber encontrado
la espada del dios Marte, hallazgo que en parte le ayudó a fundamentar su
autoridad y poder, aseveró que de ser así, las propuestas de Temür y César
Borgia eran las adecuadas y por lo tanto debían atacar cuanto antes. Era
imperativo aprovechar el momento, según dijo, ya que el Sokun Romuzo no
volvería a ser tan vulnerable.
- Tiene razón, Abato Yinshuss Rakiten Kjuya; no obstante, lo que lo lleva a

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tomar semejante decisión puede haber sido previsto por el perro romano, y
que nos conduzca a una trampa –enunció Hermann en contraposición a lo que
Atila había expresado. Su experiencia le dio el tono respetuoso indicado, a la
vez de hacer patente la visión y cautela que lo caracterizaban.
- Pero si aquél para el que se prepara la emboscada está enterado, la
trampa deja de serlo. No habrías destruido el ejército de Publio Quintilio
Varo si él hubiese estado preparado para el trampantojo que le tendías –
observó Tamerlán, sabedor de encontrarse entre grandes estrategas militares,
aceptando para sí que su genio no tenía nada que envidiarles.
Ahuizotl, que se encontraba ansioso de marchar al campo de batalla para
hacer brotar nuevos manantiales que convirtieran caminos en ríos de sangre,
sentenció que de nada les serviría conservar la vida si optaban por esconderse
en cavernas y dejaban actuar a su beneplácito a los enemigos.
Entusiasmado al ver que el Padre de la Raza del Sol deseaba la lucha
inmediata tanto como él, Atila subrayó que ambos coincidían en el punto, y
añadió que no debían permitirle a Rómulo la consecución de sus planes.
Llegaron a la conclusión de que no importaba si el perro tenía el ejército
entero esperándolos, mejor aún, lo haría sentirse seguro y quizá cometería
algún error.
El fervor por sembrar el terror no era exclusivo de los militares, hasta un
civil como Robespierre se sumaba; fue así como el abogado que presidió el
Club de los Jacobinos, quien sin nunca haber formado parte de milicia alguna
tampoco había mostrado empacho en mandar a otros al frente, añadió que aun
cuando cada raza en lo individual poseía menos efectivos, contaban con tres
ejércitos, lo que los ponía en una situación de ventaja sobre el enemigo.
Frustrado por la terquedad de las otras casas de querer lanzarse a la
guerra, y con la intención de evidenciarlo de forma palpable, Fouché se pasó
la mano por el cabello antes de señalar, con alarde diplomático, el arrojo y
bravura de los hombres de ambos, para aclara de inmediato que esperaba más
prudencia por parte de quienes los comandaban, con lo que además,
sutilmente segregaba a su antiguo rival y compatriota. Reconoció no ser
guerrero, pero entendía que la victoria sería más fácil de alcanzar si conocían
mejor los planes del oponente.
Inmune ante los halagos y discursos del político francés, Atila lo refutó:
no eran imprudentes ni estúpidos, conocían sus capacidades y las de sus
ejércitos y no se detendrían ante la posibilidad de enfrentar la muerte.
Aseguró que al final vencerían.
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Tamerlán apoyó al patriarca de la casa a la que pertenecía y agregó que en
no pocas ocasiones la estrategia terminaba de fraguarse en el campo de
batalla.
Seguro de sí mismo y de sus palabras, Hermann le dio la razón a Temür,
señaló que tenían presente que no era imposible derrotar a los carroñeros
romanos, ya lo habían hecho y lo volverían a hacer. Puntualizó que, igual que
ellos, los Sokun Yinshuss Oleitum sabían que la muerte era el comienzo de la
verdadera inmortalidad, añadiendo que no deseaban inmolarse sin sentido y,
como había dicho José, entre más supieran de las intenciones del adversario,
mejor sería para ellos.
Con cuidado de mantenerse en un tono conciliador y mesurado, después
de exhalar una bocanada de humo de su cigarrillo, Richelieu solicitó que
terminaran con las discusiones estériles; sólo perdían tiempo y con ello le
daban ventaja al verdadero rival. Declaró que de poco les serviría tener
muchas ideas si no sabían sacarles provecho. Indagó si en el caso de que
Rómulo hubiese encontrado a su Sokun, tenían alguna idea de cuándo llevaría
a cabo el ritual de transformación y dónde, y si habían tomado la precaución
de aconsejarse con las únicas que podían acabar con tantas dudas.
Fouché agradeció en su interior la intervención del cardenal y respondió
que, si bien era cierto que aquéllas tenían la capacidad de aclarar el escenario,
conocían su natural tendencia a obscurecerlo más; el mejor ejemplo lo podían
encontrar en el Libro Sagrado, en el que estaba inscrito el augurio. A pesar de
saberlo, Mitrídates había ido a consultarlas sin esperar obtener algún dato
importante. Entonces recurrieron al mayor de los dones que los dioses les
habían otorgado: el razonamiento. Con este como base, pensaban que el
momento idóneo para ese evento sería dentro de tres noches; fecha que,
además de ser la conclusión de la celebración de las fiestas vestalias, sería la
primera luna llena del mes. En cuanto al lugar, no había nada seguro.
Hermann señaló que por la posición de las legiones, era factible que se diera
en el centro de donde se hallaban colocadas.
Tras un breve análisis de lo aportado por los hijos de sangre del Padre de
la Raza de la Eternidad, Ahuizotl observó que entonces también se fortalecía
la idea de la emboscada y que podría tratarse de las dos cosas.
- ¿Qué datos requerimos para iniciar el ataque? –quiso saber Atila, sin
pudor de mostrar el ansia que le corría por el cuerpo.
- Claridad –respondió Aníbal.
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Al notar que la respuesta de su jefe no había satisfecho al caudillo huno,
Fouché añadió que disponían de poco más de cuarenta y ocho horas para
averiguar a cabalidad sobre el particular; descubrir si era una trampa, si sus
adversarios buscaban proteger al Sokun Romuzo, o ambos, así como el lugar
donde llevarían a cabo el ritual.
- No será fácil de resolver, menos con tanta prisa –anticipó Robespierre
acomodándose la corbata en su infinito afán por lucir impecable–. Aunque
me conste que Fouché es capaz de cambiar la situación más adversa a su
favor en un lapso breve, este rival es mucho menos favorable que el
Directorio y Napoleón juntos.
Richelieu coincidió en que lo importante era obtener datos fidedignos y
analizarlos; sugirió que si utilizaban a sus servicios de inteligencia de manera
conjunta tendrían mayores oportunidades de descifrarlo a tiempo.
Al ver que se llegaba a un consenso, no necesariamente al acuerdo que él
buscaba, Aníbal atajó que no podían darse el lujo de la especulación,
necesitaban capturar a un soldado de Rómulo que pudiese darles la
información requerida, y para que les fuera de utilidad tendría que tratarse
de un zenolk vivo.
Hermann aseguró que mandaría patrullas a Italia de inmediato para que
buscaran a la presa. Ahuizotl se mostró en desacuerdo; argumentó que no
sería la mejor idea, debían comenzar a congregar a los ejércitos y tenerlos
listos para el ataque. La medida propuesta por el guerrero germano carecería
de la discreción necesaria para llevar la misión a buen término. Confundido,
César Borgia inquirió cómo entonces lo lograrían.
- ¡Yo me encargaré de eso! –siseó Atila mientras mojaba los labios en el
brillante líquido color marrón obscuro de su copa–; no necesito distraer a una
sola patrulla para lograrlo. Mandaré a mi célebre Grupo de Asesinos para que
se encarguen, por un lado Barba Azul y la Brinvilliers y por el otro
Torquemada y la Quintrala.
- Nadie mejor que tus Asesinos para esta misión –manifestó Aníbal en
total aprobación, gustoso de que el caudillo huno hubiese hecho la propuesta
sin necesidad de que saliera de él la sugerencia.
- Me parece una decisión acertada –añadió Ahuizotl.
La fama de la orden mencionada era legendaria. Ellos, y su similar en la

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Raza de la Muerte, figuraban como los más temidos. La elite de la elite de las
dos casas más sanguinarias de los vampiros. Nadie mejor para el encargo.
Además, les permitiría reunir a las tropas sin dilación, tal y como ordenaba
ahí mismo el antiguo tlatoani a César Borgia. Aníbal y Atila dijeron que
darían los últimos señalamientos al respecto y aseguraron tener listos a los
suyos para la fecha acordada.
Dando fin a la reunión, los participantes abandonaron el Gran Salón; cada
uno llevaba más de una tarea por realizar. Fouché se quedó a solas con
Aníbal y le dijo que no se preocupara, no se atendrían a lo que los Asesinos
de Atila pudieran obtener; él contaba con sobrados recursos de los cuales
echar mano y un as bajo la manga que estaba seguro era el momento preciso
de utilizar.

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Capítulo X. La encomienda

Durante la mañana del 6 de julio, al mismo tiempo en que se reunían los


líderes de tres de las razas de los hombres vampiro en otro lugar, un
Mercedes-Benz 300 SL Gullwing y dos SUVs llegaban a una pequeña cabaña
ubicada en las cercanías de Asís. Afuera estaban estacionados un Ferrari
Testarrosa y dos Escalades; ocho sujetos se hallaban camuflados entre el
follaje del lugar. En cuanto los vehículos se detuvieron, descendieron diez
hombres de los todoterreno, que tras un rápido reconocimiento de los
alrededores, se fueron a ocultar también. Del auto de lujo bajaron Rómulo y
Leonardo, quienes entraron a la modesta finca.
El interior estaba desprovisto de objetos suntuosos; había un sofá, un
sillón y una mesa de centro; al lado, el comedor de humilde cepa, y en medio
de ambos espacios, la simple chimenea al desnudo. El escenario quedaba
completo con la diminuta cocina, equipada con lo básico; el baño y las
escaleras que conducían a un zaquizamí.
Un hombre de edad madura y cabellos canos estaba sentado en el sillón y
otros dos más en el sofá: el primero, oriental de treinta y tantos años,
corpulento; el segundo, de matizados rasgos árabes con toques occidentales y
aspecto por completo desaliñado. En cuanto vieron entrar a Rómulo y a
Leonardo los tres se levantaron; dos de ellos saludaron al lobo alfa golpeando
su pecho.
- Marco Aurelio, qué gusto verte –saludó con un abrazo el fundador de
Roma al sujeto canoso.
- El placer es mío –contestó el antiguo emperador, correspondiendo con
efusividad a su maestro.
Quien llevaba la línea de sangre de los hombres lobos se dirigió al
hombre al que Leonardo ya había saludado y, palmeándole la espalda, le dijo:
- Mi querido Temujin, sólo tu amistad es superior a la oportunidad de los
actos que realizas.
- Te agradezco, Rómulo, pero no he sido yo quien consiguió las cosas;
estaba en el lugar adecuado y en el momento indicado –reconoció con
humildad el guerrero que llevase a la grandeza al Imperio Mongol.
El otro individuo recibió con estupor la diestra que Rómulo le extendió
para saludarlo:
- Puedo suponer que eres el fugitivo –sentenció el lobo alfa.
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- Sí, monseñor –contestó estrechando la mano ofrecida, mientras en su
cabeza se derrumbaban cien mil prejuicios enquistados por siglos, para dar
paso a nuevas ideas–. Mi nombre es Amin.
Rómulo preguntó a Leonardo qué había para comer. Sin ocultar la broma
en su tono de voz, Genghis Khan insinuó si deseaba envenenar a Amin; con
un guiño en la mirada sentenció que con seguridad las recetas de Leonardo
serían capaces de aniquilarlo a pesar de ser un lamwaden. Sonrieron con gusto
los ahí presentes, a excepción de la supuesta víctima de los saberes
gastronómicos del artista. Rómulo comentó que se habían perdido de una
cena excelsa que Leonardo les había preparado la noche anterior.
- El que seas incapaz de apreciar mis platillos sólo demuestra lo inútiles
que han sido mis intentos por sacarte de tu barbarismo –replicó el pintor
florentino, con lo que retomaba el chiste del mongol.
Marco Aurelio señaló que lamentablemente carecían de los insumos
necesarios para que Leonardo los deleitase con sus dotes culinarias, de lo
único que disponían era de café. El también inventor replicó que era evidente
que Rómulo no le había encargado a él el abastecimiento de víveres, pero
como Maestro de Banquetes que era, gustoso les serviría unas tazas.
Leonardo se encaminó a la cocina y el lobo alfa se dispuso a hablar
con Amin. Le indicó que había sido informado que era un hombre vampiro
de la raza de Aníbal, quien al temer por su vida escapó y los buscó
pretendiendo protección.
Amin relató que cometió el error de sostener un altercado con el ministro
Felipe, cuando sólo obedecía las órdenes de su Abato. Al parecer, aquél había
cumplido con un buen servicio y solicitó como recompensa su cabeza. Sin
embargo, añadió, poseía cierta información que podría serles de utilidad,
aunque no pretendía intercambiarla por la posibilidad de mantenerse con
vida; estaba consciente de que si fuese voluntad del enemigo por antonomasia
de su antigua familia, podrían torturarlo hasta obtenerla y después matarlo.
- Es de reconocerse la abnegación con la que aceptas tu realidad –
manifestó Marco Aurelio quitándose la chaqueta para volverse a acomodar en
el sillón.
Con la mirada clavada en los ojos del lamwaden, Rómulo inquirió qué era
entonces lo que pretendía.

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- En el momento en el que partí de la fortaleza de mi Abato, el único
sentimiento que había en mí era de venganza –clamó Amin al tiempo que
apretaba los puños con fuerza tal que los nudillos se le pusieron blancos.
Después, recobrándose, comentó que durante el trayecto que lo llevó a
buscarlos, registró una clara sensación de vacío que la vindicta dejaba en él y
a pesar de que no era capaz de una respuesta en concreto, confesó que se
despojó del velo que había obnubilado su mirada y estaba convencido de que
la visión que Aníbal les había inculcado –que les decía que buscaba un
mundo regido por su raza, en el que los humanos aceptaran su supremacía
para beneficio propio y a través de la cual los conducirían a vivir de manera
pacífica y ordenada– no era más que una falacia, sustentada sólo por el deseo
de poder por el poder mismo.
- La venganza puede ser un móvil poderoso…, y peligroso –señaló
Temujin, remarcando el punto esgrimido por el detractor, a sabiendas de que
si bien lo dotaba de una fuerza extra para cumplir su propósito, también lo
conduciría tarde o temprano a cometer alguna estupidez; de cualquiera de las
dos, ellos sacarían provecho.
- Pero no has venido sólo por eso –agregó Rómulo, quien se había
dedicado a analizar cada frase del hombre vampiro, la forma en la que las
pronunciaba, los gestos, la postura, y lo que vio fue la posibilidad de
encontrar tierra fértil sobre la cual arrojar una semilla–. Esperas que los datos
que nos ofreces sean tan valiosos como para que te salven de morir.
Únicamente a mí y a Ying Jien podías haber acudido, pero el padre de la
Raza del Dragón no es en realidad enemigo de Aníbal, sólo un contrincante;
lo que sabes no tendría por fuerza que aquilatarlo.
Amin reconoció la absoluta razón que guardaban las palabras del ser más
viejo del planeta, aunque la forma en que él mismo se lo había planteado
había sido un poco menos compleja. Para finalizar, aceptó que mentiría si
dijera que no valoraba la vida.
Entretenido por la honestidad y sencillez del fugitivo, el primer romano
requirió evaluar el informe que aquél traía.
Amin detalló que una de las patrullas de sus líderes había capturado a un
soldado, un humano; explicó que por lo que escuchó después, el infeliz les
señaló dónde se ubicaban las legiones de los cónsules Genghis Khan y
Carlomagno, y tras atar ciertos cabos concluyeron que la legión del cónsul
Alejandro Magno se debía encontrar, junto con Rómulo, en Roma.
Todos escuchaban con atención al vampiro. Nadie comentó que ellos
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permitieron la captura de Gil y ellos también le habían dado las noticias que,
a su vez, deseaban le transmitiera a Aníbal.
Amin notificó que sus antiguos líderes creían que la información obtenida
podía ser un engaño elaborado por los escuchas, ya que la ubicación de sus
tropas, en algún momento, la habrían sabido sin necesidad del nebutsen-Nafluku
capturado. En un principio aquéllos pensaron que cabía la posibilidad de que
se tratara de una maniobra ofensiva o que protegiesen algo, pero después
había surgido una nueva hipótesis, basada en que la estratagema consistía en
guiarlos a una emboscada.
Estos sí eran datos nuevos e interesantes, pero los ahí reunidos se
mantuvieron serenos, como ignorando la revelación; a pesar de que sus
mentes comenzaron a discernir sobre la noticia, nadie lo hizo evidente.
- Con honestidad sólo me resta añadir que la rivalidad entre los ministros
Fouché y Felipe se ha convertido en aversión –concluyó el fugitivo.
- Entenderás que en principio dudo de cada cosa que has dicho; así como
Aníbal, Fouché y los demás piensan que enviamos a ese muchacho como un
señuelo, nosotros debemos asumir lo mismo de ti –señaló Rómulo volteando
a ver a sus amigos, y así le indicaba a Amin que hiciera lo propio para que
corroborara en los rostros de los presentes la incredulidad manifiesta.
- Lo comprendo, monseñor –expresó Amin con tono desalentado–. Si
hubiera alguna manera con la cual pudiese probar mi sinceridad y mi deseo
de unirme a sus filas…
Genghis Khan fue incapaz de ocultar el asombro que le causó la abierta
expectativa del hombre vampiro. A pesar de que en esa guerra milenaria
habían aparecido traidores en ambos bandos, siempre habían sido humanos;
nunca un lamwaden se había sumado a ellos ni viceversa.
Resultado de los comentarios del mongol, Amin se sintió obligado a
defender su honor. Aclaró que si hubiese cometido una falta o si el deseo de
su Abato fuera terminar con su existencia, lo aceptaría; en cambio, no
consentía que quisieran matarlo por un simple capricho del ministro Felipe.
Además, como ya había mencionado, durante su huida comenzó a contemplar
la posibilidad de encontrarse en el bando equivocado, en uno cuyos valores
carecían de cimientos sólidos y el escenario con el que se encontró en la
cabaña, reforzaba esas ideas.
Rómulo aprovechó el diálogo entre Temujin y el hombre vampiro para
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dirigirse a la puerta, cuidando de no perder detalle de la conversación. Una
vez ahí, llamó a uno de los guardas que vigilaban el lugar y le susurró algo; el
custodio le entregó un objeto que el fundador de Roma guardó en una de las
bolsas de su blazer. Después regresó a donde se desarrollaba la charla.
- Parece ser que a Felipe le falta aprender a no cantar victoria antes de
tiempo –reflexionó Marco Aurelio volteando a ver a Leonardo–. Y en
beneficio nuestro tampoco ha aprendido a callar el odio ante un enemigo al
que no ha silenciado todavía.
- Quien poco piensa, mucho yerra –declaró Leonardo, con lo que le
contestó al padre de Cómodo–. Y a Felipe le sucede seguido.
- Si los valores que rigen a mi Yinshuss carecen de honor, no deseo ser
partícipe de ellos y si de alguna forma puedo enmendar lo que hoy considero
como errores provocados por mi raza y así encontrar el decoro, estoy
dispuesto a hacerlo –declaró Amin con transparente humildad, actitud que
adoptó para mostrar que no era un simple traidor ni una persona que sólo
pretendía salvar el pellejo, sino alguien que había vivido con base en un ideal,
que sentía haber perdido.
- Habla bien de un hombre el que busque remediar el daño hecho, aun
cuando no haya sido producido directamente por él –manifestó Marco
Aurelio, con lo que aceptaba la explicación del fugitivo.
Al ver que sus palabras encontraban eco, Amin se explayó y subrayó que
buscaba que su proceder fuera cabal, para así presentarse ante la muerte con
dignidad. Insistió en que no quería dejar este mundo por el mero capricho de
otro, tampoco hacerlo como un vil traidor. Era su deseo morir como el
guerrero que era; sin embargo, no encontraría honor alguno si peleaba a favor
de quien carecía de él.
- Coincido contigo. Uno mismo tiene que hacer la vida digna de vivirse y
no dejarse llevar, como una barca, por los desvaríos del destino. Por eso y
porque es tu anhelo, te permitiré pelear contra nuestro enemigo –concedió
Rómulo.
Se podría pensar que de poco habían servido los siglos o hasta milenios
en los que esos tres consejeros habían convivido con el padre de los hombres
lobo, la sorpresa ante semejante declaración los impactó; fueron capaces de
no manifestarlo producto del temple que poseían.
- Gracias, monseñor. No se arrepentirá –anunció Amin con el rostro
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iluminado de alegría por ser aceptado entre los que apenas un día antes había
considerado enemigos mortales–. Soy experto en varias artes marciales y
muy hábil en el manejo del kiliç.
Después de dar un sorbo al café, Rómulo subrayó que esperaba que
encontrara la oportunidad de probarlo; el inusual solicitante debía
comprender que no se ganaría la confianza con llanas palabras. Si deseaba
pelear para él, antes debía hacer algo que se le solicitase y así demostrar
absoluta lealtad.
La desilusión desdibujó la sonrisa que se había apropiado del rostro de
Amin: entendió las razones de quien ahora decía querer servir. Sólo suplicó
que no lo mandase de regreso con su Abato.
El hombre que encarnó una de las peores pesadillas del imperio chino,
sentenció con firmeza que, independiente de lo que se le indicase, si en
realidad estaba dispuesto a unírseles abandonara ya el título con el que se
refería a Aníbal; denotaba devoción hacia aquél.
Rómulo asintió con un gesto, apoyó los antebrazos en las rodillas y
explicó a Amin la misión que se le encomendaba; por unos instantes el recién
aceptado se sorprendió de que ese formidable ser le hablase en su lengua, con
mayor fluidez de la que muchos de sus antiguos camaradas.
» Deberás ir en busca de Ying Jien, al que solicitarás audiencia con
idénticos motivos con los que llegaste ante nosotros. Obviamente omitirás
mencionar esta reunión. Le dirás que ya no deseas servir a Aníbal y que
buscas un nuevo Abato. Ambos sabemos que el primer emperador chino
recelará, ya que acorde con sus leyes tendrá que hacer gala de un candor
incuestionable ante quienes ellos buscan para dictaminar estos asuntos y, aun
así, pagar una indemnización considerable por ti. Le asegurarás que respecto
a lo primero, ellas lo verán con claridad, y el precio de lo segundo bien valdrá
las noticias que le llevas. Yo te podría proporcionar algo con lo que
solventaras tu rescate, pero si le damos al monarca chino todo sin que vea un
costo en ello, dudará aún más antes que convencerse. Por otro lado, si sigues
mis instrucciones, el proceso que menciono nunca se suscitará.
» Él demandará conocer el informe que llevas para estar en posibilidades
de tomar una decisión; antes de comunicárselo, dile que fue la fortuna la que
te hizo formar parte de la Raza de la Eternidad, pero que deseas pelear por el
más poderoso y verdadero primer nebutsen-zetamlig. A lo largo de toda su
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existencia, el padre de la Raza del Dragón ha demostrado que su ego es tan
grande como la crueldad que le caracteriza, por lo que siempre es buena idea
alimentarlo, incluso con datos que pudieran ser cuestionados por los demás.
» Compártele lo que escuchaste acerca de las posiciones de nuestro
ejército; sin excluir las teorías que tienen sobre ello tus antiguos dirigentes.
Entonces, el gemelo de Remo desarrolló una sucinta crónica de lo que
Leonardo compartió camino a la reunión. Gracias a los Servicios de
Inteligencia sabían que en esos momentos Aníbal se reunía con Atila y
Ahuizotl, y aunque no habían logrado decodificar los mensajes interceptados
y que iban dirigidos a los otros dos jefes, lo cierto es que no habían acudido a
la convocatoria.
» Elogia a Ying Jien por la decisión de no asistir al cónclave. Hazle
pensar que entre los cercanos a Aníbal, la teoría de la emboscada es cada vez
más fuerte y que quiere aprovecharla para que las demás razas peleen contra
mí. Así, con todos debilitados, el cartaginés buscaría tomar el control de los
cinco clanes, para después volver a enfrentárseme.
» Ten claro que el Abato Yinshuss Tadryn seguirá dudando de lo que le relates.
Por tal motivo le ofrecerás esto –Rómulo tomó del bolsillo de su saco un
anillo de hierro con el perfil del dios Marte y lo arrojó a Amin–. Coméntale
que durante tu escape te topaste con una decuria de mis soldados en Arcadia
y que al poco tiempo de avistarla se te presentó una oportunidad que decidiste
aprovechar para ofrecerle así un informe más detallado: uno de los
legionarios se habría separado de los demás y lo atacaste por sorpresa;
gracias a tu velocidad, lograste ponerte en ventaja y al dejarlo fuera de
combate, utilizaste el momento para interrogarlo.
» Dile que el soldado caído corroboró la hipótesis de la trampa; además
de confesarte que alguien con el genio de Ying Jien descifraría con facilidad
la emboscada, por el básico análisis de las posiciones de las legiones, y que
por ello, el anzuelo fue tendido hacia Aníbal.
» Reconoce ante él que el testimonio de mi legionario puede y debe
ponerse en entredicho; empero, la suma de tantas coincidencias por fuerza
obliga a que una persona sensata las tome en consideración.
Amin sonrió al escuchar el plan elucubrado por el genio del individuo al
que siempre le habían recalcado que era tan tramposo como despiadado.
Rómulo prosiguió.
» Esto no será suficiente para que te crea el hombre que teme hasta de la
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sombra que le acompaña. No importa, su duda aumentará.
» Acorde con nuestros Servicios de Información, Ying Jien está en
Taiwán. Utilizaremos ciertas organizaciones de humanos para que llegues ahí
a la brevedad y sin mayores contrariedades. A ninguno de los nuestros les
será posible acompañarte, si fuesen descubiertos contigo el plan se vendría
abajo. Deberás reunirte con él en menos de tres días; con la conclusión de ese
plazo, habrá un acontecimiento que creará una gran confusión aun entre las
criaturas de la Raza del Dragón, el cual deberás aprovechar para escapar de
ahí si así lo quieres, porque muy probablemente no volverás a tener otra
oportunidad. Cuando hayas huido, regresa aquí.
- ¿Cómo sabré a qué evento se refiere? –indagó el guerrero, quien
deseaba contar con la información detallada para realizar tan valiosa misión.
- Créeme que lo reconocerás cuando se presente –anunció Rómulo de tal
manera que le hacía comprender que los datos proporcionados eran los
suficientes para llevar a cabo la encomienda y que, asimismo, no se le darían
más.
- Tengo la impresión de que en el trabajo que me ordena encontraré la
muerte –expresó con sobriedad el guarda convertido en espía.
Con tono severo Genghis Khan lo provocó. Le preguntó si acaso no había
dicho que deseaba dejar este mundo con honor. Marco Aurelio, en cambio,
buscó ofrecerle un poco de aliento y le señaló que la posibilidad de encarar a
la muerte no debía distraerlo, por el contrario, debía infundirle el valor
necesario para cumplirla.
- Es un hecho innegable que fenecerás, al igual que todos nosotros –indicó
el primer romano, no con ánimo fatalista sino realista–. La muerte está tan
segura de atraparnos que nos da toda una vida de ventaja antes de
alcanzarnos; sin embargo, si sigues mis instrucciones, podrás burlarla en esta
ocasión.
Amin sólo asintió. Rómulo abandonó su asiento y le indicó que era hora de
que partiera. Ordenó a Temujin que dos pretorianos lo llevasen al puerto de
Brindisi; a partir de ese punto, ningún duploukden-aw debía acompañarlo. De ahí
se dirigiría en barco hacia Patras, para luego, por distintos medios y
cuidándose de eludir a quienquiera que los siguiera, llegar a su destino. Era
menester que fuera rápido, seguro y sólo con humanos.
El unificador de las tribus mongolas estuvo de acuerdo y Rómulo añadió
como despedida:
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- Que Hermes te guíe en esta empresa.
- Gracias, monseñor. No lo defraudaré.
Nadie dijo nada más. Amin salió de la cabaña en compañía de Temujin.
Fue hasta que escucharon arrancar uno de los vehículos que reanudaron la
plática con un comentario de Marco Aurelio, quien concedió que había sido
una jugada por demás arriesgada y, a pesar de que en un principio les
preocupó, creía que su maestro la había usado a la perfección.
- No era una carta que esperase, pero en definitiva le veo mucha utilidad –
reconoció Rómulo antes de indagar si alguien deseaba más café y dirigirse
por él a la cocina; sólo Leonardo aceptó.
El corazón del lobo alfa albergaba un honesto deseo de que el hombre
vampiro lograse el cometido. Su aportación resultaría mucho más
trascendente una vez realizada esa primera misión, pero para ello debía
sobrevivirla.
Ante la fugaz ausencia del líder, los senadores comentaron entre sí que
nunca dejarían de aprender de ese formidable ser. Se cuidaron de hacerlo en
voz muy baja; Rómulo no gustaba de halagos.
En ese momento entró Genghis Khan y de inmediato manifestó que no
pretendía contradecir a su guía, pero atendiendo a su deber como su cónsul y
su amigo, necesitaba decirle que no podía confiarse de un lamwaden, fueran
cuales fueran las razones, y mucho menos considerarlo un aliado o un amigo.
- Lo sé, Temujin. Es bien sabido que no brindo mi amistad con facilidad –
observó el descendiente de Eneas mientras le entregaba su taza a Leonardo y
volvía a tomar asiento–. Y agradezco tus consejos, sé que sólo miras por el
bien de nuestra manada. No obstante, tanto ellos como nosotros, igual que
muchos avitedeni, hemos errado al creer que podemos clasificar a alguien por
su origen en términos de bueno o malo. Si eso fuese cierto, entre nosotros
habría sólo personas virtuosas; y si no es así con nadie, ni siquiera con los
humanos, por qué habría de serlo con ellos. A fin de cuentas, nunca fue deseo
de los dioses inmortales hacernos la vida sencilla.
El antecesor de Kublai Khan se sentó y apoyó las palmas de las manos en
sus muslos. Renuente a la idea de que un lamwaden pudiese redimirse, aceptó
que el hombre vampiro prácticamente no portaba más información de aquella
con la que había llegado. De hecho, era muy probable que se hubiese ido más
convencido de que su plan era una trampa. Lo que lo llevó a razonar que, aun

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cuando los traicionase, no sería ser de mucha utilidad ni para Ying Jien ni
para Aníbal.
Leonardo coincidió, y hasta aseguró que si Amin en verdad fuera un
bellaco y confesaba ante el señor de la Raza del Dragón haber estado con
ellos, la única duda de Ying Jien sería sobre la lealtad de ese lamwaden y lo
aniquilaría en cuestión de segundos. Por otro lado, si era un doble espía
enviado por Aníbal, no le despejaría ninguna de las inquietudes y con suerte
hasta le reforzaría la idea de la emboscada, con lo cual ganarían ellos, o en el
peor de los casos, confundiría más al adversario.
- No hay mejor engaño que hacerle creer al enemigo lo que ya creía de
origen, pero algo me dice que Amin fue honesto y Rómulo lo supo conducir –
sostuvo Marco Aurelio mirando hacia una de las ventanas como si siguiese
con la vista a la camioneta que acababa de partir.
El vástago del dios Marte había movido las piezas de manera magistral,
pero, ¿sería capaz de lograr su objetivo final sin que el monstruo de mil ojos
dirigido por Fouché, o cualquier otro de los servicios de espionaje de sus
rivales, alcanzara a vislumbrar su plan? Eso era algo que inclusive a él y a su
esposa les estaba vedado.
- Cada vez me convenzo más de que la estrategia de hacer que Ying Jien
no intervenga es la correcta y creo que tenemos una buena oportunidad de
lograrlo –aseveró Leonardo dejando correr en su mente las indicaciones
dadas a sus embajadores y comisarios y repasando en un mapa mental que
cada uno de los espías estuviese en el lugar adecuado. El complejo aparato
que había diseñado y que comandaba debía funcionar sin el mínimo de los
tropiezos, ahora más que nunca–. A lo largo de nuestra historia hemos tenido
más enfrentamientos contra Aníbal. El emperador chino no se lo pensará dos
sino diez veces antes de atacarnos, porque como todo hombre con grandes
posesiones, es quien más miedo tiene de perderlas.
- Sí, pero su propiedad más grande no es el ejército que comanda, ese sólo
es el medio para salvaguardar el verdadero y más preciado tesoro: su vida –
expresó Marco Aurelio, quien como muchos de los duploukden-awi más viejos,
había dedicado buena parte de su existencia a estudiar la psicología de los
adversarios.
Rómulo indicó al artista y científico florentino que se encargase de que la
policía griega filtrara información a las noticias de la muerte de un hombre en
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Arcadia y que resaltaran que le habían despojado el corazón.
- De ser cierto lo aquí vertido, me sorprende el error que cometieron
Aníbal y sus lamwadeni, en especial Felipe –caviló Marco Aurelio con la mirada
fija en su guía–. No cabe duda de que los dioses dejan vivir en el error,
hechos unos estúpidos, a aquellos a quienes desean desviar.
- Espero que tengas razón, mi amigo –manifestó Rómulo en tono similar
al cariz pensativo de su senador–. De cualquier manera, en unos cuantos días
sabremos a quiénes han guiado y a quiénes desviado.

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Capítulo XI. Bêlez aba Fradeunazi abo Caktehñ

Como ya se había hecho costumbre para Max, estaba por completo fascinado
con la tertulia que acababa de sostener con Aristóteles y Alejandro Magno.
En nada le había molestado la ausencia de Rómulo; aun cuando las palabras
del líder siempre estaban llenas de una sabiduría que asombraría a cualquiera,
estos dos personajes también eran formidables. Cómo deseaba el muchacho
seguir la plática con ellos, tanto como la oportunidad de hacerlo con los
demás miembros del Gran Consejo con quienes compartió la cena la noche
anterior, así como con los que faltaba de conocer.
El desayuno había concluido hacía ya buen rato; ello no impidió a los tres
de seguir inmersos en el importante e interesante intercambio de ideas, sin
pensar siquiera en moverse de sus asientos. Apenas se levantaban en aisladas
ocasiones para estirar un poco las piernas o por la mera costumbre de
caminar mientras discurrían acerca de un tema trascendente.
Dentro de la prolongada sobremesa Marketa apareció de nuevo; no
llevaba viandas, sólo un recado para Aristóteles de parte de Boadicea,
solicitándole se reuniera con ella. Antes de salir, la mujer indagó si los otros
dos apetecían algo más de comer.
Alejandro, poniéndose de pie, le sugirió a Max que continuaran su
conversación en una verdadera tina romana. Supuso que el joven ya se había
bañado, pero apostó sus garras a que había utilizado la regadera; además,
indicó que el sitio donde lo invitaba era excelente para sostener un buen
diálogo. Max aceptó gustoso, y el cónsul le pidió a Marketa que les enviase
jugos y frutas al baño; la vhestaz-un respondió con un gesto.
Aristóteles se dirigió rumbo a la biblioteca, Alejandro y Max se
encaminaron hacia lo que parecía un anexo del edificio principal. Pasaron por
un arco que marcaba el ingreso; el acceso era amplio y alto y por él entraba
una buena cantidad de luz. La habitación tenía forma rectangular y en uno de
los costados salía un pasillo que conectaba con el resto de la residencia. Todo
el lugar era de mármol blanco, salvo unaa tina, hecha de ónix, de generosas
proporciones: tres metros de ancho por siete de largo y cuyo perímetro se
interrumpía en los lados extensos por unas macetas que formaban parte de la
piscina y que se adentraban hacia el eje central.
En cada una de las esquinas estaba el busto de alguna deidad romana y el
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techo estaba decorado con un fresco. El muchacho no supo distinguir a los
personajes representados en la bóveda, aunque de algunos tenía una vaga
idea. Decidió salir de la duda preguntándole a Alejandro quiénes eran.
- Los miembros del primer Gran Consejo –respondió Alejandro
señalándolos con la mano–. El de ahí es Rómulo y la que está tomada de su
brazo es Boadicea; esos son Aristóteles y Cicerón. El hombre de barbas
negras es Nabucodonosor, la mujer junto a él es Safo, ellos dos fueron los
primeros consejeros. El siguiente fue Confucio, quien está postrado al otro
lado de la poetisa. El del casco es Pericles y el de ahí es Marco Aurelio, a
quien pronto conocerás. El hombre que sostiene el hoplón es Leónidas y el
del otro extremo soy yo.
Max estaba pasmado ante la belleza de la pintura. También se preguntaba
qué habría pasado con aquellos personajes del Gran Consejo que no habían
sido mencionados por Rómulo; recordó que le había dicho que por alguna u
otra razón no todos seguían a su lado. No tuvo oportunidad de conocer acerca
de ellos porque sus pensamientos fueron interrumpidos por el macedonio,
quien inquirió sobre qué temas le interesaría hablar, y lo decía al tiempo que
abría las llaves del agua. Comenzó a desvestirse y la reacción del chico fue
inmediata.
- ¡Espera! ¿Qué haces? ¿Has olvidado que vendrá Marketa a traernos las
viandas? –exclamó Max sin ocultar su turbación.
Alejandro aceptó que la chica llegaría con lo que se le pidió, y que
además lo más probable es que la acompañara alguien para preparar la tina;
lo que no entendía era la preocupación del joven. Max contestó que carecían
de toallas para cubrirse y que la tina no tenía todavía el nivel de agua
suficiente que les permitiera ocultarse, y sin disimulo hurgaba con la mirada
verificando que en verdad no hubiese algo con que paliar el total desnudo al
que invitaba su acompañante, tanto como para prevenirle de la llegada de las
mujeres.
Alejandro movió la cabeza en señal de rechazo de lo que el joven
aprendiz esgrimía y con una sonrisa lo conminó a que abandonara tales
prejuicios.
- No puedes ser así de pudoroso. Tu cuerpo, como el de todos, es algo
maravilloso; es el instrumento mediante el cual entras en contacto con la
naturaleza y los otros seres que habitan en ella. Cuídalo y perfecciónalo, es en
parte gracias a él que te mantienes con vida. No lo mires como algo lascivo
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que debes esconder de los ojos de otros, ni observes con morbo el de los
demás porque es tan sagrado como el tuyo. Acostúmbrate a ello; cuando te
transformes desgarrarás las ropas que lleves y al recuperar tu forma humana
te encontrarás desnudo. Así es que no seas puritano y despójate de tus ropas.
Max comenzó a desnudarse, no sin cierta molestia causada por el pudor,
que obviamente Alejandro notó y que le causó gran hilaridad, en especial
cuando reconoció el aroma de Naïma y Marketa que se aproximaban. Ambas
llevaban una charola en las manos. En la que cargaba la eslava había una
jarra con jugo y un platón lleno de frutas, mientras que en la de la comisaria
se veían dos pequeños tarros con especie de aceites y un recipiente con
diferentes hierbas.
Las dos ingresaron al baño por la misma entrada que lo habían hecho
Alejandro y Max. El joven estaba de espaldas, no notó la presencia de las
damas hasta que Naïma lo saludó.
El chico utilizó sus manos para cubrirse como reflejo, olvidándose de lo
que Alejandro recién le había comentado, quien no se reprimió al verlo
ruborizado y estalló en una gran carcajada. Para fortuna de Max, las dos
mujeres se contuvieron y sólo mostraron una pequeña sonrisa.
El joven se disculpó, argumentó sonrojado que a pesar de que Alejandro
había censurado su recato, creía que le tomaría un poco más de tiempo
dejarlo de lado.
- No te preocupes, Max, sólo hemos venido a traerles algo para
refrescarse y a preparar el baño –repuso Naïma mientras vertía los aceites y
las hierbas en el agua–. En un minuto nos iremos.
Pasado un breve lapso las dos mujeres se retiraron de la habitación, lo que
permitió que Max se sintiese un poco más aliviado.
Alejandro se metió en la tina e invitó al muchacho, cuidándose de no
comentar más sobre lo ocurrido; prefirió alentar al joven a que propusiese un
tópico sobre el cual hablar.
Max aceptó y, animado por los vapores aromáticos que comenzaban a
esparcirse por la habitación, se decidió a introducirse al estanque, una vez que
verificó que la temperatura del agua era agradable. Señaló que cuando
Rómulo le mencionó por primera vez a los hombres vampiro, las dudas se
presentaron de manera inevitable en su mente y de inmediato había
preguntado sobre ellos. Como era costumbre en el primer romano, la razón le
asistió al decirle que previo a profundizar en el tema, era menester conocer

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más sobre la naturaleza de los duploukden-awi. Puntualizó que resultaba evidente
su hambre por saber lo más posible sobre sus enemigos, pero antes necesitaba
le hablara más sobre ellos mismos.
Alejandro se zambulló para mojarse el cabello, se retiró el exceso de agua
del rostro y entonces señaló que le parecía muy acertado el comentario y le
daba gusto que en tan poco tiempo ya aprendiese de la sabiduría de su líder.
Max imitó el movimiento del macedonio, quizá por casualidad, quizá
influenciado al comenzar a ver en ese hombre no sólo a un amigo, también un
modelo a seguir. Después expresó:
- De seguro quedan todavía varios detalles que me falta saber sobre
nuestras habilidades y debilidades; sin embargo, no es sobre ellas que quiero
disertar por ahora. En más de una ocasión han hecho referencia a un cierto
grupo de disidentes y por lo que he escuchado, me parece que un tal César es
quien los dirige. Creo suponer quién es, pero preferiría me lo confirmaras y,
sobre todo, quisiera saber qué originó la escisión.
Con un gesto Alejandro aprobó la pregunta:
- En primer lugar no es sólo un grupo el que no está con nosotros, sino
dos: aquellos que conocemos como «Los Disidentes» y que no son
comandados por César. De hecho, propiamente hablando, carecen de una
dirigencia; sin embargo, tres de ellos tienen una gran influencia sobre los
demás. Son ermitaños, soñadores, que poco a poco se han alejado por no
creer en nuestros ideales. La Disidencia es ajena al conflicto que tuvimos con
«Los Proscritos»; esos sí son comandados por ese tal César, como lo
llamaste, que no es otro que Cayo Julio César, general conquistador de las
Galias, quien recibiese, entre otros, los títulos de dictator perpetuus y pater
patriae y en cuyo honor los emperadores romanos eran conocidos como
césares. Hasta antes de dejarnos, junto conmigo, fue uno de los pretores de la
legión de Leónidas en el ejército de Rómulo.
Max estaba atónito, cada vez salían a relucir más personajes históricos a
los que admiraba. Quería preguntar sobre los tres sujetos que ejercían cierta
autoridad sobre la Disidencia, en cambio prefirió hacerlo sobre Leónidas y
Julio César. Deploró que el segundo no estuviese con ellos e indagó sobre el
paradero del primero.
Alejandro vio un nicho de oportunidad en la curiosidad del muchacho,
como Rómulo ya se lo había comentado. Sabía que por fuerza entrarían en
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asuntos que como una espina se hallaban clavados en su corazón, y que al
hablar de ellos unas gotas sangrarían de la herida, pero el asunto debía
abordarse y sacarle provecho hasta donde fuera posible. Explicó con
vehemencia que Leónidas había fallecido a manos de Aníbal en la Sëdeil Bêlez
adkep eani Leoni Nox-aw. Pericles, Confucio y Nabucodonosor también habían
muerto. Añadió que era probable que a César lo conociera dentro de poco
tiempo e inclusive pudiese ser que aprendiese de él, aunque no debía esperar
coloquios como los que habían sostenido entre ellos. Con cierta melancolía
declaró que a pesar de tener más de dos milenios de vida, César todavía no
dominaba todas sus pasiones, en especial el enorme ego.
De nuevo Max lamentó para sus adentros que la respuesta se bifurcara.
Había tanto que indagar de esa historia no escrita, ni siquiera sospechada o al
menos insinuada. Deseaba saber a detalle las circunstancias de la muerte de
Leónidas, sus razones eran fácilmente descifrables, no así las de la ruptura de
Julio César; estas constituían un verdadero misterio para él, por lo que le
solicitó a Alejandro se extendiera en la materia.
Alejandro dio un fuerte suspiro; apuntó que no era un episodio breve y
menos fácil de contar; incluía capítulos amargos como la traición y tristes
como la muerte de alguien muy cercano.
Al ver contrito a ese hombre que parecía esculpido en bronce, Max
manifestó que si era un relato que prefiriese evitar, mejor cambiaran de tema.
- No, está bien, mi amigo. Es algo que, como señalaste, debes conocer y
como actor de esas páginas de la historia estoy capacitado para darte un fiel
retrato de lo que sucedió –declaró el antiguo comandante supremo de la Liga
Helénica con voz un tanto lúgubre, que evidenciaba que si bien lo abordaría,
lo haría por considerarlo trascendente, no por gusto.
Ambos se encontraban sentados frente a frente en el interior de la tina,
sólo se giraban de vez en vez para tomar un trago de jugo de naranja o para
alcanzar un higo, granada o alguna otra fruta.
Alejandro explicó que el origen de la afrenta entre Rómulo y César se
remontaba al trayecto como humano del proscrito. Para precisar, necesitaba
abundar aunque fuese de manera somera en otros aspectos. Max asintió.
El macedonio explicó que algunos de ellos eran convertidos en duploukden-
awi antes de su ficticio fallecimiento, como seguramente sucedería con Max.
Otros habían sido transformados hasta después del deceso simulado, por las
razones que habían comentado durante el desayuno. La aparente muerte del
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hombre que posee el potencial de ser duploukden-aw se consigue porque el
cuerpo deja de emitir signos vitales y cualquiera juraría que ya no está con
vida. La diferencia es que el sujeto no se descompone, aunque es raro que
alguien lo note; no es normal que la gente deje los restos de sus seres
cercanos a la intemperie. Además, el supuesto cadáver es robado de
inmediato.
- Algunos deciden suplantarlo por uno de características similares y otros,
como Temujin y yo, preferimos que nuestros sepulcros se convirtiesen en un
misterio; razón por la que no ha habido ni habrá arqueólogo o historiador
capaz de dar con esas tumbas: no existen. En fin, sea cual sea el caso, una vez
que eres convertido tienes que desparecer de la luz pública. Esa es la ley que
Rómulo nos enseñó y que hemos seguido.
Max comentó que ya el fundador de Roma le había mencionado algo al
respecto, sin tantos detalles. Después, sabiendo que se saldría un poco del
asunto pero intrigado por lo que había dicho Alejandro, cuestionó por qué
había algunos de ellos que tenían una apariencia menos vieja de lo que se
esperaría. El heredero del rey Filipo respondió que en varios casos el ritual no
sólo culminaba la transformación, también remozaba el cuerpo. No había una
constante de cuantos años rejuvenecería, pero nunca más allá del aspecto que
la persona tenía en los inicios de los veintes.
Para fortuna del chico, Alejandro el Grande retomó el tema medular de la
conversación. Relató que cuando César fue resucitado, producto de su
transformación en duploukden-aw, deseó retornar a Roma, retomar el poder que
le había sido arrebatado, vengarse de sus asesinos y de todos los enemigos y
concluir lo que había iniciado: el camino para convertirse en emperador.
El muchacho encontró bastante lógica la reacción del que irónicamente se
había vuelto el romano más famoso, al menos a los ojos de la humanidad.
Apuntó que lo era todavía más después de descubrir los poderes que había
adquirido.
- Lo deseable no siempre es lo adecuado, mi amigo –señaló Alejandro, un
poco reprimiéndolo, un poco aconsejándolo–. ¿Crees que no lo quise yo
también? Si carente de mis poderes de duploukden-aw, en poco más de diez años
había logrado para Macedonia el liderazgo de la Liga Helénica, someter al
Imperio Persa, a Egipto y hasta una buena parte de la India; imagínate lo que
hubiese logrado de haber podido regresar.
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Max respondió que en menos de otros diez años habría conquistado el
resto del mundo conocido y en poco tiempo más el planeta entero. Seguro de
que el genio militar del macedonio, aunado a un poder que entre otras cosas
lo hacía casi inmortal, lo garantizaba. Lo que lo llevó a un nuevo
cuestionamiento: por qué Rómulo no lo permitía.
- Porque esa es la ley que él estableció siglos antes de que yo naciera y lo
admiro y amo demasiado como para contravenir sus disposiciones –repuso
Alejandro con tal seriedad que hizo ver al muchacho que aquel que tuviese
los mismos sentimientos para con su líder, debía actuar de igual manera–. Él
siempre nos dijo que llegaría el momento en que los duploukden-awi nos
podríamos mostrar a los hombres libremente; mientras no llegara ese día,
estaría prohibido, sin excepción alguna.
El joven lo entendió. A pesar del breve tiempo que tenía de conocerlo,
había aprendido que debía seguir las instrucciones del líder, hasta cuando no
las comprendiera, pues el único motivo para la cerrazón era la propia falta de
sabiduría.
Alejandro notó por el comentario del joven aprendiz que sus prejuicios
comenzaban a derrumbarse y aun cuando, como una muralla, no cayeran por
completo en un primer instante, sólo requería que se abriese una brecha por la
cual penetrar, para después, derribar la barrera.
Coincidió con el pensar del muchacho, algo en lo que diferían de César.
Explicó que su otrora compañero era orgulloso y siempre había querido que
las cosas se realizaran según su parecer, lo que le dificultaba aceptar la
obediencia. Por lo que el rencor que sentía hacia el guía creció y todavía más
cuando Octavio Augusto, bajo la tutela del mismo Rómulo, logró lo que él
creía merecer por destino. Abundó que poco le había importado entonces a
Julio César haber designado a Octavio su heredero; él deseó que su sobrino
fuese el segundo príncipe de Roma, no el primero. Rómulo le explicó que eso
era lo que él había planeado, y que la falta de paciencia que tantas veces le
reprochó a César lo condujo a ser víctima de la conjura que terminó en su
asesinato; mientras que Octavio ostentó prudencia y serenidad para aguardar
el tiempo adecuado. Lo que le rindió como fruto el imperio con el que César
había soñado.
- Entonces, la aversión de Julio César hacia Rómulo no es sólo debido a
que le haya impedido regresar y convertirse en emperador de Roma, sino que
otro tomara su lugar en la historia –pensó Max en voz alta, tratando de
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conocer al hombre que se oponía al liderazgo de su protector, y al que por esa
razón, probablemente se enfrentaría en un futuro cercano.
Alejandro asintió y señaló que la inquina creció al pasar de los años hasta
convertirse en odio, un odio que se alimentaba día con día al saber que, en
esa nueva vida, a lo más que podía aspirar era al segundo puesto. Nunca
ocuparía el lugar del gran lobo alfa, y a pesar de tener grandes defectos,
prosiguió el macedonio, César también poseía muchos atributos, entre otros
la inteligencia y estrategia política. Durante décadas, quizá siglos, Julio César
ideó su estratagema, buscó el momento y la forma adecuada de revelarse a
Rómulo y vengarse de él y de Octavio, quien también había sido un
duploukden-aw excepcional, discípulo y gran amigo del expositor.

Max preguntó cómo fue posible que, con toda su sabiduría, Rómulo no se
hubiese dado cuenta de lo que planeaba el dictator perpetuus; Alejandro
respondió que hasta el más glorioso de ellos tenía debilidades y la de aquél
había sido creer que César nunca le sería desleal. De poco sirvieron los
consejos y testimonios que se le presentaron y que desenmascaraban al
conspirador.
El joven quiso saber si su ahora amigo había sido de los que habían
prevenido a Rómulo de la conjura de César. Alejandro negó, relató que el
antiguo triunviro y él habían sido pretores de la legión de Leónidas, y no sólo
era su compañero, lo consideraba un hermano. Él creía que en el caso de
haber descubierto la perfidia de su camarada, él mismo tendría que haber
terminado con la vida del rebelde bajo el cumplimiento de su deber como
pretor. En el rostro del vencedor de la batalla de Gaugamela se leía que por
un lado se arrepentía de no haberlo logrado, por otro, agradecía que no
sucediera, en especial después de declarar que su aprecio hacia Julio César lo
cegaba y no quería matar a su amigo. No deseaba alimentar las pesadillas que
lo perseguían y le recordaban uno de los momentos más amargos de su vida:
el asesinato de Clito.
- Perdón, Alejandro. No era mi intención revivir en ti momentos de
amargura –manifestó el posible sucesor de Rómulo con rotunda sinceridad.
- No te preocupes. Es sólo que la felonía de un ser querido duele, más aún
cuando fue uno mismo quien traicionó esa amistad –los ojos del cónsul se
pusieron en blanco y por un momento pareció perdido. Después,
recobrándose, continuó con la plática acerca de César; comentó que este
empezó a buscar adeptos a la causa que enarbolaba dentro del ejército de
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Rómulo, sin descubrirse con quienes hablaba hasta no estar seguro de que lo
seguirían.
- Cuándo dijiste que la traición duele más cuando tú eres quien la
propinó, ¿quieres decir que fuiste tú quien fue desleal a César? –inquirió
confundido el joven.
- No, Max, me refería al caso de Clito, pero esa es otra historia y se
remonta a mi trayecto como humano; podemos dejarla para otra ocasión.
César cometió apostasía contra todos: contra Rómulo y Boadicea, contra
Leónidas, contra mí y sus hermanos. Obviamente pretendió que me revelase
también y que a su lado iniciásemos una nueva manada, un nuevo imperio;
que a diferencia del que ahora buscamos, el suyo sólo era perfecto para él.
Claro que al principio sólo me lanzaba preguntas para saber si sería propenso
a desertar de las filas de Rómulo; no fue sino hasta que se descaró que me
pidió me uniera a él.
- ¿Y a cuántos convenció César de dejar a Rómulo y adherirse a él? –
quiso saber un Max cada vez más envuelto en el relato.
- A unos setecientos –respondió parco Alejandro en aras de dirigirse
rumbo a la relación de los eventos trascendentes de esa historia–.
Celebrábamos el milenario de nuestra era, y cuando digo nuestra era me
refiero literalmente a «Nuestra Era», cuando Julio César vio el momento
idóneo de iniciar su rebelión. El Imperio Romano comenzaba su caída. Se
pudría desde las entrañas, invadido por la codicia, y sufrían derrotas contra
bárbaros que antaño hubiese vencido con gran facilidad. Él aprovechó las
distracciones de Rómulo para desencadenar su estratagema. Fue en ese
entonces cuando César por fin se desenmascaró y, como primer movimiento,
junto con los que le siguieron, se autoexilió.
- ¿Y por qué no trató de asesinar a Rómulo a la manera que lo hacían los
conspiradores en Roma? –inquirió Max deseoso de hurgar más en la forma de
actuar de aquel personaje.
- Porque de los césares no dependía la descendencia de los hijos de Roma
y Julio César no es estúpido. Sabía que tenía que derrotar a Rómulo y
Boadicea sin matarlos, para así garantizar la prole de los duploukden-awi.
- ¿Entonces qué fue lo que hizo Rómulo?
El militar macedonio percibía que el ambiente y el relato mismo habían
generado la expectativa prevista en Max. Era el momento preciso de entrar de
lleno en la narración.
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» Rómulo no quería que la sublevación se expandiera y estaba consciente
de que entre más pronto la detuviese, más fácil sería lograr su objetivo;
además, estaba interesado en ofrecerles a los proscritos una segunda
oportunidad, inclusive a César, por lo que se enviaron algunas patrullas para
dar con ellos. Mi antiguo compañero había sido muy hábil en ocultar su
rastro y nuestro líder seguía preocupado por la situación de Roma, que
proseguía el inexorable camino a la decadencia; sin embargo, a unos meses
de la huída de los Proscritos, los encontramos. Boadicea, la de mirada
purificadora, los senadores, así como Leónidas y yo, le recomendamos a
Rómulo abandonara Roma a su suerte y se preocupara por el verdadero
imperio. Creo que nuestro maestro esperaba resolver el asunto de los rebeldes
con la celeridad suficiente para regresar a la Ciudad Eterna y salvar el estado
que había fundado un milenio antes, pero las sorpresas del destino no habían
concluido.
» En fin, un par de semanas más tarde, con nuestro ejército reunido
partimos rumbo a los Montes Cárpatos, que era donde se localizaba Julio
César. Sólo se quedaron los senadores y un reducido grupo de duploukden-awi
como guardas.
» Antes de salir, Rómulo dividió las tropas en dos legiones. Fui nombrado
cónsul de la Segunda Legión y mis pretores eran Asarhadon, Artemisia y
Octavio. En ese entonces todavía no utilizábamos animales de ataque.
Muchos hombres han estado al frente de grandes ejércitos, yo mismo había
sido uno de ellos, pero el honor que se me confirió muy pocos lo han tenido.
Boadicea remplazó el anillo que yo usaba como pretor por el de los cónsules
–al escuchar esto, Max no disimuló la mirada que le dedicó al preciado objeto
con el pentáculo que llevaba el fundador de Alejandría y que, desde la
primera vez que lo vio, tanto había llamado su atención–, y que porto siempre
en mi mano izquierda, la más cercana al corazón.
» Créeme cuando te digo que, a pesar de los cientos de duploukden-awi que
habían desertado junto a César, el paso de esas huestes era algo majestuoso –
comentó Alejandro con tanta elocuencia que llevó a Max más de un milenio y
medio atrás y visualizó en su mente cada escena que el antiguo comandante
supremo de la Liga Helénica recreaba–. Sé que ha habido ejércitos más
numerosos, pero en el nuestro marchaban Rómulo, el de corazón impertérrito,
la misma Boadicea, Leónidas, Darío I, Artemisia y Ciro el Grande, entre
otros. Al frente del contingente iban los estandartes que durante milenios nos
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han distinguido, los escudos de Mairezh y Veciner. Todos, hombres y mujeres,
adornados con joyas bendecidas por Boadicea y que habían sido
especialmente escogidas para incrementar el valor en batalla. Aldeanos y
bandidos huían despavoridos al vernos. La tierra se cimbraba al
desplazamiento de las tropas y el sol y la luna alababan por igual nuestro
recorrido. Estaba por dar inicio la Bêlez aba Fradeunazi abo Caktêhñ.
El muchacho estaba extasiado con el relato del hijo de Filipo. Ninguna
película vista o libro leído se podía acercar a la expectación que generaba en
él la crónica del general más brillante que el mundo haya conocido. Era capaz
inclusive de escuchar los gritos de guerra de los combatientes, ver el ondear
de los estandartes y sentir el estruendo de las pisadas. El genio macedonio
tenía razón, Max no podía imaginarse un ejército que se comparase con
aquél.
» Fue un trayecto penoso; no para nosotros sino para el resto de las
especies. Aunque como los lobos, somos capaces de consumir grandes
cantidades de comida y utilizarlas poco a poco, Rómulo no se iba a dar el lujo
de que sus tropas llegasen a la batalla faltas de energía. Nos alimentábamos
con lo que encontrábamos, incluidos avitedeni.
» Apostaría a que fue en esa época cuando comenzaron a gestarse las
leyendas sobre hombres lobo; ya se habían dado ataques aislados, pero nada
siquiera cercano a lo que se vivió en aquellos días. Acabamos con poblados
enteros. Llegábamos durante el día disfrazados de humanos y aunque sin
agrado, los lugareños nos daban hospedaje. En la noche, el terror y la muerte
envolvían al pueblo. Salíamos de las moradas en las que descansábamos y
cazábamos a todos los habitantes. No se perdonaba ni una sola vida.
Si bien el joven sentía que se le helaba la sangre con las palabras de
Alejandro, también notaba la consternación en la voz del interlocutor.
» Éramos casi tres mil duploukden-awi que atacábamos al unísono a un pueblo
de avitedeni, indefensos ante nuestros poderes. Los hombres que tenían
oportunidad corrían por armas, sólo para descubrir que eran tan inútiles como
ellos. Muchas mujeres los imitaban, otras huían a buscar refugio, ambas
encontraban el mismo destino. Nadie era olvidado, ni siquiera los niños que
creían despertar dentro de la peor pesadilla. Eran alimento, una baja en una
guerra que no comprendían, que ni siquiera sabían existía. Todos ellos, en
una sola noche, expiaron pecados que ya ni siquiera reconocían como tales.
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Las Moiras habían decidido cortar no un hilo sino una madeja completa. Era
el preludio de la sangre que correría.
Si esa plática se hubiera registrado unos días antes, Max hubiese
condenado a su amigo, o por lo menos le cuestionaría con dureza, le
esgrimiría cualquier argumento posible para restregarle semejante crueldad;
pero la enseñanza de aprender en lugar de juzgar, de comprender lejos de
condenar, echó raíces firmes en el joven. Más adelante, limitándose a
preguntar, se enteró que eran pueblos que habían sucumbido ante sus vicios y
pasiones, que los licántropos fueron utilizados por los dioses para
materializar su ira e imponerles ejemplar castigo en una nueva versión de
Sodoma y Gomorra.
» El invierno, crudo en particular, estaba a punto de caer cuando llegamos
a los Cárpatos Occidentales. Sabíamos que los Proscritos utilizaban como
guarida los Montes Rodnei. El paisaje era fabuloso, la nieve ya vestía las
cimas con su traje de gala color blanco. Fue a los pies de la cordillera que
Rómulo reunió a Boadicea, a Leónidas y a mí para terminar de gestar la
estrategia a seguir en la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ.
» A partir de entonces separaríamos las dos legiones con las que
contábamos. Nuestro líder iría con la Primera Legión, y subirían al Monte
Pietrosul, donde se hallaban César y la mayoría de su contingente, según lo
que nos había informado nuestra avanzada. Mi legión aguardaría en los valles
que se encuentran al norte del macizo.
» Julio César sólo utilizaba los montes como refugio, no querría dar ahí la
batalla principal; incluso con una sola legión Rómulo lo superaría en número.
Necesitaría de un escenario más propicio para enfrentársele. Los
inexpugnables valles al norte de los Cárpatos eran un terreno ideal; además le
ofrecían una ruta de retirada en caso de ser necesaria.
» La Primera Legión ascendería cubriendo los flancos de Oriente,
Mediodía y Occidente del Monte Pietrosul; le harían creer a César que se le
daba una salida para no exterminarlos. Era posible que aquél pensara que ese
era todo el ejército que llevábamos a la contienda y que el resto se había
quedado para protección de Roma. Debido a que, como lo he mencionado,
una sola legión era superior en número a su contingente, además esa llevaría
a los dos lobos alfa.
» En el mejor escenario, sorprenderían a los soldados del pater familias de
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los Julios y los someterían en la cima; si este descubría el avance de Rómulo,
difícilmente lo haría con la suficiente celeridad como para preparar una
emboscada. Por otro lado, te reitero, sabíamos que César no buscaría llevar a
cabo ahí el enfrentamiento principal, por lo que sin importar que tan bien
pertrechados estuviesen, los Proscritos tratarían de llevar la batalla a los
valles de Septentrión. Simularían una retirada y conducirían a nuestros
legionarios hacia donde ellos creerían que tendrían un ámbito más favorable.
Ahí los esperaría la Segunda Legión.
» La nieve y el frío no merman las habilidades de los lobos y tampoco las
nuestras. Asimismo, los lobos, a diferencia de otros animales, pueden
recorrer grandes distancias a su máxima velocidad; nosotros también. De
igual forma, no era necesario esperar a que cayera la noche; la visión
nocturna de los lobos nos permite ver con la misma facilidad con o sin luz
por lo que no teníamos que limitar el avance para cuando el sol se ocultara,
podíamos ser avistados por alguna patrulla de César a cualquier hora. El rival
era de nuestra especie; una a la que nada en ese ambiente le afectaba.
» Acordamos que el día del solsticio de invierno la Primera Legión
comenzaría el ascenso de la montaña. Nosotros debíamos alcanzar los valles,
aprisionar y, en su caso, acabar con algún contingente de rebeldes que
pudiera aguardar ahí como avanzada, y asegurar el terreno para el momento
en el que la presa principal llegase.
» En el trayecto, cruzamos enfrente de la cascada Cailor, parecía
presumirnos su caída de agua que, a pesar de la época del año, era señorial y
salvo su sonido y los cantos del viento no se escuchaba nada más. Habíamos
callado el ruido de las pisadas como el lobo que acecha a su presa. Los
animales abandonaron aquel paraje, quizá el instinto les indicó que el lugar se
convertiría en una zona de muerte y desolación.
» Ahí nos topamos con la primera patrulla de Proscritos. Fuimos más
audaces que ellos y los agarramos desprevenidos; eran apenas media decena,
por lo que los sometimos con facilidad. Desafortunadamente no existen
ataduras capaces de contener a un duploukden-aw, al menos no unas que
pudiésemos haber llevado entre los avíos; no había forma de dejarlos cautivos
y tampoco arriesgarnos a que diesen la alerta. El éxito de la misión radicaba
en mantenernos en secreto. Tomé entonces la dolorosa decisión de
aniquilarlos antes de que los aullidos previnieran a algún otro destacamento.
Pelearon con fiereza, como duploukden-awi que eran, pero ya desde antes de que
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soltaran la primera mordida sabían que no tenían posibilidad alguna de
sobrevivir.
» Junto con el invierno llegamos a los valles, y entramos con un sigilo
inverosímil para una legión: cuando un duploukden-aw acecha es casi imposible
escucharlo. Somos el ser más perfecto para la caza.
» Ahora bien, como lo imaginamos ahí había hombres de Julio César, una
centuria completa; es decir, ochenta soldados más el oficial a cargo. Los
superábamos en número en proporción de casi quince a uno; no tendríamos
mayor complicación en derrotarlos. El reto consistía en que no debíamos
permitir que uno solo escapase y diese la voz de alarma.
» Analicé la situación y dividí mi legión en cuatro grupos. El valle,
aunque lo bastante amplio para albergar al ejército de Rómulo completo y
más, era rodeado por un espeso bosque, y el terreno era muy irregular. César
de seguro había elegido el sitio como ruta de escape por esas características;
si lograba internarse en él, sería difícil atraparlo. Tenía que utilizar a mi favor
la desigualdad de la tierra, que así como podía cubrir a los Proscritos en una
posible fuga, también podría disfrazar el arribo de mis tropas.
» Ordené a Octavio quedarse con su cohorte en donde estábamos y atacar
desde ahí, es decir, del norte del valle. Artemisia, la de yelmo broncíneo,
debía escabullirse por entre la verde espesura junto con dos de sus manipulios
y acometer desde el este. Asarhadon haría lo mismo que la guerrera de la
Batalla de Salamina, pero se dirigiría hacia el flanco oeste y yo tomaría uno
de los manipulios del asirio y otro de los de Artemisia, con lo que cubriría la
huida hacia las montañas y arremetería desde el sur.
» Instruí a cada pretor para que, a su vez, seccionaran en dos al
contingente con el que se quedaban; ellos irían con el primer grupo y
embestirían a los rivales, estaría formado sólo por scurêodeni. Los restantes
permanecerían en el sitio desde el cual se iniciaría el asalto, atentos ante
cualquiera que lograse escabullirse; estaría integrado por arxodeni y
jabalineros, quienes de hecho serían los primeros en atacar. Las flechas y
jabalinas, respectivamente, serían tan silenciosas que no alertarían a los que
se ubicaran montaña arriba y mantendrían a los rebeldes ocupados en tanto el
resto de mis legionarios llegasen a concluir la tarea.
» Es posible que suene más sencillo de lo que en verdad era, la realidad es
que resultaba bastante complejo movilizar a tal cantidad de soldados en sigilo
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absoluto de tal suerte que fuese imperceptible para otros duploukden-awi. Si bien
la densidad del bosque evitaba que nos vieran, no así que nos escucharan u
olieran.
» Una vez situados en un punto que consideré ideal para bloquear el
escape de los rebeldes, con una señal de mi mano indiqué a los hombres que
con sus puños golpearan el piso, lo que consiguió que se cimbraran el suelo y
los árboles de la zona, haciéndolo perceptible para el resto de mi legión. Fue
la señal para iniciar el ataque. Al instante, cientos de flechas y lanzas
surcaron el cielo, como si los troncos las escupiesen. El centurión de Julio
César reaccionó a tiempo y dio la orden para que utilizaran la formación de
testudo; pero así como sucedió en la Batalla de Carrhae, yo probaría su
ineficacia una vez más.
» Mis legionarios se lanzaron a la lucha, todos salvo Octavio y sus
soldados, quienes se retrasaron en la salida. Yo iba al frente de los míos, por
lo que noté cómo en los siguientes segundos comenzaron a salir mis demás
hombres de los puntos convenidos. Nos abalanzamos sobre los insurgentes
como lobos sobre ciervos. Al ir corriendo algunos se transformaban, otros lo
hicieron mientras aguardaban y los restantes, como yo, sólo sacamos garras y
colmillos.
» Algunos de los duploukden-awi de César no habían conseguido ponerse a
salvo y varios de los proyectiles dieron en sus dianas, con lo que unos pocos
sucumbieron en la primera embestida. Cada vez que un insurrecto caía, antes
de que otro pudiese cerrar la formación, el hueco dejado era aprovechado ya
por las zarpas o espadas de los que estábamos en la primera línea de batalla,
ya por las flechas o jabalinas de los que nos auxiliaban a distancia, cuya
precisión sería envidiada hasta por los mejores francotiradores modernos.
» Hubo otros rebeldes que no habían logrado deshacerse del arma que les
perforaba el cuerpo cuando ya eran atacados por mis legionarios. Los que sí
habían tenido éxito, o incluso unos pocos que todavía tenían el proyectil
insertado en los músculos, trataron de escapar brincando sobre las filas
enemigas y las propias, más con la intención de dar la alarma que con la idea
de salvarse. Esto sucedió en particular en nuestro flanco norte que, por la
tardanza del primer príncipe de Roma, ofrecía el punto más débil y una
tentadora opción para que los rivales abandonaran al resto de su contingente e
intentaran la fuga. Los que así lo hicieron fueron interceptados en el aire y
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muchas veces muertos antes de siquiera regresar al suelo. Los demás se
toparon con Octavio y sus hombres, quienes llegaron a tiempo para cercarles
el paso. Nuestra táctica había funcionado a la perfección. Ante la
desesperación de comunicar a sus compañeros en la cima de la trampa a la
que se encaminarían, no se percataron de aquélla en la que ellos caían, porque
aun cuando hubiesen logrado escabullirse de los scurêodeni de quien convirtió
a Roma formalmente en un imperio, habrían salido por el extremo opuesto
del que se encontraba la montaña; ergo, para ir a ella, tendrían que sortear a
nuestros arqueros y hasjêdeni.
» Los que alcanzaron a vislumbrar el plan, o fueron encargados de cubrir
la huida de los camaradas, se plantaron en su sitio decididos a vender caras
sus vidas. El valor desplegado era tan evidente como inútil ante la furia de
nuestro embate. La mayoría se encontró en Elíseos antes de darse cuenta de
lo que ocurría.
» Nuestro ataque fue tan certero y rápido que fue bautizado como la
Pûlemann Fûlpe. La primer mordida siempre iba dirigida a la garganta del
adversario, para imposibilitarlo de gritar o aullar, de inmediato las garras
buscaban el corazón o el cerebro; si no los encontraban, era porque mientras
uno mordía el cuello, aparecía el compañero que concluía la faena.
» La Pûlemann Fûlpe duró tan sólo un par de minutos a partir de que di la
señal de ataque hasta que el último de la centuria de Proscritos cayó. Sólo
tuve una baja y algunos heridos, que debido a nuestras cualidades, sanarían
en menos tiempo del que había durado la contienda.
» El primer paso estaba dado.
» El siguiente era preparar la bienvenida para el hombre que se enfrentó a
los optimates. Una centuria se haría pasar por los que acabábamos de vencer;
se vistieron con sus ropas y se cubrieron con el sudor de los cuerpos caídos
con el fin de disfrazar su esencia. Ordené que se llevaran los restos lo lejos
necesario para que no fueran olfateados, y que borraran cualquier evidencia
de lucha. Al final de la guerra les brindaríamos los honores correspondientes.
» Octavio con una de sus centurias asumirían el rol dejado por los
derrotados. Asarhadon regresaría con su cohorte al mismo lugar que había
ocupado para atacar en la Pûlemann Fûlpe, auxiliado por un manipulio y una
centuria del gran rival de Marco Antonio; mientras que yo me uniría a la
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cohorte de Artemisia junto con el resto de la cohorte de Octavio, y nos
esconderíamos en los árboles ubicados al oeste de los valles. Dejaríamos libre
una ruta de escape, y aunque no era nuestra intención que se diera, tampoco
queríamos dar la impresión de que fuera una batalla a muerte; de hecho, mis
órdenes fueron que se tomaran prisioneros y sólo se segaran vidas en caso
extremo. Las circunstancias registradas en el combate previo habían sido
distintas.
» Al tiempo que nosotros librábamos la Pûlemann Fûlpe, tal y como había
sido planeado, la Primera Legión inició el ascenso del Monte Pietrosul.
Rómulo iba al frente de una cohorte por el sur de la cima, Leónidas junto con
otra por el oeste y Boadicea y la cohorte restante tomaron el oriente de la
montaña.
» En la primera mitad del camino hacia la cumbre encontraron una
resistencia casi nula; se presentaron pocos enfrentamientos que no produjeron
bajas en ninguno de los bandos. Nuestro jefe máximo había ordenado
capturar rivales, a pesar de que significara ocupar soldados para que los
vigilaran. Sólo hubo una batalla de importancia, y es recordada como la
Pûlemann adkep eani Bseroeni aba Mounez Glâkteñ.

» Cuando Rómulo, el de corazón impertérrito, se encontraba a unos tres


estadios de la cima, aprovechando lo disparejo de la superficie y la tupida
nevada que caía, un grupo de duploukden-awi trató de emboscarlos, estrategia
que fue impedida por la astucia y el olfato de Rómulo; al menos la sorpresa
no fue ese ataque.
» Él me ha contado que debido a las condiciones del terreno y del clima,
sabía que era el sitio adecuado para sufrir una celada; ya esperaba un ataque
intempestivo. Además, segundos antes de que se produjera, Rómulo alcanzó
a olfatear a los agresores y avisó a sus hombres con lo que frustró el éxito del
plan.
» Una centuria de duploukden-awi salió por debajo de la tierra en el sentido
literal: estaban cubiertos por la nieve. Diez de ellos se lanzaron en contra de
nuestro líder, buscaban capturarlo. Rómulo no requirió de asistencia para
sobreponerse a los atacantes. En verdad te digo Max, no hay ser más
poderoso y formidable en la batalla que nuestro guía. Según los distintos
relatos que escuché después, sin necesidad de quitarles la vida, Rómulo dejó
fuera de combate a los diez duploukden-awi que se habían abalanzado sobre él.
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Unos cuentan que sólo vieron las garras de Rómulo moverse a una velocidad
impresionante y al mismo tiempo caían extremidades de los atacantes; otros
que con un único golpe, Rómulo había logrado arrojar a varios metros a una
buena parte de los agresores; hay otros que aseguran hubo quienes recularon
nada más al escuchar su rugido. En lo personal creo fue una mezcla de todo.
A estas alturas de la crónica Alejandro parecía absorto en su propia
narración, tal vez lo alcanzaba a imaginar en su mente, igual que le sucedía a
Max, porque él no había participado en esa batalla. Se tomó una breve
pausa, y continuó.
» Fue entonces que se dio el mayor desconcierto de toda la guerra. De las
entrañas de la montaña surgió un rugido con mezcla de aullido,
profundamente agudo. Muchos duploukden-awi cayeron al suelo aturdidos por el
sonido. Segundos después una gran llamarada quemó casi hasta los huesos a
varios de nuestros soldados. Tras el fuego aparecieron Julio César, uno de
sus recién nombrados pretores y un tribuno, los tres montando dragones
alados.
» Rómulo no permitió que lo distrajera de su objetivo el asombro de
encontrarse con seres que, aun cuando había visto, nunca había enfrentado y
ninguno de nosotros había domado con anterioridad. Ordenó a sus soldados
que tomaran las posiciones más elevadas y atacaran con proyectiles, ya
fueran flechas, jabalinas o simples piedras, tanto a dragones como a jinetes.
» El fundador de Roma escaló una pendiente que lo colocaba en situación
favorable para iniciar la ofensiva; ahí aguardó a que César y su montura se
aproximaran a una distancia que le permitiera alcanzarlo. El conquistador de
las Galias ya era agredido por los arxodeni y jabalineros de nuestro ejército, y a
pesar de que Rómulo buscaba atacarlo, otro de los jinetes pasó lo cerca
necesario como para ser embestido por el lobo alfa; como el gran estratega
militar que es, decidió no desperdiciar la oportunidad de acabar con uno de
ellos, y con un brinco espectacular, se lanzó sobre el nuevo blanco.
» Su salto lo colocó justo en la parte inferior del cuello de la bestia,
asiéndose con los brazos y ejerciendo toda su fuerza para comenzar a
asfixiarla. El dragón comenzó un vuelo errático, presa de desesperación por
tratar de librarse del agresor. El jinete lanzó a Rómulo un par de jabalinas,
pero el deambular irregular de la serpiente alada, que a su vez mantenía a
nuestro guía en constante movimiento, hizo que ambos proyectiles fallaran.
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La falta de oxígeno en el cerebro del animal provocó que perdiera el
conocimiento; se desmayó y cayó en picada.
» Durante el descenso de la bestia, Rómulo se impulsó para atacar al
jinete, que aún seguía montado en el lomo. En fugaz trayectoria, el primer
romano lo asió con las garras por uno de los hombros, obligándolo a soltarse.
Segundos después los tres emprenderían vertiginoso paseo directo a la nieve.
Sin importar lo grande que hubiese sido el desplome, Rómulo se incorporó de
inmediato y se dirigió hacia el pretor espurio, quien después de levantarse
sólo tuvo oportunidad de ver el puño del duploukden-aw más poderoso dirigirse
a su quijada, para quedar fuera de combate.
» Mientras Rómulo luchaba contra el dragón, Leónidas, el del hoplón
ínclito, y su cohorte se incorporaron a la batalla. El héroe espartano ordenó a
los soldados no tomar las posiciones elevadas, ocupadas ya por la cohorte del
líder, salvo para suplir a algún caído, siendo él quien primero lo hizo. Al
igual que Rómulo, esperaba que el dragón de Julio César se aproximara para
atacarlo; tampoco se le presentó la oportunidad. Fue el tercer jinete quien se
ofreció a él, y tal como había hecho nuestro mentor, Leónidas también
cambió de objetivo.
» En pleno salto, el héroe de la batalla del paso de las Termópilas se
transformó por completo, dio a un costado del dragón, justo donde terminaba
una de sus alas, y ahí clavó las garras para sostenerse. El dolor que le produjo
a la bestia le hizo girar el cuello y lanzar una gran llamarada contra Leónidas.
El fuego dio en el jinete, lo calcinó casi por completo y lo hizo caer. El
antiguo rey de Esparta hubiese corrido la misma suerte de no ser porque el
ala protegió gran parte de su cuerpo; el resultado fueron algunas quemaduras,
las suficientes para obligarlo a soltarse. Leónidas no tuvo que encargarse del
jinete, el averno en el que se vio inmerso lo había calcinado por completo,
corazón y cerebro incluidos. Con el ala maltrecha, el dragón se vio obligado a
tomar tierra, y quedarse ahí.
» La bestia que César conducía se encontraba herida de gravedad por los
proyectiles de nuestros valientes, y al percatarse el jinete que el intento por
apresar a su antiguo preceptor había fracasado, optó por la decisión que
Rómulo había previsto: descender por el único camino que le quedaba libre,
cerciorándose de hacer creer a los persecutores de que huía. Algo que en
parte era verdad; él estaba seguro de los guiaba rumbo a una nueva
emboscada. Así era, lo que desconocía era que estaba preparada para él.
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» César y su ejército descendieron el Monte Pietrosul con una relativa
ventaja sobre la Primera Legión que ya se había reagrupado. La centuria que
habíamos disfrazado y que comandaba Octavio se había dispuesto a una
distancia considerable de la montaña, con el fin de que no fueran reconocidos
de inmediato. La trampa funcionaba muy bien, demasiado bien para haber
sido real; quizá con otra persona hubiese podido ser factible, no con Julio
César.
» Al llegar a la pequeña planicie que se formaba en el valle, el que recibió
el título de dictator perpetuus se dirigió hacia la centuria. Octavio, oculto en
su disfraz, le hizo una señal para indicarle que todo estaba en orden. No fue
sino hasta que estuvo demasiado cerca de mis soldados que lo noté. César
había descubierto el engaño, había reconocido a su hijo adoptivo, pero no dio
ni la mínima muestra de ello; continuó el paso con la naturalidad con la que
se hubiese acercado al verdadero oficial.
» Reaccioné, me olvidé de dar la señal de ataque, dejé mi escondite y corrí
para detener al traidor. Al verme salir, mi legión supo que la batalla debía
iniciar, también abandonaron sus guaridas y, como en la Pûlemann Fûlpe, se
lanzaron contra las huestes de los Proscritos.
» Hice gala de todas mis fuerzas, de mi gran velocidad, pero fui incapaz
de detener lo que temí sucedería; que como un arco me había impelido, cual
flecha, fuera de la protección de los árboles.
» César le arrebató la lanza a uno de los soldados que marchaba junto a
él, dio la orden para que su ejército asumiera la formación adecuada de
retirada, al tiempo que lanzaba la jabalina hacia Octavio, dando justo en su
garganta. Después de arrojar el venablo no perdió ni un instante y, con un
golpe fatal, su garra penetró el pecho de la víctima, quien apenas tuvo tiempo
para atender las palabras de su tío, antes de que le arrancara el corazón;
palabras que yo también escuché:
- Hakea'Veciner somon unis fiom färis-kun, ean unomos ekha alëriz-un Kaesar.
» Tras enterarse de su sentencia de muerte, Octavio cayó inerte en los
campos cubiertos de blancos copos. Fue tan repentino que ninguno de sus
soldados tuvo oportunidad de reaccionar; ellos deberían ser los atacantes, no
al revés. La mano derecha de Julio César sostenía el corazón del primer
príncipe romano, a punto de devorarlo. Antes de que sucediera caí encima de
él lleno de rabia e inicié una feroz lucha contra mi antiguo compañero de
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armas.
» Con ágil movimiento César se zafó. La batalla había comenzado; para
mí sólo existíamos ese hombre y yo en todo el campo. Con lágrimas en los
ojos, más de coraje que de dolor, le grité:
- ¿Porqué César, porqué mataste a Octavio? Él era sangre de tu sangre,
era nuestro hermano menor.
» Él respondió con alarde de ecuanimidad:
- No lo inquieras conmigo, pregúntaselo a Boadicea; seguro ella te dirá
que era su destino. Octavio tomó mi trono y a cambio yo tomé su vida.
» No quería darle entrada a más palabras del que otrora fuera entrañable
amigo. Acababa de cometer fratricidio, le había arrebatado la vida a quien
consideraba el pequeño de la grey, y de nuevo me lancé contra él.
Desenfundé mi espada, «Testurêto», y él hizo lo propio, revelando ahí que
había recuperado la «Crocea Mors» y que sólo los hombres que lo
enfrentaron en la cima del Monte Pietrosul la alcanzaron a reconocer. No sólo
utilizamos los aceros, que chocaron en repetidas ocasiones, también usamos
los colmillos; los míos alcanzaron a herirlo, los suyos se precipitaron en mi
cuerpo. Ambos seguíamos de pie, ninguno estaba dispuesto a ceder.
» Los Proscritos, que en las contiendas registradas en la montaña habían
perdido a casi un centenar y medio de soldados, la mayoría como prisioneros,
venían agrupados en dos manipulios, cada uno con tres centurias y unos
cuantos hombres más. Ellos mismos se habían labrado su destino; en ese
momento Hécate les ofrecería dos opciones: atenerse a su plan y confiar en
que la densidad del bosque facilitaría su escape, o quedarse a presentar
combate. El enfrentamiento entre César y yo convertía la primera optativa en
el abandono a su nuevo líder. Se decidieron por la segunda.
» Dentro de los insurgentes había un hombre poseedor de uno de los
mayores genios militares que hayan existido, a quien las Erinias lo llevaron a
unirse a la rebelión orquestada por su pariente. Tiempo después, las Cárites lo
conducirían hacia los Disidentes, a quienes no consideramos enemigos. Para
no distraerme más y poder concluir este relato, omitiré el nombre del
duploukden-aw, no así sus acciones.

» Este sujeto, que era el otro pretor del ejército de Julio César, tomó el
control de todos y los instruyó para que asumiesen una formación en «V»,
reforzada en el vértice en que las dos columnas se encontraban. Pretendía
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concentrar la mayor parte de las fuerzas contra una sola de nuestras legiones,
la mía, que lo amenazaba por los lados; mientras que a la Primera Legión le
presentaría un frente pequeño, con lo que reduciría el espacio en que podría
embestirlo. Así, durante mi combate con César, quedé en el interior de las
dos líneas.
» La Primera Legión llegó a los valles. Rómulo pidió a Boadicea, la de
cabellera de fuego, que permaneciera en las faldas de la montaña, al mando
de un grupo formado por los arqueros y algunos hasjêdeni, y sacara provecho
de la posición elevada. Asimismo, al percatarse de la formación que sus
adversarios habían tomado, el prístino romano dividió al resto de su
contingente en tres columnas. Dos de ellas, comandadas por Leónidas y Ciro,
se adentrarían en los árboles a los lados del valle; él conduciría a la otra hacia
la zona del combate.
» El choque de los ejércitos fue colosal. Estoy seguro de que de los
confines del universo acudieron los dioses de la guerra, y algunos más, a
deleitarse ante el espectáculo. Nunca antes, al menos en la historia de este
planeta, se había dado una batalla de tal excelsitud. Otras podrían haber
tenido un número muy superior de soldados o luchadores con mayor fuerza,
pero por la genialidad de uno solo de nuestros oficiales, el más grande
emperador hubiese dado la mitad de sus riquezas, y la destreza del guerrero
más inexperto que ahí se encontrara lo hubiese convertido en el paladín más
admirado de cualquier otra milicia.
» Artemisia reflejaba tal bravura que parecía que alguna deidad le había
infundido los bríos requeridos para conquistar una galaxia entera; el arrojo de
Asarhadon era tal que más de uno pensó que buscaba la muerte en el campo
níveo: quizá así era. Entre nuestros contrarios la valentía no faltaba, en
especial en el sujeto que los comandaba, quien al notar el ímpetu con el que
la columna del primer fundador de Roma colisionaba contra los suyos, acudió
presto a auxiliarla. Pocos seres se atreverían a ir al encuentro en la batalla
contra Rómulo, pero la gloria alcanzada por ese hombre en otros tiempos le
había permitido ser incluso asemejado a nuestro máximo líder, y en el fragor
de la lucha estaba dispuesto a medirse con él.
» El final se anunciaba cuando, por Septentrión, aparecieron las columnas
guiadas por Ciro y Leónidas, que encontraron poca resistencia en el camino
hacia el interior de la formación de las tropas del oponente. Hubo bajas en
ambos bandos, sobre todo en el de los rivales; muy pocas en proporción a la
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magnitud de la contienda y sólo gracias a la instrucción que dimos de buscar
cautivos en lugar de cadáveres.
» Conforme la batalla avanzaba y nuestra supremacía se hacía evidente,
aquél que había asumido el control de los rebeldes presentó la rendición. Tal
vez lo hizo al darse cuenta de que su empresa era estéril, me inclino a pensar
que prefirió la amargura, y hasta la deshonra de la derrota, antes que derramar
la sangre de más hermanos. Los Proscritos fueron sometidos; es de
reconocerse que ninguno intentó la fuga. En tales circunstancias la atención
general se centró en la pelea entre César y yo.
» Nuestros rugidos cubrían por completo los valles y se escuchaban hasta
en la punta de los Montes Cárpatos. Uno solo de los impactos que nos
propinábamos hubiese matado a un elefante y posiblemente a algún
duploukden-aw; nosotros los recibíamos para regresar otro con más fuerza. Era
una lucha de dos titanes.
» En pleno combate la Crocea Mors penetró por mi costado derecho
causándome una herida grave; ni así me detuvo. César me lanzó otro golpe,
esta vez con su garra; lo paré, y no sólo eso, le fracturé el brazo y aproveché
para obligarlo a girar y colocarlo de espaldas a mí. Con mi pierna izquierda
fracturé la suya y lo hice caer de rodillas. Acto seguido rodee su cuello con
mi brazo y mientras lo sofocaba con una mano, introduje la espada por su
clavícula. Le atravesé el tronco, cuidándome de no dar el golpe final. Lo solté
y lo dejé caer. Segundos después, ya recuperado mi adversario, le dije:
- A pesar de haber matado a mi hermano no haré lo mismo contigo; a ti
también te consideré igual y yo no cometeré semejante infamia.
» Rómulo se acercó y se dirigió a Julio César:
- Alejandro te ha derrotado y se ha mostrado misericordioso; hoy nadie
tomará tu vida. Vine para ofrecerte la oportunidad de regresar con nosotros,
pero tus crímenes han ido más allá de donde puede llegar mi perdón. Tu
castigo será el exilio y la memoria. Puedes pretender olvidar el pasado, pero
por más que te esfuerces siempre lo tendrás presente. Busca tu morada
allende estas montañas, entre los bárbaros, que como tal has elegido existir.
» Nuestro líder volteó y con voz profunda se dirigió a todos.
- Hoy se ha derramado la sangre de hermanos. Estas batallas han
significado un paso atrás en nuestro proceso evolutivo; todos somos
culpables de esta guerra fratricida. Aquellos que sientan arrepentimiento
podrán regresar y reincorporarse a la familia, no sin antes sufrir
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degradaciones en sus rangos. Los que consideren a César su guía compartirán
igual pena que él; sin embargo, hoy son libres de marcharse.
» Así como cuando Bruto y otros senadores romanos acabaron con la vida
y por consiguiente con las aspiraciones políticas de César tres siglos atrás, el
vencido se levantó, aunque ahora ya recuperado de las heridas, con el mismo
resultado: derrotado y con el laurel apartado de su sien. Antes de iniciar el
exilio me dirigió una mirada en la que vi ira y desprecio.
La conclusión de la crónica fue seguida de un profundo silencio. Max no
deseaba interrumpir a Alejandro; el relato lo había dejado total y
absolutamente perplejo. Hasta que estuvo seguro de que ya había finalizado,
afirmó:
- ¡Es la historia más formidable que haya escuchado, también la más
dolorosa!
- Seguro lo es por sus participantes; igual de dramáticas son las Bêlezi adkep
eani Agâden aba Môrel –comentó Alejandro agradecido de la reacción del
solitario escucha.
- ¿Son las guerras contra los lamwadeni, cierto?
- Así es –respondió con sobriedad Alejandro. Quería que el muchacho
echara a volar su imaginación.
- Por cierto, ¿tiene algún nombre la última batalla o es la Bêlez aba Fradeunazi
abo Câktehñ?

- No, el conjunto de estos eventos es conocido como la Bêlez aba Fradeunazi


abo Câktehñ. La última batalla fue nombrada Pûlemann abi Dou Bêlenazi por el
enfrentamiento entre César y yo.
El episodio compartido por el macedonio consiguió que los pensamientos
de Max se despejaran al grado de borrar la menor duda de que Alejandro, y
los demás personajes que había conocido y de los que había escuchado, eran
en realidad quienes decían ser. El joven emocionado le agradeció a su amigo
haber pasado con él la mañana y en especial la narración que le regaló.

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Capítulo XII. Una madre

Posterior a la charla con Alejandro, Max tuvo oportunidad de rencontrarse


con Aristóteles y mantener con él una larga plática. El muchacho se sentía
orgulloso, sin ninguna presunción, de ser discípulo del gran filósofo griego y
en su corazón crecía un afecto tan profundo por su maestro como la
admiración que le profesaba.
Max no le preguntó sobre las Bêlezi adkep eani Agâden aba Morêl, era un tema
que podría ser tratado mejor por el legendario cónsul o por otro guerrero.
Enfocaron su diálogo en materias de Ética y Metafísica hasta que Leonardo
se unió a ellos y, aprovechando la posición que ocupaba como Jefe de los
Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, Max indagó sobre las relaciones
que mantenían los duploukden-awi con gobiernos y grupos de poder humanos,
así como la estrategia que seguían sus contrapartes en las cinco razas de los
hombres vampiro. El coloquio se prolongó hasta después de la cena y a pesar
del deseo expreso del joven de continuar, atendió la sugerencia de los
senadores de retirarse a descansar.
A la mañana siguiente, después de un ligero desayuno, Max se encontró
con una niña de no más de trece años de edad, poseedora de unos hermosos y
grandes ojos pardos, quien respondía al nombre de Victoria. Ella le indicó
que lo conduciría a donde Boadicea lo esperaba.
Caminando por los jardines de la mansión, al futuro iniciado le ganaba el
impulso de conversar con la pequeña; sentía curiosidad de saber cómo
alguien tan joven estaba en esos lugares y si ella también sería un duploukden-
aw; por fin se atrevió:

- Dime, Victoria, tú también eres…, no quiero ser indiscreto…


- Si tu pregunta es si soy una duploukden-aw, la respuesta es sí, aunque no he
sido transformada; sin embargo cuento con lo necesario para serlo y lo he
asumido por completo –manifestó la muchachita con voz angelical y tanta
seguridad que Max registró una especie de bofetada en la mejilla, a pesar de
que no fuera ni remotamente la intención de su interlocutora–. Sólo falta mi
ritual de iniciación, que se llevará a cabo hasta que cumpla veintiún años, tal
y como sucede con todos nosotros.

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- Pero si ya estás tan convencida, ¿por qué no se ha realizado la
ceremonia? –preguntó el muchacho haciendo caso omiso de la posible
agresión que percibió, sabedor de que no cargaba ningún deseo adverso.
- Es simple, soy muy joven todavía –contestó Victoria. Para después
explicarle que nadie podía ser transformado a tan corta edad; a partir de ese
episodio su envejecimiento sería muy lento y le tomaría siglos a su cuerpo
alcanzar la culminación de su desarrollo; y aun cuando sería mucho más
vigorosa que el hombre más fuerte del mundo, no sería lo suficiente para
derrotar a un solo lamwaden, dejándola en un estado completo de indefensión.
Intrigado, el muchacho, y cabe decir que ya no le asombraba estarlo,
investigó qué hacía la niña en tanto llegaba el tiempo del ritual. Fresca, ella
respondió que, como lobato, se preparaba física y espiritualmente con el
propósito de llegar rebosante a ese día y también para, en caso de verse
agraciada por Meg Vhestaz, convertirse en una vhestaz-un.
- ¡Que interesante! Veo que eres una niña en verdad inteligente.
- Gracias –señaló Victoria con cortesía e hizo una ligera reverencia,
ocultando la leve molestia que le causaba el trato infantil que recibía–. Dicen
que tú también eres brillante, además de guapo, y eso se lo escuché decir a la
dama Sif.
- ¿Conoces a Sif? –inquirió Max exaltado al tiempo que detenía la
marcha.
- Claro que la conozco –señaló Victoria con un guiño pícaro al notar la
reacción que había detonado–. Hace poco más de un año entré a su servicio
para mi preparación como vhestaz-un; distinción que no podré alcanzar hasta
haber cumplido un siglo de ser iniciada y varios requisitos más. Cada vestal
cuenta con cinco ayudantes y es permitido que una de ellas sea lobato. Para
fortuna mía, la dama Sif siempre ha hecho uso de ese derecho y me honró al
tomarme como asistente. Ella es la suma sacerdotisa del templo de Meg
Vhestaz. ¿Sabías que es la primera suma sacerdotisa en nuestra historia que
logra tal privilegio con menos de dos siglos y medio de edad?
- No, no lo sabía –contestó Max sin tratar de disimular lo poco que le
significaba el asunto, apresurándose a abordar lo que le interesaba antes de
que Victoria cambiara el tema o siguiera hablando, impidiéndole conocer lo
que deseaba–. Dime, ¿cómo es ella?
- Es la mujer más bella que hayas visto –comentó la pequeña aprendiz
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reanudando el paseo–. Si quisieras imaginarla, de seguro no te acercarías ni a
la milésima parte de su hermosura. El día que la conozcas creerás haber
muerto y que la máxima deidad mandó al más esplendoroso de sus ángeles a
recogerte.
- ¿Tan bella es? –continuó Max tratando, pese a la advertencia, de hacerse
una imagen mental de ella.
- El maestro Leonardo ha dicho que de haberla tenido Miguel Ángel
como modelo para una de sus esculturas, hubiese cambiado de oficio,
frustrado por no poder igualar su perfecto atractivo –puntualizó Victoria,
quien se encontraba tan orgullosa de ser pupila de Sif, como Max lo estaba de
serlo de Aristóteles.
El muchacho exhaló un sonoro suspiro e inquirió:
- ¿Pero interiormente cómo es? Es decir…
- Lo siento, Max, ya hemos llegado y no es amable hacer esperar a
Boadicea. ¿Por qué no le preguntas a ella sobre Sif? Nadie la conoce mejor.
La niña se puso en puntillas para darle un beso al joven curioso en señal
de despedida.
Frente a ellos se levantaba un espléndido y complejo laberinto hecho de
arbustos que superaban los cuatro metros de altura. En la entrada lo
aguardaba Boadicea. La antigua reina de los icenos lucía vestido de manta
con bordados dorados, el cabello lo llevaba suelto; la frescura que irradiaba
apenas fue opacada por la sonrisa que insinuó cuando vio al probable sucesor
de su cónyuge.
Max llegó raudo a su lado y la saludó con un ósculo en la mejilla
dedicándole un cálido reconocimiento:
- Te ves hermosa. Con sólo admirarte unos segundos se entiende por qué
se le desborda el corazón a Rómulo cada vez que habla de ti.
- Gracias, Max. Una mujer siempre agradece halagos como el que acabas
de obsequiarme; sólo debes saber que la belleza que aludes no está en mí sino
en lo que perciben tu alma y la de mi esposo. Acompáñame a recorrer el
laberinto ajardinado que diseñó Leonardo.
Emprendido el trayecto, Boadicea solicitó al muchacho que le contara de
su vida: cómo había sido su niñez, la relación con sus seres más allegados,
incluyendo a amigos, y hasta aquellas a quienes había amado.
Max intuía que gran parte de los datos que le daría a la antigua reina celta
ya los conocía, producto de la investigación que habían hecho sobre él; sin
embargo, no quiso omitir ninguna información. Para comenzar su relato,
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explicó que nunca conoció a sus padres. Un sacerdote jesuita lo había
encontrado abandonado cuando era recién nacido y lo había llevado con él.
De alguna manera, el religioso se las había arreglado para mantenerlo a su
lado sin importar a dónde lo enviaran. Él y los demás miembros de la
congregación de las casas en las que había vivido se encargaron de la
educación, lo instruyeron en diversas ciencias y en los ejercicios espirituales
que diseñó el creador de la Orden.
- Tu formación es notable, se nota la mano de los jesuitas, y esos
ejercicios te serán de gran valía en el futuro –concedió Boadicea tomando del
brazo al joven.
- Gracias, y sin demeritar lo que ellos me enseñaron, también es cierto
que aprendí, entre otras cosas, diferentes técnicas de meditación por maestros
con los que conviví en los lugares en los que habité, entre ellos India y China.
Lo que no dijo Max fue que en esos y otros sitios en los que vivió no sólo
aprendió distintas y complejas formas de cogitación, también palpó de
primera mano las grandes diferencias sociales que mostraba el mundo, la
miseria que invadía las calles de algunas de las ciudades en las que creció y
que dejaron huella en su forma de pensar por mucho tiempo.
Boadicea declaró que el hecho de que no existieran registros del
nacimiento del joven y que cambiaran de residencia con frecuencia dificultó
su ya de por sí compleja búsqueda, pero estaba convencida de que obedecía a
un propósito y que así como a muchos se les permitía vivir como humanos
para lograr ciertas metas, Max sería convertido en el tiempo idóneo, en
posesión de los conocimientos que debía tener. Después lo invitó a que
continuara con su historia.
El nuevo discípulo del padre de la Ética reiteró que su infancia y
temprana juventud fueron un constante errar al lado del sacerdote, quien,
como uno de los amigos y primeros en unirse al fundador de la Compañía, se
llamaba Francisco Javier. Con añoranza le contó que su tutor era un hombre
que desbordaba bondad e inteligencia. Recordó que cuando él era niño, el
Padre Francisco Javier había sido designado rector en una universidad de la
Compañía y conocía y llamaba por su nombre a maestros, empleados y a
muchos de los alumnos. A todos les trataba igual, de forma humanitaria.
Nunca había sido Padre General pero, como a muy pocos jesuitas a lo largo
de la Historia, se le había permitido escalar en la jerarquía de la Iglesia y
coincidió que cuando lo trasladaron a Kenia, donde fue nombrado obispo de
Embu, Max ingresó a la universidad. Muy a su pesar, y por la nueva posición
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del eclesiástico, tuvieron que sepárarse y él regresar a su ciudad de origen,
donde gracias a las recomendaciones del recién nombrado obispo, se le
consideró para una beca.
- Debes saber que la reunión del cónclave acaba de concluir y tu amigo
no ha sido electo Papa, aunque fue el principal opositor del Arzobispo
Emérito de Split-Makarska, a quien el Colegio Cardenalicio ha puesto en la
silla de San Pedro.
Con cada frase que parecía ir al margen de la conversación, Boadicea
buscaba que el joven se abriera frente a ella.
- Gracias por la noticia, no estaba enterado y he de reconocer que no me
sorprende. El arzobispo de Croacia es un hombre en extremo conservador,
cualquiera diría que fue educado en la época de la Inquisición.
Si bien Max no había tenido oportunidad de conocer el resultado de la
elección, que se dio después de su llegada a la villa, sí tenía un estudio
minucioso de los contrincantes, documento que le había enviado a su mentor
en espera de que le fuera de utilidad.
- Digamos que para ciertos sectores fue lo indicado –la guerrera bretona
no amplió más su comentario, lo dejó en pausa para que el muchacho se
extendiera.
- En verdad es una noticia importante; no puedo decir que me alegre, mi
candidato hubiese sido la mejor opción. Si la Iglesia no quiere fenecer, debe
regresar más atrás de la Edad Media y retomar sus bases, acercarse a los
fieles, dejar de apoyar a ricos y poderosos y abogar por los pobres; más que
nada, es necesario que abandone el papel de organización controladora del
mundo terrenal y avocarse a su verdadera misión en el ámbito espiritual. El
Padre Francisco Javier lo haría; pero bueno, eso es algo que no nos concierne.
Boadicea se congratuló en silencio. El muchacho regresó a la pregunta
original. Explicó que, debido al tipo de vida que llevó, su infancia y pubertad
transcurrieron al lado de hombres mayores que él y que fueron pocos los
amigos que pudo hacer durante esos años, producto de su constante migrar.
Agregó que sólo cuando practicaba algún deporte tenía la oportunidad de
convivir con personas de su edad, situación que cambió al ingreso a la
universidad; para cuando esto se dio, pese a su carisma, la peculiar formación
y antecedentes estaban tan arraigados en él que le habían dificultado
integrarse a la comunidad.
Boadicea y Max continuaron por el laberinto. El sendero de tierra era
interrumpido por mosaicos que representaban eventos históricos; pasaban
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ahora encima de uno dedicado a la toma de Jerusalén por parte de los
cruzados. Max se detuvo unos instantes a contemplar la escena.
La loba alfa le pidió entonces que hablara sobre sus relaciones amorosas.
Él reconoció que había tenido de todo: momentos buenos, otros no tanto; con
algunas conservaba una amable amistad; otras se decepcionaron porque
esperaban que les diese una vida llena de lujos y cosas que a él no le
interesaban. Hizo la analogía con el piso por el que andaban; una gran
baldosa en la que el único común denominador era que los episodios
románticos no fueron muy duraderos, y que al final eran ellas las que lo
dejaban. Meditó un poco y comentó que tal vez fueron más inteligentes que
él al soltarse de algo que se incendiaba; él, en cambio, siguió aferrado a pesar
de que sólo quedaran cenizas.
Boadicea posó su tierna mirada en el muchacho. Sin importar el papel que
jugase en el futuro, o el cúmulo de aciertos y errores, ella sabía que lo querría
por siempre. Con una mezcla de dulzura y amargura señaló que al parecer los
capítulos amorosos no habían arrojado saldo positivo; le indicó que vivía en
un mundo en el que simplemente no embonaba.
- Sí, así pareciera… pero sé a donde va tu comentario –anunció Max
sacudiendo la cabeza como si deseara librarse de la hipnosis que la druidesa
celta le ocasionaba–. Me vas a decir que no encajo debido a que pertenezco a
este otro. Así como Rómulo aseguró que la razón de mis enfermedades es el
cambio que experimenta mi ADN, y acabarás por confirmar que es porque
soy un duploukden-aw prifûno.
- No, Max, no estoy aquí para imponerte ideas –refutó Boadicea,
colocando su mano sobre la del joven en aras de transmitirle paciencia y
serenidad–. Muchos pasan años rehuyéndose a sí mismos, no quiero que lo
mismo suceda contigo. Estoy aquí para ayudarte a encontrar el camino a la
verdad.
Con tono firme, cuidando de ser respetuoso, el chico cuestionó si por ello
se refería a su verdad. Preocupada ante la obstinación del joven, Boadicea
sentenció que verdad sólo hay una. Las personas la podían interpretar de
distintas formas, verla con diversos matices y formarse un concepto que
asumían como la verdad, pero que sólo era un reflejo, a veces distorsionado,
de ella.
Los ojos de Max captaron la consternación que emanaba de la reina
bretona y sintió una genuina preocupación por ella. No tenía razones para
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desconfiar de la mujer; al contrario. Si bien no era la única a quien admiraba
y respetaba, con nadie más se sentía tan seguro de mostrarse por completo.
Por eso se rindió; bajó la cabeza y reconoció que por las pláticas sostenidas
desde su llegada a la villa y a las reflexiones en torno, creía con honestidad
que ellos eran quienes afirmaban ser y lo que eso conllevaba, es decir, que
fueran duploukden-awi. Incluso aceptó que él también lo era, de otra manera no
encontraba razón para que lo tuviesen entre ellos y se dedicasen con tal
ahínco y esmero a convencerlo. Sin embargo, la parte que más le costaba
aceptar, y a la que aún no llegaba, era que fuese el sucesor de Rómulo. Le
pidió a Boadicea que lo entendiera; representaba demasiado peso sobre sus
hombros y él estaba seguro de no haber nacido para comandar ejércitos o
gobernar pueblos.
Boadicea lo arropó con un cálido abrazo y recargando la cabeza del
muchacho en su pecho, murmuró:
- Ay, hijo mío. Si en mis manos estuviese evitarte las tribulaciones que se
avecinan, quizá incluso sabiendo que sería un error, lo haría, pero a pesar de
nuestros poderes, Rómulo y yo no podemos hacer más allá de lo que nos ha
correspondido y ahora comienza tu tiempo y el de Sif. Nosotros sólo los
guiaremos de la mejor manera que lo creamos, y tanto como ustedes nos lo
permitan.
Después, tomó el rostro de Max entre sus manos y lo invitó a que pensara
en los héroes mitológicos y hasta en aquellos de la actualidad, quienes por
diversas circunstancias adquirieron grandes poderes, muchas veces sin
buscarlos, y que en ocasiones hasta intentaban deshacerse de ellos.
Él sonrió. Aceptó lo adecuado del símil; sin embargo, explicó que aun
cuando le encantaría ser un caballero que rescatase a una bella princesa, la
realidad era que se acercaba más a un aventurero o a un hippie que todavía
creía en la bondad del hombre y que lejos de desear conquistar el mundo,
quería salvarlo.
La heroína bretona sonrió al escuchar las palabras del joven a quien ya
veía como a un hijo. Reanudó el camino por el enmarañado de arbustos.
Reiteró que no buscaba convencerlo de ser el sucesor de Rómulo, que de
hecho nadie quería que lo aceptase sólo por sentirse presionado. No podía ni
debía ser así. Luego, en un aparente cambio de tema, dijo que Aristóteles le
comentó que había un asunto en particular que quería tratar y, de hecho, por
ese motivo le había invitado esa mañana.
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- ¡Sif! –dijo Max al tiempo que levantaba la mirada y abría grandes los
ojos.
Boadicea le preguntó qué le interesaba saber.
- No sé ni por dónde empezar –aceptó el muchacho pasándose las manos
por el cabello y entrelazándolas al llegar a la nuca–. Todo sobre ella me
intriga. ¿Quién es, de dónde viene? Más que nada, ¿qué la hace ser la mujer
adecuada para mí?
- ¿Qué te parece si las dos primeras preguntas se las haces a ella
directamente? –Max no fue capaz de ocultar la expectativa que le producía
sólo pensar que por fin la conocería–. En cuanto te encuentres con ella, claro
está –y así como el rostro se le había iluminado segundos antes, ahora
mostraba una gran desilusión al escuchar la segunda frase de la dama–.
Pronto, muy pronto llegará la ocasión, y estoy convencida de que Sif querrá
contarte su historia. Déjame por lo pronto despejar tus inquietudes con
respecto a por qué ella. ¿Cómo alguien que ni siquiera has tratado puede ser
la persona que tantas veces has creído encontrar, y que por caprichos del
destino, tarde o temprano demuestra que no era la que buscabas?
Max comentó que era algo similar a sus dudas respecto a suceder a
Rómulo. Comprendía que por determinados conocimientos y cualidades que
los dos lobos alfa poseían, sabrían que contaba con las características
necesarias para ser un duploukden-aw; pero, ¿cómo podían advertir su futuro,
saber que iba a ser el sucesor y, por consiguiente, líder de tan grandes
hombres y mujeres como los que había conocido ahí, el gobernante del
mundo entero, y por si eso fuese poco, que Sif iba a ser su esposa y que se
iban a amar por siglos, literalmente?
La pregunta había llegado en el momento preciso. Boadicea sabía que si
exponía bien los argumentos, y el inquisitivo joven los comprendía,
resolverían no sólo sus dudas sobre Sif, sino también aquellas que acababa de
enumerar. Explicó que volvería a tomar el punto referente a su papel como
sucesor de Rómulo; venía mucho al caso.
Puntualizó que a nadie le es dado ver el futuro con la claridad con la que
se ve el pasado, y que no era una habilidad exclusiva de los duploukden-awi
prifûno, ni siquiera de su especie; sin embargo, sí era una característica
indispensable para ser un lobo alfa. Algunos seres vislumbraban parte del
futuro, por lo general una o a veces varias opciones, pero nunca con absoluta
certeza. Nada tenía que ver la magia. Para dejarlo más claro le pidió a Max
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que pensara en un gran jugador de fútbol, tenis o algún otro deporte, que si el
atleta contase con la experiencia suficiente acerca de la disciplina, podría
anticiparse a los movimientos del contrincante; no porque leyera la mente de
aquél, sino porque los conocimientos habrían llegado a un grado tal, que era
capaz de prever lo que el otro haría. Asimismo, la compenetración que ellos
habían alcanzado con el planeta, y el cosmos en general, les permitía
distinguir con antelación las distintas formas en las que el universo
reaccionaría.
Aclaró que él no iba a ser el sucesor de Rómulo sólo porque hubiese
nacido con la facultad de ser un duploukden-aw prifûno. Eso nada más le daba la
posibilidad de llegar a serlo; tendría que trabajar para lograrlo. Habría
algunos que no lo aceptarían y era su labor convencerlos. Tampoco
gobernaría al mundo únicamente porque las estrellas así lo indicaran, tendría
que pelear por esa posición, ser más inteligente que los enemigos y vencerlos.
No lo amaría Sif sólo porque los dos fuesen duploukden-awi prifûno; habría que
conquistarla y ella a él, y día a día deberían hacer crecer su amor.
- Max, lo que no acabas de entender es que lo que se te ha dicho no va a
suceder por fuerza. Sólo se te ha revelado lo que eres capaz de alcanzar.
¡Ojalá fuese de esa manera! De ser así, en lugar de preocuparnos por tu
protección, haríamos preparativos para una gran celebración, conocedores de
que nada interferiría entre tú y el destino. Son pocas las cosas que tenemos
por ciertas y esta no es una de ellas, ni siquiera estamos seguros de que
llevaremos a cabo tu ritual con éxito.
El muchacho indagó si la incertidumbre obedecía a su incredulidad de ser
el sucesor de Rómulo. Boadicea lo negó, agregando que esperaban que para
ese momento hubiese comprendido quién era; no obstante, en el transcurso de
las horas que faltaban para el ceremonial podían ocurrir muchas cosas,
incluso durante la celebración, que se realizaría fuera de la villa.
- ¿Horas dices? ¿Cuánto falta, dónde será? –cuestionó alarmado Max,
dominado por un deseo irreal de alargar el tiempo, que encubría el temor de
no llegar preparado.
Boadicea lo calmó, le indicó que el rito sería en dos días, durante el ocaso,
en la culminación de lo que para los romanos era la celebración de las fiestas
vestalias y que para ellos era una de las celebraciones de Meg Vhestaz. Se
llevaría a cabo en el Monte Palatino.

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Max se tranquilizó al saber que todavía faltaban un par de días. Comentó
que se imaginaba que el lugar era debido a que ahí había sido donde Rómulo
se había transformado en duploukden-aw por primera vez, preguntó a qué se
debía la designación del día.
La druidesa explicó que cada duploukden-aw tenía una fecha propicia para su
ritual, basado en las características de la persona. En la mayoría de los casos,
el individuo que iba a ser iniciado se encontraba entre ellos varios años antes,
por lo que planeaban el evento con detalle y esmero, como era la situación de
Victoria. Sin embargo, en el caso de Max no podían darse el lujo de esperar.
Cada minuto que pasara sin que contara con sus poderes le daba al enemigo
la oportunidad de atacarlo mientras era vulnerable, por lo que se avocaron a
buscar el día adecuado más cercano. Ella estaba convencida de que no había
mejor ocasión. Debían confiar en la inmensa sabiduría del universo, en el que
las cosas destinadas a trascender acontecían en el tiempo idóneo. El rito de
Max sucedería en el momento conveniente, igual que lo habían encontrado en
el instante preciso.
Max comentó que, según sabía, las fiestas vestalias eran importantes para
los romanos y, por lo que había visto, ahí se le daba una relevancia
significativa a las ceremonias de antaño; lo que no encontraba era la relación
que tales festividades pudiesen guardar con él.
Boadicea le reveló que sería el fundador de Roma quien llevaría a cabo el
ritual, él sería quien realizaría la mordida. También participarían Sif, los
senadores, las demás sacerdotisas del templo de Meg Vhestaz y ella. En su caso
cobraba mayor relevancia porque la suma sacerdotisa era Sif, por lo que sería
lo óptimo que fuese ungido bajo la protección de aquella a quien su
duploukden-aw prifûno había dedicado su vida hasta ese día. Concluyó al decirle
que Meg Vhestaz era su mayor deidad, la suma de muchas de las grandes
deidades de todas las culturas. La fecha elegida, dedicada a la antigua Vesta,
era trascendente para él ya que el fuego de Vesta era el símbolo del alma del
universo, a la vez que el fuego que ardía en el interior de los hogares y que
unía a las familias. Él debía convertirse en esa llama refulgente, candorosa y
de concordia para toda la manada.
Bajo riesgo de desviar la plática sobre Sif, Max traía en mente un asunto
que llamaba mucho su atención, aunque lo honesto sería decir que eran
muchos los tópicos que lo intrigaban, lo cierto es que no aguantó y decidió
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saciar su curiosidad intuyendo que la reina celta era la mejor candidata para
el caso. Ya regresarían a Sif. La cuestión se resumía en que cómo era posible
que seres tan avanzados adoraran a los dioses del pasado.
- Si bien no tenemos una religión oficial ni nada parecido, la entendemos
bajo su significado etimológico de volver a unir; las deidades son un medio
que nos permite entendernos y religarnos con el Todo –explicó Boadicea
gustosa de la inquietud del joven–. Ahora bien, cada quien es libre de creer lo
que quiera creer, pero atendemos con gran devoción los rituales y fiestas que
se celebran y que son mezcla de una infinidad de pensamientos. Honramos
por igual a dioses griegos, egipcios o mayas, así como festividades persas,
nórdicas, japonesas, etcétera. Conjugamos lo que algunas culturas vieron
como divinidades y otras como ángeles y demonios. En algunas ocasiones
hemos fundido en torno a una sola figura la creencia de dos o más pueblos,
Meg Vhestaz es uno de esos casos; no sólo representa a la deidad romana,
también a la Gran Diosa celta, al Gran Espíritu Indo-Americano, entre otros.
Insisto, para algunos es una cuestión religiosa; para otros, algo que forma
parte de nuestra historia.
La lideresa leyó en los ojos de Max que, incluso cuando su respuesta
había quedado cubierta, deseaba saber más, así que se propuso desarrollar, al
menos de manera parcial, su cosmovisión
Ella creía que un ser inconocible y eterno era el origen de todo, otros
pensaban que la suma de las criaturas formaban al Todo. Ambos
pensamientos colindaban en creer que todo se unía a todo a través del Todo y
que todo era capaz de alcanzar niveles superiores de consciencia por medio
de la percepción y entendimiento de sí mismo y de todo. Con lo cual, los
segundos creían se podía conocer al Todo, no Boadicea, quien sostenía que
así sólo se lograría conocer el espectro completo de la creación del Todo, no
por ello al Todo en su mismidad.
En estricto sentido ninguno veía a los dioses de antaño bajo la perspectiva
que se les había dado en ese entonces. Para algunos eran una fracción de la
preservación de sus costumbres, igual que los vestidos y las danzas; para
otros, como ella, eran seres que habían sido creados por el Todo y que habían
logrado niveles superiores de consciencia. Bajo su perspectiva, las creencias
antiguas habían distorsionado segmentos de la realidad de esos seres, así
como las leyendas, que contienen una mezcla de mito y de verdad. No
obstante, de acuerdo a lo señalado, también había parte de verdad en las
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cosmovisiones añejas.
Ahora bien, al ser parte de todo, y por ende del Todo, para lograr niveles
superiores de consciencia, uno debía buscar conectarse con todo y
comprender su mismidad, así como se buscaba entender la esencia de un
animal, un bosque, un planeta o un sistema solar.
Sólo acallando la mente y atendiendo a la presencia del Todo en uno
mismo, es como uno puede acercarse a todo.
Max escuchaba con atención. De vez en cuando asentía, no para
demostrarle a Boadicea que coincidía con ella en algún punto, más bien como
cuando, después de plantearse por mucho tiempo un problema, se encuentra
la solución.
Una vez que la máxima heredera del conocimiento druídico terminó la
exposición, Max aprovechó para, sin desviarse por completo del tópico,
encaminar la plática de regreso al punto que más le inquietaba.
- Comentaste que Sif es la suma sacerdotisa del templo de Meg Vhestaz y
Victoria también me lo había dicho, ¿podrías hablarme al respecto?
- Sólo las muguregi pueden ser sacerdotisas de Meg Vhestaz y únicamente lo
hacen después de cien años de iniciadas –Boadicea además explicó que no
existía una edad mínima para las que deseaban dedicar sus servicios a la
diosa. Sin embargo, la mayoría combinaban esta labor con las otras
actividades que cualquier duploukden-aw debía realizar. Sólo podía haber cinco
aprendices por cada sacerdotisa, quienes tenían su estructura jerárquica, y
únicamente había seis sacerdotisas. Una de ellas era la suma sacerdotisa,
cargo al que aspiraban tras ciento cincuenta años como vestales, y lo ejercían
por un siglo. Después de trescientos años como vhestaz-uni se retiraban, o
cuando concluyeran su periodo como suma sacerdotisa. Al suceder esto
último, la que dejaba el honorable cargo elegía a una mugureg dentro de las que
estaban al servicio de Meg Vhestaz para que ocupase el lugar de la saliente, y la
nueva suma sacerdotisa era nombrada por Rómulo y por ella.
Max indagó la razón de que Sif no cumpliera con ninguna de las reglas
señaladas. La aristocrática bretona respondió que, por su condición de
duploukden-aw prifûno, no había alguien por encima de ella. Sif había decidido
dedicar su vida al servicio de Meg Vhestaz hasta que él llegase, por lo que el día
de su ritual, había sido nombrada sacerdotisa, de hecho suma sacerdotisa.
Todavía contaminado por la conducta humana, el muchacho llegó a pensar
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que la designación habría acarreado protestas entre las vhestaz-uni. Boadicea lo
sacó del error. Le dijo que las vestales eran duploukden-awi por demás virtuosas
y no conocían la envidia; sucedió lo contrario, se sintieron en verdad
honradas de que su nueva lideresa fuese una duploukden-aw prifûno, algo que era
improbable que se repitiera en la Historia.
Producto de su deseo por conocer más sobre su posible pareja, Max quiso
saber por qué escogió ser una vhestaz-un. Se quedó helado al escuchar que lo
hizo para ser lo más íntegra posible el día que se uniera a él. Y aun cuando se
cuestionó a sí mismo si sería merecedor de Sif, e inclusive si sería capaz de
enamorarla, lo hizo en voz alta, por lo que a manera de consuelo, la reina
celta le dijo que dentro de su lista de preocupaciones podía eliminar esa en
concreto. Lo único que requería era ser él mismo y seguir los dictámenes de
su corazón.
Un leve suspiro, acompañado de una tímida sonrisa en el joven, indicaron
a Boadicea que el alma del muchacho ansiaba el encuentro y que ya no era
necesario proseguir disertando sobre la materia. Mejor lo invitó a que
formulara una nueva interrogante.
Max anhelaba conocer más de Sif, pero como bien se lo había señalado la
formidable mujer con la que paseaba, el resto sería mejor descubrirlo en
persona y atendió el requerimiento.
- Quizás parezca una pregunta tonta. Cuando Rómulo me habló por
primera vez de ti, dijo que en tu pueblo te llamaban Boudica, ¿por qué te
llaman y tú misma te haces llamar Boadicea?
Por fin habían llegado al centro del laberinto. Era un espacio circular con
una sola entrada. Alrededor estaban erguidas las estatuas de cinco guerreros
fabricadas en mármol y en medio un altar de piedra con diferentes runas
grabadas en él. La conquistadora de Londinium se sentó en el piso, recargó la
espalda contra la roca e invitó al joven a que le acompañara. Una vez
acomodados le comentó:
- Durante mi trayecto como humana fui conocida entre el que fue mi
pueblo como Boudica, los romanos se referían a mí como Boadicea. Cuando
Rómulo me despertó me llamó así; es la forma en la que se dirigió por
primera vez a mí el hombre al que amo y por tal motivo he decidido
conservar ese apelativo.
- No pretendo cuestionarte ni mucho menos ofenderte, pero, ¿no es eso
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sumisión?
Las palabras de Boadicea estaban lejos de registrar algún improperio de
parte de Max, sólo trasmitían paciencia y dulzura.
- Quien crea que hay sumisión en conservar los deseos o seguir las formas
de su pareja, no ama en realidad; un amante nunca se somete, se entrega.
- Perdón por mi insolencia –apuntó Max tomando entre sus manos las de
la encantadora dama.
Boadicea liberó su diestra del filial arropo para acariciar el rostro del
joven, y con ternura le hizo saber que no la había ofendido. De inmediato
reforzó su gesto con amorosas frases.
- No busco que me veas sólo como tu preceptora sino también como a
una madre. Puedes preguntarme lo que gustes y ten por seguro que no me
insultarás.
Antes de continuar, Max agradeció la confesión. Después dijo que dentro
del cúmulo de asuntos que desconocía, algunos de los cuales todavía lo
sacudían, existía uno que había llamado su atención desde el primer
encuentro con ellos: los anillos que usaban en la mano izquierda. Miró el que
portaba Boadicea y lo tocó. Señaló que había notado que a pesar de que todos
tenía la misma figura, las piedras que lo conformaban eran distintas entre
algunos, y entre otros, idénticas, como el de ella y el de Rómulo.
La milenaria mujer detalló que la figura formada era un pentalfa, que para
su pueblo natal era una representación de la gran diosa. El día de su boda con
Rómulo se incorporó el emblema como distintivo de la manada, que en ese
entonces era la especie entera.
Max comentó que creía que era un símbolo satánico o algo parecido. Ella
lo corrigió; muchas costumbres y alegorías utilizadas por culturas antiguas
posteriormente fueron consideradas paganas y, por desinformación de la
gente y tergiversación que le dieron a tales tradiciones y figuras, había
quienes las consideraban maléficas o diabólicas. Empero, el sentido más bien
se lo daban al pentáculo invertido, al que se le relacionaba con la maldad,
aunque la apreciación también era incorrecta.
El rictus del joven le indicó extrañeza. Ella añadió que, al contrario de lo
que indicaban las creencias populares, les servían para protegerlos del mal.
- ¿Incluyendo a los lamwadeni?
- No, ojalá funcionara como en las películas y fuera posible ahuyentarlos
con algún símbolo u objeto –contestó Boadicea riendo del inocente
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comentario, tan natural en la medida de los equívocos que había sobre el
particular–. En cambio, sí nos sirven para protegernos de hechizos que nos
pudiesen dirigir. Algunos de ellos son grandes brujos, incluyendo dentro de
los más destacados a los Grupos de Asesinos de Atila y Drácula, en especial
la mujer del segundo; pero la de ellos, créeme, sí es magia negra.
- ¿Y son más poderosos que tú? –Max no deseaba salirse del tema de
nuevo, con otras personas indagaría al respecto del cuerpo, al parecer elite, de
hombres vampiro; sin embargo la cuestión resultaba la apropiada para
analizar con la poderosa druidesa.
- Si les preguntaras a ellos te dirían que sí, la verdad es que están muy
lejos de acercarse siquiera a mis conocimientos; les llevo varios siglos de
ventaja, pero la sabiduría en temas esotéricos de quienes instruyeron a los
Asesinos es mucho mayor a la de sus pupilos. Ellas sí son rivales de cuidado.
Ya no nos distraigamos en pláticas desagradables. La duda que me
compartiste es muy importante, así es que, ¿qué te parece si te explicó el
significado de las sortijas?
El muchacho accedió. Ella usó su argolla para ejemplificarle cómo el
pentagrama era formado por una estrella de cinco picos, rodeada por un
círculo. El pico superior representaba a la gran diosa, o sea a Meg Vhestaz, y
los demás eran los cuatro elementos esenciales: tierra, agua, viento y fuego.
Max quiso saber si las piedras se identificaban con cada uno de los
elementos. Boadicea negó con un gesto; como él había observado, el anillo
de todos tenía la misma figura, no así las piedras que los conformaban, que
eran distintas. Los duploukden-awi prifûno tenían uno, las vestales otro, así como
el resto de la manada, quienes tendrían uno diferente de acuerdo al grado que
llevaran en el cursus honorum y a la carrera que, dentro de este, hubiesen
seguido.
La precursora de muchos magos medievales manifestó que sólo le
explicaría los poderes de las piedras que conformaban los aros de los
duploukden-awi prifûno, ya que en su ritual Max recibiría el suyo.

El pentágono formado en el centro de la estrella era ocupado por un ágata,


el tercer ojo, el que les permitía ver más allá del presente. Le explicó que su
poder le sería de gran ayuda cuando estudiase los astros en busca de los
diferentes futuros que se les presentaran. El mineral que ocupaba el lugar
representativo de Meg Vhestaz era un zafiro, su ascendencia daría claridad a sus
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sentimientos, en especial aquellos relativos a Sif. La unión de los lobos alfa
es trascendental para la supervivencia de una manada de lobos comunes y en
su caso no era diferente. Otra era una esmeralda, su fuerza lo auxiliaría en su
búsqueda de conseguir una paz perenne; mientras que la de la amatista,
alimentarían su mente y espíritu. El rubí incrementaría su intuición y
generosidad y, por último, como era evidente, los espacios entre la estrella y
el círculo eran ocupados por diamantes, piedra de asombrosa fuerza que
brindaría seguridad y prosperidad a su portador y a quienes lo rodeasen. Para
finalizar aclaró que el anillo era hecho de plata, metal representativo de
Venus, así como el hierro lo es de Marte.
- ¿Y tendré esos poderes sólo por portar la sortija?
- Bueno, no exactamente. Su influencia no llega por el simple hecho de
usar el anillo –dijo Boadicea dibujando una encantadora sonrisa–. Pero te
enseñaré a obtener el máximo provecho, cómo invocarlos de manera correcta
y en el momento preciso.
- Hay algo que mencionaste durante la explicación de las piedras que me
llamó mucho la atención: ¿Qué pasaría si Sif y yo no nos enamoramos y por
ende, no nos convertimos en pareja?
Boadicea le recordó que Rómulo había sido capaz de descubrir más
nacimientos de duploukden-awi a partir de la unión entre ellos. Desconocían si al
unirse él y Sif podrían identificar más, también existía la opción de que si no
lo hacían, vislumbraran menos. Por otro lado, si algún día una pareja de
duploukden-awi fuese capaz de concebir, tendrían que ser duploukden-awi prifûno y si
ellos no se unían, tendrían que aguardar a que apareciesen otros, para lo cual
tendrían que esperar milenios y aun así, quizá nunca darse. Añadió que, si no
se uniesen, provocarían un gran desaliento entre los duploukden-awi, y que era
probable que causaran más deserciones y hasta escisiones.
- Hace unas horas te hubiera dicho que esto sólo viene a incrementar mis
dudas por considerarlo una carga más, pero tú me has ayudado a no ver todo
como un lastre.
Boadicea se sintió complacida al comprobar que el diálogo rendía los
frutos esperados:
– Está en nosotros el ver la vida como una serie de dificultades y
tribulaciones o como una acumulación de tesoros. Ten presente que eres
capaz de lograr cualquier cosa, sólo requieres de voluntad para hacerlo. Por
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cierto, ¿recuerdas tus inquietudes acerca de que los hombres puedan alcanzar
la perfección?
- ¡Por supuesto!
La antigua reina de los icenos aclaró que, sin importar las creencias
personales, si se pensara que todo proviene de un ser superior o que cada
objeto en el cosmos tuviese su origen en el polvo de las estrellas, bajo
cualquiera de estos criterios todo vendría de un mismo sitio; señaló que tanto
el hierro que usaban para fabricar sus armas, como el que se encuentra en la
sangre de los animales, de ellos, y de los humanos, provenía de las
explosiones de las estrellas. Ergo, todo en el universo compartía la misma
naturaleza. Bajo este argumento, ¿por qué si el resto del cosmos actuaba de
manera perfecta, el hombre no habría de hacerlo?
La dama de cabellera de fuego reforzó su punto al sostener que si el Sol
no se asumiese como un ser perfecto y no proporcionara la cantidad exacta de
luz y calor, la vida en la Tierra no existiría; si la fuerza de gravedad no
cumpliese su labor de manera perfecta y la ejerciera con mayor intensidad o
menor, no habría planetas, ni estrellas, ni mucho menos ellos.
- Entonces, si todo en el universo actúa de forma perfecta, ¿por qué el
hombre no habría de hacerlo? –y sin dar tiempo a que Max contestara,
concluyó–: por supuesto que si te asumes como un ser imperfecto, tus actos
serán imperfectos.
Al notar que la mirada de Max vagaba sin rumbo, evidencia de que en su
interior cavilaba acerca de lo que la loba alfa acababa de decirle, ella
complacida se incorporó.
- Ahora discúlpame, debo dejarte para atender otros asuntos. A la salida
del laberinto hay alguien que te aguardará. Espero que recuerdes el camino de
regreso; ahora lo emprendes tú solo.
- Honestamente hubiera agradecido que me lo dijeras desde un principio,
pero imagino que así debía ser –declaró Max con un tono suave, evitando ser
descortés.
- Así es. De otra forma la prueba no hubiera sido tal. Debes estar atento
siempre, incluso sin haber sido advertido. En cuanto dé la vuelta en el primer
recodo, inicia tu búsqueda. Recuerda, cada bifurcación que encuentres en el
laberinto es como una que se te presentará en la vida y, como en la vida,
podrás enmendar el camino, pero el tiempo perdido no se recupera y, además,
el tiempo invertido en la corrección del rumbo conllevará consecuencias.
Boadicea se despidió de Max con un tierno beso en la frente. En cuanto el
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joven dejó de verla se apresuró a seguirla; ella ya no estaba ahí.

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Capítulo XIII. El Gran Consejo

Pocos minutos después de haber dejado a Max en el corazón del laberinto,


Boadicea llegó a una construcción que se encontraba cerca del viñedo. Al
ingresar se descendía por unas gradas a lo que a todas luces era un almacén;
en el interior se acomodaban estantes llenos de diversos tipos de comida,
varias frutas y verduras frescas, que se adquirían a diario, y un gran surtido
de conservas, pastas y panes.
En una de las esquinas había una cámara de refrigeración y, a su lado, una
puerta de madera en el suelo, que la reina celta abrió y descendió a un sótano
por unas escaleras de caracol. Llegó a una cava de dimensiones mayores que
el mismo almacén. Lo primero que se apreciaba era una mesa de madera con
un gran trozo de queso encima, rebanadas de pan y un cuchillo, un par de
sillas y jamones colgados del techo; adelante estaban las repisas con botellas
de toda clase de vinos. Boadicea caminó por entre las estanterías hasta llegar
a una zona menos iluminada, repleta de barricas. Se detuvo frente a una que
estaba contra la pared y, a pesar de estar llena, la movió sin esfuerzo. El
tonel ocultaba en su base un portal; lo abrió y descendió. Al llegar al nivel
inferior, presionó un botón colocado en la pared, que activó un mecanismo
diseñado para cerrar y colocar la barrica en su sitio de manera automática.
Ahí Boadicea encontró a Doniov, el nuevo prefecto de su Guardia
Pretoriana, así como a otros cuatro pretorianos y dos guardas más, quienes al
verla la saludaron con solemnidad. La habitación era pequeña y recubierta de
acero reforzado, con una puerta también de acero, y un hueco circular junto,
en donde Doniov introdujo la mano derecha; al cabo de un par de segundos
apareció una pantalla sobre el boquete que señalaba «Huellas Digitales
Correctas», otro par de segundos y el mensaje cambió por «Circulación de la
Sangre Adecuada», tras otros segundos se desplegara una nueva frase «ADN
Aprobado».
La pantalla se cerró y el ingreso quedó abierto. Cuando Doniov retiró la
mano, su dedo índice mostraba una pequeña cortada, que cicatrizó para
cuando cruzó el umbral. Los dos guardas que no formaban parte de los
pretorianos se quedaron en la estancia, los demás pasaron a un diminuto
cuarto vacío. El prefecto recorrió una lámina sobrepuesta en la pared que dejó
ver un teclado, digitó una clave y comenzaron a descender.
Unos segundos después la puerta del elevador se abrió y frente a ellos
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había un largo pasillo. Afuera estaban apostados otros dos guardas, que al ver
a Boadicea la saludaron. Recorrieron el esbelto tramo a una velocidad
sorprendente. Pasaron después varios accesos; en la mayoría se apostaban dos
guardas y para abrirlos había diferentes dispositivos de seguridad -claves
digitadas o pronunciadas, reconocedores de voz, lectores de retina o
identificadores de masa corporal, entre otros-. Algunos pasadizos tenían
bifurcaciones, y al inicio de otros había tres caminos posibles. Estos
subterráneos comenzaron a ser construidos en los primeros tiempos de Roma,
y habían sido modernizados y ampliados de manera constante por la manada
del fundador de la ciudad.
Llegaron a otro ascensor. Después de pasar por un cuarto similar a aquel
en el que Boadicea se había encontrado con los pretorianos, ingresaron a una
casa. Doniov, siempre adelante, se cercioraba de que el pasaje fuera seguro.
Él también activó el mecanismo que hizo que una alacena en la habitación
contigua se moviera. Pasó él primero y le indicó a su lideresa que podía
seguirlo. Entraron a una cocina, dividida del desayunador por una barra con
tres sillas al frente y otras rodeando una mesa pequeña de vidrio, ocupadas
por más guardas. Varios de ellos comían pan con aceite de oliva acompañado
de vino, otros sólo conversaban; todos, en cuanto vieron entrar a la lideresa se
pusieron de pie e hicieron el saludo reglamentario. Boadicea les contestó con
un ligero pero cortés movimiento de cabeza y salió de la estancia.
Tras un breve trayecto, entró a la biblioteca en donde ya estaban reunidas
once personas: los miembros restantes del Gran Consejo; ellos, al igual que
los guardas lo hicieran, se levantaron para saludarla de la manera tradicional;
salvo Rómulo, quien, si bien se puso de pie, la recibió con un dulce beso. Fue
Boadicea la que condujo la oración inicial dirigida a sus máximas deidades.
- Ahora que nuestras mentes se encuentran en comunión bajo la guía de
los dioses sempiternos, y debido a que hemos dispensado las formalidades
regulares de nuestra indumentaria y demás elementos del ritual, demos inicio
a nuestra reunión –asentó el primer rey romano mientras regresaba a su lugar.
Esperó a que se sentara su esposa; otros los imitaron y algunos
permanecieron de pie.
- Perdón, Rómulo, creo que a todos nos intriga y preocupa saber si Max ya
cree ser un duploukden-aw prifûno –indagó Cicerón, reservándose para sí que él
mismo tenía algunas dudas de que así fuera.
- Su incredulidad disminuye. Les aseguro que el tiempo que hemos
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empleado en él ha comenzado a fructificar –contestó Boadicea transmitiendo
con su mirada la fe que tenía en el muchacho–. Cree en nosotros y
coincidirán conmigo en que eso es fundamental, también cree ser un
duploukden-aw, pero no ha llegado a aceptar su destino.

Leonardo señaló que lo decepcionaría que fuera de otro modo. Un hombre


de piel clara, que aparentaba apenas iniciar su cuarta década de vida, de
cabello quebrado y cejas poco pobladas, quiso saber la razón. El artista
florentino volteó hacia Tomás Jefferson y declaró que aun cuando la
naturaleza comenzara por la razón y terminara en la experiencia, ellos
debían hacer lo contrario: empezar por la experiencia y a través de esta
llegar a la razón.
- Sabemos que es un joven culto, no esperaríamos menos de él y ha
aprendido a no dejarse moldear como cera blanda –reconoció una mujer de
tez blanca, estatura baja y vestimenta sobria–. Sólo cree en lo que su razón le
arroja como resultado. Al final habrá de sucumbir ante el poder más grande.
- Yo no lo veo como una falla sino como una gran bendición, Cristina –
expresó un sujeto moreno de alrededor de cincuenta años, nariz aguileña y
pómulos prominentes–. Lo que retiene a este chico va más allá de la duda, es
miedo. Temor a enfrentar un futuro desconocido y que escapa a los
parámetros bajo los cuales ha sustentado su vida, pero si logra transmutar sus
miedos por amor, estará listo.
- Nunca pensaría que el amor no es una bendición, y más en este caso,
Pakal. Puede ser la diferencia entre que el muchacho llegue preparado o no a
su ritual –respondió la antigua monarca de Suecia poniendo mayor énfasis en
la segunda frase.
Pakal Botan ocupaba un sillón tapizado de casimir de lana color azul rey,
material que también cubría la parte superior de los muros; a un costado, una
chimenea con talla de bronce en el interior, y sobre ella un gran espejo y dos
urnas del mismo metal; en el lado contrario, en otro sillón idéntico se hallaba
Leonardo. Frente a ellos, en un sofá del siglo XIX, estaban sentados
Boadicea, Rómulo y Marco Aurelio, el tapete al centro era un kilim. El
guardapolvo de las paredes lucía un trompe l’oeil de madera. Arriba del sofá
los contemplaba la pintura de «Thor contra Jormundgandr», de Johann
Heinrich Füssli. Cristina de Suecia y Tomás Jefferson estaban sentados en
sillas de roble también del siglo XIX. Los demás se encontraban de pie.

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Rómulo sugirió dejar el tema de lado; había ya una estrategia que se
estaba implementando. Por otro lado, y aunque encaminado a similar
objetivo, un tópico reclamaba especial atención: asegurarse de que el evento
que se realizaría en dos días se llevara a cabo sin contratiempos. Relató que
apenas el día anterior habían tenido una visita que podía serles de gran ayuda:
un hombre vampiro, que al parecer deseaba desertar del clan de Aníbal, les
proporcionó preciada información sin escatimar detalles.
- Imposible dar por bueno lo que nos venga a comunicar un lamwaden –
señaló un hombre alto, de cabello ondulado y profusa barba de tono castaño
claro.
- Y no lo hago, Carlo –le respondió el fundador del imperio al que había
buscado imitar–. Pero tampoco podemos tomarla a priori por falsa. Algo que
he aprendido de los lamwadeni es que muchos de ellos no están conformes con
sus líderes; es más el temor que una devoción verdadera lo que los compele a
seguirlos. Así, en algún momento se podía dar una traición. Sólo la severidad
de sus leyes y la crueldad de los dirigentes han impedido que los de un bando
se pasen a otro. Quizá, este lamwaden ve en nosotros la posibilidad de conocer
la misericordia.
Lo cierto era que el descontento también se vivía entre ellos. Rómulo lo
obvió, no por cerrar los ojos ante una realidad, más bien porque no era
relevante para el asunto que trataban, igual razón por la cual ninguno lo hizo
notar. Sin embargo, se esgrimieron comentarios sobre el valor que debían dar
a los datos recibidos. Marco Aurelio señaló por su parte que habían sido
cuidadosos de no proporcionarle nada de valía al hombre vampiro, a quien
enviaron con Ying Jien para que probara haberse librado de las cadenas que
lo sujetaban hasta entonces.
Leonardo les notificó que Aníbal se reunió con Atila y Ahuizotl y, de
acuerdo al traidor, estos creían que era posible que los seguidores de Rómulo
estuvieran protegiendo algo; también pensaban que se pudiera tratar de una
trampa. Alejandro sugirió aprovechar la idea que tenían, incluso cuando eso
no los desanimara a atacarlos, y guiarlos a un lugar distinto de donde se
llevaría a cabo el ritual de Max.
El emperador carolingio indagó si los vampiros conocían la ubicación de
sus legiones. Genghis Khan le confirmó que así era, en parte gracias a los
espías enemigos y por la información que el señuelo les había dado. Tras un
breve análisis de la situación, Pakal Botan comentó que de definirse los
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adversarios por la opción de que protegían algo, era probable que dedujeran
qué era, e inclusive cuándo realizarían la ceremonia. Boadicea agregó que
quizá llegarían hasta dilucidar dónde la llevarían a cabo, por lo que se hacía
más importante los convencieran de la idea de la emboscada, hipótesis que
los enemigos ya contemplaban.
El caudillo mongol llevaba tiempo elucubrando una estrategia basada en
ese plan y compartió con sus camaradas que, por la geografía del sitio y la
ubicación de sus legiones, el paso entre Cortona y el lago Trasimeno
resultaría ideal. Además, Aníbal creería que por los hechos registrados en ese
lugar, Rómulo quisiera vengar afrentas del pasado. Cristina observó que
podrían elegir un lugar con una mejor razón histórica, dudaba que fuera con
las tres cualidades que Temujin había señalado.
La aprobación fue unánime. El creador de la especie de los duploukden-awi
ordenó a Leonardo que tan pronto terminaran la reunión se encargara de que
los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, junto con la participación del
gobierno italiano, prohibieran a las empresas de comunicación acercarse a la
zona, así como a las ciudades en las que se encontraban sus legiones.
El tercer presidente de los Estados Unidos de América puntualizó que
muchos medios eran aliados de los hombres vampiro, y que algunos de hecho
les pertenecían; la noticia les llegaría en breve, con lo que se reforzaría el
asunto de la emboscada y les haría creer que sería donde se suscitaría.
Rómulo añadió que a pesar de ello, se asegurara de que al menos una
agencia de noticias, una que dependiera de ellos y que, por lo tanto,
controlaran, mantuviese algún reportero en Roma. El rey maya estuvo de
acuerdo y movió la cabeza en señal de aprobación a la decisión del líder, e
indicó que era de vital importancia que se atendiera la indicación. El
momento en el que se develarían a los hombres había llegado. Boadicea lo
secundó y anunció que ese día los avitedeni recibirían el primero de los
llamados y, guiados por sus corazones, deberían unirse a uno u otro bando.
Con cuidado de sonar lo menos pesimista posible, Aristóteles recomendó
que no guardaran esperanza de que la mayoría se uniese a ellos. Era más
recomendable y realista que pensaran lo contrario. Cicerón agregó que de
cualquier manera, la generalidad de los noticieros estaría ocupada con los
acontecimientos que se darían al inicio de la jornada. Carlomagno comentó
que, precisamente por ello, debían asegurarse de que se difundiera lo que
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sucedería en el Monte Palatino. Con suspicacia, la otrora reina sueca inquirió
si a los que estaban con Julio César les llegaría también el llamado del
corazón al que Boadicea había hecho alusión.
A la mente de Rómulo vino la plática que al respecto habían sostenido, y
de seguro también a los demás que estuvieron presentes; todos voltearon a
verlo preguntándose cuál sería su respuesta: segundos más tarde llegaría. El
primer romano cerró los ojos un instante y dijo:
- Hasta César merece redimirse. Él y aquellos que lo acompañan tendrán
una última oportunidad de decidir por quién morir y para qué vivir. Aunque
no podemos saber qué esperar de ellos.
Su esposa colocó una mano sobre la de él y con su característica dulzura
observó:
- Cuento con que haya cambiado. Sólo los hombres absurdos no lo hacen:
César no lo es.
Cicerón indicó que el más célebre de los Julios tendría que haber
registrado algún cambio en su ser. Sus acciones provocaron un dolor inmenso
entre ellos, tan grande que hasta a los dioses habría alcanzado, y la
consciencia de César no podría haber permanecido inmune ante los actos
cometidos. Propuso que se le permitiera ir a verlo e invitarlo a regresar a la
familia. Finalizó recordando que él y Julio César compartían una historia más
añeja que sus vidas como duploukden-awi, por lo que confiaba lograr
convencerlo.
- Y yo solicito acompañar a Marco Tulio –interrumpió Alejandro,
aproximándose a los dos lobos alfa, dando la impresión de que se enlistase
para una misión letal–. Aun cuando César nos haya herido en lo más
profundo, nunca me perdonaría si él no regresara, y yo no me hubiese
esforzado para que recapacitara.
- Es peor cometer una injusticia que sufrirla. Nada mejor que asegurarse
de no ser uno quien la realiza –sentenció Aristóteles, en tanto se colocaba al
lado de su discípulo más añejo y le ponía una mano sobre el hombro–. Estoy
orgulloso de ti, Alejandro.
El gran militar macedonio le sonrió agradecido por el cumplido.
Rómulo y Boadicea dieron su consentimiento y sometieron la moción a
consideración del Gran Consejo, el cual la aprobó. Al día siguiente los dos
voluntarios irían en busca de César, los Servicios Diplomáticos y de
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Inteligencia los auxiliarían en dar con su paradero. Acordaron que la
invitación a reintegrarse sería para él y los que lo rodeaban, aunque los demás
no estaban supeditados a la decisión final del antiguo dictador. Tenían
permitido mencionar la situación de Max y hablar sobre la Bêlez pre ean Nevu
Aelozh dentro de los argumentos para convencerlos.

- Una vez solventado el asunto, sólo queda un punto a tratar –señaló el


hijo de Rea Silvia con tal pesadumbre que no fue difícil interpretar a qué se
refería.
- Mandarle una nueva carnada a Aníbal –anticipó Genghis Khan, quien si
no mostraba la sobriedad de su líder, distaba mucho de regocijarse de la
decisión.
- En esta ocasión deberá ser un duploukden-aw para que el plan funcione –
sentenció Carlomagno con la mirada puesta en el suelo y sin atreverse a
levantarla.
- Ayer hablé con Paolo sobre el particular, ya hay quienes están
dispuestos a llevar a cabo esta misión –comunicó Alejandro encaminándose a
la cocina a dar indicaciones a varios de los guardas ahí reunidos.
Un minuto después, dos mujeres y tres hombres, pertenecientes a la
Guardia Pretoriana, entraron a la biblioteca. Rómulo unió su mano derecha al
puño izquierdo mientras los acercaba a su rostro y, acompañado de un
suspiro, cerró los ojos sin poder ocultar en su semblante el dolor que le
causaba la decisión.
Jefferson notó la consternación que había caído sobre su guía y le dijo:
- Si la felicidad de nuestra especie, e inclusive la de los hombres, puede
asegurarse a costa de una pequeña tempestad o incluso del derramamiento
de un poco de sangre, sería una adquisición preciosa.
Rómulo no dijo nada, asintió escuetamente con un gesto y les preguntó a
los custodios:
- ¿Están conscientes del alcance de su decisión? –la respuesta fue
inmediata, positiva.
Uno de los guardas que se distinguía por su altura y rasgos finos, añadió:
- Contigo hemos aprendido que la muerte no es un fin sino un renacer que
nos permite perfeccionarnos. Lo vivimos de manera simbólica en nuestro
ritual, ahora se nos da la oportunidad de llevarlo a otra realidad.
- Créeme que me regocijo de la instrucción que han recibido, Carlos –
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contestó Rómulo levantándose del sofá. Los demás que se encontraban
sentados lo imitaron–. Aun así, el óbito de cualquiera de ustedes significará
una gran pérdida para la construcción del Imperio Perfecto y creará un
inmenso vacío en nuestros corazones.
- Sabemos que, aun si fallecemos, seguiremos con vida en la memoria de
los seres que nos aman –agregó una guarda de hermosos ojos verdes y rizos
negros.
- Sin importar si mueren o no, ustedes siempre estarán presentes nuestros
sentimientos, Chelsea –respondió Boadicea haciéndole ver que no necesitaba
verla fallecer para que ocupara un lugar en su aprecio.
Marco Aurelio apuntó que lo reconfortaba constatar que estuviesen
conscientes acerca de la naturalidad y divinidad en la labor de las Moiras, esa
visión los ayudaría a sobrellevar la tarea que estaban por emprender. Cicerón
se unió a las recomendaciones: Nadie puede ignorar que tiene que morir, ni
debe estar seguro de que ello no pudiese ocurrir en ese mismo día.
Reconoció que la concepción que tenían de su mortalidad los hacía sabios, a
la vez que los ayudaba a despojarse de las cosas mundanas.
- No sólo estamos preparados para morir, sino orgullosos de que se nos
permita brindar la vida como un sacrificio previo para el gran ritual que ha de
celebrarse pasado mañana –declaró Carlos, denotando nobleza por él mismo
tanto como por el estoicismo de sus palabras.
Pakal Botan anunció que cada día a lo largo del mes levantaría un altar
por ellos. Rómulo sentenció que en 48 horas se viviría la fecha más
importante en la historia del planeta, pero las acciones previas serían
definitivas en el resultado de los eventos. Al concluir, colocó su mano sobre
el hombro del primer pretoriano, y sin decir palabra lo miró fijamente a los
ojos y después lo abrazó. Repitió el procedimiento con cada uno de los
heroicos voluntarios.
Boadicea iba detrás de su esposo; tras ella pasaron los presentes para
despedirse y en señal de reconocimiento a los soldados dispuestos a una
muerte cruel y dolorosa.

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Capítulo XIV. El reto

A pesar de haber creído que saldría del laberinto en compañía de Boadicea,


en el recorrido de ida Max trató de fijarse en algunos detalles para encontrar
él solo la senda de regreso en caso necesario. Los dibujos en los mosaicos no
llevaban un orden cronológico, la solución del enigma era mucho más
compleja. Las baldosas no servían de guía alguna a menos que uno recordara
la posición en la que habían sido colocados o el porqué de su ubicación; tarea
para nada sencilla.
Aun con los intentos del joven por encaminarse por la ruta adecuada, en
más de una ocasión tomó la dirección errónea, causa por la que no salió del
laberinto sino hasta pasadas un par de horas. Cuando al fin lo consiguió
estaba cansado, con sed y hambre, y nada más en su mente que sumergirse en
la tina romana. Sin embargo, pocos pasos afuera se encontró con Paolo, quien
le solicitó que lo acompañara.
El milanés lo llevó por los jardines de la villa hasta llegar a una
construcción que asemejaba un iglú, pero parecía ser de piedra y los tres
escalones de la entrada descendían; la mitad estaba bajo tierra y sólo la parte
superior era lo que Max creía de piedra, específicamente se trataba de adobe.
- Es un temascal –señaló Paolo palmeando la parte más alta, como si
fuera una montura–. Algunos dirían que es algo similar a un sauna con
aromaterapia; empero es algo mucho más místico. Varias culturas
mesoamericanas lo utilizaban como lugar para celebrar consejos importantes
o como medio para entrar en contacto con la Madre Tierra y aprender a fundir
su ser con el resto de la naturaleza. Pakal Botan construyó este que tenemos
aquí.
- ¡Qué interesante! ¿Vamos a entrar? –indagó el muchacho olvidándose
de su idea del baño romano; esa era una alternativa que parecía agradable y,
en definitiva, nueva.
- Por supuesto. Deja tus ropas aquí y entra mientras traigo unas piedras
calientes, necesarias para que funcione.
Max buscó romper el hielo del rostro severo que lucía el soldado y, en un
tono bromista, preguntó si era un requisito en la villa desnudarse para
escuchar cualquier relato. Sin seguir la mofa, y al contrario, con un semblante
serio, Paolo lo corrigió.
- No, pero tus ropas te impedirían alcanzar el objetivo, que sientas que
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eres parte de la naturaleza y ella parte de ti. Es fundamental que entiendas
que eres consustancial con la energía del planeta y del universo.
El muchacho entró al temascal y Paolo fue por las piedras que se
calentaban afuera. Una vez que los dos se sentaron en una especie de banca,
también de adobe, que rodeaba el interior de la circular construcción, Max
dijo:
- Imagino que hablaremos de algo trascendente, quizás sobre las Bêlezi
adkep eani Agâden aba Môrel o cualquier cosa que ayude a convencerme de que
soy un duploukden-aw prifûno.
El jefe de su guardia le dio la razón: no estaban ahí sólo para tomar un
baño. Lo corrigió en cuanto a los temas; no abordarían ninguno de ellos.
Estiró las piernas, repantigándose, entrelazó los dedos de las manos y los
colocó en la parte posterior de su cabeza antes de espetar:
- No busco convencerte de que eres un duploukden-aw prifûno, sino lo
contrario.
El joven que aguardaba ser iniciado apoyó los antebrazos en las rodillas,
se inclinó hacia su interlocutor, mostró con su rostro y gestos que no estaba
seguro de entender a qué se refería. El segundo bajó un poco la voz y
reconoció que esa plática hubiera sido más sencilla si la hubiesen tenido al
poco tiempo de la llegada del muchacho, pero no contó con la oportunidad
hasta ese momento. Max expresó claro nerviosismo. El pretoriano, con la
actitud de indiferencia asumida, le pidió se calmara, señalándole que con él
en verdad estaba a salvo, más que con cualquier otra persona en ese lugar.
Max, un poco exasperado, le solicitó claridad.
- ¡Todo es una farsa! –señaló contundente Paolo con una mueca que
rayaba en el cinismo–. No existen los hombres lobo ni los vampiros y la
verdad es que no sé cómo te has tragado tantas tonterías.
- Pero tú mismo eres un duploukden-aw. Rómulo dijo que llevas siglos a su
lado –manifestó Max tras recobrar la calma. Pensó que era otra prueba; de
seguro el guarda insistiría un tiempo más en la supuesta mentira y al cabo de
un par de cuestionamientos le confirmaría que nada más lo estaba evaluando.
Paolo miró con diversión al joven y le preguntó si acaso había visto a
alguno de ellos convertirse. Max le respondió que no, y la razón que esgrimió
era que Rómulo decía que necesitaba llegar a su ritual sin haber visto para
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creer; sólo así sería puro.
Sin tratar de ocultar la burla, el hombre al que creía jefe de su Guardia
Pretoriana señaló que era la excusa que aquél daba para no demostrarles una
transformación que obviamente no podía realizar.
Max, bastante molesto con la actitud del sujeto, le cuestionó que cómo
era posible entonces que estuviesen vivos después de tantos siglos si no eran
hombres lobo y, más que nada, entonces qué eran y por qué tendrían que
haber mentido. Resultaba ilógico pensar que sí fueran seres milenarios, y que
inventaran ser licántropos.
- Ninguno es el que dice ser –aclaró el hombre de bellos ojos azules,
adquiriendo un aspecto en extremo frío–. Sólo lo hacen para generar más
atracción hacia ellos por parte de sus víctimas, a quienes estudian bien antes
de…
- ¡¿Víctimas, has dicho?! –interrumpió el muchacho.
Paolo le explicó que los sujetos formaban una secta satánica y lo que le
habían dicho que sería su ritual de iniciación, en realidad era un sacrificio y el
joven sería la ofrenda.
Max se levantó de la banca, sus gestos y palabras expresaron total
incredulidad. Asumió una actitud muy similar a aquella cuando Rómulo le
dijo que sería su sucesor. Pero la reina celta tenía razón, el muchacho creía y,
a pesar de que no lo hizo de inmediato y que además se resistiera con
vehemencia, ahora confiaba con fervor en que las personas con las que
convivía eran quienes aseguraban ser.
El individuo que debía cuidar con su vida la del futuro iniciado le
conminó a calmarse y a que se sentara. Recobrando el dejo de sarcasmo,
señaló:
- ¡Qué ironía! Hace unos días me confiaste tus dudas respecto a lo que te
decía el lunático que se cree el fundador de Roma, y ahora has cambiado por
completo de parecer.
Max le comentó que una cosa era que tuviese incertidumbres al inicio de
sus pláticas con cada uno de los personajes y otra muy distinta que se
mantuviese en estado de negación, y que fuera absoluto. El guarda, del que
ya no sabía qué pensar, le reviró preguntándole cómo, si vacilaba en algo, era
posible que aceptara lo demás. Max respondió que simplemente se resistía a
creerlo, pero no era culpa de Rómulo, ni de ninguno de los otros, sino suya.
Mofándose de su interlocutor, Paolo inquirió cómo podía siquiera
considerar que esas personas en verdad fueran quienes decían ser, cómo
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podía pensar que Aristóteles, Cicerón y los demás siguieran con vida y que,
para colmo, fueran hombres lobo. ¿Si en verdad era admirador de estos
personajes, al catalogarlos como tales no era demeritarlos?
Max decidió hacer caso omiso de los escarnios e insultos del prefecto.
Debatiría con él con seriedad, aunque el otro no lo hiciera, y con una voz que
denotaba pleno convencimiento apuntó:
- Porque no son simples hombres lobo, son duploukden-awi y, a pesar de que
no se hayan transformado en mi presencia, sus miradas denotan poder, que no
se limita a la fuerza física. Es en su espíritu donde radica la verdadera energía
y por eso, en estos días, he aprendido más de ellos de lo que quizás había
hecho en toda mi vida.
Paolo se mostró decepcionado, apoyó las palmas de las manos en sus
muslos y comentó:
- Pues allá tú si quieres dar por ciertas esas patrañas. Nada más he
intentado quitarte la venda que han puesto sobre tus ojos. Al parecer la fe que
les profesas será la que te lleve a la muerte.
Max miró con lástima al hombre que días antes había creído se podría
convertir en un amigo cercano, y sentenció:
- Aunque a tus palabras les asistiera la verdad, lo cierto es que no me
pueden matar. Incluso si no fuese un duploukden-aw, la sabiduría de la que he
sido depositario me hace de facto inmortal.
El pretoriano sonrió, hizo un ademán con el que indicaba que se rendía
ante tal necedad, para después declarar que si era cierto lo que el muchacho
decía, por ser quién era y a pesar de no haber tenido su ritual de iniciación,
sus genes de duploukden-aw habrían comenzado a despertar. Indagó si Rómulo
le había comentado eso, y Max asintió. Paolo continuó: entonces ya contaría
con ciertas características propias de un duploukden-aw, no tendría la supuesta
fuerza o velocidad ni tampoco la posibilidad de sacar sus garras y colmillos,
pero sí debería poseer otras habilidades, como la de conectarse con la tierra,
con la naturaleza, para hacerse uno mismo con el entorno y lograr profundos
niveles de introspección. Ironizó el último comentario de Max al sostener que
imaginaba que esa era parte de la sabiduría que decía poseer. Concluyó
señalando que de ser así, lograría ser tan fuerte que nada pudiese perturbar
su paz interior, tan sabio como para preocuparse, lo necesariamente
tolerante para enfurecerse y lo suficientemente valiente para atemorizarse;
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todo lo cual iba a necesitar.
El hombre que ahora podía ser catalogado como traidor o espía, recogió
las piedras calientes y salió del temascal. Max se quedó solo. Cerró los ojos.
Pensó en las frases de Paolo, no en las que señalaba que todo era una farsa,
sino en las últimas; recordó las diversas técnicas de meditación que había
aprendido a lo largo de la vida, al tiempo que recorría con la mente el lugar
en el que estaba. Se percató de que percibía hasta la paja y el lodo que daban
forma al material con que estaba hecho el reducido edificio, que distinguía
los aromas que lo cobijaban, que escuchaba nada y aprendía del silencio.
A los pocos minutos Paolo regresó. El muchacho lo notó aun sin abrir los
ojos; no le hizo caso en un principio, continuó con su recogimiento, hasta que
se percató de que las manos del soldado estaban ocupadas por algo distinto a
aquello con lo que habían salido. Max abrió los ojos y le preguntó con cierta
preocupación para qué eran las serpientes que llevaba.
- Déjame precisar: son tres mambas negras y tres cobras reales y las
traigo para que me ayuden a lograr mi objetivo –señaló el pretoriano
levantando a la altura del rostro a las presas que traía tomadas por la cabeza,
en macabro ramillete–. Por cierto, es justo que sepas que de haber salido
junto con Boadicea hubiesen sido sólo dos, añadí una víbora por cada treinta
minutos de retraso.
- ¿Qué pretendes, Paolo? Si esto es mentira, como alegas, una sola
mordida de cualquiera de los reptiles será suficiente para aniquilarme y
entonces para qué buscabas salvarme de ser sacrificado. Por otro lado, si es
una prueba, recuerda que Rómulo te encargó protegerme.
Sería honesto decir que el muchacho estaba asustado con la presencia de
las serpientes, quizá por ello recobró la esperanza de que se tratara sólo de un
examen más.
- Nunca dije que mi intención fuera ponerte a salvo, tampoco mencioné
cuál es mi misión, mucho menos a quién sirvo en realidad –los ojos del
guarda revelaban una malicia que hasta entonces había sido imperceptible–.
¿Pero de qué te preocupas, no me aseguraste que eres inmortal?
- Es cierto que puedo inclusive sentir una luz interna, producto del
conocimiento adquirido –sostuvo el muchacho con seguridad, mirando por el
rabillo del ojo la salida del temascal, en espera de una oportunidad para
escapar de lo que estaba por convertirse en trampa mortal–. Pero también es
verdad que las serpientes y yo no somos lo que se podría llamar buenos
amigos.
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Paolo intuyó el plan del joven y sin disimular obstruyó la salida con su
cuerpo. Le confió que a las víboras les tenía sin cuidado entablar una relación
afable con Max; estaban dispuestas a ayudarlo a él en esa tarea y así
acabarían pronto con la discusión. Para ello las dejaría ahí mientras él
esperaba afuera del temascal.
Por los informes que su esposa había preparado, y una plática reciente
que había tenido con ella sobre el tema, sabía que el muchacho era conocedor
de la zoología, sin embargo, optó por recordarle que las serpientes se guían
por el calor que los demás seres despiden, y a pesar de que todo el lugar
asemejaba a un sauna, el cuerpo de Max en esos momentos proyectaba una
temperatura mayor de los niveles normales. Las víboras buscarían
frenéticamente un sitio más templado, y al no encontrarlo en el interior del
temascal, intentarían localizar la salida, sólo que no pasarían por encima de
las rocas calientes, era más de lo que los reptiles podrían soportar. Una vez
que llegaran ahí, regresarían y comenzarían a desesperarse.
Paolo invitó al chico a evitar descubrir si en verdad era un duploukden-aw; le
recomendó que alcanzara la salida lo antes posible, ya que el dolor de la
mordida de cualquiera de ellas sería bastante agudo y eso sólo antes de que,
dependiendo el caso, el veneno atacara su sistema nervioso o paralizara sus
músculos respiratorios y muriese sofocado.
- Pues vaya forma de querer demostrar tu punto. ¿No te han dicho que
eres un poco exagerado a la hora de aclarar un desacuerdo?
- En lo que les asiste la razón es que posees buen sentido del humor, hasta
cuando encaras a la muerte. Claro que si estás en lo correcto, tu vida no está
en riesgo. Si eres mordido sólo caerás en un gran sueño, y despertarás cuando
Rómulo te transforme, ¿no es así?
Max declaró estar convencido de que así sucedería. Se lamentó de no
saber para quién trabajaba Paolo en realidad y le recriminó una vez más que
no cumpliese con su labor como custodio. El aludido le contestó que cómo
esperaba que alguien como él protegiese a una persona que no tenía fe en sí
mismo. Soltó las serpientes y se apresuró a abandonar el temascal.
El joven se quedó paralizado por unos instantes. Fijó la mirada en los
indeseables compañeros. Segundos después volteó hacia la única ruta de
escape, volvió a ver a las serpientes y de nuevo la salida; fue en ese momento
que decidió escabullirse. Aun cuando imprimió toda su velocidad en la
carrera, los reptiles se hallaban más cerca del umbral y dos mambas negras le
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cercaron el paso; la otra, así como las cobras, se arrastraron rápido en
dirección a él. Max se detuvo, regresó al punto de partida y se subió a la
banca, a sabiendas de que no era un refugio contra las víboras, pero al menos
le brindó una pequeña sensación de seguridad.
Se quedó quieto, su respiración era profunda y agitada; se esforzó en
recobrar la calma. Las alimañas comenzaron a ir y venir hacia la salida,
retrocedieron en cada ocasión que se acercaron a las piedras calientes y se
perturbaron cada vez más.
El joven, aunque tenso, cerró los ojos y redujo el número de
respiraciones. Se tranquilizó y se convenció de que la forma de salir no era
como lo había intentado, que Paolo lo había previsto y por eso lo había
indicado. Si en verdad deseaba demostrarle su error y, sobre todo, mostrarse a
sí mismo que era lo que ahora creía, debía concentrarse y mezclarse con el
entorno. Sabía que podía reducir su temperatura. Recordó los aromas de las
hierbas utilizadas durante el baño de temascal, dejó que lo impregnaran de
nuevo, que lo refrescaran en cuerpo, alma y espíritu y se olvidó de las
serpientes. Mientras, una mamba negra comenzaba a subir al asiento a unos
metros de donde él estaba.
La agitación de Max había desaparecido y sintió el avance de la mamba
negra por la banca, no lo alteró y continuó concentrado. Una cobra se irguió
debajo del muchacho y él la sintió, por lo que lentamente se puso en cuclillas
y colocó ambas manos sobre las rodillas. La mamba negra se acercaba por el
lado izquierdo, ya sólo unos centímetros los separaban. En ese instante, como
si lo hubiesen planeado, ambas víboras lanzaron un ataque bien coordinado.
La mamba negra y la cobra se arrojaron sobre la víctima. El joven estoico las
detuvo, tomándolas por la parte más cercana a la cabeza e inmovilizándolas
sin hacerles daño.
Max acercó las serpientes hacia sí, abrió mucho los ojos y sonrió. Arrojó
a las dos víboras al otro extremo, lo más alejado de la salida, y se impulsó
con manos y pies para saltar por encima de las demás. Al momento de caer
corrió hacia la puerta. Poco antes de alcanzarla, una de las mambas negras lo
mordió en el tobillo derecho.
Al salir se encontró con el causante de la aventura, quien le dijo:
- Has logrado la fuerza necesaria para dominar tus miedos y has
demostrado que, incluso en un ambiente hostil, eres capaz de encontrar la
serenidad que te permita salir avante. Espero no me guardes rencor por lo que
hice.
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- Gracias por tus palabras, Paolo, significan mucho para mí y créeme que
no tengo resentimientos, pero me veo obligado a confesarte que mi logro no
fue perfecto. Esta amiga tuya alcanzó a morderme –Max le mostró a la
serpiente, que sujetaba con su diestra–. Creo que ahora tendré que llegar a mi
ritual en el estado de letargo por el que otros han pasado.
De plácemes, el líder de su Guardia Pretoriana le comunicó:
- Así sería si no trajera conmigo el antídoto para el veneno –y tomando
una jeringa que se encontraba en el techo del temascal se la aplicó al joven–.
Siento arruinarte los planes, amigo, todavía falta que conozcas muchas cosas
antes de la ceremonia. Hoy has mostrado un gran avance y al rehusarte a
aceptar lo que te dije has confirmado tus creencias. La lección no se limitó a
eso, sino en hacerte ver que no debes apresurarte en confiar en alguien, ni
siquiera en aquél que te haya demostrado en algún momento ser tu amigo. La
amistad y la confianza son bienes extraordinarios, no te apresures en
brindarlos.
Nada dijo Max; sonrió complacido y se abandonó en un profundo sueño.
El prefecto lo tomó en brazos y lo llevó hasta sus aposentos.

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Capítulo XV. Asesinos

Un día más había transcurrido. Apenas pasaba de la Hora sexta pero una
lluvia torrencial mantenía alejados los rayos solares de una carretera desierta,
cercana al Lago Trasimeno, en donde un sujeto conducía una Ducati 748R a
gran velocidad. Lo seguían otro hombre y una mujer, lo increíble es que
venían a pie y estaban a punto de darle alcance.
A pocos metros de distancia del motociclista, ella tomó un látigo que traía
en la cadera, lo alzó en el aire sin detenerse y golpeó la espalda del
conductor; la fusta tenía varias puntas rematadas en afilados ganchos que se
enterraron en el torso del conductor, pero ni así perdió el control de la moto.
La mujer tiró del rebenque y una mezcla de trozos de cuero negro de la
chaqueta, de algodón de la camisa blanca y jirones de carne ensangrentada se
esparció por los aires.
En ese momento el motociclista atisbó un camino de tierra que discurría
por el lado izquierdo en ascendente sendero hacia un hotel en construcción;
viró para tomarlo. Frenó por unos instantes para luego arrancar levantando la
llanta delantera del vehículo. La maniobra distrajo momentáneamente a sus
persecutores, que de inmediato corrigieron el rumbo.
El camino presentaba una considerable elevación en el terreno que al
tomarla provocó que la moto saliera volando. El conductor la dominaba a la
perfección, y no hubiese tenido problema en aterrizarla; no obstante, mientras
estaba en el aire, el que lo seguía le dio alcance con un salto espectacular.
Este logró colocarse a su lado izquierdo y con una mano tomó el manubrio,
entre tanto con la otra clavó sus garras en el antebrazo del conductor, quien
rápido contestó golpeando con el puño el rostro del agresor, haciéndolo caer.
La pausa fue suficiente y le dio oportunidad a la mujer para que sacara un
cuchillo largo, con el que reventó el neumático trasero.
El conductor, al escuchar el estallido de la llanta, abandonó el vehículo y
dejó que se estrellara. Él dio una vuelta en el aire, cayó en pie de frente a sus
atacantes, se quitó la chamarra desgarrada y les dijo:
- Creí que los Asesinos de Atila atacaban en solitario. Veo que son tan
pusilánimes como cualquier otro lamwaden.
La dama agitó su larga cabellera negra, resaltando lo blanco de su piel.
Caminó con tranquilidad hacia la que tenía que ser la próxima víctima y
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contestó:
- Que disfrutemos compartir presas no conlleva cobardía.
El otro se levantó, se acomodó la quijada que le había fracturado el golpe.
Con la misma mano se arregló la barba de candado; sacó una magnífica
espada que portaba al cinto, con gemas incrustadas en el mango. Para cuando
se unió a la mujer, su mandíbula ya se hallaba casi sana por lo que pudo
comentar:
- Veo que nuestra reputación nos precede, pero no todos somos tan
famosos. Para nosotros sólo eres un licántropo baladí.
- Mi nombre es Carlos y los únicos hechos a los que deben popularidad es
a los despiadados asesinatos de los que han sido causantes desde su vida entre
los humanos. Nadie debe vanagloriarse de ser pedófilo, infanticida y
necrófilo, Barba Azul.
Sin mostrar molestia por el insulto, Gilles de Laval contestó que no se
arrepentía de nada de lo que había realizado porque, incluso cuando se creía
un simple hombre, había hecho mucho más que lo que su oponente le
imputaba; un valiente soldado que peleó por su país en una guerra que tenían
perdida, y desde que servía a su Abato había sido alguien de extrema ayuda
para la causa. Aseveró que incluso criminales como ellos tenían honor, y no
pretendía que un zenolk lo comprendiera, aun cuando perteneciera a la Guardia
Pretoriana.
Carlos escupió al suelo por el asco que le producían sus adversarios. Con
desprecio manifestó que sólo una mente tan retorcida como la de ellos creería
que existía decoro en los delitos.
El protector de los lobos alfa sabía que la persecución había sido corta, y
que la energía de los oponentes no registraba merma por lo que no aguardó
más e inició el ataque. Dio un brinco y mientras lo hacía sacó sus garras.
Barba Azul fue sorprendido, no tanto por la prontitud sino por la temeridad
del licántropo; no esperaba que huyera, no habría llegado al grado de
pretoriano si se amilanase con facilidad, empero eran contados los lobos que
se permitían el lujo de agredir en solitario a dos Asesinos y este no podía
estar en tan selecto grupo. Al caer la zarpa izquierda del lobo chocó contra el
acero de la espada de su feroz rival, quien con extrema agilidad alcanzó a
blandirla. La segunda garra de Carlos tuvo mejor suerte y cercenó el
antebrazo del barón de Rais.
De inmediato buscó clavar sus zarpas en el pecho del vampiro, pero la
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mujer intervino; brincó sobre el adversario y con dos cuchillos largos le
penetró varias veces la espalda, extremando el cuidado para no dañar el
corazón, con lo que provocó que el embate de aquél no diera en el blanco. Sin
embargo, las garras de Carlos alcanzaron a introducirse en el abdomen del
asesino francés y pese al dolor causado por las heridas de las navajas, lo
arrojó por encima de sí mismo.
Después de unos segundos todos se incorporaron. Al tiempo que sanaban
sus heridas Carlos exclamó:
- ¡Maldita Brinvilliers!, atacas por detrás con lo que confirmas tu villanía.
- Mira cancerbero, mientras más pronto aceptes los hechos mejor será
para ti –señaló María d’Aubrey, quien a diferencia de su compañero, y a
juzgar por el tono de voz, los insultos del rival sí le molestaban–. El primero
es que no saldrás de aquí con vida; el segundo es que necesitamos cierta
información y créeme que la obtendremos, con tu consentimiento o sin él.
La famosa envenenadora francesa guardó los cuchillos y volvió a usar el
látigo. La técnica con que la Brinvilliers ejecutó los movimientos fue de tal
maestría que dejaron a la presa sin posibilidad de evitar el golpe; la fusta se le
enrolló en el muslo derecho llevándolo a caer por los suelos. Los garfios se
hundían en los músculos del pretoriano como si compartiesen la sed de
sangre de su dueña. Carlos sabía que en cualquier momento la presión de la
tralla sería suficiente para cercenarle la pierna; antes de que sucediera, tiró
del rebenque, con lo que hizo que la atacante se estrellara contra unas rocas.
Gilles de Laval se arrojó contra el lobo, ahora sí furioso por las ofensas y,
sobre todo, por el golpe que había propinado a su pareja. La pierna de Carlos
no sanaba por completo, por lo que se incorporó con cierta dificultad. Poco le
importó la desventaja en que se encontraba el enemigo, Barba Azul decidió
regresarle los golpes recibidos. La espada ropera del legendario criminal
dibujó varios círculos en el aire antes de cortar de tajo el antebrazo del
licántropo; después penetró dos veces el abdomen de Carlos. Satisfecho, de
espaldas al contrincante, el barón de Rais lamió el acero para limpiarlo, lo
enfundó y saltó hacia la víctima, con la intención de clavar los colmillos en
su cuello; pero el lobo estaba decidido a no facilitarles la tarea. Si bien las
nuevas heridas no habían sanado, su pierna sí, por lo que lo recibió con una
patada de lado que regresó al hombre que había luchado al lado de Juana de
Arco al punto de partida.
Carlos aprovechó el breve respiro para desprenderse de los harapos en los
que se había convertido su camisa y terminar de subir la colina que conducía
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hasta el hotel. Requería de terreno elevado para presentar una mejor defensa.
La construcción se hallaba en la cima, el edificio de enfrente era una torre
de dieciocho pisos, y el de atrás contaba con doce. Estaba en obra gris; los
pisos y los muros estaban terminados, nada más. Encima, una inmensa nube
negra bañaba de forma ininterrumpida el entorno, incluidos los tres bélicos
visitantes.
Tan pronto el hombre lobo llegó a lo alto de la pendiente, los vampiros le
dieron alcance, y en tono burlón la Brinvilliers le dijo:
- Un pretoriano huyendo de una mujer, hubiese esperado una actitud más
digna de ti.
El soldado no respondió a la provocación, esperó un nuevo ataque con la
paciencia característica de los grandes depredadores; consciente de que si
bien eran más rápidos que él, no eran necesariamente más ágiles.
Al darse cuenta de que el licántropo no perdería la concentración con
facilidad, ambos vampiros decidieron enfrentarlo de manera conjunta y se
lanzaron contra él. En un principio siguieron usando las armas que llevaban;
Barba Azul la espada y la Brinvilliers los cuchillos. Cada una de las primeras
estocadas fue bien interceptadas por las garras del pretoriano, pero Carlos se
había equivocado, los enemigos no solamente eran más rápidos, también más
ágiles.
Entonces sucedió lo inevitable, y tanto el acero del antiguo barón de Rais
como los de su amante alcanzaron a la víctima. Las punzadas eran tan
seguidas unas de otras que las primeras no habían logrado cicatrizar cuando
ya se abrían nuevas. El lobo se percató de que el final estaba cerca, no le sería
posible resistir mucho más; lo mismo pensaron los vampiros y, creyendo que
la victoria era inevitable, enfundaron las armas para apoderarse del guarda.
Normalmente se limitaban a liquidar a la presa, pero no en esta ocasión pues
tenían una misión que cumplir.
Carlos aguardó a que estuvieran cerca, ya sentía cómo caían las gotas de
sudor de aquellos sobre él. El pretoriano representó bien la comedia, simuló
estar en peores condiciones de como en realidad se hallaba y cuando sintió
que ambos lo sujetaban por las muñecas, Carlos ejecutó un Futari Gake que
impidió que la empresa de los Asesinos prosperara. Los vampiros rodaron
unos metros.
- No sé tú, pero yo ya estoy cansada de jugar con este perro guardián –
masculló María d’Aubrey, irritada porque el pretoriano la había hecho
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morder el polvo de nuevo.
- No olvides que antes de matarlo debemos sacarle información –siseó
Gilles de Laval con los ojos surcados por venillas carmesí. A él también le
costaba mantener el aplomo.
- Lo que no olvidaré es hacer prolongado su suplicio y que con ello pague
por estos agravios –replicó la Brinvilliers mordiéndose los labios hasta
hacerlos sangrar.
El duploukden-aw no perdió tiempo. Al instante en que derrumbó a los
agresores, él dio un salto que lo colocó en el techo de la grúa que se
encontraba frente al edificio. Con algunos brincos más llegó al extremo del
brazo de la máquina y de ahí se impulsó hacia la azotea. En pleno vuelo el
látigo de la Brinvilliers, quien ya estaba por darle alcance, lo tomó por el
tobillo haciéndolo caer al décimo tercer piso en lugar de a la cima de la torre.
Carlos rodó un trecho pero se incorporó al instante, esperando la llegada
de los persecutores. La primera en aparecer fue la famosa envenenadora. El
pretoriano quiso aprovechar la oportunidad de enfrentarse solamente a ella, lo
cual sabía no duraría mucho tiempo. Corrió hacia María d’Aubrey y a unos
metros de ella se impulsó para realizar una patada voladora. La asesina
francesa fue más ágil; también dio un brinco y al acercarse a su oponente giró
en el aire, quedó de cabeza al pasar sobre este, posición que utilizó para
clavar los cuchillos en los hombros de la víctima.
Carlos aterrizó cerca a la ventana por la que habían entrado él y la
Brinvilliers. Volteó para no perder de vista a la vampiresa. Apenas había
retirado los cuchillos de su cuerpo, cuando el segundo lamwaden entró por
detrás propinándole una patada en la espalda, idéntica a la que él había
intentado en contra de la aristócrata francesa.
El golpe de Barba Azul arrojó al guarda contra una viga de madera que
sostenía unos andamios, haciéndola resquebrajarse y tirando tablas y
herramientas sobre él. El hombre lobo hizo gala de su gran fuerza y surgió de
entre los escombros. El lapsus en que por fuerza incurrió el zenolk fue
aprovechado por la Brinvilliers, quien con gran rapidez pasó justo al lado de
él y le inyectó una substancia en el pecho.
Carlos se tocó donde la aguja lo había penetrado e inquirió con gran
consternación:
- ¿Qué es esto? ¿Qué me has inyectado, bruja?
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Satisfecha por el éxito obtenido, María se paseaba divertida enfrente del
postrado y le explicó:
- Es una pócima que yo misma he creado. Es tan buena que mi mentora me
envió un regalo para felicitarme por tan magnífico trabajo. Entre otras cosas
contiene veneno de medusas y el mejor suero de la verdad que existe,
creación de mi maestra. Puedes estar tranquilo, no te matará, no hasta que yo
lo decida. Lo que sí debería alarmarte es que seguro sentirás cómo los
músculos se te contraen y se enfrían; tus sentidos fallan, entre otros, la visión
se nubla. Te mareas y la respiración parece algo imposible de realizar. En
pocas palabras, tienes un choque anafiláctico. Para que entiendas: el velo de
la muerte está cayendo sobre ti. Antes de que tu cuerpo elimine el veneno te
habré inyectado una nueva dosis y traigo suficiente para repetir el
procedimiento decenas de veces. Todo ha acabado para ti zenolk.
El pretoriano cayó de rodillas sin controlar los músculos de las piernas,
apoyó las manos en el suelo y le ganaron las arcadas del vómito. Acarició su
anillo con el pentáculo y en un intento por librarse del veneno, sin poder
razonar a cabalidad, se transformó por completo. De inmediato la victimaria
le inyectó una nueva dosis. Mientras el lobo se revolcaba en el piso,
angustiado de que el elixir lo obligara a decir cosas que pusieran en riesgo su
misión, regresó a su forma humana.
El interrogatorio dio inicio.
Gilles de Laval se sentó en el suelo, se recargó contra un muro bajo el
hueco de lo que sería una ventana, encendió un cigarrillo, volteó hacia el
soldado e inquirió:
- ¿Y bien, a qué se debe el despliegue del ejército de Rómulo?
- Nos preparamos para la guerra –contestó el duploukden-aw retorciéndose de
dolor y de preocupación al notar que no podía mentir en lo absoluto.
- ¿Contra quién? –volvió a indagar Barba Azul con un tono de voz
elevado.
- Contra todo aquel hijo de puta, como ustedes, que ose enfrentársenos –
respondió con astucia el pretoriano, quien discernió que si bien no le era
factible faltar a la verdad, sí podía dar respuestas lo suficientemente amplias
para evitar dar información que no debiera.
Al descubrir la estratagema del licántropo, la Brinvilliers reclamó a su
amante que fuera más concreto en las preguntas. No tenían el tiempo laxo
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para ese juego.
Entre quejidos y con evidente dificultad, Carlos alcanzó a reír, para luego
barbotear:
- Ya veo quien es la que manda. Dime, Barba Azul, ¿también te ordena
qué hacer cuando comparten la cama?
Furiosa por el comentario del insolente cerbero, María d’Aubrey lo pateó
en el rostro. El barón de Rais, sin levantarse del piso y sin perder su postura
parsimoniosa, indicó:
- Mira quién es la que hace que perdamos valiosos minutos. ¿Cómo
quieres que conteste si le has roto la mandíbula?
Barba Azul arrojó el cigarrillo, se incorporó y al llegar junto a la presa se
puso en cuclillas; clavó las garras en el estómago de este y le preguntó si se
trataba de una emboscada o si protegían algo. Resistiéndose sin fortuna a
eludir los efectos de la poción, el cautivo respondió que se trataba de ambas
cosas.
Gilles de Laval volteó a ver a su acompañante. Ella le regresó la mirada
por unos segundos; se acercó al condenado a muerte, puso una de sus rodillas
sobre el cuello e inquirió sobre qué era lo que protegían.
Con un esfuerzo más allá de lo imaginado, Carlos logró llevar las garras
hasta su garganta, la desgarró e impidió con ello que las palabras salieran.
Los Asesinos de Atila fueron más cautos en lo subsiguiente, detuvieron los
brazos del pretoriano y le repitieron la pregunta, una vez sanadas las heridas.
La respuesta no pudo ser evitada en esa ocasión.
- A aquél que guiará a nuestra raza hacia la Nueva Era.
- ¡Al Sokun Romuzo! –dijeron al unísono y alterados los dos vampiros.
La Brinvilliers indagó si ya había sido transformado pero, quizá distraída
por la noticia o por la ira a la que la había llevado la conducción del
interrogatorio, no se percató de que al momento de suministrarle una nueva
dosis, la inyectaba directamente en el corazón.
Los torturadores interpretaron como respuesta negativa un movimiento de
lado a lado de la cabeza del licántropo y Barba Azul preguntó cuándo se
llevaría a cabo el ritual.
- Mañana, con la conclusión de las fiestas vestalias –contestó Carlos cada
vez más débil y sintiendo cómo la sombra del fin de sus días llegaba a
abrazarlo.
- ¿Dónde se llevará a cabo? –cuestionó María d’Aubrey desesperada.
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No obtuvo respuesta.
Gilles zarandeó el cuerpo del mártir mientras le gritaba:
- ¡Dinos! ¿Será aquí, en el Lago Trasimeno?

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Capítulo XVI. Un nuevo Rubicón

Alejandro detuvo el Lamborghini Miura 1971 enfrente de una villa, a un


costado de la carretera que conduce a Lido di Roma. El muro de la propiedad
era de piedra y dos columnas coronadas por sendas esculturas marcaban la
primera entrada. En la fachada de la finca destacaban cuatro medias pilastras
jónicas y lo que debía ser el escudo de la familia, elaborado en estuco, sobre
la puerta principal. Dos autos más, que conformaban su escolta, se
estacionaron detrás de él. Alejandro descendió del vehículo en compañía de
Cicerón.
Entre la barda y la construcción había un pequeño patio y una escalinata,
cuyos barandales albergaban otro par de figuras. El ingreso estaba vigilado
por cuatro guardas que raudos abrieron el portón al ver acercarse a los
visitantes.
La decoración del interior, de estilo más bien moderno, contrastaba con el
exterior de evidente longevidad, a la vez hacía una mezcla exquisita: el piso
del vestíbulo estaba revestido en travertino y cubierto por una alfombra
oriental; del lado izquierdo, una escalera con pasamano de hierro forjado y
peldaños flotantes comunicaba con las habitaciones superiores; a la derecha,
un sillón de madera de pino y en el muro una pintura, «Prometeo», de
Gustave Moreau; al final del vestíbulo, bajo un arco flanqueado por dos
columnas, daba inicio un pasillo y a un lado, junto a una majestuosa escultura
de un águila de bronce colocada sobre un pedestal, estaba una mujer
encargada de indicarles a los recién llegados el camino que los llevaba a la
biblioteca.
Alejandro y Cicerón entraron al recinto y una vez acomodados
aguardaron unos minutos en la espera de que alguien más se les uniera. Se
presentaron dos sujetos que al parecer conocían bien, aunque hacía tiempo
que no veían. Una mujer y un hombre, morenos y cercanos a los treinta, de
cabello negro y largo, el de él un poco más corto y recogido con una cola de
caballo, ella lo usaba suelto y adornado con una diadema de oro. Las ropas de
la pareja eran de algodón, ella lucía un vestido color verde claro y él una
camisa azul cielo y pantalón caqui. Del cuello de él colgaba un caracol
aparentemente roto y vuelto a unir con oro.
- Tlacaélel, Citlalmina, me da un gran gusto que nos vayan a acompañar
en la reunión –declaró Cicerón mientras se incorporaba y los saludaba con
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afecto, igual hizo Alejandro–. Estoy seguro de que su presencia será de
invaluable utilidad.
- El movimiento de su ejército nos ha alertado a todos –comentó
Tlacaélel, quien invitó con un gesto a los demás a tomar asiento–. Y en
cuanto su mensajero acudió a César para solicitar audiencia, él me convocó.
Por fortuna nos encontrábamos en las cercanías.
Alejandro añadió que, por lo que sabían, gran parte de la cohorte del
hombre al que se debió la grandeza del Imperio Azteca también estaba en los
alrededores. El aludido respondió que apenas eran los suficientes.
La mujer que los había recibido en la entrada apareció de nuevo para
preguntar qué podía ofrecerles. Citlalmina le solicitó un par de botellas de
Cabernet Sauvignon y seis copas.
El abogado romano sabía que debía aprovechar la ausencia de César, por
lo que bajo el pretexto de comenzar a ahondar en la plática, comentó que en
el Gran Consejo nunca comprendieron cómo personas como ellos,
íntimamente ligadas a la naturaleza, preocupadas por lo que los astros les
enseñasen y desprendidas de sí mismas, pudieron dejarlos y aliarse con los
Proscritos.
La mexicatl respondió que era sencillo de entender; divergían en ciertas
políticas impuestas por Rómulo, en concreto en lo referente a mantenerse
ocultos en las sombras y permitir que los hombres hicieran del mundo lo que
les placiera. Alejandro repuso que eso no era exacto; el problema radicaba en
que no se habían dado el tiempo para conocer a profundidad el pensamiento
de los líderes; habían abandonado la manada muy temprano en sus vidas
como duploukden-awi. Citlalmina insistió en que esa era la forma en que ellos
apreciaban la situación.
Tlacaélel intervino, asentó que tenían razones de peso, y sin menoscabo
del respeto que sentía por ellos dos, no permitiría que la conversación se
convirtiese en una sesión de adoctrinamiento. Los motivos por los que se
autoexiliaron eran personales e innecesarios en el desarrollo de la entrevista;
sin embargo, le gustaría supieran que nunca los verían como enemigos y
siempre se opusieron a cualquier decisión que resultara en una confrontación
contra ellos, y suponían les quedaba claro que no era por cobardía.
El macedonio se apresuró a señalar que nunca tomaría por pusilánime al
más grande de los aztecas. Si bien no había convivido con ellos tanto tiempo
como con muchos otros, las décadas compartidas habían sido suficientes para
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admirar a ambos y lamentar que se fueran, desde el día en que ocurrió.
Cicerón comentó que, aun cuando ellos partieron antes de que Rómulo
supiera lo que estaba por acontecer en aquellas fechas, tal vez lo presentían
debido a sus grandes conocimientos y espiritualidad.
- Como una pintura nos iremos borrando. Como una flor nos hemos de
secar sobre la tierra, cual ropaje de plumas de quetzal –anunció la mujer
poseedora de la tinta negra y roja.
El abogado romano admitió que cabría esa posibilidad, nada más; no
debía aplicarse de forma ineludible, o al menos no para todos. Alejandro
pronosticó que una guerra de proporciones nunca antes vistas se avecinaba. Y
esa sí, era inevitable.
- ¿Y para eso han venido? ¿A rogar por nuestra ayuda? ¿Será que el
magnífico Rómulo requiere de su hijo pródigo para vencer en esta ocasión? –
dijo un hombre de corto cabello rubio y frente amplia que entraba en la
biblioteca; vestía traje de seda negro con finas líneas en índigo; la mirada de
sus ojos azules era penetrante.
Junto a él venía una mujer pelirroja, igual de bella que él, de facciones tan
finas que parecían dibujadas, ataviada con un vestido negro que mostraba un
generoso escote en la espalda.
- Si hemos venido aquí ha sido… –contestó Alejandro levantándose de su
asiento, sin ocultar su molestia por las palabras de Julio César.
- ... Ha sido para tener una plática razonable y entre amigos –interrumpió
Cicerón, quien se incorporó también, al tiempo que tendía la mano para
saludar a los anfitriones–. César, Mabel, gracias por recibirnos.
- ¿Amigos?... vaya, pues si Bruto viviera haría una buena terna con
ustedes –declaró el líder de la casa de los Julios, quien se dirigió sin rodeos a
un sillón ignorando el gesto de los antiguos camaradas–. Dime, querida, ¿tú
crees que se pueda llamar «mi amigo» aquél que clavó su espada en mí la
última vez que me vio o aquellos que me dieron la espalda y prefirieron
seguir lamiendo el trasero de su sabio y poderoso guía?
Mabel permaneció callada.
Aun cuando Marco Tulio Cicerón no había seguido la carrera diplomática
en el Cursus Honorum de los duploukden-awi por sentirse más atraído hacia la
rama académica, sí lo había hecho durante los años que transcurrió como
humano; de hecho era uno de los seres más sabios que existía en ese
momento, con más de dos milenios de experiencia, por lo que sería difícil
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imaginar una tarea que no pudiese realizar con excelencia. Él sabía que si
bien su misión reclamaba una postura conciliadora, no demandaba
abatimiento, por ello aclaró que así como lo hizo durante su tiempo en Roma,
y lo haría durante el resto de sus días, daría su vida por un amigo pero no se
corrompería por él. Los ideales estaban sobre todo lo demás. Defendió la
República hasta morir, y ahora lo haría por el Imperio Perfecto.
César hizo un ademán desdeñoso, como si no escuchase las palabras del
compatriota, y anotó que seguían cegados por moralismos y por el enfermizo
amor hacia Rómulo. Además, no le encontraba utilidad a esa conversación;
no creía que los llevase a algún lado.
- Sólo te pedimos que escuches lo que venimos a decir. Nada pierdes –
expresó Alejandro ya sereno, en un tono mucho más amable–. Al menos
podrás conocer las razones de los movimientos de nuestro ejército, en ello ya
tendrás un beneficio.
El líder de los Proscritos aceptó desganado.
El filósofo romano y Alejandro Magno comenzaron a explicarles desde el
principio: cómo Rómulo vislumbró en la segunda mitad del siglo XVIII el
surgimiento de la Nueva Era, así como las predicciones y los descubrimientos
que realizaron él y Boadicea.
Todos prestaban cabal atención, salvo César. La mirada del poderoso
rival de Pompeyo el Grande primero divagó alrededor de la habitación, que
estaba cubierta de paneles de ciprés moteado hasta el techo abovedado, luego
en el sofá y los sillones tapizados en color rojo con dibujos de águilas
doradas, después se posó en un ajedrez de marfil que descansaba sobre una
mesa a un costado de él, y por último fijó la vista en la pintura que colgaba en
una de las paredes, «César subyuga a los helvéticos», de Giovanni Demin.
Sin embargo, en cuanto comenzaron a hablar sobre Sif y Max, su distracción
cesó.
- Creí que el único duploukden-aw prifûno era Rómulo –comentó el
conquistador de la Galia una vez que sus invitados finalizaron la alocución–.
Digamos que… fue muy claro al hacérmelo saber.
Alejandro contestó que así lo creyeron por más de dos milenios y medio,
pero ya no cabía duda, si es que alguno la pudiese haber tenido: la llegada de
Max era prueba fehaciente.
El desprecio por el tal Max era notorio en el rostro de Julio César, y se
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hizo más evidente al manifestar que nada demostraba que el chico fuese en
verdad un duploukden-aw prifûno, salvo lo dicho por Rómulo; si hasta requeriría
ser transformado.
Cicerón replicó y explicó que el creador de su especie había logrado
convertirse sin ayuda alguna porque fue el primero; ese no era el caso del
muchacho. Alejandro añadió que para los miembros de la manada, la voz de
Rómulo tenía más fuerza que cualquier evidencia física.
- Siento pena por el joven –declaró Julio César en un tono teñido de cierta
conmiseración–; de la noche a la mañana han puesto el peso del mundo en
sus hombros.
- No es una carga que deba llevar solo, para eso cuenta con nosotros –
intervino animado Alejandro–. Y sería mucho más ligera si tú te nos unieras.
César rio con sorna e hizo una mueca de desprecio, para después indicar
que consideraba a sus interlocutores un caso perdido. Tan ingenuos como
cuando se habían separado más de un milenio y medio atrás y de mentes tan
débiles como las de un hombre ordinario, inclinado por creer lo que fuera que
su corazón desease.
Por fin su esposa opinó, ironizando acerca de la posibilidad de que César
se subordinase ante un cachorro. Sin sorprender a los presentes, dio la razón a
su cónyuge al remarcar la falta de pruebas sobre el linaje del que no sería sino
un rey bastardo, y apuntó que los argumentos de los otros carecían de lógica.
Acostumbrado a expresarse con libertad, sin importar que con ello
contradijera a alguien de mayor jerarquía que él, el antiguo cihuacoatl la
corrigió al indicar que lo que una persona podría considerar lógico, otra no;
lo más recomendable era usar la razón.
- Demina omnium et regina ratio –manifestó Cicerón, elevando un poco
los brazos con lo que aparentaba rezar.
- ¡No estoy de acuerdo contigo, Tlacaélel! –acotó el antiguo dictador
romano, molesto ante el atrevimiento de su pretor–. Para estos hombres la
razón sólo toma forma cuando surge de la boca de Rómulo. Nada de lo que se
ha dicho me convence para participar en esta guerra.
- ¡Por Zeus, César! Se trata del momento más trascendente de nuestra
historia –remarcó Alejandro con los puños cerrados, no de manera agresiva
sino tratando de revivir en sí el sentimiento de amistad que alguna vez lo
había unido a aquel sujeto, y a la vez buscando externárselo–. Hemos venido
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aquí a invitarte a que vuelvas; las afrentas del pasado quedarán en el olvido.
Rómulo y Boadicea han accedido a que se reincorporen a la manada.
- ¿Rómulo y Boadicea me perdonan? –indagó con sarcasmo el primer
romano que creyó haber conquistado el corazón de Cleopatra–. ¡Por los
Dióscuros, Alejandro, soy yo el ofendido!
- Podemos enfocar los esfuerzos en determinar quién fue el culpable de
las desavenencias, en quién hirió más a quién, en cómo llegamos a una lucha
fratricida, o aprovechar nuestros talentos y virtudes para volver a unirnos
como una verdadera familia –sugirió el grandioso abogado que sin ser
patricio llegó a cónsul romano.
- ¿Y qué les hace creer que deseo volver a su patética manada, Marco
Tulio? A ninguno de ustedes les preocupa lo que pienso o quiero; sólo me
ven como un instrumento del cual hoy se ven necesitados. Pero una vez más
digo: prefiero ser el primer hombre aquí, que el segundo en Roma –el tono
de voz de Julio César había dejado de ser displicente y se cargaba de ira.
El macedonio trató de calmarlo; le invitó a dejar el ego fuera de la
conversación y los razonamientos. La supervivencia de su especie y de
muchas otras dependía de las acciones que se llevaran a cabo en el futuro
próximo. Ninguno de ellos debería mantenerse aislado, tarde o temprano,
César, como el mundo entero, se vería forzado a escoger un bando.
- Son tan ingenuos que no se han dado cuenta de que ya lo hice... hace
más de milenio y medio atrás… y escogí el mío.
Resultaron vanos los intentos por tranquilizar al hombre que antaño se
había hecho del poder absoluto de Roma. Sus ojos parecían arder en llamas.
Aparentemente nada ni nadie lo harían cambiar de opinión. Para él, la
decisión del lobo alfa de designar a un sucesor en ese preciso momento
confirmaba lo que siempre había pensado: Rómulo era un cobarde. No
existiría la posibilidad de la hecatombe que se avecinaba si el primer romano
hubiese puesto orden en el planeta siglos atrás, dominando o incluso
exterminando a aquellos que se le opusiesen. Coincidía con ellos en que el
tiempo de actuar era inminente; no cabía espacio para vacilaciones, y poner al
frente a un muchacho imberbe no sólo era dubitativo sino estúpido. Él tenía
el valor que a Rómulo le faltaba y una inteligencia que el chico no podía
igualar, por lo que reviró y los conminó que fuesen ellos quienes se les
uniesen.
Percatándose de la esterilidad de la entrevista, Cicerón hizo patente la
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desilusión que le embargaba, no por la falta de apoyo de su antiguo
camarada, sino porque era notorio que los vicios y flaquezas en este se habían
propagado por tanto tiempo que habían terminado por secarle el cerebro.
- ¡Es suficiente! No tengo necesidad de escuchar insultos –los colmillos
de César se perfilaban por entre los labios, y apretando con fuerza la copa que
sostenía en la mano derecha la hizo estallar. Mabel trató de limpiar el
desorden; su esposo la retuvo–. Les abrí las puertas de mi casa como muestra
de buena voluntad y en honor a la amistad que algún día nos unió, pero
ustedes se han extralimitado.
El senador se incorporó, hizo una ligera reverencia de cortesía e indicó:
- Vámonos, Alejandro. En honor a esa amistad fue que venimos, no
estamos obligados moralmente a perdernos por ella. No hay nada que hacer
por él.
El cónsul de la Primera Legión se levantó y ambos se dirigieron rumbo a
la salida. En el pórtico Citlalmina les dio alcance y antes de que partieran
anunció:
- Como un escudo que baja, así se va poniendo el Sol. En el mundo está
cayendo la noche, la guerra merodea por todas partes. Entre los seres de la
dualidad nadie teme la muerte en la guerra. Esta es nuestra gloria. ¡Este es
el mandato del Dador de la vida, del Gran Señor que se reinventa a sí
mismo! Tenerlo presente, oh príncipes, no lo olviden. ¿Quién podrá
sitiarnos? ¿Quién podrá conmover los cimientos del cielo? Con nuestras
flechas, con nuestros escudos, está existiendo nuestra especie. ¡Los seres de
la dualidad subsistirán!
Los emisarios partieron de la morada de Julio César desilusionados por la
cerrazón y la evidencia de que viejos rencores seguían vivos en el otrora
hermano. Sólo una leve llama de esperanza encendía sus corazones gracias a
las palabras de la dama náhuatl. Minutos después varios hombres de la
Guardia Pretoriana de los Proscritos saldrían con distintos destinos.
En el camino de regreso, Alejandro vio algo en el cielo que lo hizo
detener el auto. Tanto él como su acompañante descendieron del vehículo
para admirar el majestuoso y a la vez funesto espectáculo que la naturaleza
les ofrecía. Sus escoltas les imitaron.
Por unos segundos la noche se iluminó, no como si fuese de día, pero sí
mucho más que en una noche muy clara; lo que siguió fue una estela de fuego
en el firmamento que poco a poco se difuminaría, adornando el cielo con
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luces multicolores. Algunos dirían que, por un milagro de la naturaleza,
presenciaron una aurora boreal en lugares en los que nunca antes se había
dado; otros atestiguarían horrorizados que vieron la luna cubrirse de rojo, y
los que presenciaron el evento durante el día, jurarían que el Sol hizo
erupción.
- Todo indica que Faetón ha tomado nuevamente el carruaje de Apolo –
comentó Alejandro sin apartar la mirada del cielo.
- Así es, mi amigo, pero temo que en esta ocasión los llantos de Gea no
tendrán respuesta y lejos de ser detenido por un relámpago de Zeus, sabemos
que el inexperto conductor regresará.
El conquistador macedonio volteó a ver a su compañero y lo urgió a que
volviesen cuanto antes a la villa. Los efectos del evento comenzarían a
notarse en breve.
Era la hora cero del Tiempo sin tiempo.
Una era concluía, el preludio para la siguiente comenzaba.
Cicerón estuvo de acuerdo; antes de subirse al auto volteó de nuevo al
firmamento y añadió:
- Todo ha comenzado, los dioses ya han dado el primer paso, quien dé el
siguiente movimiento tomará la iniciativa para los años venideros, los más
obscuros y fríos que hayamos vivido... sólo en eso César tiene razón...
debemos ser nosotros.

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Capítulo XVII. Sif

Max daba vueltas en la cama incapaz de conciliar el sueño; quizá el insomnio


se debía a los efectos del veneno de la mamba negra y del antídoto que la
noche anterior lo llevaron a dormir profundamente, o tal vez por la intensa
plática que sostuvo apenas unas horas antes con Rómulo y Boadicea sobre los
posibles acontecimientos en el preludio de la Nueva Era. Sin embargo,
parecía que había tenido la jornada más tranquila desde su llegada a la villa.
Convencido de que seguiría en vigilia, se levantó, se vistió con pantalones de
mezclilla, playera blanca y sudadera morada con la portada de un álbum del
famoso grupo musical de Liverpool estampada en la espalda, que no se
hubiese atrevido a usar de notar las cuatro firmas que contenía. Decidió pues
dar un paseo con la esperanza de que algo de ejercicio le ayudara a ordenar
las ideas.
A pesar de la profusión de piezas de arte distribuidas por la mansión, la
sensación que provocaba distaba la de ser un museo; cada área contaba con el
número indicado de obras para que fuera acogedora. La selección se esparcía
por todos lados, hasta las escaleras de roble por las que descendía el
muchacho eran destacables; los barandales de hierro forjado formaban un
semicírculo y en medio había una pintura maravillosa: «Venus y Marte», de
Sandro Botticelli.
Max llegó a la planta baja y notó un profundo silencio que le provocó
cierto temor. Salió al patio y se dirigió hacia donde había desayunado con
Aristóteles y Alejandro Magno. Por la mente le cruzó la idea de que los
hombres vampiro habían descubierto el refugio y lo atacaban en ese mismo
momento. Inmerso en pensamientos épicos su vista fue a dar al firmamento
en el que se dibujaban extrañas luces que desgarraban la negrura de la noche,
y la luna parecía lucir la vestimenta de su eterno rival. Max contempló el
fenómeno sólo unos instantes, después se despojó de sus miedos y se
encaminó con rumbo al viñedo. La tétrica penumbra, así como la ausencia de
cualquier sonido, ya no amilanaba a Max, quien notó que sentía una especie
de arraigo por aquel lugar, aun cuando apenas llevara ahí menos de una
semana; pensó que de alguna manera la finca tomaba aires de hogar, quizá
debido a las experiencias vividas y a las personas con las que convivía.
En su recorrido por entre el parral, aspirando cada partícula aromática
suspendida en la noche, encontró un campo de olivos que le tomó varios
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minutos atravesar; al final, desde la cima de una pequeña colina, descubrió un
pequeño lago, y sin pensarlo dos veces se encaminó en esa dirección.
En las cercanías, un frondoso álamo recibía los inusuales rayos lunares,
mezcla de oro, plata y rubí. Bajo la copa le pareció ver a alguien. Al estar a
sólo escasos metros se quedó paralizado. Creía tener una visión; ahí, a los
pies del árbol, sentada sobre una roca se hallaba el ser más hermoso que sus
ojos contemplaran jamás: una mujer de cabellos dorados, a cuya luz
parecerían tenues los rayos del mismo Astro Rey, quien, al sentir que Max se
aproximaba, volteó, al principio tan dubitativa y hasta insegura que ocultó la
mirada. Breve lapso bastó para que, dando un suspiro, saludara al recién
llegado con una sonrisa cargada de dulzura. Sus labios poseían el rojo vivo
semejante a la lava ardiente y enmarcaban unos dientes preciosos, tan blancos
como la nieve inmaculada de una montaña. Rodeándole el cuello caía un
vestido color arena semitransparente, dejando al descubierto unas bellísimas
y largas piernas que hacían que cualquier ser, mortal o divino, desease verse
encadenado a ellas. Los ojos eran de un verde cristalino que emanaban brillo
propio, cuya mirada irradiaba ternura y, a la vez, voluntad inquebrantable. Un
dije en forma de caldero de plata del que salían llamas de oro se ocultaba
como un tesoro en el estrecho paso entre la unión de las dos colinas
celestiales de su torso. Sólo el rostro era suficiente para inspirar a alguien a
componer un millón de poemas y canciones, algo que si no había sucedido,
no tardaría en ocurrir, y su cuerpo, cada movimiento, por mínimo que fuera,
poseía tanta gracia que podrían formar parte de la más cadenciosa y
coordinada danza.
Ante semejante beldad, a Max le abandonaron las fuerzas y se postró de
hinojos, ocasión que la dama aprovechó para acariciarle el rostro. Max nunca
había sentido algo similar a la maravilla de esa caricia. Las miradas de ambos
se cruzaron, y fue entonces cuando vislumbraron en el destino un camino que
los guiaría a amarse eternamente. ¿Amor a primera vista?, sería un
calificativo pobre para describir lo que en realidad ocurrió; una comunión de
espíritus como pocas veces se tenía registro en el mundo. Los ojos hicieron
contacto y sus almas penetraron el cuerpo del otro, reconociéndose
mutuamente como aquella parte que los completaba, al grado de convertirse
en un solo ser.
Ella le dijo, con una voz dulce que dejaba entrever un especial sentido del
humor que ayudó al muchacho a recobrarse:
- ¿Es que acaso permanecerás ahí, Max?
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El atónito joven quiso balbucear unas cuantas palabras; se excusó porque
no tenía la capacidad de esgrimir algo inteligente. No obstante, y sin temor a
equivocarse, le aseguró:
- Eres la mujer más bella que haya habitado este planeta, Sif.
La joven agradeció el cumplido, aunque le pareció algo exagerado. Por la
curiosidad de saber cuál sería la reacción del muchacho, le preguntó cómo era
que la reconoció. Max le comentó que suponía que algo inexplicable en su
interior se lo había indicado. La loba alfa sonrió de nuevo y tomó la frase de
Max como un halago. Lo invitó a sentarse a su lado para platicar, sabía que él
albergaba muchas dudas respecto a ella.
Max se disculpó por las indagaciones que había hecho en torno a Sif, y
solicitó su comprensión por las tantas cosas que deseaba saber; que como no
había tenido la oportunidad de conocerla, le ganó la ansiedad y se dedicó a
preguntarle a cualquiera que él consideraba pudiera arrojar luz sobre la
cuestión. El comentario de Sif fue el primer indicio de que nunca buscaría
avergonzarlo, ni siquiera a solas, mucho menos pretendería colocarse en una
situación ventajosa frente a él. Aseguró que en ese caso, ella también debía
excusarse porque, al igual que Max, había hecho averiguaciones sobre él, y
más desde que fue conducido a la villa. Al reconocerlo, las mejillas de la
joven se tiñeron de rubor.
- ¿Es cierto eso? –dijo Max entusiasmado.
- Claro, ¿acaso crees que posees el monopolio de las interrogantes? –
señaló la suma sacerdotisa del templo de Meg Vhestaz con un atisbo de broma.
Max negó con timidez. Señaló que le daba gusto saber que a alguien le
interesara, en especial a ella. Sif lo corrigió indicándole que no era la única
que se sentía atraída; para los demás involucrados él era de suma
importancia. Pocos sabían de él antes de su llegada, y todavía muchos lo
ignoraban en esos días; era un secreto celoso que estaba reservado a un grupo
reducido.
Max le hizo ver que había infinidad de cosas sobre las cuales necesitaban
conversar. La vhestaz-un aceptó con un guiño e indagó de los temas que quería
abordar.
- Bueno... Rómulo y Boadicea me han dicho que en los astros está escrito
que tú y yo nacimos el uno para el otro. He de confesar que es algo que me
cuesta muchísimo comprender; sin embargo… –bajó el tono con timidez.
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- ¡Shhh! No es necesario que trates de explicar; no busques el amor en la
cabeza, tampoco en el corazón; está en todo tu ser. Además, a mí me ha
sucedido lo mismo –aclaró Sif al tiempo que sellaba los labios de Max con su
mano izquierda. Tras una pequeña pausa añadió–: Madre me comentó que te
interesa conocer sobre mis orígenes, quizás escuchar mi historia te ayudaría a
comprender.
Max asintió, cerciorándose que la joven se refería a Boadicea con el
término de madre.
Con pausas armoniosas Sif le relató que había nacido en las últimas
primaveras del siglo XIX, en un pequeño poblado de la región de Siberia. No
recordaba mucho acerca de su infancia ni qué había ocurrido con sus padres,
salvo que eran una familia humilde, que ellos la amaban y ella les profesaba
profundo cariño. Cuando tenía ocho años llegaron a la aldea un grupo de
forasteros. A la mañana siguiente, la pequeña Sif salió de casa a atender un
encargo, ocasión que, animada por la curiosidad, utilizó para acercarse al
único hostal del pueblo y ver si corría con fortuna y veía a los extranjeros;
deseaba observar cómo vestían, así como escuchar la lengua que hablaban.
Nunca le había tocado tratar con visitantes de ese tipo.
Husmeando en la entrada del hotel, sintió que una mano se posaba en su
hombro; el susto le provocó que tirara las viandas que cargaba. Al voltear,
vio que una dama se agachaba para ayudarla a recoger las cosas. Se trataba de
una mujer bellísima y supuso debía ser una reina de algún país lejano, y
desde ese preciso segundo la admiró.
Aquella señora le pidió que no se inquietara; le preguntó su nombre,
aunque ahora le resultara obvio que ya lo sabía y que lo que no quería era
alarmarla si la llamaba como si la conociera. Sif, niña al fin, le preguntó si era
una soberana. La distinguida mujer contestó que lo había sido mucho tiempo
atrás; le dijo, además, que ella también lo sería, y la más grande de todas. Sif
le contó a Max que tonta e ingenuamente se echó a reír; no creyó que lo que
escuchaba fuera posible porque ella era pobre y no tenía sangre real. La
enigmática señora sin enojarse por la reacción de la pequeña, le contestó que
su sangre era más real que la de los zares.
Sif reconoció que no le había creído ni una palabra, pero también que se
sintió fascinada por el episodio. La niña le dijo entonces a la dama que debía
regresar a casa, pero que deseaba verla otra vez. La que fuera reina de los
icenos le aseguró que esa misma tarde iría a visitarla. Sif se fue de lo más
feliz de regreso a su humilde morada.
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Max desconocía si era la cadencia de voz de la joven, o los sentimientos
que ella le inspiraba y que comenzaban a convertirse en algo mágico, o el
aroma de las flores que formaban una alfombra a sus pies; lo cierto es que se
sentía envuelto por el relato. En realidad no importaba la razón por la que
logró transportarse en su mente al hogar de Sif, lo que era verdad es que se
imaginaba con lujo de detalle la casa, el hostal, el pueblo entero y a ella
misma de niña, quien de seguro había sido un ángel al que los habitantes de
la aldea querían.
La siberiana prosiguió; sus progenitores nunca creyeron que aquella
forastera fuera a verla debido a lo humilde de su condición. Grande fue la
sorpresa cuando al poco rato llegaron varios personajes; no sólo iba la dama,
le acompañaban cuatro personas más, tres de los cuales aguardaron afuera a
pesar de la fuerte nevada, así como de la insistencia de los anfitriones de que
se guarnecieran del intenso frío. Sólo la mujer y un hombre aceptaron la
invitación. Se trataba de los individuos más distinguidos que la pequeña
había visto en la vida. El varón tendría unos cincuenta y tantos años, era
elegante y seguro de sí mismo. Sif no necesitó aclarar la impresión que le
produjo, de seguro le causó una sensación similar a Max, quien señaló que
entendía de lo que hablaba: el magnetismo de Rómulo y Boadicea era difícil
de explicar, al menos para alguien que no los hubiese conocido. La joven
asintió y conjeturó que esa seducción también la sintieron sus padres.
Rómulo les comunicó a la pareja de aldeanos que él y su esposa eran
poseedores del linaje más noble y antiguo del mundo, además de ser muy
ricos, pero a pesar del poder que concentraban no habían tenido la bendición
de concebir un hijo. El encuentro que por la mañana había tenido Boadicea
con la niña les despertó el deseo de adoptarla. Al principio los padres de Sif
se negaron rotundamente; era su hija y de nadie más. Sif había sido mandada
a la habitación; sin embargo se quedó cerca y oculta para escuchar la
conversación.
La joven sacerdotisa comentó a un Max cada vez más atento, que al oír
que los extranjeros querían adoptarla sintió una mezcla de emociones; por un
lado, la extraña fascinación que ellos le despertaban, en particular, la dama.
Pensó en lo fabuloso que sería conocer otros países, a personas importantes,
quizás a reyes y a príncipes; tener la posibilidad de asistir a una escuela, en
lugar de ayudar en las labores del hogar. Por otra parte, no quería separarse
de sus padres, los quería mucho y no concebía alejarse de ellos.
- Eras muy pequeña –interrumpió Max tratando de comprender el sentir si
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él se hubiese visto en una situación similar.
- Bueno, comparada con los demás duploukden-awi, era grande. En aquella
época llegaban a ellos cuando tenían meses de nacidos; hoy en día, a las
semanas. Creo que es lo mejor porque así no recuerdan nada de existencias
anteriores. No hay nada que extrañar –expresó la sacerdotisa en un tono que
dejaba entrever un dejo de tristeza.
- Veo que aún te duele la separación –indicó Max con solidaridad.
- Me provoca melancolía, pero añorar el pasado es correr tras el viento –
repuso Sif sin poder contener una lágrima, secada de inmediato por la mano
del joven, cuyo gesto logró que la muchacha cambiara su semblante y
sonriera de nuevo–. No me malinterpretes. Amo mi vida; la que Rómulo y
Boadicea me han brindado. Soy feliz con lo que he hecho a lo largo de ella, y
ser partícipe de una empresa tan importante como la que hemos de llevar a
cabo, así como estar aquí, contigo.
Sif sabía de las dudas que habitaban en el corazón del potencial lobo alfa,
por lo que utilizó una de las últimas frases para aminorar la carga del joven.
- Mi deseo no es conquistar el mundo sino liberarlo de la opresión en la
que se encuentra. Darle a este planeta la primera oportunidad, desde la
aparición del ser humano, de existir tranquilamente; de volver a cohabitar en
armonía con la naturaleza y que cada ser alcance sus sueños –señaló la
siberiana con plena sinceridad.
Complacido y a la vez alentado, Max sostuvo que una visión como esa lo
animaba más aún a emprender la tarea encomendada; una empresa que ambos
enfrentarían, porque ella era tan duploukden-aw prifûno como él. Max habría de
estar a su lado en cada momento y ella al suyo; ambos triunfarían o
fracasarían, pero juntos.
Sif notó cómo sus palabras se adentraban en la mente del joven, quien de
manera gradual comenzaba a aceptar el papel de duploukden-aw prifûno y, por
ende, de sucesor de Rómulo. Ella eligió callar sus pensamientos; mejor tomó
el rostro de Max con su diestra y lo besó en la mejilla. Él sintió que el pecho
le estallaba, pasó los dedos entre los cabellos lacios de la joven, luego la
tomó de la mano para no soltarla más durante el resto de la conversación. El
silencio los cobijó por varios minutos, tras los cuales Max le pidió que le
contara cómo habían convencido a sus padres.
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La vestal señaló que dudaba que hubiese ser humano capaz de resistirse a
las artes seductoras de Rómulo; su padre no había sido la excepción. El
primer duploukden-aw les dijo que a su lado la niña tendría una vida que ellos no
podían siquiera soñar, que sería educada por las mentes más brillantes del
planeta y que algún día se casaría con un hombre que llegaría a ser más
poderoso que el Zar de Rusia y ese hombre la amaría con una gran devoción.
El muchacho atendía con atención cada frase, a la vez que guardaba en su
mente las líneas de la perfecta figura de Sif. Embelesado ante ella y halagado
por la parte final del relato, se sintió compelido a anunciar:
- Si he de convertirme en un gran guerrero para ganar tu corazón, con la
guía de Marte así será –le prometió con pasión y dulzura.
La bella joven sonrió por el cumplido recibido. Le dijo a Max que ya
hablaba como uno de ellos, y aunque le alegraba que comenzara a asumir el
papel que le tocaba jugar, no requería transformarse en nada ni realizar
conquista alguna para ganar su corazón, ni necesitaba corresponderle: cuando
en verdad se ama, no se busca cambiar a la otra persona en un modelo
preconcebido, más aún, no se exige al otro nada, ni siquiera la felicidad, cada
uno es responsable de la propia.
- Pero, entonces, ¿ya me amas? –indagó incrédulo el futuro lobo alfa.
- Max, me crie escuchando historias sobre ti. Marco Tulio me decía que
serías un hombre recto y justo; Marco Aurelio que serías piadoso y a la vez
implacable; Alejandro que anhelaba el día en que pudiese pelear a tu lado y
derramar su sangre por ti. Cada noche Padre me auguraba que serías un líder
admirable pero humilde; y Madre que serías un caballero que se entregaría
con extrema pasión en cualquier tarea que realizase, siendo una de las más
importantes, amarme. ¡Max, llevo más de un siglo soñando y fantaseando
contigo! ¡Te amo desde mucho antes que nacieras…!
- No es a mí, sino la idea que te has hecho de mí; amas la imagen que te
han construido de mí –interrumpió el muchacho con desaliento.
- ¡No, Max! Como te había comentado, yo también he preguntado mucho
sobre ti desde tu llegada; todas las conversaciones que has sostenido me han
sido transmitidas. Comprobé con ellas lo que se me había presagiado. Por si
eso no bastara, en cuanto apareciste bajo la sombra de este álamo y volteé a
verte, navegué en tus ojos, y me sentí poseída por tu alma y pude sostener
entre mis manos tu corazón, el mismo que me dijo que eras tú. Comprendí
que lo que se me había dicho sobre ti fue limitado por la pobreza de las
palabras –concluyó casi en un susurro.
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El muchacho se avergonzó por su comentario; bajó la cabeza sin dejar de
mirar a Sif y le suplicó que perdonara su incredulidad, y más que nada poner
en entredicho una afirmación suya.
La princesa rusa se acercó a Max y le besó con ternura el cabello. Luego,
alzó el acongojado rostro del joven y le dijo:
- No tengo nada que perdonarte. Sé que jamás me ofenderás porque nunca
dirás o harás algo que me irrite. Siempre creeré en ti y no pensaré que buscas
hacerme un mal. Agaka'megi-tei –susurró.
Sif unió sus labios con los de Max en profundo y cálido beso, que los
transportó en un viaje en el que vislumbraron la dualidad, que es a la vez la
unidad del universo, asumiendo que cada partícula del cosmos era parte de
ellos mismos y que juntos y complementados eran una manifestación perfecta
de la creación en su mismidad.
Sin saber cuánto había durado el mágico contacto, que simplemente
provocó que ambos perdieran la noción del tiempo, al sentir que se separaban
el heredero de Rómulo no pudo evitar que una gota se desprendiera de sus
ojos. Al abrirlos notó que en el rostro de ella también rodaba una. Ambos
secaron la lágrima del otro, y se estrecharon entre los brazos de manera tal
que sus almas terminaron de fusionarse. Permanecieron callados, y el eco de
su reposo envolvió el entorno.
Sif entonces se dispuso a hablar:
- Sería conveniente regresar a la villa, debes prepararte para el ritual de
iniciación y yo para celebrar la que probablemente será mi última ceremonia
como suma sacerdotisa de Meg Vhestaz, aunque no deseo dejar este lugar.
Max la invitó a recostarse juntos por un momento. Una vez ahí, quiso
saber cuál era la razón por la que dejaría de ser una vhestaz-un. Sif apoyó la
cabeza en el pecho de su pareja y contemplando el mortífero pero fascinante
fenómeno que continuaba en el cielo le respondió que la razón era que
esperaba que en el futuro él la tomara como su compañera.
Un gran suspiro inundó los pulmones del muchacho, arropó a la bella
siberiana con fuerza y delicadeza. A veces volteaba hacia el firmamento, la
mayoría del tiempo prefería contemplar a la mujer que yacía a su lado.
Aquel intenso momento de comunión entre los jóvenes motivaría, con
posterioridad, la escritura de un poema en el que Max vertería toda la

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esperanza que significaba el reconocimiento de la mujer amada, de la
inmensamente anhelada.

I’m still trying to write that love song…


…It’s more important to me now… you are
not gone
Imágenes hermosas aparecen,
algunas con explicación,
las más como transgresión a nuestro
entendimiento
o mejor aún, prefiriendo que se mantengan
fuera de su alcance.
Así aparecen aquellas para aquellos que
soñamos
como apareciste tú.
Nunca diría que de la nada,
más bien, como manifestación de todo,
porque tú misma hoy eres
lo que ocasiones creí ver materializado
e incluso convencerme de no llegar a ser
Eneas para Dido,
aunque eso no importa ya,
puesto que así, siendo manifestación del
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Todo, eres fascinante;
no como sueño de realidad,
o intención oculta tras mujer
que, como canto de sirena, falsamente guiara
al navegante.
Habrá quien crea que soy un iluso que ha
olvidado el sueño de las facultades irreales.
¿Pero quien sino aquel que distinga con el
corazón la palabra verdadera será capaz de
distinguir lo que desearía hablaras de lo que
escucho?
¿Y el hombre en su error de amarse en otra
completa su fantasía
para amar lo que sus simples sentidos le
muestran, y convertir a ese ser en algo
simplemente no tan hermoso?
Entonces sí podría ser llamado loco,
pero no mas
al estar por primera embelesado de esas
cuestiones que luchan con lo irreal sobre ti.
Entonces se trata de acallar todo susurro de la
mente para saber que es lo que tienes que

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decir,
se lo que eres y has sido,
de esta nueva tu realidad y mía.
De ese mundo que a fuerza de manos…
nosotros que habremos de construirnos con el
día, con ese susurro gradual que no percibe la
mente sino que se aguarda en la sed del
corazón.

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Capítulo XVIII. Fugazi

Pasaba del mediodía y Max y Sif no habían regresado al chatteau. En uno de


los cuartos de la finca, una enorme pantalla colocada sobre un mueble de
roble que guardaba la videoteca de la casa, transmitía las noticias. Enfrente,
en un sofá tapizado de tela rayada, estaban sentados Boadicea y Rómulo.
Enmarcado en la pared, atrás de ellos, «El Rapto de las Sabinas», de Jacques-
Louis David.
El gran lobo tenía puestos los ojos en el televisor; en realidad no ponía
atención. Notando el ensimismamiento de Rómulo, su esposa le acarició la
pierna y le preguntó:
- ¿Hay acaso alguna carga que debas soportar sobre la cual me esté
vedado ayudar a mi compañero?
Él volteó a verla, hizo una mueca que aparentaba una discreta sonrisa y
respondió:
- Si así fuera ya hubiese sucumbido bajo su peso.
El primer romano tomó la mano de Boadicea que descansaba sobre su
muslo y por unos segundos aparentó que no iba a decir nada más; pero la
conocía a la perfección y sabía que esa contestación no sería suficiente para
calmarla, por lo que, con la sinceridad que sólo tenía para con ella, reconoció:
- Tengo miedo. No de los actos de los dioses, conocemos sus designios y
sabemos que no conllevan a un fin absoluto…
- … Sí al fin de esta era –atajó la reina celta, quien con su mirada buscaba
hurgar en el alma de su amado.
- Así es –continuó él con voz apagada–, y posiblemente al nuestro. Sabes
bien que no temo a la muerte como tal, y aun cuando me gustaría ver
edificado el imperio por el que luchamos, me siento complacido por lo que
hemos logrado y guardo la tranquilidad de haber realizado mi misión de la
mejor forma posible, en especial ahora que tenemos dos herederos que
continúen el trabajo, dos hijos a los cuales transmitir nuestro linaje.
No tuvo que salir palabra alguna de la boca de Boadicea para que él
entendiera que seguía sin externarle la razón de su temor, por lo que
prosiguió:
- Desconocemos cuánto ha de durar la vida natural de un duploukden-aw, lo
cierto es que soy mayor que tú y lo más probable es que muera antes…

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La dama bretona trató de interrumpirlo. Él no lo permitió.
- Sé que si existe alguien capaz de subsistir por sí misma eres tú, y
llámame anticuado o necio, me cuesta trabajo hacerme a la idea de ser yo
quien se anticipe en el viaje y te deje en un mundo en el que ya no te
acompañaré.
Boadicea se acercó, lo besó con pasión y ternura y después manifestó:
- Un ser que sólo puede ser superado en edad por los bosques, las
montañas y los mares de seguro es algo anticuado, sin embargo creo que sus
miedos no son producto de ello, sino del inmenso amor que me ha profesado
por milenios.
La llegada de los jóvenes, a los que esperaban desde hacía rato, los
distrajo. Al verlos aparecer sonrieron complacidos, más que nada por el
sentimiento que habitaba en ellos, que lo transpiraban, y que hasta les había
cambiado los rostros. Los invitaron a sentarse y les indicaron que atendieran
el noticiero en el que el locutor daba la nota haciendo un verdadero esfuerzo
por aparentar tranquilidad:
«Las distintas llamaradas lanzadas anoche por el Sol
aceleraron en décadas, quizá siglos, el calentamiento global.
Expertos aseguran que el hoyo en la capa de ozono, el
incremento de las zonas áridas en la Tierra que son producto de
la deforestación, el uso indiscriminado de gases contaminantes
como el bióxido de carbono y demás gases invernadero, así
como otras acciones -algunas del hombre y otras naturales-,
dieron como resultado que las defensas del planeta fueran
prácticamente inexistentes. Urgimos a toda la población a
permanecer en sus hogares, existen riesgos de sufrir daños
severos en el cuerpo por la radiación».
El sonido de la trasmisión se entrecortaba, las imágenes llegaban difusas.
Los cuatro no perdían detalle.
«El alza en la temperatura provocó un primer
resquebrajamiento en la banquisa ártica a las 1:08. Recuerden
que todas las horas que demos serán de acuerdo al meridiano de
Greenwich. El témpano de hielo, si así podemos llamarlo, era de
una dimensión del doble del territorio de la Isla de Man, pero se
ha derretido a una velocidad inverosímil, al grado de que ahora
tiene un tamaño equivalente al de la isla de Manhattan. La masa
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helada abandonó el Ártico por el estrecho de Fram. El nivel del
agua en los mares del Norte y Noruego subieron a niveles
descomunales, lo que ocasionó que se formaran olas de más de
veinte metros de altura, las cuales en su momento se vieron
como algo desastroso. No obstante, ahora parecen inofensivas
en comparación con el tsunami de cincuenta metros, provocado
por movimientos telúricos oceánicos, que golpeó Groenlandia a
las 9:12 e Islandia a las 10:06, convirtiendo a esta última, al
parecer, en un archipiélago. Ambas naciones claman por la
ayuda internacional, pero no parece haber país en el planeta
capaz de hacerlo. Cunde la alarma por la marejada, también de
cincuenta metros, que se dirige hacia la costa inglesa».
Sin ser capaz de contener el asombro, el locutor agregó:
«A las 2:11, un segundo bloque se desprendió de la banquisa
ártica. Contra cualquier pronóstico, el iceberg salió por el
estrecho de Bering, provocando un nuevo maremoto, rumbo al
Pacífico Norte y, al igual que el primero, comenzó a derretirse
tan pronto se separó de la masa polar. El tsunami que se ha
formado ocasionará mayor daño en Asia, aunque se duda que
salga bien librado el territorio costero del Pacífico. De acuerdo
con la velocidad que registra, se espera alcance las playas de
Japón alrededor de las 16:00 horas».
- Llegará a las 16:03 –precisó Rómulo.
Max volteó a verlo, por un instante se preguntó cómo lo sabía; no se
molestó en cuestionarlo, segundos después él mismo se contestaría.
El comentarista, cada vez más conmocionado continuaba informando:
«Aun cuando la mayor fuerza destructiva de este tsunami
golpeará en el continente asiático, movimientos telúricos
afectaron la Falla de San Andrés, lo que provocó un terremoto
de grado 9.1 en la escala de Richter en la zona de California. El
sismo se produjo a las 11:13; al menos la mitad del estado y
otros territorios colindantes, tanto norteamericanos como
mexicanos, se encuentran bajo escombros; los daños materiales
son incalculables y las autoridades se niegan a dar un estimado
de posibles víctimas. Sin embargo, debido a las proporciones de
la catástrofe, no pueden ser menos de... ¡cientos de miles! Los
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Ángeles, San Francisco, Santa Bárbara y otras ciudades están en
ruinas. En territorio mexicano, la península de Baja California
ha sido la más perjudicada. Lo peor es que el terremoto
desencadenó otro en el interior del océano y un nuevo maremoto
que, según las predicciones, golpeará la costa oeste de Estados
Unidos, la Columbia Británica en Canadá y la península de Baja
California. Se estima que este tsunami llegue a las 14:15 horas».
Sin contener más sus emociones frente a lo que sucedía, el locutor
prosiguió ya sin ocultar su estupor:
«Le ofrecemos una disculpa a nuestro auditorio por las
distorsiones que presentan las imágenes, las ráfagas solares
perjudicaron varios satélites. De hecho, es un milagro lograr la
transmisión. No sabemos qué castigo estamos recibiendo los
humanos, ¡qué error tan grave cometimos para merecer esto!»
- ¡Qué ceguera, qué negación de la realidad! –exclamó Alejandro, quien
en compañía de Aristóteles se apostaban en la puerta. Max no los vio llegar
debido a que ambos permanecieron parados en la entrada y a que él mismo se
hallaba absorto en las noticias; lo único que hacía de vez en cuando era
apretar con fuerza la mano de Sif, que no había soltado ni por un momento–
¡Se han dedicado por siglos a consumir los recursos de la Tierra de manera
indiscriminada! ¡Llevan siglos lacerando al planeta sin mayor freno que su
propia codicia!
- Reiteradamente el hombre ha demostrado que sólo es capaz de aprender
a través de la miseria y el dolor –comentó Aristóteles–. Esta es su última
lección. ¡Espero la comprendan!
Max giró la cabeza para observar al general macedonio y a su maestro,
luego volteó hacia Sif, cuya mirada reflejaba comprensión y aprobación al
comentario anterior. Ella le acarició el rostro, pero las noticias volvieron a
capturar el interés del joven.
«El tsunami que se dirige a Inglaterra está a sólo unos
minutos de alcanzar la costa. Antes veamos las imágenes que
nos han llegado de los Países Bajos donde, al igual que en el
norte de Francia, Alemania y la península Escandinava, las
marejadas azotan sin clemencia, sepultando cuanto encuentran a
su paso. Poblaciones enteras han sido devoradas por el mar,
llevándose consigo miles de vidas. La celeridad de los eventos
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impidió que se realizara una evacuación adecuada de las
ciudades y en las provincias la situación no es diferente.
Ganados y cultivos se han perdido por completo; tomará
décadas recuperarse de un cataclismo como este».
Las informaciones se sucedían de forma alarmante y, a ratos, llegaban de
manera simultánea.
«Todo indica que los países que se encuentran en el
hemisferio sur no serán afectados por tsunamis; sin embargo, lo
más probable es que en breve el resto de las naciones del orbe
comiencen a sufrir inundaciones y otros fenómenos ocasionados
por los cambios climáticos, al menos aquellas que tengan límites
marítimos. Asimismo, el aumento de la temperatura ha afectado
a muchas naciones; desconocemos los alcances que tiene pero
Australia fue la primera víctima: el calor extremo propició que,
en conjunto con lo que pudo ser un accidente o la actividad de
un pirómano, se iniciara un incendio de proporciones nunca
antes vistas en las cercanías de Sydney. Varias líneas de fuego
colisionaron entre sí y formaron una tormenta, que no tarda en
azotar la metrópoli más poblada y antigua de la gran tierra del
sur. Se espera que el siniestro llegue a la ciudad a las 13:13. En
el continente africano se han producido varios incendios que
desembocarían en algo similar a lo que sucede en Australia:
Namibia, Botswana, Zimbabwe, Mozambique, Zambia y
Angola son presas de tremendas llamaradas».
Y los desastres continuaban...
«Regresamos a Inglaterra donde la inmensa ola ha penetrado
territorio británico, utilizando el cauce del Támesis como vía de
acceso. Está por llegar; nadie tiene esperanzas de que la barrera
detenga al coloso de agua que ya sobrepasa la construcción
otrora edificada para evitar que Londres se inundara… ¡El
tamaño de la ola es impresionante! Sólo gracias a la pericia del
piloto del helicóptero y demás miembros de nuestro equipo es
que ahora les mostramos la situación en vivo, justo cuando
acontece. ¡Lo que temíamos! ¡El tsunami ha ignorado el
obstáculo, como si no estuviera...! Es sólo cuestión de minutos
para que la capital inglesa se encuentre bajo las aguas».
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Las imágenes se interrumpieron, se escuchaba nada más la distorsionada
y estupefacta voz del locutor. Al establecer un enlace de último minuto con
fuentes provenientes de todas partes del mundo, el comentarista del noticiero
continuó no sin sorpresa:
«Disculpen, en breve regresaremos con la marejada en
Londres; tenemos un cable de último momento. Como les
habíamos informado, una vez que el gobierno japonés supo la
dirección y las dimensiones del tsunami que se dirige hacia su
territorio, solicitó la ayuda de la contraparte china para evacuar
a tantos habitantes de la isla como les fuera posible. Hace una
hora el gobierno de Beijing respondió que, debido a la fuerza y
longitud de la ola, China también se verá afectada, por lo que no
le brindará auxilio a Japón en tanto no ponga a salvaguarda a
sus ciudadanos y evalué los daños causados por el siniestro.
Japón, de acuerdo a la opinión de nuestros expertos en materia
política y económica, utilizó como pretexto la falta de
solidaridad del gobierno chino y vio una ventana de oportunidad
para hacerse de las codiciadas minas de uranio recién
descubiertas en el nordeste de China, contestó que se ve
obligado a declararle la guerra y a tomar por la fuerza lo que
antes solicitó por la vía diplomática. Corea del Sur y Filipinas se
unen a Japón, mientras que Corea del Norte ha decidido por
China, argumentando viejas alianzas».
- ¿Esta guerra también la habías previsto? –preguntó Max dirigiéndose al
hombre que consideraba más sabio en la historia del mundo.
Rómulo afirmó, y añadió:
- Sólo es el principio, en las próximas horas más países se sumarán a uno
y otro bando; esta lucha será pequeña comparada con la que se dará más
adelante y de la cual nosotros seremos protagonistas.
Las imágenes regresaron y las noticias confirmaban lo que aquel
extraordinario ser ya sabía que ocurriría.
«Son las 13:10 y el tsunami parece cubrir Londres. Lo que
atestiguamos es en verdad perturbador, por lo que aconsejamos
que no permitan a los niños verlo. La ola, lejos de haber
disminuido de tamaño durante el trayecto por el Támesis, creció
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cinco metros más y conforme avanza se unen a ella toneladas de
escombros. ¡Ustedes pueden apreciar cómo la fuerza del agua
arrastra consigo carros, árboles, casas y hasta algunos edificios!
La gente, que por alguna u otra razón se hallaba en las zonas
aledañas al río, corre despavorida sin oportunidad. ¡La
desesperación es evidente en los rostros, quizá porque se saben
desamparados! La policía, la marina, el ejército y las demás
agencias del gobierno se han visto superadas por este cataclismo
de proporciones épicas. ¡Es sólo cuestión de tiempo para que el
asesino líquido alcance el centro financiero londinense!»
La transmisión se cortó; ni imagen ni sonido salían de la pantalla.
Una lágrima rodó por el rostro de Boadicea, su esposo buscó consolarla.
- Sabes bien que habrá zonas de Bretaña que no serán tocadas por el mar
y que una vez que las aguas desciendan una buena parte de la isla resurgirá.
- Eso no lo hace menos doloroso... –respondió la druidesa con hondo
pesar.
Percatándose de que su primer intento había fallado, Rómulo abrazó con
fuerza a su querida y leal compañera de vida.
La tragedia continuaba dejando atónitos a quienes la reportaban.
«¡Las aguas se encuentran en el corazón mismo de la capital
inglesa!… ¡Dudamos que algo pueda resistírsele!… ¡Los
edificios simbólicos esperan inmóviles el momento de la
destrucción!… ¡Vean cómo la ola golpea la Torre de Londres y
la Shard London Bridge!… ¡Ambas torres han caído y, de
seguro otras construcciones históricas y modernas se les unirán!
¡No sólo en Inglaterra sino en el mundo entero! … Todo está
perdido.»
La transmisión cesó por completo.
- ¡Dios mío! –exclamó Max por demás acongojado– Rómulo, ¿no podrías
haber evitado semejante desgracia? Es decir, hace cien o doscientos años, si
hubieses advertido a los hombres de tal catástrofe, quizás se lograba prevenir.
- ¿Y qué te hace pensar que me escucharían? –respondió, en tanto
apagaba el televisor tras una búsqueda infructuosa de algún canal que
continuara al aire–; durante décadas muchos científicos pronosticaron este
día; no lo esperaban tan pronto. Ese ha sido el problema del hombre, siempre
creyó que podía postergar el cuidado del medio ambiente y continuar la
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explotación entre tanto. Es algo similar a lo que hacen con sus vidas, dicen
estar conscientes de la mortalidad, pero actúan como si se tratara de un
evento del que están seguros ocurrirá en un futuro lejano.
- Entonces, por qué no los obligaste. ¡Tienes la fuerza suficiente! Hubiese
sido preferible. ¿De qué sirve el poder si no se usa para beneficio de los
demás? –asentó el joven levantándose, abrumado por las noticias.
- ¿Y convertir a los humanos en esclavos o en una especie de robots que
siguieran órdenes? Me parece un precio igualmente alto. ¿No lo crees, Max?
–inquirió Aristóteles, quien comprendía el sobresalto del muchacho, tanto
como que necesitaba recobrarse.
- Los hombres nunca hubieran aceptado vivir bajo nuestro yugo, aun
cuando fuera en su beneficio –sentenció Alejandro, quien buscaba también
hacer entrar en razón al heredero–. Eso sin contar lo que los lamwadeni hubieran
hecho.
- No hablo de sometimiento sino de guía. ¿Se puede llamar tirano a un
padre que educa a los hijos y que, en tanto maduran, los mantiene alejados
del peligro?
Si bien sólo la siberiana fue incapaz de impedir que una sonrisa se le
dibujase en el rostro, el sentimiento fue general.
- Para ello es necesario que reconozcan la autoridad, el momento
adecuado no había llegado –añadió Sif quien retomaba la mano de su
compañero–. Los seres humanos tienen que transitar con libertad hacia un
estadio de mayor armonía, no deben ser obligados.
- ¡Tienen razón! Es sólo que desearía que no se dieran así los hechos –
reconoció Max bajando la mirada y pasándose la mano libre por el cabello.
- Por difícil que parezca, esta se convirtió en la única opción de salvación
–manifestó la reina bretona con un triste suspiro, comprendiendo el dolor del
joven–. La dureza del golpe es proporcional al nivel del cretinismo.
Reponiéndose un poco, Max indagó si ahí se encontraban a salvo.
- Si te refieres a los desastres naturales, Roma, al igual que la mayoría del
mundo, sufrirá –aseguró el edificador de la ciudad–. Sin embargo, hay
suficiente tiempo antes de que las inundaciones y plagas arriben, pero ni
siquiera las siguientes catástrofes acabarán con ella, no por nada se le conoce
como la Ciudad Eterna. De cualquier forma debes recordar que los que en
realidad te pueden hacer daño son los lamwadeni, y no estarás a salvo en tanto

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no pase el ritual de iniciación.
Max le hizo ver que lo notaba muy tranquilo a pesar de saber por las
penurias que pasaría su patria y que, entre otras cosas, era probable que
desapareciese la hermosa villa.
- Ya te hemos dicho que el Imperio Perfecto no conocerá fronteras; cada
uno lleva la patria en el corazón y nuestro hogar está en donde se encuentran
los hermanos –aseveró Aristóteles adelantándose a la contestación del líder–.
Además, la verdadera felicidad la dan la sabiduría y la virtud, no los bienes
externos. No te preocupes por pequeños detalles.
Las dudas de Max casi habían desaparecido, sólo que continuaba
sintiéndose indigno de tan gran honor. Sin embargo, el apoyo manifiesto de
las personas que había conocido en ese lugar, a quienes ya consideraba sus
amigos, el amor de la mujer que lo acompañaba, a la que le solicitaba
estuviera a su lado, así como el profundo dolor que le causó presenciar las
catástrofes que azotaban a la Tierra, el cual no podía ser estéril y menos aun
por su inactividad, lo llevó a anunciar que había decidido aceptar su papel
como duploukden-aw prifûno.
Boadicea y Rómulo se levantaron del sofá. La primera tomó el rostro del
muchacho entre sus manos y, antes de besarlo en ambas mejillas, le dijo:
- Fiom, para todos el futuro es incierto; lo es menos para nosotros, ya lo
entenderás. No te inquietes por lo que pueda ocurrir, la preocupación no
libera al mañana de su pena, deja desprovisto al hoy de su alegría y aun en
las horas obscuras que vivimos debes ser capaz de encontrar la felicidad.
Después Rómulo lo abrazó y le manifestó:
- Como los amigos, el valor no sólo se manifiesta en el campo de batalla.
Hoy has demostrado el coraje para tomar las riendas del destino, y no hablo
del planeta sino del tuyo. Has dejado de ser mero escucha para convertirte en
protagonista. ¡Me siento orgulloso de ti, fiom!
- Será un honor para mí seguirte y estoy convencido de que te convertirás
en el guía que esperamos, digno hijo de tus padres, porque para un hombre
de carácter no existen límites para sus esfuerzos, salvo que estos lo
conduzcan a grandes conquistas –comentó Alejandro, mientras estrechaba la
mano de su nuevo líder– ¡En cada batalla que luches, en cada montaña que

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escales, en cada momento difícil que se te presente, sólo tendrás que mirar
atrás de ti para corroborar que estoy contigo, dispuesto a dar la vida por ti, mi
hermano!
Aristóteles colocó una mano sobre el hombro de su más añejo pupilo y la
otra sobre el nuevo, luego les señaló:
- Me alegra lo que acabas de decir, Alejandro, porque Max, al igual que
su padre, antes que de un general, requiere de un verdadero compañero.
Sif lo abrazó y besó, mientras Boadicea les indicaba que se fueran a
cambiar con las ropas adecuadas para la ceremonia del próximo iniciado.
Al abandonar la sala, Max vio una buena cantidad de personas
empacando con extremo cuidado los cuadros, las esculturas y objetos que
adornaban la mansión; se dirigió a Rómulo y le comentó:
- Creí que las posesiones materiales no eran importantes, ¿por
qué preocuparse de resguardarlas?
- No son para mí. Espero que, una vez finalizada la guerra e instaurado el
Impero Perfecto, tú y Sif decidan construir algunos museos a lo largo del
orbe, por tal motivo hemos convenido preservar los originales como un
legado para la nueva civilización.
- ¿Estas obras de arte son originales? –preguntó Max atónito– Creí que
estaban en diversos museos y colecciones privadas.
Rómulo sonrió y le recordó a Max que se apresurara a subir para estar
listo. Lo aguardarían en el almacén cercano al viñedo.

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Capítulo XIX. El Muelle Beverello

En la ciudad de Nápoles se encontraba la sede del Mando Militar Regional


del Sur de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); a su
cargo estaba el mariscal de campo Montana, hombre respetado gracias a la
ejemplar carrera que había llevado y a la admiración que causaba en cada uno
de sus soldados. Montana, preocupado porque grupos criminales intentasen
aprovechar la histeria colectiva que se vivía por los desastres naturales o que
algún país se decidiera imitar a las naciones asiáticas en sus luchas intestinas,
realizó patrullajes constantes tan pronto supo de los cataclismos. Esa mañana,
él mismo se puso al frente de un sector de las Fuerzas de Respuesta Rápida,
la élite de la milicia de la OTAN, para vigilar la vía Nuova Marina.
- No sé qué hacemos aquí –le comentó un soldado a su compañero en una
pausa. A su parecer, Italia estaba relativamente segura, deberían auxiliar a los
damnificados de los países en verdad afectados por las calamidades; esa era
una de las razones para las cuales fueron creadas las tropas a las que
pertenecían.
El otro respondió que buena parte de las Fuerzas de Respuesta ya habían
sido desplegadas a las zonas más perjudicadas. Y, a pesar de que le daba la
razón en el sentido de que podrían apoyar las labores de rescate, le recordó
que eran soldados y como tales debían obedecer las órdenes que recibían de
los mandos superiores, confiando en que por alguna razón les instruyeron
permanecer ahí y vigilar.
El primero interrumpió la charla al percibir que el mariscal de campo se
acercaba.
Montana recibió un llamado por la radio.
- Anaconda Verde, aquí Águila Roja. Responda.
- Aquí Anaconda Verde. Escucho Águila Roja.
- Mariscal, nuestros radares identificaron varias embarcaciones que están
por atracar en el muelle Beverello. Dimos aviso a la guardia costera para que
los interceptara pero hundieron las lanchas de los guardacostas que fueron a
detenerlos. Usted y sus hombres son el destacamento más cercano. Los
mandos aéreo y naval fueron alertados y equipos de tres halcones negros han
sido instruidos para ir en su apoyo, de igual manera recibirán auxilio por mar.
¡Depende de usted evitar que los tripulantes de esos barcos desembarquen!
- Así será, general. ¡Vamos para allá! –respondió el mariscal.
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El comando especial compuesto por diez unidades, algunas de ellas
anfibias, arribó al punto indicado en el momento en que la primera nave
llegaba. No era un buque de guerra sino un RO-PAX, por lo que los militares
dudaron de que fuera la embarcación que perseguían; la ausencia de otros
navíos en el puerto le indicó a Montana que no se equivocaba.
La rampa del transbordador se extendió y la primera en descender fue
Cleopatra, ataviada con un vestido de seda blanco, semitransparente, que
dejaba entrever un biquini dorado. Portaba sandalias y una tiara de oro con
incrustaciones de esmeraldas. Iba seguida de un hombre de raza negra, quien
llevaba el torso desnudo y la cabeza rapada, tenía el cuerpo y cara cubiertos
de dibujos blancos y portaba una lanza más alta que él, fabricada de acero y
adornada con diversos grabados.
Los hombres de Montana quedaron impresionados ante el atuendo de la
reina egipcia y, sobre todo, por su belleza; el mariscal no permitió que la
angelical imagen lo hipnotizara; tomó un altavoz y espetó a los intrusos:
- ¡Esta es una zona protegida por la OTAN! Su barco carece de permiso
para navegar en estas aguas, más aún, para desembarcar. ¡Regresen a la
embarcación y aguarden a recibir indicaciones! Es probable que se lleven a
cabo algunas detenciones, no opongan resistencia, no tienen alternativa, ni a
donde huir.
Cleopatra, avanzando tranquila hacia los de las Fuerzas de Respuesta
Rápida, le dijo al individuo que la acompañaba:
- ¿Qué opinas, Yugurta, crees que no tenemos alguna alternativa?
- Les insisto, regresen a su nave o nos veremos en la necesidad de abrir
fuego –ordenó de nuevo por el megáfono.
Varios hombres vampiro ya habían descendido y se colocaron detrás de
los líderes. Yugurta levantó su lanza, presto para ponerla en acción. Al
mirarlo los soldados se dispusieron a abrir fuego; antes de que pudieran
hacerlo, el nubio arrojó el venablo contra Montana, lo atravesó por el pecho,
lo sacó del Jeep en el que viajaba y terminó incrustándolo contra una de las
tanquetas anfibio que estaban detrás de él.
La mayoría de los militares que habían bajado de los vehículos
contemplaron horrorizados la escena. Cuando al fin reaccionaron y voltearon
con el propósito de atacar, se percataron de que el homicida y la misteriosa
mujer se hallaban ya, al menos, a cien metros de distancia. Caminaban en
dirección contraria ignorando lo que sucedía, mientras de la embarcación
descendían por decenas hombres y mujeres.
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Los hombres de Montana no esperaron a recibir una orden y abrieron
fuego indiscriminadamente en contra de los sujetos desarmados que se habían
diseminado a lo largo del muelle. El héroe de muchos acababa de ser
asesinado; ya no era una simple misión, el asunto se había convertido en algo
personal.
Tras ser alcanzados por una o varias balas, los recién llegados
comenzaron a caer heridos o quizá muertos. Arrestarían a los sobrevivientes,
todos serían fichados como terroristas.
Los elementos de las Fuerzas de Respuesta Rápida creyeron haber
terminado, y avanzaron con cautela en dirección de la pila de cuerpos. El
resquemor los abrumaba, algo de incredulidad y hasta miedo al rememorar la
fuerza y rapidez con la que mataron al mariscal de campo. Dos de los
vehículos fueron tras los fugitivos.
Uno de los heridos, tirado en el suelo y sin moverse, le dijo a la mujer que
se encontraba junto a él:
- Hace mucho que no hacíamos una escenificación como esta, y me
encanta.
- ¡Cállate o arruinarás la sorpresa! –protestó con energía la otra, sin alzar
la voz.
Una vez que los militares estuvieron lo suficiente cerca, vampiros y
vampiresas dieron fin a la puesta en escena. Se arrojaron contra las víctimas
con mayor velocidad y precisión que el ataque de una serpiente que acecha a
su presa. Los soldados que tuvieron tiempo dispararon de nuevo, algunos
vaciaron los cargadores; fue inútil. Varios hombres vampiro cayeron heridos;
la destreza con la que esquivaban las balas habría bastado para que otros
pusieran pies en polvorosa, pero el temple de estos hombres era remarcable.
Inclusive acertaron a que más de uno perdiera alguna extremidad al ser
alcanzados por una ráfaga de balas. Los brazos o piernas perdidos se
regeneraban con una rapidez inverosímil. En el segundo enfrentamiento los
nebutsen-zetamlig hicieron gala de habilidades y disciplina militar: adoptaron
posición de ataque, las primeras filas recibían las balas, asegurándose de que
no acertaran en un punto letal y que no llegaran a los compañeros de atrás, y
avanzaron. Pasaron por entre los primeros comandos sin prestarles atención,
dando espacio a las hileras traseras. Antes de que los miembros de las
Fuerzas de Respuesta se dieran cuenta, ya se hallaban en el interior de las
líneas enemigas y probaron en carne propia por qué había quienes ligaban a
estos seres con los poderes del averno.
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Sin dar crédito a lo que veían e inmersos en profundo pánico, los
elementos de la OTAN que se encontraban a bordo de los transportes que
contaban con cañón, abrieron fuego en contra de los que consideraron
verdaderos demonios. Unos fijaron su objetivo en los enemigos más alejados
de los compañeros, otros prefirieron no perder tiempo y disparar a donde
hubiese alguno de tales engendros, sin importar nada más. Varios hombres
vampiro fueron arrojados al mar por las explosiones de los cañonazos; con
rapidez emergieron del agua dispuestos a continuar la carnicería.
En breve la bravura de los soldados quedó superada. El oficial que tomó el
mando tras la caída de Montana llamó a retirada; la orden fue tan inútil como
lo habían sido las armas. Las tropas se vieron envueltas por personajes que
parecían creados por Lovecraft, quienes, como marabunta, las cubrieron. Sin
preocuparse por matarlos antes, mientras unos les succionaban la sangre por
el cuello, otros lo hacían por las piernas y otros más por los brazos. La
escena, una digna ilustración del infierno de Dante, hubiese sido inspiradora
para el dibujante de una historieta gore.
En el instante en que los que se disponían a ir por Cleopatra y Yugurta
emprendieron la marcha, el fino oído de la primera la alertó y le solicitó al
segundo:
- ¿Podrías hacerte cargo de ellos? No quisiera ensuciar mi ropa antes de la
batalla a la que hemos venido.
- Será un placer para mí, señora –contestó el nieto bastardo de Masinisa,
quien comenzó su transformación: los ojos se le inyectaron de sangre, las
orejas le crecieron, los pómulos se retrajeron permitiendo la salida de unos
colmillos descomunales, las uñas de manos y pies se convirtieron en garras,
la piel se le engrosó, sólo sus tatuajes permanecieron iguales.
Los vehículos abrieron fuego en contra de dos de los principales líderes de
la Raza de la Eternidad; estos esquivaron balas y hasta un cañonazo, no había
forma para que los gatilleros fijaran el blanco. Después de evitar los primeros
proyectiles, Yugurta se lanzó a la ofensiva. Los militares continuaron
disparando contra él; parecía como si las balas fueran gotas de agua, su
cuerpo aparentaba absorberlas; nada podía detenerlo. Al estar a pocos metros
de uno de los transportes, dio un salto y cayó en el interior. La masacre
comenzó: los primeros fueron afortunados al ser despachados con prontitud,
las garras del caudillo nubio cercenaban gargantas, desgarraban miembros y
penetraban vientres para después escalar por el tronco de la víctima hasta el
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pecho, un movimiento que ya hacía por acto reflejo tras más de mil
quinientos años de combatir a los zenolk. Una vez terminado con los infelices
que iban en la parte trasera, ingresó a la cabina y dio cuenta de los que
viajaban ahí.
Para cuando aquel que más de dos milenios atrás se había levantado
contra el yugo de Roma terminó con los tripulantes del primer transporte, una
veintena de hombres vampiro había alcanzado al segundo y ya se encargaban
de los ocupantes.
Gritos de júbilo salieron de las gargantas que no habían sido cortadas en
el momento en que se escuchó que los helicópteros de la OTAN se
aproximaban; no eran los únicos que recibían refuerzos, otro catamarán hizo
aparición. En la proa se distinguía a un coloso a quien la brisa marina agitaba
la rubia cabellera, en la espalda llevaba colgado un espléndido arco argento;
lo tomó junto con una flecha de su carcaj y, justo antes de disparar,
mencionó:
- ¡Sea Apolo quien dirija mi mano!
El tiro hubiese roto la marca mundial de un francotirador, ni qué decir de
hacerlo con un arma similar a la que portaba el imponente personaje, a casi
tres kilómetros de distancia de la diana; la flecha surcó el firmamento antes
de atravesar, primero, el vidrio de la cabina de uno de los halcones negros,
después el casco del piloto, para finalizar el mortal recorrido justo en el
cráneo. El copiloto trató de tomar el control; tuvo escasos segundos para
hacerlo, pero una segunda flecha se le incrustó en la garganta dando fin a su
vida de manera casi instantánea. La aeronave se desplomó y se estrelló contra
un hotel ubicado en las inmediaciones del muelle. El patio, que un día antes
albergaba a turistas que usaban la marina como punto de partida para visitar
las islas aledañas, se cubrió de llamas y escombros.
La cónyuge del patriarca se aproximó a Yugurta y manifestó complacida:
- Esta interrupción ha mostrado tener algo de positivo; Mitrídates tiene
buena práctica en el tiro al blanco y tú has evidenciado estar en excelente
forma.
Después de derribar el primer helicóptero, el antiguo rey del Ponto fijó su
blanco en el segundo cuya mortífera ametralladora acababa de causar una
baja en las filas del general heleno, despertando su furia. Ahora no dispararía
al piloto sino hasta terminar con los demás tripulantes. Del arco salían saetas
que semejaban rayos de plata encomendados por un semidiós para castigar a
los mortales. De la tercera aeronave se encargaron otros arqueros, dignos
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discípulos de Mitrídates el Grande.
Los refuerzos marinos de la OTAN aparecieron: cinco naves pequeñas
altamente equipadas con material bélico. Tan pronto escuchó el ruido de los
motores, Mitrídates ordenó a un centenar de los suyos que se arrojaran al mar
y los interceptaran. Al nadar los hombres vampiro eran más lentos que en
tierra, pero mucho más rápidos que cualquier ser humano.
Los miembros de la armada no vieron cuando se aventaron al agua; los
identificaron gracias al radar de última generación con que contaban y se
prepararon a recibirlos. Se dispusieron hombres armados con rifles de alto
poder a lo largo de las cubiertas; aguardaban el momento oportuno para abrir
fuego. En cuanto tuvieron al alcance lo que ellos creían buzos, comenzaron a
disparar. Las aguas se tiñeron de rojo; no había duda, repelerían el ataque
antes de que los enemigos intentaran alcanzar su objetivo. Varios de los
marinos rieron, pensaban que la maniobra de los contrarios había sido por
demás cándida. Hubo el que se quejó de que era más difícil deshacerse de las
ratas que encontraba en el sótano de su casa. Poco les duró el gusto.
De repente, los enviados por el general griego surgieron de las olas, se
asieron del casco de las embarcaciones, clavaron sus garras y así se
impulsaron para subir. Algunos fueron regresados al mar por el impacto de
las balas, justo antes de que dieran el brinco que los llevaría a los marinos;
otros dejaron los brazos colgando ya que un tiro certero los había desposeído
de ellos, pero tan pronto se les regeneraba el miembro amputado volvían a
intentarlo. Al darse cuenta de que no luchaban contra simples mortales, el
terror inundó los buques con la misma rapidez que lo hizo la sangre de los
tripulantes. Mitrídates sabía que era cuestión de que los suyos abordaran. Una
vez ahí, la situación estaría controlada.
El tercer y último transporte de la Raza de la Eternidad llegó. Hermann se
encontraba acompañado de centenares de hombres vampiro que veían
complacidos el trabajo de sus camaradas. Al abrirse la visera de proa apareció
Aníbal, llevaba un peto con el rostro de Tanit grabado en él, y en la cabeza un
casco de bronce que a la luz del sol brillaba tanto como el ankh que portaba
en el pecho. Iba montado en un majestuoso elefante africano. Las patas y los
colmillos del paquidermo estaban adornadas con anillos de oro; el lomo,
donde viajaba el célebre cartaginés, estaba cubierto por una inmensa manta
de tela carmesí con el símbolo de Abraxas bordado en hilo de oro en uno de los
lados y un ankh en el otro: el primero representaba a los nebutsen-zetamlig, el
segundo a la Yinshuss Oleitum. A los pies del animal sus tres ministros, como él,
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contemplaban la escena.

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Capítulo XX. Lupercal

Roma, al igual que la mayoría de otras ciudades del mundo, era presa de la
anarquía. De poco servían los denuedos de las policías, ejércitos y
organismos como las Fuerzas de Respuesta Rápida de la OTAN; el caos se
había expandido con el mismo brío con que los tsunamis se adueñaban de
mares y costas a lo largo del orbe. El vandalismo y el saqueo gobernaban
ahora, no las leyes ni las autoridades. La gente robaba almacenes, edificios
públicos, bancos y mercados, lo que encontraran a su paso, seguros de que el
fin de la humanidad estaba cerca.
En uno de los pocos lugares en calma, y muy a su pesar, se encontraban
una joven reportera y su camarógrafo. Ella no llegaba a los treinta, se llamaba
Gianna y había logrado colarse a las altas esferas de la rama de noticias de la
cadena RAI. La piel trigueña y cabello castaño eran algunos de los atributos
que enmarcaban su belleza, razón por la cual muchos envidiosos creían que
conseguía sus logros y hasta la catalogaban como una femme fatale. La
verdad era que la astucia e instinto para indagar eran las causas que la
llevaron hasta ahí y, aunque rallaba en la prepotencia, también era cauta y
silenciosa como una tumba.
Gianna pensó que la enviaban a una gran misión, la que quizás le daría el
tan anhelado Pulitzer, cuando su jefe le solicitó que no comentara con nadie
el encargo y le entregó dos salvoconductos justo antes de partir: el primero
firmado por un alto comandante de la OTAN y el segundo, por un importante
funcionario del despacho del Primer Ministro italiano, documentos con los
que ella y su acompañante podían transitar en cualquier lugar sin importar el
toque de queda. Gran desilusión se llevó al llegar a su destino: el Monte
Palatino, vestigios de un lugar que dos milenios atrás se consideraba el centro
del mundo y que en los días que corrían todavía atraía a miles de turistas,
pero en ese momento nada ocurría ahí; un cementerio tenía más vida que las
famosas ruinas. De seguro al flacucho de Francesco, el camarógrafo, no le
importaba en lo absoluto; ella rabiaba al sentirse obligada de estar ahí.
¿Por qué en el Monte Palatino y no en los puertos de Livorno o Nápoles?,
donde, según la más reciente información, hacía algunas horas soldados de la
OTAN fueron atacados por tropas desconocidas, o, ¿por qué no en los Alpes
Dolomíticos?, sitio en el que, al parecer, un tercer ejército había incursionado
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en tierras italianas y enfrentó y exterminó a todo un escuadrón de la
Aeronautica Militare. Nada se sabía de tales comandos, salvo que aquel que
desembarcó en Livorno lo hizo del USS George W. Bush, el portaviones más
moderno de la marina norteamericana y que, literal y sorprendentemente, fue
robado de la base naval de Virginia bajo las narices de los responsables.
Después de la matanza de Livorno las autoridades locales lo encontraron
abandonado, y en su interior los cuerpos de los marines masacrados, atacados
por algún tipo de bestias que les extrajeron hasta la última gota de sangre. No
hubo sobrevivientes, y aunque los casquillos regados por los suelos y balas
incrustadas en las paredes indicaban una acción defensiva, no se había
localizado un solo cuerpo ajeno a la tripulación. Ninguna organización
terrorista se adjudicó los ataques, ni se esperaba que así sucediese; no
contaban con capacidad para haberlos realizado. Tampoco fue alguna nación:
carecía de sentido, Italia y los Estados Unidos de América se encontraban
fuera del conflicto que se llevaba a cabo en el lejano oriente.
En cuanto regresara se quejaría con sus superiores. Era un desperdicio
tenerla ahí cuando a lo largo del planeta pululaban las noticias. Cualquier
periodista con más de cien neuronas sería capaz de sacar un reportaje
formidable en ese histórico día y a ella le sobraban. Nadie había sido capaz
de tomar un video de los atacantes, ni siquiera un aficionado; ella sin duda lo
hubiese conseguido, siempre lo hacía.
Por fortuna como ciudadana, por desgracia como periodista, Italia no se
encontraba en el camino de los tsunamis; los desastres naturales no la
azotarían, y lo que pudiese ocurrir pasaría inadvertido en comparación con lo
que padecían otros pueblos. Tampoco se encontraba inmersa en el conflicto
asiático; sin embargo, tan pronto escuchó la declaración de guerra de Japón,
pidió a su jefe que la enviara a la zona; experiencia la tenía, había sido
corresponsal en la conflagración de Sudamérica. Le dijo que aguardara, le
tenía reservada una empresa importante, y que una vez concluida, analizaría
la posibilidad de enviarla a China.
La promesa ya no le importaba, algo inesperado había sucedido; tres
ejércitos salidos de la nada invadían su país y nadie sabía qué ocurría. Las
autoridades permanecían en un mutismo total. Los partes oficiales indicaban
que los soldados fueron brutalmente asesinados, sin sobrevivientes, ni un solo
testigo de los hechos. Lo peor: ella no estaba ahí para dar la nota. Esto sí le
importaba.
Mientras deambulaba por la zona decidida a seguir a las tropas, en caso
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de que su objetivo fuera Roma y que para su fortuna pasaran por algún lugar
desde el cual alcanzara a vislumbrarlos, notó por fin movimiento: por una
cueva a los pies del Palatino, conocida como la Lupercal, salieron decenas de
figuras humanas, ataviadas con uniformes de soldados del antiguo Imperio
Romano; todos salvo uno que iba detrás de la mayoría.
El hombre al que Gianna veía vestido distinto no era otro sino Max, quien
llevaba puesta una túnica blanca con bordados de plata. Los que lo
acompañaban eran su Guardia Pretoriana, comandada por Paolo que
caminaba al lado; ellos portaban túnica debajo de una coraza de material que
semejaba al cuero, dúctil pero más resistente que el acero; usaban casco de
fibra de carbono del mismo color, negro, que culminaba con una crista que
era, al igual que la túnica y la capa, azul rey; de armas: jabalina de dos
metros, espada y escudo con la silueta de Marte grabada al centro.
Con una seña Gianna indicó a Francesco que la acompañara. Decidió
seguir a aquellos hombres, su instinto le indicaba que esa debía ser la noticia
por la que estaban ahí. Algo importante iba a ocurrir; lo presentía.
La extraña procesión subió la colina y se mantuvo en el sector suroeste.
A pesar de que la dupla en busca de noticias se mantuvo a buena distancia
fueron captados por los guardas. Uno de ellos se acercó a Paolo y le dijo:
- Prefecto, dos humanos nos siguen. ¿Desea que los detengamos?
- No, también los olfateé y el aroma es el que el senador Leonardo me
describió. Déjenlos hacer su trabajo, nosotros preocupémonos del nuestro.
A lo largo del Palatino se extienden gran cantidad de ruinas de templos
que rememoran diversas épocas del milenario imperio, palacios y diversas
construcciones romanas parecen disputarse el lugar privilegiado; catacumbas
que datan de los primeros tiempos, algunas más antiguas que el propio
Rómulo, cavernas, explanadas en medio de variada vegetación terminan de
conformar el paraje.
Max y su guardia llegaron al lugar en donde muchos siglos atrás se había
erigido el templo de Apolo, un dios que, como Marte, adoptaba el lobo como
figura animal. Ahí lo aguardaban Rómulo, Boadicea, Sif, las demás vestales,
los siete senadores y la Guardia Pretoriana de sus padres putativos, quienes
habían llegado por otras de las tantas cuevas.
Rómulo estaba frente a un altar de piedra circular que tenía grabado un
pentalfa en la superficie, en los picos de la estrella había una vela amarilla. El
sitio en el que se encontraba el gran lobo miraba a Levante, a su diestra
estaba Sif y del otro lado Boadicea. Hacia el Poniente se hallaba Aristóteles y
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en el punto austral del tabernáculo estaba Cicerón, flanqueado por Pakal
Botan y Leonardo; los restantes senadores se ubicaban en Septentrión. Detrás
de cada candela estaba una vestal. La Guardia Pretoriana de Rómulo estaba
dividida en dos centurias, una apostada en el Este y la otra en el Oeste; la
guardia que arribaba se dividió de la misma manera, cubriendo los otros dos
puntos cardinales.
El fundador de Roma usaba túnica blanca con adornos dorados y rojos,
bajo un peto de piel marrón con ornamentos de oro, una capa carmesí
sujetada por un broche elaborado con el mismo metal precioso, así como la
corona de laurel que engalanaba su cabeza. Atrás de él había un toro blanco
asegurado con cadenas a un árbol cercano, controlado por la fuerza de uno de
los pretorianos. Los senadores se ataviaban con manto púrpura; las vestales,
de blanco, llevaban sandalias y se adornaban con una guirnalda de jazmines
del tono de sus trajes. Sif y Boadicea vestían igual que ellas, pero sus túnicas
estaban ribeteadas con motivos celestiales, la guirnalda de la suma
sacerdotisa era de botones rosas y la de Boadicea de geranios blancos.
Max recorrió el camino que lo conducía al ara; el suelo estaba cubierto de
polen. Al llegar al final dedicó una mirada a los presentes, en especial a la
princesa rusa. Rómulo le indicó que se recostara. Sería justo decir que el
muchacho estaba nervioso al verse envuelto en semejante escenario, pero le
ayudaba a sobreponerse la compañía de personas a quienes profesaba
verdadera amistad, respeto y amor, aun cuando sólo tuviese algunos días de
conocerlos.
Era la hora duodécima, y utilizando los últimos rayos de sol Sif calentaba,
apoyada por un espejo, un recipiente triangular que contenía incienso, hojas y
pedazos de corteza de roble, espigas de trigo secas y pétalos de rosa blancos y
rosas. En ese momento comenzó a prender fuego. Sif se acercó una por una a
las vestales; en sus manos llevaba la llama votiva, ellas tomaron la vela que
tenían enfrente, las encendieron y dieron tres pasos hacia atrás después de
depositarlas de nuevo en su lugar. Frente a las velas había diversos objetos:
una copa de plata con vino tinto, una espada de hierro, doce monedas de
plata, una rama de laurel y un plato con tres olivas negras, tres higos y tres
trozos de pan de centeno.
Las lobas alfa iniciaron una oración a manera de cántico, semejaba un
diálogo entre ambas. Recitadas las primeras estrofas, vestales y senadores se
unieron a la plegaria; las primeras repetían lo dicho por la siberiana y los
segundos hacían coro a las oraciones de Boadicea.
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Gianna y Francesco contemplaban a la distancia la ceremonia, seguros de
que era una secta religiosa obscura, probablemente satánica. El rito podría
estar dedicado a antiguos dioses a quienes solicitaban intervenir para detener
los desastres naturales, calmar su ira o quizá se presentaría un tributo a
Lucifer con el cual diesen la bienvenida a su hijo. En las horas transcurridas
desde el inicio de las catástrofes, la idea de que el Apocalipsis había dado
inicio se expandía de forma dramática; Gianna no lo creía así, pero era
probable que los hombres que observaba sí lo hicieran.
Francesco comenzó a grabar; ella llamó a la oficina, mantuvo la voz casi
como murmullo, y relató al director lo que presenciaba. Preguntó si iban a
transmitir en vivo o si se guardaría el video en archivo, en tanto recababa más
información sobre lo que acontecía. El jefe le pidió que no colgara, que
aguardara, él a su vez debía hablar con sus superiores. Minutos más tarde le
comunicó que transmitirían en vivo, agregando que por órdenes que venían
de muy arriba se enlazarían con otras cadenas televisivas; las imágenes y el
reportaje de Gianna llegarían al mundo entero. La sorpresa de ella fue
mayúscula. Si bien era capaz de convertir un evento como ese en una nota
grande al ligarla con lo que ocurría a lo largo del orbe, pensaba que no era
algo tan importante como para hacer lo que le anunciaban, menos aún con los
demás eventos que se vivían. No dijo nada; aprovecharía la oportunidad, era
el momento para darse a conocer en el resto del planeta.
Mientras Gianna recibía instrucciones, Rómulo pasaba por el cuerpo de
Max la vasija que Sif había encendido, dejando que el humo se le
impregnara; después de hacerlo varias veces, se inclinó hacia el joven y con
la mirada le indicó que se tranquilizara. Rasgó la túnica del iniciado,
dejándolo descubierto hasta la cintura. Con un pugio que portaba al cinto, se
cortó la muñeca y antes de que la herida cicatrizara vertió la sangre en una
copa de plata, con ella dibujó un pentáculo en el vientre de Max, Sif le
aproximó la copa de vino, la alzó y pronunció:
- Trapa’megi haner vikrwin ek Mairezh mopel donnön ann quet teonedik’señ ek medik fiom, eto
dokadis’señ ek utra ean glamâj adkep suoi avêdsdeni ekha eo’h dodiñ’señ ean fôrizh nereit ann cume
abo suo famöilh.

Pasó el cáliz a una vestal, en tanto Sif colocaba en la mano derecha de


Max el anillo con el rostro del dios Marte, idéntico al de Rómulo, Boadicea y
al de ella.
La cámara que llevaba Francesco era de las mejores con las que contaba
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la RAI, por lo que las imágenes, a pesar de la distancia, eran formidables y
permitían al mundo presenciar el ritual como si estuviesen parados entre los
senadores.
Rómulo repitió el procedimiento de dibujar un pentángulo en Max; en
esta ocasión en el pecho. Tomó las monedas de plata en un puño, las levantó
y oró:
- Trapa’megi hanaz nummai ek Veciner mopel donnön ann quet teonedik’sihi ek medik fiom, eto
cumroo’sihi abo agäka ann quet uman agäka seo’h dugañ’señ adruz suo famöilh.

Igual que hizo Sif, Boadicea se acercó y puso en la mano izquierda de


Max el anillo de plata con el pentagrama.
En el foro de transmisión de la RAI, en compañía del conductor del
noticiero se encontraba un experto en mitología y ritos antiguos de la
Universidad de Bolonia, a quien habían llevado de acuerdo a las mismas
órdenes que les habían indicado que enviaran a Gianna y Francesco al Monte
Palatino. El especialista aseguraba que, incluso cuando el rito contenía
elementos paganos, no era en absoluto demoníaco ni mucho menos.
De nuevo se acercó Rómulo a Max para marcarlo con un pentalfa, esta
vez en la frente. Tomó el plato con las olivas, los higos y el pan y rezó:
- Trapa’megi ek Meg-Vhestaz ean frudu abo ean arouar mopel donnön ann quet teondik’sihi
ek medik fiom, eo’h dodiñ’sihi ean dungik nereit ann dungid ek suo famoilh, ean hüpeizel ann
adexiñ’señ-megi suo sërviak ekha eto faper’señ mëriden abo cofan’señ uman ean lauri.

El pretoriano que sujetaba al toro, haló de las cadenas y comenzó a


levantar al animal; Rómulo lo agarró por el cuello, lo acercó y lo colocó
sobre Max. Una extraña niebla invadía el sitio como si surgiera del altar y de
ahí se expandiese a lo largo del Palatino. Los pretorianos empezaron a
golpear sus escudos con los puños; el volumen de los cantos subió de nivel, el
diálogo había cesado y todos cantaban al unísono. El toro bufaba con
dificultad, debido a la presión de la mano del lobo alfa sobre su garganta, se
inquietaba y pataleaba.
Rómulo permaneció sereno, y con la daga con la que se había cortado la
muñeca hizo un profundo corte en la yugular de la bestia. La sangre cayó a
borbotones sobre un atónito, pero estoico Max. El rostro del primer romano,
salpicado por la sangre del bovino, adquirió un aspecto terrible, mostraba
unos colmillos impresionantes.
Era el clímax del ritual, Rómulo se inclinó sobre su hijo y lo mordió en el

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pecho, clavando sus incisivos justo en el corazón.
Max cayó en trance. Se veía en el mismo lugar; el escenario era distinto.
Las ruinas que en ese momento lo cubrían no habían sido edificadas, la única
construcción era una primitiva muralla que una persona recién edificaba. En
un primer momento Max vio al individuo a unos cuantos metros de él, y en el
siguiente, él era aquel hombre.
Entonces apareció otro sujeto al que no reconocía pero que de alguna
forma le resultaba familiar. Se escuchó a sí mismo gritarle en una lengua
hasta entonces extraña para él. El personaje, con actitud de burla y
provocación, saltó el incipiente muro.
Max sintió una fuerza extraordinaria surgir de sus adentros. Lo recorría
por completo a través del torrente sanguíneo. Penetraba sus huesos. Se
alojaba en sus músculos.
El individuo continuaba acercándose, desafiante, profiriendo cualquier
tipo de imprecaciones. No era eso lo que intrigaba a Max.
El poder carcomía sus entrañas, demandaba ser liberado. Max supo
contenerlo. Permitió que cada nervio lo asimilara, que se confundiera con su
organismo, que fuera él quien lo poseyera y no al contrario.
Cuando ya sólo unos pasos separaban al sujeto de Max, la duda quedó
despejada; era como si viese a su hermano gemelo.
Al constatar que los insultos no eran suficientes, el hombre lo abofeteó.
Max no contestó de manera alguna, se controló, se mostró calmo.
Aquella energía sobrenatural embistió como un ariete en el plexo solar de
Max; sentía que la piel le fuese a estallar. Nada en su semblante lo reflejaba.
Su ritmo cardiaco era pausado, como si estuviese durmiendo plácidamente.
Aquel personaje, que siempre sería secundario, desenvainó la espada y
lanzó una estocada que nunca alcanzó el objetivo. Max la emprendió en pos
del agresor; con sus dientes desgarró la carne del otro, primero la garganta,
después el vientre y así continuó hasta devorarlo casi por completo. Probó la
carne y la sangre. Probó la muerte.
Los restos del cadáver desaparecieron. Max permaneció ahí, en la cima de
la colina.
Figuras de aspecto fantasmal llegaron poco a poco, se postraron a su
alrededor y junto a él vieron cómo se construían y derrumbaban edificios,
ciudades enteras, que después eran arrasadas para que otras se levantasen en
su lugar. Vislumbraron a cientos, miles de soldados que marchaban hacia la
guerra y también contemplaron las batallas, contra humanos y contra otros
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seres que en distintos aspectos se diferenciaban de los hombres.
En algunas ocasiones, las valquirias aparecían para tomar a un soldado
del sitio de combate y conducirlo ante el grupo que lo acompañaba; en otras,
el deceso de un guerrero en el campo de batalla venía aparejado del
desvanecimiento de alguno de los entes espectrales. Sólo uno de sus
acompañantes carecía de ese aspecto fantasmagórico; una figura femenina,
tan real como él. La dama se colocó a su lado y permaneció ahí en todo
momento.
Súbitamente el cielo se obscureció. Una sutil claridad, proveniente de
erupciones volcánicas, le otorgaba algunos destellos. La tierra se
resquebrajaba en un prolongado lamento. Max divisó a lo lejos un ejército
que, a diferencia de los otros que atisbó, no se dirigía contra otro que pudiese
ver, sino contra él. Eran miles y a su paso dejaban desolación, pavor y
destrucción. Eran dirigidos por un ser que no tenía aspecto brumoso. Se veía
real, demasiado real, tan real como él mismo y su compañera. Hombres y
animales, también de forma espectral, corrían despavoridos ante la
expectativa de la lucha. Unos pocos hacia ella.
Max volteó en dirección de sus camaradas, los que estaban sentados se
incorporaron permaneciendo en su sitio. Esperaban órdenes. Sin mediar
palabra él y la dama acordaron que era el momento adecuado. Una simple
mirada a los hombres bastó para dar las indicaciones. Todos desenfundaron
las espadas, alistaron las jabalinas o tensaron las cuerdas de los arcos.
Corrieron al encuentro del enemigo, al encuentro de la muerte o la gloria;
quizás a ambas.
Pasaba más de una hora de cuando Rómulo mordiera a Max, y no
despertaba. Hubo quienes comenzaron a impacientarse. ¿Era posible que su
líder se equivocara e iniciara a un simple humano?, o, ¿que hubiese hundido
los colmillos un poco más de lo debido, matando al joven lobo e
imposibilitando su renacimiento? Nunca había sucedido, pero tampoco había
sentido presión en medio del ritual y menos aún buscado a un sucesor. A
partir de ese momento cualquier precedente perdía validez.
A lo lejos, corriendo a una velocidad formidable, llegó un hombre y se
acercó a otro que estaba alejado del lugar donde se había efectuado el ritual
de Max. El segundo llevaba consigo un cuerno de guerra, al atender lo que el
individuo le comunicó lo hizo sonar con tal fuerza que se escuchó en toda la
colina. Gianna y Francesco se estremecieron. El mundo estaba expectante.
Rómulo, Boadicea, Sif y los demás voltearon hacia el punto del que
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provenía el sonido. La preocupación que algunos sentían por Max, lejos de
desaparecer, aumentó.

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Capítulo XXI. Ean Genäs abo unis Nevu Heracles

La noche descendió sobre Roma, de la misma manera que la población


mundial percibía los imparables castigos: cubriéndolo todo, sofocándolo todo
y dejando todo en tinieblas. A pesar de haber luna llena varias nubes la
ocultaban desde hacía unos minutos. La penumbra era casi absoluta, y aquella
rara niebla surgida del altar donde Max yacía y que ahora se extendía hasta
más allá de las faldas del monte, creaba un ambiente místico con tintes
escalofriantes.
Al escuchar el sonido del cuerno, la Guardia Pretoriana formó un círculo
en torno al ara. Sif no pudo ocultar su preocupación y se la externó a
Boadicea:
- Algo salió mal, no deberían estar aquí todavía; aun cuando hayan visto
la transmisión tendrían que encontrarse lo suficiente lejos para que
hubiésemos partido cuando ellos apenas se acercaran.
- Tranquilízate –sugirió la reina celta–. Sabíamos que era posible que no
cayeran en la trampa. No aceptaron la idea de que estaríamos en el Lago
Trasimeno y si pensaron que se trataba de una emboscada, decidieron
enfrentarla. De cualquier manera, todo saldrá bien.
- … Max no ha despertado y se encuentra indefenso por completo.
Paolo escuchó la conversación e intervino:
- Perdone que la contradiga, mi señora. Max no está indefenso, tiene a un
ejército que se batirá para protegerlo. La única posibilidad de que un lamwaden
ponga sus asquerosas garras sobre él sería que todos nosotros acabáramos en
el Hades.
Rómulo, el de corazón impertérrito, tomó el control de la Guardia
Pretoriana, Paolo, Doniov y los demás pretorianos quedaron bajo sus órdenes.
Ellos, lo mismo que Boadicea, Sif, los senadores y las vestales, si fuera
necesario, constituirían la última línea de defensa. Boadicea, la de mirada
purificadora, instruyó a Sif y a las demás vestales para que la apoyaran en
dibujar con sus garras, en el suelo, alrededor del tabernáculo, signos
pertenecientes al ogam.
A un lado de donde se levanta el Coliseo, un imponente ejército de miles
de hombres vampiro arribaba al Palatino. Eran las huestes completas de
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Aníbal, Ahuizotl y Atila, aunque faltaban en cada una de las tres razas
aquellos dedicados al espionaje y otras labores no bélicas, además del Grupo
de Asesinos de Atila.
El azote de Dios llevaba una vestimenta aterradora: el esqueleto de un
hombre lobo, al que él mismo había matado, sobrepuesto en una armadura de
acero. Por su parte, Ahuizotl, el de mirada penetrante, lucía una loriga hasta
los muslos, cuyas láminas semejaban plumas; el rostro pintado de rojo, igual
que la cabellera, y ésta cubierta por un yelmo con forma de cabeza de águila,
con la cimera coronada por varias plumas de color blanco y negro. Además,
portaba una lanza adornada por una serpiente que la rodeaba, de la boca del
reptil salía la punta del arma, era la Xiuhcoatl. Las tropas de Aníbal iban
apoyadas por leones y elefantes, el del antiguo tlatoani por jaguares y
águilas, el de Atila no llevaba animales de ataque, pero muchos de sus
soldados, incluyéndolo, montaban a caballo.
Francesco continuaba con la filmación, tanto como sus nervios se le
permitían, oculto entre los árboles junto a Gianna. La reportera, en el lugar de
los hechos, y el conductor en el estudio, repetían que la transmisión era
verídica y en vivo; ellos se encontraban tan sorprendidos como pensaban
debía estarlo el público.
En esos momentos de la emisión, más de un presidente, rey o primer
ministro de diversas naciones convocaron a sus secretarios de Estado,
ministros o asesores, intrigados por lo que ocurría; también para decidir si
debían comunicarse con otros jefes de Estado, en especial con el primer
ministro italiano, y determinar si se organizaba un ataque coordinado contra
las fuerzas presentes en el Monte Palatino; seguramente se trataba de los
responsables de los ataques a las fuerzas de la OTAN y a la aviación italiana.
En la mayoría de los casos, algún ministro, el de Defensa o el del Interior,
su coordinador de asesores o algún otro alto funcionario, les explicaron que
incluso estando tan azorados por ese enfrentamiento como el resto de la
población, tenían conocimiento previo de la existencia de ambas especies, y
hasta trato directo con alguna de ellas, y en ocasiones con ambas. En cuanto
ocuparon el cargo su antecesor los puso al tanto de las relaciones que
guardaba el gobierno con ellos, les entregaban archivos clasificados ultra
secretos que databan de la época de la fundación del país.
La perplejidad de los mandatarios aumentaba al explicarles la esterilidad
de un ataque convencional; que lo más sensato era aguardar y observar el
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desenvolvimiento de la batalla. Después, una vez revelado el vencedor, se
analizaría la situación para pensar en la estrategia a seguir. En países que
guardaban importancia relevante, a juicio de Leonardo, el ministro o asesor
entró acompañado de un comisario duploukden-aw o inclusive un embajador -
máximo rango de los Servicios Diplomáticos y de Inteligencia operados por
el senador florentino-.
Una vez dada la alarma, por debajo de donde se encontraba el altar, a
través de las diversas cavernas que existen y que en su interior forman un
tupido nudo de grutas, salió la Primera Legión del ejército de Rómulo y
Boadicea. Los legionarios llevaban lorigas hechas de láminas de acero
pequeñas e imbricadas sobre una túnica roja, una gálea del mismo metal y
cáligas. Iban armados, algunos con jabalinas, otros con arco y carcaj repleto
de flechas, los demás con algún tipo de espada o sable, según se ajustara a su
estilo, estos últimos, además portaban un gran escudo que les cubría dos
terceras partes del cuerpo. Los oficiales, desde centuriones hasta el cónsul,
vestían armaduras alusivas al lugar de origen y del tiempo en que los
habitaron, mientras que las guardias personales de los oficiales usaban la
vestimenta indicada por el pretor de la cohorte en la que servía su superior.
Entre ellos se distinguía su cónsul, Alejandro Magno, de túnica blanca sobre
un peto de cuero marrón con incrustaciones de plata, cinto rojo y al lado
pendía «Testurêto» espléndida, grebas y casco de bronce con una crista roja y
una capa del mismo color.
La legión de Alejandro, caro a Artemisa, se colocó en el camino entre la
milicia que arribaba y la Guardia Pretoriana. Formaron tres columnas, una
por cada cohorte y que a su vez se dividía en tres grupos, uno por cada
manipulio, separados en dos bloques compactos, uno por centuria. La
formación de las centurias estaba dispuesta de manera que hubiera diez
hombres al frente, y atrás de cada uno, ocho más. El tercer manipulio, el que
quedaba en la retaguardia, lo formaba una centuria de arqueros y otra de
lanceros, los demás eran scurêodeni. Al mando de cada centuria estaba un
oficial, el centurión, igual que un tribuno para cada manipulio y un pretor
para cada cohorte, que en el caso de la Primera Legión eran Darío I, Ashoka
el Grande y Escipión el Africano.
Aníbal, ánimo de león, dispuso sus tropas en la forma natural de que se
componía: tres brigadas, cada una integrada por un millar de hombres
vampiro, más oficiales y guardas personales, y comandada por uno de sus
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generales. El contingente de Ahuizotl era el más reducido, estaba dividido en
dos batallones de quinientos hombres cada uno; el primero a cargo de César
Borgia y el segundo bajo la conducción de Shaka, quienes se colocaron a los
flancos del ejército del cartaginés. Los soldados de Atila se separaron de los
demás; una de las tres brigadas formó un gran círculo en torno al ejército de
Rómulo, incluyendo a la Guardia Pretoriana, dejando al resto, es decir, mil
setecientos soldados, fuera de la vista de Rómulo y los suyos. Los tres padres,
Cleopatra, los consejeros de cada uno y sus guardias personales,
permanecieron donde estaban, dispuestos a disfrutar del espectáculo y, más
que nada, atentos a reacomodar las piezas en caso necesario.
Rómulo, el de corazón impertérrito, y Alejandro contemplaban juntos el
despliegue del enemigo. El primero manifestó:
- Sé lo que estás pensando, pero no debemos precipitarnos. Dejémoslos
tomar sus posiciones y permitamos prepararse a nuestros hombres. Los
segundos que nos demos para analizarlos nos serán de más utilidad que un
ataque visceral.
- Por lo que veo, las huestes de Atila nos atacarán con flechas y no creo
que se unan a la lucha cuerpo a cuerpo sino hasta más avanzada la pelea –
pronosticó el macedonio.
- Coincido contigo. ¿Qué crees que intenten los otros dos?
- Los contingentes de Ahuizotl buscarán flanquearnos; al principio el de
Aníbal no se lanzará a la batalla de lleno, es probable que mande sólo a una
brigada, permitiendo que el centro de nuestras fuerzas avance para después
rodearnos. ¡Quiere repetir Cannas!
- Quizá, pero tú no eres Terencio Varrón ni Paulo Emilio –comentó
Rómulo con una sonrisa–. Otra opción es que atrás de la primera columna
mande a la segunda y luego la tercera para penetrar por el centro de nuestra
formación y dividir fuerzas. Dile a Darío que así tengan sus hombres que
enterrar los pies al suelo, no deben ceder un solo metro; tampoco avanzar, a
menos que las demás cohortes lo hagan. Coordínalos con gran precisión.
Advierte a Ashoka y a Escipión de que el golpe a sus manipulios vendrá no
sólo por el frente, sino también por los costados. Los soldados del final no
serán apoyo de los primeros, todos pelearán desde el principio; que la
centuria de jabalineros de ambos cambie lugar con la de scurêodeni al centro,
estos recibirán el golpe directo de los soldados de Ahuizotl. En cuanto a las
flechas de la Raza de los Jinetes Obscuros, ya veremos de qué forma las
hacemos menos certeras. Ahora ve e instruye a tus hombres y no te apresures
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en buscar la gloria. ¡Zeus no te extraña tanto!
Alejandro rió ante el último consejo de su líder y le contestó:
- No lo haré. Por cierto, voy a adecuar algunos aspectos a tu propuesta.
El genio macedonio corrió junto a sus pretores para darles las
indicaciones: los arqueros quedarían al fondo y al centro de la formación,
alrededor la infantería pesada, atrás de la primera línea estaría colocada una
fila de lanceros, que se repetiría tras la segunda línea de scurêodeni.
Después de transmitir órdenes, elevó la acostumbrada plegaria,
encomendándose a Artemisa y prometiéndole a Heracles una ofrenda especial
en caso de alcanzar la victoria.
Una vez dispuestas las tropas con la nueva formación, Alejandro, el
imbatible, se colocó enhiesto al frente de la legión. Levantó la legendaria
espada y usando todo el aire que sus pulmones pudieron albergar, los arengó:
- ¡Valientes duploukden-awi, ha llegado el día para el cual nos hemos
preparado durante siglos, la batalla para la que las heridas previas sanaron, el
momento en el que nos enfrentamos a nuestro destino y le demostramos a los
dioses que somos dignos de habitar a su lado! ¡Porque con cada golpe que
den y con cada gota de sangre que su cuerpo derrame les recordarán que, la
lucha justa nos vuelve valiosos y la muerte en la lucha nos vuelve eternos!
Los ejércitos de Aníbal y Ahuizotl, el de mirada penetrante, comenzaron
a avanzar, al frente iban los animales de ataque, abriendo con los elefantes.
La Primera Legión aguardaba inmóvil a las faldas del monte, la estampida se
dirigía hacía ellos. Escipión sabía que el espacio entre las filas de soldados no
le permitiría hacer un hueco suficiente para que los paquidermos los pasaran
de largo como lo había hecho en Zama, y aun cuando lo lograsen, los felinos
que venían a continuación no actuarían de la misma manera.
Del círculo formado por la Guardia Pretoriana surgió Paolo, el del escudo
inquebrantable, cargaba un arco casi tan alto como él y una flecha encendida
en la punta. Tensó la cuerda y disparó el venablo a una distancia y con una
precisión imposible para un ser humano. La diana era una trampa elaborada
gracias a la distracción que provocaron las catástrofes; una zanja de unos
treinta centímetros de profundidad por dos metros de ancho y doscientos de
largo, rellena de una mezcla de brea y resinas cubiertas con hojas secas y
algunas substancias de aspecto terroso. En cuanto la saeta hizo impacto, una
barrera de fuego se levantó frente a los animales.
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Ante la presencia de las llamas los elefantes trataron de frenar, pero el
impulso que llevaban no les permitió hacerlo a tiempo, ni siquiera a los de
adelante, que además se vieron empujados por los que les seguían. Muy
pocos lograron pasar, envueltos en fuego, donde un par de flechas los
recibían para dar fin a su agonía. Los demás retrocedieron despavoridos
aplastando leones y jaguares antes de llegar a los hombres vampiro que
venían tras ellos y los aniquilaban al momento, no así a los felinos
sobrevivientes a la embestida, que fueron reagrupados por sus entrenadores, o
mejor dicho, por los señores de las bestias.
Nada más el vuelo de las águilas traspasó el muro de fuego, sólo que al
llegar sin el apoyo de los otros animales, y al saber los soldados de Alejandro
que el ejército enemigo se había visto obligado a detener el paso, las aves
fueron presa fácil de los arqueros, quienes podían distraerse con ellas por al
menos unos segundos. Varias alcanzaron a escuchar el llamado de su amo y
retornar, la mayoría sucumbió bajo el inmisericorde ataque.
Escipión el Africano comenzó a golpear su escudo y a gritar:
- ¡Fieri, fieri! –pronto le hicieron coro sus soldados, después la legión
completa.
Sin entender la razón de los gritos, Felipe el Hermoso preguntó:
- ¿Se han vuelto locos acaso o qué pretende ese desquiciado romano?
- El infeliz simula estar en el circo y pide más fieras para continuar con la
diversión –respondió fríamente Aníbal, sin quitar la mirada del enemigo.
Un par de helicópteros de agencias de noticias llegaron para cubrir la
batalla. Al darse cuenta de que las aeronaves no eran fuerzas hostiles, ambos
contrincantes las ignoraron; más aún, la humanidad necesitaba enterarse de lo
que ocurriese, era el momento de que abrieran los ojos...
¡La Guerra por la Nueva Era... la Guerra del Final de los Tiempos... había
comenzado!
Y, en eso, los dos bandos coincidían.
El ejército de Ahuizotl y una brigada de la Raza de la Eternidad, dirigida
por Hermann, reiniciaron el avance; las otras dos permanecieron
estacionadas, tal y como había predicho Alejandro. Atravesaron la barrera de
fuego, sin importarles las quemaduras que sufrían, y comenzaron a salir del
otro lado de las llamas dispuestos a atacar a la Primera Legión; las espadas
estaban listas, los colmillos y garras también, apenas unos metros separaban a
los adversarios. Los arqueros de Atila se prepararon a disparar la primera
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ronda de flechas.
Una vez que terminó de dar las indicaciones para dibujar los símbolos del
ogam, y de ella misma haber realizado algunos, Boadicea, la de cabellera de
fuego, tomó el plato que habían usado para el ritual de Max, y mezcló en él
varios polvos que llevaba, rasgó un pedazo de tela de su túnica y cubrió el
recipiente. Se acercó a Paolo, le pidió una nueva saeta encendida; arrojó el
plato al cielo y segundos después una flecha enardecida lo perseguiría hasta
darle alcance y producir una intensa y cegadora luz blanca en el cielo.
El destello hizo que el piloto de uno de los helicópteros perdiera el
control y se estrellara en las inmediaciones; el otro milagrosamente logró
mantener el control y evitar que colisionara. La precisión de la centella
también provocó que algunas de las flechas lanzadas por los vampiros de
Atila erraran, inclusive distrajo y cegó a varios de los soldados de Aníbal y
Ahuizotl; no así a los del cónsul macedonio; ellos estaban de espaldas a la
luz. No inutilizó a ningún vampiro; sus oídos les permiten guiarse tan bien
por el sonido como lo hacen con la vista. Se dio pues el inevitable choque de
esas dos fuerzas colosales.
Fiel a su costumbre, Alejandro estaba en la primera línea de batalla. Si
bien el macedonio había sido uno de los genios militares más grandes, quizá
el general más grande que el mundo haya conocido, también era temerario.
Sabía que su fortaleza era superior a la de cualquier enemigo; además de ser
un guerrero diestro, contaba en ese momento con más de dos mil años de
experiencia y junto a él, y dispuestos a dar la vida por él, estaban más de mil
cuatrocientos duploukden-awi bien entrenados, primero por Artemisia y luego
por otros, dentro de los que se contaba él mismo; al lado tenía al más
experimentado pretor, enemigo del pueblo en el que había nacido, compañero
solidario desde hacía milenios. En esos días, y muchísimos siglos atrás, él y
Darío formaban parte de una misma raza. Olvidadas las querellas de antaño y
desaparecidos los imperios que dirigieron, ahora luchaban por algo mucho
más grande, mucho más puro y glorioso: el Imperio Perfecto.
La Primera Legión aguardaba inmóvil, semejante a los soldados de
Terracota de su otro gran enemigo; esperaba la colisión de las fuerzas
oponentes. Al estar a unos diez metros de los rivales, muchos de los hombres
vampiro fueron alcanzados por flechas. A diferencia de una guerra
convencional en que los arqueros lanzaban sus proyectiles cuando el ejército
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oponente se encontraba todavía a gran distancia, ellos esperaban a que el
adversario se encontrase a mayor proximidad para hacer los primeros
disparos, de otra manera el resultado era casi nulo; si la herida no era mortal,
sanaría al momento de llegar contra los scurêodeni, haciendo inútil su labor,
además de que un tiro lejano les brindaba la oportunidad de esquivar los
venablos.
Se produjo el choque de los ejércitos. Cielo y tierra se cimbraron por
igual ante la colosal embestida. El golpe inicial lo dieron los vampiros: las
ansiosas estocadas de las espadas o las garras en busca de un soldado fueron
detenidas por los escudos de los legionarios, que quedaron abollados a pesar
de ser de acero. Tras recibir el primer impacto, los legionarios, a su vez,
dirigieron sus empuñaduras o zarpas contra los atacantes, que en muchos
casos también daban contra un escudo, y en otros corría con mejor suerte
hiriendo al adversario; rara vez matándolo.
La totalidad del ejército de Ahuizotl era menor que sólo una de las
columnas del de Aníbal, y al tener como objetivo la parte central de las tropas
enemigas, se decidió que el contingente de César Borgia se concentrara en el
costado de la cohorte de Escipión, el de Shaka hiciera lo mismo con la de
Ashoka y el de Hermann atacara el frente completo de la Primera Legión.
La desventaja en número no era factor a considerar para Alejandro, el
imbatible, por el momento; debía aprovechar tanto como durase la
oportunidad de enfrentarse sólo a una de las tres columnas de las huestes del
cartaginés que, sumadas a los soldados de Ahuizotl, apenas superaban los dos
millares; mientras que una legión se componía de casi mil quinientos
duploukden-awi, entre legionarios, oficiales y guardias personales.

Escipión, el domador de fieras, sabía que a pesar de la complejidad de


luchar contra un batallón de Ahuizotl y un par de pelotones de la brigada de
Hermann, la batalla se decidiría por lo que sucediera en el medio. Debía
desembarazarse pronto de los lamwadeni que lo distraían en el costado, para
auxiliar a sus hermanos en el centro.
Después de dar y recibir los primeros golpes, Escipión ordenó a los del
frente que usaran los escudos para aventar a los adversarios. Los oponentes
quedaron aturdidos por un momento; se repusieron de inmediato y regresaron
al ataque con más ahínco, creyendo que los rivales habían actuado así en
busca de tiempo para reacomodarse o tomar breve respiro. El astuto pretor
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ordenó que tanto la primera formación de infantería pesada como la de
jabalineros se hicieran a un lado, dejando pasar de largo a unos sorprendidos
vampiros y atrapándolos entre ellos y la segunda línea de scurêodeni, incluido a
su general quien también iba al frente.
Al percatarse de lo ocurrido y de que César Borgia se hallaba rodeado de
enemigos, varios nebutsen-zetamlig brincaron sobre la línea frontal de hombres
lobo, dispuestos a hacer el máximo sacrificio por salvar la vida de su general.
De poco sirvió el arrojo, eran interceptados en el aire por flechas o lanzas, al
impacto de las cuales a veces regresaban al frente y otras caían heridos a los
pies de los predadores.
César Borgia, el caballero de la fe, no se acobardó ante tal escenario;
luchó con más fiereza. No era nuevo en enfrentarse a los cerberos, quizá ni
siquiera era la vez que en mayor peligro se había puesto. Confiaba en que su
destreza y sangre fría le sacaran del apuro, como en tantas otras ocasiones.
Con una mano esgrimía el alfanje y con la otra atacaba con la garra, usándola
como si blandiera varias dagas. A pesar de verse superado en número y de
que la fuerza de la mayoría de los adversarios era superior a la suya, mostró
habilidad como gran guerrero. El corazón del legionario que osaba
acercársele terminaba en sus manos.
Aun cuando Láquesis otorgue nuevas mediciones con su vara, y a pesar de
que Cloto conceda hilar más de la cuenta, llegará el momento en que las
hermanas decidan que es tiempo de que la tercera, Átropos, actúe y corte el
hilo para siempre. Posiblemente fue un dios o una simple fatalidad la que
hizo que Daphne, la tribuno que comandaba a los hasjêdeni, volteara la vista en
el momento preciso para que lanzara su jabalina y lograra incrustarla en la
pantorrilla del más experimentado general de la Raza del Sol. Y como abejas
a la miel, los zenolk acudieron ante el dulce aroma de la sangre de César
Borgia. Una buena cantidad de lanzas lo penetraron por distintos puntos del
cuerpo y varios scurêodeni aprovecharon la situación para clavar en él sus
espadas. Al final, la tribuno que había dado inicio a la secuencia mortal llegó
al sitio en el que el antiguo cardenal caía sin fuerzas, desenfundó su xifos y
perforó el corazón del hijo del papa Alejandro VI, dando término a su
existencia.
En el flanco contrario, la vida de Shaka no corría peligro, al menos no
inmediato; sus huestes eran bien contenidas por la cohorte que Ashoka, el
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defensor alpino, comandaba. Como había hecho su compañero, el antiguo rey
de India deseaba poner sus garras sobre el general rival; sabía que las razones
de Ahuizotl para haberle otorgado esa jerarquía al zulu, sobre otros de mayor
edad, eran evidenciadas en el momento de la lucha, y el remover del campo
de batalla a un contrincante tan destacado siempre era algo encomiable.
A sólo unos metros hubo otro que tuvo el mismo pensamiento, que lejos
de haber aprendido la lección estaba por cometer un error todavía mayor en
un afán por recuperar la buena voluntad de su general. Envalentonado por la
presencia de sus superiores, un vampiro de raza nórdica se lanzó en pos de la
revancha por la afrenta recibida sólo días atrás, contra una de las peores
opciones que pudo haber escogido.
Hasta ese momento Ashoka el Grande no había entrado en combate; por
difícil de creer que sea, más importantes que sus colmillos eran las
instrucciones que proporcionaba a las tropas. Además, el célebre monarca
hindú estaba al acecho, en espera de una oportunidad que le permitiese saltar
sobre la presa que ya había seleccionado. Nada lo sacaría de concentración, ni
siquiera el vampiro rubio y el grupo que lo secundaba en su esfuerzo por
llegar hacia él.
El ingenuo lamwaden creyó que su físico le sería suficiente para imponerse al
célebre monarca de India, ignorando que este había salido victorioso de
luchas contra verdaderos titanes.
Varios vampiros imaginaron poder auxiliar al incipiente héroe generando
distracción en el lado opuesto, e impusieron nuevos bríos al ataque contra la
infantería pesada de los zenolk. Hermann también lo notó y sabía que el
resultado de la incursión no podía ser otro que la muerte de sus subalternos.
No mandó refuerzos; no desperdiciaría la vida de valientes por salvar a un
puñado de obtusos. Nadie que pensara tener una oportunidad contra Ashoka,
después de haber sido vapuleado por Yoritomo, merecía que otros se
sacrificaran.
Como es de suponer, los guardas personales del gran rey indio se
percataron de las intenciones del enemigo y estuvieron a punto de
interponerse entre el agresor y su maestro, pero un gesto del pretor los detuvo
y los mandó a que aprovecharan la escaramuza.
Sólo unos metros separaban al hombre vampiro del objetivo. Podía
saborear la sangre, como si ya el hacha de doble filo hubiese destrozado el
cráneo del perro rabioso al que iba a sacrificar. La mujer que lo acompañaba
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tenía las garras listas para concluir la tarea, en caso necesario.
El arma se levantó; no bajó. Con una sola mano Ashoka, el defensor
alpino, detuvo el golpe. Incrédulo, el lamwaden no pudo ver cuando la «Espada
Serpiente» fue desenfundada, apenas atisbó el reflejo del acero en camino al
pecho de su compañera, para luego sentir cómo se introducía por debajo de
su quijada y salir por la cima de su cabeza.
Un segundo después las fuerzas de Shaka recibieron el contrataque de los
legionarios de Ashoka. La distracción se había volcado en contra de los
vampiros.
Había transcurrido cerca de una hora desde el inicio del combate y Aníbal
no percibía que su estrategia fructificara; se había dado cuenta de que la
cohorte central de la Primera Legión no tenía pensado avanzar, a pesar de las
facilidades que para ello se le brindaban. El patriarca de la Raza de la
Eternidad ordenó a Yugurta se pusiera al frente de la segunda brigada y fuera
en apoyo de Hermann; llevaría consigo las bestias que habían sobrevivido al
infierno. Juntas, las dos brigadas, deberían penetrar el cuerpo central de la
legión de Rómulo y dividirla, tal como el romano había predicho; el hecho de
que lo hiciera no constituía una fácil defensa, mucho menos la victoria, ni
significaba que Aníbal no pudiese reacomodar de nuevo sus tropas.
Y es que si bien las cosas marchaban casi a la perfección para los
duploukden-awi en los flancos, no sucedía lo mismo en la lucha central.
Hermann, piel de dragón, llevaba un martillo de guerra como arma, la
sostenía con ambas manos y estrellaba contra cascos o escudos que no
resistían, contra músculos y huesos que se pulverizaban; y ahora, junto a él,
Yugurta ensartaba su lanza a cuanto zenolk alcanzaba, que luego arrojaba a sus
soldados para que lo exterminaran. Varios arxodeni concentraron sus tiros en
los dos titanes; ellos evitaban que las flechas dieran en el blanco o las
ignoraban aun cuando los hubiesen alcanzado. Sólo de vez en vez las
arrancaban para permitir que la herida sanara y tomar un leve respiro.
Los leones, jaguares y águilas supervivientes ya no constituían un número
suficiente como para mandarlos en estampida; sin embargo, podrían sacarles
algo de provecho; fueron amaestrados para distinguir el aroma de los zenolk,
entrenados para odiarlos y desearlos más que a nada, razón por la que, en
cuanto los soltaban, se lanzaban con gran frenesí hacia la presa. La
distracción que generaban en el soldado que los recibía, fue suficiente en
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muchas ocasiones para que un hombre vampiro concluyera la labor de la
fiera.
La lucha en cualquier punto era fenomenal, quizá más en el centro donde
Alejandro repartía estocadas y zarpazos por doquier. Rara vez estos eran
detenidos por un escudo, que de cualquier manera no podía evitar, al menos,
una fractura en la extremidad que lo sostenía ante la fuerza del impacto de
«Testurêto»; brazos y piernas salían volando después de un golpe del más
extraordinario guerrero del ejército de Rómulo, que los legionarios que lo
circundaban aprovechaban para finalizar la tarea y destrozar el corazón o el
cerebro del herido. Pero Alejandro buscaba algo más, la víctima que volcase
la contienda a su favor y que tras la batalla, de paso, le proporcionara una
digna ofrenda para Heracles.
Cuando no era el macedonio, Darío alentaba, ordenaba a los soldados no
ceder un solo centímetro ante la embestida del enemigo; el antiguo rey persa
no se limitaba a dar instrucciones, luchaba con fiereza, mataba a tanto
lamwaden como podía y devoraba corazones como si se encontrara en un gran
festín.
Darío ya no peleaba junto a su cónsul, ambos se habían separado para
diseminar mejor las órdenes. El padre de Jerjes era mayor que Alejandro,
Rómulo lo había transformado más de un siglo antes de que el macedonio
siquiera naciera; sin embargo, nunca cuestionó que a Alejandro lo hubiesen
nombrado cónsul y no a él; lo admiraba, respetaba e inclusive reconocía que
el genio de Alejandro Magno era superior al suyo, y no lo envidiaba por ello,
se sentía orgulloso de pelear bajo sus órdenes, de combatir junto a él. Se
rehusó cuando Rómulo lo quiso ascender, alegó que unidos eran invencibles,
aunque ahora su estrategia los había llevado a separarse.
Los que sí combatían próximos eran Hermann y Yugurta, quienes al fin
estuvieron cerca del persa. Darío instruyó a un centurión para que se
concentraran en los dos caudillos lamwadeni. Una buena parte de la centuria
dedicó su ataque a los dos generales o a los hombres vampiro que los
rodeaban, pero al ver lo que el pretor tramaba, llamaron a su vez a varios de
los suyos. Haciendo gala de fuerza, el líder del ejército atacante en la batalla
de Maratón y el centurión, lograron tener al alcance a Yugurta, el segundo
clavó su spatha en el costado izquierdo del númida, el acero quedó cerca del
corazón. Darío clavó su garra en el pecho de Yugurta, al tiempo que el sable
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de un vampiro perforó su hombro opuesto e hizo que la agresión errara por
centímetros. Antes de que el pretor extrajera la zarpa e intentara un nuevo
embate, el martillo de Hermann lo golpeó en el tórax y le fracturó las costillas
de ese costado. Yugurta tomó con una mano al centurión por el cuello, con la
otra retiró el arma clavada en su cuerpo y la usó para perforar el corazón del
insolente zenolk. Darío cayó al suelo producto del golpe recibido y, antes de
que pudiese recuperarse, el guerrero germano saltó sobre él, encajó sus
colmillos en la garganta del rey persa e introdujo sus garras en el pecho; las
suyas no fallaron.
Varios reporteros llegaron, así como otros dos helicópteros de agencias de
noticias. Ninguno estaba tan bien posicionado como Gianna y Francesco;
haber llegado al lugar antes de iniciada la contienda les dio una ubicación
privilegiada. La gente alrededor del mundo estaba anonadada, olvidaron
incluso por unos momentos las tragedias que los azotaron durante el día y de
las cuales todavía sufrían los efectos. No faltaban los que hacían apuestas a
favor de uno u otro bando. Los más inteligentes se preguntaban qué pasaría
con ellos una vez que se erigiera un ganador.
Mientras Boadicea y Sif recitaban distintos conjuros, que provocaban que
muchas de las saetas lanzadas por los arqueros de Atila se incineraran en el
aire o detuvieran su vuelo al poco de ser disparadas, las demás vestales
preparaban polvos similares al que había hecho la reina celta, menos
potentes, que arrojaban a los adversarios y eran incendiados gracias a la
flecha de algún pretoriano.
Molesto por la actividad de las lobas alfa, el caudillo huno comentó:
- ¡En mala hora se me ocurrió dejar a mis brujos, tontamente no creí
necesitarlos! ¿Tú sabes algo de hechicería, cierto Cleopatra?
- Sí, pero no la suficiente para combatir a la bretona. Con algo de suerte
tu Grupo de Asesinos o los de Vlad podrían enfrentársele, pero sabemos que
sólo Ellas serían capaces de detenerla.
Una piel de lobo gris cubría el pecho y la espalda alta de Tamerlán,
destructor de murallas; él dirigía a los arqueros de la Raza de los Jinetes
Obscuros, quien al percatarse de que el daño que las flechas causaban en sus
enemigos no constituiría un factor decisivo en la batalla, decidió ir de cacería.
El círculo de arqueros se centró en el altar y por lo mismo en la Guardia
Pretoriana y, como hacen los tiburones, cerraron el cerco poco a poco; iban a
caballo, y a pleno galope disparaban los venablos mientras se acercaban al
ara.
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La proximidad de estos enemigos hubiese sido preocupante ante la
imposibilidad de la Primera Legión de auxiliarlos; los soldados de Aníbal y
Ahuizotl los tenían bastante ocupados. El cuerpo inerte del recién iniciado era
el premio máximo de los fieros depredadores; el camino no estaba libre. Para
alcanzarlo debían pasar por los senadores y las vestales, que sin ser guerreros,
ponían al servicio de la defensa de Max garras, colmillos y una fuerza
extraordinaria; ellos eran la última línea, quienes participarían sólo en caso
extremo. Antes se encontraba la Guardia Pretoriana, el comando elite del
ejército de Rómulo, reforzada por los tres hombres lobo más poderosos de
todos, los tres duploukden-awi prifûno.
Los jinetes se acercaban más a los pretorianos, que firmes aguardaban el
ataque. Temür ordenó a un centenar de los suyos que embistieran mientras
los demás disparaban flechas. Igual que lo hiciera la Primera Legión, la
Guardia Pretoriana recibió a los caballos con los escudos, frenándolos en
seco y luego usando la lanza que llevaban, dirigiéndola al jinete. Cien
hombres vampiro más atacaron en otro punto de la formación de los
pretorianos, luego otros cien y después otros cien. Cuando el antiguo señor de
Samarcanda constató que los pretorianos se encontraban bastante ocupados,
se lanzó al ataque con el resto del contingente.
Al tiempo que Tamerlán y sus hombres agredían a la Guardia Pretoriana,
Aníbal envió a Mitrídates, el del arco argento, con la tercera brigada, para que
junto con el resto de los vampiros de Atila apoyaran a Ahuizotl. Estaba
decidido a terminar ese mismo día con Rómulo y los legionarios ahí reunidos.
Después, con calma, cazaría a los demás, acéfalos, como las bestias que eran.
En ese instante, portando una tilma color verde, el collar con el caracol
colgándole del cuello y un macuahuitl en la mano, apareció Tlacaélel
acompañado de su cohorte completa. Todos percibieron el arribo de este
nuevo contingente; cada quien continuó con la lucha en la que estaba
inmerso, expectantes ante lo que sucedería.
El ideólogo del Imperio Azteca y su grupo se dirigieron hacia donde
estaba Aníbal. Al ver la dirección que tomaban, el cartaginés bajó la mirada y
le preguntó a Fouché:
- ¿Estás seguro de que están de nuestro lado?
- Supimos la ubicación del ritual del Sokun Romuzo por Julio César, no por el
pobre informe que nos dieron Barba Azul y la Brinvilliers –respondió el
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ministro con mayor seguridad en sus palabras de la que hubiese deseado
expresar.
- De cualquier forma no me agrada que se me acerquen tantos zenolk,
menos cuando mis mejores hombres están en el campo de batalla.
A pesar de contar con su guardia personal al lado, Aníbal ordenó que
regresaran el coloso póntico y los demás hombres recién despachados. El
contingente que se aproximaba era mucho mayor que el suyo y no quería
correr riesgos. Tlacaélel lo notó y cambió el rumbo; viró hacia el altar.
El ejército de Julio César se limitaba a una sola legión, comandada por él
y dividida en dos cohortes, cada una con dos manipulios, que a su vez eran
formados por cuatro centurias de cien hombres cada una. Tlacaélel mandó al
primero de sus manipulios, a cargo de Mohamed el Conquistador, hacia la
batalla principal, mientras que el segundo, que dirigía Caupolicán, lo seguiría
en su trayecto al tabernáculo.
Los primeros en llegar fueron los hombres de Mohamed, quienes lejos de
auxiliar a unos sorprendidos vampiros, se unieron a la Primera Legión. El
conquistador del Imperio Bizantino mandó una centuria a cada uno de los
flancos y él, junto con las otras dos, fue a apoyar en el centro de la batalla a
Alejandro Magno, quien llevaba solo el control a raíz de la muerte de Darío,
aunque auxiliado por sus tribunos.
Al ver lo sucedido Aníbal desmontó del elefante, con el rostro
encolerizado se aproximó a Fouché y le dijo:
- ¿Qué es esto? Creí que habías conseguido que Julio César nos apoyara.
De no ser porque mandé regresar a Mitrídates, esos zenolk nos hubiesen
atacado y no quisiera pensar en el resultado.
Cayendo de rodillas, suplicante, Fouché respondió:
- ¡Perdona, mi señor! Él me lo aseguró y como prueba me informó sobre
su reunión con Alejandro y Cicerón –y murmurando añadió–; la culpa no ha
sido mía.
El cartaginés lo escuchó y repuso:
- ¡Entonces de quién sino de aquél que orquestó esta patética y ficticia
alianza!
Sin levantar la mirada y conservando el mismo tono bajo de voz, Fouché
contestó:
- Del que la ideó en primer lugar. Yo nunca te hubiese aconsejado liarte
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con Julio César, esa fue una idea impulsiva e irracional; pregunta a tu señora,
ella corroborará que siempre estuve en desacuerdo.
- No estoy para indagaciones. ¡Tengo una guerra que ganar!
Aníbal regresó a su montura e indicó a Mitrídates que marcharía junto
con él hacia la contienda; antes de partir ordenó a Desdémona, teniente
coronel de su guardia personal:
- Esta falta no puede quedar impune. ¡Maten al culpable!
-¿Al Ministro Fouché? –indagó Desdémona, quien igual que el resto de la
guardia personal de Aníbal llevaba una cota de malla con la cabeza de un
león hecha en bronce, y debajo un biquini de cuero.
- No, José tiene razón. Felipe es el culpable, fue idea suya buscar una
alianza con Julio César.
Aníbal partió sin voltear ante los gritos suplicantes de Felipe el Hermoso,
a quien los guardias del orgullo de Cartago sujetaron para que su jefa le
arrancara el corazón.
Con el paso de un fantasma Fouché se aproximó a Cleopatra y le susurró:
- Perdone mi señora que haya salido su nombre pero, como lo dije, usted
es la única que conoce mis verdaderos sentimientos.
- Tus verdaderos sentimientos son un misterio menos descifrable que los
designios de Anubis y tan desconocidos como su morada, y ahora si me
disculpa Ministro, voy al lado de mi esposo. Algo ocurre en la cima del
monte y debemos llegar ahí cuanto antes.
El antiguo Mitrailleur de Lyon se quedó con el resto de los ministros de
Aníbal, los consejeros de las otras dos casas y un reducido grupo de guardas
para su protección. Había sido humillado frente a todos, también había
salvado el pellejo: el balance era positivo. Más aun si tomaba en cuenta que
durante el proceso se había librado de un rival que a últimas fechas se había
tornado bastante incómodo. Nadie lo sabía hacer mejor que él, debía estar
satisfecho. Pero la afrenta de Julio César no podía quedar impune. Él era
quien traicionaba, no los demás a él. Él era quien en el momento preciso daba
el brinco al bando más fuerte, no los otros. La batalla continuó, pero en la
mente de Fouché sólo existía una cosa: comenzar el tejido que envolvería en
su perdición a Julio César.
Previo a que Tlacaélel, el de alma imperturbable, alcanzara el sitio del
altar, antes inclusive de que Mohamed se uniera a la Primera Legión, la
última oleada de ataque comandada por Tamerlán había logrado penetrar el
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círculo formado por la Guardia Pretoriana. Estos eran excelentes guerreros,
con gran experiencia y superiores en fuerza a la mayoría de sus adversarios,
pero aquellos los superaban en número.
La primera de entre los soldados de Tamerlán en sobrepasar a la guardia
fue una vampiresa afro americana; sus músculos estaban tan marcados en el
cuerpo como el objetivo en su mente: matar al Sokun Romuzo. Sin embargo, al
cruzar por uno de los signos del ogam quedó paralizada, incapaz de
defenderse cuando Boadicea se acercó a recolectar su corazón. El siguiente
guerrero en superar a los pretorianos habiendo presenciado el final de la
vampireza, brincó sobre los símbolos, pero incluso así cayó bajo el influjo y
quedó también inmovilizado en el aire, corriendo la misma suerte.
Una vez que perecieron varios vampiros y los cadáveres cubrieron los
míticos signos, cuando la sangre llenó los diminutos canales que les daban
forma borrando las figuras, entonces se abrió una brecha en la barrera
invisible. Rómulo, Boadicea y Sif rodearon el cuerpo inerte de Max. La
Guardia Pretoriana continuó la lucha contra los atacantes; impedían que la
masa completa alcanzara el altar…, de cualquier manera varios comenzaron a
lograrlo.
Al verse rodeado por enemigos, Rómulo, el de corazón impertérrito,
lanzó un rugido que cimbró el suelo de toda la zona del Palatino, provocando
vacilación en los contrincantes, la que aprovechó para arrojarse contra ellos.
A pesar de la bravura de los soldados de Atila, más de uno fue presa del
miedo al enfrentar a tan formidable adversario, logrando, en el mejor de los
casos, presentar débil defensa. Varios cuellos y columnas fueron rotos antes
de que las zarpas del fundador de Roma perforaran los cráneos de sus dueños.
Las hojas de las espadas caían melladas al contacto con unas garras que
parecían haber sido forjadas en la fragua de Vulcano. Algunos perdían un
brazo o una pierna y ni bien se les había regenerado cuando otra arremetida
los mutilaba de nuevo.
Las lobas alfa peleaban contra una decena de vampiros cada una y si bien
la dama Sif no poseía la experiencia de los demás, su fuerza era inmensa,
sobre todo, luchaba con mayor pasión que cualquier otro guerrero; a pesar de
ser vestal y joven, demostraba haber sido instruida por Rómulo y Boadicea en
el arte de la guerra, y entrenada por Alejandro y Temujin, entre otros grandes
generales. Nadie tocaría a Max, no mientras le quedara al menos un soplo de
vida.
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A pesar de la maestría con la que repelían los tres lobos alfa a los lamwadeni,
hubo uno que logró colarse hasta el altar, y cuando se disponía a clavar los
colmillos en el corazón del joven iniciado, un hombre que llevaba puesta una
túnica púrpura se abalanzó sobre él, impidiendo que llevase a cabo tal
cometido. El salvador de Max, que como una sombra había surgido para
detener al posible asesino, clavó sus colmillos en la garganta del sicario y
buscó el corazón con las garras; el vampiro hizo lo mismo y al unísono,
matándose mutuamente.
Sif, la de rostro empíreo, volteó preocupada a ver lo ocurrido, esperaba
constatar que Max estuviese ileso, momento que fue aprovechado por uno de
los contrincantes para golpearla, arrojándola sobre el ara. Un hombre vampiro
brincó, quedando de pie entre Sif y Max; alzó un lucero del alba presto a dar
un golpe fatal. La siberiana rodó y quedó sobre Max, cubriéndolo con su
cuerpo. La maza cayó destrozando el antebrazo de Sif. Esta pateó la rodilla
del atacante, fracturándosela y haciéndolo caer. Antes de que ella diera un
nuevo golpe, una mano tomó al lamwaden por el cuello para luego azotarlo
contra la superficie del altar.
- ¡Quit quet seo’h audmao’seo ek adseze ek ean Romulou ekha Boadica-un fiom-un mugureg,
nounn ponall’seo sproz misto quet ean môrel! –el vampiro escuchó su sentencia, previo
a que las garras de su atacante le cercenaran el rostro y despedazaran el
cerebro.
Tlacaélel y el manipulio que lo acompañaba llegaron a las inmediaciones
del altar en el momento en el que Max despertaba del trance y mataba al
hombre vampiro que había agredido a su prometida.
Tan pronto tuvieron al alcance a los primeros lamwadeni, los soldados del
pretor mexica atacaron. Tamerlán vio frustrado su intento de asesinar al Sokun
Romuzo; y si eso no fuera suficiente, combatir contra la Guardia Pretoriana
resultó una tarea por demás difícil, máxime al estar ahí los tres lobos alfa, ya
con la llegada de refuerzos la situación se tornó poco menos que imposible.
Sin embargo, una retirada no sólo era indigna, era inútil; si aprovechaba su
posición y atacaba la retaguardia de la Primera Legión, ellos quedarían entre
esta y el contingente contra el que ahora combatían. Huir no era una opción.
Aníbal, ánimo de león, se unió a su ejército. La brigada de Mitrídates
apoyaría a las otras dos por el centro, mientras que el remanente del

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contingente de Atila lo haría por los flancos. El cuerpo central de la Primera
Legión no había caído en la trampa y no avanzó. Sabía que era poco probable
que los perros mordieran el anzuelo, la táctica usada en Cannas más de dos
milenios atrás era ampliamente conocida; valía la pena haberla intentado.
Tampoco logró penetrarlos por el centro; los refuerzos de Mohamed lo
impidieron cuando estaban echándolos hacia atrás. Bien, pues los atacaría por
todos los frentes. La inclusión de su tercera brigada y el remanente de las
tropas de Atila significaban un apoyo mucho mayor que el brindado por los
hombres del otomano.
Su esposa también se había incorporado a la batalla, despojándose del
vestido blanco que llevaba y dejando sólo el biquini dorado que la hacía
parecer una amazona en combate. ¡Qué afortunado era al contar con ella! Su
belleza, aunque legendaria, era el menor de los atributos; pasión, lealtad,
inteligencia y arrojo eran mucho más valiosos para él. En ese instante luchaba
al lado del gigante póntico. Los adversarios que eran derrumbados por la
fuerza de Mitrídates, eran aniquilados por Cleopatra, la incitadora al pecado.
Eran tan eficientes como la pareja de Hermann y Yugurta.
El más célebre de los Bárquidas se limitó a dar órdenes, hasta que un
imprudente jabalinero lanzó su arma al cuello del elefante, despojándolo así
de la grandiosa montura. Aníbal se irguió y comenzó un feroz ataque. ¡Ahora
conocerían los perros de Rómulo el verdadero poder de un vampiro! Los
zenolk podían ser más fuertes que la mayoría de sus soldados, pero no más que
él, y mucho menos más ágiles y rápidos. Varios espectadores jurarían que
voló, cuando en realidad dio un gran salto y moviéndose a una velocidad
apenas perceptible para el ojo humano, se colocó en medio de varios
oponentes que trataron de enterrarle las espadas, que acabaron clavadas en los
propios compañeros; el cartaginés esquivó de una manera formidable cada
una de las estocadas, para después aniquilar a aquellos que sólo fueron
heridos. El último de ellos, sintiendo todavía el frío acero de un gladius
clavado en el tórax, fue privado de los brazos para sucumbir lentamente,
mientras Aníbal consumía la sangre que le extraía por la yugular.
Max estaba despierto, ya no era necesario permanecer ahí; Rómulo
ordenó la retirada. Los hombres de Tlacaélel podrían no conocer a detalle las
formaciones y llamados del ejército de Rómulo, pero eran milicianos bien
entrenados y el azteca los comandaba con gran eficiencia.
Tamerlán, destructor de murallas, vio su oportunidad; quizá no tendría la
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fortuna de tomar la vida de Max o de otro lobo alfa, lo que sí estaba en sus
manos era complicar la salida del ejército.
Alejandro organizaba a su legión, se dirigían hacia el Este. Los oficiales y
Mohamed lo apoyaban, no era sencillo alejarse de un rival más veloz que
ellos.
Aníbal divisó al cónsul; debía aprovechar la oportunidad aunque estaba
fuera de su alcance. Mientras el macedonio se marchaba dio una orden a
Mitrídates, quien de inmediato sacó una flecha de su carcaj, la colocó en su
arco plateado y disparó. La saeta atravesó el muslo de Alejandro, haciéndolo
perder el equilibrio y obligándolo a caer. Al notar la ausencia de su cónsul,
varios de sus hombres retrocedieron.
El ejército enemigo iba lento, cauteloso, y a la vez disfrutando la huida de
los adversarios.
Alejandro retiró el proyectil que lo había herido, se incorporó pero sólo
para recibir uno nuevo, esta vez en la espalda y disparado por Tamerlán. La
tentación de ver herido y en el suelo al célebre personaje fue demasiado para
algunos hombres vampiro que corrieron hacia él. El que iba más adelante se
arrojó sobre el macedonio pero interceptado de inmediato en el aire; poco
pudo hacer ante el ataque de Max. Mitrídates disparó una nueva flecha; nunca
llegó a su destino, el joven lobo alfa la atrapó y luego la usó para clavarla en
el corazón del siguiente lamwaden.
Alejandro, caro a Artemisa, se incorporó ya sin el venablo y recuperado.
Volteó hacia Max, quien le dijo:
- Los amigos son como la sangre...
El hijo de Filipo no completó la frase, sonrió a manera de agradecimiento
y lo apresuró:
- ¡Vámonos de aquí!
En cuanto voltearon se toparon con un reducido grupo de soldados,
enhiestos, vestidos con túnicas largas con bordados, las cabezas cubiertas por
una tiara, dejando sólo ver rostros inexpresivos. Tenían una lanza apoyada en
el suelo, portaban además una espada corta al cinto y un arco con su
respectivo carcaj en la espalda. La mirada estaba clavada en los enemigos que
avanzaban. Eran la guardia personal de Darío y de los demás oficiales de su
cohorte, entrenados personalmente por el pretor fallecido. Eran los
Inmortales.
Alejandro no les ordenó retirarse, no los despojaría del honor de rendirle
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tributo al gran rey persa. Sabía que cada uno de ellos sucumbiría, pero
venderían cara sus vidas, y les podían brindar segundos o quizás hasta
minutos preciosos para lograr el escape.
Así terminó la primera batalla de la Guerra por la Nueva Era, bautizada
por Alejandro como Ean Genäs abo unis Nevu Heracles, y conocida por los
vampiros como la Milkaicht sheit Kjoklei.

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Capítulo XXII. Marte y Moloch

Los ejércitos de los tres padres seguían de cerca a los enemigos en retirada;
habían sido detenidos momentáneamente por los Inmortales, quienes
aprovecharon un paso estrecho para parapetarse, complicando el avance de
los hombres vampiro. A pesar de la dilación, los ahora perseguidores no
habían querido hacer uso de su velocidad para alcanzar a los soldados
evasivos, temían ser guiados hacia una emboscada, en especial Hermann, que
llegó inclusive a proponer se marcharan. Aníbal lo meditó unos instantes.
Atila y Ahuizotl se rehusaron, y llamaron cobarde y mediocre al guerrero
germano. Si bien habían tenido importantes bajas, también los rivales, y a
pesar de que no hubiesen podido matar al Sokun Romuzo antes de que
despertara, aún existía la oportunidad de hacerlo. Aníbal no deseaba irse
mientras las otras dos razas continuasen ahí, tampoco quería perder más
tiempo; decidió continuar.
Siguieron a los hombres de Rómulo hasta llegar al antiguo estadio que se
encuentra en la zona oriental del Palatino. En el extremo opuesto, la Primera
Legión comenzaba a formarse de nuevo, en esta ocasión de acuerdo con la
manera tradicional -tal como al inicio de Ean Genäs abo unis Nevu Heracles,
previo a las modificaciones hechas por Alejandro-. Tlacaélel ocupaba el lugar
de Darío y conducía a los hombres del pretor caído, sus legionarios
reemplazaron a los muertos de la Guardia Pretoriana y además lograron
reforzar la Primera Legión.
La luna había conseguido librarse de la prisión en la que las nubes la
mantenían y ahora bañaba con rayos de plata a cada soldado.
- Quédate atrás, observa y aprende –indicó el gran lobo alfa a su heredero.
- Pero Rómulo, tú mismo lo has dicho: ¡Esta es mi guerra! Mi aprendizaje
será mejor si lucho a tu lado –replicó Max con seriedad y a la vez con
humildad.
- Es cierto lo que dices; acata con fidelidad mis instrucciones, no olvides
que eres su objetivo principal.
Gianna y Francesco habían perdido la ubicación privilegiada que gozaron
a raíz de la retirada del ejército de Rómulo. Por fortuna no quedaron en
medio del paso de las fuerzas armadas; al moverse los contingentes ellos lo
hicieron también, manteniendo siempre prudente distancia. Cierto que no

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eran diana de de ninguno de los bandos, pero ellos no lo sabían, y aunque
reporteros profesionales, el miedo a lo desconocido es inherente al ser
humano. Con dificultad siguieron el devenir de las huestes de los hombres
vampiro y lograron de nuevo una buena posición, que les permitió ver lo que
les esperaba en el viejo estadio, algo que el oído de Aníbal ya había
detectado.
- Hermann tenía razón, es una emboscada y como estúpidos hemos caído
–señaló el Padre de la Raza de la Eternidad con notorio enojo.
Por los costados del estadio aparecieron los integrantes de la Segunda y
Tercera Legión de Rómulo y Boadicea, comandadas por Carlomagno y
Genghis Khan, respectivamente, contando el primero con Erik el Rojo,
Yoritomo y Ricardo Corazón de León como pretores; mientras que los
oficiales del segundo incluían en esos mismos cargos a Osmán I, Tashunka
Witko, mejor conocido como Caballo Loco, y Warakurna.
- Si seguimos avanzando nos envolverán de la manera que pretendimos
hacerlo nosotros –pronosticó Atila en tanto analizaba la formación de sus
adversarios–. Lo mismo sucederá si nos quedamos aquí.
- No lo haremos –sentenció tajante Aníbal–. Cada uno de ustedes divida
su ejército en dos, quédense con una parte y cedan al otro la segunda, quien la
comandará contra una de las legiones que aparecieron. De esta manera
mandaremos dos fuerzas del mismo tamaño guiadas por un Abato. Así estarán
capacitados de hacerle frente a los rivales. Mientras ustedes entretienen a los
refuerzos, atacaré con mi ejército completo a la legión de Alejandro, llevando
más soldados que cada uno de ustedes; nosotros nos enfrentaremos a cuatro
lobos alfa y la idea es regresar con la cabeza de al menos un par de ellos.
Ahuizotl, el de mirada penetrante, rio y declaró:
– Desconozco si tu propuesta me conducirá a acompañar a Huitzilopochtli
en su recorrido, lo cual lejos de amedrentarme me honraría. Haber realizado
el Tlachpahualiztli me permite estar preparado. Hagámoslo antes de que
acomoden posiciones e impidan nuestro cometido.
El antiguo tlatoani había perdido una cantidad considerable de soldados;
Atila registró bajas menores, a pesar de haber combatido contra la Guardia
Pretoriana, porque sólo había usado a su ejército completo al final, peleando
inclusive gran parte del tiempo a distancia. Debido a la muerte de César
Borgia, el Padre de la Raza de los Jinetes Obscuros no sólo cedió a Ahuizotl
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la mitad de sus hombres, sino también a uno de sus generales, Pachacuti,
quedándose él con los otros dos: Ragnar Lodbrok y Tamerlán. Entonces Atila
atacaría a la Segunda Legión, Ahuizotl a la Tercera. Sólo bastaron un par de
órdenes para que con gran eficacia y rapidez se dispusieran los contingentes
de la manera acordada. Cada uno se dirigió al objetivo con rapidez; había que
impedir que los enemigos llevaran a cabo su estrategia.
El Abato Yinshuss Shehinn, acompañado por Shaka y Pachacuti, iba al frente de
sus tropas; en unos segundos estuvieron posicionados de cara a los
adversarios, impidiéndoles que atacaran al ejército de Aníbal y se reunieran
con las demás legiones.
Si bien las tres legiones incluían el mismo número de efectivos y estaban
subdivididas de igual manera, los cónsules tenían libertad de adaptar las
funciones de las huestes según el particular parecer, por ello, las cohortes de
la Tercera Legión contaban con dos manipulios de arqueros, uno de scurêodeni
y ninguno de jabalineros.
Al aproximarse el ejército de Ahuizotl, lejos de tratar de evitarlo y buscar
alcanzar la meta inicial, el cónsul mongol ordenó a sus hombres que tensaran
las cuerdas de los arcos curvados. Los enemigos se desplazaban a máxima
velocidad, por lo que hubiese sido imposible para un hombre acertar, mucho
menos conseguir un disparo letal, pero los mejores arxodeni del ejército de
Rómulo se encontraban en la Tercera Legión. Alejandro decía que Apolo los
bendecía, probablemente, pero si lo hacía era por la dedicación de Temujin
para entrenarlos. Cientos de flechas salieron contra el ejército del antiguo
tlatoani; la velocidad y agilidad de sus hombres les ayudó a esquivar varias
de ellas, no todas. Y aun cuando algunos de los heridos lograron que, al
menos, no les dieran en corazones o cráneos, otros no lo consiguieron. Sólo
pudieron disparar, con precisión admirable, unas cuantas veces antes de que
los lamwadeni impactaran contra la primera línea de scurêodeni. Cuando esto se
dio, mientras la infantería pesada combatía contra el frente del ejército
contrario, conteniendo a los demás, los arqueros del lobo mongol
continuaban su ataque, ahora contra un blanco más quieto, y con menos
espacio para esquivar las saetas.
Para reducir la profundidad de las líneas y evitar ser masacrados por los
arqueros del enemigo, Ahuizotl ordenó a Shaka y Pachacuti que agredieran a
la legión por los costados; así, además de rodearlos, obligarían a un buen

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número de arxodeni a combatir cara a cara.
El contingente de Atila, precipicio de señores, se lanzó contra la legión de
Carlomagno con la misma prisa que el de Ahuizotl. El Azote de Dios reservó
para sí a sus jinetes y arqueros. ¿Para qué dárselos al azteca?, de seguro los
desperdiciaría. La destreza de sus arqueros era remarcable, no tenían nada
que envidiarle a los de Genghis Khan. Una parte de su ejército, guiada por
Ragnar Lodbrok, conformada por los soldados cedidos por el tlatoani y
aquellos suyos que carecían de montura, corrieron a gran velocidad,
parapetándose entre el enemigo y el punto que suponían debían alcanzar.
Ragnar no perdió tiempo y comenzó el combate. Una segunda parte del
ejército, liderada por el mismo Atila, se unió al ataque, formaron dos líneas
perpendiculares, quedando los adversarios entre ambas, y el punto de
convergencia de estas tras las fuerzas dirigidas por el rey vikingo. Los jinetes
no estaban estáticos, cabalgaban a lo largo de una u otra banda y desde ahí
disparaban. El terreno que los separaba era suficiente para que la infantería
pesada no pudiera alcanzarlos, y al ser mejores arqueros que los contrarios,
sus tiros eran más precisos. El último contingente, el comandado por
Tamerlán, dio media vuelta y desapareció. Carlomagno sabía que regresarían,
seguramente para atacarlo por la retaguardia.
El gran cartaginés avanzó con su ejército de forma mucho más lenta que
los demás, mientras sus oponentes hacían lo propio. Aníbal, al centro del
contingente con su esposa, dispuso a sus hombres de manera que formaran un
gran rectángulo que cubría el estadio a lo ancho; eran el doble que los rivales.
Ya había intentado la estrategia usada en Cannas y había fallado, también
había probado sin éxito penetrar por el centro a los adversarios. No permitiría
que ahora el rival usara sus tácticas y lo tratara de envolver, por lo que
aprovecharía los muros del estadio y evitaría un posible ataque por los
flancos.
Detrás de la Primera Legión avanzaba la Guardia Pretoriana, conservaba
una buena distancia, con ellos estaban Max y Sif, la de cabellera áurea;
Rómulo y Boadicea, con la legión; el primero al centro y la segunda en el
flanco izquierdo, Alejandro del lado derecho.
Ambos bandos marchaban en líneas paralelas que poco a poco se
acercaban. Cuando faltaban unos metros para el choque de los ejércitos, el
extremo derecho de la Primera Legión aceleró el paso, haciendo una línea
oblicua y formando una cuña, siendo la punta el mismo Alejandro y
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flanqueado por Escipión y Mohamed.
Las instrucciones dadas por Ahuizotl lo habían ayudado a recomponer la
situación, si bien todavía quedaban muchos arxodeni al centro que hacían uso
de sus flechas a voluntad, otros tantos habían tenido que colgarse el arco para
sacar las garras y hacer frente a los enemigos que se les venían encima. En
esta ocasión la rapidez del oponente había impedido que Genghis Khan
reacomodara a la infantería pesada a los costados, obligándolo a dejar de
utilizar una buena cantidad de sus mortales arqueros; aun siendo esa
especilidad la que diera fama a su legión, no significaba que fueran poco
efectivos en la lucha cuerpo a cuerpo, en especial los pretores. Osmán y
Caballo Loco se abrieron paso entre sus compañeros para apoyarlos y
contener a los lamwadeni que los atacaban por los lados, mientras que
Warakurna dirigía a los arxodeni, al tiempo que con absoluto dominio utilizaba
el bumerán, que retornaba por lo general llevándole como regalo el cerebro
de algún vampiro.
Osmán esgrimía una espléndida shamsir con gemas incrustadas en el
mango, con la que cortó de tajo el brazo de un adversario para después partir
en dos el cráneo del enemigo. Mientras Temujin peleaba con las manos
desnudas, dos hombres vampiro se aproximaron y, con cronométrica
coordinación, lanzaron una estocada al tórax del líder mongol; usando sus
garras este desvió los aceros y sin dejarles recomponerse, sus zarpas
penetraron los vientres de los lamwadeni, destazando todo músculo y hueso que
encontraron en su camino hasta el corazón de los condenados.
En el otro extremo de la lucha, Ragnar blandía un hacha tan alta como él;
en ocasiones se estrellaba contra un escudo, en otras contra la espada de un
legionario, pero igual producía chispas por el choque de metales, o sangre a
borbotones por las mutilaciones de los desgraciados contra los que se
enfrentaba. De sus barbas escurría el líquido carmesí de algún zenolk del que
se había alimentado.
Atila contemplaba extasiado ese baño de sangre, festejo a la muerte; no
luchaba, todavía no era el momento de que sus adversarios se enfrentaran al
hombre que para muchos había encarnado a los jinetes referidos en el libro de
las Revelaciones.
Al ver lo que ocurría en el extremo opuesto del interior del estadio,
Mitrídates, el del arco argento, estuvo tentado a ir en su auxilio, pero
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recapacitó y prefirió atacar el ala del ejército contrario que se había rezagado.
No sería fácil, ahí estaban Ashoka, Caupolicán y, sobre todo, Boadicea; al
general le gustaban los retos y ese era uno digno de él. Mitrídates mandó a
los hombres a su cargo contra la cohorte del rey hindú; sus compañeros eran
excelentes estrategas militares y superaban en número a los adversarios, de
seguro saldrían bien librados del ataque sin su ayuda.
Los desafortunados vampiros que alcanzaron primero el objetivo no sólo
se toparon con los escudos de los legionarios, la pica de Caupolicán o la
mítica «Espada Serpiente» de Ashoka, también con las garras y colmillos de
Boadicea. La reina celta podría ser menos vieja que Mitrídates, pero desde su
trayecto como humana había probado ser una excelente guerrera, y ahora dos
milenios de experiencia y una fuerza inverosímil le daban la capacidad de
dirigir con pericia a ese contingente, al tiempo que combatía contra varios
enemigos a la vez. Sólo presenciándolo era posible creer que una mujer que
desbordaba dulzura fuese a la vez capaz de irradiar tanta ferocidad.
Desde su posición, Rómulo apreció a la perfección la maniobra del otrora
rey del Ponto y aun cuando sabía que su mujer podía encargarse de él, estaba
decidido a dejarle el mando a Tlacaélel, en caso de que Boadicea le
requiriera. Los que no esperaron fueron Sif y Max; creyendo a su madre en
peligro, y sin necesidad de comunicarse el uno con el otro, fueron a
auxiliarla, y a una orden de Paolo la Guardia Pretoriana los siguió.
Al poner Rómulo sobre aviso al mexicatl, vio como este bajaba la mirada y
se tocaba el pecho con la mano. El primer romano indagó si se encontraba
bien; Tlacaélel respondió que sí. Sólo una lágrima evidenció el obscuro
presentimiento del creador de la cultura azteca.
Ahuizotl usaba la Xiuhcoatl con maestría; qué banquete le estaba
dedicando al dios de la guerra, con ella no destrozaba los corazones de sus
víctimas, los extirpaba y después devoraba, sin ponerse en riesgo gracias a la
rapidez de sus movimientos. El uso del arma sagrada le permitía emular a su
numen en la lucha diaria contra los pobladores del inframundo y, como él,
esperaba levantarla al final en señal de victoria.
Los hombres vampiro que peleaban con el antiguo tlatoani carecían de esa
impresionante fuerza y rapidez, incluyendo a los generales, lo que no les
impedía batirse con fiereza y temeridad, en especial a Shaka, quien había
llegado sin pertrechos, pero al parecer le había encontrado gusto a la flissa de
un legionario a quien el zulu había matado con incontables zarpazos en el
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cuerpo y uno final y profundo en el pecho.
Mientras tanto, los jinetes de Temür reaparecieron, tal como había temido
Carlomagno. Se dirigían hacia la retaguardia; cabalgaban en línea recta y en
paralelo a la última línea del objetivo. Cuando fueron avistados por los
integrantes de la Segunda Legión, apenas algunos arqueros y hasjêdeni
pudieron distraerse en ellos, ya que el ataque de los contingentes dirigidos
por Atila y Ragnar no cesó.
Tamerlán, destructor de murallas, y sus hombres pasarían a sólo unos
metros de las filas enemigas, demasiado cerca para su costumbre; en pleno
galope los arqueros eran tan efectivos o más que cuando estaban plantados en
el suelo. A gran distancia los arcos asimétricos escupían flechas, que por más
precisión que llevaran, eran poco efectivas; los soldados del carolingio tenían
tiempo para esquivarlas o cubrirse con los escudos. Conforme se fueron
aproximando, el viaje de esas serpientes voladoras se fue reduciendo, como
las posibilidades de las víctimas de evitarlas. Cuando el primero de los jinetes
pasó enfrente de los hombres lobo, disparó una última vez, para después
colgarse el arco al hombro, pararse en el lomo de la montura, y dando un
salto espectacular, arrojarse a la formación enemiga; saetas y lamwadeni
empezaron a caer sobre la retaguardia de la Segunda Legión.
La llegada de los refuerzos en el bando contrario modificaba la situación
para Mitrídates; tanto por el número, como por la inclusión de dos lobos alfa
más. El antiguo rey del Ponto optó por, en lugar de propiciar un encuentro
frontal contra algún alto oficial o con Boadicea, hacer uso de sus dos mayores
atributos: los hombres de Atila y Genghis Khan podrían tener fama de
excelentes arqueros, pero en todo el planeta no había quién pudiese
igualársele; su habilidad con el arco, aunada a su impresionante físico y la
belleza de rostro, lo hacían un digno representante en la Tierra del hijo de
Zeus y Leto. El coloso póntico tensó la cuerda de su arco y disparó; la flecha
se introdujo en la cavidad ocular de un pretoriano, muerto al instante con el
cerebro perforado. Un nuevo proyectil voló por ese cielo negro que ya
apestaba a muerte y otro pretoriano sucumbió. Max pidió a Sif que
continuase su camino hacia Boadicea, él debía detener a ese emisario de las
Parcas. Apoyado por el dominio del arco, la ingenuidad del recién
transformado y su otra gran habilidad, la astucia, Mitrídates había logrado
atraer al nuevo lobo alfa. Varios soldados se interponían entre él y el
objetivo; en algún momento se abriría el camino para la perdición del
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lobezno.
Al ver Boadicea, la de cabellera de fuego, que Sif se aproximaba, la
reprendió:
– ¿Qué haces aquí? Las instrucciones son para cumplirse.
Un hombre vampiro se arrojó hacia Boadicea, ella lo capturó en el aire, lo
sostuvo por el cuello con una mano y con la diestra le arrancó el corazón.
- ¡Perdón madre! Max y yo te creímos en peligro y no quisimos dejarte
sola.
Otro incauto que buscaba la gloria se aventó contra Sif, quien lo detuvo
agarrándolo de la armadura para después hacerlo pasar sobre ella, estamparlo
en el suelo y enterrar su garra en el pecho del insolente.
- ¡Regresa con tu prometido, él en verdad te necesita! Podrá ser poderoso
pero también imprudente. Aténganse a las órdenes de tu padre.
Sif no replicó que el plan de Rómulo era que la Guardia Pretoriana fuese
en apoyo de la sección que viese más débil porque, en ese momento,
Boadicea se volteó, tomó por la cabeza al lamwaden que atacaba a un
legionario, le rompió el cuello y lo dejó para que el soldado acabase la tarea.
El lugar en el que se encontraban Gianna y Francesco les proporcionaba
una buena visión de la lucha que se daba dentro del estadio, y confiando en
que otros reporteros cubrirían las dos que se llevaban a cabo en los costados;
filmaban y comentaban la pelea entre la Yinshuss Oleitum y la Primera Legión.
De pronto, sin saber de dónde había venido, una flecha se incrustó en la
espalda del camarógrafo. Gianna volteó y vio a su compañero
convulsionarse; el proyectil lo había atravesado, perforando el pulmón y
dejándolo clavado en el suelo. Gianna se sintió invadida por un profundo
pánico y deseó salir corriendo de ese infierno, pero en su alma habitaba una
reportera decidida y esta la dominó, obligándola a arrebatar de las manos
flácidas de Francesco la cámara y continuar con la filmación.
Más de la mitad de los soldados a cargo de Tamerlán habían logrado su
propósito; caían sobre los enemigos como si fuesen una unidad
aerotransportada. Un hombre vampiro acababa de arrojarse desde la montura;
las flechas de sus compañeros debían cubrir el trayecto, igual que había
sucedido con los otros. Antes de que alcanzase su destino, como si se tratara
de una aparición del dios del viento se escuchó el kiai de Yoritomo, el que
camina hacia el Sol, justo antes de que impactase al lamwaden con una patada
voladora. Apenas habían caído al suelo, el pretor japonés ya había
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desenfundado a «Noukvenoreg» para decapitar al adversario con un rápido
movimiento.
Los nebutsen-zetamlig no habían reaccionado cuando Kayleigh, Deion, Luisa y
el resto de los guardas del antiguo shogún ya lo cubrían; de inmediato
adoptaron posiciones defensivas. Kayleigh se deshizo pronto de la jabalina,
para desgracia del vampiro que la recibió en el pecho, y dejó ver a los
atacantes que si deseaban proseguir, debían superar la claymore de la
escocesa. En cambio Luisa aprovechó la extensión de la lanza para combatir,
de la misma manera que lo hizo Deion.
La bravura de Pachacuti lo había llevado al frente de sus líneas, dio
cuenta de varios adversarios hasta que un hombre con el torso desnudo y
pintado al igual que el rostro, se aventó sobre él y lo derribó. El inca y
Caballo Loco rodaron, quedando unas veces Pachacuti encima y otras el
indio lakota. Ambos mordían al contrincante, se golpeaban con codos y
rodillas; ninguno atinaba un golpe mortal. No faltó el que quiso ayudar a su
líder, pero otro adversario lo sacaba de escena. Tashunka logró propinar un
cabezazo al rival, aturdiéndolo de momento; suficiente para que, utilizando
las garras, abriera el cráneo de Pachacuti, dejándolo al descubierto y
permitiéndole devorar el cerebro. Extasiado y con el rostro bañado en sangre,
el lakota lanzó un grito de victoria.
A pesar de su descomunal fuerza, apenas descubierta, a Max le llevó
tiempo abrirse camino hacia Mitrídates; optó por derribar, en lugar de matar,
a todo aquel vampiro que se interpusiese entre él y el coloso póntico. Doniov
le seguía el paso. Paolo acompañaba a Sif.
Mitrídates aguardaba paciente a tener un tiro claro. No le preocupaban los
enemigos, si alguno entraba en su campo de disparo acabaría muerto, él lo
sabía y ellos también; la fama del antiguo amo del Ponto trascendía no sólo a
su raza, sino a la especie. Por fin, ninguno de los suyos se interponía entre él
y su víctima, el último gran rey griego soltó la flecha que se impacientaba por
cumplir con la fatal labor. El proyectil impactó en el hombro de Max,
Mitrídates había fallado gracias a un oportuno empujón que le propinó
Doniov a su nuevo líder. Otra flecha se dirigía contra Max y lo único que
pudo hacer el pretoriano, que todavía se encontraba en el suelo después de
haber aventado a Max, fue interponerse entre su jefe y ese mensajero de la
muerte. El antebrazo de Doniov recibía con agrado el venablo que buscaba el
corazón del muchacho, quien se levantó sólo un segundo antes de que otra
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saeta lo alcanzara, ante la cual se interpuso de nuevo el prefecto, recibiendo
el impacto en el omoplato y siendo sostenido por los brazos de su joven guía.
Ofuscado, pero comprendiendo los designios de los dioses, Mitrídates lanzó
una nueva flecha, ya no contra Max sino contra el inoportuno protector.
Abrazando al hijo de su creador, Doniov encontraba la muerte.
Max soltó el cuerpo inerte del guarda, listo para arrojarse sobre aquel
titán que ya preparaba una nueva flecha; en ese instante se escuchó el rugido
de Rómulo. Deseaba acabar con Mitrídates, la fiera que acababa de ser
despertada dentro de Max clamaba venganza. Sin embargo, su espíritu se
sobrepuso; no podía defraudar a su mentor, debía cumplir con su deber.
Mitrídates volvió a disparar. El joven lobo atajó la flecha, le dirigió al rey
póntico una mirada fulminante, dejó caer la saeta y corrió hacia el centro,
junto a Rómulo, para comandar a la Guardia Pretoriana.
Los soldados ubicados en las filas traseras de la Primera Legión habían
seguido el avance de Alejandro; aunque la mayoría no se había movido,
combatían desde su posición, y así fue hasta que el creador de los duploukden-
awi observó el desplazamiento esperado en los guerreros comandados por
Alejandro. En ese momento, con un gran rugido, ordenó a sus hombres
avanzar. Al igual que lo hiciera el macedonio, Rómulo, el de corazón
impertérrito, y sus lobos comenzaron a formar una cuña. Se dirigían al núcleo
de las fuerzas opositoras, hacia Aníbal. No había hombre vampiro que
siquiera intentase contener la marcha del gran lobo alfa. Tlacaélel iba al lado,
luego los legionarios, quienes poco a poco fueron reforzados por la Guardia
Pretoriana. Sif y Max venían atrás, sólo se habían retrasado un poco; su
fuerza y habilidad les había permitido recuperar rápido el terreno.
Alejandro y sus hombres habían logrado penetrar la mitad del camino en
la masa de vampiros; al llegar ahí dieron un giro de noventa grados,
dirigiéndose hacia el centro del ejército contrario. Hermann, quien
comandaba el ala izquierda del ejército de Aníbal, buscaba con afán detener
el avance del macedonio.
Cada Yinshuss se distinguía de las otras en diferentes aspectos, en especial
por su Abato, por la psiquis y hasta por las cualidades físicas del patriarca,
pero había otros puntos relevantes, y si en algo resaltaba la Raza de la
Eternidad era por los generales. Los grandes poemas épicos de los nebutsen-
zetamlig tenían tres nombres recurrentes: Mitrídates, Yugurta y Hermann.

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Blandiendo su martillo de guerra sin misericordia, Hermann, piel de
granito, se aproximaba a la vanguardia de los agresores. El guerrero teutón
parecía escenificar al mismísimo Thor en el Ragnarök, y como él buscaba a
su Jörmungandr, luchaba con furia y destreza, parecía inmune a los ataques.
Pero Hermann no era Thor, ni un descendiente de él, y a diferencia del
glorioso dios del rayo, no acabaría con su mortal enemigo; sí encontraría el
mismo destino que el hijo de Odín.
Muchos compañeros eran empujados por el germano al abrirse paso; los
hombres lobo no eran tratados con tanta delicadeza. El avance del general
enemigo no fue imperceptible para los ojos de Alejandro, quien ordenó a
Escipión y Mohamed continuar hacia el objetivo; él tenía una cuenta
pendiente que saldar.
Hermann notó que los soldados del cónsul se movían mientras este lo
aguardaba. Nadie más se interpuso en su camino. Hacía muchos siglos,
durante la última batalla de la Mikrun Sakeish Boshaji, los dos titanes se habían
enfrentado en una lucha inconclusa que hizo que más de uno los equiparara a
Héctor y Áyax. Esa noche, Hermann quería que el nombre de Áyax fuese
sustituido por el de Aquiles.
Por fin se alcanzaron. Los dos guerreros se miraron y gustosos aceptaron
el duelo. Alejandro había apreciado el avance del libertador de Germania, y
aunque también pensó que parecía la representación de un dios, él sí era
descendiente de uno, no de manera tan cercana como Rómulo, pero por sus
venas corría sangre divina, de aquel a quien los romanos llamaron Hércules
y, por lo tanto, del mismísimo Zeus.
Hermann hizo girar el martillo un par de veces antes de proyectarlo contra
el casco del macedonio. Alejandro desvió el golpe con «Testurêto» y luego le
dio un codazo en el rostro. Se separó un poco e invitó al rival a que lo
intentara de nuevo.
El poderoso vampiro no caería tan fácil en provocaciones; realizó una
finta con el arma distrayendo por un instante a Alejandro, que aprovechó para
ejecutar una patada rastrera que llevó al cónsul a terminar en el suelo.
Hermann quiso aplastar con el martillo el cráneo del enemigo. Aún en la
tierra, Alejandro contuvo el golpe con ambas manos, soltando por unos
momentos la espada, y apoyando los pies en el vientre del contrincante, lo
aventó varios metros.
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Alejandro, el imbatible, se incorporó y como por reflejo buscó la
«Testurêto». Estaba listo para una nueva embestida.
En pocos segundos el germano estaba de vuelta, deseoso de alcanzar la
gloria eterna y conseguir una ventaja que sería imposible de remontar en la
batalla y, probablemente, en la guerra: la muerte del mayor ícono, con
excepción del propio Rómulo, en las filas enemigas.
No lejos de ahí, los soldados de la Raza de los Jinetes Obscuros
continuaban haciendo uso de los arcos curvados desde la protección de sus
líneas, pero el momento para que su Padre se lanzase al ataque había llegado.
Sus enemigos consideraban una especial afrenta la vestimenta que portaba;
eso al huno no le importaba, al contrario, esperaba que los alentara a
buscarlo, a lanzarse contra él llenos de ira. Empuñaba una espada, no la
legendaria que había encontrado más de milenio y medio antes, otra más
reciente, bautizada como «Marato Shakur», negra por completo, incluyendo la
hoja, que al final del mango mostraba la cabeza de un caballo cuyos ojos eran
representados por rubíes.
Atila, precipicio de señores, caminó lento, los ojos clavados en su
objetivo. Al pasar entre los combatientes parecía absorto, como un fantasma;
una descripción más exacta lo ubicaría como la encarnación de Azrael. Pocos
fueron los que osaron interponerse, y no por falta de valor sino por
encontrarse ocupados peleando contra otros hombres vampiro o tratando de
evitar las flechas que caían sin piedad sobre ellos. Y a aquellos que se
atrevieron a enfrentarlo los liquidó con las garras, sin alterarse siquiera. El
negro acero estaba destinado a alguien más.
Carlomagno vio cómo la muerte encarnada en esa armadura con huesos se
aproximaba; no hubo temor. De los cinco Abato, los dos más poderosos eran
Aníbal y Ying Jien, todos lo sabían; los más crueles, Atila y Drácula.
La obscuridad de «Marato Shakur» se dirigió al cuerpo del antiguo emperador
medieval; este alcanzó a parar el golpe con «Joyeuse», la espada que
cambiaba de color treinta veces al día. Atila lanzó otra estocada y luego otra,
y a pesar de que cada golpe era detenido, producía un gran dolor en los
brazos del franco, quien esgrimía tan bien como el adversario, y poseía una
espada tan magnífica como la del otro.
La agilidad del hombre de las estepas era formidable, tanto como su
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instinto asesino. Pocos podían aguantarle un enfrentamiento. De no recibir
ayuda el cónsul de la Segunda Legión estaría perdido.
Conforme la batalla transcurría, Temujin y sus pretores habían conseguido
cerrar el círculo y presentar una mejor defensa. Una vez logrado, hicieron que
los scurêodeni que se ubicaban en filas posteriores suplieran a los arqueros que
habían sido obligados a combatir de forma directa contra el enemigo, para así
recobrar la posibilidad de usar sus arcos.
Manteniendo una fuerza hermética, comenzaron a avanzar, como si se
tratase de una rueda gigantesca, moviéndose en círculo y aproximándose al
estadio, hacia la Primera Legión, donde si bien se encontraban más enemigos,
también sus camaradas.
Ahuizotl instó a las tropas para que lo evitaran, pero la fuerza de los
legionarios y la precisión de los arxodeni se los impedía. Cerca del borde del
estadio, varios hombres vampiro cayeron sobre los soldados de Aníbal al
verse empujados por sus contrincantes.
Mitrídates se percató del desplazamiento de la Tercera Legión; sabía que
si no actuaban pronto, en lugar de los vampiros de Ahuizotl, caerían sobre
ellos los lobos de Genghis Khan.
En cambio Hermann ignoraba lo que acontecía en los distintos puntos de
la batalla; con su martillo buscó impactar al cónsul, ahora en el costado.
Alejandro alzó el brazo, permitiendo que el golpe acertara; se le fracturaron
varias costillas. Luego lo bajó y aprisionó el de Hermann, y usando la espada
con la mano libre, le cortó la garra del vampiro.
El teutón lo golpeó en el pecho, aventándolo y librándose de él. Con la
mano sana levantó el martillo de guerra y se dirigió hacia el cónsul caído.
Alzó el arma frente a su víctima, quien al verlo aproximarse se giró,
ocasionando que el golpe se estrellara en el suelo, e inmediatamente utilizó la
célebre espada para cortar ahora la otra zarpa de Hermann.
La primera mano cercenada no había acabado de regenerarse, la
velocidad en el ataque del vampiro había jugado en su contra; el germano
optó por abalanzarse sobre el enemigo. En esta ocasión carecía de garras que
enterrar como lo había hecho con Darío; entretanto se regeneraban, los
colmillos buscarían la yugular.
Las zarpas no sería lo único que el general teutón extrañaría, también
aquella coraza divina que tiempo atrás había perdido en una apuesta,
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cuestionable por muchos, ante un Abato.
Utilizando los hombros y la cabeza Alejandro evitaba que el lamwaden
lograse su cometido; lo abrazó con fuerza, poco a poco fue apretando más,
hasta que escuchó el quebrar de la columna, y sin perder tiempo, antes de que
el vampiro se recuperara, extirpó su corazón.
Los gemidos de las banshees no habían concluido; y en una de las pocas
ocasiones en que Carlomagno tuvo oportunidad de contratacar, logró hacer
una cortada en el rostro del huno, a quien no le importó el efecto, pronto
parecería que nunca había sucedido, sino lo cerca que había estado el rival de
matarle en caso de que «Joyeuse» hubiese urdido más en su cabeza.
Atila dirigió un nuevo golpe. El antiguo emperador lo desvió y, en esta
ocasión, logró producir una herida más certera, clavó el arma en el vientre del
líder bárbaro, quien aunque asombrado por la habilidad del contrincante,
regresó el golpe, cercenando con «Marato Shakur» la pierna del cónsul, quien
inevitablemente caía. Atila retiró la espada de Carlomagno de su estómago
para luego clavarla en el tórax del enemigo, introduciéndola hasta que el
mango chocó con la armadura, impidiendo que «Joyeuse» volviese a brillar.
Después, inundando con la negrura del acero el destino del hombre lobo,
partía en dos su cráneo, dando fin a la existencia del emperador carolingio.
Aníbal no alcanzó a observar la caída de Carlomagno, pero sí veía el
desplazamiento de la Tercera Legión y, más importante, cómo Alejandro y
Rómulo se aproximaban, por lo que tomó una decisión. Se encaminó a su
odiado rival, y con sólo unos cuantos hombres de por medio, dio un salto
espectacular hacia él. Varios jabalineros trataron de atravesarlo; ninguna
lanza le dio. Aterrizó a unos metros del gran lobo y ambos se miraron
fijamente. El cartaginés fue el primero en hablar:
–Has movido bien tus piezas romano. ¿Te parece si acordamos el fin de la
batalla?
- Si tus tropas y las de tus aliados detienen los ataques será más sencillo
parlamentar –replicó Rómulo con una tranquilidad contraria a la adrenalina
que transpiraba por cada poro.
Aníbal emitió una especie de chillido agudo y Rómulo lo siguió con un
gran aullido. En todos los frentes tanto hombres vampiro como hombres lobo
dejaron de pelear. Los otros dos Padres se apresuraron a ir al lado de Aníbal,
no sin antes advertir a sus soldados de que no bajaran la guarda. Genghis

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Khan permaneció con sus huestes, así como los pretores de la Segunda
Legión. Sin embargo, Alejandro se dirigió hacia Rómulo, al igual que
Boadicea, Max y Sif.
Aprovechando el aparente cese de las hostilidades, Gianna,
envalentonada, se aproximó a donde se reunían los que parecían dirigentes de
los ejércitos. Aunque no salió a descubierto por completo, se acercó lo
suficiente para que el micrófono captara parte de lo que discutirían. Una vez
congregados los líderes máximos, la plática se reanudó.
- Es obvio que tu trampantojo de que estarías en otro lugar o evitar que
llegásemos no funcionó –manifestó el cartaginés–. No obstante, has logrado
transformar a tu hijo y, aunque inexperto, sería necio negar el poder que
posee.
Max quiso aprovechar el cumplido para hacer un comentario sarcástico;
Boadicea se lo impidió.
- Aceptar lo evidente no es razón para dar por concluida la batalla –
declaró Rómulo con extrema frialdad.
- Eso depende de qué tan reducido sea nuestro espectro de lo evidente –
replicó Aníbal mirando con desprecio al su interlocutor, repulsión que había
crecido día con día a través de más de dos milenios–. Ciertamente lo que
acabo de mencionar no es suficiente para dar por terminada la contienda, pero
si somos capaces de ver un poco más allá de nuestras narices, resulta por
demás evidente que ambos bandos hemos perdido una cantidad considerable
de soldados, incluyendo a algunos de gran valía. En caso de continuar, aquel
que se llegase a declarar vencedor lo haría sufriendo más bajas, dentro de las
que podríamos estar alguno de nosotros. Si eso sucediese, el triunfo ya no lo
parecería tanto. Y en el improbable caso de que nos exterminases, no puedes
pretender hacerlo sin que tu ejército se vea drásticamente mermado, y no creo
que sea necesario recordarte que hay dos Yinshuss más a las que necesitas
vencer para declararte en verdad victorioso.
- Me conmueve la consternación que expresas sobre el bienestar de mi
familia, pero haciendo a un lado tu preocupación, dime ¿qué pretendes? –
Señaló Rómulo con sorna.
- Insisto en que faltan dos Yinshuss aquí y a ninguno de los presentes nos
conviene ver tan reducidas nuestras tropas, al punto de que ya no podamos
enfrentarnos a ellos.

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- En no pocas ocasiones el ejército al que superan en número ha logrado
un triunfo aplastante, tú deberías saberlo –interrumpió de súbito Max.
- Es verdad muchacho –concedió el orgullo de Cartago en un tono que
rayaba en la cordialidad–, también es cierto que, por lo general, la genialidad
del comandante de las fuerzas vencedoras se conjugó con la bestialidad de su
contrincante, y tu padre sabe bien que Ying Jien no es ningún imbécil.
- Lo que has dicho es correcto –atajó Rómulo, indicando con una seña a
Max que guardara silencio–; sólo has omitido mencionar que tarde o
temprano nos volveremos a enfrentar. Es posible que para esa ocasión logres
convencer a las otras dos razas de unírsete, por lo que sigo sin encontrar una
razón de peso para no continuar con esta batalla.
- Esperaba menos soberbia de ti que la mostrada por tu discípulo hace
más de dos milenios en Zamma –espetó Aníbal con los ojos encolerizados y
escupiendo al suelo como muestra de rechazo.
- No es soberbia, Aníbal, son simples matemáticas –refutó el fundador de
Roma con notoria tranquilidad.
- ¿Quieres una razón de peso? Qué te parece esta: si hoy mueres, a pesar
de que hayas encontrado otros lobos alfa, los muchachos carecen de la
capacidad necesaria para ganar la Mikrun Akyon Yokit; ¡Ying Jien los aplastará!
Como bien se ha dicho, la genialidad de un general es un factor determinante
para conquistar la victoria y, aun cuando estos chicos no sean unos imbéciles,
al lado de nosotros no son más que unos recién nacidos.
- Es muy cierto lo que dices, sólo olvidas que también cuentan con una
madre y con miles de duploukden-awi que bien pueden asesorarlos; algunos de
ellos con más experiencia que tú mismo.
- ¡Es increíble tu ceguera! No sé cómo has logrado sobrevivir tanto
tiempo. Por lo visto no estás dispuesto a dar por terminado el asalto.
- Sólo si aceptan su derrota.
- ¡Qué egolatría!– exclamó Ahuizotl estupefacto.
- No es ego, es por reclamar los derechos del vencedor –corrigió Rómulo
sin dejar que la exaltación del azteca alterase la sobriedad que emanaba.
- ¡Pues sigamos peleando entonces! –demandó Atila lamiendo la sangre
que escurría por la negrura de su espada.
- Aguarda Atila –solicitó Aníbal, mostrando más templanza que la de sus
pares–. ¿Qué pides como vencedor?
- Lo que señala la costumbre: prisioneros de guerra, que en este caso se
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reduce a uno solo y, como es bien sabido, únicamente el vencedor tiene
derecho de levantar a sus muertos. No tiene caso hablar del monumento, no
hasta el final de la guerra.
- Esto es un ultraje, mis hombres merecen recibir los últimos honores –
reclamó Ahuizotl dirigiendo la mirada hacia el cartaginés.
- El honor es exclusivo del vencedor. Si deseas rendir tributo a tus
muertos debes derrotarnos –declaró Rómulo con una fuerza tal que era
imposible pensar que no había una firmeza inquebrantable en sus palabras.
Antes de que el Abato Yinshuss Shehinn dijera algo más, Aníbal inquirió:
– ¿Y quién sería ese prisionero de guerra? Espero que no pretendas a
alguno de nosotros tres.
- No te preocupes, Aníbal. El día que partas conmigo después de una
batalla, tu única consternación será que Sibila te haya proporcionado el ramo
de oro para que se lo presentes a Caronte. No, quiero a Fouché.
- ¡Nunca un consejero ha sido prisionero de guerra! Sólo los que
combaten están expuestos a ello –replicó el cartaginés anonadado ante la
petición.
- Es cierto, pero en esta ocasión lo dejaré en libertad en un par de días, sin
necesidad de rescate. Después de que tenga una pequeña conversación con él
estará en posibilidad de volver contigo, si así lo desea.
- Has ido demasiado lejos romano; cederé sólo porque no deseo entregarle
en bandeja de plata a Ying Jien el poder sobre todos los nebutsen-zetamlig –
Aníbal volteó hacia la jefa de su guardia personal y le ordenó que trajera a
Fouché, después se dirigió en un murmullo a Atila y Ahuizotl–. Posiblemente
disientan de mi decisión, pero debemos aceptar esta derrota si deseamos ser
quienes ganemos la guerra.
Aníbal tenía razón, los otros dos Padres no compartían su decisión, aun
así la aceptaron. El comandante cartaginés ya no volteó a ver a su enemigo,
mucho menos le dirigió alguna otra palabra. Dio la vuelta y se marchó, en
silencio, herido en el orgullo, maquinando ya la próxima contienda.
Tras él iban todas sus huestes; las otras dos razas también se retiraron,
tomando caminos distintos. Sólo los muertos se quedaron acompañando al
ministro entregado.

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Capítulo XXIII. Duelo

Una vez libre el Monte Palatino de hombres vampiro, salvo uno que fue
encargado para su custodia a la Guardia Pretoriana, Leonardo salió del lugar
donde los senadores supervivientes se habían refugiado, protegidos por sus
guardas personales. En el momento en que Max despertó y se incorporaron a
la contienda la Segunda y Tercera legiones, los miembros del Senado se
apartaron. No era necesario arriesgarse más; Max podía defenderse por sí
mismo y ya un senador había perdido la vida.
Leonardo se dirigió hacia donde Gianna se encontraba. Al verlo
aproximarse la muchacha empezó a temblar. Leonardo olfateó el miedo y le
dijo con voz calmada:
–No hay porque temer. La batalla ha terminado y veo con tristeza que
incluso tú has sufrido bajas.
- ¿Quién es usted? –preguntó Gianna sin librarse del terror que le causaba
la persona, si así le podía llamar al interlocutor; de acuerdo a lo presenciado
podía ser cualquier cosa, y su apariencia de hombre mayor y apacible no era
algo que la reconfortara.
- Mi nombre es Leonardo di ser Piero y el mundo me conoce por el
pueblo en el que nací: Vinci. Ustedes me creían muerto, así como a muchos
de los que nos encontramos aquí, algunos por desgracia ahora lo están.
- ¿Cómo es posible que siga con vida? –indagó la reportera haciendo a un
lado, aunque fuera un poco, sus miedos y dando paso al ser inquisitivo que la
poseía.
- Porque soy un duploukden-aw, pertenezco a una especie a la que ustedes
denominan hombres lobo –explicó Leonardo con paciencia; su tono de voz y
gestos le externaron a la mujer que no corría peligro–. Nuestros guías son
Rómulo, el fundador de esta ciudad, y su esposa, Boadicea, la gran reina
bretona. A partir de hoy contamos con una pareja más de alfas: Max, el joven
del que presenciaron su transformación, y su futura mujer, Sif.
- ¿Piensa convertirme también?
- No. Tú, como la inmensa mayoría de la humanidad, no naciste con esa
facultad.
- ¿Entonces, va a comerme? –inquirió Gianna con voz aterrada ante su
situación de absoluta indefensión.
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El pintor de una de las más famosas representaciones de la Última Cena
rio a cabalidad y contestó:
– No privaría al mundo de tan gran reportera por algo tan fugaz como un
platillo. He venido para agradecerte por la labor que has hecho, presentarte
mis condolencias por la muerte de tu amigo y anunciarle a la humanidad por
tu conducto, en nombre de mis líderes, que no tienen porqué temer de
nosotros; no estamos aquí para devorarlos, esclavizarlos ni nada por el estilo.
Más tranquilizada, Gianna le cuestionó cuál era entonces su propósito,
quiénes eran los seres contra los que habían peleado y porqué lo habían
hecho.
- Dejaré la primera pregunta para el final, y con la respuesta daremos por
terminada la conversación; hemos de honrar a nuestros caídos y sus funerales
merecen respeto y privacidad –declaró Leonardo con solemnidad–. Nuestros
soldados lucharon contra hombres vampiro. Esa especie es menos antigua
que la nuestra pero también milenaria y desde su aparición han sido nuestros
enemigos. Muchas guerras se han librado entre nosotros, siempre apartados
de miradas profanas... hasta hoy. Los eventos que han acontecido en las
últimas horas son muestra de que la era en que vivimos está por culminar y
previo al surgimiento de la próxima, una nueva guerra, la más devastadora de
todas, debe llevarse a cabo. Aquellos de ustedes que decidan unírsenos
podrán hacerlo, con el conocimiento de que no serán transformados, como
tampoco lo harán los hombres vampiro. Tienen la opción de permanecer
expectantes en sus hogares o, inclusive, allegarse a nuestros adversarios.
Empero sepan que aquellos que se nos acerquen serán tratados como aliados,
y los que busquen a nuestros enemigos recibirán el mismo trato que ellos.
Hoy ha dado comienzo la «Guerra por la Nueva Era» y les ha sido develada
por voluntad nuestra; serán sus corazones los que les indiquen qué camino
elegir –Leonardo hizo una seña a la reportera para que concluyera la
transmisión; cerciorándose de que lo hacía añadió–: uno de mis guardas te
acompañará a los límites del Palatino, donde te solicito que esperes. Otros
soldados escoltarán a los demás periodistas. Si te conozco bien, te sentirás
tentada a grabar lo que alcances a ver desde ahí; si no lo haces, en cuanto
terminen los funerales, Alejandro o quizá el mismo Rómulo o Boadicea te
concederán una entrevista en la que ampliarán la información para el mundo.
- ¿Usted me conoce?– preguntó Gianna con más inquietud que
curiosidad.
- Lo suficiente para haber pedido que fueras tú quien acudiese aquí –
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declaró Leonardo antes de dar media vuelta y hacer un gesto a uno de sus
guardas para que llevaran a la joven reportera a los límites de la colina.
En tanto Gianna escuchaba y transmitía las explicaciones del Jefe de los
Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, Rómulo se acercó a Tlacaélel y le
preguntó:
– ¿Te encuentras bien? Hubo un momento en la pelea en el que te percibí
ausente y presa de un gran dolor.
- No es la primera vez que me sucede, ya antes he sentido el frío abrazo
de la muerte –declaró el azteca contrito.
El primer romano replicó que no había notado que lo hiriesen cuando se
percató de tal situación. Tlacaélel bajó la cabeza, permitió que el dolor
fluyera y le manifestó que no había sido él quien había partido.
- ¿Citlalmina? –el silencio de su camarada fue suficiente respuesta para
Rómulo, quien continuó– Lo siento mucho, querido amigo.
Tlacaélel levantó la mirada hacia su único y verdadero líder; con lágrimas
en los ojos dirigió una plegaria:
–Al interior de las montañas, a la Tierra de nuestro sustento, a la Tierra
florida, la introdujeron; allí donde el rocío resplandece con rayos del sol.
Allí verá las variadas, preciosas, perfumadas flores, las amadas y aromáticas
flores vestidas de rocío, con los resplandores del arco iris. Allí, le dirán:
Corta, corta flores, las que prefieras, alégrate, tú, cantora, llegarás a
entregárselas a nuestros amigos, los señores, a los que darán contento al
Dueño de la Tierra.
Rómulo sujetó al artífice del Imperio Azteca por el antebrazo y él lo
imitó. Tlacaélel reconoció que Rómulo y Boadicea les habían brindado a él y
a su mujer la oportunidad que se les había negado en su trayecto como
humanos. Gracias a ellos habían vivido juntos más de medio milenio y eso
era algo que cada día les habían agradecido, aun cuando no estuviesen cerca
de sus hermanos.
El antiguo cihuacoatl aclaró que no fue por eso que aceptaron la misión
que les habían encomendado; estaban convencidos de que su papel en este
mundo iba más allá de celebrar su amor. Cuando los dos lobos alfa les
pidieron que en cuanto Julio César los invitara a unírsele, sin precipitarse,
debían aceptar. La encomienda: convencer a aquellos a quienes el máximo
traidor se había llevado y regresarlos a la manada.

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Fueron muchos años de incertidumbre; era la única forma de hacerlo. No
hubo informes de avances, tampoco correspondencia con los infiltrados. No
podían arriesgarse a ser descubiertos.
- Fue una cosecha que nos llevó siglos, que hoy ha rendido sus frutos... a
los que la muerte de Citlalmina les brinda un sabor amargo –observó Rómulo
con sumo pesar.
- Debes saber que dejé a mi mujer con el alma satisfecha por una labor
cumplida; ambos sabíamos que tan pronto César supiera de mi traición se
vengaría tomando su vida. Lo que no nos hizo dudar de nuestro objetivo –
declaró el mexicatl un poco más recompuesto.
No había más que decir al respecto; ninguna palabras que sirviera de
consuelo.
- Ya tendremos tiempo para que me compartas la forma en la que armaste
tu cohorte; imagino que con aquellos a quienes sentías propensos a seguirnos
–Tlacaélel asintió y su líder prosiguió– ¿Cómo lograste traerlos? Por lo visto
César se rehúsa a unírsenos.
- Hay algo importante que me falta informarte: de alguna manera César
sabía que serías atacado, es probable que el prisionero que recién adquiriste
pueda aclararnos cómo. Sabiendo que tus hombres estarían ocupados, nos
envió para que capturásemos a la dama Sif. Él cree que teniéndola a su lado
podrá ser un duploukden-aw prifûno.
El rostro de Rómulo enardeció y, apretando los puños hasta que los
nudillos se le pusieron blancos, sentenció:
– ¡Mandaré unos hombres a reclamar el cuerpo de Citlalmina, no
permitiré que realice su viaje sin los rituales adecuados! Si César se niega, no
tendré piedad con él ni con aquellos que permanezcan a su lado.
Todo lo que en los últimos días le habían narrado a Max ahora era
realidad, lo había vivido en carne propia. La experiencia sólo había servido
para incrementar las interrogantes y pretendía que su mentor las disolviera,
pero no se atrevió a interrumpirlo. Viéndolo, Boadicea se le acercó y le
preguntó si había algo que le inquietase.
- Muchas cosas, pero verte a salvo supera cualquier preocupación –
contestó al tiempo que le daba un tierno beso en la mejilla.
- Gracias, fiom, créeme que el sentimiento es mutuo y si tienes alguna duda,

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por favor…
Max aceptó la invitación e indagó porqué Rómulo había consentido en
finalizar el combate.
La reina celta acarició con dulzura el cabello de su hijo y le explicó que el
objetivo nunca había sido tener una pelea ese día, sino protegerlo. La
presencia de las legiones obedecía a una mera precaución. Siempre estaban
atentos a recomponer.
- En nuestro plan ideal ellos no deberían haberse presentado; por eso, en
cuanto Aníbal sugirió dar por terminada la contienda y, por lo tanto, salir de
aquí contigo ileso, habíamos logrado nuestra meta.
- No fue la impresión que me dio. Parecía que a nosotros nos convenía
seguir peleando; tanto por lo que percibí de la batalla misma, como de la
negociación.
- Tu padre tenía que hacerles creer que nosotros preferíamos seguir el
combate y así conseguir algunas ventajas.
- ¿Quieres decir que Rómulo alardeaba?
- Podrías decirlo así, pero ten en mente que cuando lo hace, al menos
tiene una tercia o incluso color. Por cierto, lo harías muy feliz si en lugar de
llamarlo por su nombre, le dices padre.
- Así será, madre. ¿Qué provechos buscaba, a Fouché?
- Apostaría que solicitar al ministro como prisionero de guerra fue algo
que se le ocurrió de último momento y, aun cuando le sacaremos beneficio,
entre otras cosas tensar la relación entre el siervo y su amo, lo que puede
resultar en hacer menos eficientes los servicios de inteligencia, hubo cosas
más importantes que se obtuvieron con la declaratoria de la victoria.
- ¿Cómo cuáles?– inquirió Max un tanto desconcertado.
- Rendirle tributo a nuestros muertos. Hoy cayeron amigos entrañables, a
quienes tu padre no defraudaría al permitir que sus cuerpos fuesen
corrompidos por los adversarios. Más aún, les quitamos a ellos la
oportunidad; eso afectará la moral de sus tropas y quizá conlleve a que se
rompan algunas alianzas o se den insubordinaciones. Hoy, más que nunca,
debemos mantenerlos separados. Lo relevante es que, ante los ojos de la
humanidad, ganamos la batalla, y ya sabes lo que dicen de las primeras
impresiones.
- ¿Tan importantes son los humanos en esta guerra?
- Mucho.
La plática fue interrumpida por Alejandro, quien tomó por el hombro a su
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amigo y le preguntó a quién deseaba cargar.
- Creo que yo debería llevar los cuerpos de todos nuestros hermanos que
hoy cambiaron de morada; cada uno de ellos dio su vida por proteger la mía y
se los debo. Sin embargo, hubo dos que claramente se sacrificaron para que
yo siguiese entre ustedes: Doniov murió inclusive en mis brazos y por siglos
permanecerá esa imagen en mi mente. No malinterpreten lo que voy a decir,
pero de alguna manera él cumplió con su deber como pretoriano. No pretendo
menospreciar su acción, ni mucho menos, pero hubo otro que entregó su vida
sin siquiera ser soldado –Max ya no pudo contener las lágrimas, se sentía
responsable por tan irreparable pérdida; más que nada, sabía que en los años
venideros extrañaría a ese hombre–. Fue poco el tiempo que estuve con él,
pero ha dejado marcada mi alma por siempre y salvo tú o mi padre, no
quisiera que nadie más llevara el cuerpo de Aristóteles.
Sif llegó por detrás, abrazó a Max, transmitiéndole el gran alivio que
sentía de que la contienda hubiese concluido y que él estuviese ileso, y
anunció:
- Yo quisiera cargar a Doniov. Un milenio no me alcanzará para
agradecer las acciones que incluso podrían equipararlo a Paolo.
- Dudo que Rómulo se oponga a sus peticiones –expresó Alejandro quien
dirigió su mirada a Boadicea en busca de aprobación, que obtuvo–. Yo
llevaré a Darío.
- Su padre querrá honrar a Carlomagno –señaló la bretona con su
tradicional dulzura–. Llevaremos los cuerpos de los nuestros al lugar donde
se edificó el templo de Magna Mater, está próximo al sitio donde fue tu
ritual, fiom. Ahí aguardaremos a que lleguen Artemisia y los demás. Cicerón
ya se habrá comunicado con ellos para que nos acompañen y traigan los
elementos necesarios para los tributos fúnebres.
- ¿Qué pasará con los lamwadeni muertos, los dejaremos ahí? –indagó Max.
Boadicea negó con la cabeza. Explicó que algunos serían decapitados y
las cabezas las entregarían a los dioses como agradecimiento por su guía en la
batalla. Los cuerpos y el resto de los cadáveres serían trasladados a otro
lugar, donde serían enterrados y cubiertos con sal. El sitio sería maldecido y
nada volvería a crecer ahí.
Rómulo y Tlacaélel se aproximaron al grupo. El primero estuvo de
acuerdo en las propuestas para llevar a los amigos caídos. El segundo se
dirigió a Max, agachó la cabeza, se quitó el collar con el caracol y se lo
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entregó acompañado de las siguientes palabras:
- He sido su custodio por más de cinco siglos; ahora que estás entre
nosotros, tú debes llevarlo.
Max lo tomó volteando a ver a los demás; Boadicea le indicó con la
mirada que lo aceptara y él se lo puso contestando:
- Gracias, Tlacaélel, espero ser tan digno de él como lo has sido tú.
- Nadie más digno de él que su legítimo dueño –aseguró el azteca con una
sonrisa.
Todos partieron a levantar los cuerpos de sus muertos. Rómulo le pidió a
Max que lo acompañase por el cadáver de Carlomagno; después irían por el
de Aristóteles. En el camino le comentó que habían sido muchas la pérdidas y
muy dolorosas, pero habría que mirar hacia delante y tomar ciertas
decisiones. Después de honrar a quienes habían fallecido, deberían
determinar ciertas promociones para que se ocupasen los cargos que
quedaron sin dueño. La decisión para los cargos superiores recaía en el Gran
Consejo, del cual Max y Sif ahora formaban parte. Como alfas tenían la
prerrogativa de presentar las candidaturas, por lo que era recomendable
pensar en algunos nombres. En todos los casos debían respetar el cursus
honorum; sin embargo, en los cargos militares el romano deseaba proponer
que Tlacaélel y algunos de los que estuvieron con él fueran promovidos por
la difícil misión que llevaron a cabo durante siglos. El lugar de Carlomagno,
sin lugar a dudas, habría de ser ocupado por Artemisia, ella era la única
procónsul, pero el cargo que ella dejaría libre podría ser ocupado por
cualquiera de los pretores. Paolo era quien debía reemplazar a Darío, pero
como era el prefecto de la Guardia Pretoriana de Max y Sif, la palabra de
ellos dos sería decisiva; en caso de que aceptasen, quedarían libres los dos
cargos de prefecto, y así debían seguir hacia abajo con los puestos que fueran
desocupando para cubrir las posiciones de mayor jerarquía.
- Encuentro difícil pensar quien reemplazará a los compañeros muertos
cuando todavía su sangre riega el suelo –manifestó Max, no por contradecir a
su padre, sino por hacer evidente el dolor que lo embargaba.
- Lo sé, hijo, créeme que no es agradable para mí tampoco, pero la tregua
acordada será muy breve y no podemos darnos el lujo de tener piezas sueltas.
Y sin apartarnos del tema, hay un cargo por demás importante y para el cual
existen más de una docena de posibles sucesores.
- ¿El de Aristóteles?
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- Así es. La tradición indica que con la muerte de un senador, el lugar lo
ocupará uno de los embajadores o los rectores.
- Creo que sería conveniente reconocer la presencia de nuestras grandes
mujeres, estoy convencido de que en el Gran Consejo se requiere de una
mayor participación de ellas.
Rómulo vio con buenos ojos la sugerencia de su hijo e indagó si tenía a
alguien en mente.
Remembrando una plática que había tenido con Leonardo, el joven alfa
comentó:
- Hay una embajadora de la cual he escuchado, a quien me gustaría
proponer para consideración del Gran Consejo.
El hijo del dios Marte se detuvo y con la mirada interrogó a Max.
- Catalina la Grande.
- Excelente propuesta –declaró Rómulo esbozando una breve sonrisa.
Poco a poco llegaron al punto convenido todos los duploukden-awi; varios de
ellos llevaban en brazos a alguno de sus hermanos. Los cadáveres fueron
dispuestos en una gran espiral; al final de la cual estaban los cuerpos de
Doniov, Darío I, Carlomagno y Aristóteles.
Artemisia, los duploukden-awi que formaban parte de las reservas, inclusive
los asesores de los senadores y algunos miembros de los Servicios
Diplomáticos y de Inteligencia y guardas de las diversas mansiones, llegaron
al Palatino cuando ya no faltaban más cuerpos que colocar en ese círculo
fúnebre. En las cercanías del borde extremo de la espiral se colocaron
diversas cajas, muchas de las cuales contenían frascos con algún tipo de
aceite en su interior.
Como Suma Sacerdotisa, Sif organizó a las demás vestales para que,
junto con sus ayudantes, impregnaran los cuerpos de los muertos con esos
líquidos.
Boadicea le explicó a Max que la labor que se realizaba por lo general era
exclusiva de las vestales; debido a la gran cantidad de muertos, en ocasiones
como esa se permitía el apoyo de ayudantes. De cualquier manera, a partir de
ese punto a nadie más le estaba permitido tocar los cuerpos. Los bálsamos
con que los ungían no sólo eran para purificarlos, también facilitarían la
combustión.
Cuando la mitad de los cadáveres estaban ya preparados, las ayudantes de
las vestales dejaron la tarea y tomaron de las cajas restantes guirnaldas
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compuestas por rosas rojas, amarillas y blancas, que entregaron a cada uno de
aquellos que habían llevado un cuerpo al lugar.
Max se reunió con los restos de Aristóteles, a darle el último adiós y junto
con la guirnalda dejó caer varias lágrimas sobre su fugaz maestro. Después,
igual que los demás, salió de la espiral para escuchar las palabras de
despedida que dirigiría Rómulo.
- Como su guía, debería recordarles que por el simple hecho de vivir, la
muerte transita a nuestro lado desde el mismo momento de la concepción.
Debería decirles que el sacrificio de nuestros amigos no ha sido en vano, que
hoy hemos alcanzado triunfos trascendentales en nuestra lucha milenaria y
que sólo por eso deberíamos celebrar el éxito alcanzado; pero cómo ignorar la
aflicción que siente el corazón. Debería ordenarles no llorar y prepararse para
la siguiente batalla, afilar las espadas y lustrar las armaduras; pero cómo
hacerlo si yo mismo no puedo contener las lágrimas. Debería encomiarlos a
sólo mirar hacia adelante, a centrarnos en la meta e ignorar las penas; pero
cómo hacerlo cuando parece tan difícil. Y es que ilusamente, cuando uno
convive durante siglos con alguien, cree que esa persona lo acompañará en su
trayecto hasta el fin. Hoy la vida nos ha recordado que cada uno tiene un
camino distinto que recorrer y en donde uno continúa el otro debe detenerse,
sin importar que tan grande o bondadoso haya sido. Nos hace reflexionar si
alcanzaremos a ver cristalizados los sueños o, al igual que los amigos a
quienes hoy velamos, nos veremos interrumpidos en el trayecto. Hoy los
dioses nos recuerdan que el camino a la gloria está trazado con sudor y
empedrado con lágrimas. Para finalizar, quiero compartirles lo que alguna
vez uno de los grandes hombres a los que hoy le rendimos homenaje me dijo:
“La amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en
dos almas”. Si eso es cierto, hoy mi alma y mi corazón han perdido la mitad
de su morada.
Rómulo regresó al lado de Boadicea, la coraza que había mostrado
minutos antes en su conversación con Max se había pulverizado y eso era
precisamente lo que lo convertía en el máximo héroe. En esos momentos,
como el resto de los presentes, se unió en un canto cuyas notas eran tan
amargas que es imposible tratar siquiera de describirlas y, como ellos,
observó a Sif tomar una antorcha con la que encendió el cadáver en el que
iniciaba la espiral, para que después, en sólo segundos, las llamas fueran
esparciéndose por los demás, hasta llegar al cuerpo que como el hombre que
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lo había habitado, aguardaba sereno.

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Glosario de términos

Accensi – Tropas de reserva en los ejércitos de la antigua Roma. Nombre que


conservan ese tipo de soldados en los diferentes grupos de hombres
lobo. Su singular es accensus.
Alfanje – Sable de hoja ancha y curva, con filo de un solo lado, popular en la
Edad Media y el Renacimiento, en la región del Mediterráneo.
Ankh – Cruz egipcia que en su parte superior forma un óvalo. Simboliza la
inmortalidad.
Ashi guruma – Técnica de Judo que utiliza piernas y brazos; sirve para
levantar al oponente y arrojarlo al lado contrario.
Batik – Técnica de estampado de tejidos característica del sureste asiático.
Bumerán – Arma arrojadiza de forma delta, utilizada por los pueblos
aborígenes australianos.
Cáliga – Sandalias utilizadas por las legiones romanas.
Centuria – Unidad táctica en la que estaban divididos los manipulios que
poseían las legiones romanas. Su número en los manipulios cambió a lo
largo de la historia, igual que el número de efectivos en cada centuria;
durante la época republicana contaban con ochenta legionarios,
mientras que en la época imperial su número fue de cien. En nuestro
caso, las legiones del ejército de Rómulo y Boadicea siguen el patrón de
la época republicana y las de Julio César las de la imperial.
Cimitarra – Sable persa de hoja larga y curva, con filo de un solo lado;
popular entre las naciones árabes del medioevo.
Claymore – Espada larga afilada por ambos lados de la hoja, que por su peso
obliga el uso de las dos manos, si el que la porta es un humano. Su
empuñadura es de grandes dimensiones. Popular entre los highlanders
escoceses.
Cohorte – Unidad táctica en la que estaban divididas las legiones romanas.
Su número cambió en cada legión a lo largo de la historia. En esta obra,
las legiones del ejército de Rómulo y Boadicea cuentan con tres
cohortes, divididas a su vez en tres manipulios; mientras que la legión
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de Julio César está conformada por dos cohortes y estas tienen dos
manipulios.
Curado – Ver Neutle.
Estadio – Medida de longitud usada en la antigüedad. El estadio griego
medía 174.125 metros; el macedónico, 210.14 metros.
Flissa – Espada corta y recta, de origen otomano; popular entre los pueblos
del norte de África desde finales del siglo XVI, hasta el siglo XIX.
Fu Chao – Técnica de Kung Fu, proveniente de la escuela Shaolín del sur,
conocida como la garra de tigre.
Futari Gake – Técnica de defensa en el Aikido contra dos atacantes
simultáneos.
Gálea – Casco utilizado por los antiguos soldados romanos.
Grebas – Pieza de armadura antigua que cubre la pierna.
Katana – Sable japonés de hoja curva, con filo en un solo lado; utilizado por
los guerreros samurai.
Kiai – Grito utilizado particularmente en artes marciales para conducir toda
la energía de una persona hacia un solo movimiento.
Kiliç – En turco quiere decir espada; es un sable de hoja curva con filo en un
lado, salvo en el último tercio. Surgió en el siglo III y su uso se
extendió hasta el siglo XVIII tanto en Oriente Próximo como en Oriente
Medio.
Kilim – Tapete persa hecho de lana, típico de la zona que va de los Balcanes
a Paquistán.
Loriga – Armadura hecha de lámina de metal que cubre el tórax, utilizada en
la antigua Roma.
Macuahuitl – Masa de madera con hojas de obsidiana incrustadas a los
lados, utilizada a manera de espada por los guerreros precolombinos.
Manipulio – Unidad táctica en la que estaban divididas las cohortes que
conformaban las legiones romanas. Su número fue distinto a lo largo de
la historia. Aquí, las cohortes del ejército de Rómulo y Boadicea están
formadas por tres manipulios y estos por dos centurias; las de Julio
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César están compuestas por dos manipulios y estas poseen cuatro
centurias.
Meia lua – Técnica de Capoeira que significa media luna, por medio de la
cual una pierna realiza un giro de 360 grados.
Menukis – Amuletos de metal colocados en la tsuka, que al contacto con los
dedos del espadachín, le transmiten suerte.
Neutle – Bebida alcohólica típica de algunas culturas mesoamericanas, hecha
a base de pulque (substancia que se obtiene de la planta denominada
maguey), generalmente mezclada con alguna fruta. También conocido
como curado.
Saya – Funda de la katana.
Shamsir – Sable musulmán de punta inusualmente curva, de filo en una sola
hoja, salvo en el extremo final.
Shõgun – Cargo que en sus inicios se circunscribía a actividades militares y
que posteriormente abarcó también funciones de gobierno en el antiguo
Japón.
Talwar – Sable originario de la región de Indostán, de hoja curva y filo en
una sola hoja, al que distingue una peculiar empuñadura.
Testudo – Palabra latina que significa tortuga. En el caso de este libro se
hace referencia a la formación de tortuga de las legiones romanas; los
soldados utilizan sus escudos para hacer un caparazón y protegerse de
proyectiles.
Tlachpahualiztli – Ritual que realizan los guerreros mexicas antes de la
batalla, que consiste en barrer y limpiar sus casas, así como sahumar
sus armas y ropas.
Tokaji – Vino de denominación de origen, principalmente de una región de
Hungría; no obstante, una región de Eslovaquia también cuenta con el
permiso. Por lo general se trata de vinos secos, aunque hay algunos
dulces.
Trompe l’oeil – Literalmente trampantojo. Técnica que busca engañar a la
vista, creando un falso efecto de profundidad.
Tsuba – Guardamano de la katana.
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Tsuka – Empuñadura de la katana.
Tuit dolio chagui – Técnica de Tae Kwon Do que consiste en dar una patada
de giro abierto.
Xifos – Espada corta griega de la antigüedad, de hoja recta y filo en ambos
lados.

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Relación de personajes

Ahuízotl – Tlatoani (emperador) azteca cuyas conquistas militares lo llevan a


extender su imperio hasta los límites de Guatemala. Bajo su gobierno se
concluye la construcción del Templo Mayor en Tenochtitlán y para
celebrarlo manda sacrificar entre 20,000 y 80,000 personas. En 1502 de
la Era Vulgar se le cree muerto a causa de un golpe en la cabeza que
sufre durante una inundación. En 1505 despierta por sí mismo como
hombre vampiro, convirtiéndose en el Padre de la Raza del Sol.
Conduce a su casa en la Guerra de los Glaciales Rojos.
Alejandro Magno – Nace en agosto de 356 antes de la Era Vulgar. A los 20
años sube al trono de Macedonia. Comienza una guerra en Asia y
derrota a los persas a pesar de estar en desventaja. Después se dirige a
Egipto y tras someterlo retoma su campaña contra los persas para
dominarlos por completo. El siguiente objetivo es India, y toma algunas
ciudades de esa región. Poco antes de cumplir 33 años, en Babilonia, se
le da por muerto, sin conocerse aún en la actualidad las causas; su
cuerpo es embalsamado en miel, pero se pierde misteriosamente.
Hombre lobo, que en el año 247 EV recibe el cargo de Cónsul en el
ejército de Rómulo y Boadicea.
Aníbal – Cartaginés nacido en 247 antes de la Era Vulgar. Apenas un niño
participa en la conquista de la península Ibérica y a los 26 años es
elegido General. Artífice de la Segunda Guerra Púnica. Penetra Italia a
través de los Alpes y aunque consigue grandes victorias y llega a las
puertas de Roma, nunca toma la ciudad. Lucha durante varios años en
Italia pero el avance de Escipión el Africano en Cartago lo obliga a
regresar. Cae derrotado en la batalla de Zama. En 183 se suicida
ingiriendo veneno. En 180 regresa como uno de los dos primeros
hombres vampiro. Padre de la Raza de la Eternidad y protagonista en
muchas otras batallas.
Antonino, Marco Aurelio – Emperador romano nacido en 121 EV.
Contrario a lo que algunos piensan, su gobierno no se distingue por la
conquista de nuevos territorios, más bien sufre una buena cantidad de
revueltas de las cuales logra sofocar algunas. Desde joven se interesa
por la Filosofía y es un digno representante del estoicismo. Autor de las
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Meditaciones, obra en las que recoge gran parte de su pensamiento. La
peste hace que tenga que abandonar el mundo de los humanos en 180
para unirse al grupo de Rómulo. Su pensamiento y forma de vivir le
valen ser nombrado Senador.
Aristóteles – Macedonio nacido en 384 antes de la Era Vulgar. Uno de los
más grandes filósofos de la Historia. A los 18 años ingresa a la
Academia de Platón y es su alumno durante un par de décadas.
Posteriormente es maestro de Alejandro Magno, para después fundar el
Liceo. Escribe varios tratados sobre Ética, Lógica y Filosofía en
general, entre otros. Se supone que fallece en 322, en realidad, a partir
de esa fecha ha estado al lado de Rómulo, de quien, como hombre lobo,
es uno de sus senadores y, por lo tanto, miembro del Gran Consejo.
Arminio – Ver Hermann.
Artemisia de Caria – Gobernante de Halicarnaso en el siglo V aEV. Lidera
parte del ejército persa en la Batalla de Salamina, y debido a su
desempeño Jerjes declara: "¡Mis hombres se han convertido en mujeres
y mis mujeres en hombres!". Después de su ficticia muerte, ha seguido
demostrando su valor e inteligencia en la guerra, lo que le ha valido ser
nombrada Procónsul en el ejército de Rómulo y Boadicea.
Asarhadon – Rey asirio que subyuga varias ciudades fenicias e incluso toma
Egipto, sólo por unos años, coincidiendo la liberación de este reino con
lo que se cree su muerte en 669 aEV. Es uno de los hombres lobo más
antiguos; pelea como Pretor en la legión de Alejandro Magno en la
Guerra de la Matanza de Hermanos y en la Guerra contra la Serpiente
de Doble Cabeza, en la que fallece.
Ashoka el Grande – Nace en 304 aEV, conquista y gobierna casi todo el
territorio de lo que hoy conocemos como India y ciertas regiones del
actual Afganistán y la antigua Persia. Su imperio inicia en 273 y se
mantiene al frente de este hasta el momento de su desaparición como
humano, en 232. Pocos saben que funda una sociedad secreta llamada
«Los Hombres Desconocidos», y menos los que se imaginan que forma
parte del ejército de Rómulo y Boadicea con el cargo de Pretor.
Atila – Unificador de las tribus de los hunos, asume el poder en 434 EV.
Azota sin misericordia gran parte de Europa, incluyendo al Imperio

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Romano de Oriente y al de Occidente. Flavio Aecio dirige a este último
y a una coalición que incluye a francos y visigodos que derrota al líder
huno. En 453 una conjura busca terminar con su vida. Tres años más
tarde regresa para convertirse en el Padre de la Raza de los Jinetes
Obscuros, convirtiéndola en una de las casas de hombres vampiros más
sangrientas, y grandes aliados de la Raza de la Eternidad.
Aubrey, María d' (La Brinvilliers) – Marquesa de Brinvilliers, nacida en
Francia en 1630 EV. Famosa asesina serial que extermina a su familia
para convertirse en la única heredera. Aprende de uno de sus amantes el
arte del envenenamiento, lo utiliza no sólo por “necesidad” sino por
gusto; se dice que durante las visitas caritativas a los hospitales,
envenenaba a quienes frecuentaba. Por los crímenes cometidos es
cruelmente torturada, y aprende bien de los verdugos, pero no es ella la
decapitada, antes de que la condena se lleve a cabo, un grupo de
hombres vampiro suplantan su cuerpo. Con el tiempo, la Brinvilliers
formaría parte del célebre Grupo de Asesinos de Atila.
Barba Azul – Ver Laval, Gilles de.
Báthory, Erzsébet – Nace en 1560 EV, miembro de la aristocracia húngara.
La Condesa, obsesionada con mantener su belleza, cree encontrar en los
baños de sangre de doncellas la manera de perdurarla. Durante años se
dedica a secuestrar mujeres, a quienes tortura y desangra para sus
brujerías. Acaba con la vida de cientos de jovencitas. Finalmente es
detenida y sentenciada a morir emparedada en su dormitorio. En 1614,
tras cuatro años de condena, se le da por muerta, hasta que Drácula
irrumpe en el castillo y la convierte en su consorte.
Belisario – El más célebre general bizantino, nace en 505 EV. Logra grandes
conquistas bajo el reinado de Justiniano. Vence a los persas, domina el
Norte de África, así como parte de Italia, incluyendo Roma. Defiende
Constantinopla de hordas bárbaras, y después es acusado de una
conspiración contra el emperador. Una falsa leyenda dice que
Justiniano lo había mandado cegar y una verídica asegura que tras su
supuesta muerte es convertido en hombre lobo. Deja al grupo de
Rómulo y se une a Julio César, de quien es uno de los pretores.
Boadicea – Conocida entre su pueblo como Boudica, comanda a los icenos y
otras tribus bretonas en una rebelión contra las fuerzas invasoras de
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Roma. Toma Camulodunum (Colchester), embosca y masacra a la
Legión IX Hispana, para después destruir Londinium y Verulanium; sin
embargo, Cayo Suetonio Paulino la derrota en la batalla de
Manduesendo, razón por la que, en el año 60 de la Era Vulgar, ingiere
veneno. Su cuerpo es encontrado por Rómulo, quien la convierte en su
loba alfa. Es miembro del Gran Consejo y sus conocimientos druídicos
le han dotado de poderes más allá de los de un hombre lobo ordinario.
Borgia, César – Hijo del Papa Alejandro VI, nacido en Navarra en 1475 EV.
Siendo muy joven es nombrado obispo y luego arzobispo y cardenal,
cargos a los que renuncia para convertirse en Capitán General de los
Ejércitos Pontificios. Con la muerte de su padre le sobreviene la
desgracia; cae en combate, pero en breve es uno de los primeros
convertidos por Ahuízotl. Su arrojo y conocimiento de la estrategia
militar le vale convertirse en uno de los generales de la Raza del Sol.
Brinvilliers – Ver Aubrey, María d'.
Caballo Loco – Ver Tashunka Witko.
Carlomagno – Hijo del rey franco Pipino el Breve, comparte en un inicio
con su hermano el reinado heredado por su padre; tras la muerte de
aquél, se convierte en el único monarca de los francos. Sus conquistas
duplican el territorio que recibió, expandiendo las fronteras a lo largo
de toda Europa Central. Es coronado emperador por el Papa León III en
el año 800 EV. Es amante de las artes y afectivo con los súbditos.
Desaparece del mundo de los humanos en el 814, mismo año en el que
Rómulo lo transforma en hombre lobo. Sus proezas a partir de entonces
han continuado y desde el año 1450 ostenta el grado de Cónsul.
Caupolicán – Toqui (líder militar) mapuche que combate a los españoles en
las batallas de Tucapel, Valdivia y Millarapue. Organiza una guerra de
guerrillas en las sierras chilenas, provocando algunas derrotas a los
enemigos, hasta que es apresado. En el año 1557 EV se le intenta
asesinar. Originalmente ingresa al ejército de Rómulo, después se
enlista en el de Julio César, siendo en la actualidad uno de los tribunos.
César – Ver Julio César, Cayo.
Cicerón, Marco Tulio – Destacado abogado romano nacido en 106 antes de
la EV. Se distingue por su honradez y amor hacia la República.
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Descubre el complot orquestado por Lucio Catilina. Recibe los cargos
de cuestor, pretor y cónsul. Al ser partidario de Pompeyo, Marco
Antonio ordena su muerte en el año 43. Desde entonces es una de las
figuras más cercanas a Rómulo, manteniéndose como senador y
miembro del Gran Consejo desde el momento en que fueron creados, y
hasta la fecha.
Citlalmina – Noble dama mexicatl que colabora en la construcción de ese
gran imperio. Dedica su vida al engrandecimiento del pueblo azteca y
por ello es amada profundamente. Su cuerpo es depositado en el
Iztaccihuatl, donde Boadicea la despierta y con quien aguarda la llegada
de su gran amor, Tlacaélel, con quien, ya como lobos, se casa para
después partir y unirse a los Proscritos.
Cleopatra – Descendiente de faraones, debía compartir el reino con su
hermano, por lo que decide matarlo, sin éxito; tuvo que huir hasta que
puede aprovechar la llegada de César, quien la coloca en el trono. Con
la muerte de este, seduce a Marco Antonio y contrae nupcias. Sus
ejércitos son derrotados por los de Octavio Augusto, lo que la lleva a
buscar el suicidio con la mordida de una áspid en el año 30 antes de la
Era Vulgar. Aníbal recobra su cuerpo y la mantiene a su lado, para
convertirla en mujer vampiro y en su esposa.
Cristina de Suecia – Nace en Estocolmo en 1626 EV. Es nombrada reina de
Suecia antes de cumplir seis años debido a la muerte de su padre; es
coronada a los 23. Desde muy joven desarrolla gran pasión por las artes
y las ciencias, es mecenas de varios intelectuales, lo que le da el
sobrenombre de la Minerva del Norte. Pocos años después abdica a
favor de su primo. Dedica el resto de su vida al desarrollo espiritual e
intelectual, hasta que se cree que muere a los 63 años. Senadora y como
tal miembro del Gran Consejo.
Cromwell, Oliver – Nace en 1599 EV, es diputado del Parlamento inglés en
donde obtiene tal poder que se enfrenta al rey Carlos I, a quien en 1649
manda ejecutar, formando así una república que él mismo preside bajo
el título de Lord Protector. En su gobierno se vive un régimen del terror
no sólo en Inglaterra sino también en Irlanda; sin embargo, también
logra asentar las bases para convertir a su país en una potencia. En 1658
se le cree muerto, fecha en la que Aníbal lo transforma en hombre

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vampiro, y de quien en la actualidad es uno de sus ministros.
Darío I – Rey persa que establece la paz en su imperio y dirige una política
expansionista que lo lleva a dominar a escitas, jonios, tracios,
macedonios y egipcios. Contribuye de manera significante al desarrollo
económico de estos últimos. Tiene obsesión de luchar contra los
griegos, hasta que estos lo derrotan en la batalla de Maratón en 490
aEV y Darío se olvida de ellos, y entonces ellos se sublevan. Funda la
guardia personal del emperador conocida como «Los Inmortales», la
cual replica en su guardia personal y de los oficiales bajo su mando
dentro del ejército de Rómulo y Boadicea, donde funge como Pretor.
da Vinci, Leonardo – Ver Piero, Leonardo di ser.
Doniov – Nace en un pequeño poblado de lo que hoy se conoce como
Bulgaria en 1372 EV. Sus padres se niegan a venderlo a los hombres
lobo, por lo que estos lo raptan. Al enterarse de sus orígenes, se une al
grupo de los Proscritos. Un siglo después regresa a la familia de
Rómulo; desde entonces su fidelidad y coraje en la batalla han sido
tales, que se le ha permitido escalar hasta altas posiciones del Cursus
Honorum.
Drácula – Ver Vlad Tepes.
Erik el Rojo – Caudillo vikingo que se ve obligado a dejar sus tierras por un
cargo de homicidio en su contra. Descubre y puebla Groenlandia. En el
año 1007 EV su pueblo llora su muerte; en realidad, a partir de esa
fecha, ha formado parte del ejército de Rómulo y Boadicea. Su
destacada participación en la Guerra contra los Dragones de Sangre le
vale tiempo después ser nombrado Pretor.
Escipión, Publio Cornelio (Escipión el Africano) – Militar romano nacido
en 235 aEV. Derrota a los ejércitos cartagineses en Hispania,
conquistando así Cartago Nova. Ya como cónsul se dirige a África, y
consigue aliarse con el rey nubiense, Masinisa. Derrota a Aníbal en la
batalla de Zama, lo que conlleva al final de la Segunda Guerra Púnica.
A pesar de contar con más de dos milenios en el ejército de Rómulo y
de demostrar sobradas capacidades para recibir una promoción, se ha
rehusado a abandonar la legión comandada por Alejandro Magno, igual
que los otros dos pretores.

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Felipe IV, el Hermoso – Monarca francés nacido en 1268 EV y coronado en
1285. Durante su reinado mantiene guerras contra Inglaterra y Flandes;
su pelea más importante es contra el Papa, que lo lleva a apoyar el
cambio de la Santa Sede a Avignon y poner al frente a Clemente V. La
necesidad de dinero para sostener sus guerras lo hace codiciar el tesoro
de los Caballeros Templarios y, con la ayuda del Papa, los juzga y
condena. El Gran Maestre de la Orden lo maldice en la hoguera, y hay
quienes sostienen que es debido a ello que regresa convertido en
hombre vampiro. Actualmente funge como Ministro en la Raza de la
Eternidad.
Fouché, José – Nace en Francia en 1759 EV y en 1792 se incorpora como
diputado de la Asamblea Nacional. Es Mitrailleur de Lyon y de regreso
a París organiza la conspiración que lleva a Robespierre a la guillotina.
Apoya sigilosamente a Napoleón, quien lo ratifica como Ministro de
Policía y posteriormente le otorga el título de Duque de Otranto. Se dice
que Napoleón teme más de Fouché que de Wellington, también que al
poco de desaparecer, Aníbal lo convierte en hombre vampiro,
nombrándolo Ministro y encargado de sus servicios de espionaje.
Genghis Khan – Ver Temujin.
Hermann – Los romanos lo conocen como Arminio, guerrero nacido en
Germania, no obstante es ciudadano romano. Regresa a Germania y
logra que varias tribus se le unan, con lo que, aunado a una gran
estrategia, en el año 9 EV embosca al ejército romano, exterminando a
miles. Durante muchos años continúa su lucha contra Roma y aunque
no logra una victoria como la de Teutoburgo, en parte por la falta de
unión de las tribus germanas, los romanos tampoco lo vencen y no
pueden extender sus dominios más allá del Rhin. En el año 21 es
traicionado y asesinado, pero sólo para incorporarse a los ejércitos de
Aníbal y convertirse, más tarde, en uno de sus generales.
Jefferson, Tomás – Vicepresidente y después presidente de Estados Unidos
de América. Principal ideólogo y redactor de la Declaración de
Independencia de esa nación. Firme creyente de la igualdad entre los
hombres, y de sus derechos inherentes, plasma su pensamiento en la
Declaración de Virginia de 1776. En 1826 EV se cree que ha muerto;
desde esa fecha se encuentra al lado de Rómulo, convirtiéndose en el

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Senador más joven de la historia.
Julio César, Cayo – Nace en el año 100 antes de la EV en el seno de una de
las familias más nobles de Roma, que incluso se dicen descendientes de
Venus. Miembro del primer triunviro y conquistador de las Galias,
entre otros territorios. Tras derrotar a Pompeyo se convierte en el
hombre fuerte de Roma, recibiendo el título de dictador perpetuo. En el
año 44 es víctima de una conspiración que busca acabar con su vida.
Regresa convertido en hombre lobo y en el año 249 EV provoca una
escisión en la familia de Rómulo y Boadicea que llega a sus límites en
la Guerra de la Matanza de Hermanos. Es el líder del grupo conocido
como Los Proscritos.
Laval, Gilles de (Barba Azul) – Barón de Rais, nace en Francia en 1404 EV.
Pelea como primer teniente de Juana de Arco; culpando a Dios de la
muerte de esta, comienza una vida de dispendio y fascinación por lo
oculto, se declara seguidor de Satanás y toma afición por la tortura, la
pedofilia, necrofilia y el homicidio, asesinando a más de doscientos
niños. En octubre de 1440 es llevado al cadalso para pagar por sus
crímenes. Poco tiempo después Atila lo convierte en hombre vampiro,
uno de los primeros de su célebre Grupo de Asesinos, organización que
luego replica Vlad Tepes.
Leónidas I – Rey de Esparta junto con Leotíquidas. En 480 antes de la Era
Vulgar dirige una fuerza de trescientos hoplitas, con sus
correspondientes ilotas, y algunos miles de soldados de pueblos aliados,
al paso conocido como las Termópilas, con la intención de detener el
avance del ejército persa, comandado por Jerjes. Algunas leyendas
sostienen que el ejército enemigo alcanza el millón de elementos,
aunque es más exacto hablar de decenas de miles; lo cierto es que la
desventaja es inmensa y aún así, aunque todos los griegos, incluido
Leónidas, caen en la batalla, las bajas que causan en el enemigo son tan
altas, que hoy se recuerda su hazaña. Actúa de la misma manera durante
casi dos milenios como cónsul en el ejército de Rómulo, hasta su
muerte en la Segunda Guerra contra los Leones Nocturnos.
Mabel – Hija de una familia de nobles irlandeses, nace en el año 675 EV. Su
carácter voluble y envidia a Boadicea la acercan a Julio César, quien ve
en ella una copia de la reina bretona, por lo que la hace su esposa en el

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850; el interés que tiene cada consorte, los hace lo opuesto de la pareja
a la que buscan imitar. Su carácter sumiso sólo es un arma que utiliza
para llevar a buen término sus intrigas.
Marco Aurelio – Ver Antonino, Marco Aurelio.
Marketa – Nace en una pequeña villa en las cercanías de Praga en 1681 EV;
de familia pobre, es vendida a los hombres de Rómulo. Desde pequeña
muestra una gran inclinación por las artes, lo que le ha permitido
mantener una relación cordial con los Disidentes. No es sino hasta
cumplir el siglo de vida que ingresa al servicio de la Gran Vesta y
algunas décadas después es nombrada sacerdotisa.
Max – Joven huérfano criado por Francisco Javier, SI. Durante su niñez y
juventud recorre el mundo en compañía del prelado, de quien recibe su
educación, así como de otros jesuitas y de los mismos lugares en los
que vive. Posiblemente sea el sucesor de Rómulo y, por lo tanto, un
nuevo lobo alfa.
Minamoto no Yoritomo – Nace en Kyoto en 1147 EV. Creador de la casta
de los guerreros samurais, funda en Kamakura el primer bakufu
(shogunato). Se enfrenta al clan Taira, al cual derrota en la batalla de
Dan-no-ura. Su apoyo al emperador le significa ser nombrado Sei-I-
Tai-Shõgun. Su valor y honorabilidad han sido demostradas desde antes
de ser convertido en hombre lobo. Ostenta el cargo de Pretor en el
ejército de Rómulo.
Mitrídates VI Eupátor – Apodado por su pueblo, el Grande, es rey del
Ponto durante casi cuatro décadas, dedicando gran parte a pelear contra
Roma; la política expansionista del rey póntico atenta contra la de los
romanos. Hay quienes aseguran que cada día toma un brebaje que
contiene, entre otras cosas, arsénico, con lo que busca hacerse inmune a
los venenos. Manda matar a más de cien mil romanos que viven en
territorios griegos, con lo que, aunado a sus guerras, se gana el odio y
temor de Roma. En el año 63 antes de la EV se cree que se ha suicidado
y Pompeyo confía que la pesadilla ha terminado. No es así, Aníbal lo
regresa para incorporarlo a su ejército, donde ostenta el cargo de
General.
Mohamed II, el Conquistador – Sucede a su padre, Murad II, en el trono

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otomano. Su sobrenombre le deviene de haber conquistado, entre otras
regiones, Constantinopla en 1453 EV. Rómulo no sólo permite la caída
de Bizancio, sino que asesora a Mohamed al percatarse de la
degradación de los herederos de su imperio y ver en el sultán otomano
un hombre con un gran futuro, entre otras cosas, convertirse en
verdugo, al menos en vida, de uno de sus grandes rivales. Sin embargo,
desde el s. XVII se encuentra entre los Proscritos, donde tiene el cargo
de Tribuno.
Naïma – Nace en la actual Mauritania en 1550 EV. A las pocas semanas de
vida su aldea es arrasada por cazadores de esclavos, dejándola
abandonada, donde es encontrada por los hombres de Rómulo. En 1601
contrae nupcias con Paolo. Desde 1945 funge como Comisaria en los
Servicios Diplomáticos y de Inteligencia.
Octavio Augusto – Hijo de nobles romanos, nace en Nola en el año 63 aEV.
Muerto su padre, es adoptado por Julio César, a quien se dedica a
vengar tras su asesinato. Forma parte del Segundo Triunvirato y
después de acabar con la oposición presentada por republicanos y
Marco Antonio, se convierte en el hombre más poderoso de Roma,
recibiendo, en el año 27 EV, el título de Augustus. Después de poco
más de cuatro décadas en el poder, finge su muerte y, así, se une al
grupo de Rómulo, donde, previo a la Guerra de la Matanza de
Hermanos, es nombrado pretor.
Osmán I – Sultán turco nacido en 1258 EV. Fundador del imperio que es
nombrado en honor a él, el Otomano. Establece un principado en
Anatolia desde donde lanza sus ataques al Imperio Bizantino. Desde su
desaparición como humano en 1326, se une al grupo de Rómulo y
Boadicea, con quien ha peleado en varias guerras, teniendo su
participación más destacada en la Guerra contra los Dragones de
Sangre. En la actualidad es uno de los pretores de la Tercera Legión.
Pachacuti Inca Yupanqui – Se convierte en rey de los incas tras vencer a
los chancas; durante su reinado se construye Coricancha. Asegura
mediante diversas conquistas las provincias cercanas a Cuzco. Manda
asesinar a su hermano en quien veía un posible rival. Antes de que se le
creyese muerto, desaparece de la vida pública, seguramente por
recomendación de Atila, quien lo transforma en hombre vampiro y, a la

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postre, lo nombra General en su ejército.
Pakal Botan – Rey maya que nace en 631 EV, hombre inusual hasta en su
constitución física; a diferencia del resto de su pueblo, mide 1.75
metros. Su visión del mundo y de la existencia es tan asombrosa que
hoy en día hay quienes piensan que es un ser extraterrestre o un
iluminado; la realidad es que es un hombre lobo, uniéndose a Rómulo y
Boadicea en el momento en que se separa de su pueblo y convirtiéndose
en Senador.
Paolo – Nace en Milán en 1268 EV en el seno de una familia que se dice
descendientes de los césares, pero que debido a las enormes deudas que
tienen, venden al recién nacido a Rómulo. Está cerca de perder la vida
al salvar la de Rómulo en la Guerra de los Glaciales Rojos y a partir de
entonces, ostenta el cargo de Prefecto de la Guardia Pretoriana. En 1601
desposa a Naïma.
Piero, Leonardo di ser (Leonardo da Vinci) – Nace en el pueblo de Vinci
en 1452 EV. Uno de los más reconocidos artistas del Renacimiento y de
las mentes más brillantes que hayan existido. Su obra abarca desde
pintura y escultura, hasta estudios de anatomía, arquitectura, ingeniería
y un sinnúmero de inventos. Crece en Florencia, después se traslada a la
corte de Ludovico Sforza en Milán. También está en Roma bajo la
protección del Papa y termina sus días como humano en Francia,
teniendo como mecenas al rey Francisco I. A partir de lo que se cree su
muerte, ha vivido como hombre lobo al lado de Rómulo, siendo uno de
sus senadores, además de Jefe de los Servicios Diplomáticos y de
Inteligencia y Maestro de Banquetes.
Qin Shi Huangdi – Ver Ying Jien.
Plessis, Armand Jean du (Cardenal Richelieu) – Nace en Francia en 1585
EV; tras renunciar a la carrera militar se ordena sacerdote y para 1606
es nombrado obispo y en 1622 accede al cardenalato. Es consejero del
rey Luis XIII. Excelente para sembrar discordia en otros reinos, su
participación en la Guerra de los Treinta Años es decisiva. Todo esto no
escapa a la mirada sagaz de Atila, quien lo convierte en hombre
vampiro y lo tiene como su principal consejero.
Ragnar Lodbrok – Caudillo vikingo, rey de Dinamarca y Suecia, que incluía

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a la actual Finlandia. Dedica gran parte de su vida a la piratería y a la
invasión de otros reinos. Toma París el 28 de marzo de 845 EV, por la
que recibe una gran suma para perdonarla de la destrucción. Años
después, al ser capturado por un rey sajón, es condenado a morir en un
nido de serpientes. Se dice descendiente del dios Odín y aunque se
ponga en duda su prosapia, lo cierto es que ordinario no es; convertido
en hombre vampiro por Atila, hoy funge como uno de sus generales.
Ricardo I, Corazón de León – Rey inglés que participa en la Tercera
Cruzada, en la cual derrota a Saladino en Arsuf, con quien después
acuerda un armisticio. En su viaje de regreso es capturado debido a la
traición del soberano francés y de su hermano Juan. Con el tiempo es
liberado para regresar a Inglaterra y recuperar su trono. Se le da por
muerto en el asedio al castillo de Châlus en 1199 EV. Hace gala de su
sobrenombre en la Segunda Guerra contra los Leones Nocturnos,
aunque no es sino hasta después que recibe el grado de Pretor en el
ejército de Rómulo y Boadicea.
Richelieu – Ver Plessis, Armand Jean du.
Robespierre, Maximiliano – Nace en Francia en 1758 EV y desde niño tiene
que ver por sus hermanos, ya que su madre fallece y su padre los
abandona. Consigue una beca para estudiar Derecho en París. Es electo
representante del Tercer Estado en los Estados Generales convocados
por el rey Luis XVI, a quien tiempo después él mismo manda a la
guillotina; así como se encarga de las ejecuciones de Marat, Danton y
muchísimos más, tantos, que el periodo que mantiene el poder es
conocido como la Época del Terror. Su genio y facilidad para disponer
de las vidas de otros le ayudan a ser tan cercano al Padre de su raza que
hoy es el único consejero de Ahuizotl.
Rómulo – Hijo del dios Marte y de Rea Silvia, sacerdotisa de Vesta. Criado
junto con su hermano, Remo, por una loba. Fundador y primer rey de
Roma, ciudad que gobierna con sabiduría y justicia desde el 753 antes
de la Era Vulgar, hasta que, oculto en una tormenta, su padre se lo lleva
para encomendarle una nueva misión: la propagación de su especie, los
hombres lobo. Padre de todos los hombre lobo y guía, junto con su
esposa, Boadicea, de la familia más importante de este género.
Shaka – Nace en 1785 EV y a la postre se convierte en rey de los zulus.
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Antes, y a pesar de su linaje, tiene que demostrar ser un gran guerrero.
Por sus servicios, años después se le concede el reino que debió heredar
de su padre, el Zulu. Una vez con el control de su clan logra el dominio
del Sureste de África, con un costo de cerca de un millón de personas
muertas. Ahuizotl lo encuentra apuñalado y olvidado en una gran vasija
llena de piedras, de la cual resurge para convertirse en hombre vampiro
y en uno de los sus generales.
Sif – Nace en Siberia en 1887 de la Era Vulgar. Cuando sólo contaba con
ocho años es encontrada por Rómulo y Boadicea. Al igual que esta
última, es una loba alfa, razón por la que, a diferencia del resto de los
hombres lobo, tiene su ritual de iniciación a los 19 años. A partir de ese
momento, consagra sus servicios a la Gran Vesta y es designada suma
sacerdotisa; cargo en el que continúa hasta la iniciación del que será su
lobo alfa.
Tamerlán – Tamerlán o Temür, como lo llaman en su lengua, es un rey
turco-mongol, que a diferencia del común denominador, nace en una
familia que ni siquiera pertenece a la nobleza; su genio militar le da los
elementos para hacerse no sólo del control de su pueblo, sino
convertirlo en uno de los más poderosos y temidos de la época. Sus
conquistas lo llevan hasta Rusia, donde hoy todavía se ve su influencia
en la arquitectura. Domina a sus antiguos señores, los mongoles, y en el
camino a la guerra contra China, en 1405 EV, parece dar su último
suspiro. Sus proezas son aquilatadas por Atila, quien le ha otorgado el
título de General.
Tashunka Witko (Caballo Loco) – Lakota nacido en 1840 EV, forma una
alianza con otras tribus para combatir al ejército estadounidense, al que
propina varias derrotas. Mata, o al menos así lo cree, al General Custer.
Poco después se rinde y es confinado en un fuerte, en donde,
traicioneramente, en septiembre de 1877, se orquesta su asesinato.
Desde ese momento se incorpora al ejército de Rómulo y Boadicea;
gracias a su coraje ha tenido una carrera vertiginosa, por lo que, a
recomendación del propio Genghis Khan, ha sido nombrado Pretor.
Temujin (Genghis Khan) – Nace en 1162 EV en las cercanías del Lago
Baikal. Siendo prácticamente un niño, en una disputa, asesina a uno de
sus hermanos y más tarde pelea contra el otro por el control de la tribu.

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Al inicio es vencido, al final triunfa, y tiempo después se convierte en el
caudillo de todas las tribus mongolas. Su principal enemigo es el
Imperio Chino, al que conquista, así como a los pueblos que habitaban
en el Turkestán, Kharizim, Khorasan, entre otros, logrando el imperio
más extenso que haya existido. Tras su supuesta muerte, su cuerpo
desaparece; se une al ejército de Rómulo y Boadicea, y hoy es el
Cónsul de la Tercera Legión.
Tlacaélel – Es Cihuacóatl (consejero supremo del emperador) de Itzcóatl,
Motecuhzoma Ilhuicamina, quien además es su hermano, y de
Axayácatl. Antes de que estos dos últimos sean electos le ofrecen a
Tlacaélel ser tlatoani, se rehúsa porque aun sin ser emperador es quien
manda en el reino. Es el ideólogo del imperio azteca y a él se deben las
reformas culturales, sociales, religiosas y hasta la organización militar.
Pocas muertes han sido tan lloradas como la suya y paradójicamente,
con el pasar de los años, su pueblo lo olvida, quizá por instigación de
algún vampiro o porque así conviene a ciertos grupos. Pero él tiene una
nueva misión, se une a Rómulo y después a los Proscritos, donde ocupa
el cargo de Pretor. Está casado con Citlalmina.
Vlad Tepes (Drácula) – Príncipe de Valaquia, nace en 1431 de la Era
Vulgar. Por cuestiones políticas, en su juventud es cautivo de los turcos
durante seis años, en los cuales se entera del asesinato de su padre y
hermano mayor. Ya libre cobra venganza con el sadismo que lo
caracteriza. En sus reinados propina varias derrotas a los turcos,
comandados por el sultán Mohamed II, siendo inmisericorde tanto con
sus enemigos, como con sus súbditos. Una de sus penas favoritas es el
empalamiento, a la que debe el sobrenombre «Tepes», los turcos se
refieren a él como «Kaziglu Bey» (Príncipe Empalador). En 1476 una
conjura busca asesinarlo y creen lograrlo. En 1479, literalmente regresa
de la tumba para convertirse en el Padre de la Raza de la Muerte,
mostrando desde entonces gran afinidad con la Raza del Dragón.
Warakurna – Aborigen australiana que logra unir en torno a sí a varias
tribus para enfrentarse a los invasores ingleses. En repetidas ocasiones
se acercan a apresarla y quizás nunca lo hubieran logrado de no ser por
la traición de su hermanastro. En honor a ella, aquél pueblo adoptó su
nombre. El valor y visión que muestra en el campo de batalla son
apreciados por Rómulo y Temujin, quien hoy la tiene como una de sus
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pretores.
Ying Jien – Se convierte en rey del Estado de Chin a los trece años, cuando
China está dividida en siete Estados. Él los conquista todos y los
unifica, por lo que se autonombra «Qin Shi Huangdi», el primer Dios
divino de Qin. Bajo su reinado se comienza la construcción de la Gran
Muralla. Asimismo, manda edificar un enorme mausoleo, protegido por
seis mil guerreros de terracota, desde el cual regresa de la muerte.
Fallece en el año 210 antes de la Era Vulgar, y no es sino hasta el 180
que aparece de nuevo, al mismo tiempo que Aníbal. Probablemente las
altas dosis de mercurio que ingiere en los últimos años de vida retrasan
el proceso; sin embargo, no impiden su retorno y con ello, la formación
de la Raza del Dragón.
Yoritomo – Ver Minamoto no Yoritomo.
Yugurta – Al ser un bastardo, su abuelo, Masinisa, lo deshereda. Después su
tío lo nombra coheredero del reino. Yugurta se lo agradece asesinando a
los hijos de aquél y haciéndose así del control total de Numidia, lo que
no es bien visto por los romanos, que lo atacan en lo que se conoce
como la Guerra de Yugurta, del 111 al 105 aEV, en la que, para su
desgracia, se enfrenta a Sila y a Mario. Al final es traicionado y
entregado a los romanos, quienes lo dejan morir de hambre en un
calabozo. Su odio a los romanos lo une a Aníbal, así como a Mitrídates
y Hermann.

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Relación de dioses, héroes y criaturas mitológicas

Abraxas – Deidad que, en una sola persona, representa al bien y al mal.


Considerado como tal tanto por egipcios, etruscos, gnósticos y celtas.
Apolo – Deidad griega. Uno de los doce Olímpicos. Hijo de Zeus y Leto y
hermano gemelo de Artemisa. Asociado al Sol y a las habilidades
proféticas. Venerado especialmente por aquellos cuyas actividades
tuviesen que ver con la curación, el tiro con arco, la música, la poesía y,
en general, cualquier arte.
Artemisa – Deidad griega, incluida entre los doce Olímpicos. Hija de Zeus y
Leto. Comparte con su mellizo, Apolo, gran parte de sus actividades y
devociones: es protectora de las artes, de los animales salvajes y
también de los cazadores. En su calidad de virgen es altamente
venerada por las doncellas.
Azrael – El ángel de la muerte en las culturas musulmana y judía.
Baal – Deidad fenicia, caldea, babilónica y cartaginesa, entre otros pueblos
que lo adoraron. Asociado a la lluvia y la guerra. En su forma plural es
a veces usado como sinónimo de los más grandes dioses.
Cárites – Deidades griegas de la belleza, el júbilo y las festividades,
asociadas a Afrodita. Llamadas Gracias por los romanos.
Cerbero – Can de tres cabezas guardián del Hades –inframundo–, de acuerdo
a las creencias griegas.
Dióscuros – Dos gemelos, Cástor y Pólux, héroes de la mitología griega, en
extremo venerados por los romanos. Ambos son hijos de Leda; el padre
de Cástor es el rey Tíndaro y el de Pólux es Zeus (lo mismo que sucede
con sus hermanas Helena de Troya y Clitemnestra). Formaron parte de
los argonautas y, al final, los dos fueron aceptados como deidades en el
Olimpo.
Erinias – Deidades griegas de aspecto terrible encargadas de ejecutar
venganza y capaces de llevar a la locura a cualquiera. Conocidas por los
romanos como Furias.
Eshmún – Deidad fenicia también adorado por cartagineses. Asociado a la

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medicina y la curación.
Faetón – En la mitología griega es considerado hijo del Sol, quien en un
principio era Helios y después fue Apolo. Faetón, por pura presunción,
pidió a su padre le permitiera conducir su carruaje. Sus manos
inexpertas no supieron guiarlo y ocasionó grandes daños en la Tierra.
Los lamentos de Gea hicieron que Zeus interviniera y, con un rayo,
diera fin a la aventura de Faetón.
Gea – Deidad griega asociada a la Tierra; los romanos la llamaban Terra. Es
la madre de dioses y titanes. Fue con Urano con quien concibió a la
mayoría de ellos; entre otros, a Cronos.
Hécate – Deidad que tiene su origen en Asia Menor, adoptada por el panteón
griego; representada generalmente de forma triple. Es diosa de las
tierras salvajes, de los partos y de las encrucijadas; además de ser reina
de los fantasmas y de las brujas.
Heracles – El más grande de los héroes griegos, llamado Hércules por los
romanos. Hijo de Zeus y de la mortal Alcmena. Célebre por sus doce
trabajos y varias hazañas más que, al final de su vida, le valieron ser
admitido entre los dioses.
Huitzilopochtli – Principal deidad de los mexicas; hijo de Coatlicue,
asociado al Sol y a la guerra. Como el Sol, es el encargado de luchar
contra las fuerzas obscuras cada noche para volver a brindar luz al día
siguiente.
Jörmungandr – Serpiente gigantesca de la mitología escandinava. Enemigo
mortal del dios Thor con quien se enfrentará por última vez en el
Ragnarök.
Leto – Deidad griega, llamada Latona por los romanos, madre de Apolo y
Artemisa.
Marte – Deidad romana de la guerra, llamado Ares por los griegos. Es hijo
de Júpiter y Juno. Si se excluye a la Tierra de la lista de los planetas, tal
y como lo hacían los antiguos, da nombre al tercer planeta; así como al
tercer mes del año y, en algunas regiones, al tercer día de la semana. Su
símbolo es un lobo.
Moiras – Deidades griegas que personifican al destino. Son tres hermanas:
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Cloto, la hilandera, Láquesis, la que echa a suertes, y Átropos, la
inexorable. Los romanos las llamaban Parcas.
Moloch – Deidad fenicia y cartaginesa. Para estos últimos es uno de sus
dioses supremos. En el inicio de los tiempos, se transformó a sí mismo
en obscuridad al materializarse. Se le representa con cuerpo de hombre
y cabeza de carnero. Simboliza el fuego purificador.
Ogmios – Deidad de celtas y galos. Representado como un hombre viejo.
Guarda gran semejanza con el Hermes de los griegos.
Osiris – Deidad egipcia de la fertilidad, la resurrección y juez supremo de los
muertos. Asesinado por su hermano Seth, y resucitado por su esposa
Isis.
Ragnarök – El destino de los dioses; batalla final en la que dioses, gigantes y
diversos monstruos se enfrentarán en la mitología escandinava.
Tanit – Deidad cartaginesa, esposa de Baal, relacionada con la luna y la
fertilidad. Su símbolo está asociado al ankh.
Thor – Deidad escandinava, hijo del dios mayor, Odín. Su principal atributo
es el trueno, pero también está asociado con las runas y diversos
poderes mágicos. Fue la deidad más venerada entre los pueblos
germanos y nórdicos. En algunas regiones se le dedica el quinto día de
la semana.
Tsukuyomi – De acuerdo a la mitología japonesa y a la religión sintoísta, es
el dios de la luna que, según cierta leyenda, nació de un espejo de cobre
blanco cuando Izanagi lo sostuvo en su mano derecha.
Venus – Deidad romana del amor y la belleza; llamada Afrodita por los
griegos. Amante del dios Marte, con quien engendra a Cupido.
Vesta – Deidad conocida entre los griegos como Hestia, pero es entre los
romanos donde tiene mayor trascendencia. El fuego eterno, dedicado a
ella y que debían cuidar sus sacerdotisas, estaba íntimamente vinculado
a la suerte de la ciudad de Roma.
Xiuhcoatl – Serpiente de fuego. Arma divina que usó Huitzilopochtli para
derrotar a Coyolxauhqui y sus 400 hermanos.
Zeus – Deidad griega del cielo y del trueno. Derroca a su padre, Cronos,
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como rey de todos los dioses. A todos los supera en poderío. Padre de
una gran cantidad de dioses y héroes.

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Agradecimientos

Quiero y debo empezar por mi familia, con los que siguen aquí y con los
que ya se han ido, con los que me une la sangre y con los que se han
convertido en tales a través de años de convivencia. A mis abuelos, por haber
sabido cómo hacer que me gustara la lectura; a mis padres y mi hermana, que
en todo momento han creído en mí sin importar lo loco que pudise parecer
aquello que acabó en estas páginas; en especial a mi madre, quien se sentaba
a escuchar cada vez que terminaba un capítulo y que fue la primera en
ayudarme a hacer esta nueva edición.
A Miguel de la Vega, mi hermano, que como tal se convirtió en el tío de
Max y que hizo de este proyecto algo suyo y a Cathy Colteers, quien no sólo
hizo grandes aportaciones literarias para la novela y me regañaba cuando
creía que algo estaba mal, sino que nos aguantó a Miguel y a mí en su casa,
discutiendo sobre este universo surrealista, por días enteros. A mi compadre,
Juan Pablo Chabaud, quien como el verdadero amigo que es, supo hacerme
ver las fallas que el libro tuvo en sus orígenes y se adentró en esta historia,
aun cuando en ese entonces no le gustaban este tipo novelas. A mi primo,
Renato Haro, de quien siempre recordaré y apreciaré el aliento que me dio
para continuar y que además me asesoró en algunos temas, tales como los
autos que escogimos.
Una de las razones por las que esta nueva edición es mejor que la primera
es gracias a Alicia Aldrete, mi fantástica correctora de estilo, a quien tuve que
convencer de cada palabra, pero valió la pena, al final se apropió de la idea y
le ha dado un gran valor. Y a mi fabulosa traductora, Jasmine Bailey, quien
además realizó una labor de investigación formidable para que cada nombre y
concepto usado fuese entendido igual en la versión en inglés. Ambas se
convirtieron en verdaderos lictoris del uso correcto del lenguaje y de una
forma elegante de expresarse.
A todos los que han hecho que Rexagenäs sea más que un libro. A
Alejandro Méndez por visualizar tan bien cada personaje, cada pasaje, que
dieron como resultado magníficas ilustraciones; a Mauricio Lemus por una
página de internet tan funcional y atractiva que parece coordinada por
Leonardo o Fouché; a mi primo, Roberto Navarro, por el video promocional
y todo lo que ha hecho por Rexagenäs, como presentarme a sus amigos, entre
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otros, a José Juan Parera, quien hizo la música de ese video; a Pablo Lomelí
por haberme compartido unas fotos tan bellas y adecuadas que parecieran
haber sido tomadas ex profeso para esta obra; a mi amigo y abogado, Arturo
Ancona, quien ha creído y apoyado este proyecto desde que se lo presenté y a
mi querida Elsa Leyva que siempre ha estado ahí cuando la he necesitado. En
fin, a todos aquellos que de una forma u otra me dieron ánimos o hicieron
alguna aportación, por pequeña que pareciese fue fundamental: a Susan, Jim,
Paty, Alfredo, Dalila, Emilio, Karen, Chucho, Airam, Jorge, Atala, Mauricio,
Héctor, Carlos y espero no olvidar a alguien.
A mis lectores que han demostrado gran paciencia y fe en mí y en
Rexagenäs, y que supieron darme el apoyo necesario para seguir adelante;
dentro de todos ellos quiero destacar a Alexis, David, Alejandra, Francisco,
Frida, Giorgio, Tavata, Walter, Laura, Ernesto, Morgana, Joel, Angélica,
Rafaél, Paula, Luis, Kath, Rob, Diego, Christian, Ray, Ricardo y, de nuevo,
confio no dejar algún nombre fuera.
A Ipalnemohuani por permitirme estar aquí y ahora, por dejarme conocer
a todas estas personas y por haberme dado la imaginación e inspiración para
crear esta historia.
Cada uno contribuyó para que esta saga existiese o mejorase y todos son
parte de esta historia, de una manada o de un clan, pero todos inmersos en las
páginas de Rexagenäs.

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Notas del autor

Esta es una novela que algunos podrán catalogar como de fantasía, otros
ser más específicos e incluirla en la fantasía heróica; en lo personal me gusta
definirla como una novela de mitología pop.
La mayoría de sus personajes han sido tomados de las páginas de la
Historia, algunos son producto de mi imaginación, quienes deseen saber las
razones y criterios que usé para situarlos en uno u otro bando, los invito a que
visiten mi página de internet.
He buscado que cada personaje sea fiel a como fue en la Historia y dar
datos sobre sus vidas que pudieran ser de interés; el lector no debe
confundirse y tomar este libro como una fuente histórica, no lo es.
En este sentido, algunas frases de Tlacaélel y Citlalmina han sido
tomadas de antiguos cantos mexicanos, parafraseando las traducciones que
realizó Miguel León-Portilla; y de la misma manera, otros personajes
(especialmente los históricos) se han parafraseado o citado a sí mismos, o, a
veces, usado proverbios de sus lugares de origen. Todas esas expresiones han
sido marcadas en cursivas para mejor ubicación y pueden encontrarse en
diversas fuentes, que van desde libros en los que los personajes mismos son
los autores, hasta otros de compilaciones de frases célebres y Wikipedia. Son
muchos los libros que han tenido cierta ascendencia en mí, de ciertos de ellos
he hecho una reseña y explicado las razones de su influencia; de nuevo, esto
puede ser consultado en mi sitio de internet.
Por último, deseo destacar que el poema que Max dedica a Sif es
contribución de un entrañable amigo, quien escribe bajo el seudónimo de
Letra Boreal; el epígrafe de la composición es paráfrasis de una canción de
Fish.

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