ERA
REXAGENÄS
SG HARO
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SG Haro
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Max despertó mientras comenzaba a caer la tarde del día siguiente. Estaba
recostado en un sofá amplio y cómodo, tapizado de felpilla color verde olivo.
Se incorporó reanimado por la música que había en el lugar: el preludio de la
ópera «Götterdämmerung», de Wagner. Pensó que se encontraba en la
biblioteca de una gran mansión, a juzgar por el tamaño de la pieza y la
cantidad de volúmenes contenidos en libreros que, como las paredes y el
techo, estaban recubiertos de paneles de cerezo. Los libreros también lucían
adornos, entre los que destacaban varias figurillas de bronce representativas
de antiguos dioses de diversas mitologías.
Además de los estantes, del canapé que lo vio despertar de su profundo
sueño y de dos sillones de cuero acomodados en frente, había un formidable
escritorio de roble. En el lado izquierdo posaban una pequeña lámpara y una
estatua de hierro de unos treinta centímetros, de quien después sabría era el
dios Marte. Asimismo, había dos mesas: una con un jarrón etrusco y la otra
se engalanaba con una talla de la diosa Venus, fabricada en plata. Los muros
estaban adornados por dos cuadros: el primero era «Venus se aparece a
Eneas», de Pietro da Cortona, y el segundo titulado «La infancia de Rómulo y
Remo», de Sebastiano Ricci. Un ventanal y una puerta de vidrio con marco
de madera dejaban ver el jardín, rodeado por las más exquisitas flores y en
cuyo centro se ubicaba una fuente de piedra. Al asomarse se dio cuenta de
que se encontraba en una habitación en la planta baja, que asomaba a la parte
posterior de la finca. Colindante con el parque comenzaba un viñedo al que
no se le vía el fin.
Max fue interrumpido por el ruido de la puerta al abrirse, por la que
entró un hombre de unos cincuenta y tantos años de edad; mostraba una gran
jovialidad, no obstante el semblante reflejaba la experiencia de alguien
muchísimo mayor. El cabello, obscuro y quebrado, sólo portaba algunas
canas. Usaba en la mano derecha una joya similar a la de los secuestradores,
con la diferencia de que el soldado no estaba de perfil sino de frente, y por lo
tanto presentaba dos rubíes. En la mano izquierda llevaba otro anillo también
muy parecido al de los captores, pero difería en el tipo de piedras engarzadas.
Debajo de un impecable traje de seda color gris perla, una camisa blanca con
mancuernillas de plata semejantes a un colmillo y una corbata azul claro, se
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apreciaba un cuerpo tan fuerte como el de la estatua de hierro del escritorio.
Sus ojos eran negros y profundos, tanto que desmentían la idea de que no
existen en ese tono; los de este hombre sí lo eran. Y fue, precisamente, lo que
más impresionó a Max; reflejaban un gran poder y al verlos parecía que uno
se adentraba en la densidad de la noche.
El individuo extendió su mano hacia Max a manera de saludo. Lo vio de
frente, directo, con tal intensidad que el muchacho no pudo sostenerle la
mirada. Se dirigió al joven con tono vigoroso y a la vez lleno de armonía.
- ¡Hola, Maximilian! Antes que todo, quiero disculparme por la forma en
la que nos vimos obligados a traerte, fuera de eso dime, ¿cómo has estado? –
preguntó con amable voz.
Max aceptó el saludo; la mano que se le presentaba estrechó la suya con
gran firmeza.
- Sin contar el secuestro y que no tengo ni idea dónde me encuentro ni
qué hago aquí... puedo decir que estoy bien. Gracias por su interés, señor…
- Rómulo, mi nombre es Rómulo, y en cuanto a tus dudas, he venido a
disiparlas.
El joven agradeció el gesto, aunque desconcertado ante la aparente
cordialidad del sujeto. El enigmático hombre invitó a Max a tratarse de tú,
para romper el hielo, y lo conminó a tomar asiento; les esperaba una plática
bastante larga. Ambos lo hicieron, Max en el mismo sofá donde había
despertado y Rómulo en uno de los sillones.
Fue Rómulo quien sugirió comenzar por lo que parecía más
intrascendente: su paradero actual. Le señaló que estaban en una villa de su
propiedad en las cercanías de Roma, en la campaña de la Sabina para mayor
precisión. Consideró que esa información era más que suficiente. Había otros
temas importantes que debían abordar con suma urgencia.
Max se sorprendió al confirmar que había sido secuestrado y saber el
lugar de su cautiverio. Rómulo expresó que el método que habían usado para
traerlo había sido el más seguro; de cualquier manera, sabía que Max había
recibido el trato más terso posible.
- No puedo quejarme. Es cierto, no recibí ninguna agresión física, pero
Esa noche, mientras Max trataba de encontrar sentido a la plática que había
sostenido con Rómulo, cinco hombres y dos mujeres caminaban por una calle
desierta a las afueras de la ciudad de Florencia. Los inmuebles que
componían la vía eran en su mayoría de vivienda, varios de ellos
desocupados. Un café y una heladería eran los únicos negocios; ambos
estaban cerrados debido a lo tarde que era. Había algunos coches y unas
motonetas estacionadas, y nadie más transitaba por ahí. Dos de los hombres
conversaban entre sí, mientras los demás se mantenían a unos cuantos metros
de distancia, dos delante de ellos y los tres restantes atrás, vigilando. Era una
noche lluviosa y poco iluminada. La luna se encontraba en su fase de cuarto
creciente y las nubes grises la cubrían casi por completo.
- Puedes informar que la legión completa del cónsul Carlomagno estará
aquí para mañana –señaló el primero, quien a todas luces era de raza oriental.
Su cabello era largo y lacio e iba vestido con una gabardina de piel negra que
disimulaba un cuerpo perfectamente moldeado–. Mi cohorte ya está aquí. En
el transcurso de la madrugada llegará la del pretor Ricardo Corazón de León
y antes de volver a ver a Tsukuyomi, el cónsul Carlomagno arribará junto con
el pretor Erik el Rojo y su cohorte, quedando así completa la Segunda Legión
–concluyó el asiático.
- Perfecto, pretor Yoritomo –expresó su interlocutor–. ¿Puedo saber a qué
se debe semejante despliegue de nuestro ejército?
- ¿Es esta la disciplina que les enseña la procónsul Artemisia, accensus
Gil? –cuestionó Yoritomo en un tono molesto–. A cada uno se le informa en
el momento preciso lo que deba saber –señaló con firmeza.
- Por favor, perdone mi imprudencia, pretor –se disculpó Gil.
En ese momento, un grupo de seis hombres y cuatro mujeres aparecieron
a un par de cuadras de donde se encontraban Yoritomo y los demás. Uno de
los que montaba guardia en la avanzada, un afro americano de cabello corto,
poseedor de un cuerpo de músculos desarrollado, alertó a su líder.
– ¡Pretor, ya están aquí!
- Lo sé, los he olfateado, Deion. Diles a los demás que se preparen para la
pelea –indicó el oriundo de Kyoto.
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- Sólo aguardamos tus órdenes –señaló el lictor con respeto.
- ¿Has participado en luchas contra lamwadeni? –preguntó el japonés a Gil.
- No señor, ni una sola vez. Sin embargo, he sido bien entrenado y soy
muy hábil con mi espada –respondió el humano convencido de sí mismo.
Yoritomo, conocido entre su manada por el epíteto de el que camina hacia
el sol, sonrió; aun cuando Gil fuera el mejor esgrimista del mundo, de poco le
serviría si no era auxiliado por ellos. Un humano nunca podría hacerle frente
por sí solo a un hombre vampiro.
Deion y los demás miembros de la guardia personal del pretor tiraron sus
gabardinas al piso, Yoritomo conservó la suya puesta. Uno sacó una
cimitarra, otro un talwar y una mujer su claymore, Gil los imitó y
desenvainó. Los demás decidieron pelear con las armas que la naturaleza les
había proveído. El pretor desenfundó su katana de su saya, era la mítica
«Noukvenoreg», nombre que llevaba grabado en la tsuba y que, junto con los
menukis dispuestos en la tsuka, distinguía fácilmente al sable forjado por el
propio Yoritomo.
El japonés les ordenó que formaran una línea y que procuraran
mantenerse al menos dos juntos en todo momento. No importaba que se
encontraran en inferioridad numérica, los miembros de la guardia de un
pretor eran soldados de élite. Además, el entrenamiento que les había dado
les permitiría enfrentar el desafío. Con voz seca ordenó a Gil que ayudara en
lo que estuviera en sus manos y que no huyera si alguno de los enemigos
intentaba atacarlo, entonces no podrían protegerlo. Les indicó que él se
encargaría del líder y de algunos más.
En cuanto terminó de dar las instrucciones, los hombres vampiro ya se
encontraban en la misma cuadra. Uno era una mole musculosa de casi dos
metros de altura, rubio, barbado y llevaba en las manos un hacha de doble
hoja; otros dos cargaban espadas largas y el último, un alfanje. Los demás
parecían no portar arma alguna.
- ¡Uman ean dûngid abo deou Mairezh ekha ean teönedik aba deaz Veciner vikehu'nosis! –
Arengó Yoritomo.
- ¡An Romulou ekha Boadica-aw nomhan, morêl ek eani bârbadeni! –contestaron al
unísono.
Rómulo y Max caminaban por los senderos del viñedo de la villa, mientras el
sol mediterráneo del verano los seguía paso a paso como si fueran sus
cautivos. El primero llevaba puesto un traje de lino que en nada le hacía
perder elegancia, así como el calor no le inducía a que se aflojara el nudo de
la corbata, y tampoco lograba desprender una sola gota de sudor del rostro.
Max usaba sandalias, pantalones de mezclilla y una playera con el dibujo de
uno de los personajes de las fábulas «La otra realidad». El simple uso de esa
ropa denotaba que los temores del muchacho habían disminuido de forma
considerable. Estaba claro que no lo tenían confinado para pedir un rescate,
sólo los adornos de cualquiera de las habitaciones superaban, por mucho, su
patrimonio. Asimismo, debían saber que él no era un personaje influyente,
menos un político a quien alguien quisiese eliminar. Cierto que el trato que
había recibido había sido por demás cordial. Pero, a pesar de todo esto, la
incertidumbre permanecía.
El romano invitó al joven a que retomaran la plática que sostuvieron la
tarde anterior. A riesgo de parecerle insistente, pues en verdad consideraba
importante que le quedara claro, se propuso abordar el tema cuantas veces
fuera necesario. Rómulo le explicó que, a partir de su transformación, cada
año nacían algunas personas con el potencial de llegar a ser hombres lobo por
medio de un ritual de iniciación, lo que era posible gracias a que el ADN de
aquéllas, poseía ciertas características propicias. Cualidades que se
encontraban en estado de letargo, la mordida simplemente las activaba; si un
hombre lobo mordía a una persona común, nunca podría ser convertida.
Rómulo compartió sus secretos al señalarle que cualquier licántropo
podía llevar a cabo el ritual de iniciación, es decir, infringir una mordida al
corazón a través de la cual el individuo quedaba transformado. Claro que,
mientras más cercano a su persona y mejor se realizase la ceremonia, más
poderoso sería el iniciado. En consecuencia, los hombres lobo que él había
convertido eran los más fuertes, aunque ninguno se equiparaba con él… al
menos no hasta ese momento. Max, intrigado, le preguntó a qué se refería.
Rómulo le dijo que tuviera paciencia, ya llegarían a ese punto y así aclararían
muchas dudas; antes debían abordar otros asuntos. El impetuoso joven se
excusó aduciendo que su inquietud obedecía a lo enigmático de la trama.
Rómulo detuvo la marcha para palpar una uva que denotaba no estar lista
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para la vendimia. Se lamentó por lo que, junto con esa siembra, se perdería.
Subrayó que aun sabiendo que el final se acerca, no es motivo para
abandonar la costumbre y menos el trabajo; al contrario, el esfuerzo debe ser
mayor. Max hizo patente su confusión, y el interlocutor, que desbordaba
templanza, se disculpó por divagar en cuestiones que todavía no era acertado
tratar, comprendiendo la natural ansiedad del muchacho.
Rómulo agregó que, como lobo alfa, él era el único que distinguía quién
había nacido con la aptitud de llegar a ser hombre lobo mediante la lectura de
las estrellas; capacidad que sólo él poseía y que no podía ser enseñada. Una
vez detectada la predisposición en alguna persona, lo confirmaba el
descubrimiento a través de su olfato, cualidad compartida con las lobas alfa.
El romano reanudó la marcha y el muchacho, cada vez más desconcertado, lo
siguió.
Ante la última revelación, Max, de nuevo sorprendido, preguntó acerca de
las lobas alfa. Rómulo detalló que había dos de ellas, que habiendo tenido un
origen como el de los demás hombres lobo, desde el momento en que
identificó su concepción en las estrellas, sabía que eran diferentes. Después
de él, las lobas alfa eran más poderosas que cualquier otro licántropo. Max
quiso saber si eran sus parejas; sólo una de ellas, subrayó el cuestionado.
Sin interrumpir más su exposición, Rómulo clarificó que los lobos se
comportaban de manera diferente a la de otros animales; no buscaban
aparearse para luego separarse. Por el contrario, conservaban una pareja para
toda la vida. Explicó que los lobos acostumbraban mantenerse unidos, y entre
el lobo y la loba alfa formaban una manada. Así se volvían más efectivos en
la caza y lograban ser uno de los mejores depredadores sobre la faz de la
Tierra. Añadió que los hombres lobo seguían el mismo patrón, pues gracias a
la conjugación de ambas naturalezas y al desarrollo de consciencia que
habían alcanzado a través de los siglos, habían logrado fundir el ideal del
humano monogámico con la naturaleza del lobo.
Enfatizó que lo relacionado a las lobas alfa revestía verdadera
importancia; antes de unirse con su compañera, sólo se habían verificado tres
nacimientos de hombres lobo al año, y una vez establecida la pareja, el
número se incrementó hasta siete. Resultaba evidente que todavía había
mucho que decir al respecto, pero antes debía profundizar acerca de su propia
naturaleza. Max estuvo de acuerdo; encontraba exquisita la manera en que
aquel hombre relataba su historia, cuyo contenido era antagónico del común
denominador de las leyendas que había escuchado.
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La tarde caía con lentitud mientras los dos sujetos continuaban el grato
paseo por el viñedo, casi sin registrar las horas transcurridas. Rómulo
comentó al que ya parecía su joven discípulo que, como hombres lobo, eran
incapaces de procrear, igual que les sucedía a los hombres vampiro. Algunos
de ellos habían alcanzado a engendrar antes de ser transformados, empero el
ritual los volvía estériles. Enfatizó que la prole no había heredado la facultad
de ser licántropos, no se transmitía de forma genética. Seguramente el día en
que nacieran una pareja de lobos alfa con capacidad reproductiva, ya no
necesitarían estar ligados a los seres humanos, como lo estaban en ese
momento; la transición hacia una nueva especie estaría completa.
Comprendía que los demás seres permanecían en este mundo, aun habiendo
partido, a través de la reproducción; era su forma de trascender. Remató con
una pregunta: ¿qué necesidad tendría un ser milenario de subsistir en sus
descendientes?
El joven, de facto convertido en invitado, sólo hizo una mueca de
asentimiento, sin más comentario. Prefirió escuchar, incluso si lo llevaba a
terrenos inexplorados que no sabía si deseaba arribar. Un hilo de misticismo
lo atraía irremisiblemente.
- Retomando a las lobas alfa –prosiguió con su particular y sublime estilo
el mayor romano–, poco a poco distinguí a los hombres y mujeres que habían
nacido proclives de ser hombres lobo. Con el paso del tiempo comprendí y
perfeccioné la habilidad de la que ya te hablé. Sabía que ninguna de las
mujeres lobo que había convertido estaba destinada a ser mi pareja, no había
nacido ninguna loba alfa y así fue por mucho tiempo. Hasta que, a principios
de la era vulgar, vislumbré una concepción inusual, que me fue ratificada con
la lectura del nacimiento.
Rómulo interrumpió la caminata, levantó la vista como si en las nubes
estuviesen los datos que se disponía a narrar; sin apartar la mirada del
firmamento expuso que, desde siglos antes a los hechos que relataba,
comandado por un poder superior, había desaparecido de la luz pública, como
cualquier hombre lobo debía hacerlo, pero manteniéndose siempre con la
potestad tras el trono en Roma.
» Fue como aconsejé a los reyes que me sucedieron y luego a senadores,
cónsules y emperadores, así el Imperio Romano logró tal grandeza; Roma no
sólo fue fundada por descendientes de héroes de grandes batallas, sino
gobernada y guiada por seres extraordinarios.
» En los primeros días a los que hago referencia, las conquistas romanas
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habían llegado a Bretaña. Los distintos pueblos celtas fueron en verdad
difíciles de subyugar; en no pocas ocasiones preferían morir antes que
rendirse y caer bajo el cautiverio de mis legiones. A mediados del siglo I de
la era vulgar penetramos en lo profundo del territorio bretón, salvo un lugar
que se convirtió en refugio para los celtas bretones, y que se interponía en
nuestro camino hacía el triunfo: Ynys Môn. Sin importar la sabiduría que los
druidas poseían, no podía ser superior a la de un hombre de ochocientos años,
edad con la que contaba en ese entonces, y así ideé la estrategia para acabar
con el sitio del poblado celta y aniquilarlos, lo que se convirtió en la Matanza
de Mona.
El rostro de aquel formidable sujeto no reflejaba alteración alguna en su
ánimo. Max no atinaba a descifrar siquiera si, en la entonación de sus
palabras, Rómulo asomaba cierto arrepentimiento y dolor o, por el contrario,
orgullo. Pensó que si las veces en las que creía haberlo visto exaltado había
sido un mero recurso de oratoria o un pequeño desliz emotivo.
» Para los celtas, Mona era una ciudad sagrada y el sacrilegio que
cometieron mis legiones los hizo levantarse con mayor sed de venganza
contra los romanos. Dentro de los celtas que se sublevaron, se erigió una
reina, una gran guerrera, de nombre Boadicea, o como ellos la llamaban,
Boudica, quien combatió con ferocidad contra mis legiones, razón por la que
mis soldados la odiaron y la sometieron a las más terribles vejaciones. La
lucha fue cruenta y a pesar de que en las venas de esa magnífica mujer corría
un valor mayor al conocido por ella, no pudo vencer a mis ejércitos. Al final,
con algunas victorias de su parte, terminó por caer derrotada, e ingirió veneno
para quitarse la vida por haberle fallado a su pueblo.
» Así fue como la encontré. Cualquier ser humano hubiese muerto, no
ella. Boadicea estaba destinada a convertirse en una mujer lobo, en una loba
alfa, ¡mi loba alfa!
- ¡Qué historia! En ciertos aspectos dramática, pero no menos fascinante
–exclamó Max deleitado con el episodio, y la manera de ser narrado–. ¿Y ella
sigue contigo?
- Sí, como te comenté, los lobos estamos diseñados para vivir en parejas
que duran la vida entera, formando así nuestra manada. Boadicea ha estado a
mi lado por dos mil años.
El individuo que aseguraba ser padre de todos los licántropos volteó a
mirar al joven por primera vez desde que había iniciado el relato. Ahora sí, su
expresión denotaba el profundo sentimiento que albergaba por su pareja, y
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que lo cubría por completo con sólo hablar de ella.
- Pero dime, cuando la regresaste a la vida, ¿no te guardó algún tipo de
resentimiento por haber conquistado y aniquilado a su pueblo, en especial por
la Matanza de Mona y por las demás atrocidades que sufrió a manos de tu
gente?
- Quizá al principio, pero ella era una reina y una combatiente –Rómulo
posó su mano sobre el hombro de Max indicándole que continuaran el
recorrido–. Sabía que librábamos una guerra y en una contienda, muchacho,
ya sea entre naciones o entre personas, la mejor forma de vencer a tu
oponente es aniquilar su espíritu. Ergo: era esencial destruir Mona y mermar
el ánimo del adversario con atrocidades… en las guerras se forjan héroes y
monstruos por igual; en ocasiones, el surgimiento de uno obliga a la aparición
del otro, en otras, ambos se manifiestan en un mismo individuo. Ya cuando
supo la realidad sobre ella y sobre mí, entendió que estaba llamada a ser algo
mucho más grande. Desde entonces ha estado a mi lado, ha aprendido de mí
y me ha aconsejado, ha luchado junto a mí y ha gobernado conmigo y, más
que nada, me ha amado por dos milenios.
- La suya debe de ser la historia de amor más grande que haya conocido
el mundo –aseguró Max todavía extasiado por el episodio.
- La es, al menos para Boadicea y para mí. Ahora te cuento sobre la otra
loba alfa.
- Es cierto, mencionaste que hay dos lobas alfa, situación que se
contrapone a la monogamia de los lobos.
- Nunca dije que las dos fueran mi pareja –corrigió–. Fui claro al decirte
que Boadicea es mi única compañera y así será por siempre.
- Entonces, ¿cuál es el sentido de que exista otra loba alfa? A menos
claro… que hubiese otro lobo alfa.
- O que lo vaya a haber.
- Claro, también, pero… –Max titubeó–, perdón, ya no entendí.
- A finales del siglo XVIII de la era vulgar descubrí algo extraordinario
en la bóveda celeste. Algo que ni siquiera creía se pudiese dar: las estrellas
me dijeron que nacería un nuevo lobo alfa, uno que se equipararía a mí, y por
lo que entendí con el paso de los años, el nuevo lobo alfa no tendría un origen
como el mío sino como los demás hombres lobo, es decir, requeriría ser
transformado.
Max estaba sumergido en cada palabra que escuchaba; ya no creía que
fuese un loco que había escapado de un hospital psiquiátrico, de alguna
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manera el romano había logrado que, a pesar de las dudas que se mantenían
en él, cada frase fuese tomada con seriedad.
- Tiempo después, a finales del siglo XIX, observé en los astros algo que
ya había visto muchos siglos antes, cuando Boadicea fue concebida –Rómulo
prosiguió a sabiendas de que la edad y preparación del muchacho lo hacían
menos fácil de convencer, a la vez que lo habían ayudado a hacer las
preguntas adecuadas. Seguramente su inteligencia lo haría consciente de no
haber alcanzado la verdad esencial y, por ende, le permitiría ser receptivo a
nuevas realidades–. Así supe que nacería una nueva loba alfa y su llegada al
mundo me confirmó lo que las estrellas me habían mostrado un siglo antes: el
surgimiento de otro lobo alfa; de otra manera no habría razón para que
existiese una nueva lobo alfa.
- ¿Y ya nació?
Rómulo recorrió con la vista, de pies a cabeza, a un ansioso Max, luego
mostró una sonrisa con cierta carga de sorna y espetó:
– Está parado justo frente a mí.
Max quedó atónito. Dio un paso hacia atrás, como si pudiese alejarse de
la noticia recibida.
– ¡No… no puede ser! No sé cómo lo has logrado, me has atrapado en la
red de tus palabras pero no has podido convencerme y menos de esto. ¡Mi
ADN no tiene nada de extraordinario y serás tú quien tendrá que creerme!
Como humano no tengo nada especial, al contrario, he sido alguien que se
enferma con bastante regularidad. ¿Cómo podría ser entonces un hombre
lobo y en especial el que dices que soy?
- La mayoría de las personas se empeñan en demostrarle al mundo que
son extraordinarios, y pocos tienen éxito. Qué ironía, a ti podría pasarte lo
opuesto –comentó con esa frialdad que lo caracterizaba y de la cual tendría
que hacer uso a plenitud, sabía que era la mayor discusión que tendría que
afrontar con Max–. Y apostaría lo que sea a que tus enfermedades han sido
más recurrentes en fechas recientes.
- Pues de hecho sí… pero, ¿y qué con eso?
La noticia había golpeado a Max como una pedrada en plena sien. Una
incipiente taquicardia susurraba en su pecho, sudaba frío y sentía que el
oxígeno que capturaban sus pulmones no era suficiente para irrigar su
cerebro, era rehén de una gran angustia.
- Es precisamente por tu ADN, que no es el de un hombre lobo normal –
detalló. La mirada calma transmitía la serenidad que el pupilo requería–. Tus
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células saben que el momento del letargo está por finalizar y luchan contra el
organismo de humano.
- ¡No puede ser! Soy el tipo más ordinario del planeta.
Sin depositar la vista en algún punto en específico desesperado volteó a
todos lados, quizá buscaba la ayuda de alguien que le indicase a Rómulo que
había cometido un error al capturarlo; escudriñaba en el derredor a ver si la
presencia de algo le indicaba que era un sueño del que iba a despertar.
Al notar que Max hiperventilaba, Rómulo le sugirió que se
tranquilizara, que respirara hondo. Una vez logrado su objetivo, lo confrontó.
– Ahora el loco eres tú. ¡Busca en tu interior! Sabes bien que lo que te
digo es cierto. No es ajeno a tu entendimiento que cuentas con una
inteligencia sobresaliente. Eres una persona que no se ha adaptado a su
entorno, y no por falta de carisma, sino porque simple y sencillamente no
perteneces a esa sociedad –el fundador del Imperio Romano hizo una pausa
para permitir que las palabras penetraran el escudo que la mente de Max
sobreponía, con la misma paciencia que el viento y la lluvia perforan las
rocas–. Además, cada horóscopo, sin importar de qué cultura sea, te señala
como un hombre extraordinario. Naciste bendecido por los astros y estás
llamado a ser un individuo de asombroso poder, por lo menos equiparable al
mío y quizá hasta mayor. Es posible que seas tú el hombre lobo capaz de
engendrar y así concluir con esta etapa evolutiva de nuestra especie; y aunque
no fuese así, a lo menos serías quien me sucediera, y créeme muchacho, eso
no lo podría hacer ningún ser humano ordinario, ni siquiera un licántropo
común.
- Es que… no, me niego a creer lo que dices. ¿Qué importa si las
predicciones chinas, mayas o la que me quieras mencionar indican que soy
alguien especial? De hecho, nunca he creído en esas cosas, son para el tipo de
gente… que lee revistas… tú sabes…
Max recobró el aliento, y junto con él su sentido del humor. Desde niño
había aprendido a controlarse, a meditar y sobreponerse. Era el momento de
hacer uso de esas herramientas y solía comenzar con una sonrisa.
- No necesitas creer en algo para que sea cierto. Hace mil años muy pocos
pensaban que la Tierra fuese redonda y eso no afectó en nada el hecho de que
así era en realidad. La verdad que muchos esgrimen es sólo producto de la
parcialidad que les ha sido revelada. Las enseñanzas de las estrellas son
infinitas. No pienses en los horóscopos como medio para saber si el próximo
mes conocerás a una linda chica o si te ganarás un viaje a una isla exótica. No
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lo veían así los chinos, ni los mayas; es sólo el enfoque que le han dado esas
publicaciones que mencionaste, que sólo han degradado el verdadero sentido
de la Astrología, igual que ha pasado con las leyendas sobre nosotros.
- Perfecto, te creo lo de los horóscopos, y hasta podría aceptar lo de mi
organismo, que en cierta medida explicaría las enfermedades, aun así no me
siento alguien especial, al menos no tanto –agregó el muchacho con una
mueca que hacía cómica la última frase, que de otra forma hubiese parecido
carente de humildad–. Y menos alguien que tenga tanta fuerza como la que
supones.
- Muchacho, el universo te ha dotado de un poder inmenso que te niegas a
abrazar. A lo largo de tu existencia has demostrado liderazgo, así como gran
carisma, inteligencia y un corazón que aprecia caro la amistad. No tienes
nada de ordinario y lo sabes bien, así es que deja atrás la modestia y acepta
los hechos. Es tan cierto que eres quien te digo que eres, como lo es la Ley de
Gravedad que nos mantiene atraídos a la Tierra.
- Supongamos que te creo, aunque lo cierto es que no me has convencido
a pesar de tu grandilocuencia –Max no deseaba enfrascarse en una discusión
prolongada, pero se hallaba en verdad intrigado y era él quien no lograba
zanjar la cuestión– ¿Por eso me has traído, a mi ritual de iniciación?
- ¡Sí! Y también para tomarte como mi discípulo, entrenarte para
sucederme en el momento debido y, más que nada, para protegerte.
- ¿Protegerme? ¿De qué? ¿No dijiste que sería tan poderoso como tú?
¿Quién se atrevería a enfrentárseme?
- El más fuerte es vulnerable si no es precavido.
Rómulo explicó que, debido a la naturaleza sui generis de Max,
desconocía cómo sería su transformación, es decir, qué habilidades le serían
dadas y cuáles tendría que desarrollar; ya que a pesar de que él o cualquiera
pudiese pensar que la mayor fortaleza de su especie radicaba en que podían
vivir milenios y que era casi imposible matarlos o en que podían correr a una
velocidad superior a los ciento cincuenta kilómetros por hora o que eran
capaces de levantar media tonelada con mayor sencillez de la que un hombre
común levantaba cincuenta kilogramos o en lo letales que eran sus garras y
colmillos, y aun cuando todas esas capacidades las adquirían al momento de
ser convertidos, ningún hombre lobo había recibido por su mera mutación la
que era su mayor fortaleza, ni siquiera las lobas alfa.
Azorado, Max preguntó a cuál robustez se refería. El mítico hombre le
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contestó:
– La sabiduría, mi amigo. Si la memoria no me falla, en el libro que estás
leyendo, el personaje principal declara que hasta una inteligencia mediana
adquiere madurez si ha andado correteando un par de siglos. Perdona mi
falta de modestia si te digo que mi inteligencia no es mediana. Además, como
te lo he comentado, mis andanzas van mucho más allá de un par de siglos.
Max ni siquiera intentó responder, sabía que era una nimiedad. Si ese
hombre era quien clamaba ser, tendría que ser el más sabio que jamás hubiese
habitado el planeta. De seguro había llegado a niveles de conocimiento
insospechados para la humanidad; quizá, inclusive, él y su raza habían
alcanzado la verdad sobre cuestiones a las que grandes pensadores se habían
limitado a declarar como misterios. El joven no hizo amago de oponerse
cuando Rómulo agregó que si el hombre se había posicionado por encima de
otros animales, era obvio que había sido por sus habilidades intelectuales no
por las físicas. Max encontró cierta lógica cuando le dijo que los licántropos
poseían las mejores características de las dos especies que les daban origen, y
mucho más desarrolladas.
El joven quería descubrir más sobre el extraño sujeto, hurgar en esa gran
mina de conocimientos. Sin importar si la tesis medular fuera cierta o falsa,
Rómulo era un personaje fascinante y durante la breve
convivencia, encontraba deliciosa su compañía y conversación; pero había
algo que le intrigaba.
- No me has dicho todavía de quién debes protegerme.
- Es cierto, y como muchas de las cosas que te he comentado hoy, esta
tampoco tiene una sola respuesta; antes de dártela te diré la solución –
Rómulo percibió que el muchacho había bajado las defensas, si bien no
cantaba victoria, había allanado lo suficiente el camino para instruirlo y
seguir con el desarrollo de su tema–. Debes aprender a confiar en tus amigos,
en tu manada, y para ello te pido analices a los lobos. Si ellos no se reunieran
en grupo y cazaran juntos, no serían uno de los animales más perfectos para
matar, en su lugar tendrían que limitarse a comer conejos y otras especies
pequeñas, en cambio juntos dan cuenta de un animal que pese más de ocho
veces lo que ellos. El día que te encuentres en una batalla, aun cuando serás
capaz de acabar por ti mismo con una docena de hombres vampiro o más, si
eres atacado por una de las hordas de Aníbal o Ying Jien, entonces
descubrirás que las garras y colmillos de tu hermano de sangre, aquél que
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lucha a tu lado, son el bien más preciado que puedas llegar a poseer; los
amigos son como la sangre, cuando se está herido acuden sin que se les
llame. Y no sólo en el campo de batalla encuentras el valor de la amistad, sí
es el lugar en donde más la palpas, también cuando tienes que tomar una
decisión difícil, el consejo de un amigo es algo inapreciable.
- ¿Acaso alguien con toda tu sabiduría necesita consejos?
- El hombre que asegure saberlo todo es Dios o el más grande de los
estúpidos; por el contrario, me considero lo suficientemente sabio para
reconocer que requiero las recomendaciones de mis amigos.
El fundador de Roma detalló que contaba con un grupo de consejeros,
cuyo título preciso era el de senadores. Ellos eran de gran valía para el lobo
alfa y, junto con su mujer y cónsules, formaban el grupo más cercano a él.
Además escuchaba las palabras de su procónsul, pretores, embajadores,
rectores y las de cualquiera que desease acercársele. Reconoció haber
aprendido grandes lecciones del que se podría catalogar como el ser más
insignificante. Pensaba que toda criatura tiene algo que enseñarnos.
El muchacho sabía que debía callar y escuchar, pero su curiosidad no le
daba tregua, y le pidió a Rómulo le compartiera quiénes eran los que estaban
tan cerca de él.
El protector de Roma sonrió, durante el proceso para determinar que Max
era el indicado lo habían estudiado a fondo. Conocía su pasión por la Historia
y esa pregunta le presentaba una oportunidad inmejorable para atraerlo aún
más.
- Son personas que como simples humanos hubieran sido extraordinarios,
y que durante su trayecto como tales dejaron un gran legado para el mundo.
Por fortuna se han quedado conmigo más allá de su aparente vida, y sin
quienes hoy no estaría aquí.
Rómulo declaró tener siete senadores; no siempre habían sido ellos, otros
habían ocupado ese lugar y que por una u otra causa algunos ya no estaban a
su lado. Le mencionaría los nombres de los que en ese momento estaban con
él, lo haría en orden cronológico porque todos eran caros a su corazón.
- El primero es considerado uno de los más grandes filósofos que haya
existido y al que le debo, además de lo que me ha enseñado, haber instruido a
uno de mis cónsules, su nombre: Aristóteles. El segundo fue uno de los
personajes más importantes en la historia de mi imperio, sólo por él los
abogados no deberían tener la fama que se les imputa: Marco Tulio Cicerón.
El tercero también fue un espléndido romano que llegó a ser emperador, pero
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más que eso, desde su paso como humano fue un hombre que no permitió que
el poder lo cegara: Marco Aurelio Antonino. El cuarto fue un gobernante que
habitó del otro lado del mundo, un rey maya que desde su vida humana supo
alimentar el espíritu como pocos: Pakal Botan. El quinto es menos viejo que
los primeros, y a pesar de ello la sabiduría que posee es equiparable a la de
cualquiera de los mencionados; pocas mentes tan brillantes como la suya han
habitado este planeta, popularmente conocido por el pueblo en que nació,
Vinci: Leonardo di ser Piero. La sexta fue una protectora de las artes y una de
las pocas personas que ha renunciado al poder con el único fin de continuar
con el desarrollo de su consciencia: Cristina de Suecia, y el séptimo fue
hombre de Estado, que igual que Marco Aurelio nunca dejó que las
adulaciones o los cargos mermaran la calidad de su moral: Tomás Jefferson.
- ¿Todos esas extraordinarias personas de la Historia siguen con vida? –
cuestionó el joven, más maravillado que cuando escuchó las explicaciones de
Rómulo sobre sus orígenes.
De cada uno de los personajes Max había leído al menos una biografía,
algún escrito de ellos o, en su defecto, una buena cantidad de datos sobre sus
vidas en algún libro. No perdió tiempo para lanzar la siguiente pregunta:
quería saber también de los cónsules. El hijo del dios de la guerra había
acertado; el entusiasmo del chico crecía sin pudor, y él rió sin disimulo al
expresar:
- Veo que no es fácil saciar tu curiosidad. Tengo tres cónsules y por lo
que te comenté hace unos momentos ya habrás adivinado el nombre del
primero.
- Alejandro Magno –contestó sin pausa.
- Así es. Quien de hecho fue el encargado de traerte a mí o, como tú
dirías, de secuestrarte.
- ¿El hombre rubio que me trajo aquí es Alejandro Magno? Vaya que la
vida puede depararte sorpresas –expresó al tiempo que se pasaba una mano
por el cabello.
- Es increíble que después de lo que has escuchado todavía algo te pueda
desconcertar.
- Bueno, no a cualquiera lo secuestra Alejandro Magno.
- Cierto, y tampoco a cualquiera le dicen que es un hombre lobo y menos
de tu envergadura.
Max le dio la razón, pero no permitió que su interlocutor se olvidara de
los otros cónsules. Rómulo continuó con la estrategia de hacerle creer que
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prefería hablar de otras cosas, al final, simuló ceder a la avidez del invitado.
El orquestador del rapto de las Sabinas aseguró tener dos cónsules más.
Señaló que, como con los senadores, también otros habían ocupado esos
lugares; le mencionaría sólo a los que estaban vigentes en el momento.
Continuó saciando la sed de conocimiento del huésped. El segundo trató de
construir su reinado pretendiendo dominar lo que otrora fuese el Imperio
Romano y aunque no lo logró, se acercó al objetivo, su nombre: Carlomagno.
Del tercero ya se había hecho mención, fue también un general excepcional,
que azotó prácticamente sin tregua al gran Imperio Chino, y al conformar el
suyo logró el más grande en extensión que la Historia haya vivido: Temujin,
a quien su pueblo llamó, Genghis Khan.
- ¡Es increíble! Cualquiera de ellos, con los poderes que tiene y con un
ejército de hombres lobo podría conquistar toda la Tierra.
- Tienes razón, mi amigo, pero los tiempos de conquistas, al menos de la
forma en que antes las hacíamos, han quedado atrás. También nosotros
hemos evolucionado.
- La humanidad no tanto.
Max estaba convencido de que el desarrollo de los pueblos sólo los había
llevado a diseñar nuevas formas de opresión y conquista. De manera
hipócrita se prohibía y hasta condenaba la esclavitud, sin embargo las
condiciones de vida de millones y millones de obreros y campesinos
alrededor del mundo eran tan precarias como las de los siervos de cientos de
años atrás. Unas naciones invadían a otras bajo las mismas razones que en
siglos previos, disfrazándolas con argumentos que se ajustaran a justificantes
a conveniencia. En la actualidad había espectáculos tan sanguinarios o más de
los que se habían presenciado hacía dos milenios en el Circo Romano,
algunos clandestinos y otros no, con suficientes seguidores para hacerlos
negocios más que redituables.
- Tristemente, tienes razón.
- ¿Porqué lo dices en ese tono, acaso los compadeces; no son sólo presas,
parte de tu cadena alimenticia?
Rómulo contradijo al joven explicándole que, en primer lugar, la idea de
que fueran asesinos insaciables que salen por las noches a devorar hombres,
era uno más de los mitos del cine y las historias medievales. Los hombres
lobo, tanto como los lobos comunes y los hombres comunes, no se
alimentaban de una sola especie. Sí, eran sobre todo carnívoros, pero también
consumían otro tipo de alimentos, producto de su herencia humana. Le
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recordó que el día anterior ambos habían degustado mariscos y aceitunas.
Aceptó que si cazaban a un hombre se lo comerían, como lo haría un lobo,
ellos no eran tan desperdiciadores como la gente que se decía civilizada.
Agregó que no figuraba siquiera como base de su dieta; era más amplia,
incluía reses y corderos, de entre un surtido mayor.
- Como todo lo que me has dicho, dentro de lo ilógico que todavía me
resulta, suena bastante lógico.
- Porque es lógico y pronto verás que lo es, hasta que tú eres quien
afirmo.
De regreso al asunto, Rómulo manifestó que ellos, como el resto de los
animales y a diferencia de los humanos, habían aprendido a vivir en
equilibrio con las demás criaturas y no eran tan estúpidos como para aniquilar
a una especie que además podía servirles de sustento. Aceptó que más de una
vez había estado tentado a regresar a su pasado conquistador y exterminar a
los seres humanos, de seguro al resto del planeta le iría mejor sin ellos.
- También acabarías con los hombres lobo, por el vínculo que todavía
existe –agregó el muchacho sin deseo de corregir a Rómulo; compartía su
opinión, al menos en ese punto.
Rómulo le dio la razón y confesó que en esos momentos era lo primero
que pensaba y que lo había detenido, así como saber que si lo hiciera sería tan
imbécil como los humanos, quienes aun cuando no dependían de una
determinada especie para que continuasen sus nacimientos, no se daban
cuenta que también tenían un vínculo muy estrecho con el resto de su entorno
y con cada criatura que habitaba en él. Concluyó que habían decidido que
mientras no se inmiscuyeran en sus asuntos, ellos no se entrometerían en los
suyos; al menos por ahora, o si detectaran la intromisión de hombres vampiro
en los asuntos de los humanos.
- ¿Y eso ha sucedido?
- Sí, no es oportuno abordar la cuestión. No he acabado de explicar de
qué debo protegerte y, conociendo tu curiosidad, dudo mucho que estés
satisfecho.
Max sonrió no sólo por lo atinado de la observación, sino por empezar a
sentirse en un ambiente cómodo y agradable. A escasas horas de conocerse,
el hombre que tenía enfrente ya sabía más de él que muchas personas que lo
habían tratado por años.
- Usas mi debilidad para distraerme de otras dudas –declaró el muchacho
sin ocultar el ánimo que lo embargaba–; pero tienes razón, no hemos acabado
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el punto y creo que para ambos es importante.
- Me da gusto que sepas distinguir cuando alguien se quiere aprovechar
de tus flaquezas, de esa manera conviertes la debilidad en fortaleza. Vayamos
al tema y, de nuevo, empezaré por rebatir lo que te han enseñado sobre
nosotros el cine y ciertas historias.
Rómulo señaló que a Max, como a la mayoría, le habían hecho creer que
un hombre lobo se transformaba en contra de su voluntad con cada luna llena;
parte verdad, parte mito, como en otros aspectos relativos a ellos. Lo cierto
era que así les sucedía a los inexpertos. Le reiteró que los hombres lobo
tenían características de las dos especies de las cuales eran resultado. La
herencia humana les hacía capaces de dominar los instintos, y así como un
hombre podía controlar su deseo de comer en determinado momento o su
impulso de reproducción, así un licántropo aprendía a contener su necesidad
de mutar, evitarla cuando no lo deseara y hacerlo cuando lo requiriera.
Controlaban esos arrebatos y no permitían la conversión durante una luna
llena e inclusive dejaban de hacerlo por un periodo prolongado, y de la
misma manera se convertían si les placía, así fuese en plena luz del día y, más
aún, podía lograr transformaciones parciales.
- ¿Cómo es eso?
Sin aceptar que Rómulo estuviera hablando con la verdad, Max de
cualquier manera agradecía que no fuese como en la mayoría de las películas,
en las que los transformados eran dejados a su suerte y tenían que descubrir
por sí mismos las nuevas cualidades.
- Puedes recurrir únicamente a tus garras o colmillos, sin necesidad de
realizar una mutación completa de tu cuerpo.
Creyéndose muy hábil, el joven indagó si se lo podría mostrar.
Aparentaba ser una pregunta inocente que Rómulo identificó como suspicacia
de Max. El romano le señaló, parco, lo fácil que hubiese sido convencerlo de
sus orígenes si, desde un principio, se hubiese transformado frente a él. Max
sólo atinó a asentir, dejando que el otro continuara.
- Debemos seguir por este camino. Que tu transformación sea perfecta
depende de que llegues a la ceremonia sin haber visto para poder creer. Tu
corazón debe estar convencido de lo que sucederá sin ninguna prueba física;
así el ritual será puro.
Agregó que, debido a su calidad de lobo alfa, él no tuvo que pasar por
ningún periodo de aprendizaje como el resto de los hombres lobo, y aunque
Max también sería un lobo alfa, era evidente que no eran idénticos, por lo que
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reiteró desconocer qué facultades serían inherentes a su transformación y
cuáles debería adquirir. De lo que no le cabía duda alguna, era que sería un
hombre lobo extraordinario, pero que si al momento de su mutación no sabía
dominar todo el poder y permitía que la bestia sometiese a la razón, sería
sumamente complejo controlarlo y si por alguna razón se fugara, era probable
que cayera en manos poco amigables.
Max indagó, otra vez, si un hombre lobo tenía la capacidad de dominarse
cuando estaba convertido. El romano contestó que sí, por supuesto. No sólo
eran licántropos porque transitaban de la apariencia de un hombre a la de una
figura con aspectos similares a un lobo. Eran hombres lobo porque poseían
características de ambas especies y preservaban ambas todo el tiempo.
Puntualizó que, ahí mismo, Max lo veía como a un simple hombre, sin
embargo su fuerza era muy superior a la de un ser humano, aunque no
estuviesen presentes sus garras y colmillos. De igual manera, ya
transformado, la inteligencia y la voluntad permanecían; podía razonar y
discernir entre a quién atacar y a quién no.
El sol concluía su recorrido por esa región del mundo, bañaba los viñedos
con luces doradas y rojizas que hacían parecer como si las uvas ardiesen por
dentro y como si la tierra que formaba los caminos fuera en realidad oro en
polvo. Por el sendero que caminaban apareció uno de los hombres que llevara
a Max a aquel lugar, el de ojos azules que lo encañonó; sujeto alto y cuyos
muslos eran del grosor de la cadera de un tipo promedio. Cuando ya estuvo
cerca, saludó a su líder de la misma manera que Marketa y Naïma se habían
despedido de él, es decir, golpeando su pecho y levantando la mano, para
luego anunciar:
- Rómulo, hay asuntos que reclaman tu presencia.
- Gracias, Paolo. Ustedes dos ya se conocieron, aunque en circunstancias
poco agradables, permítanme hacer las presentaciones de forma correcta.
Max, él es Paolo, un hombre lobo magnífico, no sólo por la gran fuerza que
posee sino por la belleza de su alma. Paolo ha sido el prefecto de mi Guardia
Pretoriana desde hace un par de siglos y a partir de ahora estará a tu lado para
protegerte como lo ha hecho conmigo.
El custodio no daba crédito a lo que escuchaba y sin controlarse cayó de
rodillas ante Rómulo. Eso sí, se cuidó de hablar en una lengua que el recién
llegado no podría haber escuchado antes.
– Romulou, didura'tei bör quet faperu'megi qupa trej quet peonna'tei-megi uman ean autem
Ya era entrada la tarde del día siguiente y Max no había tenido oportunidad
de encontrarse de nuevo con Rómulo. Dedicó parte de su tiempo a recorrer la
mansión; ninguna puerta estaba cerrada y entró a varias piezas movido por la
curiosidad. Era difícil decidir qué resaltaba más de la arquitectura: si los
arcos y columnas de estilo jónico, tanto en la planta baja como en los
balcones del piso superior; las macetas, flores y jardines que rodeaban la
construcción, como deseando apresarla; los ventanales que la proveían con
generosidad de luz o los tejados color ladrillo quemado con que remataba la
estructura.
Más temprano, Max se había encontrado a Marketa, que con menor
habilidad oratoria que Rómulo pero con remarcado esmero y amabilidad, le
respondió algunas dudas con relación a la historia de su especie, en particular
sobre sus orígenes. La checa hizo hincapié en que ellos, igual que los
vampiros, eran el paso siguiente en la escala evolutiva de la humanidad y
que, como en muchos casos anteriores, sólo una de las dos habría de subsistir.
Las preguntas no sólo salieron de parte del recién llegado; ella también se
mostró intrigada por el huésped, sobre todo en cuanto a relaciones amorosas.
Max no le dio importancia. En cambio le pareció interesante saber que era
una sacerdotisa del templo de Meg Vhestaz, tema que aprovechó para sostener
una charla al principio de tintes teológicos, que terminó más bien sobre
cuestiones de metafísica. Marketa poseía una voz tan dulce como su carácter,
lo que ayudó a que el joven se abriese con ella, cuidándose sin embargo de no
confiarle su incredulidad de ser un duploukden-aw prifûno. Al concluir la plática,
la vestal le indicó el lugar y la hora a la que se serviría la cena.
El muchacho llegó puntual al comedor. Siguió el consejo de la
sacerdotisa y se vistió de manera formal; todos los asistentes así lo hacían. El
centro del espacio lo ocupaba una magnífica mesa de roble, rodeada por doce
sillas de la misma madera. En algún momento Max le tendría que preguntar a
su anfitrión la razón de que abundaran los muebles de roble. Luego pensó que
era una pregunta tan poco trascendente comparada con lo revelado, que
prefirió posponerla. La habitación se alumbraba por un espléndido candil que
colgaba justo al centro. En el muro derecho se encontraba una pintura
tenuemente iluminada; se veía majestuosa, era «El Concilio de los Dioses»,
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de Rafael.
Max no pudo detenerse a observar los detalles; le aguardaban cinco
personas, sólo a una conocía, además de Rómulo. El romano estaba
acompañado por cuatro hombres y una mujer; parecían ser del mismo grupo
étnico que Rómulo; la dama era la que se diferenciaba por su tez más blanca.
Ella lucía un vestido de noche que daba la sensación de haber sido hilvanado
con hilo de plata; los caballeros portaban trajes negros y camisas blancas. La
edad de uno de podría rondar los inicios de los cuarentas; el segundo, similar
a la de Rómulo, los dos restantes se veían mayores en al menos una década.
A Max no le sorprendió que usaran el anillo con la efigie del dios Marte,
ni que el aro con el pentagrama fuese un poco diferente en cuanto a las
piedras. De los presentes, fue la dama quien le llamó la atención. De talle
esbelto y alta estatura, Max estaba convencido de que aunque no fuera tan
espigada sería centro de las miradas si se presentaba en un salón con un
millar de asistentes; la cabellera era como llamas ardientes que le cubrían la
espalda; los ojos negros bordeados por un halo azul grisáceo reflejaban más
compasión que poderío; el rostro, como el de una escultura grecorromana o
renacentista, era obvio que pertenecía a una mujer de temprana madurez, sin
embargo mostraba la tersura del cutis adolescente: en resumen, bastaba una
sonrisa de su parte para provocar el delirio de cualquiera. Pero más allá de
esos atributos, fue la serenidad de su semblante lo que colmó de paz el
corazón del joven.
El hijo de Marte se acercó a Max, le pasó el brazo por la espalda y lo
condujo frente a los demás para hacer las presentaciones. Primero con el que
parecía andar en los cuarentas, cuyos cabellos rubios y ondulados caían sobre
sus anchos hombros. Max lo reconoció de inmediato; no era fácil olvidar los
brazos poderosos y el rostro que no disimulaba la experiencia de las más de
mil batallas que de seguro había liderado y que reflejaba a la vez tranquilidad.
Rómulo puntualizó que así como con Paolo, ya se habían visto, lo correcto
era que hiciera las introducciones con la formalidad requerida.
- Max, te presento a Alejandro Magno, cónsul de la Primera Legión de mi
ejército y entrañable amigo.
Ambos extendieron la mano para saludarse. Alejandro se disculpó por las
maneras empleadas para llevar a Max ante la presencia de Rómulo, reiteró lo
que seguramente ya sabría: había sido el método más prudente. Max le
aseguró que no era necesario justificarse y le pidió que evitara las
solemnidades; eran ellos quienes merecían los honores, no él.
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Alejandro contestó con una sonrisa. Sin oportunidad de agregar algo más
porque el que estaba a su derecha se le anticipó señalando que le alegraba
escuchar al joven hablar de esa manera; en su parecer, la más grande de las
virtudes era la humildad.
Rómulo utilizó el comentario para introducir a un sujeto de mirada sagaz
y rictus adusto, enmarcado por una barba recortada con esmero y cabello gris.
Su estatura era menor que la de Alejandro y la complexión delgada.
- Te presento a Marco Tulio Cicerón, alguien que nunca dejará de hacerte
saber cuando a su juicio actúes de forma incorrecta.
- Es un honor para mí estrechar la mano de uno de los pilares de Roma –
expresó Max, que, sin olvidar lo que le dijo Rómulo en el viñedo, se guardó
para sí la incredulidad de ser el sucesor, y aunque escéptico de que esas
personas fuesen quien le indicaban, prefirió simular que lo aceptaba, tanto
por prudencia como por respeto–. Un hombre que fue incorruptible y que
dedicó su vida con pasión a su pueblo, al menos eso es lo que sé de su vida
entre los humanos.
- Entre camaradas no debe tener lugar la adulación –aseveró Cicerón con
tono seco, e instantes después agregó con menos dureza que se sentiría
afortunado si en breve lo tomaba por uno–; con excepción de la sabiduría, la
amistad es el mejor regalo que los dioses inmortales han otorgado al
hombre.
El descendiente de Eneas tomó a Max del brazo y le hizo un gesto para
continuar con el protocolo social. Tocaba el turno a un individuo de
semblante sereno y amable que, así como el antiguo tribuno romano, se veía
mayor que Rómulo; tenía el pelo y la barba blanca.
- Te presento a Aristóteles, quien siempre encontrará la manera adecuada
de darte un consejo que te mantenga en el camino de la rectitud.
A pesar de la advertencia de Cicerón, y porque quizá el desconcertado
invitado concedía una remota posibilidad de que sí fueran los personajes
históricos o, en su defecto, que él fuera testigo de una impecable
representación, determinó expresarse en términos elogiosos. Señaló que
llegar a ser su discípulo escapaba a cualquier expectativa.
Aristóteles sentenció que no sólo le honraría tomarlo como alumno,
además le permitiría retribuirle a Rómulo parte de lo que había hecho por él.
Concluyó diciendo que el verdadero aprendiz nunca deja de serlo.
Rómulo repitió el procedimiento de tomar a Max por el brazo para
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continuar. El último de los caballeros también llevaba barba, bastante más
crecida que la de los otros, de color castaño con algunas hebras plateadas
entremezcladas. Si bien parecía coetáneo de Rómulo, siendo en realidad
mucho menos viejo, las pocas arrugas de su rostro reflejaban siglos de
sabiduría.
- Él es Leonardo di ser Piero, un ser inusualmente brillante sin importar la
especie en la que lo quieras catalogar, y aún mejor compañero.
Max expresó la alegría de conocerlos, y lo inverosímil que le resultaba el
hecho de estar con ellos.
Con una sonrisa, producto del comentario, Leonardo contestó:
- Más importante que conocernos y admirarnos es que nos permitas
permanecer a tu lado en todo momento, nos abras las puertas de tu corazón y
de tu mente.
Ya nada más faltaba la mujer, quien igual que con el célebre general
macedonio, no necesitaba que le dijeran quién era. Si acaso hubiese tenido
alguna duda, el anillo de plata con el pentángulo la desvanecía por completo,
era el único idéntico al del creador de los hombres lobo.
Rómulo imaginó que Max ya habría adivinado quién era:
- Si a los que acabo de presentarte son caros a mi corazón, esta bellísima
dama le ha dado mayor razón a mi existencia de lo que mis conquistas
pudieron hacer. Max, ella es mi esposa, Boadicea.
- Sin importar lo que pueda ocurrir, siempre estaré a sus pies, señora –
anunció Max inclinándose para hacer una reverencia.
- En breve será a ti a quien sirvan –pronosticó Boadicea con voz
angelical– y me llena de esperanza confirmar, tal y como lo hizo Marco
Tulio, que en tu corazón hay una gran humildad; ya me lo habían indicado los
astros.
Max le preguntó si ella también leía en las estrellas, creía que esa era una
facultad exclusiva de Rómulo. La antigua reina celta afirmó que los cuerpos
celestes mostraban muchas más cosas que las concepciones y nacimientos de
duploukden-awi y, con esa excepción, pocos, quizá nadie, descifraba sus
enseñanzas como ella. Consciente de su falta de modestia, Boadicea explicó
que había adquirido esa intuición a través de las enseñanzas de druidas y
druidesas, y que la había perfeccionado durante dos milenios.
Max volteó a ver a los asistentes y, sobrecogido por la autoridad que
emanaba de sus miradas, les dijo que estar ahí era un privilegio que
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sobrepasaba la más grande fantasía. Cuidadoso de sus palabras, pero
manteniéndose bajo el umbral de sinceridad que siempre lo había
caracterizado, aceptó no tener la menor idea de cuáles podrían ser los logros
en su haber, aunque al lado de ellos las posibilidades serían infinitas.
Les compartió cómo había ido cambiando su percepción respecto a
Rómulo, a quien consideraba un ser extraordinario, no sólo por los poderes
sobrehumanos sino por la sapiencia de la que los ahí reunidos habían sido
partícipes por siglos. Les aseguró que su admiración por ellos iba más allá de
lo que el discurso de la historia o las leyendas pudiesen contar.
Con astucia el joven hizo una alocución conciliadora al concluir que, con
base en esa gran admiración, les pedía que no lo tratasen como el líder en el
que decían se convertiría, mejor como el ansioso y a la vez ignorante
discípulo que era, y les rogaba iluminaran su camino.
Mientras lo decía, Max se postró en una de sus rodillas e inclinó la
cabeza, de la misma manera que lo hacían aquellos soldados frente a sus
reyes en espera de ser nombrados caballeros. En lugar de acero, fue la dulce
mano de Boadicea la que recorrió con ternura su cabello y le hizo levantar la
mirada para encontrarse con la diestra extendida de Rómulo, ofrecida a
manera de ayuda para que se incorporase.
- Preferiría verte como a un hijo en lugar de como a un alumno –declaró
el prístino romano–, y estoy seguro de hablar por los presentes al aseverar
que dedicaremos nuestras vidas a tu formación. Así como un padre ve en su
vástago la oportunidad de redimir errores cometidos, tú eres la esperanza de
nosotros y de nuestra especie, y del mundo entero; eres tú el encargado de
llevar a cabo lo que tanto hemos anhelado y ninguno conquistado, a pesar del
sacrificio de tantas vidas humanas y otras tantas sobrehumanas; la razón por
la que hemos trabajado y luchado durante milenios y que, en ocasiones, aun
teniendo el éxito cerca, se nos ha escapado como arena entre de las manos.
- ¿Qué puede haber que no hayan logrado, acaso existe algo que no hayan
conquistado?
- El Imperio Perfecto –respondió Rómulo.
Naïma, Marketa y un joven de raza oriental entraron al comedor.
Llevaban dos cubetas de plata en la que se enfriaban botellas de champagne y
bandejas con viandas. Los platos estaban decorados con una base de corazón
de alcachofa, zanahoria tallada, pepinillo, anchoas y hoja de lechuga. Al
verlos aparecer, Boadicea invitó a los asistentes a que tomaran un lugar en la
mesa. Las dos mujeres y su acompañante sirvieron los platillos y después de
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hacer el saludo acostumbrado se marcharon.
- ¿Porqué están sirviéndonos Marketa, Naïma y Kwon? –inquirió
Cicerón.
Rómulo comentó que, como era sabido, esas actividades recaían en los
aprendices, tanto licántropos como humanos, aunque con él y su esposa sólo
convivían duploukden-awi. Abundó en que la oportunidad de convivir y
conversar a diario con quienes atendían les era en extremo aquilatada porque
les permitía incrementar sus conocimientos; los aprendices eran los lobeznos
de la manada, los miembros más débiles en todos los aspectos, incluso no
habían sido iniciados. La única aprendiz en la villa era una niña al servicio de
la suprema sacerdotisa de Meg Vhestaz. Pero debido a la trascendencia de los
eventos que estaban por vivir, y a la peligrosidad que representaban, el
fundador de Roma había considerado más sensato que sólo permanecieran
duploukden-awi experimentados. Por último, relató que cuando trató el tema con
Alejandro, Paolo estaba presente, y se ofreció a que tanto él como Naïma
estaban más que dispuestos a ayudar. Rómulo no había aceptado la propuesta
de su prefecto; para él tenía pensadas otras encomiendas, no así con Naïma,
que si bien ejercía una función relevante como comisaria en los Servicios
Diplomáticos y de Inteligencia, había ido a pasar un tiempo al lado de su
esposo por esos lares. Marketa también se comprometió a auxiliarlos y, a
pesar de ser algo extraño ver a una vhestaz-un atender la mesa, en nada
interfería con sus labores. En cuanto a Kwon, que fungía como uno de los
guardas personales de Marketa, cumplía su labor mientras ayudaba a la mujer
a quien debía proteger.
- Perdonen que los interrumpa –dijo Max, que al ver una oportunidad de
intervenir dejó el bocado que estaba a punto de llevarse a la boca–. Rómulo
ha sido insistente en que controle mi curiosidad, créanme que mi pregunta va
más allá; me parece que he perdido algo de información, lo que me impide
ver con claridad el panorama completo de lo que tratan. En realidad tengo dos
dudas que, aun cuando imagino son algo complejas, necesito las despejen
para seguirles el paso en la conversación.
- Si van más allá de saciar una curiosidad superficial, me parece válido
que las formules –señaló Leonardo.
- La primera parecería no ser así, pero en verdad creo que es fundamental
que conozca la respuesta para entender a cabalidad lo que hablan; que me
expliquen cuál es el Imperio Perfecto que mencionó Rómulo.
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El primer romano detalló que de una forma u otra, durante sus vidas
como humanos estuvieron involucrados en la creación, propagación o
consolidación de un imperio. Boadicea había buscado la sobrevivencia del
suyo, que acabó por sucumbir ante el forjado por su ahora esposo. Alejandro
había buscado perpetuar el suyo a través de las conquistas, pero tras su
aparente muerte, al poco tiempo sus sucesores demostraron ser incapaces de
proseguir lo que él había iniciado. Ellos dos, junto con Rómulo, fueron
actores directos en sus feudos. Omitió hablar de su historia; ya se había
hablado suficiente en charlas anteriores.
- Estoy de acuerdo, y también vislumbro la participación de Aristóteles
como mentor y consejero de Alejandro –señaló Max entusiasmado de tener
una plática con semejantes personajes, olvidándose por un instante de su
escepticismo en torno de que fueran los que decían ser–; la de Cicerón, no
sólo por los cargos que ocupó, sino como el gran tribuno que defendió su
cosmovisión de la República en más de una ocasión, y el papel de Leonardo
como consejero e inventor de diferentes armas de asedio, usadas para
defender, afianzar o expandir los estados de aquellos para quienes
colaboraba. En todos los casos hay una clara implicación en asuntos
relacionados con un imperio, como la hay en los que relataste.
- Lo has expresado perfectamente –concedió Boadicea, evidenciando
cierto orgullo en la voz–. Todos hemos probado las mieles de la creación o
consolidación de un reino, igual que la hiel del derrocamiento y, con ello, la
pérdida de sueños y esfuerzos.
- Me disculpo de antemano por atreverme siquiera a decir esto –anunció
Max con cortesía– Pero, ¿creí que no le guardaba ningún tipo de
resentimiento a Rómulo?
- No lo hago y te pido nos hables de tú y te sugiero que no te refieras a los
que son romanos por su cognomen.
- Así lo haré, Boadicea. Te agradezco la familiaridad del trato que me das,
y en abuso de ésta debo confesar que me cuesta creer que no tengas recelos
hacia tu esposo después de lo que acabas de mencionar.
- El hecho de que no le guarde resentimiento no significa que no haya
sucedido lo que registra la historia, y que los sucesos me hayan herido en su
momento; empero, por el inmenso amor que le tengo a Rómulo, decidí no
emitir sentencia; podemos juzgar a otros o podemos amarlos, pero no
podemos hacer ambas cosas, ¿no lo crees Max?
El sol se ocultaba y en su lugar comenzaba a salir una luna que mostraba que
en sólo un par de días más llegaría a la fase plena. Mientras Max, Rómulo y
los demás hombres lobo se reunían en esa gran cena, separados por el
Mediterráneo, aquel mar que más de dos milenios atrás fuese testigo de las
Guerras Púnicas, la segunda de las cuales tuvo como actores a un licántropo y
a uno de los padres de los vampiros, Aníbal y Cleopatra se deleitaban con la
sangre que extraían de una joven de no más de quince años de edad. El
primero la tomaba por uno de los brazos y la segunda por una pierna. El
líquido carmesí se le escurría a Cleopatra por entre las comisuras de los
labios. Los forcejeos de la inocente púber fueron tan inútiles como su
resistencia a no quedar inconsciente; aceptaba que su tierna vida se le iba y
nada podía hacer para evitarlo.
- ¿Qué podrá demorar tanto a los demás? –inquirió Aníbal limpiándose la
boca con el dorso de la mano–, fueron convocados desde ayer y deberían
conocerme; no es recomendable hacerme esperar.
- ¿Por qué en lugar de desesperarte no tomas un poco más lo que esta niña
nos brinda? Es joven, su sangre es muy buena y todavía queda suficiente para
ambos –lo invitó Cleopatra, que vestía una preciosa blusa de algodón egipcio
color azul obscuro y falda dorada.
- Sabes bien que sólo a los zenolk se las extraigo toda –asentó el señor de la
Raza de la Eternidad, quien portaba una camisa de un color idéntico a lo que
bebía y unos pantalones tan negros como sus cabellos–. De los nebutsen-Nafluku
sólo tomo los primeros litros. Lo demás no me gusta. Siento que ahí se
encuentra almacenado su temor a la muerte, y queda con un dejo amargo y
una sensación fría. En cambio, al inicio puedo percibir hasta el latir acelerado
de su corazón y su desesperación al saber cómo consumo su hálito. Eso la
hace más cálida y dulce.
- Aunque haya perdido el conocimiento todavía percibo tibia esta sangre,
siento cómo bebo también su juventud y eso me ayuda a mantener mi mítica
belleza.
- ¿No me digas que ya tienes las mismas creencias que la mujer de Vlad?
- ¡Por supuesto que no! Yo no me baño en su sangre, la bebo –refutó la
antigua reina egipcia con disgusto–. Además mi belleza es muy superior a la
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suya.
- Estoy de acuerdo contigo, querida. En cuestión de féminas he superado
a todos, incluso al mismo Rómulo.
- Agradezco el cumplido; aun así te solicito no me compares ni con la
bruja bretona ni con nadie más.
Aníbal la tomó entre sus brazos y la besó con pasión, bebiéndose los
restos del festín que, como diminuto riachuelo, dejaba huella de su paso por
la barbilla y el cuello. Tres golpes en la puerta los interrumpieron.
La habitación era amplia y muy iluminada; un gran ventanal abarcaba uno
de los lados. Otro, estaba cubierto por relieves de grandes batallas
enmarcados en metal, y en el opuesto, una escultura de piedra empotrada: el
símbolo de Abraxas, considerado la máxima deidad de los nebutsen-zetamlig y por
ende, emblema de la especie.
- ¡Jaheni! –gritó el cartaginés.
Apenas entraban Hermann y Felipe cuando Aníbal ya les reclamaba su
dilación. Pocos seres en la Tierra se atreverían a reprocharle algo al gran
guerrero germano, su mirada dura mostraba no tener compasión ni temor
hacia nada ni nadie. Hermann, de traje caqui con diminutas rayas blancas y
una camisa color amarillo pálido, explicó que el problema no eran ellos,
desde el día anterior estaban en la fortaleza. El retraso se debía a los demás
ministros y generales. El orquestador de la masacre de Teutoburgo agregó
que José y Mitrídates habían aterrizado hacía una media hora en su
aeropuerto; no tardarían en aparecer. Y añadió que Oliver y Yugurta venían
en camino desde el otro extremo del mundo, donde se encontraban
atendiendo un asunto de extrema importancia que el mismo Aníbal les había
encomendado.
- Me interesa mucho su punto de vista –asentó el orgullo de Cartago–;
aguardemos la llegada de los dos primeros.
Tomaron asiento alrededor de una mesa redonda hecha de acacia
bellamente tallada. El respaldo de las sillas, fabricadas con el mismo tipo de
madera, formaba un gran ankh.
Al notar Aníbal que su esposa había dejado en el suelo el cuerpo inerte de
la joven, que ya manchaba el impecable piso de granito blanco, hizo una
mueca y tocó un timbre oculto. Instantes más tarde apareció un guarda, justo
aquel con el que Felipe había tenido el altercado.
- ¡Deshazte de ese cuerpo y limpia el lugar! –ordenó el valeroso vástago
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de Amílcar Barca.
Felipe, ataviado con un jubón muy similar al del día anterior, en esta
ocasión verde esmeralda con bordados de hilo de oro, tomó un pedazo de
papel y una pluma para escribir unas palabras. Acto seguido se lo pasó a
Aníbal, quien después de leerlo volteó a ver a Felipe e hizo un gesto como
afirmando algo. Unos segundos después, el gran patriarca recostó la cabeza
contra el respaldo y mientras entrelazaba los dedos y los acercaba a su boca,
dijo con aire pensativo, ya sin importarle esperar a los ausentes.
- Entonces lo que tenemos es que Carlo y su legión están en Florencia,
Temujin en Ancona, ¿y dónde está Alejandro?
- De Alejandro no sabemos mucho –reconoció Felipe. Una gota de sudor
que resbaló de su frente evidenciaba la preocupación que le causaba no tener
una respuesta adecuada–. Tanto Rómulo como el macedonio han estado en
constante movimiento en los últimos meses, ninguno de ellos permanecía por
más de un par de días en el mismo sitio, hasta que los perdimos… o mejor
dicho, los perdieron los espías que dirige José.
- ¡Maldita sea, Felipe! ¿Qué utilidad me brinda que culpes a otro de tu
ignorancia? –gritó Aníbal levantándose del asiento. El aludido deseó que en
verdad los vampiros pudieran transformarse en niebla, o al menos en
murciélagos, para escapar por la ventana–. ¡Esos dos son la clave! Lo demás
es intrascendente. Enterarnos de las posiciones e inclusive de las órdenes
dadas a Carlo y a Temujin, o advertir que se reúne una gran cantidad de zenolk
en Europa, es por completo inútil sin esa información. Si ni el perro mayor y
su principal lacayo participan, antes de pensar que preparan una gran
ofensiva, me inclinaría por creer que organizan un enorme aquelarre.
- Apostaría a que están en Roma –comentó Cleopatra con tranquilidad,
parecía no haberla perturbado la alteración de su cónyuge.
- ¿Cómo has llegado a esa conclusión, Cleopatra? –inquirió Hermann sin
cuestionarla, sólo deseoso de conocer el discernimiento de la reina egipcia, a
quien le guardaba un profundo respeto y admiración.
- Muy simple, general. Según lo que nos informó el humano, dos de los
cónsules de Rómulo se agrupan en un lugar en específico con su legión
completa. Si así es con dos, dudo que no sea así con el tercero. El nebutsen-
Nafluku dijo que debía entregar su informe a Escipión en Roma. Si el falso
africano está en la ciudad corrupta, ahí debe estar Alejandro, y como bien
dijo mi esposo, el cerbero mayor no llevaría a cabo una empresa importante
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sin su cónsul más cercano y experimentado.
- Tengo que aceptar que has llegado a una dedución bastante interesante –
reconoció Hermann, complacido de la sagacidad de la hermosa mujer–; pero,
¿no creen que hemos revelado información importante enfrente de quien no
debería escucharla?
- No hay de qué preocuparse. Todos aquí somos de confianza, ¿no es así,
Amin? –preguntó Aníbal al custodio que limpiaba el piso–. Por cierto, ¿qué
te ha hecho demorarte tanto?
- Perdone, mi señor. Quedaron varias manchas de sangre regadas por el
piso, ya estoy por terminar –se apuró en contestar–. Y por supuesto que
pueden confiar en mí, de hecho, no he escuchado nada.
Aníbal no insistió, fue distraído por dos individuos que aparecían por el
umbral. El primero era de cabello rubio y largo, lo llevaba recogido con una
cola de caballo, usaba barba completa poco crecida; portaba traje negro con
playera blanca y era tan alto y corpulento que hacía ver a los demás
pequeños, en especial al sujeto que lo acompañaba. El segundo cumplía a la
perfección el estereotipo del vampiro; la delgadez casi enfermiza y las
profundas ojeras lo hacían lucir como la caracterización hecha por Max
Schreck en Nosferatu o, en tiempos más recientes, por Willem Dafoe, a pesar
de no ser calvo, ni tener orejas tan puntiagudas, ni vestir de negro; este
personaje llevaba un impecable traje de tres piezas color azul obscuro. Era
probable que en una de las malévolas e ingeniosas bromas que tanto le
gustaba jugar, hubiera asesorado a los creadores de las novelas y películas,
empezando por Stocker, con lo que le hizo creer al mundo que el primer
vampiro había sido Drácula, honor que no hubiese querido adjudicarse para sí
mismo para no mezclar su nombre, pero sí que la imagen del vampiro se
inspirara en él. Así logró que se expandiera el mito en torno a sí y no a su
creador, al menos mientras fueron concebidos como seres poco atractivos,
sería hasta después que aparecerían los vampiros galanes.
- José, Mitrídates, me alegra que estén aquí –declaró Aníbal con sincero
entusiasmo.
- Hemos venido tan pronto como nos dijeron que nos requerías –contestó
el sujeto fornido, que no era otro que Mitrídates VI Eupátor.
- No me gusta que me hayan hecho esperar, no debemos perder más
tiempo –señaló Aníbal subrayando el retraso de sus subordinados–. El motivo
por el que los convoqué…
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- Es para analizar la situación sobre la aglomeración de zenolk en Italia –
comentó el otro hombre con notoria sobriedad–. Justo le compartía mis
puntos de vista a Mitrídates en el avión.
- ¿Cómo lo sabes? –indagó el célebre cartaginés.
- Buen jefe de tus Servicios Secretos sería si no lo supiera –manifestó
José con seguridad, cuidándose de no caer en presunción, mientras tomaba
asiento–. También sé que te trajeron al humano que capturó la patrulla de
Hermann. Supongo que ya lo interrogaron.
- Tienes razón en lo que has dicho –concedió Aníbal–. ¿A qué conclusión
has llegado?
- No quisiera aventurarme sin poseer los datos completos –indicó José, no
en un tono de disculpa sino de explicación–. Mejor díganme qué testimonio
les dio el nebutsen-Nafluku.
- ¡Vaya! Algo que no sabe el gran José Fouché –expresó Felipe con
sarcasmo.
- Lo sabría si me hubieses mandado el correo electrónico que te solicité –
reclamó Fouché.
- No quise arriesgarme a que fuese interceptado, de cualquier manera ya
venías en camino y sólo hubiese servido para que te vanagloriaras más –
espetó el otrora rey de Francia.
- Los mejores hackers del mundo requerirían años para descifrar uno solo
de los dispositivos de seguridad que ha diseñado mi gente –observó Fouché
con una tranquilidad que contrastaba con la animadversión de su detractor–.
No te preocupes, Felipe, lo hecho, hecho está, no pienso invertir valiosos
minutos en una discusión así. Siempre he asegurado que no se debe tratar de
enseñar a un puerco a filosofar. Desperdiciarás tu tiempo y sólo enfadarás
al puerco.
- ¿A quién llamas puerco? ¡Si existes es gracias a la nación que yo
edifiqué! –reclamó Felipe de pie, inclinado sobre la mesa y sacado los
colmillos, presto para atacar.
La postura tranquila de Fouché no cambió ante la amenaza; era
memorable su frialdad. Aníbal tronó los dedos, lo que hizo voltear a los
asistentes.
- ¡Al único al que le deben su existencia es a mí, recuérdenlo bien! Que
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nadie más reclame honores que no merece –sentenció–. Dejen sus riñas
estúpidas que tenemos asuntos serios que atender.
No bien terminaba la frase, volteó hacia el guarda y le gritó:
- ¿Y tú, estás limpiando o lamiendo las sobras que dejamos?
- No, monseñor. Ya terminé –contestó apresurado Amin–. Estaba por
retirarme.
- ¡Debías haberte deshecho del cuerpo primero! En cuanto lo hagas,
regresa con un par de botellas de vino tinto –ordenó Aníbal.
- De inmediato, mi señor.
Mitrídates siguió con la mirada al custodio en su camino hacia afuera. El
semblante del coloso póntico reflejaba intriga.
- Nunca he dudado de tu sabiduría, ¿pero en verdad no crees que ese
sujeto escuchó demasiado? –preguntó Hermann.
Aníbal explicó que Amin había osado enfrentarse a Felipe y le había
faltado al respeto; sería castigado. Los únicos con los que podría compartir de
lo que se había enterado sería con los demonios que conocería esa noche en
su bienvenida al infierno.
Mitrídates indagó si acaso no era el mismo sujeto con el que ya el otrora
rey francés había tenido algunas desavenencias. Felipe elogió la memoria del
antiguo monarca del Ponto ya que la última contrariedad con Amin había
ocurrido algunas décadas atrás.
- Pobre bastardo –musitó Mitrídates, apartando la vista del rencoroso
ministro.
Era bien sabido que Felipe envidiaba la posición de Fouché como jefe de
los Servicios Secretos de la Yinshuss Oleitum; se creía con el legítimo derecho de
ocupar ese puesto por ser mucho más viejo, aunque nadie compartía su
parecer. Las frustraciones del que fuese uno de los reyes más poderosos de
Europa eran descargadas con aquellos desafortunados que se hallaban en una
posición jerárquica menor. Para su desgracia, Amin se había convertido en
uno de sus blancos predilectos, razón por la que fue degradado en un par de
ocasiones. Al negarle tantas otras cosas, Aníbal consentía los berrinches de su
ministro más viejo pero menos brillante.
Cleopatra aprovechó para resumirle a los recién llegados lo que Gil les
había confesado, así como su hipótesis con respecto al paradero de Rómulo y
Alejandro Magno.
- ¿Pero cuál puede ser el motivo de reunir semejante fuerza? –cuestionó
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Felipe, pasándose los dedos por sus cabellos dorados, atento a las reacciones
de Fouché.
- La única razón posible es iniciar una guerra –sentenció Hermann con
determinación.
- O preparar la defensa contra un ataque, como lo había comentado
Aníbal –añadió Cleopatra.
- ¿La pregunta es contra quién? –inquirió el patriarca. Su semblante
reflejaba que más allá de lanzar el cuestionamiento hacia sus subordinados, se
lo hacía así mismo–. Dudo mucho que sea contra Julio César.
Fouché señaló que debían suponer que la información obtenida del
soldado de Rómulo podía ser lo que él quería que pensaran. El prisionero
había sido un simple humano y era muy probable que lo soltaran como
carnada. Si deseaban estar seguros de conocer cuáles eran sus planes, debían
obtenerlos de fuentes más fidedignas.
Felipe, quien no perdía oportunidad para contradecir al antiguo diputado
francés, alegó que los espías les habían corroborado lo que el sujeto confesó,
remarcó que eran espías dirigidos por el soberbio Fouché y ejemplificó que
las tropas de Carlomagno se estaban desplazando hacia Florencia y las de
Genghis Khan a Ancona.
El antiguo Ministro de Policía de Napoleón reviró a su molesto colega
señalando que era evidente que el hombre preso traería datos ciertos y
comprobables; sus enemigos no los tratarían como estúpidos. Asimismo,
coincidió con la idea de Cleopatra, los agentes habían avistado a muchos
licántropos en Roma, algunos identificados como legionarios de Alejandro.
- ¿Entonces por qué no habríamos de creer lo que confesó el humano? –
cuestionó Felipe exasperado, dejando salir toda su repulsa por el
revolucionario–: ¡Maldito Fouché! ¿No será que como es tu costumbre
apuestas a ambos bandos y quieres confundirnos?
- Prefiero ser recordado por la habilidad para mantenerme en el poder,
que por las tonterías que llevaron a una dinastía a ser suplida por otra –
manifestó Fouché sin perder la ecuanimidad y sin siquiera dirigirle la mirada
al colérico juez de los Templarios.
- Felipe, es mejor que escuchemos lo que dice José –sugirió Cleopatra
con delicadeza–. Sus análisis siempre han sido de gran valía para nuestra
casa.
- No cabe duda de que las personas más insoportables son los hombres
que se creen geniales y las mujeres que se creen irresistibles –siseó Felipe en
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un tono casi inaudible, pero no para los asistentes.
- ¡Shauir kidun leta, Pezipe! –ordenó Aníbal, golpeando la mesa con ambos
puños sólo con la fuerza necesaria para mostrar su enojo, cuidándose de no
hacer daño al delicado trabajo de carpintería. Sin cambiar la modulación de
su voz aclaró–: ¡No toleraré insultos a mi mujer, ni esa indisciplina!
Por fortuna para el que fuese conocido como el Rey de Hierro, Amin
llamó a la puerta y entró con una bandeja de oro con dos botellas de Château
Mouton-Rothschild y seis copas de cristal, que colocó frente a cada uno de
los presentes y las llenó. ¡Qué ironía! El guarda del que había pedido la
cabeza acababa de salvar la suya. Amin esperaba que cuando terminase de
servir, junto con la última gota de vino cayese el golpe que acabaría con su
existencia.
Cleopatra aprovechó la distracción y continuó con la conversación. Aun
cuando el otrora rey francés no fuese su preferido dentro de los ministros, lo
consideraba un hombre valioso dentro de la organización y, a pesar de lo que
pudiese pensar Felipe, las virtudes de la reina egipcia no se limitaban a su
belleza.
- Si no son las posiciones de su ejército, ¿dónde está el engaño de los
sabuesos del infierno, José?
No fue Fouché quien contestó sino Mitrídates, quien señaló que de eso
justamente hablaban en el camino a Túnez. Aseguró que Rómulo sabía que
un despliegue de fuerzas así no pasaría inadvertido; las Kjamtun Yinshuss, Julio
César y quizá hasta los Disidentes estarían preocupados en saber si sus
enemigos preparaban un ataque, y más que nada, quién sería su objetivo.
- Estarán de acuerdo en que no podemos permanecer como meros
espectadores –expresó Hermann ofuscado ante tal posibilidad. Él, su líder y
la esposa de este, así como los demás generales y algunos otros destacados
miembros de su clan habían sufrido el poder aplastante de Roma desde su
trayecto como humanos y, en su ulterior vida, el odio había sido
redireccionado hacia los licántropos–. Espero que ninguno se sienta
amedrentado por el alarde de poderío de nuestros peores enemigos.
- No debe existir esa preocupación en ti. Durante milenios nos hemos
enfrentado al tirano y nunca los dioses han infundido temor en nuestros
corazones, al menos no en aquellos que los honramos con aceros y sangre en
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el campo de batalla –declaró Mitrídates, asegurándose de no zaherir a quien
no quería, para lo cual cruzó por unos instantes su mirada con la de Felipe al
pronunciar las últimas palabras–. No obstante, el desasosiego de nuestro Abato,
que no es temor, radica en los más de cuatro mil quinientos zenolk que
componen las legiones de Rómulo, sin contar a los que tiene dispersos en
otras tareas, que no deben ser menospreciados si en verdad buscamos la
victoria; y aunque su ejército no sea mucho mayor que el nuestro, el suyo se
reúne con un propósito mientras nosotros divagamos.
- He pensado que una posibilidad es que si no es una maniobra ofensiva,
entonces protege algo –señaló Aníbal dando un buen trago a su vino.
- Es una opción, otra es que quieran conducirnos a una trampa –observó
Fouché.
- ¡Putísima madre! –exclamó Aníbal, que se levantó enfadado–; no
necesito que me den más alternativas de lo que probablemente no es, sino que
me aseguren lo que es.
En pleno enojo, los ojos de Aníbal dieron con Amin, que seguía en la
habitación, y le gritó–. ¡Si ya acabaste, repórtate con tu oficial superior y
aguarda instrucciones!
Sin decir palabra, Amin bajó la cabeza y salió de prisa de lo que suponía
sería su cadalso. La fortuna le había sonreído y le había otorgado una
prórroga. De él y de las decisiones que tomara dependería que esa extensión
fuese más allá de un par de horas.
Tampoco los demás se preocuparon por Amin, cada uno tenía bastante
con el enfado de Aníbal y buscaban algún dato relevante que darle para paliar
su cólera.
- Hay una debilidad en tu hipótesis, José –indicó Hermann tan pronto
como pudo expresar algo que mitigara la molestia de su jefe–. Si el propósito
de Rómulo fuera conducirnos a una trampa, no creo que lo hiciera en una
ciudad tan poblada como Roma; más aún, que quisiera llevar a cabo una
guerra en el corazón de su amada metrópoli.
Mitrídates se adelantó a Fouché y comentó que no consideraba que
buscasen conducirlos a Roma, si ese fuera el caso. La posición de las legiones
formaba una especie de triángulo, por lo que él se inclinaba a pensar que si
protegían algo o preparaban una trampa sería en un punto en el centro en
donde, en el momento propicio, convergieran las legiones.
El guerrero germano replicó que incluso así sería imposible realizar una
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batalla de tales dimensiones sin mostrarse al mundo entero. Cleopatra añadió
que en esos tiempos ni aun en la Antártica podrían tener una guerra de las
proporciones de antaño sin que se enterasen los humanos.
- La mayoría de las grandes potencias humanas se encuentran aliadas o
hasta subyugadas por ellos o por alguna de nuestras razas, otras están
conscientes del poder que ostentamos, y las demás son tan prescindibles
como los nebutsen-Nafluku en sí mismos –comentó Felipe con desdén–. Por otro
lado, casi la totalidad de los medios de comunicación son controlados por
nosotros o por ellos; nos sería sencillo ocultar un evento así.
Fouché señaló que cada gobierno aliado a los licántropos o a ellos tenía
una agencia secreta dedicada a atender los asuntos relativos al tema. Observó
que eran pocos los hombres que sabían de su existencia y agregó que si se
habían mantenido así era porque desde hacía siglos no habían hecho algo que
fuese imposible ocultar; sin embargo, un suceso de esa magnitud
trascendería, por lo que sería sumamente complicado evitar la fuga de
información.
- Con lo que me das la razón –interpeló Hermann–. Rómulo no se
expondría al conocimiento del mundo entero.
A partir de que Amin había salido, Aníbal había permanecido callado, se
encontraba meditabundo, como en una especie de trance, en el que, no
obstante, escuchaba con atención las palabras que se decían. Comenzó a
acariciar con los dedos de su mano derecha el ankh que colgaba de su cuello
y dijo:
- No hasta la Mikrun Akyon Yokit.
- Es correcto Aníbal, pero no hay nada que nos indique que está por
comenzar –refutó Hermann.
- Al contrario. El momento para que se cumpla la profecía está próximo,
quizá más cerca de lo que creemos –manifestó el extraordinario conquistador
cartaginés con seriedad mientras reposaba la mirada en sus criaturas–. Estoy
convencido de que ya nació aquél del que habla la profecía, y su llegada es
un signo inequívoco de que la guerra va a iniciar.
- Pero aun cuando sea verdad, si no se ha hecho presente y, sobre todo, si
no ha despertado de su gran sueño, la Mikrun Akyon Yokit no puede ser iniciada –
replicó el hombre que libertó Germania.
Max se despertó un poco tarde; la noche anterior le había sido difícil conciliar
el sueño y no fue sino hasta bastante avanzada la madrugada que por fin el
cansancio lo venció. Previendo esa situación, nadie lo había molestado.
Removió las sabanas de seda azul celeste y salió de la cama. La pared del
lado izquierdo, acorde con la decoración del resto de la finca, era adornada
por una pintura: «Orfeo y Eurídice», de Jean Raoux. Al frente se ubicaba una
puerta de vidrio con marco de madera que daba a un balcón, a donde salió
Max.
La habitación debía estar arriba de la biblioteca; compartía la vista al
viñedo por el que había caminado hacía un par de días con Rómulo. A unos
metros de distancia distinguió a Paolo y Naïma. El joven no escuchaba lo que
decían, todavía no poseía el agudo oído de los hombres lobo –si acaso algún
día lo llegaba a tener–, pero las gesticulaciones de Naïma y el apuesto
pretoriano fueron suficientes para asumir que trataban un asunto serio.
A Max no le pareció pertinente entrometerse, se dio media vuelta y entró.
La pareja sí lo había notado y le dieron los buenos días. En el umbral, el
muchacho volteó de inmediato, contestó el saludo y explicó que no había
deseado interrumpirlos. Ambos le dedicaron una sonrisa y el guarda le
comunicó que Rómulo había salido para atender algunos asuntos, pero
Alejandro y Aristóteles le aguardaban escaleras abajo. El chico les pidió les
avisaran que se daría un baño y en breve se reuniría con ellos. Paolo añadió
que el desayuno se servía en el patio que estaba frente al comedor, ahí lo
esperarían. Con un movimiento de la mano, Max dio a entender al guerrero
milanés que había escuchado las indicaciones y entró deprisa para estar listo
en pocos minutos, tal como había anunciado.
Con Max fuera de escena, Naïma y Paolo continuaron su plática,
cuidando de no alzar la voz:
- A pesar de haber sido la que condujo la operación de investigación
sobre el muchacho, que como sabes se encontraba en el país en el que funjo
como comisaria, lo que me dio la oportunidad de conocer bastante de su
historia, hay algo en él que no acaba de convencerme.
- Sé a lo que te refieres –indicó el pretoriano atento a su desarrollado
sentido del olfato para constatar que no hubiese alguien en los alrededores–.
No niego que el chico posee estrella, aun así me cuesta trabajo creer que
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albergue tanto poder, pero no podemos obviar que Rómulo nunca se ha
equivocado al identificar a uno de los nuestros.
- Es cierto, pero no estamos hablando de un duploukden-aw común –
sentenció Naïma, sin ocultar su preocupación.
- Sea cual sea el papel que Max tenga que jugar, no ignoremos el que
nosotros habremos de desempeñar –declaró Paolo, para después, con un
gesto, indicarle a su esposa que callara. Alguien se acercaba.
Minutos más tarde Max llegó al patio, que en la parte techada tenía una
chimenea, cuya repisa albergaba una estatuilla del dios Ogmios y a sus
costados dos velas encendidas y dos vasijas con flores silvestres. Frente al
hogar había un mueble antecomedor de vidrio y hierro forjado, las sillas
tenían cojines verde olivo. Alejandro y Aristóteles lo esperaban. En la mesa
ya estaban dispuestos tres platos con frutas y dos jarras de jugo de naranja.
El chico se alegró de que también Alejandro vistiera pantalones de
mezclilla como él, sólo que aquél completaba el ajuar con una camisa blanca
en la que no se distinguía la mínima arruga, y él se había puesto el jersey de
su escuadra favorita de fútbol. El senador había decidido vestir con toga de
impecable blancura aprovechando la privacidad de la mansión.
Max saludó con cortesía a Aristóteles y al más antiguo pupilo de este, y
se disculpó por hacerlos esperar. El filósofo griego le aclaró que no tenía que
hacerlo, no sabía que lo esperaban. Alejandro señaló que como de
seguro estaba enterado, Rómulo había salido de la villa, pero sería un placer
para ellos compartir los alimentos y conversar con él. Max agradeció su
comprensión y disposición, añadió que a pesar de que todavía le costaba
trabajo aceptar muchas de las cuestiones expuestas, no dejaba de maravillarse
ante la mera idea de un coloquio más. Agregó que si no había tema en
específico, él tenía muchísimas dudas que le daban vueltas en la cabeza.
- Para eso estamos aquí –señaló Aristóteles animado por la sed de
conocimiento del joven–, y no tenemos otro asunto que el que desees
abordar.
Max quiso saber más de la naturaleza de los duploukden-awi; ya le habían
hablado de sus cualidades, pero quería conocerlas a fondo, y también las
debilidades. Enfatizó que las que él creía saber, resultaron mitos.
Alejandro y Aristóteles se mostraron complacidos ante la solicitud de su
incipiente alumno. El segundo manifestó que Rómulo había hecho bien en
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advertirles sobre la curiosidad del chico y aceptó que le gustaban sus
cuestionamientos, en especial que quisiera conocer las flaquezas: un hombre
que desconoce sus limitaciones carece de fortalezas. Concluyó pidiendo que
cuando se refiriese a los duploukden-awi no lo hiciera como si fuesen una
especie ajena a él.
Alejandro indagó si ya le habían hablado sobre la mayor fragilidad de un
duploukden-aw, que se ciñe en que el hombre no domine a la bestia. Max asintió
con un movimiento de cabeza. El antiguo comandante supremo de la Liga
Helénica aseguró que sería su perdición; haría cosas en contra de su voluntad,
iría a sitios extraños que podrían representar peligro para él.
- En lo que más debemos trabajar desde este momento es en enriquecer tu
espíritu –apuntó Aristóteles–. Una esencia poderosa trascenderá a la
transformación, no será sometida por nada, ni siquiera por la bestia desatada.
- ¿Y ustedes creen que mi espíritu sea lo suficiente fuerte para lograrlo?
Sería impreciso aseverar que Max ya creía ser un duploukden-aw. Sin
embargo, en su mente crecía la posibilidad; ya casi había aceptado que los
personajes con quienes interactuaba eran en realidad quienes reclamaban ser,
y el hecho de que fueran hombres lobo constituía una explicación lógica a la
inverosímil longevidad. Sumaba la dedicación empleada en convencerlo, que
le hacía a veces suponer que él contaba con las características para
convertirse en uno de ellos.
- Si lo que dice Rómulo es cierto, me convertiré en un duploukden-aw con un
poder extraordinario.
- Esa es una pregunta que sólo tú puedes contestar –señaló Aristóteles–.
La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos al realizar
actos de justicia; templados, por medio de actos de templanza y valientes, a
través de actos de valentía.
De nuevo, y aun habiendo escuchado las sabias palabras, Max dudó;
durante su vida había buscado la virtud, y en más de una ocasión había
fallado. Sabía que tenían poco tiempo de conocerlo, y así se los dijo, pero de
cualquier manera les solicitó que lo ayudaran a encontrar sus yerros.
Aristóteles le dijo que partían de un buen principio; evidenciaba solidez
moral aceptar que otros se los señalaran.
Como ya se había hecho costumbre para Max, estaba por completo fascinado
con la tertulia que acababa de sostener con Aristóteles y Alejandro Magno.
En nada le había molestado la ausencia de Rómulo; aun cuando las palabras
del líder siempre estaban llenas de una sabiduría que asombraría a cualquiera,
estos dos personajes también eran formidables. Cómo deseaba el muchacho
seguir la plática con ellos, tanto como la oportunidad de hacerlo con los
demás miembros del Gran Consejo con quienes compartió la cena la noche
anterior, así como con los que faltaba de conocer.
El desayuno había concluido hacía ya buen rato; ello no impidió a los tres
de seguir inmersos en el importante e interesante intercambio de ideas, sin
pensar siquiera en moverse de sus asientos. Apenas se levantaban en aisladas
ocasiones para estirar un poco las piernas o por la mera costumbre de
caminar mientras discurrían acerca de un tema trascendente.
Dentro de la prolongada sobremesa Marketa apareció de nuevo; no
llevaba viandas, sólo un recado para Aristóteles de parte de Boadicea,
solicitándole se reuniera con ella. Antes de salir, la mujer indagó si los otros
dos apetecían algo más de comer.
Alejandro, poniéndose de pie, le sugirió a Max que continuaran su
conversación en una verdadera tina romana. Supuso que el joven ya se había
bañado, pero apostó sus garras a que había utilizado la regadera; además,
indicó que el sitio donde lo invitaba era excelente para sostener un buen
diálogo. Max aceptó gustoso, y el cónsul le pidió a Marketa que les enviase
jugos y frutas al baño; la vhestaz-un respondió con un gesto.
Aristóteles se dirigió rumbo a la biblioteca, Alejandro y Max se
encaminaron hacia lo que parecía un anexo del edificio principal. Pasaron por
un arco que marcaba el ingreso; el acceso era amplio y alto y por él entraba
una buena cantidad de luz. La habitación tenía forma rectangular y en uno de
los costados salía un pasillo que conectaba con el resto de la residencia. Todo
el lugar era de mármol blanco, salvo unaa tina, hecha de ónix, de generosas
proporciones: tres metros de ancho por siete de largo y cuyo perímetro se
interrumpía en los lados extensos por unas macetas que formaban parte de la
piscina y que se adentraban hacia el eje central.
En cada una de las esquinas estaba el busto de alguna deidad romana y el
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techo estaba decorado con un fresco. El muchacho no supo distinguir a los
personajes representados en la bóveda, aunque de algunos tenía una vaga
idea. Decidió salir de la duda preguntándole a Alejandro quiénes eran.
- Los miembros del primer Gran Consejo –respondió Alejandro
señalándolos con la mano–. El de ahí es Rómulo y la que está tomada de su
brazo es Boadicea; esos son Aristóteles y Cicerón. El hombre de barbas
negras es Nabucodonosor, la mujer junto a él es Safo, ellos dos fueron los
primeros consejeros. El siguiente fue Confucio, quien está postrado al otro
lado de la poetisa. El del casco es Pericles y el de ahí es Marco Aurelio, a
quien pronto conocerás. El hombre que sostiene el hoplón es Leónidas y el
del otro extremo soy yo.
Max estaba pasmado ante la belleza de la pintura. También se preguntaba
qué habría pasado con aquellos personajes del Gran Consejo que no habían
sido mencionados por Rómulo; recordó que le había dicho que por alguna u
otra razón no todos seguían a su lado. No tuvo oportunidad de conocer acerca
de ellos porque sus pensamientos fueron interrumpidos por el macedonio,
quien inquirió sobre qué temas le interesaría hablar, y lo decía al tiempo que
abría las llaves del agua. Comenzó a desvestirse y la reacción del chico fue
inmediata.
- ¡Espera! ¿Qué haces? ¿Has olvidado que vendrá Marketa a traernos las
viandas? –exclamó Max sin ocultar su turbación.
Alejandro aceptó que la chica llegaría con lo que se le pidió, y que
además lo más probable es que la acompañara alguien para preparar la tina;
lo que no entendía era la preocupación del joven. Max contestó que carecían
de toallas para cubrirse y que la tina no tenía todavía el nivel de agua
suficiente que les permitiera ocultarse, y sin disimulo hurgaba con la mirada
verificando que en verdad no hubiese algo con que paliar el total desnudo al
que invitaba su acompañante, tanto como para prevenirle de la llegada de las
mujeres.
Alejandro movió la cabeza en señal de rechazo de lo que el joven
aprendiz esgrimía y con una sonrisa lo conminó a que abandonara tales
prejuicios.
- No puedes ser así de pudoroso. Tu cuerpo, como el de todos, es algo
maravilloso; es el instrumento mediante el cual entras en contacto con la
naturaleza y los otros seres que habitan en ella. Cuídalo y perfecciónalo, es en
parte gracias a él que te mantienes con vida. No lo mires como algo lascivo
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que debes esconder de los ojos de otros, ni observes con morbo el de los
demás porque es tan sagrado como el tuyo. Acostúmbrate a ello; cuando te
transformes desgarrarás las ropas que lleves y al recuperar tu forma humana
te encontrarás desnudo. Así es que no seas puritano y despójate de tus ropas.
Max comenzó a desnudarse, no sin cierta molestia causada por el pudor,
que obviamente Alejandro notó y que le causó gran hilaridad, en especial
cuando reconoció el aroma de Naïma y Marketa que se aproximaban. Ambas
llevaban una charola en las manos. En la que cargaba la eslava había una
jarra con jugo y un platón lleno de frutas, mientras que en la de la comisaria
se veían dos pequeños tarros con especie de aceites y un recipiente con
diferentes hierbas.
Las dos ingresaron al baño por la misma entrada que lo habían hecho
Alejandro y Max. El joven estaba de espaldas, no notó la presencia de las
damas hasta que Naïma lo saludó.
El chico utilizó sus manos para cubrirse como reflejo, olvidándose de lo
que Alejandro recién le había comentado, quien no se reprimió al verlo
ruborizado y estalló en una gran carcajada. Para fortuna de Max, las dos
mujeres se contuvieron y sólo mostraron una pequeña sonrisa.
El joven se disculpó, argumentó sonrojado que a pesar de que Alejandro
había censurado su recato, creía que le tomaría un poco más de tiempo
dejarlo de lado.
- No te preocupes, Max, sólo hemos venido a traerles algo para
refrescarse y a preparar el baño –repuso Naïma mientras vertía los aceites y
las hierbas en el agua–. En un minuto nos iremos.
Pasado un breve lapso las dos mujeres se retiraron de la habitación, lo que
permitió que Max se sintiese un poco más aliviado.
Alejandro se metió en la tina e invitó al muchacho, cuidándose de no
comentar más sobre lo ocurrido; prefirió alentar al joven a que propusiese un
tópico sobre el cual hablar.
Max aceptó y, animado por los vapores aromáticos que comenzaban a
esparcirse por la habitación, se decidió a introducirse al estanque, una vez que
verificó que la temperatura del agua era agradable. Señaló que cuando
Rómulo le mencionó por primera vez a los hombres vampiro, las dudas se
presentaron de manera inevitable en su mente y de inmediato había
preguntado sobre ellos. Como era costumbre en el primer romano, la razón le
asistió al decirle que previo a profundizar en el tema, era menester conocer
Max preguntó cómo fue posible que, con toda su sabiduría, Rómulo no se
hubiese dado cuenta de lo que planeaba el dictator perpetuus; Alejandro
respondió que hasta el más glorioso de ellos tenía debilidades y la de aquél
había sido creer que César nunca le sería desleal. De poco sirvieron los
consejos y testimonios que se le presentaron y que desenmascaraban al
conspirador.
El joven quiso saber si su ahora amigo había sido de los que habían
prevenido a Rómulo de la conjura de César. Alejandro negó, relató que el
antiguo triunviro y él habían sido pretores de la legión de Leónidas, y no sólo
era su compañero, lo consideraba un hermano. Él creía que en el caso de
haber descubierto la perfidia de su camarada, él mismo tendría que haber
terminado con la vida del rebelde bajo el cumplimiento de su deber como
pretor. En el rostro del vencedor de la batalla de Gaugamela se leía que por
un lado se arrepentía de no haberlo logrado, por otro, agradecía que no
sucediera, en especial después de declarar que su aprecio hacia Julio César lo
cegaba y no quería matar a su amigo. No deseaba alimentar las pesadillas que
lo perseguían y le recordaban uno de los momentos más amargos de su vida:
el asesinato de Clito.
- Perdón, Alejandro. No era mi intención revivir en ti momentos de
amargura –manifestó el posible sucesor de Rómulo con rotunda sinceridad.
- No te preocupes. Es sólo que la felonía de un ser querido duele, más aún
cuando fue uno mismo quien traicionó esa amistad –los ojos del cónsul se
pusieron en blanco y por un momento pareció perdido. Después,
recobrándose, continuó con la plática acerca de César; comentó que este
empezó a buscar adeptos a la causa que enarbolaba dentro del ejército de
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Rómulo, sin descubrirse con quienes hablaba hasta no estar seguro de que lo
seguirían.
- Cuándo dijiste que la traición duele más cuando tú eres quien la
propinó, ¿quieres decir que fuiste tú quien fue desleal a César? –inquirió
confundido el joven.
- No, Max, me refería al caso de Clito, pero esa es otra historia y se
remonta a mi trayecto como humano; podemos dejarla para otra ocasión.
César cometió apostasía contra todos: contra Rómulo y Boadicea, contra
Leónidas, contra mí y sus hermanos. Obviamente pretendió que me revelase
también y que a su lado iniciásemos una nueva manada, un nuevo imperio;
que a diferencia del que ahora buscamos, el suyo sólo era perfecto para él.
Claro que al principio sólo me lanzaba preguntas para saber si sería propenso
a desertar de las filas de Rómulo; no fue sino hasta que se descaró que me
pidió me uniera a él.
- ¿Y a cuántos convenció César de dejar a Rómulo y adherirse a él? –
quiso saber un Max cada vez más envuelto en el relato.
- A unos setecientos –respondió parco Alejandro en aras de dirigirse
rumbo a la relación de los eventos trascendentes de esa historia–.
Celebrábamos el milenario de nuestra era, y cuando digo nuestra era me
refiero literalmente a «Nuestra Era», cuando Julio César vio el momento
idóneo de iniciar su rebelión. El Imperio Romano comenzaba su caída. Se
pudría desde las entrañas, invadido por la codicia, y sufrían derrotas contra
bárbaros que antaño hubiese vencido con gran facilidad. Él aprovechó las
distracciones de Rómulo para desencadenar su estratagema. Fue en ese
entonces cuando César por fin se desenmascaró y, como primer movimiento,
junto con los que le siguieron, se autoexilió.
- ¿Y por qué no trató de asesinar a Rómulo a la manera que lo hacían los
conspiradores en Roma? –inquirió Max deseoso de hurgar más en la forma de
actuar de aquel personaje.
- Porque de los césares no dependía la descendencia de los hijos de Roma
y Julio César no es estúpido. Sabía que tenía que derrotar a Rómulo y
Boadicea sin matarlos, para así garantizar la prole de los duploukden-awi.
- ¿Entonces qué fue lo que hizo Rómulo?
El militar macedonio percibía que el ambiente y el relato mismo habían
generado la expectativa prevista en Max. Era el momento preciso de entrar de
lleno en la narración.
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» Rómulo no quería que la sublevación se expandiera y estaba consciente
de que entre más pronto la detuviese, más fácil sería lograr su objetivo;
además, estaba interesado en ofrecerles a los proscritos una segunda
oportunidad, inclusive a César, por lo que se enviaron algunas patrullas para
dar con ellos. Mi antiguo compañero había sido muy hábil en ocultar su
rastro y nuestro líder seguía preocupado por la situación de Roma, que
proseguía el inexorable camino a la decadencia; sin embargo, a unos meses
de la huída de los Proscritos, los encontramos. Boadicea, la de mirada
purificadora, los senadores, así como Leónidas y yo, le recomendamos a
Rómulo abandonara Roma a su suerte y se preocupara por el verdadero
imperio. Creo que nuestro maestro esperaba resolver el asunto de los rebeldes
con la celeridad suficiente para regresar a la Ciudad Eterna y salvar el estado
que había fundado un milenio antes, pero las sorpresas del destino no habían
concluido.
» En fin, un par de semanas más tarde, con nuestro ejército reunido
partimos rumbo a los Montes Cárpatos, que era donde se localizaba Julio
César. Sólo se quedaron los senadores y un reducido grupo de duploukden-awi
como guardas.
» Antes de salir, Rómulo dividió las tropas en dos legiones. Fui nombrado
cónsul de la Segunda Legión y mis pretores eran Asarhadon, Artemisia y
Octavio. En ese entonces todavía no utilizábamos animales de ataque.
Muchos hombres han estado al frente de grandes ejércitos, yo mismo había
sido uno de ellos, pero el honor que se me confirió muy pocos lo han tenido.
Boadicea remplazó el anillo que yo usaba como pretor por el de los cónsules
–al escuchar esto, Max no disimuló la mirada que le dedicó al preciado objeto
con el pentáculo que llevaba el fundador de Alejandría y que, desde la
primera vez que lo vio, tanto había llamado su atención–, y que porto siempre
en mi mano izquierda, la más cercana al corazón.
» Créeme cuando te digo que, a pesar de los cientos de duploukden-awi que
habían desertado junto a César, el paso de esas huestes era algo majestuoso –
comentó Alejandro con tanta elocuencia que llevó a Max más de un milenio y
medio atrás y visualizó en su mente cada escena que el antiguo comandante
supremo de la Liga Helénica recreaba–. Sé que ha habido ejércitos más
numerosos, pero en el nuestro marchaban Rómulo, el de corazón impertérrito,
la misma Boadicea, Leónidas, Darío I, Artemisia y Ciro el Grande, entre
otros. Al frente del contingente iban los estandartes que durante milenios nos
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han distinguido, los escudos de Mairezh y Veciner. Todos, hombres y mujeres,
adornados con joyas bendecidas por Boadicea y que habían sido
especialmente escogidas para incrementar el valor en batalla. Aldeanos y
bandidos huían despavoridos al vernos. La tierra se cimbraba al
desplazamiento de las tropas y el sol y la luna alababan por igual nuestro
recorrido. Estaba por dar inicio la Bêlez aba Fradeunazi abo Caktêhñ.
El muchacho estaba extasiado con el relato del hijo de Filipo. Ninguna
película vista o libro leído se podía acercar a la expectación que generaba en
él la crónica del general más brillante que el mundo haya conocido. Era capaz
inclusive de escuchar los gritos de guerra de los combatientes, ver el ondear
de los estandartes y sentir el estruendo de las pisadas. El genio macedonio
tenía razón, Max no podía imaginarse un ejército que se comparase con
aquél.
» Fue un trayecto penoso; no para nosotros sino para el resto de las
especies. Aunque como los lobos, somos capaces de consumir grandes
cantidades de comida y utilizarlas poco a poco, Rómulo no se iba a dar el lujo
de que sus tropas llegasen a la batalla faltas de energía. Nos alimentábamos
con lo que encontrábamos, incluidos avitedeni.
» Apostaría a que fue en esa época cuando comenzaron a gestarse las
leyendas sobre hombres lobo; ya se habían dado ataques aislados, pero nada
siquiera cercano a lo que se vivió en aquellos días. Acabamos con poblados
enteros. Llegábamos durante el día disfrazados de humanos y aunque sin
agrado, los lugareños nos daban hospedaje. En la noche, el terror y la muerte
envolvían al pueblo. Salíamos de las moradas en las que descansábamos y
cazábamos a todos los habitantes. No se perdonaba ni una sola vida.
Si bien el joven sentía que se le helaba la sangre con las palabras de
Alejandro, también notaba la consternación en la voz del interlocutor.
» Éramos casi tres mil duploukden-awi que atacábamos al unísono a un pueblo
de avitedeni, indefensos ante nuestros poderes. Los hombres que tenían
oportunidad corrían por armas, sólo para descubrir que eran tan inútiles como
ellos. Muchas mujeres los imitaban, otras huían a buscar refugio, ambas
encontraban el mismo destino. Nadie era olvidado, ni siquiera los niños que
creían despertar dentro de la peor pesadilla. Eran alimento, una baja en una
guerra que no comprendían, que ni siquiera sabían existía. Todos ellos, en
una sola noche, expiaron pecados que ya ni siquiera reconocían como tales.
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Las Moiras habían decidido cortar no un hilo sino una madeja completa. Era
el preludio de la sangre que correría.
Si esa plática se hubiera registrado unos días antes, Max hubiese
condenado a su amigo, o por lo menos le cuestionaría con dureza, le
esgrimiría cualquier argumento posible para restregarle semejante crueldad;
pero la enseñanza de aprender en lugar de juzgar, de comprender lejos de
condenar, echó raíces firmes en el joven. Más adelante, limitándose a
preguntar, se enteró que eran pueblos que habían sucumbido ante sus vicios y
pasiones, que los licántropos fueron utilizados por los dioses para
materializar su ira e imponerles ejemplar castigo en una nueva versión de
Sodoma y Gomorra.
» El invierno, crudo en particular, estaba a punto de caer cuando llegamos
a los Cárpatos Occidentales. Sabíamos que los Proscritos utilizaban como
guarida los Montes Rodnei. El paisaje era fabuloso, la nieve ya vestía las
cimas con su traje de gala color blanco. Fue a los pies de la cordillera que
Rómulo reunió a Boadicea, a Leónidas y a mí para terminar de gestar la
estrategia a seguir en la Bêlez aba Fradeunazi abo Câktehñ.
» A partir de entonces separaríamos las dos legiones con las que
contábamos. Nuestro líder iría con la Primera Legión, y subirían al Monte
Pietrosul, donde se hallaban César y la mayoría de su contingente, según lo
que nos había informado nuestra avanzada. Mi legión aguardaría en los valles
que se encuentran al norte del macizo.
» Julio César sólo utilizaba los montes como refugio, no querría dar ahí la
batalla principal; incluso con una sola legión Rómulo lo superaría en número.
Necesitaría de un escenario más propicio para enfrentársele. Los
inexpugnables valles al norte de los Cárpatos eran un terreno ideal; además le
ofrecían una ruta de retirada en caso de ser necesaria.
» La Primera Legión ascendería cubriendo los flancos de Oriente,
Mediodía y Occidente del Monte Pietrosul; le harían creer a César que se le
daba una salida para no exterminarlos. Era posible que aquél pensara que ese
era todo el ejército que llevábamos a la contienda y que el resto se había
quedado para protección de Roma. Debido a que, como lo he mencionado,
una sola legión era superior en número a su contingente, además esa llevaría
a los dos lobos alfa.
» En el mejor escenario, sorprenderían a los soldados del pater familias de
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los Julios y los someterían en la cima; si este descubría el avance de Rómulo,
difícilmente lo haría con la suficiente celeridad como para preparar una
emboscada. Por otro lado, te reitero, sabíamos que César no buscaría llevar a
cabo ahí el enfrentamiento principal, por lo que sin importar que tan bien
pertrechados estuviesen, los Proscritos tratarían de llevar la batalla a los
valles de Septentrión. Simularían una retirada y conducirían a nuestros
legionarios hacia donde ellos creerían que tendrían un ámbito más favorable.
Ahí los esperaría la Segunda Legión.
» La nieve y el frío no merman las habilidades de los lobos y tampoco las
nuestras. Asimismo, los lobos, a diferencia de otros animales, pueden
recorrer grandes distancias a su máxima velocidad; nosotros también. De
igual forma, no era necesario esperar a que cayera la noche; la visión
nocturna de los lobos nos permite ver con la misma facilidad con o sin luz
por lo que no teníamos que limitar el avance para cuando el sol se ocultara,
podíamos ser avistados por alguna patrulla de César a cualquier hora. El rival
era de nuestra especie; una a la que nada en ese ambiente le afectaba.
» Acordamos que el día del solsticio de invierno la Primera Legión
comenzaría el ascenso de la montaña. Nosotros debíamos alcanzar los valles,
aprisionar y, en su caso, acabar con algún contingente de rebeldes que
pudiera aguardar ahí como avanzada, y asegurar el terreno para el momento
en el que la presa principal llegase.
» En el trayecto, cruzamos enfrente de la cascada Cailor, parecía
presumirnos su caída de agua que, a pesar de la época del año, era señorial y
salvo su sonido y los cantos del viento no se escuchaba nada más. Habíamos
callado el ruido de las pisadas como el lobo que acecha a su presa. Los
animales abandonaron aquel paraje, quizá el instinto les indicó que el lugar se
convertiría en una zona de muerte y desolación.
» Ahí nos topamos con la primera patrulla de Proscritos. Fuimos más
audaces que ellos y los agarramos desprevenidos; eran apenas media decena,
por lo que los sometimos con facilidad. Desafortunadamente no existen
ataduras capaces de contener a un duploukden-aw, al menos no unas que
pudiésemos haber llevado entre los avíos; no había forma de dejarlos cautivos
y tampoco arriesgarnos a que diesen la alerta. El éxito de la misión radicaba
en mantenernos en secreto. Tomé entonces la dolorosa decisión de
aniquilarlos antes de que los aullidos previnieran a algún otro destacamento.
Pelearon con fiereza, como duploukden-awi que eran, pero ya desde antes de que
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soltaran la primera mordida sabían que no tenían posibilidad alguna de
sobrevivir.
» Junto con el invierno llegamos a los valles, y entramos con un sigilo
inverosímil para una legión: cuando un duploukden-aw acecha es casi imposible
escucharlo. Somos el ser más perfecto para la caza.
» Ahora bien, como lo imaginamos ahí había hombres de Julio César, una
centuria completa; es decir, ochenta soldados más el oficial a cargo. Los
superábamos en número en proporción de casi quince a uno; no tendríamos
mayor complicación en derrotarlos. El reto consistía en que no debíamos
permitir que uno solo escapase y diese la voz de alarma.
» Analicé la situación y dividí mi legión en cuatro grupos. El valle,
aunque lo bastante amplio para albergar al ejército de Rómulo completo y
más, era rodeado por un espeso bosque, y el terreno era muy irregular. César
de seguro había elegido el sitio como ruta de escape por esas características;
si lograba internarse en él, sería difícil atraparlo. Tenía que utilizar a mi favor
la desigualdad de la tierra, que así como podía cubrir a los Proscritos en una
posible fuga, también podría disfrazar el arribo de mis tropas.
» Ordené a Octavio quedarse con su cohorte en donde estábamos y atacar
desde ahí, es decir, del norte del valle. Artemisia, la de yelmo broncíneo,
debía escabullirse por entre la verde espesura junto con dos de sus manipulios
y acometer desde el este. Asarhadon haría lo mismo que la guerrera de la
Batalla de Salamina, pero se dirigiría hacia el flanco oeste y yo tomaría uno
de los manipulios del asirio y otro de los de Artemisia, con lo que cubriría la
huida hacia las montañas y arremetería desde el sur.
» Instruí a cada pretor para que, a su vez, seccionaran en dos al
contingente con el que se quedaban; ellos irían con el primer grupo y
embestirían a los rivales, estaría formado sólo por scurêodeni. Los restantes
permanecerían en el sitio desde el cual se iniciaría el asalto, atentos ante
cualquiera que lograse escabullirse; estaría integrado por arxodeni y
jabalineros, quienes de hecho serían los primeros en atacar. Las flechas y
jabalinas, respectivamente, serían tan silenciosas que no alertarían a los que
se ubicaran montaña arriba y mantendrían a los rebeldes ocupados en tanto el
resto de mis legionarios llegasen a concluir la tarea.
» Es posible que suene más sencillo de lo que en verdad era, la realidad es
que resultaba bastante complejo movilizar a tal cantidad de soldados en sigilo
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absoluto de tal suerte que fuese imperceptible para otros duploukden-awi. Si bien
la densidad del bosque evitaba que nos vieran, no así que nos escucharan u
olieran.
» Una vez situados en un punto que consideré ideal para bloquear el
escape de los rebeldes, con una señal de mi mano indiqué a los hombres que
con sus puños golpearan el piso, lo que consiguió que se cimbraran el suelo y
los árboles de la zona, haciéndolo perceptible para el resto de mi legión. Fue
la señal para iniciar el ataque. Al instante, cientos de flechas y lanzas
surcaron el cielo, como si los troncos las escupiesen. El centurión de Julio
César reaccionó a tiempo y dio la orden para que utilizaran la formación de
testudo; pero así como sucedió en la Batalla de Carrhae, yo probaría su
ineficacia una vez más.
» Mis legionarios se lanzaron a la lucha, todos salvo Octavio y sus
soldados, quienes se retrasaron en la salida. Yo iba al frente de los míos, por
lo que noté cómo en los siguientes segundos comenzaron a salir mis demás
hombres de los puntos convenidos. Nos abalanzamos sobre los insurgentes
como lobos sobre ciervos. Al ir corriendo algunos se transformaban, otros lo
hicieron mientras aguardaban y los restantes, como yo, sólo sacamos garras y
colmillos.
» Algunos de los duploukden-awi de César no habían conseguido ponerse a
salvo y varios de los proyectiles dieron en sus dianas, con lo que unos pocos
sucumbieron en la primera embestida. Cada vez que un insurrecto caía, antes
de que otro pudiese cerrar la formación, el hueco dejado era aprovechado ya
por las zarpas o espadas de los que estábamos en la primera línea de batalla,
ya por las flechas o jabalinas de los que nos auxiliaban a distancia, cuya
precisión sería envidiada hasta por los mejores francotiradores modernos.
» Hubo otros rebeldes que no habían logrado deshacerse del arma que les
perforaba el cuerpo cuando ya eran atacados por mis legionarios. Los que sí
habían tenido éxito, o incluso unos pocos que todavía tenían el proyectil
insertado en los músculos, trataron de escapar brincando sobre las filas
enemigas y las propias, más con la intención de dar la alarma que con la idea
de salvarse. Esto sucedió en particular en nuestro flanco norte que, por la
tardanza del primer príncipe de Roma, ofrecía el punto más débil y una
tentadora opción para que los rivales abandonaran al resto de su contingente e
intentaran la fuga. Los que así lo hicieron fueron interceptados en el aire y
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muchas veces muertos antes de siquiera regresar al suelo. Los demás se
toparon con Octavio y sus hombres, quienes llegaron a tiempo para cercarles
el paso. Nuestra táctica había funcionado a la perfección. Ante la
desesperación de comunicar a sus compañeros en la cima de la trampa a la
que se encaminarían, no se percataron de aquélla en la que ellos caían, porque
aun cuando hubiesen logrado escabullirse de los scurêodeni de quien convirtió
a Roma formalmente en un imperio, habrían salido por el extremo opuesto
del que se encontraba la montaña; ergo, para ir a ella, tendrían que sortear a
nuestros arqueros y hasjêdeni.
» Los que alcanzaron a vislumbrar el plan, o fueron encargados de cubrir
la huida de los camaradas, se plantaron en su sitio decididos a vender caras
sus vidas. El valor desplegado era tan evidente como inútil ante la furia de
nuestro embate. La mayoría se encontró en Elíseos antes de darse cuenta de
lo que ocurría.
» Nuestro ataque fue tan certero y rápido que fue bautizado como la
Pûlemann Fûlpe. La primer mordida siempre iba dirigida a la garganta del
adversario, para imposibilitarlo de gritar o aullar, de inmediato las garras
buscaban el corazón o el cerebro; si no los encontraban, era porque mientras
uno mordía el cuello, aparecía el compañero que concluía la faena.
» La Pûlemann Fûlpe duró tan sólo un par de minutos a partir de que di la
señal de ataque hasta que el último de la centuria de Proscritos cayó. Sólo
tuve una baja y algunos heridos, que debido a nuestras cualidades, sanarían
en menos tiempo del que había durado la contienda.
» El primer paso estaba dado.
» El siguiente era preparar la bienvenida para el hombre que se enfrentó a
los optimates. Una centuria se haría pasar por los que acabábamos de vencer;
se vistieron con sus ropas y se cubrieron con el sudor de los cuerpos caídos
con el fin de disfrazar su esencia. Ordené que se llevaran los restos lo lejos
necesario para que no fueran olfateados, y que borraran cualquier evidencia
de lucha. Al final de la guerra les brindaríamos los honores correspondientes.
» Octavio con una de sus centurias asumirían el rol dejado por los
derrotados. Asarhadon regresaría con su cohorte al mismo lugar que había
ocupado para atacar en la Pûlemann Fûlpe, auxiliado por un manipulio y una
centuria del gran rival de Marco Antonio; mientras que yo me uniría a la
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cohorte de Artemisia junto con el resto de la cohorte de Octavio, y nos
esconderíamos en los árboles ubicados al oeste de los valles. Dejaríamos libre
una ruta de escape, y aunque no era nuestra intención que se diera, tampoco
queríamos dar la impresión de que fuera una batalla a muerte; de hecho, mis
órdenes fueron que se tomaran prisioneros y sólo se segaran vidas en caso
extremo. Las circunstancias registradas en el combate previo habían sido
distintas.
» Al tiempo que nosotros librábamos la Pûlemann Fûlpe, tal y como había
sido planeado, la Primera Legión inició el ascenso del Monte Pietrosul.
Rómulo iba al frente de una cohorte por el sur de la cima, Leónidas junto con
otra por el oeste y Boadicea y la cohorte restante tomaron el oriente de la
montaña.
» En la primera mitad del camino hacia la cumbre encontraron una
resistencia casi nula; se presentaron pocos enfrentamientos que no produjeron
bajas en ninguno de los bandos. Nuestro jefe máximo había ordenado
capturar rivales, a pesar de que significara ocupar soldados para que los
vigilaran. Sólo hubo una batalla de importancia, y es recordada como la
Pûlemann adkep eani Bseroeni aba Mounez Glâkteñ.
» Este sujeto, que era el otro pretor del ejército de Julio César, tomó el
control de todos y los instruyó para que asumiesen una formación en «V»,
reforzada en el vértice en que las dos columnas se encontraban. Pretendía
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concentrar la mayor parte de las fuerzas contra una sola de nuestras legiones,
la mía, que lo amenazaba por los lados; mientras que a la Primera Legión le
presentaría un frente pequeño, con lo que reduciría el espacio en que podría
embestirlo. Así, durante mi combate con César, quedé en el interior de las
dos líneas.
» La Primera Legión llegó a los valles. Rómulo pidió a Boadicea, la de
cabellera de fuego, que permaneciera en las faldas de la montaña, al mando
de un grupo formado por los arqueros y algunos hasjêdeni, y sacara provecho
de la posición elevada. Asimismo, al percatarse de la formación que sus
adversarios habían tomado, el prístino romano dividió al resto de su
contingente en tres columnas. Dos de ellas, comandadas por Leónidas y Ciro,
se adentrarían en los árboles a los lados del valle; él conduciría a la otra hacia
la zona del combate.
» El choque de los ejércitos fue colosal. Estoy seguro de que de los
confines del universo acudieron los dioses de la guerra, y algunos más, a
deleitarse ante el espectáculo. Nunca antes, al menos en la historia de este
planeta, se había dado una batalla de tal excelsitud. Otras podrían haber
tenido un número muy superior de soldados o luchadores con mayor fuerza,
pero por la genialidad de uno solo de nuestros oficiales, el más grande
emperador hubiese dado la mitad de sus riquezas, y la destreza del guerrero
más inexperto que ahí se encontrara lo hubiese convertido en el paladín más
admirado de cualquier otra milicia.
» Artemisia reflejaba tal bravura que parecía que alguna deidad le había
infundido los bríos requeridos para conquistar una galaxia entera; el arrojo de
Asarhadon era tal que más de uno pensó que buscaba la muerte en el campo
níveo: quizá así era. Entre nuestros contrarios la valentía no faltaba, en
especial en el sujeto que los comandaba, quien al notar el ímpetu con el que
la columna del primer fundador de Roma colisionaba contra los suyos, acudió
presto a auxiliarla. Pocos seres se atreverían a ir al encuentro en la batalla
contra Rómulo, pero la gloria alcanzada por ese hombre en otros tiempos le
había permitido ser incluso asemejado a nuestro máximo líder, y en el fragor
de la lucha estaba dispuesto a medirse con él.
» El final se anunciaba cuando, por Septentrión, aparecieron las columnas
guiadas por Ciro y Leónidas, que encontraron poca resistencia en el camino
hacia el interior de la formación de las tropas del oponente. Hubo bajas en
ambos bandos, sobre todo en el de los rivales; muy pocas en proporción a la
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magnitud de la contienda y sólo gracias a la instrucción que dimos de buscar
cautivos en lugar de cadáveres.
» Conforme la batalla avanzaba y nuestra supremacía se hacía evidente,
aquél que había asumido el control de los rebeldes presentó la rendición. Tal
vez lo hizo al darse cuenta de que su empresa era estéril, me inclino a pensar
que prefirió la amargura, y hasta la deshonra de la derrota, antes que derramar
la sangre de más hermanos. Los Proscritos fueron sometidos; es de
reconocerse que ninguno intentó la fuga. En tales circunstancias la atención
general se centró en la pelea entre César y yo.
» Nuestros rugidos cubrían por completo los valles y se escuchaban hasta
en la punta de los Montes Cárpatos. Uno solo de los impactos que nos
propinábamos hubiese matado a un elefante y posiblemente a algún
duploukden-aw; nosotros los recibíamos para regresar otro con más fuerza. Era
una lucha de dos titanes.
» En pleno combate la Crocea Mors penetró por mi costado derecho
causándome una herida grave; ni así me detuvo. César me lanzó otro golpe,
esta vez con su garra; lo paré, y no sólo eso, le fracturé el brazo y aproveché
para obligarlo a girar y colocarlo de espaldas a mí. Con mi pierna izquierda
fracturé la suya y lo hice caer de rodillas. Acto seguido rodee su cuello con
mi brazo y mientras lo sofocaba con una mano, introduje la espada por su
clavícula. Le atravesé el tronco, cuidándome de no dar el golpe final. Lo solté
y lo dejé caer. Segundos después, ya recuperado mi adversario, le dije:
- A pesar de haber matado a mi hermano no haré lo mismo contigo; a ti
también te consideré igual y yo no cometeré semejante infamia.
» Rómulo se acercó y se dirigió a Julio César:
- Alejandro te ha derrotado y se ha mostrado misericordioso; hoy nadie
tomará tu vida. Vine para ofrecerte la oportunidad de regresar con nosotros,
pero tus crímenes han ido más allá de donde puede llegar mi perdón. Tu
castigo será el exilio y la memoria. Puedes pretender olvidar el pasado, pero
por más que te esfuerces siempre lo tendrás presente. Busca tu morada
allende estas montañas, entre los bárbaros, que como tal has elegido existir.
» Nuestro líder volteó y con voz profunda se dirigió a todos.
- Hoy se ha derramado la sangre de hermanos. Estas batallas han
significado un paso atrás en nuestro proceso evolutivo; todos somos
culpables de esta guerra fratricida. Aquellos que sientan arrepentimiento
podrán regresar y reincorporarse a la familia, no sin antes sufrir
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degradaciones en sus rangos. Los que consideren a César su guía compartirán
igual pena que él; sin embargo, hoy son libres de marcharse.
» Así como cuando Bruto y otros senadores romanos acabaron con la vida
y por consiguiente con las aspiraciones políticas de César tres siglos atrás, el
vencido se levantó, aunque ahora ya recuperado de las heridas, con el mismo
resultado: derrotado y con el laurel apartado de su sien. Antes de iniciar el
exilio me dirigió una mirada en la que vi ira y desprecio.
La conclusión de la crónica fue seguida de un profundo silencio. Max no
deseaba interrumpir a Alejandro; el relato lo había dejado total y
absolutamente perplejo. Hasta que estuvo seguro de que ya había finalizado,
afirmó:
- ¡Es la historia más formidable que haya escuchado, también la más
dolorosa!
- Seguro lo es por sus participantes; igual de dramáticas son las Bêlezi adkep
eani Agâden aba Môrel –comentó Alejandro agradecido de la reacción del
solitario escucha.
- ¿Son las guerras contra los lamwadeni, cierto?
- Así es –respondió con sobriedad Alejandro. Quería que el muchacho
echara a volar su imaginación.
- Por cierto, ¿tiene algún nombre la última batalla o es la Bêlez aba Fradeunazi
abo Câktehñ?
Un día más había transcurrido. Apenas pasaba de la Hora sexta pero una
lluvia torrencial mantenía alejados los rayos solares de una carretera desierta,
cercana al Lago Trasimeno, en donde un sujeto conducía una Ducati 748R a
gran velocidad. Lo seguían otro hombre y una mujer, lo increíble es que
venían a pie y estaban a punto de darle alcance.
A pocos metros de distancia del motociclista, ella tomó un látigo que traía
en la cadera, lo alzó en el aire sin detenerse y golpeó la espalda del
conductor; la fusta tenía varias puntas rematadas en afilados ganchos que se
enterraron en el torso del conductor, pero ni así perdió el control de la moto.
La mujer tiró del rebenque y una mezcla de trozos de cuero negro de la
chaqueta, de algodón de la camisa blanca y jirones de carne ensangrentada se
esparció por los aires.
En ese momento el motociclista atisbó un camino de tierra que discurría
por el lado izquierdo en ascendente sendero hacia un hotel en construcción;
viró para tomarlo. Frenó por unos instantes para luego arrancar levantando la
llanta delantera del vehículo. La maniobra distrajo momentáneamente a sus
persecutores, que de inmediato corrigieron el rumbo.
El camino presentaba una considerable elevación en el terreno que al
tomarla provocó que la moto saliera volando. El conductor la dominaba a la
perfección, y no hubiese tenido problema en aterrizarla; no obstante, mientras
estaba en el aire, el que lo seguía le dio alcance con un salto espectacular.
Este logró colocarse a su lado izquierdo y con una mano tomó el manubrio,
entre tanto con la otra clavó sus garras en el antebrazo del conductor, quien
rápido contestó golpeando con el puño el rostro del agresor, haciéndolo caer.
La pausa fue suficiente y le dio oportunidad a la mujer para que sacara un
cuchillo largo, con el que reventó el neumático trasero.
El conductor, al escuchar el estallido de la llanta, abandonó el vehículo y
dejó que se estrellara. Él dio una vuelta en el aire, cayó en pie de frente a sus
atacantes, se quitó la chamarra desgarrada y les dijo:
- Creí que los Asesinos de Atila atacaban en solitario. Veo que son tan
pusilánimes como cualquier otro lamwaden.
La dama agitó su larga cabellera negra, resaltando lo blanco de su piel.
Caminó con tranquilidad hacia la que tenía que ser la próxima víctima y
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contestó:
- Que disfrutemos compartir presas no conlleva cobardía.
El otro se levantó, se acomodó la quijada que le había fracturado el golpe.
Con la misma mano se arregló la barba de candado; sacó una magnífica
espada que portaba al cinto, con gemas incrustadas en el mango. Para cuando
se unió a la mujer, su mandíbula ya se hallaba casi sana por lo que pudo
comentar:
- Veo que nuestra reputación nos precede, pero no todos somos tan
famosos. Para nosotros sólo eres un licántropo baladí.
- Mi nombre es Carlos y los únicos hechos a los que deben popularidad es
a los despiadados asesinatos de los que han sido causantes desde su vida entre
los humanos. Nadie debe vanagloriarse de ser pedófilo, infanticida y
necrófilo, Barba Azul.
Sin mostrar molestia por el insulto, Gilles de Laval contestó que no se
arrepentía de nada de lo que había realizado porque, incluso cuando se creía
un simple hombre, había hecho mucho más que lo que su oponente le
imputaba; un valiente soldado que peleó por su país en una guerra que tenían
perdida, y desde que servía a su Abato había sido alguien de extrema ayuda
para la causa. Aseveró que incluso criminales como ellos tenían honor, y no
pretendía que un zenolk lo comprendiera, aun cuando perteneciera a la Guardia
Pretoriana.
Carlos escupió al suelo por el asco que le producían sus adversarios. Con
desprecio manifestó que sólo una mente tan retorcida como la de ellos creería
que existía decoro en los delitos.
El protector de los lobos alfa sabía que la persecución había sido corta, y
que la energía de los oponentes no registraba merma por lo que no aguardó
más e inició el ataque. Dio un brinco y mientras lo hacía sacó sus garras.
Barba Azul fue sorprendido, no tanto por la prontitud sino por la temeridad
del licántropo; no esperaba que huyera, no habría llegado al grado de
pretoriano si se amilanase con facilidad, empero eran contados los lobos que
se permitían el lujo de agredir en solitario a dos Asesinos y este no podía
estar en tan selecto grupo. Al caer la zarpa izquierda del lobo chocó contra el
acero de la espada de su feroz rival, quien con extrema agilidad alcanzó a
blandirla. La segunda garra de Carlos tuvo mejor suerte y cercenó el
antebrazo del barón de Rais.
De inmediato buscó clavar sus zarpas en el pecho del vampiro, pero la
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mujer intervino; brincó sobre el adversario y con dos cuchillos largos le
penetró varias veces la espalda, extremando el cuidado para no dañar el
corazón, con lo que provocó que el embate de aquél no diera en el blanco. Sin
embargo, las garras de Carlos alcanzaron a introducirse en el abdomen del
asesino francés y pese al dolor causado por las heridas de las navajas, lo
arrojó por encima de sí mismo.
Después de unos segundos todos se incorporaron. Al tiempo que sanaban
sus heridas Carlos exclamó:
- ¡Maldita Brinvilliers!, atacas por detrás con lo que confirmas tu villanía.
- Mira cancerbero, mientras más pronto aceptes los hechos mejor será
para ti –señaló María d’Aubrey, quien a diferencia de su compañero, y a
juzgar por el tono de voz, los insultos del rival sí le molestaban–. El primero
es que no saldrás de aquí con vida; el segundo es que necesitamos cierta
información y créeme que la obtendremos, con tu consentimiento o sin él.
La famosa envenenadora francesa guardó los cuchillos y volvió a usar el
látigo. La técnica con que la Brinvilliers ejecutó los movimientos fue de tal
maestría que dejaron a la presa sin posibilidad de evitar el golpe; la fusta se le
enrolló en el muslo derecho llevándolo a caer por los suelos. Los garfios se
hundían en los músculos del pretoriano como si compartiesen la sed de
sangre de su dueña. Carlos sabía que en cualquier momento la presión de la
tralla sería suficiente para cercenarle la pierna; antes de que sucediera, tiró
del rebenque, con lo que hizo que la atacante se estrellara contra unas rocas.
Gilles de Laval se arrojó contra el lobo, ahora sí furioso por las ofensas y,
sobre todo, por el golpe que había propinado a su pareja. La pierna de Carlos
no sanaba por completo, por lo que se incorporó con cierta dificultad. Poco le
importó la desventaja en que se encontraba el enemigo, Barba Azul decidió
regresarle los golpes recibidos. La espada ropera del legendario criminal
dibujó varios círculos en el aire antes de cortar de tajo el antebrazo del
licántropo; después penetró dos veces el abdomen de Carlos. Satisfecho, de
espaldas al contrincante, el barón de Rais lamió el acero para limpiarlo, lo
enfundó y saltó hacia la víctima, con la intención de clavar los colmillos en
su cuello; pero el lobo estaba decidido a no facilitarles la tarea. Si bien las
nuevas heridas no habían sanado, su pierna sí, por lo que lo recibió con una
patada de lado que regresó al hombre que había luchado al lado de Juana de
Arco al punto de partida.
Carlos aprovechó el breve respiro para desprenderse de los harapos en los
que se había convertido su camisa y terminar de subir la colina que conducía
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hasta el hotel. Requería de terreno elevado para presentar una mejor defensa.
La construcción se hallaba en la cima, el edificio de enfrente era una torre
de dieciocho pisos, y el de atrás contaba con doce. Estaba en obra gris; los
pisos y los muros estaban terminados, nada más. Encima, una inmensa nube
negra bañaba de forma ininterrumpida el entorno, incluidos los tres bélicos
visitantes.
Tan pronto el hombre lobo llegó a lo alto de la pendiente, los vampiros le
dieron alcance, y en tono burlón la Brinvilliers le dijo:
- Un pretoriano huyendo de una mujer, hubiese esperado una actitud más
digna de ti.
El soldado no respondió a la provocación, esperó un nuevo ataque con la
paciencia característica de los grandes depredadores; consciente de que si
bien eran más rápidos que él, no eran necesariamente más ágiles.
Al darse cuenta de que el licántropo no perdería la concentración con
facilidad, ambos vampiros decidieron enfrentarlo de manera conjunta y se
lanzaron contra él. En un principio siguieron usando las armas que llevaban;
Barba Azul la espada y la Brinvilliers los cuchillos. Cada una de las primeras
estocadas fue bien interceptadas por las garras del pretoriano, pero Carlos se
había equivocado, los enemigos no solamente eran más rápidos, también más
ágiles.
Entonces sucedió lo inevitable, y tanto el acero del antiguo barón de Rais
como los de su amante alcanzaron a la víctima. Las punzadas eran tan
seguidas unas de otras que las primeras no habían logrado cicatrizar cuando
ya se abrían nuevas. El lobo se percató de que el final estaba cerca, no le sería
posible resistir mucho más; lo mismo pensaron los vampiros y, creyendo que
la victoria era inevitable, enfundaron las armas para apoderarse del guarda.
Normalmente se limitaban a liquidar a la presa, pero no en esta ocasión pues
tenían una misión que cumplir.
Carlos aguardó a que estuvieran cerca, ya sentía cómo caían las gotas de
sudor de aquellos sobre él. El pretoriano representó bien la comedia, simuló
estar en peores condiciones de como en realidad se hallaba y cuando sintió
que ambos lo sujetaban por las muñecas, Carlos ejecutó un Futari Gake que
impidió que la empresa de los Asesinos prosperara. Los vampiros rodaron
unos metros.
- No sé tú, pero yo ya estoy cansada de jugar con este perro guardián –
masculló María d’Aubrey, irritada porque el pretoriano la había hecho
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morder el polvo de nuevo.
- No olvides que antes de matarlo debemos sacarle información –siseó
Gilles de Laval con los ojos surcados por venillas carmesí. A él también le
costaba mantener el aplomo.
- Lo que no olvidaré es hacer prolongado su suplicio y que con ello pague
por estos agravios –replicó la Brinvilliers mordiéndose los labios hasta
hacerlos sangrar.
El duploukden-aw no perdió tiempo. Al instante en que derrumbó a los
agresores, él dio un salto que lo colocó en el techo de la grúa que se
encontraba frente al edificio. Con algunos brincos más llegó al extremo del
brazo de la máquina y de ahí se impulsó hacia la azotea. En pleno vuelo el
látigo de la Brinvilliers, quien ya estaba por darle alcance, lo tomó por el
tobillo haciéndolo caer al décimo tercer piso en lugar de a la cima de la torre.
Carlos rodó un trecho pero se incorporó al instante, esperando la llegada
de los persecutores. La primera en aparecer fue la famosa envenenadora. El
pretoriano quiso aprovechar la oportunidad de enfrentarse solamente a ella, lo
cual sabía no duraría mucho tiempo. Corrió hacia María d’Aubrey y a unos
metros de ella se impulsó para realizar una patada voladora. La asesina
francesa fue más ágil; también dio un brinco y al acercarse a su oponente giró
en el aire, quedó de cabeza al pasar sobre este, posición que utilizó para
clavar los cuchillos en los hombros de la víctima.
Carlos aterrizó cerca a la ventana por la que habían entrado él y la
Brinvilliers. Volteó para no perder de vista a la vampiresa. Apenas había
retirado los cuchillos de su cuerpo, cuando el segundo lamwaden entró por
detrás propinándole una patada en la espalda, idéntica a la que él había
intentado en contra de la aristócrata francesa.
El golpe de Barba Azul arrojó al guarda contra una viga de madera que
sostenía unos andamios, haciéndola resquebrajarse y tirando tablas y
herramientas sobre él. El hombre lobo hizo gala de su gran fuerza y surgió de
entre los escombros. El lapsus en que por fuerza incurrió el zenolk fue
aprovechado por la Brinvilliers, quien con gran rapidez pasó justo al lado de
él y le inyectó una substancia en el pecho.
Carlos se tocó donde la aguja lo había penetrado e inquirió con gran
consternación:
- ¿Qué es esto? ¿Qué me has inyectado, bruja?
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Satisfecha por el éxito obtenido, María se paseaba divertida enfrente del
postrado y le explicó:
- Es una pócima que yo misma he creado. Es tan buena que mi mentora me
envió un regalo para felicitarme por tan magnífico trabajo. Entre otras cosas
contiene veneno de medusas y el mejor suero de la verdad que existe,
creación de mi maestra. Puedes estar tranquilo, no te matará, no hasta que yo
lo decida. Lo que sí debería alarmarte es que seguro sentirás cómo los
músculos se te contraen y se enfrían; tus sentidos fallan, entre otros, la visión
se nubla. Te mareas y la respiración parece algo imposible de realizar. En
pocas palabras, tienes un choque anafiláctico. Para que entiendas: el velo de
la muerte está cayendo sobre ti. Antes de que tu cuerpo elimine el veneno te
habré inyectado una nueva dosis y traigo suficiente para repetir el
procedimiento decenas de veces. Todo ha acabado para ti zenolk.
El pretoriano cayó de rodillas sin controlar los músculos de las piernas,
apoyó las manos en el suelo y le ganaron las arcadas del vómito. Acarició su
anillo con el pentáculo y en un intento por librarse del veneno, sin poder
razonar a cabalidad, se transformó por completo. De inmediato la victimaria
le inyectó una nueva dosis. Mientras el lobo se revolcaba en el piso,
angustiado de que el elixir lo obligara a decir cosas que pusieran en riesgo su
misión, regresó a su forma humana.
El interrogatorio dio inicio.
Gilles de Laval se sentó en el suelo, se recargó contra un muro bajo el
hueco de lo que sería una ventana, encendió un cigarrillo, volteó hacia el
soldado e inquirió:
- ¿Y bien, a qué se debe el despliegue del ejército de Rómulo?
- Nos preparamos para la guerra –contestó el duploukden-aw retorciéndose de
dolor y de preocupación al notar que no podía mentir en lo absoluto.
- ¿Contra quién? –volvió a indagar Barba Azul con un tono de voz
elevado.
- Contra todo aquel hijo de puta, como ustedes, que ose enfrentársenos –
respondió con astucia el pretoriano, quien discernió que si bien no le era
factible faltar a la verdad, sí podía dar respuestas lo suficientemente amplias
para evitar dar información que no debiera.
Al descubrir la estratagema del licántropo, la Brinvilliers reclamó a su
amante que fuera más concreto en las preguntas. No tenían el tiempo laxo
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para ese juego.
Entre quejidos y con evidente dificultad, Carlos alcanzó a reír, para luego
barbotear:
- Ya veo quien es la que manda. Dime, Barba Azul, ¿también te ordena
qué hacer cuando comparten la cama?
Furiosa por el comentario del insolente cerbero, María d’Aubrey lo pateó
en el rostro. El barón de Rais, sin levantarse del piso y sin perder su postura
parsimoniosa, indicó:
- Mira quién es la que hace que perdamos valiosos minutos. ¿Cómo
quieres que conteste si le has roto la mandíbula?
Barba Azul arrojó el cigarrillo, se incorporó y al llegar junto a la presa se
puso en cuclillas; clavó las garras en el estómago de este y le preguntó si se
trataba de una emboscada o si protegían algo. Resistiéndose sin fortuna a
eludir los efectos de la poción, el cautivo respondió que se trataba de ambas
cosas.
Gilles de Laval volteó a ver a su acompañante. Ella le regresó la mirada
por unos segundos; se acercó al condenado a muerte, puso una de sus rodillas
sobre el cuello e inquirió sobre qué era lo que protegían.
Con un esfuerzo más allá de lo imaginado, Carlos logró llevar las garras
hasta su garganta, la desgarró e impidió con ello que las palabras salieran.
Los Asesinos de Atila fueron más cautos en lo subsiguiente, detuvieron los
brazos del pretoriano y le repitieron la pregunta, una vez sanadas las heridas.
La respuesta no pudo ser evitada en esa ocasión.
- A aquél que guiará a nuestra raza hacia la Nueva Era.
- ¡Al Sokun Romuzo! –dijeron al unísono y alterados los dos vampiros.
La Brinvilliers indagó si ya había sido transformado pero, quizá distraída
por la noticia o por la ira a la que la había llevado la conducción del
interrogatorio, no se percató de que al momento de suministrarle una nueva
dosis, la inyectaba directamente en el corazón.
Los torturadores interpretaron como respuesta negativa un movimiento de
lado a lado de la cabeza del licántropo y Barba Azul preguntó cuándo se
llevaría a cabo el ritual.
- Mañana, con la conclusión de las fiestas vestalias –contestó Carlos cada
vez más débil y sintiendo cómo la sombra del fin de sus días llegaba a
abrazarlo.
- ¿Dónde se llevará a cabo? –cuestionó María d’Aubrey desesperada.
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No obtuvo respuesta.
Gilles zarandeó el cuerpo del mártir mientras le gritaba:
- ¡Dinos! ¿Será aquí, en el Lago Trasimeno?
Roma, al igual que la mayoría de otras ciudades del mundo, era presa de la
anarquía. De poco servían los denuedos de las policías, ejércitos y
organismos como las Fuerzas de Respuesta Rápida de la OTAN; el caos se
había expandido con el mismo brío con que los tsunamis se adueñaban de
mares y costas a lo largo del orbe. El vandalismo y el saqueo gobernaban
ahora, no las leyes ni las autoridades. La gente robaba almacenes, edificios
públicos, bancos y mercados, lo que encontraran a su paso, seguros de que el
fin de la humanidad estaba cerca.
En uno de los pocos lugares en calma, y muy a su pesar, se encontraban
una joven reportera y su camarógrafo. Ella no llegaba a los treinta, se llamaba
Gianna y había logrado colarse a las altas esferas de la rama de noticias de la
cadena RAI. La piel trigueña y cabello castaño eran algunos de los atributos
que enmarcaban su belleza, razón por la cual muchos envidiosos creían que
conseguía sus logros y hasta la catalogaban como una femme fatale. La
verdad era que la astucia e instinto para indagar eran las causas que la
llevaron hasta ahí y, aunque rallaba en la prepotencia, también era cauta y
silenciosa como una tumba.
Gianna pensó que la enviaban a una gran misión, la que quizás le daría el
tan anhelado Pulitzer, cuando su jefe le solicitó que no comentara con nadie
el encargo y le entregó dos salvoconductos justo antes de partir: el primero
firmado por un alto comandante de la OTAN y el segundo, por un importante
funcionario del despacho del Primer Ministro italiano, documentos con los
que ella y su acompañante podían transitar en cualquier lugar sin importar el
toque de queda. Gran desilusión se llevó al llegar a su destino: el Monte
Palatino, vestigios de un lugar que dos milenios atrás se consideraba el centro
del mundo y que en los días que corrían todavía atraía a miles de turistas,
pero en ese momento nada ocurría ahí; un cementerio tenía más vida que las
famosas ruinas. De seguro al flacucho de Francesco, el camarógrafo, no le
importaba en lo absoluto; ella rabiaba al sentirse obligada de estar ahí.
¿Por qué en el Monte Palatino y no en los puertos de Livorno o Nápoles?,
donde, según la más reciente información, hacía algunas horas soldados de la
OTAN fueron atacados por tropas desconocidas, o, ¿por qué no en los Alpes
Dolomíticos?, sitio en el que, al parecer, un tercer ejército había incursionado
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en tierras italianas y enfrentó y exterminó a todo un escuadrón de la
Aeronautica Militare. Nada se sabía de tales comandos, salvo que aquel que
desembarcó en Livorno lo hizo del USS George W. Bush, el portaviones más
moderno de la marina norteamericana y que, literal y sorprendentemente, fue
robado de la base naval de Virginia bajo las narices de los responsables.
Después de la matanza de Livorno las autoridades locales lo encontraron
abandonado, y en su interior los cuerpos de los marines masacrados, atacados
por algún tipo de bestias que les extrajeron hasta la última gota de sangre. No
hubo sobrevivientes, y aunque los casquillos regados por los suelos y balas
incrustadas en las paredes indicaban una acción defensiva, no se había
localizado un solo cuerpo ajeno a la tripulación. Ninguna organización
terrorista se adjudicó los ataques, ni se esperaba que así sucediese; no
contaban con capacidad para haberlos realizado. Tampoco fue alguna nación:
carecía de sentido, Italia y los Estados Unidos de América se encontraban
fuera del conflicto que se llevaba a cabo en el lejano oriente.
En cuanto regresara se quejaría con sus superiores. Era un desperdicio
tenerla ahí cuando a lo largo del planeta pululaban las noticias. Cualquier
periodista con más de cien neuronas sería capaz de sacar un reportaje
formidable en ese histórico día y a ella le sobraban. Nadie había sido capaz
de tomar un video de los atacantes, ni siquiera un aficionado; ella sin duda lo
hubiese conseguido, siempre lo hacía.
Por fortuna como ciudadana, por desgracia como periodista, Italia no se
encontraba en el camino de los tsunamis; los desastres naturales no la
azotarían, y lo que pudiese ocurrir pasaría inadvertido en comparación con lo
que padecían otros pueblos. Tampoco se encontraba inmersa en el conflicto
asiático; sin embargo, tan pronto escuchó la declaración de guerra de Japón,
pidió a su jefe que la enviara a la zona; experiencia la tenía, había sido
corresponsal en la conflagración de Sudamérica. Le dijo que aguardara, le
tenía reservada una empresa importante, y que una vez concluida, analizaría
la posibilidad de enviarla a China.
La promesa ya no le importaba, algo inesperado había sucedido; tres
ejércitos salidos de la nada invadían su país y nadie sabía qué ocurría. Las
autoridades permanecían en un mutismo total. Los partes oficiales indicaban
que los soldados fueron brutalmente asesinados, sin sobrevivientes, ni un solo
testigo de los hechos. Lo peor: ella no estaba ahí para dar la nota. Esto sí le
importaba.
Mientras deambulaba por la zona decidida a seguir a las tropas, en caso
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de que su objetivo fuera Roma y que para su fortuna pasaran por algún lugar
desde el cual alcanzara a vislumbrarlos, notó por fin movimiento: por una
cueva a los pies del Palatino, conocida como la Lupercal, salieron decenas de
figuras humanas, ataviadas con uniformes de soldados del antiguo Imperio
Romano; todos salvo uno que iba detrás de la mayoría.
El hombre al que Gianna veía vestido distinto no era otro sino Max, quien
llevaba puesta una túnica blanca con bordados de plata. Los que lo
acompañaban eran su Guardia Pretoriana, comandada por Paolo que
caminaba al lado; ellos portaban túnica debajo de una coraza de material que
semejaba al cuero, dúctil pero más resistente que el acero; usaban casco de
fibra de carbono del mismo color, negro, que culminaba con una crista que
era, al igual que la túnica y la capa, azul rey; de armas: jabalina de dos
metros, espada y escudo con la silueta de Marte grabada al centro.
Con una seña Gianna indicó a Francesco que la acompañara. Decidió
seguir a aquellos hombres, su instinto le indicaba que esa debía ser la noticia
por la que estaban ahí. Algo importante iba a ocurrir; lo presentía.
La extraña procesión subió la colina y se mantuvo en el sector suroeste.
A pesar de que la dupla en busca de noticias se mantuvo a buena distancia
fueron captados por los guardas. Uno de ellos se acercó a Paolo y le dijo:
- Prefecto, dos humanos nos siguen. ¿Desea que los detengamos?
- No, también los olfateé y el aroma es el que el senador Leonardo me
describió. Déjenlos hacer su trabajo, nosotros preocupémonos del nuestro.
A lo largo del Palatino se extienden gran cantidad de ruinas de templos
que rememoran diversas épocas del milenario imperio, palacios y diversas
construcciones romanas parecen disputarse el lugar privilegiado; catacumbas
que datan de los primeros tiempos, algunas más antiguas que el propio
Rómulo, cavernas, explanadas en medio de variada vegetación terminan de
conformar el paraje.
Max y su guardia llegaron al lugar en donde muchos siglos atrás se había
erigido el templo de Apolo, un dios que, como Marte, adoptaba el lobo como
figura animal. Ahí lo aguardaban Rómulo, Boadicea, Sif, las demás vestales,
los siete senadores y la Guardia Pretoriana de sus padres putativos, quienes
habían llegado por otras de las tantas cuevas.
Rómulo estaba frente a un altar de piedra circular que tenía grabado un
pentalfa en la superficie, en los picos de la estrella había una vela amarilla. El
sitio en el que se encontraba el gran lobo miraba a Levante, a su diestra
estaba Sif y del otro lado Boadicea. Hacia el Poniente se hallaba Aristóteles y
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en el punto austral del tabernáculo estaba Cicerón, flanqueado por Pakal
Botan y Leonardo; los restantes senadores se ubicaban en Septentrión. Detrás
de cada candela estaba una vestal. La Guardia Pretoriana de Rómulo estaba
dividida en dos centurias, una apostada en el Este y la otra en el Oeste; la
guardia que arribaba se dividió de la misma manera, cubriendo los otros dos
puntos cardinales.
El fundador de Roma usaba túnica blanca con adornos dorados y rojos,
bajo un peto de piel marrón con ornamentos de oro, una capa carmesí
sujetada por un broche elaborado con el mismo metal precioso, así como la
corona de laurel que engalanaba su cabeza. Atrás de él había un toro blanco
asegurado con cadenas a un árbol cercano, controlado por la fuerza de uno de
los pretorianos. Los senadores se ataviaban con manto púrpura; las vestales,
de blanco, llevaban sandalias y se adornaban con una guirnalda de jazmines
del tono de sus trajes. Sif y Boadicea vestían igual que ellas, pero sus túnicas
estaban ribeteadas con motivos celestiales, la guirnalda de la suma
sacerdotisa era de botones rosas y la de Boadicea de geranios blancos.
Max recorrió el camino que lo conducía al ara; el suelo estaba cubierto de
polen. Al llegar al final dedicó una mirada a los presentes, en especial a la
princesa rusa. Rómulo le indicó que se recostara. Sería justo decir que el
muchacho estaba nervioso al verse envuelto en semejante escenario, pero le
ayudaba a sobreponerse la compañía de personas a quienes profesaba
verdadera amistad, respeto y amor, aun cuando sólo tuviese algunos días de
conocerlos.
Era la hora duodécima, y utilizando los últimos rayos de sol Sif calentaba,
apoyada por un espejo, un recipiente triangular que contenía incienso, hojas y
pedazos de corteza de roble, espigas de trigo secas y pétalos de rosa blancos y
rosas. En ese momento comenzó a prender fuego. Sif se acercó una por una a
las vestales; en sus manos llevaba la llama votiva, ellas tomaron la vela que
tenían enfrente, las encendieron y dieron tres pasos hacia atrás después de
depositarlas de nuevo en su lugar. Frente a las velas había diversos objetos:
una copa de plata con vino tinto, una espada de hierro, doce monedas de
plata, una rama de laurel y un plato con tres olivas negras, tres higos y tres
trozos de pan de centeno.
Las lobas alfa iniciaron una oración a manera de cántico, semejaba un
diálogo entre ambas. Recitadas las primeras estrofas, vestales y senadores se
unieron a la plegaria; las primeras repetían lo dicho por la siberiana y los
segundos hacían coro a las oraciones de Boadicea.
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Gianna y Francesco contemplaban a la distancia la ceremonia, seguros de
que era una secta religiosa obscura, probablemente satánica. El rito podría
estar dedicado a antiguos dioses a quienes solicitaban intervenir para detener
los desastres naturales, calmar su ira o quizá se presentaría un tributo a
Lucifer con el cual diesen la bienvenida a su hijo. En las horas transcurridas
desde el inicio de las catástrofes, la idea de que el Apocalipsis había dado
inicio se expandía de forma dramática; Gianna no lo creía así, pero era
probable que los hombres que observaba sí lo hicieran.
Francesco comenzó a grabar; ella llamó a la oficina, mantuvo la voz casi
como murmullo, y relató al director lo que presenciaba. Preguntó si iban a
transmitir en vivo o si se guardaría el video en archivo, en tanto recababa más
información sobre lo que acontecía. El jefe le pidió que no colgara, que
aguardara, él a su vez debía hablar con sus superiores. Minutos más tarde le
comunicó que transmitirían en vivo, agregando que por órdenes que venían
de muy arriba se enlazarían con otras cadenas televisivas; las imágenes y el
reportaje de Gianna llegarían al mundo entero. La sorpresa de ella fue
mayúscula. Si bien era capaz de convertir un evento como ese en una nota
grande al ligarla con lo que ocurría a lo largo del orbe, pensaba que no era
algo tan importante como para hacer lo que le anunciaban, menos aún con los
demás eventos que se vivían. No dijo nada; aprovecharía la oportunidad, era
el momento para darse a conocer en el resto del planeta.
Mientras Gianna recibía instrucciones, Rómulo pasaba por el cuerpo de
Max la vasija que Sif había encendido, dejando que el humo se le
impregnara; después de hacerlo varias veces, se inclinó hacia el joven y con
la mirada le indicó que se tranquilizara. Rasgó la túnica del iniciado,
dejándolo descubierto hasta la cintura. Con un pugio que portaba al cinto, se
cortó la muñeca y antes de que la herida cicatrizara vertió la sangre en una
copa de plata, con ella dibujó un pentáculo en el vientre de Max, Sif le
aproximó la copa de vino, la alzó y pronunció:
- Trapa’megi haner vikrwin ek Mairezh mopel donnön ann quet teonedik’señ ek medik fiom, eto
dokadis’señ ek utra ean glamâj adkep suoi avêdsdeni ekha eo’h dodiñ’señ ean fôrizh nereit ann cume
abo suo famöilh.
Los ejércitos de los tres padres seguían de cerca a los enemigos en retirada;
habían sido detenidos momentáneamente por los Inmortales, quienes
aprovecharon un paso estrecho para parapetarse, complicando el avance de
los hombres vampiro. A pesar de la dilación, los ahora perseguidores no
habían querido hacer uso de su velocidad para alcanzar a los soldados
evasivos, temían ser guiados hacia una emboscada, en especial Hermann, que
llegó inclusive a proponer se marcharan. Aníbal lo meditó unos instantes.
Atila y Ahuizotl se rehusaron, y llamaron cobarde y mediocre al guerrero
germano. Si bien habían tenido importantes bajas, también los rivales, y a
pesar de que no hubiesen podido matar al Sokun Romuzo antes de que
despertara, aún existía la oportunidad de hacerlo. Aníbal no deseaba irse
mientras las otras dos razas continuasen ahí, tampoco quería perder más
tiempo; decidió continuar.
Siguieron a los hombres de Rómulo hasta llegar al antiguo estadio que se
encuentra en la zona oriental del Palatino. En el extremo opuesto, la Primera
Legión comenzaba a formarse de nuevo, en esta ocasión de acuerdo con la
manera tradicional -tal como al inicio de Ean Genäs abo unis Nevu Heracles,
previo a las modificaciones hechas por Alejandro-. Tlacaélel ocupaba el lugar
de Darío y conducía a los hombres del pretor caído, sus legionarios
reemplazaron a los muertos de la Guardia Pretoriana y además lograron
reforzar la Primera Legión.
La luna había conseguido librarse de la prisión en la que las nubes la
mantenían y ahora bañaba con rayos de plata a cada soldado.
- Quédate atrás, observa y aprende –indicó el gran lobo alfa a su heredero.
- Pero Rómulo, tú mismo lo has dicho: ¡Esta es mi guerra! Mi aprendizaje
será mejor si lucho a tu lado –replicó Max con seriedad y a la vez con
humildad.
- Es cierto lo que dices; acata con fidelidad mis instrucciones, no olvides
que eres su objetivo principal.
Gianna y Francesco habían perdido la ubicación privilegiada que gozaron
a raíz de la retirada del ejército de Rómulo. Por fortuna no quedaron en
medio del paso de las fuerzas armadas; al moverse los contingentes ellos lo
hicieron también, manteniendo siempre prudente distancia. Cierto que no
Una vez libre el Monte Palatino de hombres vampiro, salvo uno que fue
encargado para su custodia a la Guardia Pretoriana, Leonardo salió del lugar
donde los senadores supervivientes se habían refugiado, protegidos por sus
guardas personales. En el momento en que Max despertó y se incorporaron a
la contienda la Segunda y Tercera legiones, los miembros del Senado se
apartaron. No era necesario arriesgarse más; Max podía defenderse por sí
mismo y ya un senador había perdido la vida.
Leonardo se dirigió hacia donde Gianna se encontraba. Al verlo
aproximarse la muchacha empezó a temblar. Leonardo olfateó el miedo y le
dijo con voz calmada:
–No hay porque temer. La batalla ha terminado y veo con tristeza que
incluso tú has sufrido bajas.
- ¿Quién es usted? –preguntó Gianna sin librarse del terror que le causaba
la persona, si así le podía llamar al interlocutor; de acuerdo a lo presenciado
podía ser cualquier cosa, y su apariencia de hombre mayor y apacible no era
algo que la reconfortara.
- Mi nombre es Leonardo di ser Piero y el mundo me conoce por el
pueblo en el que nací: Vinci. Ustedes me creían muerto, así como a muchos
de los que nos encontramos aquí, algunos por desgracia ahora lo están.
- ¿Cómo es posible que siga con vida? –indagó la reportera haciendo a un
lado, aunque fuera un poco, sus miedos y dando paso al ser inquisitivo que la
poseía.
- Porque soy un duploukden-aw, pertenezco a una especie a la que ustedes
denominan hombres lobo –explicó Leonardo con paciencia; su tono de voz y
gestos le externaron a la mujer que no corría peligro–. Nuestros guías son
Rómulo, el fundador de esta ciudad, y su esposa, Boadicea, la gran reina
bretona. A partir de hoy contamos con una pareja más de alfas: Max, el joven
del que presenciaron su transformación, y su futura mujer, Sif.
- ¿Piensa convertirme también?
- No. Tú, como la inmensa mayoría de la humanidad, no naciste con esa
facultad.
- ¿Entonces, va a comerme? –inquirió Gianna con voz aterrada ante su
situación de absoluta indefensión.
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El pintor de una de las más famosas representaciones de la Última Cena
rio a cabalidad y contestó:
– No privaría al mundo de tan gran reportera por algo tan fugaz como un
platillo. He venido para agradecerte por la labor que has hecho, presentarte
mis condolencias por la muerte de tu amigo y anunciarle a la humanidad por
tu conducto, en nombre de mis líderes, que no tienen porqué temer de
nosotros; no estamos aquí para devorarlos, esclavizarlos ni nada por el estilo.
Más tranquilizada, Gianna le cuestionó cuál era entonces su propósito,
quiénes eran los seres contra los que habían peleado y porqué lo habían
hecho.
- Dejaré la primera pregunta para el final, y con la respuesta daremos por
terminada la conversación; hemos de honrar a nuestros caídos y sus funerales
merecen respeto y privacidad –declaró Leonardo con solemnidad–. Nuestros
soldados lucharon contra hombres vampiro. Esa especie es menos antigua
que la nuestra pero también milenaria y desde su aparición han sido nuestros
enemigos. Muchas guerras se han librado entre nosotros, siempre apartados
de miradas profanas... hasta hoy. Los eventos que han acontecido en las
últimas horas son muestra de que la era en que vivimos está por culminar y
previo al surgimiento de la próxima, una nueva guerra, la más devastadora de
todas, debe llevarse a cabo. Aquellos de ustedes que decidan unírsenos
podrán hacerlo, con el conocimiento de que no serán transformados, como
tampoco lo harán los hombres vampiro. Tienen la opción de permanecer
expectantes en sus hogares o, inclusive, allegarse a nuestros adversarios.
Empero sepan que aquellos que se nos acerquen serán tratados como aliados,
y los que busquen a nuestros enemigos recibirán el mismo trato que ellos.
Hoy ha dado comienzo la «Guerra por la Nueva Era» y les ha sido develada
por voluntad nuestra; serán sus corazones los que les indiquen qué camino
elegir –Leonardo hizo una seña a la reportera para que concluyera la
transmisión; cerciorándose de que lo hacía añadió–: uno de mis guardas te
acompañará a los límites del Palatino, donde te solicito que esperes. Otros
soldados escoltarán a los demás periodistas. Si te conozco bien, te sentirás
tentada a grabar lo que alcances a ver desde ahí; si no lo haces, en cuanto
terminen los funerales, Alejandro o quizá el mismo Rómulo o Boadicea te
concederán una entrevista en la que ampliarán la información para el mundo.
- ¿Usted me conoce?– preguntó Gianna con más inquietud que
curiosidad.
- Lo suficiente para haber pedido que fueras tú quien acudiese aquí –
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declaró Leonardo antes de dar media vuelta y hacer un gesto a uno de sus
guardas para que llevaran a la joven reportera a los límites de la colina.
En tanto Gianna escuchaba y transmitía las explicaciones del Jefe de los
Servicios Diplomáticos y de Inteligencia, Rómulo se acercó a Tlacaélel y le
preguntó:
– ¿Te encuentras bien? Hubo un momento en la pelea en el que te percibí
ausente y presa de un gran dolor.
- No es la primera vez que me sucede, ya antes he sentido el frío abrazo
de la muerte –declaró el azteca contrito.
El primer romano replicó que no había notado que lo hiriesen cuando se
percató de tal situación. Tlacaélel bajó la cabeza, permitió que el dolor
fluyera y le manifestó que no había sido él quien había partido.
- ¿Citlalmina? –el silencio de su camarada fue suficiente respuesta para
Rómulo, quien continuó– Lo siento mucho, querido amigo.
Tlacaélel levantó la mirada hacia su único y verdadero líder; con lágrimas
en los ojos dirigió una plegaria:
–Al interior de las montañas, a la Tierra de nuestro sustento, a la Tierra
florida, la introdujeron; allí donde el rocío resplandece con rayos del sol.
Allí verá las variadas, preciosas, perfumadas flores, las amadas y aromáticas
flores vestidas de rocío, con los resplandores del arco iris. Allí, le dirán:
Corta, corta flores, las que prefieras, alégrate, tú, cantora, llegarás a
entregárselas a nuestros amigos, los señores, a los que darán contento al
Dueño de la Tierra.
Rómulo sujetó al artífice del Imperio Azteca por el antebrazo y él lo
imitó. Tlacaélel reconoció que Rómulo y Boadicea les habían brindado a él y
a su mujer la oportunidad que se les había negado en su trayecto como
humanos. Gracias a ellos habían vivido juntos más de medio milenio y eso
era algo que cada día les habían agradecido, aun cuando no estuviesen cerca
de sus hermanos.
El antiguo cihuacoatl aclaró que no fue por eso que aceptaron la misión
que les habían encomendado; estaban convencidos de que su papel en este
mundo iba más allá de celebrar su amor. Cuando los dos lobos alfa les
pidieron que en cuanto Julio César los invitara a unírsele, sin precipitarse,
debían aceptar. La encomienda: convencer a aquellos a quienes el máximo
traidor se había llevado y regresarlos a la manada.
Quiero y debo empezar por mi familia, con los que siguen aquí y con los
que ya se han ido, con los que me une la sangre y con los que se han
convertido en tales a través de años de convivencia. A mis abuelos, por haber
sabido cómo hacer que me gustara la lectura; a mis padres y mi hermana, que
en todo momento han creído en mí sin importar lo loco que pudise parecer
aquello que acabó en estas páginas; en especial a mi madre, quien se sentaba
a escuchar cada vez que terminaba un capítulo y que fue la primera en
ayudarme a hacer esta nueva edición.
A Miguel de la Vega, mi hermano, que como tal se convirtió en el tío de
Max y que hizo de este proyecto algo suyo y a Cathy Colteers, quien no sólo
hizo grandes aportaciones literarias para la novela y me regañaba cuando
creía que algo estaba mal, sino que nos aguantó a Miguel y a mí en su casa,
discutiendo sobre este universo surrealista, por días enteros. A mi compadre,
Juan Pablo Chabaud, quien como el verdadero amigo que es, supo hacerme
ver las fallas que el libro tuvo en sus orígenes y se adentró en esta historia,
aun cuando en ese entonces no le gustaban este tipo novelas. A mi primo,
Renato Haro, de quien siempre recordaré y apreciaré el aliento que me dio
para continuar y que además me asesoró en algunos temas, tales como los
autos que escogimos.
Una de las razones por las que esta nueva edición es mejor que la primera
es gracias a Alicia Aldrete, mi fantástica correctora de estilo, a quien tuve que
convencer de cada palabra, pero valió la pena, al final se apropió de la idea y
le ha dado un gran valor. Y a mi fabulosa traductora, Jasmine Bailey, quien
además realizó una labor de investigación formidable para que cada nombre y
concepto usado fuese entendido igual en la versión en inglés. Ambas se
convirtieron en verdaderos lictoris del uso correcto del lenguaje y de una
forma elegante de expresarse.
A todos los que han hecho que Rexagenäs sea más que un libro. A
Alejandro Méndez por visualizar tan bien cada personaje, cada pasaje, que
dieron como resultado magníficas ilustraciones; a Mauricio Lemus por una
página de internet tan funcional y atractiva que parece coordinada por
Leonardo o Fouché; a mi primo, Roberto Navarro, por el video promocional
y todo lo que ha hecho por Rexagenäs, como presentarme a sus amigos, entre
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otros, a José Juan Parera, quien hizo la música de ese video; a Pablo Lomelí
por haberme compartido unas fotos tan bellas y adecuadas que parecieran
haber sido tomadas ex profeso para esta obra; a mi amigo y abogado, Arturo
Ancona, quien ha creído y apoyado este proyecto desde que se lo presenté y a
mi querida Elsa Leyva que siempre ha estado ahí cuando la he necesitado. En
fin, a todos aquellos que de una forma u otra me dieron ánimos o hicieron
alguna aportación, por pequeña que pareciese fue fundamental: a Susan, Jim,
Paty, Alfredo, Dalila, Emilio, Karen, Chucho, Airam, Jorge, Atala, Mauricio,
Héctor, Carlos y espero no olvidar a alguien.
A mis lectores que han demostrado gran paciencia y fe en mí y en
Rexagenäs, y que supieron darme el apoyo necesario para seguir adelante;
dentro de todos ellos quiero destacar a Alexis, David, Alejandra, Francisco,
Frida, Giorgio, Tavata, Walter, Laura, Ernesto, Morgana, Joel, Angélica,
Rafaél, Paula, Luis, Kath, Rob, Diego, Christian, Ray, Ricardo y, de nuevo,
confio no dejar algún nombre fuera.
A Ipalnemohuani por permitirme estar aquí y ahora, por dejarme conocer
a todas estas personas y por haberme dado la imaginación e inspiración para
crear esta historia.
Cada uno contribuyó para que esta saga existiese o mejorase y todos son
parte de esta historia, de una manada o de un clan, pero todos inmersos en las
páginas de Rexagenäs.
Esta es una novela que algunos podrán catalogar como de fantasía, otros
ser más específicos e incluirla en la fantasía heróica; en lo personal me gusta
definirla como una novela de mitología pop.
La mayoría de sus personajes han sido tomados de las páginas de la
Historia, algunos son producto de mi imaginación, quienes deseen saber las
razones y criterios que usé para situarlos en uno u otro bando, los invito a que
visiten mi página de internet.
He buscado que cada personaje sea fiel a como fue en la Historia y dar
datos sobre sus vidas que pudieran ser de interés; el lector no debe
confundirse y tomar este libro como una fuente histórica, no lo es.
En este sentido, algunas frases de Tlacaélel y Citlalmina han sido
tomadas de antiguos cantos mexicanos, parafraseando las traducciones que
realizó Miguel León-Portilla; y de la misma manera, otros personajes
(especialmente los históricos) se han parafraseado o citado a sí mismos, o, a
veces, usado proverbios de sus lugares de origen. Todas esas expresiones han
sido marcadas en cursivas para mejor ubicación y pueden encontrarse en
diversas fuentes, que van desde libros en los que los personajes mismos son
los autores, hasta otros de compilaciones de frases célebres y Wikipedia. Son
muchos los libros que han tenido cierta ascendencia en mí, de ciertos de ellos
he hecho una reseña y explicado las razones de su influencia; de nuevo, esto
puede ser consultado en mi sitio de internet.
Por último, deseo destacar que el poema que Max dedica a Sif es
contribución de un entrañable amigo, quien escribe bajo el seudónimo de
Letra Boreal; el epígrafe de la composición es paráfrasis de una canción de
Fish.