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BRUNO MONSAINGEON

«MADEMOISELLE»
CONVERSACIONES
CON NADIA BOULANGER

traducción del francés


de javier albiñana

b a r c e l o n a 201 8 a c a n t i l a d o

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t í t u l o o r i g i n a l Mademoiselle. Entretiens avec Nadia Boulanger

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acantilado
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© 1 9 8 1 Editions Van de Velde, París, Francia


© de la traducción, 2 0 1 8 by Javier Albiñana Serain
© de la fotografía de la cubierta, by Al Fenn / The l i f e
Picture Collection / Getty Images
© de esta edición, 2 0 1 8 by Quaderns Crema, S. A. 

Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:


Quaderns Crema, S. A. 

En la cubierta, fotografía de Nadia Boulanger impartiendo


clase a David Ward-Steinman, de Al Fenn

i s b n : 978-84-17346-33-1
d e p ó s i t o l e g a l : b. 26 106-2018

a i g u a d e v i d r e Gráfica
q u a d e r n s c r e m a Composición
r o m a n y à - v a l l s Impresión y encuadernación

primera edición noviembre de 2018

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CONTENIDO

Nota del autor 7


«Para Nadia Boulanger», de saint-john perse
1 1

Obertura a la francesa 1 3
Las virtudes 3 7
El oficio 5 7
Presencias 8 9
Dones y razones 1 1 8

TESTIMONIOS

Leonard Bernstein 1 4 7
Lennox Berkeley 1 5 1
Hugues Cuénod 1 5 3
Yehudi Menuhin 1 5 5
Jeremy Menuhin 1 5 9
Murray Perahia 1 6 1
Pierre Schaeffer 1 6 4
Paul Valéry 1 6 7

Agradecimientos 1 6 9
Cronología 1 7 1
Discografía 1 7 3

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N O TA D E L A U T O R

Huelga decir que las conversaciones con Nadia Boulanger


no tuvieron lugar en la forma y la estructura en que apare-
cen publicadas en este libro. Sin embargo, nada hay en lo
que sigue que no sea suyo. Y es que, a lo largo de los cin-
co años que jalonaron nuestros encuentros intermitentes y
que corresponden a los últimos años de su vida, con Na-
dia Boulanger no cabía guion alguno. Era imposible diri-
gir a una mujer de su talla y de su edad: su cuerpo, entre
los ochenta y seis y los noventa y un años, había ido dete-
riorándose de tal modo que a la muerte no debió de que-
darle gran cosa a la hora de reclamar su parte; con todo, su
mente permaneció increíblemente lúcida.
No es éste el lugar para magnificar la importancia de mi
labor, pero sí para exponer sus dificultades, que explicarán
en cierta medida los límites inevitables del resultado final.
La redacción de este libro se asemeja al montaje de una
película cuyo guion se hubiera escrito después del rodaje.
Pero la existencia de tal película depende de las secuencias
rodadas previamente con el actor principal. Al haber desa-
parecido este último antes de concluir el rodaje, el director
no puede sino proceder a un nuevo montaje o encontrar un
doble. En lo que se refiere a estas dificultades técnicas, la
obra escrita tiene más de una ventaja.
Para recomponer las secuencias y realizar los ajustes ne-
cesarios, mi labor consistía en identificarme con el perso-
naje para comprender su pensamiento a través de sus prin-
cipales inquietudes y descubrir mediante la escritura un so-
sias estilístico de Nadia Boulanger.

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n o ta d e l a u t o r

En virtud de esa libertad que me otorgaba a mí mismo


podía ir más lejos y enriquecer un material, limitado por su
propia materialidad—el sonido de la voz registrada—, que
había sido anterior y parcialmente objeto de dos procesos:
uno para una película sobre mademoiselle, otro para una
serie de conversaciones radiofónicas con ella.
Nunca he sido especialmente aficionado a los rompe-
cabezas, y la labor de reorganización de un pensamiento
disperso, incluso si está hecho de intuiciones fulgurantes,
pascalianas (como era el caso del pensamiento de Nadia
Boulanger), no podía resultar atractiva si no llevaba apare-
jado otro empeño: hacer perceptible, a través de una ver-
dad reestructurada, la fuerza y el encanto de un persona-
je que ejerció una influencia capital en la vida musical del
siglo xx . El objeto era recrear en el papel su estilo y su
emoción. Tras esa forma entre el habla y la escritura, espe-
ro que las innumerables personas que la trataron reconoz-
can el pensamiento de Nadia Boulanger como si ella mis-
ma lo expresara.
He querido respetar la autenticidad de ese pensamien-
to y me he negado por principio—aun cuando a veces ape-
teciera verlo desarrollarse más antes de desviarse brusca-
mente hacia otro tema—a depurar su carácter en ocasiones
espontáneo. Por otra parte, Nadia Boulanger no era ami-
ga de hacer confidencias, ni sobre ella ni sobre los demás,
que a algunos, más hábiles o más porfiados, les hubiera gus-
tado arrancarle circunstancialmente. Como no era ésa mi
meta, se advertirá la ausencia de muchos nombres que sin
embargo habían sido importantes para ella; y de muchos
temas paralelos que a buen seguro ella habría desarrollado
treinta años atrás y que ni siquiera aborda aquí. Se adverti-
rán al fin los límites—que me abstuve voluntariamente de
traspasar de un modo por fuerza arbitrario—de este libro.

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n o ta d e l a u t o r

La forma de diálogo, que he mantenido, no era a priori


imprescindible. Se me ha antojado sencillamente la más ve-
rosímil y eficaz. Con todo, he procurado restringirla en la
medida de lo posible, incorporando la mayoría de mis pre-
guntas a su propio discurso utilizándolas como elementos
de transición.
bruno monsaingeon
París, julio de 1980

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pa r a na d i a b o u l a n g e r

Nadia, el rostro y el lenguaje de los siglos cambia, pero la


música, el siglo de usted, no tiene máscaras que quitar,
pues, más que ningún otro arte y que ninguna ciencia del
lenguaje, es conocimiento del ser.
Para usted, Nadia, libre y súbdita a un tiempo en la gran
familia musical, pero tan sólo sometida a esa adivinación
que no pertenece a ninguna servidumbre, ninguna escue-
la ni ningún rito.
Para aquella que, entre dos guerras, Paul Valéry me re-
comendaba un día con estas sencillas palabras: «Es la mú-
sica personificada» (y para él la música se coronaba siem-
pre con «la inteligencia»).
Para aquella que en Estados Unidos, en los más sombríos
momentos del drama occidental, vivió entre nosotros su
vida de apóstol y de sibila: animadora, instigadora, educa-
dora y liberadora, con el oído puesto en todas las fuentes y
el alma en todas las iniciativas, ella misma hoja estremeci-
da en el inmenso follaje.
Honrémosla como se merece en nombre de la música.

saint-john perse
30 de septiembre de 1967



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O B E RT U R A A L A F R A N C E S A

bruno monsaingeon : En 1 9 6 0 , Aaron Copland, uno de


sus alumnos más famosos, escribió en un periódico: «Hace
ya casi cuarenta años que llamé por primera vez a la puerta
de Nadia Boulanger en París para pedirle que me aceptara
como alumno de composición. Actualmente, cualquier jo-
ven puede hacer lo mismo, ya que mademoiselle Boulanger
sigue viviendo en el mismo piso y enseñando con la misma
estupenda energía. La única diferencia es que por aquel
entonces era relativamente desconocida fuera del mundo
musical de París, mientras que ahora existen pocos músi-
cos que no la consideren el más famoso profesor de com-
posición vivo».
Creo que estas declaraciones de hace casi veinte años si-
túan exactamente el marco en que nos hallamos en la ac-
tualidad.
nadia boulanger: Sí, el piso es el mismo, pero no sé si
yo he sido alguna vez lo que él describe, permítame du-
darlo. Creo que un profesor depende de la calidad de sus
alumnos y que su papel no es tan decisivo ni omnipoten-
te como afirma.
Pero, en fin, aceptemos el amable cumplido de Copland,
que era un joven en 1921 y pasó a ser, en los años siguien-
tes, un verdadero y entrañable amigo con el que manten-
go relación.
Nací en 1887. Mis padres se mudaron en un momento
que no puedo precisar porque era una criatura, y vivimos
en rue La Bruyère hasta 1904. Y desde 1904 aquí estamos,
con los muebles que tenía mi abuela, le juro que no le en-



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obertura a la francesa

gaño…, en 1835. Así pues, esos recuerdos son para mí in-


comparablemente significativos. Y creo que por eso suelen
decirme (sé lo mucho que he cambiado y lo vieja que soy):
«No ha cambiado usted nada». Creo que es porque nun-
ca me ha gustado seguir la moda, siempre he vestido del
mismo modo. Tengo más o menos la misma ropa, los mue-
bles son los mismos. Así que en este marco idéntico pue-
den situarme, aunque quien está ahora en él sea otra per-
sona, pero no la ven demasiado bien debido a las cosas que
han persistido a pesar del cambio. Me gusta que todo siga
como estaba.
Mi padre habría podido conocer a Beethoven. Nació se-
senta y cinco años después de la muerte de Bach, doce años
antes de la muerte de Beethoven, y conoció el París del gran
siglo romántico.
Era un hombre de trato extraordinariamente afable y
abierto, pero nunca hablaba de sí mismo y, cuando murió,
yo tenía sólo doce años. Se prestaba a nuestras grandes con-
versaciones estéticas; sé cosillas de él, sé la adoración que
profesaba a su madre, porque solíamos ir al cementerio, el
mismo donde se halla su tumba y donde me reuniré algún
día con ellos. Para él era sumamente importante llevar un
ramito de flores a su madre.

b. m.: ¿Era su padre el elemento musical de la familia?


n. b.: Lo éramos todos más o menos, porque mi madre, aun-
que aficionada, era una auténtica artista, pese a que nun-
ca pensara en crear nada; se casó muy joven, y después nos
dedicó por entero su vida, día y noche. Todo lo que sé ha-
cer más o menos bien en la vida lo debo a su influencia, a
su inteligencia excepcional. Aunque me adoraba, sabía ser
severa: me exigía no ya un poco de curiosidad, sino toda la
curiosidad posible. Me lo inculcó con una frase que sigue



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obertura a la francesa

resonando en mi cabeza cada día. Salíamos del conservato-


rio y yo, que de por sí ya era bastante inquieta, había sido la
primera, como solía… Para los profesores yo formaba par-
te de una especie de leyenda proveniente de mi padre, del
que todos ellos tenían un recuerdo extraordinario; en fin,
me atribuían virtudes y facultades que no tenía. Pero mi
madre nunca se dejó engañar, le traía totalmente sin cuida-
do que yo fuera la primera. Y aquel día me dijo: «Me pare-
ce estupendo que seas la primera, pero hay algo más impor-
tante: ¿crees que has hecho todo lo que podías?». Y cuan-
do dijo todo, comprendí que no había hecho todo lo que
podía y aún hoy sigo sintiendo lo mismo. He trabajado mu-
cho, pero nunca he hecho todo lo que podría. Sólo cuando
una intenta acercarse a ese «todo» experimenta un goce in-
terior a pesar de todas las tristezas y todos los duelos.

b. m.: ¿Considera entonces que la influencia de su madre fue


algo más directo para usted que la influencia que habría po-
dido ejercer su padre, puramente musical?
n. b.: Lo que pasa es que él falleció cuando yo tenía doce
años, de modo que era una influencia sin serlo, era una
suerte de comunión. Bromeábamos mucho. Yo me daba
cuenta de que era un señor viejísimo. Para mí era una per-
sona muy alegre con quien hacíamos carreras en la esca-
lera, a ver quién llegaba antes abajo. Era un amigo. Y se
prestaba a discusiones estéticas en las que yo exponía opi-
niones muy tajantes que hoy no podría ni osaría defender,
pero que por aquel entonces formulaba con total seguri-
dad. Recuerdo que en una ocasión en que yo acababa de
echar por tierra todo cuanto él amaba me dijo: «¡Bueno,
puede que algún día te des cuenta de que tampoco está
tan mal!». Y lo que no estaba «tan mal» incluía, vergüen-
za me da decirlo, al propio Verdi. Yo tenía ideas precon-



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obertura a la francesa

cebidas y una seguridad inquebrantable que procedían de


mi amor por la independencia.
Recuerdo aquellas discusiones, que eran frecuentes por-
que a él debían de hacerle gracia; seguramente le parecía
cómica aquella criatura de diez u once años, o de nueve,
tan segura, tajante, decidida y un tanto ridícula, ¡pero me
quería!
Seguía siendo el músico de su época y había compues-
to muchas obras, encantadoras óperas cómicas, de las que
gustaban por entonces en Francia. Sin embargo, tengo aquí
un artículo donde se lee: «Lástima que el señor Boulanger,
que había comenzado con tanto talento, se haya estancado
en la escuela germánica y haya echado a perder sus dotes
melódicas». Se había dicho lo mismo de Gounod, y con-
servo también en algún sitio una carta de éste a mi padre:
«¿Has ido a ver Fausto? ¿De verdad te han parecido into-
lerables las disonancias del Preludio»?
Hay que imaginarse la mentalidad de entonces, como
sucede en todas las épocas: una lucha entre el pasado, el
presente y un futuro que parecía inalcanzable y que ya es
el presente.

b. m.: Su padre era francés, pero su madre era rusa, ¿verdad?


n. b.: Mi padre era fervientemente francés y mi madre rusa
hasta la médula. Cuando se casó, consideró que tenía que
hacer suyo todo lo de mi padre, y adoptó sus amistades y
la lengua francesa. En casa nunca se habló ruso porque no
quería que se dijera que en la casa de mi padre se hablaba
una lengua que él no entendía. Lo lamento mucho, pero
comprendo perfectamente el punto de vista de mi madre,
sabio, que ponía de manifiesto su carácter vivo y activo.
Obraba siempre con una clarividencia que a la larga daba
sus frutos.



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