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Castel, Robert (1997). "Conclusión: el individualismo negativo".

En: La metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado. Buenos Aires, Paidós.

[465]

CONCLUSIÓN
EL INDIVIDUALISMO NEGATIVO

De modo que el núcleo de la cuestión social consistiría hoy en día, de nuevo, en la


existencia de "inútiles para el mundo", supernumerarios, y alrededor de ellos una
nebulosa de situaciones signadas por la precariedad y la incertidumbre del mañana, que
atestiguan el nuevo crecimiento de la vulnerabilidad de masas. Es una paradoja, si se
encaran las relaciones del hombre con el trabajo en el largo término. Se necesitaron siglos
de sacrificios, sufrimiento y ejercicio de la coacción (la fuerza de la legislación y los
reglamentos, las necesidades e incluso el hambre) para fijar al trabajador en su tarea, y
después mantenerlo en ella con un abanico de ventajas "sociales" que caracterizaban un
estatuto constitutivo de la identidad social. El edificio se agrieta precisamente en el
momento en que esta "civilización del trabajo" parecía imponerse de modo definitivo bajo
la hegemonía del salariado, y vuelve a actualizarse la vieja obsesión popular de tener que
"vivir al día".
Sin embargo, no se trata del eterno retorno de la desdicha sino de una metamorfosis
completa, que hoy en día plantea de manera inédita la cuestión de enfrentar la
vulnerabilidad después de las protecciones. El relato que he tratado de construir puede leerse
como una historia del pasaje desde la Gemeinschaft (comunidad) a la Gesellschaft (sociedad),
historia en la cual las transformaciones del salariado han desempeñado el papel
determinante. Sea cual fuere la coyuntura de mañana, no estamos ya y ya no volveremos a
la Gemeinschaft, y también este carácter irreversible del cambio puede comprenderse a
partir del proceso que ha emplazado al salando en el corazón de la sociedad. Sin duda, el
salariado ha conservado la dimensión "heterónoma" del lejano modelo de la corvée (cf. el
cap. 3), para hablar como André Gorz, o una dimensión "alienada", para hablar como
Marx, y, en realidad, como siempre lo ha pensado el buen sentido popular. Pero sus
transformaciones hasta la constitución de la sociedad salarial consistieron, por una parte,
en borrar los rasgos más arcaicos de esa subordinación, y por la otra en compensarla con
garantías y derechos, y también mediante el acceso al consumo más allá de la satisfacción
de las necesidades vitales. El [466] salariado, por lo menos a través de muchas de sus
formas, se había convertirdo en una condición capaz de rivalizar con las otras dos
condiciones que durante mucho tiempo lo agobiaron, y a veces incluso pudo prevalecer
sobre ellas: la condición del propietario y la condición del trabajador independiente. A
pesar de las dificultades actuales, este movimiento no ha concluido. Por ejemplo,
numerosas profesiones liberales se convierten cada vez más en profesiones asalariadas;
médicos, abogados, artistas, firman verdaderos contratos de trabajo con las instituciones
que los emplean.
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Por lo tanto, se deben tomar con muchas reservas las declaraciones sobre la muerte de la
sociedad salarial, sea que se regocijen con esa muerte o que la lamenten. Hay, en primer
lugar, un error de análisis sociológico: la sociedad actual es todavía, masivamente, una
sociedad salarial. Pero también suele tratarse de la expresión de una elección de naturaleza
ideológica: la impaciencia por "superar el salariado" con formas más cálidas y humanas de
actividad es a menudo la manifestación de un rechazo a la modernidad que enraiza en
muy antiguos ensueños campestres, evocadores del "mundo encantado de las relaciones
feudales", del tiempo del predominio de la protección cercana, pero también de las tutelas
tradicionales. Yo opto aquí por la alternativa opuesta, quizá también "ideológica":
entiendo que las dificultades actuales no pueden ser el pretexto para un ajuste de cuentas
con una historia que ha sido también la de la urbanización y del dominio técnico de la
naturaleza, la promoción del mercado y el laicismo, los derechos universales y la
democracia –la historia, justamente, del pasaje desde la Gemeinschaft a la Gesellschaft–. La
ventaja de esta elección consiste en que clarifica lo que está en juego en un abandono
completo de la herencia de la sociedad salarial. Francia tardó siglos en amoldarse a su
siglo, y llegó a hacerlo, precisamente, aceptando el juego de la sociedad salarial. Si hoy en
día las reglas del juego deben modificarse, la importancia de esta herencia merece que se
tomen algunas precauciones. Hay que tratar de pensar las condiciones de la metamorfosis
de la sociedad salarial, más bien que resignarse a su liquidación.
Para esto hay que aplicarse a imaginar en qué pueden consistir las protecciones en una
sociedad que se vuelve cada vez más una sociedad de individuos. En efecto, la historia que he
intentado puede leerse como promoción del salariado, pero también como el relato de la
promoción del individualismo, de las dificultades y los riesgos de existir como individuo. El
hecho de existir como individuo, y la posibilidad de disponer de protecciones, mantienen
entre sí relaciones complejas, pues las protecciones derivan de la participación en
colectivos. En la actualidad, el desarrollo de lo que Marcel Gauchet denomina "un
individualismo de masas", en el cual ve "un proceso antropológico de alcance general",1
hace vacilar el frágil [467] equilibrio que logró la sociedad salarial entre la promoción del
individuo y la pertenencia a colectivos protectores. ¿Qué puede significar hoy en día, y
qué puede decirse de "ser protegido"?
El estado de desamparo producido por la ausencia completa de protecciones fue
primeramente vivido por las poblaciones ubicadas al margen de una sociedad de clases y
estatutos: una sociedad de predominio "holista", en el vocabulario de Louis Dumont. "No
man without a Lord", dice el viejo adagio inglés, pero también y hasta tarde en la sociedad
del "Antiguo Régimen", ningún artesano que no obtenga su existencia social del gremio,
ningún burgués que no se identifique con su estado, e incluso ningún noble que no se
defina por su linaje y su rango. Todavía respecto de la sociedad tal como era en vísperas
de la Revolución, Alexis de Tocqueville se negaba a hablar de individualismo; veía a lo
sumo un "individualismo colectivo", en el cual el individuo se identificaba "con pequeñas
sociedades que sólo vivían para sí mismas":

1 M. Gauchet, "La société d'insécurité", loc. cit., pág. 176.


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Nuestros padres no tenían la palabra individualismo, que nosotros hemos creado a


nuestra imagen, porque, en su tiempo, no había individuo que no perteneciera a un
grupo y pudiera considerarse absolutamente solo; pero cada uno de los mil grupos que
componían la sociedad francesa sólo pensaba en sí mismo. Éste era, si me atrevo a
decirlo, una especie de individualismo colectivo, que preparó las almas para el
verdadero individualismo que conocemos nosotros. 2

Este tipo de paticipación en colectivos aseguraba a la vez la identidad social de los


individuos y lo que he denominado su protección cercana.
No obstante, en esa sociedad había formas de individualización que podríamos calificar de
"individualismo colectivo", obtenidas por sustracción respecto de la inserción en colectivos.
Esta expresión (como, por otra parte, la de "individualismo colectivo") puede chocar, en la
medida en que por individualismo se entiende en general la valorización del sujeto y su
independencia de cualquier colectivo. El individualismo moderno, dice Louis Dumont,
"postula al individuo como un ser moral, independiente y autónomo, y por lo tanto
(esencialmente) no social". 3 De hecho, lo que Alan Fox denomina "individualismo de
mercado" (market individualism) ha comenzado a desplegar esta figura de un individuo
amo de sus empresas, que persigue con encarnizamiento su propio interés, y desafía todas
las formas colectivas de encuadramiento. 44 Lo trajo el liberalismo, y [468] se impuso a
fines del siglo XVIII a través de la revolución industrial y la revolución política.
La fuerza de este individualismo conquistador, así como la persistencia del
"individualismo colectivo", han ocultado la existencia de una forma de individualización
que asocia la independencia completa del individuo con su completa falta de consistencia. 5

2 A. de Tocqueville, L'Ancien Régime et la Révolution (1° ed., 1856), París, Gallimard, 1942, pág. 176.
3 Dumont, Essai sur l'individualisme, París, Le Seuil, I983, pág. 69. Cf. también P. Birnbaum, J. Leca
(dir.), Sur l'individualisme, París, Presses de la FNSP, 1986.
4 A. Fox, History and Heritage, op. cit., cap. I. Fox ubica en el siglo XVI el inicio del florecimiento de

este individualismo conquistador (y sin embargo frágil; cf. por ejemplo el destino frecuente de los
banqueros "lombardos", arruinados después de haberse hecho rogar por los señores, y a veces
incluso por príncipes), pero este perfil de empresarios audaces y buscadores de ganancias puede
situarse en el momento de la "desconversión" de la sociedad feudal en el siglo XIV. Cf., por ejemplo,
el personaje de Jean Boinebroke, mercader pañero de Douai a fines del siglo XIV, quien explotaba a
los artesanos con un cinismo tal, que ellos esperaron su muerte y le iniciaron un proceso póstumo
(G. Espinas, Les origines du capitalisme, t. I, "Sire Jean Boinebroke", Lila, 1933).
5 Habría que añadir otra forma de individualismo, que podríamos calificar de "aristocrático",

ubicado cerca de la cima de la pirámide social. "En las sociedades de las que el régimen feudal no es
más que un ejemplo, puede decirse que la individualización es máxima donde se ejerce la
soberanía, y en las regiones superiores del poder. Cuanto más poder y privilegios se tienen, más se
está marcado como individuo por rituales, discursos, representaciones" (M. Foucault, Surveiller et
punir, París, Gallimard, 1975, pág. 194). Esta forma de individualización fue progresivamente
reemplazada por la que desarrollaron el comercio y la industria. En la sociedad "de Antiguo
Régimen" habría también que hacer lugar al personaje del aventurero, que apareció como tema li-
terario en la novela picaresca española y se multiplicó en el siglo XVIII (cf. el personaje de
Casanova). El aventurero es un individuo que juega su libertad en los intersticios de una sociedad
de clases en curso de desconversión. Conoce perfectamente las reglas tradicionales, y las aprovecha
390

El vagabundo es su paradigma. El vagabundo es un ser absolutamente separado


(desafiliado). Sólo se pretenece a sí mismo, no es "el hombre" de nadie, ni puede inscribirse
en ningún colectivo. Es un puro individuo, y por ello es completamente careciente. Está a
tal punto individualizado que queda demasiado expuesto: se destacaba sobre la trama
cerrada de las relaciones de dependencia e interdependencia que entonces estructuraban
la sociedad. "Sunt pondus inutilae terrae", como dijo en el siglo XVI un jurista lionés ya
citado: los vagabundos son el peso inútil de la tierra.
En efecto, el vagabundo pagaba muy caro esa ausencia de lugar que lo ubicaba del otro
lado del espejo de las relaciones sociales. Pero el interés principal de perfilar su figura se
basa, como hemos visto, en que él representaba una posición límite en una gama de
situaciones que tampoco tenían un lugar bien asignado en la sociedad catastrada. Un
"cuarto estado" que no era en rigor ningún estado, y que reunía a diferentes tipos de
relaciones salariales, o presalariales, antes de la constitución de la [469] relación salarial
moderna. De modo que, por debajo de los marcos de una sociedad de órdenes, había como
un hormigueo de posiciones individualizadas, en el sentido de que estaban des–ligadas de
las regulaciones tradicionales, y las nuevas regulaciones aún no se habían impuesto con
firmeza. Individualismo "negativo", porque se definía en términos de falta: falta de
consideración, falta de seguridad, falta de bienes seguros y vínculos estables.
La metamorfosis que tuvo lugar a fines del siglo XVIII puede interpretarse a partir del
encuentro entre estas dos formas de individualización. El individualismo "positivo" se
impuso tratando de recomponer el conjunto de la sociedad sobre una base contractual.
Mediante la imposición de esta matriz contractual se pedirá o exigirá que los individuos
carecientes actúen como individuos autónomos. ¿Qué es, en efecto, un contrato? "El contrato es
una convención por la cual una o varias personas se obligan con una o varias otras a dar, a
hacer o no hacer algo."6 Es un acuerdo voluntario entre seres "independientes y
autónomos", como dice Louis Dumont, que en principio pueden disponer libremente de
sus bienes y sus personas. Estas prerrogativas positivas del individualismo también se
aplicarán a individuos que, en cuanto a la libertad, conocen sobre todo la falta de vínculos,
y de la autonomía, la ausencia de sostén. En la estructura del contrato no hay en efecto
ninguna referencia a cualquier colectivo, salvo el que constituyen los contratantes entre sí.
Tampoco hay ninguna referencia a protecciones, salvo las garantías jurídicas que aseguran
la libertad y la legalidad de los contratos.
Esta nueva regla de juego contractual no promoverá por lo tanto protecciones nuevas sino
que, por el contrario, destruirá el remanente de las pertenencias colectivas, acentuando de
tal modo el carácter anómico de la individualidad "negativa". El pauperismo –una
representación límite, lo mismo que el vagabundo– ejemplifica esta disociación completa,
que redujo a una parte de la población industrial a la condición de masa agregada de
individuos sin cualidades.

despreciándolas y desviándolas para hacer triunfar su interés o su placer de individuo.


6 Código Civil, artículo 1101.
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No obstante, como se ha podido demostrar, esta onda de choque del orden contractual
sólo golpeó de frente a una parte limitada de la población. Fue como amortiguada por el
peso de la cultura rural, por la persistencia de formas preindustriales de organización del
trabajo, y por la fuerza de los modos de protección cercana asociados a ellas. 7 Pero
también se [470] entiende que, para las poblaciones cuya situación dependía de un contra-
to de trabajo, todo el movimiento que desembocó en la sociedad salarial haya consistido
en superar la fragilidad del orden contractual para adquirir un estatuto, es decir un valor
añadido a la estructura puramente contractual de la relación salarial. Estos añadidos al
contrato del trabajo "puro" actuaron como reductores de los factores del individualismo
negativo. La relación de trabajo fue sustrayéndose progresivamente a la relación
personalizada de subordinación del contrato de alquiler, y la identidad de los asalariados
pasó a depender de la uniformidad de los derechos que se les habían reconocido. "El
contrato de trabajo (autónomo e individual) alberga un estatuto (colectivo), en virtud del
sometimiento de ese contrato a un orden público (heterónomo y colectivo)." 8
En otros términos, se trataba de un proceso de desindividualización que inscribía al
trabajador en regímenes generales, convenciones colectivas, regulaciones públicas del
derecho del trabajo y de la protección social. Ni tutela ni simple contrato sino derechos y
solidaridades a partir de conjuntos estructurados en torno a la realización de tareas
comunes. En la sociedad salarial, el mundo del trabajo no forma en sentido estricto una
sociedad de individuos sino más bien una superposición jerárquica de colectividades
constituidas sobre la base de la división del trabajo, y reconocidas por el derecho. Además
de que, sobre todo en los ambientes populares, la vida fuera del trabajo está también
estructurada por la participación en marcos comunitarios: el barrio, los amigos, el café, el
sindicato... Con relación al estado de desocialización que representaba el pauperismo, la
clase obrera en particular se "fabricó" formas de sociabilidad que podían ser intensas y
sólidas. 9

7 Recordemos que la recomposición contractual que modificó la organización del trabajo respetó no
obstante el núcleo tutelar del orden familiar. Si una legislación liberal del tipo de la ley Le Chapelier
se les hubiera impuesto a las familias como le fue impuesta al trabajo, sin duda el orden social no
habría resistido. Sólo muy lentamente el derecho de la familia pasó a incluir dimensiones
contractuales, mientras que a la inversa, el derecho del trabajo quedó lastrado con garantías
estatutarias. Pero a principios del siglo XIX, las poblaciones que proporcionaron la materia prima
de las descripciones del pauperismo se caracterizaban a la vez por su relación errática con el trabajo
y por la descomposición de su estructura familiar: solteros trasplantados a la ciudad y desgajados
de las costumbres sanas que se atribuían a las poblaciones rurales; uniones entre obreros y obreras
de las primeras concentraciones industriales, siempre descritas como frágiles e inmorales, rodeadas
de hijos de procedencia incierta. Ni relaciones organizadas de trabajo, ni vínculos familiares fuertes,
ni inscripción en comunidades estructuradas. Se conjugaban los principales rasgos del
individualismo negativo para producir una desafiliación de masas.
8 A. Supiot, Critique du droit du travail, París, PUF, 1994, pág. 139. Esta obra expone de manera muy

precisa el papel desempeñado por el derecho del trabajo en el pasaje desde el contrato de trabajo
puro hasta el estatuto de asalariado.
9 Cf. por ejemplo los análisis de E. P. Thompson, The Making of the Working Class, op. cit., y R.
392

[471] De modo que, si bien cada uno puede sin duda existir como individuo en tanto que
persona "privada", el estatuto profesional es público y colectivo, y este anclaje permite una
estabilización de los modos de vida. Esa desindividualización puede incluso permitir la
desterritorialización de las protecciones. En la medida en que las nuevas protecciones
están inscritas en sistemas regulatorios jurídicos, no pasan necesariamente por la
interdependencia, pero tampoco por las sujeciones, de las relaciones personalizadas, como
lo son el paternalismo del patrón o los conocimientos recíprocos que movilizan la
protección cercana. Así autorizan la movilidad. El "derechohabiente", decimos, puede en
principio asegurarse en cualquier ciudad o pueblo. Hay, en suma, una reterritorialización
por el derecho, o una fabricación de territorios abstractos, totalmente distintos de las
relaciones de proximidad, y a través de ellos los individuos pueden circular bajo la égida
de la ley. Ésta es la desafiliación vencida por el derecho.
Esta articulación compleja de los colectivos, las protecciones y los regímenes de
individualización se encuentra hoy en día cuestionada, y de una manera que es en sí
misma muy compleja. Las transformaciones que van en el sentido de una mayor
flexibilidad, tanto en el trabajo como fuera del trabajo, tienen sin duda un carácter
irreversible. La segmentación de los empleos, así como el irresistible crecimiento de los
servicios, entraña una individualización de los comportamientos laborales totalmente
distinta de las regulaciones colectivas de la organización "fordista". Ya no basta con saber
trabajar; también hay que saber venderse, y venderse. Los individuos se encuentran de tal
modo impulsados a definir ellos mismos su identidad profesional y hacerla reconocer en
una interacción que moviliza tanto un capital personal como una competencia técnica
general. 10 La desaparición de los enmarcamientos colectivos y de los puntos de referencia
que valían para todos no se limita a las situaciones de trabajo. El propio ciclo de la vida se
ha vuelto flexible, con la prolongación de una "posadolescencia" frecuentemente entregada
a la cultura de lo aleatorio, las vicisitudes de una vida profesional más dura, y una vida
posprofesional que suele extenderse desde una salida prematura del empleo hasta los
límites en continuo retroceso de la cuarta edad.11 Todo el [472] conjunto de la vida social es
atravesado por una especie de desinstitucionalización entendida como una desvinculación
respecto de los marcos objetivos que estructuran la existencia de los sujetos.
Este proceso general puede tener efectos contrastantes sobre los diferentes grupos a los
que afecta. Del lado del trabajo, la individualización de las tareas permite que algunas
personas se liberen de los grilletes colectivos y expresen mejor su identidad a través del
empleo. Para otras, hay segmentación y fragmentación de las tareas, precariedad,

Hoggart, La culture du pauvre, op. cit., así como los numerosos estudios sobre la sociabilidad obrera
que ponen el acento, quizá de un modo en algunos casos un tanto mitificado, en la fuerza de sus
solidaridades. Para una actualización sobre la cul
10 Cf. los análisis de B. Perret v G. Roustang, L'économie contre la société, op. cit., cap. II. Para una

interpretación optimista de este proceso, cf. M. Crozier, L'entreprise à l'écoute, París, Le Seuil, 1994
(1° ed., París, Interéditions, 1989).
11 Xavier Gaulier, "La mutation des âges", Le Débat, n°61, septiembre- noviembre de 1991
393

aislamiento y pérdida de las protecciones. 12 La misma disparidad se encuentra en la vida


social. Es un lugar común sociológico que ciertos grupos de clase media tienen una
relación de familiaridad, incluso una relación complaciente, con una cultura de la
individualidad que se traduce en la atención que cada cual se presta a sí mismo y a sus
propios afectos, y en la propensión a subordinar a este interés todas las otras
preocupaciones. Es el caso de la "cultura del narcisismo" 13 o de la moda de la "terapia para
los normales" 14 que nos ha traído la posteridad del psicoanálisis durante la década de 1970.
Pero entonces era fácil demostrar al mismo tiempo que esta preocupación por uno mismo
movilizaba un tipo específico de capital cultural, y encontraba fuertes "resistencias" en los
ambientes populares, porque estaban mal preparados para entregarse a ella, y también
porque sus intereses principales estaban en otra parte.
Esta cultura del individuo no ha muerto, y una de sus variantes tomó incluso formas
exacerbadas con el culto al desempeño de la década de 1980. 15 Pero hoy en día vemos
desarrollarse otro individualismo, esta vez de masas, que aparece como una metamorfosis
del individualismo "negativo" que prosperó en los intersticios de la sociedad industrial.
Metamorfosis, y no reproducción, porque es el producto del debilitamiento o la pérdida de
las regulaciones colectivas, y no de la extrema rigidez de estas últimas. Pero conserva el
rasgo fundamental de ser un individualismo por falta de marcos y no por exceso de intereses
subjetivos. "No hay nada maravilloso en el movimiento de autoafirmación: en un proceso
de individuación, no necesariamente la prioridad motriz le corresponde al valor del
individuo; también podría serlo la desagregación respecto del enmarcamiento colectivo."16
Así, en el ejemplo ideal-típico del joven toxicómano de arrabal podría verse el homólogo
de la forma de desafiliación encarnada [473] por el vagabundo en la sociedad
preindustrial. Él está completamente individualizado y expuesto por la falta de vínculos y
de sostenes relacionados con el trabajo, la transmisión familiar, la posibilidad de
construirse un futuro... Su cuerpo es su único bien y su único vínculo, que él trabaja, hace
gozar y destruye en una explosión de individualismo absoluto.
Pero esta imagen, como la del vagabundo, sólo vale porque lleva al límite rasgos que se
encuentran en una multitud de situaciones de inseguridad y precariedad, traducidas en
trayectorias temblorosas, hechas de búsquedas inquietas para arreglárselas día por día. En
particular para muchos jóvenes, se trata de conjurar la indeterminación de su posición, es
decir, elegir, decidir, encontrar combinaciones y cuidarse a sí mismos para no zozobrar.
Estas experiencias parecen estar en las antípodas del culto al yo desarrollado por los
adeptos al desempeño o por los exploradores de los arcanos de la subjetividad. No por ello
son menos aventuras de alto riesgo, de individuos que, por empezar, se han convertido en
tales en virtud de una sustracción. Este nuevo individualismo no es una imitación de la
cultura psicológica de las categorías cultivadas, aunque pueda tomar algunos de sus

12 Cf. A. Supiot, Critique du droit du travail, op. cit.


13 C. Lash, The Culture of Narcissism, Nueva York, WW Norton and Co., 1979.
14 R. Castel y J.–F. Le Cerf, "Le phénomène psy et la société française", Le Débat, n° 1, 2 y 3, 1980.

15 Cf. A. Ehrenberg, Le culte de la performance, Paris, Calmann-Lévy, 1991.

16 M. Gauchet, "La société d'insécurité", loc. cit, pág. 175.


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rasgos. 17 Es una individualidad de algún modo expuesta en exceso, y ubicada tanto más en
un primer plano cuanto que es frágil y está amenazada de descomposición. Corre el riesgo
de pesar como un fardo.
Esta bipolaridad del individualismo moderno propone un esquema para comprender el
desafío que enfrenta hoy en día la sociedad salarial. El logro fundamental de esta
formación social ha consistido –para decirlo por última vez– en construir un continuum de
posiciones sociales no iguales pero comparables, es decir compatibles entre sí e
interdependientes. Este es el modo (y el único modo) que se ha encontrado, por lo menos
hasta el [474] día de hoy, para actualizar la idea teorizada bajo la Tercera República de una
"sociedad de semejantes", es decir una democracia moderna, y hacerla compatible con las
exigencias crecientes de la división del trabajo y la complejización de la estratificación
social. La construcción de un nuevo orden de protecciones, que inscribió a los individuos
en colectivos abstractos, cortados de las antiguas relaciones de tutela y de las pertenencias
comunitarias directas, pudo asegurar sin demasiados tropiezos el pasaje desde la sociedad
industrial a la sociedad salarial.
Este modo de articulación del individuo y el colectivo, que no hay que mitificar, pero que
no obstante conservó el "compromiso social" hasta principios de la década de 1970, ha sido
malogrado por el desarrollo del individualismo y la formación de nuevos modos de
individualización. Ahora bien, este proceso tiene efectos contrastantes, puesto que
refuerza el individualismo "positivo" y al mismo tiempo da origen a un individualismo de
masas socavado por la inseguridad y la falta de protecciones.
En tal coyuntura, las formas de administración de lo social se ven profundamente
transformadas, y se produce un retorno masivo del recurso al contrato y al tratamiento
localizado de los problemas. No es por azar. La contractualización traduce, y al mismo tiempo
impulsa, una recomposición del intercambio social de una manera cada vez más
individualista. Paralelamente, la localización de las intervenciones recobra una relación de
proximidad entre los participantes directamente afectados, que las regulaciones
universalistas del derecho habían desdibujado. Pero esta recomposición es ambigua, en el
sentido propio de la palabra, pues se presta a una doble lectura.
En efecto, este nuevo régimen de las políticas sociales puede interpretarse parcialmente a

17Por ejemplo, en estas vidas libradas a lo aleatorio suele ocupar un gran lugar una referencia muy
particular a lo "cultural": no a la cultura de quienes frecuentan los museos o los conciertos para
melómanos, sino una búsqueda continua (por ejemplo, montar un espectáculo o formar un grupo
musical), atravesada por la esperanza semifantaseada de llegar a ser reconocido, mientras en el
segundo plano hay sin duda una vaga identificación con la bohemia-galera que conocieron algunos
de los más grandes artistas antes de que cierto día, de pronto, los inmortalizara la gloria. Por cierto,
muy pocos de estos jóvenes saldrán con gloria de esos "espacios intermedios", pero éste es un
ejemplo de las aventuras "subjetivas" que comienzan enroscándose al vacío de una falta (de una
falta de trabajo en primer lugar, pues hace veinte años la mayoría de estos jóvenes de origen
popular habrían ido directamente a una fábrica o a realizar un aprendizaje), pero que no están
exentas de coraje y a veces tampoco de grandeza. Sobre la noción de "espacios intermedios", cf. L.
Rouleau-Berger, La ville intervalle, op. cit.
395

partir de la situación anterior a las protecciones, cuando los individuos, incluso los más
carecientes, tenían que enfrentar con sus propios medios los sobresaltos generados por el
parto de la sociedad industrial. "Tengan un proyecto, comprométanse en la búsqueda de
un empleo, de un montaje para crear una asociación o lanzar un grupo de rap, y se les
brindará ayuda", se dice hoy en día. Este mandato atraviesa todas las políticas de
inserción, y en el contrato de inserción del "ingreso mínimo de inserción" encuentra su
formulación más explícita: asignación y acompañamiento a cambio de un proyecto. Pero,
¿no hay que preguntarse, como respecto de las primeras formas del contrato de trabajo, en
el principio de la industrialización, si la imposición de esta matriz contractual no equivale
a exigir a los individuos más desestabilizados que se conduzcan como sujetos autónomos?
Pues "montar un proyecto profesional" o, mejor aún, construir un "itinerario de vida", no
es tan sencillo, por ejemplo, cuando se está desempleado o se corre el riesgo de ser
desalojado de la casa en que se vive. Se trata incluso de una exigencia que les costaría
satisfacer a muchos sujetos bien integrados, que siempre han seguido [475] trayectorias
demarcadas.18 Es cierto que este tipo de contrato suele ser ficticio, pues resulta muy difícil
que el solicitante esté a la altura de semejante condicionamiento. Pero entonces es el
agente social quien juzga la legitimidad de lo que aparece como un contrato, y otorga o no
la prestación financiera en función de esa evaluación. Ejerce de tal modo una verdadera
magistratura moral (pues en último análisis se trata de apreciar si el solicitante "merece" el
ingreso mínimo de inserción), muy diferente de la atribución de una prestación a
colectivos de derechohabientes, anónimos por cierto, pero que por lo menos aseguran una
distribución automática.
Los mismos riesgos generados por la individualización de los procedimientos amenazan a
esa otra transformación decisiva de los dispositivos de intervención social que es su
reterritorialización. Este movimiento va mucho más allá de la descentralización, puesto
que a las instancias locales se les da mandato para jerarquizar los objetivos, definir los
proyectos y negociar su realización con los interesados. En el límite, lo local se convierte
también en lo global. Pero la novedad de estas políticas no excluye algunas homologías
con la estructura tradicional de la protección cercana. Esta forma de asistencia, la más
antigua, que ha tenido diversas modalidades históricas, incluía ya lo que se podría haber
denominado "negociación" si hubiera existido la palabra. En efecto, para el solicitante se
trataba siempre de hacer reconocer su pertenencia a la comunidad. Esta calidad de cercano
(cf. el cap. 1, "Mi prójimo es mi próximo") lo inscribía en un sistema de dependencias
tutelares, cuya forma límite fue, según Karl Polanyi, la "servidumbre parroquial" (parish
serfdom) de las poor lazos inglesas. ¿Qué garantías hay de que los nuevos dispositivos
"transversales", "de asociados", "globales", no den origen a formas de neopaternalismo?
Por cierto, el "elegido local" es muy pocas veces un déspota local, y el "jefe de proyecto" no
es una dama de beneficencia. Pero las vueltas de la historia enseñan que, hasta el día de
hoy, siempre ha habido "buenos" y "malos pobres", injusta distinción que se realiza sobre
la base de criterios morales y psicológicos. Sin la mediación de los derechos colectivos, con
la individualización del socorro y el poder de decisión fundado en el conocimiento

18 Cf. J. –F. Noël, "L' insertion en attente d'une politique", en J. Donzelot, Face à l'exclusion, op. cit.
396

recíproco que se otorga a las instancias locales, se corre siempre el riesgo de que renazca la
vieja lógica de la filantropía: promete fidelidad y serás socorrido.
Ahora bien, incluso el derecho social se particulariza, se individualiza, por lo menos en la
medida en que puede individualizarse una regla general. El derecho del trabajo, por
ejemplo, se fragmenta al recontractualizarse [476] también él. Por debajo de las
regulaciones generales que otorgan un estatuto y una identidad fuerte a los colectivos de
asalariados, la multiplicación de las formas particulares de contrato de trabajo confirma la
balcanización de los tipos de relación con el empleo: contratos de trabajo por tiempo
determinado, provisionales, de jornada parcial, etcétera. Las situaciones intermedias entre
empleo y no-empleo son también objeto de nuevas formas de contractualización.
Contratos de retorno al empleo, contratos de empleo–solidaridad, contratos de reinserción
en alternancia... Estas últimas medidas son particularmente expresivas de la ambigüedad
de los procesos de individualización del derecho y las protecciones. Por ejemplo, el
contrato de retorno al empleo concierne a "las personas que encuentran dificultades
particulares para acceder al empleo" (artítulo L 322-4-2 del Código de Trabajo). De modo
que lo que hace posible obtener este tipo de contrato es la especificidad de ciertas
situaciones personales. 19 El otorgamiento de un derecho queda así subordinado a la
constatación de una deficiencia, de "dificultades particulares" de naturaleza personal o
psicosocial. Es ésta una ambigüedad profunda, porque la existencia de una discriminación
positiva con las personas que atraviesan dificultades resulta perfectamente defendible:
quizá necesiten que se las eleve antes de incorporarlas en el régimen común. Pero, al
mismo tiempo, estos procedimientos reactivan la lógica de la asistencia tradicional, que el
derecho del trabajo había combatido, a saber: que para ser asistido hay que poner de
manifiesto los signos de una incapacidad, de una deficiencia con relación al régimen
común del trabajo. Como en el caso del ingreso mínimo de inserción y de las políticas
locales, este tipo de recurso al contrato deja quizá traslucir la impotencia del Estado para
manejar una sociedad cada vez más compleja y heterogénea mediante ordenamientos
singulares para todo lo que ya no puede ser regido por las regulaciones colectivas.
La misma ambigüedad atraviesa la recomposición de las políticas sociales y del empleo
que se está realizando desde hace unos quince años. Más allá de la "crisis", ella enraiza en
un proceso profundo de individualización que afecta también a los principales sectores de
la existencia social. Se podría aplicar el mismo tipo de análisis a las transformaciones de la
estructura familiar. La familia "moderna" se estrecha en torno a su red relacional, y en
estos últimos años las relaciones entre sus miembros se han contractualizado sobre una
base personal. Pero, como lo observa Irène Théry, 20 esta "liberación" de las tutelas
tradicionales produce efectos diferentes según el tipo de familia, y los miembros de los
grupos familiares más precarios desde el punto de vista económico, y más carecientes
[477] desde el punto de vista social, pueden pasar por la experiencia negativa de la
libertad cuando, por ejemplo, sobreviene una ruptura del matrimonio, una separación o
una degradación del estatuto social. En éste y en otros casos, la existencia como individuo

19 Cf. A. Supiot, Critique du droit du travail, op. cit., pág. 97.


20 Cf. I. Théry, Le démariage, op. cit.
397

no es un dato inmediato de la conciencia. Se trata de una paradoja cuya profundidad hay


que sondear: uno vive más cómodo en su propia individualidad cuando ella está apun-
talada por recursos objetivos y protecciones colectivas.
Ése es el nudo de la cuestión que plantea el desmoronamiento de la sociedad salarial, por
lo menos del modelo con que ella se presentaba a principios de la década de 1970. Éste es
el nudo de la cuestión social en la actualidad.
No se puede denunciar la hegemonía del Estado sobre la sociedad civil, el funcionamiento
burocrático y la ineficacia de sus aparatos, el carácter abstracto del derecho social y su
impotencia para suscitar solidaridades concretas, y al mismo tiempo condenar las
transformaciones que toman en cuenta la particularidad de las situaciones y apelan a la
movilización de los sujetos. Por otro lado, sería totalmente inútil, pues el movimiento de
individualización es sin duda irreversible. Pero tampoco se puede dejar de considerar el
costo de estas transformaciones para ciertas categorías de la población. Quien no puede
pagar de otro modo tiene que pagar continuamente con su persona, y éste es un ejercicio
agotador. El mecanismo se advierte en los procedimientos de contractualización del in-
greso mínimo de inserción: el solicitante sólo puede aportar el relato de su vida, con sus
fracasos y carencias, y se escruta ese material pobre para perfilar una perspectiva de
rehabilitación, a fin de "construir un proyecto", definir un "contrato de inserción". 21 Los
fragmentos de una biografía quebrada constituyen la única moneda de cambio para
acceder a un derecho. No es cierto que éste sea el trato adecuado para un individuo que es
un ciudadano integral.
De modo que la contradicción que atraviesa el proceso actual de individualización es
profunda. Amenaza a la sociedad con una fragmentación que la haría ingobernable, o bien
con una polarización entre quienes puedan asociar el individualismo y la independencia,
porque su posición social está asegurada, por un lado, y por el otro quienes lleven su
individualidad como una cruz, porque ella significa falta de vínculos y ausencia de
protecciones.
¿Recibirá este desafío una respuesta adecuada? Nadie puede afirmarlo con seguridad.
Pero todos podríamos llegar a un acuerdo acerca de la [478] dirección en que hay que
trabajar. El poder público es la única instancia capaz de construir puentes entre los dos
polos del individualismo, e imponer un mínimo de cohesión a la sociedad. Las coacciones
implacables de la economía ejercen una presión centrífuga creciente. Las antiguas formas
de solidaridad están demasiado agotadas como para reconstituir bases consistentes de
resistencia. Lo que la incertidumbre de la época parece exigir no es "menos Estado", salvo
que nos abandonemos completamente a las "leyes" del mercado. Por cierto, tampoco se
trata de "más Estado", salvo que pretendamos reconstruir por la fuerza el edificio de
principios de la década de 1970, definitivamente socavado por la descomposición de los
antiguos colectivos y por el ascenso del individualismo de masas. El recurso es un Estado
estratega que redespliegue sus intervenciones para acompañar este proceso de

Cf. L. Astier, Revenu minimum et souci d'insertion: entre le travail, le domestique et l'intimité. Paris,
21

EHESS, 1994.
398

individualización, desactivar los puntos de tensión, evitar la fracturas y "repatriar" a


quienes han caído debajo de la línea de flotación. Incluso un Estado protector, pues, en
una sociedad hiperdiversificada y corroída por el individualismo negativo, no hay
cohesión social sin protección social. Pero este Estado debería ajustar al máximo sus
intervenciones, siguiendo las nervaduras del proceso de individualización.
Plantear esta exigencia no significa esperar que una nueva forma de regulación estatal
descienda totalmente armada del cielo, pues, también lo hemos subrayado, ciertos sectores
de la acción pública han estado tratando de transformarse en tal sentido desde hace unos
quince años. Pero todo sucede como si el Estado social oscilara entre intentos de redesplie-
gue para enfrentar lo que la situación actual tiene de inédito, y la tentación de abandonar a
otras instancias (la empresa, la movilización local, una filantropía con nuevos adornos,
incluso los recursos que los propios huérfanos de la sociedad salarial deberían poner en
obra) la responsabilidad de cumplir con su mandato de garante de la pertenencia de todos
a una misma sociedad. Por cierto, cuando el buque hace agua, todos deben achicar, pero,
en medio de las incertidumbres que hoy en día son múltiples, hay por lo menos algo claro:
nadie puede reemplazar al Estado en la dirección de las maniobras para evitar el
naufragio, y ésta es por otra parte su función fundamental.

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