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A él, como quiera, le daba lo mismo. Casi hasta podía decir que era mejor. Nunca
le habían gustado mucho los niños.
Cuando volvió a entrar en la sala, la taza yacía justo en el lugar donde la había
dejado. Unas risitas infantiles le pusieron los pelos de punta. Alterado, don Ernesto
salió a toda prisa de su casa para encontrarse con el vecino de al lado, que volvía
de hacer unas compras.
—Buenas noches, vecino —lo saludó.
—Y tan buenas, ¡como nadie me advirtió que había niños en este edificio! Acaban
de jugarme una broma muy pesada. Pero ya verán cuando sepa quiénes son y vaya
a armar un escándalo con sus padres, ¿usted de casualidad no los habrá visto por
ahí?
—No don Ernesto, debe estar equivocado. Aquí no viven niños.
—Pues claro que me acuerdo, cuando mi mujer aún vivía nos tocó evacuar nuestra
casa. ¿Pero eso qué tiene que ver con los niños?
—En aquella tragedia, algunos pequeños quedaron atrapados entre los escombros
de la escuela. No se los pudo sacar a tiempo.
Don Ernesto sintió otro escalofrío.
— ¿No estará usted insinuando que…?
El vecino abrió la puerta de su apartamento para entrar.
—No estoy insinuando nada, don Ernesto. Usted no es el único que los ha visto. Si
quiere mi consejo, no vale la pena molestarse. Podrán estar muertos pero al menos
no hacen daño a nadie, todo lo que quieren es jugar. Buenas noches.
- Ha faltado poco, mi capitán- dijo un marinero pirata que no podía parecerse más
a su hijo mayor.
- ¡El capitán habría podido con esos torpes tiburones! - gritaron un par de grumetes
tan iguales que Barba Flamenco hubiera pensado que se trataba de los gemelos.
Pero no había tiempo que perder. El capitán fue informado de que la reina había
sido secuestrada y ofrecían una gran recompensa a quien la devolviera sana y salva.
Sin dudarlo un instante pusieron rumbo hacia la isla del Último Caníbal, la preferida
por todos los malvados para esconder reinas secuestradas. Navegaban a toda vela
cuando se formó una gran y oscura tormenta, y alguna maldición perdida dirigió un
impresionante rayo contra el palo mayor del barco, provocando un gran incendio.
Atareados con el fuego, no se dieron cuenta de que una enorme ola lanzaba el
barco contra los arrecifes que rodeaban la isla, con tanta fuerza que el capitán y
sus marineros salieron volando por los aires…
Y fue entonces cuando vio a la reina sonreír con aquella sonrisa torcida que solo
tenía Flor Marchita. Sin duda todo había sido una trampa de la temible capitana
pirata, antaño su mejor socia y ahora su mayor rival, para atrapar a Barba Flamenco
y sus hombres. Rodeado de caníbales, mientras sentía el dolor del primer mordisco,
el capitán aceptó su derrota.
- Has ganado, Flor Marchita. Este es el FIN.
- La próxima vez que vuelvas a recortarles los cuentos a los niños, te las verás
conmigo en la Cueva de la Locura...
Esa noche el papá se quedó muy pensativo. Había pasado mucho miedo, pero
había sido tan alucinante ser parte de la historia, que nunca más volvería a quitarles
a sus hijos ni un trocito de sus cuentos.
CUENTO POLICIACO
Crimen Perfecto
Había una vez una mujer llamada María, que sintió la necesidad de contratar un
detective ante la angustia de saber que había un asesino suelto que quería matar
a su familia.
El detective volvió a preguntar: “¿Por qué causa murieron?”. María manifestó: “El
avión en el que él y otras personas viajaban se estrelló”. El investigador prosiguió:
“¿Tiene usted algún enemigo?”. Y ella…: “No lo sé”.
El volvió a interrogarla: “¿Alguna vez la amenazaron?”. María: “Sí, hace unos días
encontré una nota por debajo de la puerta”. El: “¿Me la podría mostrar?”.
Este último comenzó a investigar por la misma escuela, pero no había rastros de los
menores. Hasta que unos chicos comentaron haberlos vistos retirarse del predio en
compañía de un señor desconocido por ellos.
Y así, poco a poco, el CEHU, Centro para el Estudio de los Habitantes del Universo,
se iba llenando de alienígenas procedentes de diferentes planetas. Y la mayoría
habían sido llevados allí por Markus Tarkus, el cazador de alienígenas más eficiente
de todo el planeta Tierra.
Un día Markus Tarkus llegó a un planeta en el que apenas había tierra firme, pues la
mayoría era agua. Markus Tarkus aterrizó en una pequeña isla no mucho más grande
que su nave y, sin bajarse de ella, exploró el entorno. Fue entonces cuando las vio:
eran como una especie de ballenas mutantes muy grandes. Pero lo que realmente
sorprendió a Markus Tarkus es que todas tenían un espejo y en él se miraban muchas
veces.
Markus Tarkus activó el sistema de captación de sonido. Parecía que las ballenas
hablaban, y quería saber qué decían.
-Esto es increíble -dijo Markus Tarkus-. Las ballenas no hablan entre ellas. Solo se dicen
cosas a sí mismas.
Sin pensárselo dos veces, Markus Tarkus activó el sistema que llenaba el tanque de
agua de la nave. Cuando estuvo lleno fue a cazar a una de las ballenas mutantes.
Fue realmente sencillo, porque mientras se miraban en el espejo y se adulaban a sí
mismas no prestaban atención a nada más.
Entre el peso del tanque lleno de agua y la ballena mutante la nave de Markus Tarkus
estaba al límite de su capacidad, así el piloto fue directo a la Tierra.
Cuando los científicos del CEHU, Centro para el Estudio de los Habitantes del
Universo, vieron aquello, quedaron sorprendidos. Pero pronto se hartaron de ella,
porque no paraba de decirse cosas todo el día.
El cazador de alienígenas resto de alienígenas tampoco estaban nada contentos,
así no paraban de protestar. Cada uno en sus idiomas, mientras los super traductores
funcionaban a tope por tanto alboroto.
Markus Tarkus no tuvo más remedio que llevarse a la ballena mutante. Y a todos los
demás. Porque en cuanto se dieron cuenta de que molestando podrían volver a
casa, no pararon de dar la lata hasta que Markus Tarkus los devolvió a sus respectivos
mundos.
Ahora Markus Tarkus recorre el universo con otra misión: entrevistar a los habitantes
de otros planetas y recoger información que pueda ser útil en el planeta Tierra.
A donde no volvió fue al planeta de las ballenas mutantes. Pues poco se puede
aprender de quien se pasa el día mirándose y maravillándose de su propia
existencia, sin apreciar la grandeza que hay en todo lo demás.