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—María Zambrano afirmó que una cultura depende de la calidad de sus dioses.
Si evocamos el lamento de Heidegger «dos mil años sin un solo dios», ¿es
pertinente afirmar que este arrasamiento imaginario ya nunca podrá recobrar su
tiempo luminoso?
—Lo particular de la crítica de Nietzsche, corrosiva y disolvente, es que no fue
mera descripción, sino que contribuyó a acelerar el estado de crisis que describía
y que, en cuanto «maestro de sospecha», hizo difícil construir y edificar nuevas
certidumbres después de él. El resultado es conocido: es el «desierto que
avanza», el agigantamiento de la sombra de lo que él llama «nihilismo», la época
de los dioses huidos y del nuevo dios que aún no se vislumbra en el horizonte.
—Desde que Plutarco recoge el grito: «El gran Pan ha muerto», hasta lo que
León Bloy denomina el «retiro de Dios», varios pensadores han descrito lo que
sería la orfandad de lo divino. ¿Cuáles momentos de aquella descomunal finitud
recuerda con más asombro?
—El instante que me parece determinante es el principio de la Edad Moderna
cuando con la nueva cosmología materialista cambia la posición del hombre en
el universo. Una escalofriante constatación de Pascal mide esta profunda
metamorfosis: «Hundido en la infinita inmensidad de los espacios que ignoro y
que me ignoran», anota Pascal, «me espanto». Este preocupado lamento señala
el desarraigo metafísico del hombre, pues en el universo simplemente físico él
ya no puede habitar y sentirse en su casa como en el cosmos antiguo y medieval.
El universo es percibido ahora como una angosta celda en la cual el alma se
siente cautiva, o bien, como una infinitud que la inquieta. Frente al eterno silencio
de las estrellas y a los espacios infinitos que le permanecen indiferentes, el
hombre está solo consigo mismo. Está sin patria. Cierto, Pascal opone
resistencia a esta nueva condición: detrás de la necesidad natural cree todavía
que un dios escondido lo gobierna. El hombre es, sí, una nada aplastada por las
fuerzas cósmicas, pero puede, en cuanto piensa y cree, sustraer su contingencia
al condicionamiento de las leyes de la Naturaleza proclamándose ciudadano de
otro mundo, el del espíritu. Pronto también Dios se eclipsará. Y cuando Dios se
retira, cuando la trascendencia pierde su fuerza vinculante, el hombre
abandonado a sí mismo reclama su libertad. El problema es que esta libertad es
una libertad desesperada e infunde más angustia que plenitud de ser. Y el
hombre moderno debe convivir con eso.