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Jesus 12
Jesus 12
La mamá cuidaba mucho a sus hijos y también los protegía del lobo feroz.
Un día su madre les dijo a sus niños, que ella se iba a ir a comprar comida y
les pidió que no dejaran entrar a nadie en su ausencia, porque podría venir el
lobo y lastimarlos y además podrían robar nuestro reloj poderoso y mágico.
Más tarde el lobo feroz fue a la casa de los cabritos porque sabía que estaban
solos y tocó la puerta. Como vieron que sus pies eran blancos, abrieron ¡uy!
de inmediato los 7 cabritos se escondieron donde pudieron hacerlo.
Ese reloj era especial porque cada vez que pasaba una hora largaba una
moneda de oro.
De inmediato fue a pedir ayuda al hada Mía, que vivía muy cerca de allí.
Fueron en búsqueda del lobo y lo encontraron tirado, debajo de un árbol
frente a un arroyo rodeado de monedas de oro. A la cuenta de 3 “Mía” agitó
su varita e hizo que todas las monedas regresaran al reloj y enseguida como
seguía durmiendo lo encerraron en una torre.
La mamá cabra recuperó su reloj, luego hicieron un gran banquete para
festejar.
Ellos vivieron felices por siempre porque además de recuperar el reloj,
estaban todos unidos y sabían que podían vivir tranquilos porque el lobo
feroz estaba encerrado.
Un marido y su mujer solían pelear porque el marido se empeñaba en decir que su trabajo era más
difícil de realizar que el de su mujer, y que las mujeres descansaban en el hogar.
—Fíjate bien —le dijo la mujer antes de salir—que salgan a su hora las vacas y los corderos, da de
comer a los pollos y cuida de que no se extravíen, prepara la comida, trabaja la masa del pan y bate
la mantequilla; y, sobre todo, no te olvides de amontonar el maíz.
La mujer se marchó.
Antes de que el campesino hubiera pensado en soltar el ganado, los demás animales se habían
alejado de la casa y apenas pudo alcanzarlos con gran trabajo.
Volvió a casa y para que las aves de rapiña no pudieran llevarse los pollitos, los ató uno a otro y fijó
el extremo de la cuerda a una pata de gallina.
Se había dado cuenta de que su mujer, mientras amontonaba el maíz, hacía la masa en una fuente,
y quiso hacer como ella. Y para poder batir la mantequilla al mismo tiempo, se sujetó a la cintura el
tazón de crema.
Apenas había comenzado aquella triple faena, cuando se oyó el co-co-ro-co de la gallina y el agudo
piar de los pollitos.
Quiso correr para ver qué ocurría en el patio, pero tropezó y cayó. El tazón de la crema se hizo
pedazos.
Cuando salió del corral, pudo ver que un gavilán se llevaba con el pico a los pollitos y la gallina.
Mientras el hombre se quedaba con la boca abierta, un cerdo entró rápido en la casa y derribando
el tazón esparció la masa y se la comió. Otro cerdo se metió en el maíz.
Viendo tantas desgracias, el hombre no sabía cómo repararlas.
Cuando volvió la mujer, miró el patio y no vio a los pollitos.
—¿Dónde están los pollos y la gallina? ¿Está lista la comida? ¿Y qué significa toda esta masa
esparcida? ¡Qué bien has trabajado! —dijo la mujer—. Yo he labrado el campo tan bien como tú
cualquier día y llego a buena hora.
—¡Bah! En el campo solo hay que hacer una cosa, mientras que aquí todo debe hacerse a la vez:
prepara esto, piensa en aquello, cuida lo otro. ¿Cómo va uno a arreglárselas?
—Yo me las arreglo, y bien, todos los días. No discutamos más y ya no repitas nunca más que el
trabajo de las mujeres no es nada.
Cuenta esta historia que hace muchos años en un país
de Asia llamado Corea, un hombre vivía con su esposa
en una pequeña granja. Los dos se querían mucho y
disfrutaban de una vida tranquila rodeados de sus
animales, lejos del bullicio de la ciudad. No necesitaban
mucho más para ser verdaderamente felices.
– ¡¿Qué reto?!
– ¡Grrr! ¡Está bien, está bien, has acertado! Veo que eres
más listillo de lo que aparentas ¡Ahora pregúntame tú a
mí!
El hombre se colocó de perfil en el umbral de la puerta,
con un pie dentro de la casa y otro fuera. Mirando al
tokaebi a los ojos, le preguntó: