Está en la página 1de 7

Había una vez en un lejano bosque, una familia de cabras.

La mamá cuidaba mucho a sus hijos y también los protegía del lobo feroz.

Un día su madre les dijo a sus niños, que ella se iba a ir a comprar comida y
les pidió que no dejaran entrar a nadie en su ausencia, porque podría venir el
lobo y lastimarlos y además podrían robar nuestro reloj poderoso y mágico.

Ella partió tranquila confiando que sus hijos iban a obedecer.

Más tarde el lobo feroz fue a la casa de los cabritos porque sabía que estaban
solos y tocó la puerta. Como vieron que sus pies eran blancos, abrieron ¡uy!
de inmediato los 7 cabritos se escondieron donde pudieron hacerlo.

El lobo aprovechó a robar el reloj que tanto deseaba.

Ese reloj era especial porque cada vez que pasaba una hora largaba una
moneda de oro.

El lobo pensaba comprarse un castillo y vivir como un rey.

Cuando la mamá cabra regresó, los 7 cabritos estaban temblando de miedo.


Luego de calmarlos, ella se dio cuenta que el lobo había robado el reloj.

De inmediato fue a pedir ayuda al hada Mía, que vivía muy cerca de allí.
Fueron en búsqueda del lobo y lo encontraron tirado, debajo de un árbol
frente a un arroyo rodeado de monedas de oro. A la cuenta de 3 “Mía” agitó
su varita e hizo que todas las monedas regresaran al reloj y enseguida como
seguía durmiendo lo encerraron en una torre.
La mamá cabra recuperó su reloj, luego hicieron un gran banquete para
festejar.
Ellos vivieron felices por siempre porque además de recuperar el reloj,
estaban todos unidos y sabían que podían vivir tranquilos porque el lobo
feroz estaba encerrado.
Un marido y su mujer solían pelear porque el marido se empeñaba en decir que su trabajo era más
difícil de realizar que el de su mujer, y que las mujeres descansaban en el hogar.

Un día de verano decidieron cambiar de ocupaciones: la mujer se fue al campo y el marido se


quedó en la casa.

—Fíjate bien —le dijo la mujer antes de salir—que salgan a su hora las vacas y los corderos, da de
comer a los pollos y cuida de que no se extravíen, prepara la comida, trabaja la masa del pan y bate
la mantequilla; y, sobre todo, no te olvides de amontonar el maíz.

La mujer se marchó.

Antes de que el campesino hubiera pensado en soltar el ganado, los demás animales se habían
alejado de la casa y apenas pudo alcanzarlos con gran trabajo.

Volvió a casa y para que las aves de rapiña no pudieran llevarse los pollitos, los ató uno a otro y fijó
el extremo de la cuerda a una pata de gallina.

Se había dado cuenta de que su mujer, mientras amontonaba el maíz, hacía la masa en una fuente,
y quiso hacer como ella. Y para poder batir la mantequilla al mismo tiempo, se sujetó a la cintura el
tazón de crema.

Apenas había comenzado aquella triple faena, cuando se oyó el co-co-ro-co de la gallina y el agudo
piar de los pollitos.

Quiso correr para ver qué ocurría en el patio, pero tropezó y cayó. El tazón de la crema se hizo
pedazos.

Cuando salió del corral, pudo ver que un gavilán se llevaba con el pico a los pollitos y la gallina.
Mientras el hombre se quedaba con la boca abierta, un cerdo entró rápido en la casa y derribando
el tazón esparció la masa y se la comió. Otro cerdo se metió en el maíz.
Viendo tantas desgracias, el hombre no sabía cómo repararlas.
Cuando volvió la mujer, miró el patio y no vio a los pollitos.

A toda prisa, bajó del caballo y entró en la casa.

—¿Dónde están los pollos y la gallina? ¿Está lista la comida? ¿Y qué significa toda esta masa
esparcida? ¡Qué bien has trabajado! —dijo la mujer—. Yo he labrado el campo tan bien como tú
cualquier día y llego a buena hora.

—¡Bah! En el campo solo hay que hacer una cosa, mientras que aquí todo debe hacerse a la vez:
prepara esto, piensa en aquello, cuida lo otro. ¿Cómo va uno a arreglárselas?

—Yo me las arreglo, y bien, todos los días. No discutamos más y ya no repitas nunca más que el
trabajo de las mujeres no es nada.
Cuenta esta historia que hace muchos años en un país
de Asia llamado Corea, un hombre vivía con su esposa
en una pequeña granja. Los dos se querían mucho y
disfrutaban de una vida tranquila rodeados de sus
animales, lejos del bullicio de la ciudad. No necesitaban
mucho más para ser verdaderamente felices.

En verano, tras acabar las faenas diarias, solían cenar


junto a una gran ventana que abrían de par en par para
poder contemplar cómo la brillante luna iba subiendo
lentamente a lo más alto del cielo y escuchar los
pequeños sonidos que solo se aprecian cuando todo
está en silencio. Para ellos, disfrutar de ese momento
mágico no tenía precio.

Pero una noche, mientras compartían el exquisito arroz


con verduras que tan bien preparaba la mujer,
escucharon unos alaridos terroríficos.

– ¡¿Pero qué es ese escándalo?!

– No lo sé, querida, pero algo muy grave debe estar


sucediendo ¡Salgamos afuera a echar un vistazo!

Se levantaron de la mesa asustados y abrieron con


mucho sigilo la puerta. Frente a ellos, junto a las
escaleras de la entrada, vieron seis monstruos no
demasiado grandes pero feísimos que estaban
peleándose y chillando como energúmenos.

La mujer se llevó las manos a la cabeza.


– ¡Oh, no, son monstruos tokaebi que vienen a
molestarnos! Ten cuidado con lo que les dices no vayan
a enfadarse con nosotros ¡Ya sabes que tienen muy mala
baba!

El buen hombre, a pesar del miedo a las represalias, se


armó de valor y les gritó:

– ¡Fuera de aquí! ¡Estas tierras son de nuestra propiedad,


largaos inmediatamente!

Los tokaebi, lejos de acobardarse y poco dispuestos a


obedecer, comenzaron a reírse a carcajadas. Uno de
ellos, el que parecía llevar la voz cantante, se atrevió a
decir:

– ¡Ja, ja, ja! ¿Qué os parece, compañeros?… ¡Que nos


larguemos, dice este! ¡Ja, ja, ja!

Al granjero le temblaban las piernas pero sacó fuerzas de


flaqueza.

– ¿No me habéis oído? ¡Quiero que os vayáis ahora


mismo, dejadnos tranquilos!

Nada, ni caso. Los tokaebi se quedaron mirando al


granjero con cara burlona y el jefecillo de la banda dio
unos pasos hacia adelante.

– ¡Oye, tú, granjero de pacotilla!… Dices que estos


terrenos son tuyos pero yo digo que son míos ¡A ver
cómo arreglamos este desagradable asunto!
El buen hombre y su esposa se quedaron estupefactos,
pero tenían clarísimo que la granja y las tierras donde
vivían eran suyas desde hacía más de veinte años y no
iban a consentir que un arrogante monstruito se saliera
con la suya.

– ¡¿Pero qué dices?! ¡Esta casa y esta tierra son nuestras!


¡Mi esposa y yo somos los legítimos dueños!

El tokaebi se había levantado ese día con muchas ganas


de fastidiar a alguien y siguió chinchando al hombre con
su tonillo insolente.

– ¡No pongas esa cara, granjero! Me parece que tenemos


un problema de difícil solución porque es tu palabra
contra la mía, así que… ¡te propongo un reto!

– ¡¿Qué reto?!

– ¡Uno muy fácil! Tú me harás una pregunta a mí y yo te


haré una pregunta a ti. Quien la acierte será el dueño de
todo esto ¿Te atreves a aceptar mi propuesta o eres un
gallina?

El granjero apretó los dientes para contener la rabia ¡Ese


desvergonzado tokaebi le estaba llamando cobarde! En
el fondo de su alma sentía que no debía entrar en su
juego porque además se lo jugaba todo a una pregunta,
pero o aceptaba o jamás se libraría su presencia.
– Está bien, acepto. Acabemos con esto de una vez por
todas.

– ¿Habéis oído chicos?… Parecía un miedica pero no…


¡este granjero es un tipo valiente!

El hombre tuvo que aguantar las ganas de darle una


patada en el culo y mandarlo a la copa del árbol más alto.
Su paciencia estaba a punto de agotarse.

– ¡Pregúntame lo que quieras, no te tengo miedo!

El tokaebi se quedó pensativo unos segundos.

– Está bien, vamos a ver… ¿Cuántos vasos se necesitan


para vaciar el mar?

El granjero se concentró bien para no fallar la respuesta.

– Depende del tamaño del vaso: si es tan grande como


el mar, un único vaso es suficiente para vaciarlo. Si el
tamaño del vaso es como la mitad del mar, se necesitan
dos.

El tokaebi se sorprendió por tan buen razonamiento y


muy a su pesar tuvo que dar la respuesta por válida.

– ¡Grrr! ¡Está bien, está bien, has acertado! Veo que eres
más listillo de lo que aparentas ¡Ahora pregúntame tú a
mí!
El hombre se colocó de perfil en el umbral de la puerta,
con un pie dentro de la casa y otro fuera. Mirando al
tokaebi a los ojos, le preguntó:

– ¿Estoy entrando o saliendo?

La inteligente pregunta indignó al monstruo porque era


imposible saberlo.

– ¡Grrr! ¡Menuda pregunta, granjero! ¡No lo sé, no lo sé!

– ¡Ah!… ¡¿Qué no lo sabes?! ¡Pues he ganado el reto y ya


te estás largando de mis tierras!

El jefe de los tokaebis echó chispas por la boca de la furia


que le invadió, pero tuvo que cumplir su palabra porque
muchos testigos habían presenciado su estrepitosa
derrota.

De muy mala gana dijo a sus colegas:

– ¡Vámonos, aquí ya no pintamos nada! ¡Hasta nunca,


granjero sabiondo!

El granjero y su esposa contemplaron en silencio cómo


los seis monstruos se adentraban en el bosque y
desaparecían entre las sombras. Cuando los perdieron
de vista se dieron la mano, entraron en la casa, y con una
sonrisa inmensa de felicidad se terminaron el delicioso
arroz con verduras que habían dejado a medias.

También podría gustarte