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El cuerpo humano: Oriente y Grecia

antigua
Pedro Laín Entralgo

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


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antigua/html/34ff7e94-d26c-11e1-b1fb-00163ebf5e63_7.html

ANTONIO
In memoriam

Indice
 l cuerpo humano: Oriente y Grecia antigua
o Prólogo
o Introducción general
o
 - I - Conceptos fundamentales de la ciencia anatómica
 A) Datos positivos y modos de saber
 B) El cuerpo como forma quiescente
 1. El elemento biológico
 2. La anatomía descriptiva o eidología

 C) El cuerpo como forma cambiante
 1. Cambio funcional
 2. Cambio genético

 D) Tabla de los conceptos fundamentales del saber
morfológico
o
 - II - El cuerpo humano y la cultura
 A) El cuerpo humano en la cultura popular
 B) El cuerpo humano en el pensamiento médico
 C) El cuerpo humano en el pensamiento no médico
 D) El cuerpo humano en la literatura
 E) El cuerpo humano en las artes plásticas
 F) El cuerpo humano en la religión

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o Capítulo I Los orígenes del saber antiguo
 - I - El saber anatómico del antiguo Egipto
 A) Listas rituales
 B) Papiros médicos
o
 - II - El saber anatómico de la China antigua
o
 - III - El saber anatómico de la India antigua

o Capítulo II El cuerpo humano en la Grecia antigua: De Homero a
Galeno
o
 - I - El cuerpo humano en el epos homérico
 A) Singularidad del epos homérico
 B) Nombres y descripciones
 C) El todo del cuerpo
 D) Cuerpo y alma
 E) Estimación del cuerpo
o
 - II - El cuerpo humano en la filosofía presocrática
 A) Idea de la phýsis
 1. Principialidad
 2. Divinidad
 3. Fecundidad
 4. Necesidad
 5. Regularidad

 B) El doblete eidos-dýnamis
 C) El doblete stoikheion-enantiōsis
 D) Iniciación de la biología científica
 E) La idea del microcosmos
 F) La contraposición sōma-psykhē
 G) Explicación racional de la embriogénesis
o
 - III - El cuerpo humano en el « Corpus hippocraticum »
 A) Génesis de la phýsis humana
 B) Macrocosmos y microcosmos
 1. Paralelismo configurativo
 2. Paralelismo entitativo
 C) Estequiología
 D) Eidología
 1. El todo del cuerpo humano
 2. Composición anatómica del cuerpo humano

2
 E) Dinámica
 1. La actividad del cuerpo en su conjunto
 2. Fisiología de la alimentación y la nutrición
 a) Del neuma
 b) De los alimentos líquidos
 c) De los alimentos sólidos
 3. El movimiento de la sangre
 4. La actividad psíquica
o
 - IV - El cuerpo humano en la obra de Platón
 A) El cuerpo humano en el Fedón
 B) Del Fedón al Filebo
 C) El cuerpo humano en el Timeo
o
 - V - El cuerpo humano en la obra de Aristóteles
 A) El cuerpo y la vida humana
 B) La morfología
 1. La anatomía general
 2. La anatomía comparada
 C) La embriología
 1. Génesis de la semilla
 2. Papel de los progenitores.
 3. La morfogénesis y su proceso
 a) Configuración de las partes
 b) La diferenciación de los sexos
 c) La herencia biológica
 d) Los monstruos y los órganos
rudimentarios
 D) Anatomía y fisiología especiales
o
 - VI - De Aristóteles a Galeno
 A) Diocles de Caristo y Praxágoras de Cos
 B) Los anatomistas alejandrinos
 1. Herófilo y Erasístrato
 2. Los anatomistas pregalénicos
o
 - VII - El cuerpo humano en la obra de Galeno
 A) Teoría general del cuerpo humano
 1. Sacralidad
 2. Racionalidad
 3. Moralidad

3
 B) Conceptos morfológicos fundamentales
 1. Idea descriptiva
 2. Conceptuación de la parte
 3. Descripción de la parte
 C) Fuentes del saber morfológico y fisiológico
 D) Entre la anatomía y la fisiología
 1. El concepto de dýnamis
 2. El concepto de pneuma
 3. El concepto de elemento
 4. El calor innato
 E) Anatomofisiología especial
 1. Anatomofisiología de las funciones vegetativas
 2. Anatomofisiología de la vida de relación
 3. Cubierta osteomuscular de la cabeza y el tronco
 4. Órganos de la reproducción
 5. Nervios, arterias y venas
 6. El cuerpo en su conjunto
 F) Embriología
o
 - VIII - El cuerpo humano en la cultura griega
 A) Animal humano
 B) Dios hominizado
 C) Plenamente hombre
 D) Pasión corporalizada

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Prólogo
Vivimos los hombres haciendo algo de lo que quisimos hacer, o haciéndolo mal,
o incluso no haciéndolo. Lo que se hizo aceptablemente muestra lo que en la vida es
logro; la diferencia entre lo que se quiso hacer y lo que de hecho se hizo revela lo
que en la vida es fracaso. Obvias verdades. Tanto, que su obviedad nos lleva con
frecuencia a trivializar el drama subyacente a esa inexorable mezcla de logro y
fracaso que es la vida del hombre, nuestra vida.
Muy agudamente lo siento yo al iniciar la composición de este libro. No menos
de cuarenta años han pasado desde que lo proyecté. A lo largo de ellos, vicisitudes
con que no contaba y una larga serie de trabajos intercurrentes han impedido una y
otra vez la ejecución de aquel proyecto. ¿Fracaso definitivo de él? Acaso no, si mi
cuerpo aguanta. Porque ocho lustros más tarde, y cuando las probabilidades de
llevarlo a término día a día decrecen, me he resuelto a emprender su ejecución.
Decían los antiguos que la fortuna ayuda a los audaces. Sabiendo muy bien que tal
sentencia es falible, y más cuando el audaz es viejo, únicamente lo que en ella haya
de cierto puede ser hoy mi garantía.
Este libro fue inicialmente concebido como una historia de la anatomía. Había
de ser, por tanto, un documentado relato de cómo se inició, creció y fue
configurándose el conocimiento científico del cuerpo humano, tal y como los
médicos y los anatomistas han solido entenderlo. Sobre la concepción de mi
proyecto había pesado, sin duda, la habitual y escolar división de la ciencia del
cuerpo humano en una anatomía, con la embriología como habitual apéndice, y una
fisiología. Pensando, sin embargo, que el saber anatómico, por muy disectiva y
cadavérica que sea la actitud mental del anatomista, lleva siempre consigo cierto
saber fisiológico, veo ahora que la plena comprensión histórica de cualquier tratado
de anatomía exige la exposición de la fisiología que operaba en la mente de su autor
y que, explícita o implícitamente, él expresó en sus descripciones. Sólo así podrá
quedar suficientemente justificado el título de este libro.
Ocurre además que, tomado el término saber en su sentido más amplio, el saber
acerca del cuerpo humano nunca ha sido dominio exclusivo de anatomistas,
fisiólogos, naturalistas y médicos. Con puntos de vista personales o estamentales -el
del filósofo, el del pensador religioso y el del artista plástico, el del literato, el del
sastre, el del hombre de la calle-, todos tienen parte en él. No es posible, en
consecuencia, saber lo que en una situación histórica determinada ha sido el
conocimiento y la estimación del cuerpo humano sin tener en cuenta, siquiera sea
sumariamente, todo lo que en esa situación se haya pensado y sentido acerca de él.
Consecuencia: al proyecto originario había que añadirle un capítulo nuevo. Nueva
tarea, nueva dificultad.
La historia de un saber cualquiera no es sólo la de sus máximos protagonistas.
Nada más evidente. El saber anatómico del Renacimiento no se reduce al que
Vesalio conquistó y expuso. Más o menos próximos a él en el espacio y en el

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tiempo, en torno a Vesalio hubo no pocos hombres que con mentalidad semejante a
la suya hicieron anatomía. No se me oculta, por otra parte, que la historiología de la
ciencia propuesta por Kuhn ha sido ampliamente discutida. Pero creo que la noción
central de ella, la de «paradigma», sigue siendo útil y válida, y pienso que siempre
han sido figuras señeras -una o muy pocas más, en cada caso- las que en la historia
de la ciencia sucesivamente han creado actitudes mentales y teorías que con verdad
puedan ser llamadas paradigmáticas: Aristóteles respecto de la física antigua,
Galileo y Newton respecto de la física moderna, Galeno respecto de la anatomía de
la Antigüedad clásica, Vesalio respecto de la anatomía renacentista. Tal convicción
da fundamento a la pauta que, como fácilmente se verá, preside la línea y la
estructura de mi actual empresa.
Vuelvo a la sentencia antigua que antes mencioné: audaces fortuna iuvat.
Terminar la composición de esta serie de estudios y saber que su contenido es de
alguna utilidad para cuantos se interesan por la maravilla del cuerpo humano, sea
cualquiera la razón que a ello les mueva: tal será el favor de la fortuna para el viejo
audaz que tardíamente trata de hacer lo que antaño no hizo.

Pedro Laín Entralgo.


Mayo de 1987.

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Introducción general
-I-
Conceptos fundamentales de la ciencia anatómica
A lo largo de la historia, la ciencia anatómica posee una estructura conceptual
constante y una figura estilística variable. No niega este aserto, cómo podría hacerlo,
la existencia de un progreso material en la historia del conocimiento del cuerpo
humano; progreso a un tiempo cuantitativo (a partir de Mondino de Luzzi, en cada
siglo se sabe más anatomía que en el anterior) y cualitativo (en cada siglo se
conocemejor, con mayor precisión y mayor detalle, la composición del cuerpo
humano). Sömmerring, por ejemplo, sabía más anatomía que Vesalio, y Kölliker
conocía mejor que Bichat la textura fina de los tejidos y los órganos; es la
concepción de la historia de la anatomía como sucesiva adición de hechos y
rectificación de errores. Nada más innegable, nada más obvio, nada más tópico,
porque a tal realidad y sólo a ella suelen atenerse los historiadores de la anatomía.
No. Lo que ese aserto afirma es que en la historia de la ciencia anatómica, dando
fundamento a ese incremento cuantitativo y a esa mejora cualitativa del saber, debe
ser discernida la constante o cuasi constante perduración de un sistema de conceptos
morfológicos, y puede ser percibida la existencia de una modulación -que en
ocasiones da lugar a la génesis de paradigmas descriptivos- en la figura que el
conjunto de los saberes anatómicos concretos adquiere en la mente del anatomista, y
por tanto en la descripción que de ellos ofrece. Con los mismos datos positivos que
conoció Vesalio, Galeno hubiese compuesto una obra bien distinta de
laFabrica vesaliana; con casi los mismos saberes anatómicos de hecho, Braus ha
escrito un tratado anatómico muy diferente de los que años antes habían publicado
Testut y Poirier.
Los capítulos subsiguientes irán mostrando los diversos paradigmas observables
en la historia de la anatomía. En éste debo limitarme a discernir y definir los
conceptos fundamentales que constituyen la estructura invariable de ese saber.
Como respecto de la historia de la pintura hicieron Wölfflin y Panofsky, es
necesario, si se quiere que la historia del conocimiento científico del cuerpo humano
sea verdaderamente racional y no meramente informativa, establecer para ella el
sistema de los conceptos en que la ciencia anatómica, cualquiera que sea la época a
que pertenezca, tiene su fundamento intelectual. Ellos constituyen el hilo rojo de su
cambiante historia.

A) Datos positivos y modos de saber

Ante un ser vivo, un infusorio o un hombre, podrá decirse que en alguna medida
se conocen la configuración y la estructura de sus respectivos cuerpos cuando se
posea una noticia más o menos precisa acerca de su tamaño, su figura y sus órganos.

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Es el momento material de la morfología biológica; en nuestro caso, el conjunto de
los datos positivos que integran el conocimiento científico del cuerpo humano:
existencia y figura del hueso temporal, del cerebelo o del páncreas.
Pero este conjunto es sabido y expuesto por el anatomista poniendo en él un
determinado orden, y por tanto según un determinado modo de saber lo que se sabe.
Vesalio supo mucha más anatomía que Galeno; su saber anatómico abarcaba una
cantidad mucho mayor de datos positivos; pero reduciendo hipotéticamente la suma
de datos contenidos en la Fabrica vesaliana a las que contiene el tratado galénico De
usu partium, ambas obras diferirían considerablemente en cuanto al modo de
concebir, presentar y ordenar el conocimiento anatómico del cuerpo humano. Al
concepto de dato positivo es preciso, por tanto, añadir otro, que denominaré modo de
saber, concebido éste como el más abarcante concepto formal de la morfología
biológica.
El dato positivo y el modo de saber son, pues, los dos primeros y más
inmediatos conceptos del saber anatómico. A uno y otro debe aplicarse ahora
nuestro análisis.

B) El cuerpo como forma quiescente

Establezcamos en primer término los conceptos fundamentales que subyacen a


la descripción anatómica cuando su autor, como es habitual, considera quiescente -si
se quiere, cadavérica- la forma que ha de describir. El conocido Traité d'anatomie
humaine de Léon Testut, tantas veces editado en Francia y en España, ejemplifica
muy bien esta actitud intelectual y pone claramente ante nuestros ojos los dos modos
formales y materiales con que se presenta el dato positivo del saber anatómico.
El dato positivo puede referirse, en efecto, ya a la estructura elemental del
cuerpo viviente, ya a lo que total o parcialmente es la figura visible de éste, a su
aspecto.

1. En el primer caso, el concepto fundamental del saber anatómico es el


de elemento biológico, y la disciplina morfológica que lo estudia es la estequiología,
nombre derivado del término griego stoikheion, «elemento». El humor fue el
elemento biológico de la estequiología humoral, y la fibra, el de la estequiología
fibrilar. Obviamente, en la estequiología biológica hoy vigente deben ser discernidos
dos elementos, uno primario, la célula, y otro secundario, el tejido, término este
procedente, como veremos, de la estequiología fibrilar. Es cierto que la biología
actual se ha planteado el problema de si debe admitirse la existencia de unidades
biológicas más elementales que la célula y de si existen configuraciones moleculares
que por ser capaces de replicación y autorreparación deban ser situadas entre el nivel
de la materia viviente y el de la materia inanimada. Sea cualquiera la respuesta, hoy
por hoy debe verse en la célula eucariótica el elemento biológico de la estequiología
animal.

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2. En el segundo caso, el tocante al conocimiento de las formas vivientes
pluricelulares y macroscópicas, el saber anatómico se presenta como anatomía
descriptiva o eidología (del griego eidos, aspecto o figura), disciplina cuyos
conceptos fundamentales son la idea descriptiva y la parte anatómica.

a) Doy el nombre de idea descriptiva a la figura ideal que tácitamente preside y


determina el orden de los datos positivos que integran el saber anatómico de un
determinado autor; en ella tiene su expresión primaria el modo de saber la anatomía.
Un autor, Galeno, Vesalio o Gegenbaur, sabe la anatomía humana ordenando a
su manera el conjunto de saberes particulares que posee. En determinados casos,
estos saberes pueden coincidir plenamente. Aislada del resto del organismo, una
vértebra, por ejemplo, sería lo mismo para todos ellos. Pero referida la vértebra al
organismo en su integridad, su significación biológica difiere no poco en la mente de
cada uno, y tal diferencia queda expresada en la respectiva idea descriptiva, y por
tanto en el orden con que la totalidad de los datos positivos es descrita. El índice del
tratado -el De usu partium galénico, la Fabrica vesaliana, el Lehrbuch de
Gegenbaur- se convierte así en expresión primaria del modo de saber la anatomía y,
en consecuencia, de la forma que para constituirse en verdadera ciencia adopta el
saber anatómico.
Acontece esto, si atentamente se les mira, en todos los libros que exponen la
totalidad de una determinada disciplina científica. No es un azar que un tratado de
física clásica trate sucesivamente la mecánica, la acústica, la óptica, la termología, la
electrología y el magnetismo; no sólo por razones de orden histórico, también por la
condición primaria y determinante de la mecánica en la estructura fundamental de la
física clásica y por la progresiva extensión de la mentalidad mecanicista a todos los
modos de hacérsenos patente la realidad del cosmos. Pero es evidente que esta
función significativa del índice se hace mucho más notoria en los libros cuyo tema
es la descripción morfológica. Llamó Schleiermacher «forma interna» a la que desde
el seno de una obra escrita otorga unidad racional, y como consecuencia figura, a la
diversidad de los datos en ella contenidos; por tanto, a lo que enraíza el saber por
ella expuesto en el básico suelo intelectual que en expresión de Schleiermacher
constituye «la conexión interna de todo saber», en la filosofía. Pues bien: la idea
descriptiva de un tratado anatómico manifiesta su forma interna, y a través de ella
debe buscarse la filosofía -la teoría general del ser vivo- que explícita o
implícitamente profesa el anatomista que lo compuso.

b) Actualizando el concepto aristotélico y galénico de mórion, llamaré en lo


sucesivo parte anatómica a cada una de las unidades macroscópicamente
perceptibles en que el anatomista divide la total unidad del cuerpo humano. Si la
idea descriptiva hace patente cómo el morfólogo entiende lo que en la unitas

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multiplex del organismo es unidad, las partes anatómicas que en su descripción van
apareciendo muestran su personal modo de concebir lo que en esa unitas
multiplex es multiplicidad.
Hasta bien entrada la modernidad, los anatomistas y los médicos
llamaron partes (mória, en griego) no sólo a los órganos (partes
dissimilares o partes composita) o también a las unidades morfológicas que hoy
denominamos tejidos (partes similares) y que antes consideré como «elementos
biológicos secundarios». Pero, aunque en rigor lo sean, nadie aceptaría hoy llamar
«partes anatómicas» al tejido epitelial o al tejido nervioso. En la actualidad, y como
he dicho, la expresión «parte anatómica» nombra cada una de las porciones que la
mirada del anatomista discierne en la totalidad del cuerpo, con el objeto de hacer
ordenada y sistemática su descripción: las regiones corporales (la mano o la cara),
los sistemas morfológico-funcionales (el sistema nervioso o el muscular), los
aparatos (el aparato respiratorio o el digestivo) y los órganos (el hígado o el
corazón).
Basta ojear la enumeración precedente para advertir que la conceptuación de la
parte anatómica, esto es, la actitud y el ejercicio de la mente con que descriptiva o
teoréticamente se discierne la parte en el todo del cuerpo, puede ser realizada desde
puntos de vista diferentes. Seis son los principales:
1. El punto de vista inmediato o intuitivo. Según él procede el hombre de la
calle cuando llama «mano» a una parte del cuerpo y «cara» a la otra.
Reflexivamente, si se pregunta por la raíz científica de tan antiguo hábito
verbal («¿por qué se llama mano a la mano?»), o irreflexivamente, si se limita
a seguirlo sin hacerse cuestión de su empleo, también el anatomista procede
así. Expresiones como «huesos de la cara» o «músculos del cuello» pueden
aparecer en el más científico de los tratados de anatomía.
2. El punto de vista local y estructural. En tal caso la parte anatómica es
discernida y conceptuada según el lugar que ocupa en el cuerpo y según la
forma y la estructura con que se muestra a los ojos del descriptor. Si, por
ejemplo, yo empleo el nombre de «hipófisis» (en griego, «formación hacia
abajo») para designar el órgano que todos llamamos así, y si la describo como
«formación encefálica alojada en la excavación de la silla turca y compuesta
por dos lóbulos, uno anterior y otro posterior, y una pars intermedia», a este
modo de la denominación y la conceptuación de la parte anatómica me habré
atenido.
3. El punto de vista dinámico o funcional. La parte anatómica queda ahora
delimitada y descrita tanto por su situación y su apariencia -el anatomista
dejaría de serlo si no tuviese en cuenta los datos que le ofrece la mirada-,
como por la función orgánica que se le atribuye. En una u otra medida, la
descripción anatómica es siempre funcional, salvo en el caso de que el
descriptor de una formación corporal ignore la función que ejecuta y quiera
abstenerse de toda hipótesis acerca de ella. Más de una vez ha ocurrido esto
en la historia de la anatomía. Realidades anatómicas puramente visuales y

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estructurales comenzaron siendo para sus descubridores el glomérulo de
Malpigio, los tractos de Lancisi, la cinta de Reil, el núcleo rojo de Stilling y
tantas más.
4. El punto de vista genético o evolutivo. Según él, la parte anatómica es
considerada como el resultado de un proceso morfogenético, y en éste se ve
la razón de su apariencia y su estructura. La conceptuación filogenética de
ciertos órganos -los llamados residuales: el coxis, el apéndice ileocecal, el
ligamento redondo de la articulación de la cadera, el músculo piramidal del
abdomen- es quizá el más claro ejemplo de este modo de proceder.
5. El punto de vista alegórico o representativo. En determinadas etapas de la
historia de la anatomía, la parte anatómica ha sido vista y entendida según lo
que parece representar dentro de una concepción mítica del cuerpo humano.
Éste significaría algo en la totalidad del cosmos, y conforme a tal
significación son concebidas la situación y la forma de cada una de sus
partes. Así aconteció en las anatomías construidas sobre la visión del cuerpo
humano como microcosmos -doctrina vigente no sólo en las culturas arcaicas,
también en Harvey, respecto del corazón, y en los Naturphilosophen del
Romanticismo alemán-, y así sucede, ya no por modo mítico, en la
simbología de las partes anatómicas que en nuestro siglo ha elaborado el
psicoanálisis. Próximo a esta actitud mental se halla el anatomista cuando
habla del «tendón de Aquiles» o del «monte de Venus».
6. El punto de vista utilitario o pragmático. Más o menos apoyado en la
parcelación del cuerpo humano que antes llamé inmediata o intuitiva, el
descriptor delimita las partes anatómicas al servicio de una determinada
finalidad. Respecto de las exigencias de la intervención quirúrgica o de la
exploración manual, así proceden cuantos hablan del «triángulo de Scarpa» o
del «fondo de saco de Douglas»; y en relación con hábitos sociales hoy
extinguidos, tal es el origen de la expresión «tabaquera anatómica».

c) La conceptuación de la parte anatómica lleva implícitamente consigo la


adopción de un determinado estilo en la práctica de la descripción; el método de la
descripción particular aparece así como un momento integral del concepto de parte
anatómica. Cada descriptor, en efecto, expresa con palabras el aspecto y la
estructura de las partes con arreglo al método más adecuado a su modo de entender
científicamente la parte que describe y, por supuesto, a sus personales hábitos
mentales y verbales. Pero la diversidad personal puede ser tipificada. Tres son, a mi
modo de ver, los modos principales de llevar a cabo una descripción particular:
 La pauta geométrica;
 La pauta comparativa; y,
 La pauta funcional.
Cuando procede según la pauta geométrica, el descriptor reduce
imaginativamente la forma de la parte a la figura geométrica que más se asemeje a

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ella (el cubo, la esfera, el polígono, el cilindro, etc.), y conforme a tal figura ordena
y describe lo que como anatomista ve. Así acaece, por ejemplo, en la descripción de
las seis caras del astrágalo, imaginativamente visto como un paralelepípedo
irregular, y en la distinción de «planos tangentes» (ventral, dorsal, capital, caudal,
hepatal, esplenal) y «planos secantes» (medio, sagitales, frontales) para describir el
cuerpo en su conjunto.
Muy distintas son las cosas cuando se sigue la que he llamado pauta
comparativa. El anatomista elige entonces, entre los objetos de la vida habitual, el
que juzga más parecido a la parte anatómica de que se trate, y según él la nombra y
describe. Así acontece en el caso del esfenoides (del griego sphen, cuña), del
etmoides (de ethmós, criba), del hueso pisiforme (del latín pisum, guisante), etc., y
así procedió Cajal cuando llamó «nidos» o «cestas pericelulares», «eflorescencias
rosáceas» y «fibras musgosas» a las terminaciones del cilindroeje en torno al cuerpo
de la neurona contigua. El mismo origen tiene la distinción entre «corteza» (porción
exterior y dura de un órgano) y «médula» (porción interior y blanda).
Síguese una pauta funcional, en fin, cuando el orden de la descripción viene
determinado por la función que la parte en cuestión ejecuta en la totalidad del
organismo. Así describe el pulmón, por ejemplo, quien lo hace a partir de los
bronquios.

C) El cuerpo como forma cambiante

Las descripciones puramente estequiológicas (la histología del tejido epitelial o


la del tejido nervioso) o puramente eidológicas (la del hueso temporal o la del
cerebro en los tratados de anatomía descriptiva) son el resultado de una deliberada o
indeliberada abstracción metódica. La forma biológica es considerada en ellas como
la apariencia de una realidad quiescente, es decir, desconociendo convencional y
metódicamente que la forma descrita cambia sin cesar en el cuerpo viviente a que
pertenece. La vida es movimiento, cualquiera que sea la manera de entender
científica y filosóficamente el proceso material de ella. Lo cual obliga, si el
morfólogo quiere serlo de cuerpos vivientes y no de cadáveres idealizados, a
estudiar como cambiante y fluente conjunto de formas -comenzando por la suprema,
la del todo orgánico en que se integran- la realidad del cuerpo humano. Éste está en
todo momento transformándose de cuerpo de niño en cuerpo de adulto, o de cuerpo
de adulto en cuerpo de viejo, y ejecutando sus diversas funciones orgánicas, andar,
digerir o pensar. No como complemento, sino como necesaria perfección de la
estequiología y la anatomía descriptiva, la visión estática debe hacerse visión
dinámica, porque formas cambiantes son en la realidad del organismo vivo el
elemento biológico, la idea descriptiva y la parte anatómica.
Ahora bien, el cambio de las formas biológicas se produce de dos modos
netamente distintos entre sí: el funcional y el genético, la modificación espacial de la
forma anatómica ya constituida y el proceso con que genéticamente se constituye.

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1. Llevando a cabo la función que le es propia, el corazón cambia de j forma, y
como él, en sus funciones respectivas, el estómago, el bíceps braquial y la
articulación de la cadera. Es el cambio funcional. ¿Cómo se realiza éste?
Visto sólo descriptivamente, prescindiendo en la descripción, por tanto, de
consignar las causas que lo determinan, ¿en qué consiste el cambio de las partes
anatómicas? Evidentemente, en una modificación espacial de su forma, en un
conjunto de desplazamientos espaciales de la parte en su totalidad o de alguna de las
porciones de ella. Es el cambio macroscópico.
Ejecutando su actividad vital, las células se multiplican, y el proceso de su
multiplicación consiste, entre otras cosas, en la división de sus respectivos núcleos.
Aparece así ante el morfólogo un modo del cambio morfológico que no implica
modificación macroscópicamente visible de la parte que cambia: el cambio
microscópico.
Cabe, en fin, una tercera posibilidad. Mientras yo miro y pienso, mi cerebro no
está inmóvil, aunque su movimiento no sea macroscópica ni microscópicamente
perceptible, y lo mismo acaece en el seno del parénquima hepático como
consecuencia de la digestión. El cerebro y el hígado cambian, pero lo hacen de un
modo más sutil que los dos anteriores; es el cambio molecular, tanto biofísico como
bioquímico. En él tiene su campo propio la llamada biología molecular.
Macroscópicamente en el primer caso, microscópicamente en el segundo,
submicroscópicamente en el tercero, en los tres experimenta una modificación
espacial la parte anatómica de que se trate. Y puesto que no hay actividad vital que
no lleve consigo modificaciones celulares y procesos biofísicos y bioquímicos,
concluiremos diciendo que el cambio espacial de una parte anatómica
funcionalmente activa puede ser sólo biofísico y bioquímico (el del cerebro cuando
el sujeto mira), o sólo biofísico, bioquímico y celular (el de un órgano que crece o se
regenera) o integralmente biofísico, bioquímico, celular y macroscópico (el del
músculo que se contrae).
Se trata ahora de conceptuar y describir las formas anatómicas, tanto la del
cuerpo en su conjunto como la de las partes que lo integran, teniendo en cuenta los
cambios funcionales. Indiqué antes que en mayor o menor medida siempre lo ha
hecho así el anatomista, incluso cuando el punto de vista de sus descripciones ha
sido el que llamé local o estructural. Pero la concepción dinámica de las formas del
cuerpo cobrará especial relieve cuando, tras el sucesivo predominio de las
concepciones estructural y evolucionista de la morfología, con las dos sea
metódicamente combinado el punto de vista funcional. En la primera mitad de
nuestro siglo ésa fue, como veremos, la obra de Braus y Benninghoff.
A partir del Renacimiento, la esencial conexión entre la forma y la función de
los seres vivientes y de sus partes orgánicas ha sido entendida según dos líneas
contrapuestas. Para una de ellas, lo radicalmente primario en la materia viva es la
forma, y a la peculiaridad de ésta se atribuye la índole de la función; la función, en
consecuencia, es concebida desde la forma. Para la otra, lo radicalmente primario en
el ser vivo es la fuerza que se patentiza como movimiento vital, en definitiva como

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función; el órgano es como anatómicamente es por y para hacer lo que
fisiológicamente hace: la forma, en definitiva, es concebida desde la fuerza.
«Funciones demoradas» ha llamado a los órganos Von Bertalanffy.
No podían quedar así las cosas. Iniciada tal vez por Goethe, la idea de que la
forma y la función no son sino aspectos complementarios de la realidad viviente,
dependientes, cuando aisladamente se les considera, del punto de vista adoptado por
el observador, ha ido imponiéndose entre los biólogos de nuestro siglo. A su hora
serán nombrados y descritos los varios conceptos fundamentales a que en la
morfología biológica de los últimos siglos han dado lugar estas actitudes mentales y
metódicas de los morfólogos.

2. Además de funcional, el cambio de las formas biológicas puede ser


constituyente; la forma cambia en este caso para constituirse genéticamente. Es
el cambio genético.
Actualizada por Harvey, la embriología aristotélica legó a la biología moderna
dos conceptos generales, contrapuestos entre sí: la epigénesis y la metamorfosis. En
la epigénesis, la forma viviente se va constituyendo como el ánfora en las manos del
alfarero, por adición de materia indiferenciada que poco a poco va adquiriendo
figura orgánica (totum ex partibus constituitur). Las partes, dice Harvey, «crecen
mientras se forman y se forman mientras crecen». En la metamorfosis, las partes se
forman por la distribución y paulatina diferenciación de la indiferenciada materia
embrionaria, por tanto sin adición de materia nueva (totum in partes distribuitur). El
todo sería anterior a las partes. Lo que el escultor hace con el bloque de barro, a
cuya materia va dando la forma que desea, eso es lo que el proceso de la
metamorfosis hace en la masa del embrión.
Como Aristóteles, Harvey clasifica los animales según estos dos conceptos
embriológicos: los animales superiores, afirma, se reproducen por epigénesis, y los
inferiores por metamorfosis. La taxonomía zoológica moderna no ha seguido su
ejemplo; pero el concepto de metamorfosis y el de epigénesis, éste sobre todo,
conservarán su vigencia en el curso ulterior de la embriología. Dos líneas claramente
distintas, la idealista y la evolucionista, pueden ser discernidas en él:
a. El concepto de forma ideal es el que preside y centra en el siglo XIX la
especulación morfológica de casi toda la morfología biológica anterior a
Darwin; concepto del cual se derivan varios más, distintos por el nombre,
según los autores, pero idénticos o muy semejantes en el sentido.
b. Desde C. Fr. Wolff hasta los morfólogos del darwinismo, con Huxley y
Haeckel a su cabeza, el desarrollo histórico de la concepción epigenética de
la embriología y la tesis de la recapitulación de la filogénesis en la
ontogénesis han obligado a crear todo un sistema de conceptos morfológicos,
unos de orden más descriptivo, de carácter más teorético otros. En su
momento los estudiaremos.

14
«En el principio fue la fuerza», dijo Paracelso y han dicho otros con él. «En el
principio fue la forma», afirmaron los preformacionistas y han afirmado luego, bien
que no tan abiertamente, algunos fisiólogos. Tal vez la respuesta de nuestro tiempo
podría ser la que el Fausto goethiano se da a sí mismo en su célebre monólogo
acerca de lo que fue im Anfang, en el principio: «En el principio fue la acción», algo
en cuya realidad se fundían unitariamente la forma y la fuerza, la estructura y la
función, la necesidad y el azar, el azar y el sentido. Respuesta que plantea un
problema ya no puramente científico, sino a un tiempo científico y filosófico. No es
éste el momento de decir cómo lo veo yo.

D) Tabla de los conceptos fundamentales del saber morfológico

Tocantes algunos a todas las descripciones sistemáticas del cuerpo humano,


cualesquiera que sean su autor y su época, concernientes otros a la morfología
biológica actual, la tabla subsiguiente mostrará de manera sinóptica el sistema de los
más importantes conceptos fundamentales del saber anatómico:

I. Conceptos básicos:
1. Datos positivos.
2. Modos de saber.
II. La realidad del cuerpo como forma quiescente:
1. Según sus elementos constitutivos: estequiología.
2. Según su aspecto visible: eidología:
a. La idea descriptiva.
b. La parte anatómica.
 Conceptuación de la parte: puntos de vista para realizarla
(inmediato o intuitivo, local y estructural, dinámico y
funcional, genético o evolutivo, alegórico o
representativo, utilitario o pragmático).
 Descripción de la parte: pautas geométrica, comparativa
y funcional.
III. La realidad del cuerpo como forma cambiante.
1. Cambio funcional (macroscópico, microscópico y molecular).
a. La función desde la forma.
b. La forma desde la función.
2. Cambio morfogenético.
a. Concepción evolucionista de la morfogénesis.
 Conceptos descriptivos.
 Conceptos teoréticos.
b. Concepción idealista de la morfogénesis.

15
- II -
El cuerpo humano y la cultura
A comienzos de nuestro siglo fue tópica en la filosofía alemana la
contraposición entre «naturaleza» (el conjunto de las realidades no humanas) y
«cultura» (la suma de las actividades y las obras cuyo autor es el hombre). Éste, el
hombre, vendría a ser el híbrido de un «ente natural» y un «ente cultural»;
concepción a la que daba expreso o tácito fundamento la dual ordenación kantiana
del conocimiento en una crítica de la razón pura y una crítica de la razón práctica.
Con distintos nombres según los autores («ciencias de la naturaleza» y «ciencias del
espíritu» en Dilthey, «ciencias nomotéticas» y «ciencias idiotéticas» en Windelband,
«ciencias naturales» y «ciencias culturales» en Rickert), tal fue con frecuencia el
criterio básico para clasificar las múltiples ciencias en que se diversifica la actividad
cognoscitiva del hombre.
Tal contraposición no es admisible. El conocimiento de los entes naturales -un
astro, una roca, una planta, un animal- pertenece a la cultura, y de ésta recibe sentido
y configuración. Al margen de su respectiva validez objetiva, la concepción
creacionista y la concepción evolucionista del origen de las especies pertenecen a
dos distintas formas de la cultura. Por otra parte, el total conocimiento de los entes
culturales -una institución, una novela, una escultura- exige tener en cuenta lo que
acerca de su realidad física dicen las ciencias de la naturaleza. Una institución para
regular el comercio de la sal común no podría ser satisfactoriamente conocida sin
saber lo que la sal común es en sí misma y en la dieta del hombre. Una escultura es,
por supuesto, un hecho de cultura, una creación humana, mas también una pieza de
mármol, una realidad natural cuyas propiedades permiten que la escultura sea lo que
culturalmente es. Y en la realidad y la actividad del hombre se funden unitariamente,
no por yuxtaposición, lo que en ellas es «naturaleza» (actividades digestiva,
muscular, cerebral, etc.) y lo que es «cultura» (el hecho de pertenecer el hombre a
una determinada situación histórica y social).
Muy claramente lo muestran al observador atento la realidad y el conocimiento
del cuerpo humano. Su realidad, porque la actividad del cuerpo es momento esencial
en la ejecución de los actos generadores de cultura: todo el cuerpo de Flaubert
actuaba de uno u otro modo cuando Flaubert escribía Madame Bovary, y todo el
cuerpo de Miguel Ángel intervino en la talla del Moisés. Nada más obvio. Y siendo
así, ¿podremos considerar satisfactoria la descripción del cuerpo humano sin tener
en cuenta que de su actividad pueden salir Madame Bovary o el Moisés? Hasta
cuando se pretende que sea «puramente objetivo y científico» el conocimiento del
cuerpo del hombre -por ejemplo: cuando un anatomista se propone escribir un
tratado sistemático de su disciplina-, hasta entonces es ciencia natural y ciencia
cultural el resultado de su empeño. El conjunto de sus descripciones será, en efecto,
tanto producto de cultura como trasunto de naturaleza; necesariamente quedará

16
ordenado por una idea descriptiva; y, como pronto veremos, la índole de ésta
depende esencialmente de la cultura a que su autor pertenece.
En el conocimiento del cuerpo humano, en consecuencia, se funden
unitariamente un saber científico-natural y, de modo más o menos perceptible, un
saber cultural. Razón por la cual, si se aspira a ser completo, es imprescindible
conocer cómo el saber y la estimación del cuerpo del hombre penetran y cobran
forma en la cultura de todas las situaciones históricas.
Atengámonos por el momento a lo más general y constante de esa exigencia, y
preguntémonos: ¿Cuáles son las líneas principales del conocimiento y la estimación
del cuerpo en la trama de lo que solemos llamar «cultura» -el conjunto de las
experiencias, creencias, recuerdos, esperanzas, dilecciones, aversiones, acciones y
obras en que se realiza la vida humana-, y por tanto en todas y cada una de las
diversas formas de ella? A mi modo de ver, esas líneas son seis: el común sentir y el
saber del pueblo, la medicina, el pensamiento no médico, la literatura, las artes
plásticas y la religión. Examinémoslas una a una.

A) El cuerpo humano en la cultura popular

La atención del hombre se dirige con especial intensidad a as realidades y los


eventos que vitalmente más le afectan e interesan: el ritmo de las estaciones y de la
vegetación, las catástrofes naturales, el aspecto del firmamento, los animales de su
entorno, los hombres que le son más próximos. Y puesto que el cuerpo es lo que nos
revela la presencia de los demás hombres, la atención hacia él hace que cierto
conocimiento y cierta estimación de su realidad sean parte importante en ese modo
de la cultura que solemos llamar «cultura popular» o folklore; conocimiento y
estimación enteramente ajenos a la ciencia cuando ésta no existía, y más o menos
influidos por ella cuando -como desde los pensadores presocráticos hasta nuestros
días acontece- el saber científico acerca del cuerpo ha tenido alguna existencia.
Conocimiento y estimación «populares» del cuerpo humano revelan muchas
pinturas rupestres; y por lo que a este respecto sucede en las sociedades civilizadas,
recuérdese la propuesta de Freud a Charcot cuando junto a él trabajaba en
la Salpêtrière: investigar si la localización de las parálisis y las anestesias histéricas
tenía lugar según la anatomía del sistema nervioso que enseñan los libros científicos
o conforme a un iletrado saber popular -en aquel caso: el vigente entre las clases
proletarias de París- en torno a la composición y el funcionamiento del cuerpo
humano.
Como en toda forma de cultura, la presencia del cuerpo humano en la cultura
popular es consecuencia de dos actividades psíquicas distintas, el conocimiento y la
estimación. La experiencia cinegética y culinaria, el influjo de la popularización de
la ciencia y, en ocasiones, los restos de antiguas concepciones míticas, son las
fuentes principales de ese conocimiento. Toda lengua posee un repertorio de
palabras vulgares -bofes, asadura, mielsa, redaño, como nombres respectivos de los
pulmones, el hígado, el bazo y el omento mayor; tantos más en el español

17
campesino- para designar las correspondientes partes anatómicas; y con ellas una
idea más o menos precisa y exacta acerca de la función de cada parte en el todo del
organismo. Junto al conocimiento se halla la estimación, que puede ser muy grande
(tal es el caso en los pueblos en que es intensa la atención al cuidado del cuerpo) o
muy escasa (así en los grupos humanos en que, por la razón que sea, apenas importa
ese cuidado). Los capítulos subsiguientes nos harán ver los cambios que la
estimación del cuerpo ha experimentado en la historia de la cultura popular.

B) El cuerpo humano en el pensamiento médico

Puesto que la enfermedad, incluso la que llamamos psíquica o mental, es


esencialmente una afección del cuerpo, la atención hacia el cuerpo y su
conocimiento son por necesidad parte muy central del pensamiento médico; en la
anatomía y la fisiología tiene éste su primer fundamento, desde que, con los médicos
hipocráticos, se hizo técnica la práctica de la medicina. Nunquam sine anatomica
artem chirurgicam possidebis, proclamaba una inscripción en los muros de la vieja
Facultad de Medicina de Madrid; y donde decía chirurgicam, con igual razón
hubiese podido decir, más ampliamente, medicam. Nada más evidente.
Pero además de ser fundamento intelectual de la práctica médica, el
conocimiento científico del cuerpo humano viene siendo parte importante de la
cultura desde que la educación es el recurso supremo para la formación de «hombres
cultos»; por tanto, desde la paideia de la Grecia clásica. En la historia del mundo
occidental siempre se ha pensado que el hombre culto debe poseer un saber del
cuerpo humano superior al vigente entre las clases populares y procedente, no de la
tradición iletrada y folclórica, sino del que técnicamente han conquistado los
médicos.
Por razones obvias, en el conocimiento del cuerpo perteneciente al pensamiento
médico tendrá este libro la parte principal de su contenido.

C) El cuerpo humano en el pensamiento no médico

Desde los pensadores presocráticos, esto es, desde que la mente humana se ha
empleado en saber lo que las cosas son y lo que es el hecho de conocerlas, el
conocimiento del cuerpo humano ha sido parte importante del saber filosófico. A
veces de manera temática, cuando la antropología, el estudio científico de la realidad
del hombre, ha sido objeto directo de la atención del filósofo. A veces de manera
sólo incoada o sólo alusiva, cuando no ha sido éste el caso.
Formada en la misma situación histórica cada una de las siguientes parejas de
pensadores, el cuerpo se halla más presente en la obra de Aristóteles que en la de
Platón, en la de Alberto Magno que en la de Tomás de Aquino, en la de Tomás de
Aquino que en la de Escoto, en la de Descartes que en la de Spinoza, en la de Locke

18
que en la de Hume, en la de Condillac que en la de Kant, en la de Bergson que en la
de Dilthey, en la de Husserl que en la de Cohen, en la de Scheler que en la de
Nicolai Hartmann, en la de Ortega que en la de Croce, en la de Zubiri que en la de
Heidegger. Aunque sea muy sumariamente, habremos de estudiar el por qué y el
cómo de estas diferencias.
Apenas parece necesario indicar que el saber anatómico y fisiológico de los
filósofos -y, como el de ellos, el de los sociólogos, psicólogos y ensayistas- procede
casi siempre del que los médicos poseen y enseñan. Con todo, ha habido filósofos -
Aristóteles, Descartes, Bergson, Zubiri- que han querido contemplar muy de cerca lo
que a su lado hacían los científicos del cuerpo humano.

D) El cuerpo humano en la literatura

Diverso en riqueza y en estimación, según los autores, raramente falta cierto


conocimiento del cuerpo humano en las obras literarias; por lo menos, cuando su
tema es, en cualquiera de sus posibles manifestaciones, la vida real del hombre.
Hablar de las hazañas bélicas de Aquiles, describir las andanzas caballerescas de
don Quijote, mostrar el largo drama moral de Raskolnikov o presentar la cambiante
existencia de Julián Sorel, no son tareas que puedan llevarse a cabo sin nombrar
tales o cuales partes de su cuerpo y, por consiguiente, sin poseer alguna idea de lo
que en el cuerpo hacen y sin albergar alguna estimación acerca de lo que el cuerpo
vale y significa.
El saber anatómico y fisiológico del literato y la actitud ante la realidad del
cuerpo vigente en el mundo a que pertenezca -piénsese, por ejemplo, en la diferencia
que a tal respecto existe entre el griego Homero y el medieval Dante- condicionan el
contenido factual y la orientación estimativa de las menciones del cuerpo humano y
de las alusiones a él existentes en su obra. Pero, siendo hombres originales sus
autores, es lógico que las obras literarias muestren abiertamente o permitan adivinar
interpretaciones y estimaciones propias de quien las compuso.
Algún ejemplo de ello habremos de ver.

E) El cuerpo humano en las artes plásticas

Desde las pinturas rupestres y las más antiguas cerámicas hasta la pintura y la
escultura de nuestros días, siempre el cuerpo humano ha sido el objeto principal de
las artes plásticas. Los esquemáticos cazadores prehistóricos de la cueva de Alpera,
las efigies de Assurbanipal y de Nefertiti, la Venus de Milo, los frescos de la Capilla
Sixtina, la velazqueña Venus del Espejo y la goyesca Maja Desnuda, el Penseur de
Rodin y las picassianas Demoiselles d'Avinyò, entre mil posibles ejemplos, son otras
tantas representaciones del cuerpo humano en las cuales, junto al saber anatómico de
su autor y a la estimación del cuerpo dominante en la respectiva situación histórica -

19
helénica y clásica en el caso de la Venus de Milo, europea y burguesa en Rodin,
europea y posburguesa en Picasso-, transparece lo que el cuerpo del hombre fue para
el artista que las creó. A la hora de estudiar cómo el cuerpo humano fue entendido y
valorado en cada una de las grandes situaciones históricas de la cultura occidental,
necesariamente habrá de ocupar un primer plano su representación por los artistas
plásticos.

F) El cuerpo humano en la religión

No hay religión en la cual no ocupe una posición central la preocupación por el


destino transmortal del hombre, y en consecuencia por la suerte definitiva de su
cuerpo; mas no todas las religiones ofrecen una misma representación y una misma
creencia acerca de ese destino y esta suerte. Es muy distinta en ellas, por
consiguiente, la actitud ante la realidad, la significación y el valor del cuerpo
humano. Baste recordar la oposición que a este respecto existió entre el cristianismo
primitivo y la gnosis, o, ya en la historia del cristianismo, la diferencia entre el
menosprecio del cuerpo dominante en la espiritualidad de la Edad Media y la
positiva estimación de él en la ascética moderna. Un motivo más, y no el menos
importante, para el estudio de la presencia del cuerpo humano en la trama de cada
una de las principales situaciones de la cultura.

20
Capítulo I
Los orígenes del saber antiguo
Los más antiguos testimonios gráficos acerca de la vida del hombre, las pinturas
rupestres, manifiestan cierto conocimiento de la figura y la composición del cuerpo
humano. Si queremos llamar saber anatómico a ese conocimiento, puede decirse
que el saber anatómico existió en la Edad de Piedra, en el Egipto antiguo, en Sumer,
en la China antigua y en la antigua India. Así lo harán ver las páginas subsiguientes.
Pero sólo cuando la pura intención de saber haya sido el móvil del conocimiento, y
sólo cuando esa intención sea cumplida con cierto orden y cierto método, sólo
entonces podrá ser denominado ciencia anatómica el saber acerca del cuerpo
humano.
Varia ha sido, en efecto, la intención que ha movido a nombrar -y por tanto a
distinguir intelectivamente- las diversas partes del cuerpo. El simple registro oral de
lo que la visión presentaba cabeza, miembros, órganos sexuales, etc.- debió de ser la
más rudimentaria y antigua de las futuras nóminas anatómicas. Más tarde, la
preocupación religiosa por el destino transmortal del cuerpo humano y por la
relación entre él y el universo dio lugar a una mención ritual y ordenada de las partes
del cuerpo, primer germen de un saber anatómico propiamente dicho. Pronto
veremos cómo. Por su parte, la práctica médica tuvo que dirigir la atención del
sanador hacia el aspecto de las regiones y los órganos afectos por la enfermedad.
Habrá de llegar la Grecia clásica, sin embargo, y con ella el afán de conocer las
cosas sólo por el gusto de contemplar y saber cómo son -theorías eíneken, «por
causa de la teoría», dice Heródoto que hizo sus viajes (I, 30); por el gusto de ver y
entender, diremos nosotros- para que el saber anatómico vaya poco a poco
haciéndose verdadera ciencia.
* * *
¿Cuándo comienza sobre el planeta el conocimiento del cuerpo humano?
Mención oral de ciertas partes externas o internas de nuestro organismo -cabeza, ojo,
mano, sangre- la hubo, sin duda, desde que comenzó el lenguaje articulado, y
mención escrita de las mismas desde que los hombres empezaron a expresar
mediante signos gráficos su experiencia de la realidad visible. Los más antiguos
documentos de las culturas arcaicas -tablillas cuneiformes de Sumer y Assur,
jeroglíficos egipcios, textos primitivos de China y la India- contienen nombres e
incluso someras descripciones de muchas partes del cuerpo. Mas para que el saber
anatómico se convierta en verdadera ciencia anatómica es preciso, antes lo indiqué,
que en él sean cumplidos tres fundamentales requisitos:

 Por un lado, la servidumbre a una exigencia teorética: que por encima del
interés religioso de la sociedad y del interés profesional del médico exista la
explícita o implícita intención de conocer la realidad del cuerpo según lo que
ella es; en el caso del médico, que el saber anatómico se halle exento de la

21
tendencia utilitaria que López Pinero y García Ballester han llamado
«iatrocentrismo» y se convierta en una «ciencia pura» del cuerpo humano,
susceptible de utilización práctica.
 Por otro lado, el cumplimiento de una exigencia sistemática: que las distintas
nociones de carácter anatómico mencionadas en los textos formen, miradas
en su conjunto, una unidad en la cual se manifieste cierto sistema ordenador,
una idea más o menos precisa acerca de la organización material del ser
viviente a que la descripción se refiere.
 En tercer lugar, la observancia de una exigencia metódica: que el camino para
la obtención del saber anatómico haya sido objeto de reflexión, y que, como
consecuencia de ésta, ofrezca alguna garantía respecto de la verdad de los
resultados a que conduzca.

En el capítulo subsiguiente veremos cómo esas tres exigencias aparecieron en la


Grecia clásica y claramente se cumplieron en la obra anatomofisiológica de Galeno.
Antes debo mostrar cómo el saber anatómico del antiguo Egipto, de la antigua China
y de la India antigua, las tres culturas de la Antigüedad preclásica en que más
copioso fue el saber acerca del cuerpo humano, éste no llegó a constituirse en
verdadera ciencia anatómica.

-I-
El saber anatómico del antiguo Egipto
Contra lo que sugieren los manuales de historia de la Medicina, el saber
anatómico de los antiguos egipcios posee en sí mismo una historia. ¿Pudo acaso no
ser así, cuando los textos en que tal saber se expresa cubren un lapso temporal no
inferior a los 2.500 años? Aunque la idea del progreso no operase en la cultura del
Egipto antiguo, ¿es imaginable que entre el contenido de una lista ritual del año
2750 a. de C.y las nociones anatómicas existentes en el papiro londinense, redactado
hacia el año 1200 a. de C., no se hayan producido modificaciones de carácter
progresivo? La misma técnica de la momificación, fuente principal del saber
anatómico egipcio, experimentó no pocas modificaciones a lo largo de los siglos;
hace tiempo lo demostró Sethe. De ahí que sea preciso distinguir, por lo menos, dos
cuestiones principales: el primer origen de ese saber y su ulterior y sucesiva
expresión en los papiros médicos.

A) Listas rituales

A) Las más antiguas expresiones anatómicas de que tenemos noticia son las
listas rituales que en 1924 publicó Ranke. Marco de ellas era una solemne ceremonia
funeral. Puesto ante el cadáver, y en recuerdo del descuartizamiento de Osiris, el

22
sacerdote consagraba al dios solar cada una de las partes del cuerpo del difunto, para
que así adquiriera éste vida perdurable y perfecta. «Se te darán tus dos ojos para ver
-dice uno de los textos-; tus dos oídos para oír lo que se hable; hablará tu boca,
andarán tus piernas, se moverán tu brazo y tu antebrazo; tu carne se hará firme;
serán agradables tus venas; gozarás de todos tus miembros; recontarás tu cuerpo y lo
hallarás completo y sano...; tendrás tu corazón como debe ser, como había sido
antes». Un motivo de carácter religioso indujo a designar con nombre propio y
diferenciador los diversos órganos y las distintas partes del cuerpo. Nacieron así
largas series de términos anatómicos, más abundantes cuanto más reciente es la lista
ritual a que pertenecen, y siempre ordenados de manera fija: cabeza y sus partes;
cuello y nuca; hombro, brazos y dedos; tronco y vísceras; nalgas y órganos sexuales;
pierna, pie y dedos. El orden descendente es bien notorio.
El contenido de estas listas rituales no pasaría de ser una llamativa curiosidad, a
los ojos del historiador de la Medicina, si los términos anatómicos y el orden en que
aparecen no se repitiesen fielmente en los papiros médicos de épocas posteriores;
por ejemplo, en la parte quirúrgica del papiro Edwin Smith. Lo cual nos hace ver
que la primera nomenclatura anatómica de la historia y el primer rudimento de una
anatomía descriptiva han nacido de un interés puramente religioso. Como en tantos
dominios del saber, el hombre comenzó a poner su atención cognoscitiva en lo que
más gravemente le importaba; en este caso, el destino transmortal de su cuerpo y su
vida.

B) Papiros médicos

B) Más abundantes y precisas son, claro está, las nociones anatómicas


contenidas en los papiros médicos, aun cuando la pérdida definitiva de algunos y las
lagunas existentes en los que poseemos -en el Edwin Smith, por ejemplo, falta todo
lo relativo al abdomen, la pelvis y los miembros inferiores- no nos permitan
reconstruir en su integridad el saber anatómico de los médicos egipcios. Podemos en
todo caso asegurar que las fuentes de ese saber fueron la práctica de la momificación
(acto ritual en el que, por lo demás, nunca existió la menor curiosidad científica; las
vísceras eran extraídas, pero no se las examinaba), el ejercicio de ciertas actividades
de la vida cotidiana (caza, operaciones culinarias, etc.) y la experiencia quirúrgica.
Nada permite afirmar que en el antiguo Egipto fueran disecados cadáveres humanos
o animales con fines anatómicos.
Muy sucintamente compuesta, he aquí una relación ordenada de los órganos y
los pormenores anatómicos consignados en los papiros médicos:
 Cabeza.- Cráneo y cara. Vértice del cráneo y occipucio. Cuero cabelludo y
cabellos. Huesos parietales. Meninges y encéfalo. Suturas óseas y siete
cavidades (ojos, oídos, orificios nasales, boca). Frente, sienes, mejillas,
mandíbula. Pabellón de la oreja, oído interno. Órbita y «raíz» del ojo (¿nervio
óptico?). «Blanco» y «negro» del ojo (esclerótica, iris, pupila). Tabique nasal,

23
«pilar de la nariz» (vómer), alas de la nariz. Hueso cigomático, labios,
dientes, lengua.
 Cuello.- Garganta, tráquea, esófago. Nuca, «nudos del cuello» (vértebras
cervicales).
 Brazo y cintura escapular.- Brazo, antebrazo, mano. Omóplato («navaja de
afeitar»), clavícula.
 Tronco y vísceras.- Esternón, costillas, vértebras dorsales, médula espinal.
Mamilas, abdomen, ombligo, hipogastrio, lomos. Pulmones, corazón,
estómago, vesícula biliar, hígado, bazo, intestinos, recto, vejiga.
 Nalgas y partes sexuales.- Nalgas, ano, periné, pene, prepucio, testículos,
vulva, labios, vagina, útero.
 Pierna.- Muslo, pierna, tibia, peroné, rodilla, meniscos articulares («tortas de
la rodilla»).
 Partes similares.- Aunque la noción de «parte similar» no existe en la
medicina egipcia, son nombradas la grasa, la piel, el hueso, la carne y la
sustancia nerviosa. Con el signo mt era designado un tubo lleno de cualquier
contenido: sangre o aire en el caso de las venas y arterias, carne en el de los
músculos, sustancia dura y fibrosa en el de los ligamentos, blanda en el de los
nervios.
Aparecen también en los papiros médicos las nociones de «articulación» y
«cabeza ósea articular». He aquí la pintoresca descripción de la articulación
temporomaxilar que ofrece el de Edwin Smith: «La mandíbula termina en el hueso
cigomático como el pico del ave (aquí un nombre intraducible) cuando atrapa algo».
Como se ve, la anatomía del antiguo Egipcio no pasó de ser una colección de
nombres alusivos a órganos o regiones del cuerpo, más o menos metódicamente
ordenados desde la cabeza hasta los pies y más o menos certeramente usados en la
denominación y explicación de las enfermedades y en la práctica de las operaciones
quirúrgicas. Un atisbo de ordenación sistemática hubo, sin embargo, en la anatomía
egipcia: la idea de que los distintos órganos del cuerpo se hallan anatómica y
funcionalmente unidos entre sí mediante el corazón y los vasos. El conjunto de uno
y otro sería el «sistema» unificador y comunicante del organismo humano.
Consérvanse dos tratados acerca del corazón y los vasos: uno, titulado El libro
de la expulsión de todos los dolores de los miembros, aparece en dos versiones
distintas, la del papiro Ebers y la del papiro médico de Berlín; otro, cuyo título
es Secreto del médico y la sabiduría acerca del corazón, se halla íntegro en el papiro
Ebers y fragmentariamente en el papiro Edwin Smith. Según aquél, habría en el
cuerpo humano 22 vasos; según éste, 46. Son también distintas las indicaciones
acerca del curso de los mt, aunque en algo coincidan.
El corazón, cuyo signo jeroglífico es una especie de olla con dos asas,
constituye el órgano central del sistema vascular y sería la sede del pensamiento, la
voluntad y los afectos. Aparece representado de dos modos diferentes, según se
utilice el signo para designar el corazón como órgano anatómico y centro de todos
los vasos o como sede de la vida psíquica. De él partirían los mt, que le comunican

24
con todos los órganos y regiones, para llevar a unos y otros sangre, agua y aire. «El
aire entra por la nariz, llega a los pulmones y al corazón, y éste los distribuye a todo
el cuerpo», dice el papiro Ebers. La conexión hemática entre el corazón y los
pulmones viene expresamente mencionada en ese mismo texto: «El corazón
contiene sangre de los pulmones».
En sus líneas generales, éste fue el saber anatómico de los médicos egipcios.
Falta en él por completo la intención que antes llamé teorética y sólo en atisbo
existen parcialmente, con visible carácter funcional, las que he denominado
sistemática y metódica. ¿Puede en consecuencia decirse que en el antiguo Egipto
hubiese una verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser negativa. El origen
histórico de esa ciencia debe ser buscado en otra parte.

- II -
El saber anatómico de la China antigua
Nada cierto se sabe acerca del saber anatómico de la China correspondiente a
las dinastías Hia (anterior al año 1600 a. de C.) y Shang (1600-1028 a. de C.).
Textos bastante posteriores -el Yi-king o Libro de los Cambios, el Cheu-Li o Ritos
de los Cheu y el Li-Ki o Memorial de los Ritos, todos ellos redactados durante el
segundo período de la dinastía Cheu (770-249 a. de C.)- permiten afirmar, a lo
sumo, que en ese tiempo eran nombradas las vísceras (tsang) y otras partes del
cuerpo. Harto más profundo y sutil fue el pensamiento cosmológico de los chinos
desde el filo de los siglos VI y V a. de C., época en la cual parece haber sido
compuesto el Yi-king. En él se habla ya, en efecto, de un principio inmutable y
eterno del universo (Tao), que en su realización se manifestaría en dos estados
polarmente contrapuestos y rítmicamente operantes, el reposo (Yang; también lo
luminoso, caliente, seco, masculino y par) y el movimiento (Yin; también lo oscuro,
frío, húmedo, femenino o impar); ideas con las cuales la antigua cosmografía china
fue convirtiéndose en una concepción racional y abstracta de la realidad del mundo,
muy especialmente cuando el ingenioso pensador Tseu-yen (336-280 a. de C.)
completó ese sistema con la doctrina de la rotación, la destrucción y la génesis de los
cinco elementos o agentes (Wu-hing) que inmediatamente componen el universo: la
tierra, el fuego, el metal, el agua y la madera.
Poco antes de la era cristiana, y como fundamento doctrinal de la acupuntura, va
configurándose algo semejante a un sistema anatómico. Apunta éste en el
fragmento Ling-chu o Chen-king (Libro de la Acupuntura) del tratado Nei-king, y en
alguna medida se funda en la disección, no sabemos si de cadáveres humanos o
animales (se emplea el término (Kiai-p'eu: kiai, explicar; p'eu, cortar). Este método
primitivo permitiría apreciar la solidez y el tamaño de los órganos, la longitud del
pulso (alusión al sistema vascular) y la diversa cantidad del neuma y de la sangre.
Son distinguidos cinco órganos macizos (corazón, hígado, bazo, pulmones, riñón)

25
cinco huecos (vesícula biliar, estómago, intestino delgado, intestino grueso, vejiga),
los tres «coladores» o san tsiao y doce pares de vasos principales, que contienen aire
o neuma, sangre y los principios Yin y Yang. A lo largo de los vasos están
distribuidos los 365 puntos en que se practica la acupuntura. ElNei-king contiene
también algunas nociones embriológicas: la formación del embrión, que es
comparado con la flor del nenúfar, tendría su centro originario en el sistema renal.
En relación con el saber anatómico, los restantes tratados médicos de la época -
el Nan-king, el Chen-nong pen-tsao King, el Kia-yi-king y el Mô-king- no añaden
nada importante a lo expuesto en el Nei-king.
La primera mención precisa de una disección anatómica tiene como
protagonista al último soberano de la dinastía Yin (siglo XI a. de C.), del cual se
dice que hizo abrir el tórax de uno de sus ministros para comprobar si realmente
existen siete orificios en el corazón de los hombres superiores; pero es muy probable
que esto no pase de ser una leyenda ulteriormente elaborada. Mayor verosimilitud
posee lo que se cuenta del gran médico de la corte de Wang Mang. Por orden suya,
unos artesanos y un carnicero habilidoso recibieron el encargo de abrir el cadáver de
un criminal, para pesar y medir las cinco vísceras macizas y señalar con un estilete
de bambú el trayecto de los vasos. La práctica de autopsias no vuelve a registrarse,
en todo caso, hasta las de Yang Kiai (siglo XII d. de C.), autor del libro Tsuen-chen-
fu o «Atlas para conservar la verdad», canon de la anatomía china durante 700 años.
En efecto: no contando las discusiones acerca de la localización anatómica
del Ming-men o «Puerta del destino de la vida» -si el «soplo original» tiene su
asiento en la región renal o en el orificio del útero: Hua Cheu (siglos XIII-XIV),
Chang Kiaí-pin y Suen Yi-k'uei (siglo XVIII)-, el saber anatómico de los médicos
chinos no progresará de manera visible hasta Wang Ts'ing-jen (1768-1831). Ya bajo
la influencia de la ciencia de Occidente, Wang Ts'ing-jen consagró no pocos años de
su vida a la rectificación de los errores de la angiología y la esplacnología
tradicionales en su país. Parece que llegó a disecar más de treinta cadáveres en diez
días, y condensó su renovadora experiencia en un pequeño volumen, el Yi-lin kai-
tso o «Corrector de Errores Médicos», y un atlas de veinticuatro láminas. El
compromiso entre la anatomía tradicional y la que va llegando de Europa va a ser la
tónica del saber morfológico de los chinos desde la obra de ese laborioso reformador
hasta los tratadistas de nuestro siglo.
A la vista de esta breve sinopsis, ¿puede decirse que en la China antigua hubiera
una verdadera ciencia anatómica? La respuesta debe ser harto más matizada que en
el caso del Egipto antiguo.
Hablan en sentido positivo los siguientes datos:
1. Con las nociones anteriormente mencionadas -principio inmutable del
universo (Tao), realizaciones primarias de ese principio (Yang yYin),
sustancias elementales de la realidad cósmica (Wu-hing)-, el pensamiento
chino llegó a elaborar, siquiera fuese un esbozo, una visión racional y
filosófica del cosmos, apta, sin duda, para construir la doctrina cosmológica y
biológica que más tarde llamaremos «estequiología».

26
2. En la mente china existió, al menos como germen precientífico -recuérdese la
comparación de la génesis del embrión humano con la del nenúfar-, cierta
inclinación a la visión comparativa de la morfología y la morfogénesis.
3. El atenimiento a la experiencia directa de la realidad condujo más de una vez
-actitud crítica del Nan-king respecto del Nei-king, botánica y materia médica
del siglo VII- a revisar los datos tradicionales y a sustituir las descripciones
mítico-imaginativas de la época arcaica por otras menos erróneas y más
precisas.
Pero las posibilidades contenidas en esos tres hechos fueron negativamente
contrarrestadas por los cuatro siguientes:
1. Exceso de un iatrocentrismo mucho más apresurado e imaginativo que
objetivo y explorador. Cualesquiera que sean los efectos reales de la
acupuntura, es evidente que en la explicación racional de ellos rigió
abusivamente el falso saber anatómico de la medicina china, y que tal
explicación procedió más veces de la imaginación del médico que de la
experiencia disectiva.
2. Falta de consecuencia sistemática: las posibilidades y los gérmenes de una
morfología general antes consignados no fueron consecuentemente
desarrollados por los pensadores y los médicos de la antigua China.
3. Inadecuación e insuficiencia de los conceptos fundamentales de la
cosmología china para la elaboración de una noción equiparable a la helénica
de phýsis o naturaleza, históricamente tan fecunda.
4. Falta de inquietud intelectual, tradicionalismo excesivo: el tratado anatómico
de Yang Kiai fue pábulo inconmovible para los médicos chinos desde el siglo
XII hasta que en el siglo XIX penetra en su país el pensamiento científico de
Occidente.
«El desarrollo de la ciencia occidental -dice un texto epistolar de Einstein
(1953)- se ha apoyado en dos grandes logros: la invención del sistema lógico formal
por los filósofos griegos (la geometría euclidiana) y el descubrimiento de la
posibilidad de hallar relaciones causales mediante experimentos sistemáticos (la
física del Renacimiento). En mi opinión, no hay por qué asombrarse de que los
sabios chinos no hayan dado estos pasos. Lo sorprendente es más bien que alguien
llevara a cabo estos descubrimientos». Por su parte, J. Needham, acaso el más
eminente conocedor de la ciencia china antigua, recuerda que todavía en la Europa
de los siglos XV-XVIII había procesos criminales contra animales -un ejemplo: en
la Basilea renacentista fue condenado a ser quemado vivo un gallo por el «nefando e
innatural crimen» de haber puesto un huevo; esto es, por haber violado una ley
natural y divina-, y escribe a continuación: «Es enormemente interesante ver que la
cultura moderna, en la medida en que desde Laplace ha considerado posible y aun
deseable prescindir de la hipótesis de Dios como base de las leyes de la naturaleza,
ha vuelto, en cierto sentido, a la perspectiva taoísta... Pero en una cultura que más
tarde había de producir a Kepler, ¿no era acaso necesaria una mentalidad según la
cual un gallo que ponía huevos podía ser procesado?». Ahora bien, añado yo: la

27
secularización moderna de la idea de «necesidad» o «ley natural» -la anánkē
phýseōs de los primitivos pensadores griegos, el fatum de los teólogos medievales-
¿hubiese sido posible sin la idea de la naturaleza que el concepto griego de
la phýsis llevaba consigo?
No. Pese a los atisbos y a la sutileza de su saber anatómico, tampoco en la
cultura china hubo una verdadera ciencia anatómica.

- III -
El saber anatómico de la India antigua
Como en el antiguo Egipto, también en la India antigua fue un motivo de orden
religioso el que puso orden y precisión en la nomenclatura de los órganos y las
regiones del cuerpo humano; mas no por modo de rito funerario, sino bajo figura de
exorcismo.
El Rigveda y el Altharvaveda contienen los himnos sagrados de que se valía el
sacerdote para expulsar de los cuerpos enfermos elYaksma, uno de los demonios
morbígenos más frecuentemente nombrados en los textos védicos. He aquí el
correspondiente al Rigveda: «1. De los ojos, de la nariz, de los oídos y del mentón -
la consunción que existe en la cabeza te la expulso yo de la lengua y del cerebro-. 2.
De la espalda, de la nuca, del esternón y del espinazo -la consunción que asienta en
el antebrazo te la expulso yo de los hombros y los brazos-. 3. De las entrañas y los
intestinos, del corazón y del intestino grueso, de las costillas, el hígado y
los plâsis (¿el peritoneo?) -también la expulso yo-. 4. De las piernas, de las rodillas,
del calcañar y de los dedos del pie, de las caderas y los genitales, del ano -te la
expulso yo-. 5. De los miembros, de los cabellos, de las uñas -de todo el cuerpo te
expulso yo la consunción-. 6. Miembro por miembro, pelo por pelo, juntura por
juntura, si éstas enfermaron -de todo el cuerpo te expulso yo la consunción con mis
palabras».
Algo más prolija que la del Rigveda, la enumeración ritual del Atharvaveda no
añade a ella nada esencial. En una y otra hay una denominación seriada y
descendente de las regiones y los órganos principales del cuerpo: cabeza, tórax,
cintura escapular, vísceras toracoabdominales, región pudenda, pierna. Directa o
indirectamente, en esa prolija enumeración tuvo su origen la ulterior anatomía de los
médicos hindúes.
Los textos védicos debieron de ser fijados en forma escrita hacia el año
1500 a. de C. Durante los nueve siglos transcurridos desde esa fecha hasta que
apareció la famosa compilación que lleva el nombre de Susruta, ¿cómo fueron
desarrollándose los conocimientos anatómicos en la cultura india?
Fuente principal de ellos debió de ser la práctica de los grandes sacrificios. La
más completa descripción de esta ceremonia puede leerse en el Yajurveda.
El hotar o sacerdote invocador cantaba versículos del Rigveda; le contestaba,
recitando en voz baja trozos de prosa oyajus, otro sacerdote o advarvu (literalmente,

28
«el que prepara el camino»); un tercero, el sanitar, daba muerte a la víctima, un
caballo, y él mismo u otro sacerdote distinto, el visastar, llevaban a cabo la
disección ritual. Todo parece indicar que hasta las autopsias de cadáveres humanos
mencionadas en la compilación de Susruta, en tal ceremonia tuvo su más importante
fundamento el saber anatómico de los primitivos médicos indios.
Como es obvio, dicho saber no pasaba de ser una simple enumeración de
órganos y regiones; sólo ocasionalmente ofrecen los textos alguna sumarísima
descripción. Comienza aquélla con el epiplón mayor (vapa), primer fragmento de la
víctima que el sacerdote ofrecía. Viene luego el corazón, comparado a una flor de
loto, que se abre durante la vigilia y se cierra durante el sueño. Los escritos
ulteriores repetirán el símil, y en los dibujos tibetanos que siguen la tradición india
así es representada la víscera cardíaca. A continuación eran disecados la lengua y el
plastrón torácico, y acto seguido el hígado, los riñones, el recto, el pulmón derecho,
el pulmón izquierdo, el bazo, la grasa abdominal y la torácica, el intestino grueso y
el intestino delgado.
Del hígado se menciona su color oscuro. Según la colección de Susruta, el
hígado y el bazo proceden de una transformación de la sangre, la cual provendría, a
su vez, del quilo, jugo o zumo alimenticio (rasa). El color oscuro del hígado sería
debido a la acción urente de la bilis (pitta), concebida por los médicos indios como
un fuego (agni). De los riñones -cuya función excretora no parece haber sido
conocida, aunque a veces será mencionada la vejiga urinaria- se dice que son «dos
bolas de carne, como dos frutos de mango, junto a la columna vertebral». La unidad
funcional de los distintos órganos quedaría garantizada por un sistema de
conexiones o samdhi. Parte principal de ellas son los «tubos» o srotas, nombre que
parece referirse tanto a los bronquios como a los vasos sanguíneos.
No son mucho más precisos los datos referentes a la osteología. Las
enumeraciones primitivas cifran en 360 el número de los huesos que componen el
esqueleto; cifra en la cual se expresa la viejísima idea del paralelismo entre el cuerpo
humano (microcosmos) y el universo en su conjunto (macrocosmos). «El año -dice
un texto del Sata-Pata-Brahmana- es realmente el altar del fuego; sus piedras de
revestimiento son las noches, y son trescientas sesenta, porque trescientas sesenta
noches forman el año. Los días son las piedras yajusmant, y son también trescientas
sesenta, porque trescientos sesenta días forman el año». Poco después añade que el
altar del fuego es también el cuerpo humano, en el cual las dos mencionadas clases
de piedras se corresponden con los trescientos sesenta huesos y las trescientas
sesenta médulas que en ese cuerpo existen. En otro lugar se lee que el hombre
(purusa) es el año: «Ambos existen cada uno por sí, pero son lo mismo». La
concepción microcósmica del cuerpo humano se expresa ahora como rigurosa
correspondencia numérica entre los días del año y los huesos del esqueleto. Por eso
puede decir Hoernle que esas numeraciones «no proceden de un médico, sino de un
teólogo». El rito sacrificial haría patente la originaria correlación sacral entre el
hombre y el cosmos y cumpliría la secreta necesidad de un purificador retorno al

29
origen -en este caso, el paralelismo universo-hombre- que tantas religiones arcaicas
afirman.
No debe pensarse, sin embargo, que la cifra 360 expresa una noción ritualmente
fija. Tres veces ha encontrado Hoernle el número 362, y en el manuscrito de Tanjore
se habla, según Mookerjee, de 363. Ajena en este punto a la tradición védica, y
apoyada con toda probabilidad en la escuela quirúrgica de kasi, la Susruta-
samhita calcula en 300 el número de huesos del esqueleto.
Vengamos ahora a los conocimientos anatómicos contenidos en las dos grandes
colecciones médicas, la de Susruta y la de Çaraka. Es seguro que ya en tiempos de la
primera era relativamente usual entre los médicos la autopsia de cadáveres humanos.
Debe elegirse -se nos dice- el de un hombre no demasiado viejo o deforme, cuya
defunción no haya sido causada por enfermedad crónica o por envenenamiento. El
cuerpo era colocado dentro de un arroyo durante siete días consecutivos, al cabo de
los cuales se le frotaba con un cepillo hecho de cortezas vegetales, hasta hacer
suficientemente perceptibles los órganos internos. El médico debía luego purificarse
de la contaminación moral que para el hindú trae consigo el contacto con un cadáver
humano. Un baño lustral, el contacto con una vaca sagrada o una larga mirada al Sol
bastaban para borrar la mancha.
Así adquiridas, no podían ser muy precisas las nociones anatómicas. Más que
descripciones propiamente dichas, la colección de Susruta ofrece al lector
enumeraciones, medidas y clasificaciones. El cuerpo del hombre, se afirma en ella,
contiene 7 pieles, 7 principios fundamentales, 300 huesos, 24 nervios, 3 fluidos o
humores elementales, 107 articulaciones, movibles unas y fijas las otras, 90
ligamentos, 90 tendones, 40 vasos principales, 700 ramas vasculares y 500
músculos. Antes indiqué la importancia que en la anatomía y la fisiología de
laSusruta-samhita poseen los tubos o srotas. Añadiré ahora que en el ombligo se ve
el centro y origen de todo el sistema de tubos, sean éstos vasos o nervios, y que las
indicaciones acerca de su curso son puramente imaginarias. Bastante minuciosas y
exactas son, en cambio, las precisiones anatómicas acerca de ciertas regiones
(marman), a cuyas heridas se atribuía especial gravedad: la palma de la mano, la
planta del pie, los testículos, las ingles, determinados puntos del tronco y de las
extremidades, el ombligo, etc. El concepto de marman procede de los tiempos
védicos, y no parece haber sido ajena a él la prescripción ritual de evitar la incisión
del ombligo que aparece en el Yajurveda.
No puede sostenerse, después de lo expuesto, que fuese especialmente
minucioso y exacto el saber anatómico en la India antigua. Pero, como en la antigua
China, en la base de tan deficientes nociones existió un pensamiento cosmológico
relativamente elaborado, y con él, explícito o implícito, el esbozo de una morfología
general.
Tres son las ideas que en ese pensamiento interesan ahora: una puramente
cosmológica, la existencia de cinco «principios elementales»
o mahabhuta (literalmente, las «grandes cosas»); las dos restantes, estrictamente

30
anatomofisiológicas, son la doctrina de las siete «sustancias fundamentales» o
«elementos» (dhâtu) y la de los tres humores o «fluidos cardinales» (dosa).
Pertenece a las más antiguas tradiciones arias la idea de que la luz del cielo llega
a los hombres a través de ciertos orificios (el Sol, los restantes astros) que perforan
la bóveda celeste. «De esta luz del cielo (brahman o atman) procederían los cinco
principios fundamentales omahabhuta: el espacio radiante» o akara, el viento, el
fuego, el agua y la tietra. «De este atman -léese en el Taittiriya-Upanishad- se
origina el akasa, del akasa el viento, del viento el fuego, del fuego el agua, del agua
la tierra, de la tierra las plantas, de las plantas el alimento, del alimento el semen, del
semen el hombre».
Entre los mahabhuta y las cosas singulares y visibles -un caballo, un hombre-
habría ciertas realidades intermedias, en cuya virtud llegan a ser racionalmente
inteligibles la composición y la génesis de los cuerpos vivientes: son los dhâtu o
sustancias fundamentales del cuerpo1. Los dhâtu son siete, según la enumeración
canónica de la Susruta-samhita: el quilo, la savia o zumo, la sangre, la carne, la
grasa, el hueso y el semen. Todos ellos provendrían de los cinco mahabhuta antes
mencionados, y todos se hallarían entre sí en estricta relación genética:«Del quilo,
jugo o zumo (rasa) -dice esa colección- procede la sangre, de ésta la carne, de la
carne la grasa, de la grasa el hueso, de éste la médula, de la médula el semen». De
nuevo se hace patente la correlación entre el macrocosmos y el microcosmos, ahora
en forma temporal: el ciclo de tal proceso genético duraría un mes lunar. A cada uno
de los dhâtu correspondería, en fin, una de las siete excreciones fundamentales
o kitta: heces y orina, moco, bilis, suciedad de la piel, sudor, pelos, legañas y sebo
cutáneo.
En la mente del médico indio, ¿qué era el dhâtu? La atribución de un carácter
eminentemente sustancial a esa noción y a la realidad a que ella se refiere impide
percibir el carácter dinámico y energético que para el hindú tenían una y otra. R. F.
G. Müller hace notar que dhâtu es el infinitivo sustantivado de dhâ, poseer algo en
un nuevo estado, llevar o soportar. En consecuencia, dhâtu no es sólo «lo que
soporta el cambio» -el hypokeimenon de los griegos, la substantia de los latinos-, es
también, y más radicalmente, la acción de poner o de cambiar. No es un azar que
con cierta frecuencia se añada a la serie de los siete dhâtu uno más, la «energía» o
«fuerza» (ojas). En los dhâtu de la medicina india no hemos de ver, pues, un
equivalente anticipado de las «partes similares» aristotélico-galénicas y de nuestros
«tejidos». Son como éstos, sí, componentes materiales homogéneos del cuerpo
animal, mas también, indiscerniblemente, otros tantos eslabones activos y
transitorios en el flujo viviente del universo.
El tercero de los tres grandes conceptos cosmológico-biológicos del
pensamiento indio es el de dosa, «humor» (Cordier, Hoernle) o «humor
fundamental», Grundsaft (Jolly). Tres serían tales humores (doctrina de la tridosa):
el viento, la bilis y el moco2. R. F. G. Müller advierte, sin embargo, que la
palabra dosa procede de la raíz dus, y hace referencia a algo corrompido o
defectuoso. El término dosa no correspondería tanto al «humor» en sí como a un

31
defecto patológico del mismo, y así se explicaría el frecuente empleo que del
concepto detridosa se hace en la medicina india.
¿Existió en la antigua India una verdadera ciencia anatómica? Mutatis mutandis,
nuestra respuesta debe ser la misma que en el caso de la cultura china. Hubo en la
medicina india una anatomía descriptiva tan deficiente como imaginativa y errónea;
hubo también conceptos cosmológicos de indudable importancia doctrinal, y con
ellos una incipiente anatomía general, sobre todo en lo tocante a la estequiología y a
la morfogénesis; operó asimismo en ella una noción fundamental, a la vez
cosmológica y antropológica, que se repite en las más diversas culturas, la visión del
hombre como microcosmos; pero en modo alguno llegó a existir una ciencia
anatómica merecedora de este nombre. El pensamiento cosmológico indio, ha
escrito Zubiri, «no se apoya en el verbo as-, ser, sino en el verbo bhu-, equivalente
al phyein griego, en el sentido de nacer o engendrar... Las cosas son bhuta-,
engendros; el ente es bhu-, el nacido. El verbo as no tiene, en cambio, más misión
que la de una simple cópula sin consecuencias. Tan sin consecuencias, que el
pensamiento indio no llegó jamás a la idea de esencia... Para el indio, la esencia es
ante todo el extracto más puro de la actividad de las cosas, en el mismo sentido en
que empleamos hoy el vocablo cuando hablamos de una esencia en perfumería.
Hasta tal punto, que una de las más primitivas denominaciones de lo que nosotros
llamamos esencia es rasa, que propiamente significa savia, jugo, principio
generador y vital». Esta incapacidad de la mente india para no pensar formalmente
en términos de «ser» es a mi juicio lo que -no contando las deficiencias y los errores
de su descripción del cuerpo humano- impidió que en el Indostán naciese un saber al
que nosotros podamos llamar con entera propiedad «ciencia anatómica».
Distintas entre sí, algo tienen de común, en lo tocante al conocimiento del
cuerpo humano, las culturas del antiguo Egipto y de la China y la India antiguas: en
las tres -sobre todo, en la china y en la india- apuntan gérmenes de una ciencia
anatómica propiamente dicha, pero en ninguna de ellas llegó ésta a constituirse; las
tres se extinguieron o se momificaron sin haberla producido; a este respecto, las tres
han sido otras tantas vías muertas en la historia universal de la humanidad. ¿Por
qué? Esos gérmenes, ¿eran, pese a su primera apariencia, incapaces de producir un
conocimiento del cosmos en la cual la ciencia anatómica pudiese tener marco y
fundamento? Tal vez. En cualquier caso, el curso real de la historia nos dice que
sólo dentro de otro marco y sobre otro fundamento -los que genialmente crearon los
hombres de la Grecia antigua- llegará a existir con plenitud esa ciencia. Así nos lo
hará ver el próximo capítulo.

32
Capítulo II
El cuerpo humano en la Grecia antigua: De Homero a Galeno
La actitud vital ante la realidad cósmica en que tuvo primer fundamento la más
antigua de las concepciones científicas del cuerpo humano, la helénica, existió desde
que el pueblo griego adquirió su identidad histórica; antes, por tanto, de la
composición del epos homérico. Más aún, es probable que esa actitud vital fuese la
expresión helénica de una genérica mentalidad indoeuropea, en cierto modo
contrapuesta a la de los antiguos pueblos semíticos; aquélla netamente naturalista,
ésta claramente personalista. El indoeuropeo, en consecuencia, veía la divinidad en
la bóveda celeste; por tanto, en la naturaleza, en el cosmos. El semita, en cambio,
concibió a Dios como «el Señor»: alguien trascendente a la visible realidad cósmica
y esencialmente superior a ella. Elaborando originalmente esa primitiva mentalidad
indoeuropea, el genio vivaz, observador e inquieto de los griegos, singularmente
exaltado en las ciudades jónicas por las exigencias de la vida colonial, fue el creador
de la cultura que luego llamaremos helénica y, dentro de ella, el artífice de la
primera de las formas históricas en que se ha realizado la ciencia del cuerpo
humano.
La creación de ésta no fue, sin embargo, cosa de un día. Un proceso de siglos,
en el cual el epos homérico, la filosofía presocrática, la medicina hipocrática, Platón,
Aristóteles y la anatomía alejandrina son hitos principales, será necesario para que la
actitud griega ante el cosmos llegue a concretarse, con Galeno, en una visión
científica y sistemática del cuerpo humano. Mostrar las sucesivas etapas de ese largo
camino, estudiar metódicamente la ciencia anatomofisiológica de Galeno y exponer
de modo sucinto las varias formas de la estimación del cuerpo en la cultura antigua
será la materia de este capítulo.

-I-
El cuerpo humano en el epos homérico
Un somero cotejo entre el contenido de la Ilíada y la Odisea y el de los poemas
épicos que inician o jalonan el curso histórico de tantas culturas -el Mahabharata y
el Ramayana, la Eneida, la Chanson de Roland, el Cantar del Mio Cid, las
primitivas leyendas nórdicas- muestra al más miope la soberana eminencia de los
antiguos helenos en la observación de la realidad cósmica, y por consiguiente en la
percepción y la denominación de las partes del cuerpo y los detalles anatómicos.
Con razón pudo destacar O. Körner el ionischer Forschergeist, el vivaz espíritu
pesquisidor de los jonios. «Hambre de realidad», podría llamarse a esa vigorosa
actitud de la mente.
El epos homérico es, entre tantas cosas, el primer testimonio del saber de los
griegos acerca del cuerpo humano. ¿Puede también decirse que los versos de
la Ilíada y la Odisea sean la fuente primera de lo que con posterioridad de siglos

33
había de ser la ciencia anatómica de los helenos? En lo tocante a la nomenclatura,
ésta fue la opinión de Ch. Daremberg, el primero en explorar autorizada y
metódicamente este aspecto de ambos poemas. Es cierto. Recogiendo palabras
vigentes en el habla de las costas jónicas en las postrimerías del siglo IX a. deC., y
dando con ello inequívoco testimonio de la extraordinaria capacidad de los antiguos
griegos para la observación visual y la denominación distintiva, los poemas
homéricos contienen una gran copia de términos anatómicos que luego serán
técnicamente empleados por los médicos y los naturalistas. Pero sería desmesurado
y erróneo afirmar que el rico saber anatómico contenido en el epos fue la primera
etapa de una ciencia anatómica propiamente dicha; no pasó de ser el suelo empírico
y léxico en que esa ciencia había de nacer. Sólo en el siglo vi, cuando la visión
helénica del cosmos se realice como physiología o conocimiento racional de
la phýsis, sólo entonces comenzará a hacerse verdadera ciencia el incipiente saber
anatómico de la Ilíada y la Odisea.
Seis notas, por lo menos, constituyen la peculiaridad y manifiestan la
importancia de la anatomía homérica: el contexto en que el saber anatómico se
muestra; la enorme abundancia de los términos en que se expresa; la precisión de la
mente y el lenguaje, cuando de la mera denominación pasa el poeta a la descripción;
el modo como es vista y nombrada la conexión entre las partes del cuerpo; la
indiferenciación entre los órdenes somático y psíquico en la realidad del hombre; y
como fundamento de todo ello, la altísima estimación del cuerpo humano que la
letra del epos pone en evidencia. Veámoslas sucesivamente.

A) Singularidad del epos homérico

En las grandes culturas anteriores a la helénica, la designación de una parte del


cuerpo nace de una intención claramente utilitaria; religiosamente utilitaria en las
listas rituales del antiguo Egipto, mágicamente utilitaria en los exorcismos de la
literatura védica, médicamente utilitaria en los papiros egipcios de contenido
quirúrgico y en los textos chinos que exponen la técnica de la acupuntura. Bien
distintos son el marco en que los términos anatómicos aparecen y la intención con
que son empleados, en el caso del epos homérico.
El poeta nombra y describe órganos y regiones del cuerpo humano; y lo hace
con tal abundancia y tal rigor, que el texto, en ocasiones, más parece ser un parte
médico que una expresión poética. ¿Por qué lo hizo? Sin duda, porque sabía ver,
porque le gustaba la precisión descriptiva y porque estaba seguro de que a sus
lectores y oyentes también había de gustarles. El gusto por la precisión, uno de los
principales rasgos étnico-psicológicos de la ciencia griega, es el motivo básico de
esa abundante presencia del saber anatómico en el epos homérico; y la seguridad de
compartirlo con quienes van a leer o a escuchar su obra, la intención primera de ese
sorprendente alarde del poeta, el para qué de su notable empeño nominativo. Si se
quiere llamar utilitaria a la intención en que tiene su origen la denominación
anatómica -a la postre, todos los actos humanos son «para algo»-, la utilidad es

34
ahora la pura satisfacción de un gusto: el gusto de ver, nombrar y decir. Con sólo él
no hubiese existido la ciencia anatómica; sin él, tampoco.
Un poema épico helénicamente concebido y compuesto, no un texto ritual o
mágico, ni una guía para la práctica de la medicina, es, no por azar, el marco que
envuelve el nacimiento de la nomenclatura anatómica en la cultura griega. Bastante
después de que el epos homérico fuese compuesto, Heródoto dirá -recuérdese- que
ha recorrido los países que en su obra describe sólo por el placer de verlos, esto es,
con intención meramente contemplativa o teorética. Tanto el poeta como el
historiador, aquél ante la realidad del cuerpo humano, éste ante la realidad del
mundo, bien tempranamente expresaron con su obra el genio del pueblo a que
pertenecieron.

B) Nombres y descripciones

La extraordinaria abundancia de términos anatómicos es la segunda de las notas


en que la peculiaridad del epos homérico se manifiesta, Ch. Daremberg en el siglo
pasado y O. Körner en el nuestro han estudiado detenidamente el saber anatómico de
Homero; pero es A. Albarracín Teulón quien mejor ha indagado y expuesto los
aspectos médicos de la Ilíada y la Odisea. De su libro Homero y la medicinaprocede
la siguiente enumeración de los nombres anatómicos que aparecen en el epos:

-A-
 Articulación: gyía.
 Articulaciones en general: goúnata.
 Auditivo, conducto: oûas, oûs.

-B-
 Boca, cavidad: stóma.
 Boca, orificio: mástax.
 Boca, suelo: laimós.
 Brazo: brakhíōn, Kheír, ōlénē, pêkhys.
 Bucal, región: pareiê, parēion.

-C-
 Cabeza: kárē, kephalē.
 Cadera: iskhíon.
 Carne: kréas, myōn, sárx.
 Carpo, región metacarpiana: karpós.
 Cejas: ophrýs.
 Cintura: ixýs, keneōn.
 Clavícula: klēís.
 Codo: ankōn, pêkhys.

35
 Corva: ignýe, kōlēps.
 Corazón: ētor, kardíē, kêr, kradíē.
 Costado: pleural, pleurē, pleurón, pleurà.
 Costillas: pleural.
 Cotiloidea, cavidad: kotýlē.
 Cráneo: kraníon.
 Cuello: aukhēn, deirē, lóphos.
 Cuero cabelludo: khaítē, thríx.

-D-
 Diafragma: prapídes, phrénes.
 Dientes: odóntes.

-E-
 Empeine: tarsós.
 Encéfalo: enképhalos.
 Epiplón: derîron.
 Escapular, región: ômos.
 Espalda: metáphrenon, nôton, rákhis.
 Esternal, región: metamázion.

-F-
 Fauces: laimós.
 Fibra: énteron, înes, neûron, ténōn.
 Frente: metópion, métopōn.
 Frente, arrugas: episkýnion.

-G-
 Garganta: stómakhos, phárynx, laukaníē.
 Globo ocular: ophthalmós.
 Grasa: dēmós, knísse.

-H-
 Hígado: hēpar.
 Hombro: ōmos.
 Huesos: ostéa.

-I-
 Inguinal, región: boubōn.
 Interescapular, región: ōmôn messegýs.
 Intermamilar, región: metamázion.

36
-L-
 Labial, región: stóma.
 Labios: kheîlos.
 Lengua: glôssa.
 Lóbulos de la oreja: lobós.

-M-
 Mamila: mazós.
 Mandíbula: gnathmós.
 Mano: kheír.
 Mano (palma): agostós, palámē, thénar.
 Maxilar inferior: gnathmós.
 Médula (ósea y espinal): myelós.
 Mejillas: pareía, paréion, prósopon.
 Mentón: anthereōn, géneion.
 Miembros: gyía, mélea, mélos, réthos.
 Miembro superior: brakhíōn, olēnē.
 Músculo: myōn.
 Muslo: mēríon, mēros.

-N-
 Nalgas: gloutós.
 Nariz: rís, rînes.
 Niña del ojo: glēnē.
 Nuca: iníon.

-O-
 Occipital, región: inion.
 Oído, oreja: oûas, oûs.
 Ojo: ophtalmós, ósse, ómmata.
 Ombligo: omphalós.

-P-
 Paladar: hyperōē.
 Pantorrilla: skélos.
 Párpados: bléphara.
 Pecho: stérnon, stêthos.
 Pericardio: phrénes.
 Perirrenal, región: epinephrídios.
 Pie: poús, láx.
 Piel: derma, khrōs, rinós.
 Pierna: knēme.
 Pudenda, región: aidoîda, mēdea.

37
 Pulmones: pneúmōn.
 Pupila: glēnē.

-R-
 Rodilla: góny.
 Rostro: hypōpion, ōpsis, prósōpon.

-S-
 Sien: krótaphos.
 Sincipucio: brekhmós, brégma.

-T-
 Talón: ptérnē.
 Tarso: tarsós.
 Temporal, región: kórsē.
 Tenar, eminencia: thénar.
 Tendón: énteron, înes, neûron, ténon.
 Tobillos: sphyron.
 Tórax: stēthos, stérnon.
 Tráquea: aspháragos.

-U-
 Umbilical, región: prótmēsis, mésē gáster, par'omphalón.

-V-
 Vacío: keneōn.
 Vaso sanguíneo: phlébs.
 Vejiga urinaria: kýstis.
 Vertebral, columna: áknēstis, rákhis.
 Vértebras: astrágalos, sphondýlios.
 Vientre: gástēr, nēdýs, keneōn.
 Vísceras abdominales: éntera, kholades.

-Y-
 Yugulum: laukantē.

Se ha discutido la procedencia de tan copioso saber anatómico. Malgaigne vio


las fuentes de él en la incineración de los cadáveres y la observación de las heridas
de guerra. A ellas habría que añadir la experiencia cinegética y culinaria. Körner
cree que también la descomposición de los cadáveres abandonados en el campo y la
práctica de sacrificios humanos, todavía en uso, según algunos, en tiempos de
Homero, pudieron dar ocasión al examen del cuerpo humano, y siguiendo a
Küchenmeister piensa que en modo alguno puede excluirse la ocasional realización

38
de autopsias de cadáveres humanos. Nunca sabremos si fue así. Pero, sea cual fuere
el origen de la experiencia, lo verdaderamente importante y significativo del
conocimiento homérico del cuerpo es su extraordinaria riqueza.
No sólo riqueza hay en él; hay también precisión, tanto onomástica como
descriptiva. Varias páginas podrían llenarse con descripciones de heridas
enteramente equiparables a los partes médicos de plazas de toros. Meriones persigue
lanza en mano a Fereclo; y «cuando le alcanzó, le alanceó en la nalga derecha, y la
punta, pasando por debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió por el otro
lado» (Il. V, 66-67). Otro tanto ocurrió cuando el mismo Meriones clavó una flecha
en la nalga derecha de Harpalión (Il.. XIII, 651-655). Idomeneo alancea a Enmante
por la boca: la lanza, se nos dice, «le atravesó la cabeza por debajo del cerebro,
rompió los blancos huesos y conmovió los dientes»(Il. XVI, 345-350). Dígase si no
parece más quirúrgico que poético el estilo del descriptor de esas heridas.
En los versos de la Ilíada y la Odisea son mencionadas 37 heridas no mortales,
128 heridas mortales y 10 contusiones (Albarracín Teutón). Naturalmente, no todas
estas lesiones son descritas con el mismo detalle que las tres que acabo de
mencionar, pero en muy pocas falta alguna indicación acerca del efecto producido
por el agente traumático en el cuerpo lesionado. El afán de precisión que mueve al
descriptor no puede ser más evidente.

C) El todo del cuerpo

Cometeríamos un grave error interpretativo si pensáramos que la designación


homérica de una parte del cuerpo tenía su presupuesto mental, como la nuestra, en la
idea de que la parte en cuestión es «parte» por pertenecer a un «todo», al todo del
cuerpo. Por extraño que parezca, el griego homérico no poseyó la noción de «cuerpo
en su conjunto». Es cierto, sí, que en el epos aparece el término sōma; pero lo que
comúnmente significa es cuerpo muerto, cadáver3. En cualquier caso, y a diferencia
de lo que hará el griego clásico, Homero no emplea la palabra sōma para designar
nuestro cuerpo. Pese a la letra de las traducciones, los
términos khros y démas nombran en rigor, respectivamente, la piel, en cuanto
superficie limitante del cuerpo, y la grande o escasa magnitud de éste. Lo habitual es
que el cuerpo sea designado mediante los plurales gyía y mélea: miembros
articulados y dotados de movimiento. Más que un conjunto unitario, el cuerpo
humano es en el epos homérico una pluralidad de miembros diversamente activos
(B. Snell, J. S. Lasso de la Vega). Lo mismo acontece en las figuras geométricas de
los vasos arcaicos; en ellas el cuerpo es también gyía kai mélea, composición de
miembros dotados de músculos poderosos y netamente articulados. Atento a la
acción que el cuerpo está ejecutando -blandir una lanza o una espada, correr, saltar-,
y especialmente sensible a la visión de la parte que entonces se halla en movimiento,
el griego homérico la veía y nombraba sin tener en cuenta lo que en el cuerpo no es
ella, aunque sea su soporte; y como la realidad de las cosas sólo es conocida cuando

39
se descubre la unidad de ellas, lo que en su totalidad es cada una, concluye S. Lasso
de la Vega, «es una rigurosa verdad, por más que suene a llamativa paradoja, decir
que el hombre homérico no posee aún cuerpo». Lo mismo que en el orden de la
forma acontece en el de la función. B. Snell ha hecho notar que la función de ver no
se expresa en el epos homérico con un verbo genérico, como sucederá en el griego
clásico (theorein, blépein) y en los idiomas modernos (ver, mirar), sino con una
pluralidad de ellos, cada uno correspondiente a un determinado modo particular de
ejercitar la visión. En ambos casos podríamos decir que los árboles (miembros,
modos particulares de ver) no dejan percibir el bosque (el cuerpo en su conjunto, el
acto genérico de ver).

D) Cuerpo y alma

Análoga actitud ante la realidad del hombre es la que dio lugar a la no distinción
entre el cuerpo y el alma, el sōma y la psykhē. Es cierto que el
término psykhē aparece en el epos homérico; pero su vaga, imprecisa significación -
precursora, eso sí, de la que ulteriormente tendrá en el pensamiento griego (O.
Regenbogen)- no lleva todavía consigo la luego tópica contraposición cuerpo-alma.
Más que principio de vida o centro de atribución de las actividades que solemos
llamar psíquicas, la psykhē homérica nombra el carácter mortal del hombre, lo que el
hombre pierde al morir y como una sombra, un humo o un sueño vuela hacia el
Hades.
Las operaciones cardinales de la psykhē, y por tanto de la indiferenciada unidad
de ella y el cuerpo, son el thymós, la phrēn y el nóos. Librémonos de pensar, sin
embargo, que tales términos designan, como sentir, entender o querer en nuestra
psicología, modos claros y distintos de la actividad de una psykhē unitariamente
concebida. Es cierto que thymós alude principalmente a la vida afectiva, phrēn al
entendimiento y nóos al saber visual. Pero no son pocos los pasajes del epos en que
cada uno de esos tres sustantivos posee un sentido que en alguna medida se
superpone con el de los otros dos. El thymós de Eneas se alegra como lo hace
la phrēn del pastor (Il. III, 493 y siguientes). El placer de Aquiles cuando tañe la lira
se localiza, ora en su phrēn, ora en su thymós (Il. IX, 186 y sigs.). A veces la
distinción entre thymós y nóos se hace borrosa: el thymós lleva consigo
pensamiento, y el nóos sentimiento. Ño es un azar, apunta S. Lasso de la Vega, que
el silogismo llamado enthyméma, nuestro entimema, tenga su raíz en thymós. Para
Homero, en suma, la psykhē se realiza entera en acciones que de algún modo
difieren entre sí, pero que en cierta medida son intersecantes.
Más aún cabe decir: en la concepción homérica de las actividades que nosotros
llamamos psíquicas o anímicas se hace patente la no diferenciación entre la psykhē y
el sōma a que antes aludí. Tal es el fundamento de la localización de ellas en alguna
región del cuerpo y, en ciertos casos, el empleo puramente anatómico de términos
que originariamente tuvieron una significación psíquica. El corazón, por ejemplo,

40
tiene que ver con el thymós, y por tanto con la valentía y el miedo. La phrēn vino a
ser -en singular o en plural, phrénes- el nombre del diafragma; orientación
semántica que se ha perdido, para volver en primitiva significación psíquica o
mental del término, en varias palabras de nuestro idioma, como frenesí, frenocomio
y frenología. El mismo sentido tiene el hecho de que nuestro pronombre personal
«yo» sea expresado en el epos mediante locuciones como «mis manos», «mi pecho»
o «mi cabeza». Tras tantos siglos en que la dualidad cuerpo-alma ha sido tan
abusivamente subrayada, una curiosa impresión de actualidad produce hoy este
aspecto de la mentalidad homérica.

E) Estimación del cuerpo

Todo lo expuesto hace ver que la estimación del cuerpo fue muy alta en la
cultura homérica; no parece improcedente decir que, en el sentido post-homérico del
término sōma, esa cultura fue somatocéntrica. A la excelencia del cuerpo (fuerza,
belleza) iba naturalmente unida la distinción ética (valentía, honorabilidad), y a su
flaqueza (fealdad, debilidad) la descalificación moral y social. El ulterior
términokalokagathía (Jenofonte, Aristóteles, Demóstenes, Isócrates) procede de la
fusión de kalós (hermoso) y agathós (bueno, honorable) y tiene como fundamento
antropológico e histórico esa identificación homérica entre la eminencia corporal, la
eminencia moral y la eminencia social. Por naturaleza, el aristós, el noble, era a su
tiempo kalós y agathós. Más adelante veremos cómo pervive en Grecia esta altísima
consideración del cuerpo humano.

- II -
El cuerpo humano en la filosofía presocrática
Sería inútil buscar en los filósofos presocráticos una teoría científica del cuerpo
humano y, por consiguiente, una ciencia anatomofisiológica. Ninguno de ellos tuvo
el propósito de construirla. Pero varios de los conceptos que permitieron su ulterior
edificación, en su obra tuvieron primer fundamento. Estudiaré sumariamente los más
importantes.

A) Idea de la phýsis

Desde Tales de Mileto hasta Demócrito, el rasgo común de todos los filósofos
habitualmente llamados presocráticos es su condición dephysiológoi o sabios acerca
de la phýsis. Sólo en dos de ellos, Heráclito y Parménides, llega a convertirse
en ontología, ciencia del ōn, de lo que es, del ser, lo que en ellos y en todos los

41
restantes fue physiología, ciencia de la phýsis, de la naturaleza.
Como physiológoi los caracterizará Aristóteles.
El término phýsis, sustantivo derivado del verbo phyeō, nacer, brotar o crecer -
como natura, con latín, se derivará de nascor-, aparece por vez primera en
la Odisea, cuando Ulises cuenta el modo cómo Hermes le enseñó a librarse de los
encantamientos de Circe; el remedio para evitarlos era una planta (móly)
cuya phýsis, dice Ulises, le mostró el dios: blanca la flor, negra la raíz y difícil de
arrancar para un mortal (Od. X, 303). En un contexto todavía informado por la
mentalidad mágica, el poeta da el nombre de phýsis a la condición de una planta
(algo que nace y crece), simultáneamente caracterizada por su aspecto (flor, raíz) y
por su virtualidad operativa (la virtud de preservar de un encantamiento). Pues bien:
al cabo de dos siglos, a esa palabra recurrirán los filósofos presocráticos para
designar el principio y el fundamento de todo lo real.
Todo en el cosmos -astros, nubes, tierras, mares, plantas, animales- procede de
un principio radical común, al que los primeros presocráticos darán el nombre
de phýsis (la phýsis como realidad universal), que en cada cosa constituye el
principio y el fundamento de su aspecto y sus operaciones (la particular phýsis de la
cosa en cuestión). Las phýsies o naturalezas particulares (la naturaleza del manzano,
la del perro, la del hombre) son, pues, concreciones figuradas y dinámicas de
la phýsis universal, que en ellas se muestra y realiza (la Naturaleza, cuando se la
escribe con mayúscula). Queda aquí intacto el problema de cómo los distintos
pensadores presocráticos entendieron la unitaria y fundamental realidad de la phýsis.
Atenido a lo que pide el tema de este libro, debo limitarme a exponer sumariamente
las varias notas que en el general concepto presocrático de la phýsis pueden ser
distinguidas.

1. La principialidad.- La phýsis es el arkhē, el principio de todas las cosas y de


cada cosa. Principio en los dos más importantes sentidos de esta palabra, el
cronológico y el entitativo. El pensamiento mítico (Hesiodo, los órficos) se
preguntaba cómo fue el comienzo del cosmos; desde Tales de Mileto, los pensadores
presocráticos se preguntarán por el qué de ese comienzo, por lo que en el comienzo
era, y a ese principio le llamarán phýsis. El cual será, a su vez, el principio por el que
cada cosa es lo que realmente es, su naturaleza, su phýsis. De ahí la radical
condición principial y genética de la phýsis, el hecho de que ésta otorgue a cada cosa
su ousía, su esencia real -así interpretará Aristóteles (Metaf. 983 b 40 y sigs.) la idea
presocrática de la phýsis-, y sea a la vez fuerza natural, natura creatrix, como
traduce Diels. Es bien sabido que los más antiguos de los presocráticos atribuyeron a
ese principio un modo concreto de realidad: el agua (Tales), lo indefinido,
el ápeiron (Anaximandro), el aire (Anaxímenes). Pero, sea entendida de un modo o
de otro su consistencia real, laphýsis será siempre principio, arkhē. «Principio del
movimiento y del reposo», dirá de ella, casi tres siglos más tarde, la clásica
definición de Aristóteles (Fís. 192 b 20).

42
2. La divinidad.- Como preludiando la hazaña intelectual de los presocráticos,
ya en el epos homérico queda apuntada una esencial relación entre naturaleza y
divinidad. B. Snell subrayó con acierto la «naturalidad de lo divino» en el
pensamiento homérico; mas también es posible advertir en él,
complementariamente, la «divinidad de lo natural». No es un azar, a mi modo de
ver, que sean llamadas por antonomasia «divinas» las realidades naturales cuya
virtud propia es especialmente eminente y eficaz: la «divina sal» (Il. XI, 214) y
la «divinal bebida» (el vino, Od. II, 341). Los presocráticos darán radicalidad
intelectual a ese antiguo y vago sentir de su pueblo, y entenderán la phýsiscomo lo
divino por antonomasia (tò theion). Sin desplazar socialmente a las formas
precedentes de la religión griega (la olímpica, la dionisiaca, la órfica), surgirá así en
la aristocracia intelectual de la Hélade una religiosidad que bien puede ser llamada
«fisiológica», en el sentido originario del término, y en ella tendrá su nervio
religioso, hasta su extinción, la filosofía de la antigüedad. Por ser natural, y sólo por
ello, todo lo natural es divino. De ahí que Tales de Mileto afirme que «todo está
lleno de dioses» (D. K. 11 A 22) y de ahí también la esencial admirabilidad de la
naturaleza, el carácter «maravilloso e imprevisto» que le atribuye Demócrito (Diels-
Kranz, A 99 a).

3. La permanente fecundidad.- La condición genética y la condición divina de


la phýsis hacen que ésta herede los atributos que tradicionalmente atribuía a los
dioses la religión griega: la inmortalidad y una perdurable y siempre lozana
fecundidad, cuya manifestación visible es el proceso del cosmos a través de sus
ciclos: cada primavera, la naturaleza vuelve a nacer. Es el sentir que, recogiendo el
de los presocráticos, poéticamente expresa Eurípides cuando llama «inmortal y
siempre joven» a la phýsis.

4. La necesidad.- El carácter divino de la phýsis hace que sus movimientos -los


cambios visibles en el proceso del cosmos- puedan ser para el hombre
absolutamente necesarios, enteramente inapelables. Puedan ser, digo, porque no
siempre lo son; en la dinámica de la phýsis, junto a lo que es necesidad absoluta
(moira, anánkē), hay también azar, necesidad azarosa o condicionada (tykhē). De
necesidad absoluta es que a la primavera la suceda el verano, y por azar -por el
hecho de cumplirse tales y tales condiciones- puede tropezar el hombre con las
piedras de su camino.
Para el griego homérico, ni siquiera Zeus es capaz de hacer algo cuya
imposibilidad haya sido decretada por la moira (Il. XVIII, 75 ysigs.); creencia bajo
la cual late la idea de que hay algo, eso que los presocráticos llamarán luego anánkē
phýseōs, fatalidad o forzosidad de la naturaleza, a cuyo imperio hasta los mismos
dioses deben someterse. Es la idea que dará lugar a la idea medieval de potentia Dei
ordinata, al concepto moderno de «ley natural» y a expresiones como «mortal de
necesidad» o «estado de necesidad».

43
5. La regularidad, y por tanto la racionalidad. La determinación de los
movimientos del cosmos, cuando éstos acontecen por necesidad,kat'anánkēn, es
esencialmente superior al arbitrio del hombre; pero esa determinación no es para el
hombre absurda, posee -oculto o patente- cierto lógos, afirmará Heráclito (Diels-
Kranz B 1). Aunque la razón del universo -por tanto, de la phýsis- se escape en
ocasiones al conocimiento del hombre, el universo es en sí mismo racional, y así
llega a descubrirlo el sabio. El cosmos es esencialmente regular, tanto en su
disposición o estructura en su táxis («orden bello» es el significado originario de la
palabra kósmos), como en sus movimientos, en su dinámica.
La phýsis, en suma, es principio y fundamento, y a su esencia pertenecen la
divinidad, la fecundidad, la necesidad y la regularidad. Expresas o tácitas, todas ellas
se dan en la idea presocrática de la naturaleza del hombre, y por tanto del cuerpo
humano.

B) El doblete eidos-dýnamis

Las cosas muestran ser lo que son por su aspecto o figura y por el conjunto de
las acciones que pueden ejecutar y de hecho ejecutan. Laphýsis o naturaleza de una
cosa cualquiera -en nuestro caso: el cuerpo humano- se manifiesta de consuno en la
figura o aspecto de ella (eidos) y en su virtud o potencia para hacer lo que
naturalmente hace (dýnamis). Como antes apunté, ya en la primera aparición de la
palabraphýsis en la lengua griega, el sentido de ella comprende el aspecto de una
planta y su virtud para impedir los encantamientos de Circe.
Cada cosa tiene su eidos propio; según él difiere de todas las demás y se parece
más o menos a algunas. Apunta así la idea de ordenar las cosas conforme a su
apariencia, y por consiguiente -en tanto en cuanto el eidos es manifestación de
la phýsis- según su naturaleza específica. No olvidemos que species es la traducción
latina de eidos. En este sentido cabe oponer complementariamente, como hace
Parménides (Diels-Kranz, 29 A 17), eidos, aspecto, y enérgeia, acción, actividad; y
puesto que la enérgeia es la actualización de la dýnamis (potencia, capacidad o
virtud para actuar), la oposición complementaria entre eidos y dýnamis se hace
evidente. En esa distinción y esa complementariedad tendrá su fundamento toda la
ulterior taxonomía científica de la naturaleza.
Cuando el eidos se realiza exclusiva o preponderantemente como figura externa,
recibe entre los presocráticos el nombre técnico deskhēma, término del que procede
nuestro «esquema» y concepto que adquirirá especial importancia en el atomismo de
Leucipo y Demócrito. Los skhēmata de los átomos y sus diversos movimientos
serán la causa de las distintas propiedades (dynámeis) de las cosas.

44
C) El doblete stoikheion-enantiōsis

En su raíz, la phýsis es una: mía phýsis, dicen Anaximandro (D.-K. A 9 a) y


Anaxímenes (D.-K. A 5) y repetirá el Corpus hippocraticum(L. IX, 98 y sigs.).
En tal caso, ¿cómo explicar la diversidad de los aspectos que ofrecen las cosas?
¿Cómo ordenar racionalmente la enorme multiplicidad de las phýsies o naturalezas
particulares -la del hombre, la del caballo, la de la encina, la de la roca- en la
fundamental unidad de la phýsisuniversal?
Los physiológoi presocráticos resolvieron el problema mediante el concepto de
«elemento» (stoikheion). La phýsis se realiza inmediatamente, bien en un
determinado número de elementos (los cuatro de Empédocles, aire, agua, tierra y
fuego), bien en un número indefinido de ellos (las «semillas» u homeomerías de
Anaxágoras, los átomos de Leucipo y Demócrito, los puntos geométricos de
Arquitas), cuya varia combinación o cuyo vario movimiento dan lugar a los distintos
aspectos y las distintas virtualidades operativas de las cosas. Una cosa difiere de otra
o es semejante a ella, porque la combinación de los elementos o la figura y el
movimiento de los átomos que las constituyen difieren o son semejantes entre sí.
Quiere esto decir que el elemento es el soporte primario -entiéndase de una u
otra manera el modo de serlo- de las dynámeis o virtualidades propias de la cosa en
cuestión. Ahora bien: ¿es posible establecer una ordenación racional de
las dynámeis, siendo tan numerosas y tan diversas las notas o propiedades en que se
manifiestan? Una cosa puede ser verde o roja, caliente o fría, dulce o amarga,
húmeda o seca, pesada o ligera, olorosa o inodora, etc. ¿Cómo ordenar katà lógon,
racionalmente, esa enorme diversidad? Movido tal vez por la honda tendencia
dicotómica de la mente indoeuropea, el pitagórico Alcmeón de Crotona resolvió ese
problema estableciendo un sistema de contraposiciones o enantiōsis entre las
distintas cualidades elementales: caliente y frío, húmedo y seco, amargo y dulce;
sistema que Alcmeón dejó abierto («y las demás cualidades», dice el texto que
Aecio le atribuye: Aecio V, 30, 1; Diels-Kranz B 4), y que más tarde, suprimiendo
de él todas las restantes cualidades, quedará reducido a dos únicas contraposiciones:
caliente-frío y húmedo-seco. Así, el aire como elemento es caliente y húmedo; el
agua, húmeda y fría; la tierra, seca y fría; y el fuego caliente y seco. Las diferencias
entre las cosas resultarían en primer término de la distinta proporción de
las dynámeis que se contraponen en cada una de las enantiōsis.
La tradición médica -Corpus hippocraticum, Galeno- canonizará esta tan
esquemática idea de la relación ente el stoikheion y ladýnamis; pero al lector de los
textos presocráticos no le será difícil advertir la existencia de otras contraposiciones,
en parte coincidentes con las nombradas por Alcmeón y en parte discrepantes de
ellas.

45
D) Iniciación de la biología científica

El estudio de la phýsis según su esencial condición genética necesariamente


había de mover la atención hacia los entes en que la realidad de la génesis se hace
más patente, los seres vivos, y en consecuencia a la elaboración -todo lo
rudimentaria que se quiera- de una doctrina científica acerca de los dos órdenes de
fenómenos en que la dinámica de la vida se manifiesta: el movimiento del cuerpo
viviente ya constituido, su fisiología, en el restricto sentido que hoy damos a esta
palabra, y el proceso de constitución de su figura, la morfogénesis.
Alcmeón de Crotona y Empédocles son los creadores de una fisiología a la vez
general (relativa, por consiguiente, tanto a los animales como al hombre) y científica
(orientada hacia un conocimiento racional de la función estudiada). Mediante la
experimentación en animales. Almeón acertó a localizar en el cerebro la ejecución
de las actividades sensoriales y psíquicas; la idea de una relación entre ellas y
lasphrénes quedó así -aunque no para siempre- científicamente abolida, a él se debe
asimismo una aguda reflexión, la primera en el pensamiento de Occidente, sobre el
mecanismo de la audición y sobre la relación entre la anatomía y la función del ojo
(D.-K. 24 A 5 y 10). Empédocles, por su parte, meditó acerca de la respiración (D.-
K. 31 A 81 y B 100) y sobre la fisiología de los sentidos (D.-K. 31 A 86, 91 y 94).
La antes mencionada complicación entre el eidos y la dýnamis es el tácito
fundamento de estas tempranas especulaciones biológicas.
Y puesto que la phýsis en su conjunto se nos muestra como un ingente proceso
cósmico, en el cual van apareciendo y extinguiéndose los entes que la integran,
necesariamente había de surgir entre los pensadores presocráticos la preocupación
morfogenética, orientada tanto hacia la filogénesis como hacia la ontogénesis, hacia
la embriología. En modo alguno es ilícito afirmar que son ellos los iniciadores del
evolucionismo biológico.
Dos descollaron en tal hazaña, el jonio Anaximandro en Mileto y el siliciano
Empédocles en Agrigento.
Para Anaximandro, la acción del sol sobre la humedad produjo los primeros
seres vivientes (D.-K. 12 A 11), y éstos fueron adquiriendo luego formas variadas
por obra de la sequedad (D.-K. 12 A 30). El hombre, que a diferencia de otros
animales no es capaz de alimentarse por sí mismo al nacer, se formó más tarde, y
tuvo sus ascendientes inmediatos en peces o en animales semejantes a los peces (D.-
K. 12 A 10, 11 y 36).
Más explícitas son la zoogonía y la antropogonía de Empédocles. Como todos
los entes del cosmos, los seres vivos, piensa Empédocles, se forman -más que por
obra de generación stricto sensu- en virtud de un proceso de mezcla y separación de
los elementos, regido por el cambiante juego de dos principios contrapuestos, la
amistad (philotēs, philía) y la discordia (neikos). La amistad une, la discordia separa;
y tanto la unión como la separación de los elementos y de las formaciones
resultantes de su varia combinación se hallan producidas y orientadas por la
necesidad (anánkē: la forzosidad o fatalidad de lo que acaece katà phýsin, por

46
naturaleza) y el azar (tykhē: la determinación causal propia de lo que sucede
pudiendo no haber sucedido). Por azar, katà tykhēn, se forman en la naturaleza
configuraciones materiales distintas, a las que la amistad unió luego para dar lugar a
otras más complejas. De ellas perduran las que son capaces de cumplir
adecuadamente una finalidad (las plantas y los animales que conocemos, el hombre)
y sucumben las que no cumplen esa condición (por ejemplo: animales con cuerpo de
hombre y cabeza de vaca o con doble cara o doble tórax) (D.-K. 31 B 57, 60, 61 y
31 A 48). No es extraño que varios autores -Heinze, Zeller, Dümmler, Gomperz-
hayan visto en la zoogonía de Empédocles un remoto antecedente de la selección
natural darwiniana4. En todo caso, Empédocles es, entre los filósofos presocráticos,
el único que formalmente afirma la transmigración de las almas humanas. «El alma
entra en múltiples figuras de animales y plantas», nos dice a través de Diógenes
Laercio (D.-K. 31 A 1); y en primera persona, con especial énfasis, en uno de sus
más conocidos fragmentos: «Alguna vez he sido yo muchacho, muchacha, arbusto,
pájaro y pez mudo emergente del mar» (D.-K. 31 B 117).

E) La idea del microcosmos

El término microcosmos tiene su origen en una lapidaria sentencia de


Demócrito: ánthropos mikrós kósmos, «el hombre, un cosmos en pequeño» (D.-K.
68 B 34); pero la idea de ver la realidad del hombre como un universo en miniatura
es muy anterior al filósofo de Abdera. El año 1923, bajo el título Persische Weisheit
in griechischem Gewande, «Sabiduría persa bajo indumento griego», publicó A.
Götze un hallazgo sensacional: la parte del escrito hipocrático Sobre las
hebdómadas en que viene descrita la correspondencia entre el microcosmos y el
macrocosmos es la versión casi literal de un pasaje del Gran Bundahisn, texto iranio
en que se describe el origen del mundo. Cualquiera que sea su antigüedad, el
tratadito Sobre las hebdómadas sería una incontestable prueba de la penetración del
saber oriental en el mundo helénico. El «milagro griego» no fue tan sólo el término
de una maravillosa obra de creación, fue también el resultado de un préstamo,
procedente, para colmo, del pueblo a que con su valor y su inteligencia habían
derrotado los griegos. La investigación ulterior ha mostrado que las cosas no eran
tan sencillas. Por una parte, han aparecido fuentes más antiguas que ese tratadito
hipocrático, y se ha visto que la idea microcósmica del nombre tuvo una amplia
difusión en la Grecia colonial de los siglos VI y V (W. Kranz, R. Allers, H.
Hommel, A. Olerud, R. Joly). Por otro lado, ha venido a pensarse (Nygren, Olerud,
Hartmann, Windergren, Molé, Filliozat, Duchesne-Guillemin) que, en lo tocante a la
teoría del microcosmos, más que un juego de influencias y préstamos debe admitirse
un origen múltiple de la misma idea -acaso originariamente indoeuropea-,
configurada luego de manera más concordante o más diversa por las peculiaridades
y las vicisitudes históricas de las distintas culturas. Así lo demuestra lo que en el

47
capítulo precedente se dijo acerca de la concepción del cuerpo humano en la antigua
India.
Indicios de la visión microcósmica del hombre aparecen en varios filósofos
presocráticos, desde Anaximandro hasta Demócrito. En los apartados subsiguientes
será estudiada su ulterior configuración en el pensamiento griego.

F) La contraposición sōma-psykhē

La indecisión homérica acerca de la distinción entre sōma y psykhē desaparece


en los siglos subsiguientes. Todos los pensadores presocráticos distinguen entre uno
y otra: la psykhē es algo invisible que mueve al cuerpo, siente y piensa; el sōma es lo
que en el hombre se mueve, se ve y se toca. Erraría, sin embargo, quien atribuyese a
la psykhē, tal como la conciben los presocráticos, condición inmaterial y espiritual,
como luego hará el pensamiento cristiano. Desde el punto de vista de la consistencia
de uno y otra, la oposición entre el sōma y lapsykhē desaparece en los siglos
subsiguientes. Pero la diferencia entre el sōma y la psykhē no es la que existe entre
la materia y el espíritu, sino la que hay entre una materia menos sutil y una materia
más sutil. A este respecto, poco importa que se atribuya a la psykhē la naturaleza del
aire (Anaximandro, Anaxímenes) o se la conciba como un hálito (Jenófanes), una
emanación del alma del mundo comparable a la sustancia estelar (Heráclito), algo
ínsito en la sangre (Empédocles), «la más fina y más pura de todas las cosas»
(Anaxágoras) o un conjunto de átomos de fuego (Leucipo) o de átomos cálidos y
redondos (Demócrito); bajo todas esas opiniones es común la concepción del alma
humana como un peculiar y exquisito modo de la materia cósmica.
Cualquiera que sea la manera de entender tal actividad -más biológica en
Heráclito (D.-K. 22 B 67), más mecánica en Demócrito (D.-K. 68 A 104)-, el alma
mueve al cuerpo y ejecuta las funciones que con estricta propiedad etimológica hoy
llamamos psíquicas. Varía entre los pensadores presocráticos, sin embargo, la idea
acerca de la suerte del alma en el trance de la muerte: para Heráclito, el alma
individual es inmortal y vuelve al alma del mundo (D.-K. 22 a 17 y 22 B 26); para
Empédocles (D.-K. 31 A 85) y Demócrito (D.-K. A 109), en cambio, el alma muere
con el cuerpo.

G) Explicación racional de la embriogénesis

El esencial momento genético que lleva en sí la realidad de la phýsis por


necesidad había de suscitar entre los physiológoi presocráticos la especulación sobre
la embriogénesis. Sin saber cómo se forman los animales y el hombre, no podría
decirse que se conoce suficientemente la phýsis animal.
El eidos del hombre se forma a partir de la materia cósmica; antes vimos cómo
Anaximandro y Empédocles entendieron ese proceso. Ahora bien: ya formado el

48
cuerpo del hombre, ¿cómo, a través de la procreación, se perpetúa ese eidos suyo, su
especie?
Zeller atribuyó a Anaxágoras y a Diógenes de Apolonia la idea de que el papel
de la mujer en la fecundación puramente receptivo; la semilla procedería
exclusivamente del varón. Es probable que, en lo tocante a Anaxágoras, tal opinión
no sea cierta; en cualquier caso, la doctrina predominante entre los presocráticos -
Alcmeón, Empédocles, Parménides, Demócrito- afirma que la semilla procede tanto
de la mujer como del varón. El problema consiste en saber dónde se engendran las
dos semillas, la masculina y la femenina, y cómo de ellas se forma el embrión.
Erna Lesky ha distinguido tres orientaciones principales en el pensamiento
antiguo acerca de la procreación: la teoría encéfalo-mielógena, que atribuye el
origen de la semilla al cerebro y la médula espinal; la teoría de la pangénesis, según
la cual la materia fecundante procedería de todas las partes del cuerpo; la teoría
hematógena, para la cual el esperma tiene su fuente en la sangre.
Acaso con un remoto y vago origen iranio, la teoría encéfalo-mielógena procede
inmediatamente del círculo pitagórico; más precisamente, de Alcmeón de Crotona y
de Hipón de Regio. Para aquél, el semen sería «una parte del encéfalo» (D.-K. 24 A
13); para éste, una efusión de la médula espinal (D.-K. 38 A 12).
La doctrina de la pangénesis se impuso a fines del siglo v y comienzos del IV;
es decir, poco después de que sus creadores, Anaxágoras y Demócrito (D.-K. 58 B
10), la pusieran en circulación. No parece ilícito ver en ellos dos remotos
precursores del preformacionismo de los siglos XVII y XVIII. «En la misma semilla
-dice un escolio de Gregorio de Nacianzo a Anaxágoras- están contenidos los
cabellos y las uñas, las venas y las arterias, los tendones y los huesos, de manera
imperceptible, naturalmente, a causa de la pequeñez de sus partes; pero cuando
crecen se separan poco a poco entre sí. Pues -decía él- ¿cómo podría nacer pelo de lo
que no es pelo y carne de lo que no es carne?» (D.-K. 59 B 10).
Ulterior a la doctrina de la pangénesis es la teoría hematógena. Acaso
procedente de Pitágoras, apuntada luego en un fragmento de Parménides (D.-K. 28
B 18), afirmada más tarde por Diógenes de Apolonia (D.-K. 51 B 6), la idea del
origen hemático del esperma será ampliamente elaborada por Aristóteles y ejercerá
una influencia decisiva sobre el ulterior desarrollo de la embriología.
El problema de la determinación del sexo preocupó también a los pensadores
presocráticos. Alcmeón enseñó que el sexo del embrión es el de aquel de sus
progenitores cuya semilla predomina al mezclarse las dos en el útero materno (D.-K.
24 A 14). «Mecanismo de laepikráteia» (epikráteia, «predominio») ha llamado Erna
Lesky a este modo de ver la determinación del sexo, tan directamente relacionado
con el sentido agonal de la vida que informó la cultura de la Grecia arcaica. Con
estas ideas se halla estrechamente relacionada la atribución de carácter masculino al
lado derecho del cuerpo y de carácter femenino al izquierdo. Esta convicción,
operante en varias culturas primitivas y arcaicas, fue elevada a doctrina «fisiológica»
en el círculo pitagórico (D.-K. 58 B 5) y por los pensadores eleáticos y jonios, entre
ellos Parménides (D.-K. 28 B 17) y Anaxágoras (D.-K. 59 A 107).

49
* * *
Los pensadores presocráticos no legaron a la posteridad una teoría del cuerpo
humano bien elaborada; no fue éste su propósito, aun cuando, en tanto que realidad
cósmica, alguna vez fuese el cuerpo humano objeto de su atención. No describieron,
es cierto, su figura visible; pero supieron crear conceptos que habían de ser
fundamentales para la ulterior anatomía descriptiva (eidos, skhēma), construyeron
una estequiología general, sobre la cual se asentaría luego la estequiología biológica,
iniciaron una fisiología general basada en la observación y el experimento y
esbozaron una visión de la morfogénesis más o menos próxima a la doctrina que hoy
llamamos evolucionismo. Los autores del Corpus hippocraticum, por el lado
médico, Aristóteles, por el filosófico-natural, serán los principales herederos y
continuadores de su obra.

III -
El cuerpo humano en el «Corpus hippocraticum»
Dos conceptos elaborados por los filósofos presocráticos, el
de phýsis (naturaleza) y -conexo con él- el de tékhnē (arte, técnica), dieron
fundamento intelectual a la obra médica de los autores del Corpus hippocraticum; y
aunque la intención últimamente pragmática de su saber -el conocimiento y la
curación de las enfermedades- orientase de ordinario hacia la tékhnē iatrikē o arte de
curar la expresión de su antropología, no dejaron de utilizar y desarrollar otras ideas
generales de la physiología presocrática. Más aún: algunos, como el autor del
escrito Sobre la naturaleza del hombre, piensan que son los médicos y no los
filósofos quienes en verdad pueden opinar acerca de ella, y otros -dice el de Sobre la
medicina antigua- hasta se han apartado de la tékhnē iatrikē para lanzarse a la
especulación filosófica. Pero, movidos casi siempre por su oficio, su saber
antropológico fue ante todo iatrocéntrico, centrado por la medicina. Salvo en un
reducido número de escritos, como Sobre las carnes y -sólo en parte- Sobre la
naturaleza del hombre, la colección hipocrática es obra de médicos y para médicos,
no de filósofos de la naturaleza. La íntegra recepción y el ulterior desarrollo de
la physiología presocrática con mente estrictamente filosófica quedaba reservada a
Platón y Aristóteles, a éste muy en primer término.
Dando convencional unidad sistemática a los saberes anatomofisiológicos
contenidos en los escritos de la colección hipocrática, expondré sinópticamente lo
que a mi juicio constituye su torso5. Cinco temas principales deben ser discernidos:
 Génesis;
 Condición microcósmica;
 Estequiología;
 Morfología; y,
 Dinámica.

50
A) Génesis de la phýsis humana

Como en esbozo lo había sido la presocrática, la antropología hipocrática es el


capítulo antropológico de una biología comparada; por tanto, el conocimiento de
la phýsis humana dentro de la physiología de los seres vivientes y de ésta dentro de
la physiología general o cosmología. Y puesto que la nota más radical y significativa
del término phýsis es su referencia al nacer y el crecer, a la génesis, las ideas acerca
de ésta deberán iniciar la exposición sistemática de lo que sobre el cuerpo humano,
manifestación primaria de la phýsis del hombre, pensaron los médicos hipocráticos.
Sólo en dos escritos de la colección, Sobre la dieta y Sobre las carnes, se alude
explícitamente a la formación del cuerpo humano en el proceso de
la phýsis universal. Lo poco que aquél dice es un sumarísimo compendio sincrético
de las ideas de Empédocles y Anaxágoras. Como las restantes formas animales, la
forma humana (anthrōpinē idea) sería el resultado de una combinación de elementos
movidos a impulsos de la divina forzosidad (anánkē theíē) que gobierna los
movimientos cósmicos. Más pormenorizada y extensa es la descripción deSobre las
carnes. Apoyado en Heráclito, y tal vez en Arquelao y Empédocles, su autor explica
a su modo la génesis de los primeros seres vivientes. Bajo la acción del calor, la
mezcla de los elementos sufrió «putrefacciones» (sēpedonas) que dieron lugar a la
producción de «lo grasiento» (tò liparón) y «lo coloideo» (tò kollōdes), y como
consecuencia a la formación de «membranas» o «cubiertas» (khitōnas). Tal sería el
punto de partida de la doctrina morfogenética de este autor en la cual, como bien se
advierte, osadamente se mezclaron la imaginación y el esquematismo.
Con mayor frecuencia aparecen en el Corpus hippocraticum ideas acerca de la
ontogénesis, procedentes de las que ya habían elaborado los pensadores
presocráticos o suscitadas por la reflexión acerca de los datos que la experiencia
médica ofreciera.
Origen netamente presocrático tiene la concepción hipocrática de la
espermatogénesis y la fecundación. La teoría encéfalo-mielógena puede entreverse
en los escritos Sobre los aires, las aguas y los lugares (L. II, 78) y Sobre la
generación (L. VII, 472), pero es mucho más clara y frecuente la apelación a la
doctrina de la pangénesis; así en Sobre los aires, las aguas y los lugares (L. II,
60), Sobre la enfermedad sagrada (L. VI, 364) y Sobre la generación (L. VII, 470,
474 y 496). La teoría hematógena no parece haber sido conocida o aceptada por los
médicos hipocráticos.
De uno u otro modo formadas, las semillas masculina y femenina se mezclan
entre sí en el coito fecundante y dan lugar al embrión (Sobre la dieta, L. VI, 480,
y Sobre la generación, L. VII, 476 y 486). En el conjunto unitario que forman este
último escrito y Sobre la naturaleza del niño es tratado con cierta amplitud y sobra
de imaginación el proceso de la embriogénesis, cuyo punto de partida sería la
llegada de aire a la mezcla de las dos semillas -a ello proveería la respiración de la
madre- y la formación del neuma, por obra del calor uterino, en el seno de aquélla.
El crecimiento por asimilación de lo semejante, el endurecimiento por obra del calor

51
y la tendencia a la ramificación -los miembros se formarían como las ramas de los
árboles- son para este autor los mecanismos esenciales de la embriogénesis; y la
observación de la realidad -examen de huevos incubados, germinación de las
semillas vegetales-, la práctica de algún tosco experimento y la osada referencia
analógica de lo observado a lo que acontece en el seno del organismo, los
principales recursos metódicos para la descripción del proceso embriogenético.
Procedencia presocrática tienen también la explicación hipocrática de la
determinación del sexo (el antes mencionado «mecanismo de laepikráteia»), la
atribución del carácter masculino al lado derecho y de carácter femenino al
izquierdo y las ideas acerca de la transmisión de los caracteres hereditarios.

B) Macrocosmos y microcosmos

En el apartado precedente consigné el papel del escrito Sobre las


hebdómadas en la helenización de la idea microcósmica del cuerpo humano, e hice
ver las líneas esenciales de su difusión en el seno de la cultura griega. A través de
ésta, la visión del hombre como microcosmos será nota casi constante de la
antropología occidental. Pero, puesto que el modo de entender la semejanza entre el
macrocosmos y el microcosmos no ha sido siempre el mismo, no será inoportuno
exponer el cuadro de las diversas líneas esquemáticas en la interpretación de esa
semejanza. Helo aquí.

1. Paralelismo configurativo entre el macrocosmos y el microcosmos:


a. Paralelismo en la configuración estática: el microcosmos imita la figura
visible del macrocosmos;
b. Paralelismo en la configuración dinámica: el curso temporal de los
movimientos del microcosmos es copia o efecto del curso temporal de los
movimientos del macrocosmos;
c. Paralelismo cruzado: el número de ciertas partes del cuerpo humano (huesos,
músculos, cubiertas, etc.) equivale al número que mide un determinado ciclo
en el movimiento del universo.

2. Paralelismo entitativo entre el macrocosmos y el microcosmos:


a. Simultánea presencia en el microcosmos de todos los modos de ser existentes
en el macrocosmos; simultaneidad que puede darse por asunción ontológica
(el modo de ser del animal asume los modos de ser inferiores, el vegetal y el
mineral: antropología de Aristóteles) o por mera superposición (coexistencia
estratificada de los distintos modos de ser: antropología de Bichat).
b. Presencia sucesiva en el microcosmos de todos los modos de ser existentes en
el macrocosmos (la ontogenia como recapitulación de la cosmogenia y la
filogenia: antropología del evolucionismo haeckeliano).

52
El paralelismo macrocosmos-microcosmos expuesto en Sobre las
hebdómadas es preponderantemente configurativo: la piel copia al firmamento, el
calor corporal al Sol, el diafragma a la Luna, el neuma al aire, los huesos, la carne, el
cerebro y la médula, a la tierra. Aún es más clara la relación figural en la
correspondencia que ese escrito establece entre las regiones del orbe próximas al
autor (el Peloponeso. el Istmo, el Bósforo, la costa jónica) y diversas partes del
cuerpo. Mas también carácter dinámico posee el paralelismo: vigencia universal del
número siete, ritmo de las estaciones y de la vida orgánica (L. VIII, 639 y sigs.).
Más compleja es la renovada visión del cuerpo humano como apomímēsis tou
hólou o «copia del todo» que ofrece el escrito Sobre la dieta (L. VI, 474 y sigs.).
Quien sepa contemplar el mundo con los ojos y la inteligencia, dice su autor,
entenderá la correspondencia entre las partes del cosmos y las del cuerpo
(firmamento-piel, mar-vientre, tierra-estómago y pulmón, etc.) y descubrirá que la
dinámica universal del fuego está sometida a tres circuitos o revoluciones (períodoi)
concéntricamente ordenados, uno exterior (piel-astros), otro intermedio (Sol-
corazón) y otro interior (¿Luna-peritoneo, como propone Kranz, o Luna-diafragma,
como sugiere Joly?). La versión de la doctrina del microcosmos que ofrece Sobre la
dieta acentúa, pues, el carácter dinámico del paralelismo: lo verdaderamente
esencial de éste sería la correspondencia entre los ritmos del universo y los del
cuerpo, presididos ambos por la ley del número.
Sería un error, sin embargo, pensar que sólo esos dos escritos
del Corpus manifiestan la adscripción de los médicos hipocráticos a la concepción
microcósmica del cuerpo humano. Una lectura atenta de la colección hace ver que
multitud de las ideas en ella expuestas, tanto las de orden fisiológico como las de
carácter clínico y patológico, en esa doctrina tienen su origen. No cabe la duda:
explícita o implícitamente, la antropología del Corpus hippocraticum se halla
traspasada por la visión microcósmica del hombre.

C) Estequiología

Como el resto de los sabios griegos, desde los presocráticos hasta Galeno, los
médicos hipocráticos no distinguieron entre la ciencia de la estructura del cuerpo
(nuestra anatomía) y la de su actividad funcional (nuestra fisiología). Para todos
ellos, la realidad física del hombre, su phýsis, a la cual pertenecen tanto
su sōma como su psykhē, se manifestaría unitaria y simultáneamente en su eidos, en
su figura externa e interna y en las acciones (energéiai) que resultan de la
actualización de las dynámeis o potencias de aquélla. Él estómago es estómago,
valga este ejemplo, poniendo en acto su capacidad para digerir (su dýnamis propia)
conforme a lo que pide la peculiaridad de su eidos (su figura y su estructura). Ello,
sin embargo, no es obstáculo para estudiar la idea hipocrática del cuerpo humano
distinguiendo convencional y metódicamente su composición elemental, su figura
visible y su actividad funcional.

53
Aun cuando la palabra stoikheion, «elemento», sólo una vez, y no con sentido
cosmológico, aparece en el Corpus hippocraticum (L. VIII, 444), en él hay,
diversamente configurada, una estequiología del cuerpo humano tácita o
expresamente fundada en la estequiología cosmológica de los presocráticos y
enderezada, como ella, a la resolución de un grave problema intelectual: la
necesidad de conciliar la diversa apariencia de las partes del cuerpo humano -la piel,
el ojo, el corazón, etc.- con el carácter fundamental y unitario de la phýsis, tanto la
universal (koinē phýsis apántōn, naturaleza común de todas las cosas), como la
propia de cada cosa particular (idíē phýsis ekastou), según la sentencia del autor
de Sobre las epidemias I (L. II, 670). Pues bien: siguiendo la enseñanza y el
proceder mental de los physiológoi, los autores hipocráticos resolvieron ese
problema aceptando de vario modo la realidad de los stoikheia o «elementos
primarios» de la cosmología presocrática y añadiendo a ellos los «elementos
secundarios» o biológicos -stoikheia llamará Galeno a los humores- que
inmediatamente constituyen la phýsis animal.
Fieles a la serie cuaternaria de Empédocles -agua, aire, tierra y fuego- o
reduciendo a dos o a uno el número de los elementos que la componen, a ella es a la
que más frecuentemente recurren los autores hipocráticos. Pero no se entendería
acabadamente el pensamiento de su conjunto si no se advirtiese que algunos de ellos
consideran como elemento primario o cosmológico no la elemental realidad material
de la tierra o el fuego, tal y como Empédocles la entiende, sino
las dynámeis elementales -lo caliente, lo húmedo, etc.- que rigen la actividad del
cuerpo viviente. Por lo menos, sólo a ellas aluden de manera expresa. Junto a una
estequiología material, en el Corpus hippocraticum hay una estequiología dinámica,
una visión del cuerpo en el que el stoikheion es la dýnamis elemental.
Designados con nombres distintos (khymós, zumo; ta éonta, los entes, las cosas
que son; tò hygrón, lo húmedo, lo líquido; ikmás, la humedad; ikhōr, líquido claro,
o hydōr, líquido, agua), los elementos secundarios de que con más frecuencia se
habla en el Corpus hippocraticum son los humores. Es cierto que en él hay autores
adscritos a una estequiología neumática y solidista, como el de Sobre las carnes y el
de Sobre las ventosidades, y que en consecuencia ven el cuerpo como una masa
sólida o semisólida perforada por los canales (póroi) que sirven de cauce al neuma;
pero, expuesta con extensión y precisión muy diversas, la concepción humoral de la
estequiología es la dominante entre los médicos hipocráticos, sean coicos o cnidios,
y la que, sistematizada por Galeno, de modo más influyente va a pasar a la medicina
medieval. Los escritos Sobre la naturaleza del hombre y Sobre los humores son los
que con mayor claridad y mejor sistema exponen la primitiva doctrina humoral.
Hipocráticamente entendido, un humor es una sustancia fluida o semisólida,
compuesta por la mezcla en varia proporción de los elementos primarios, capaz de
mezclarse, a su vez, con los restantes humores, y nunca descompuesta -al menos,
cuando no son patológicos los procesos orgánicos- en los elementos primarios que la
constituyen. Tal es la razón por la cual Galeno llamará stoikheia a los humores. La
mezcla de ellos (krásis) y la distinta proporción de cada uno son el fundamento de la

54
peculiaridad anatómica y funcional del cuerpo en su conjunto y de cada una de sus
partes; y es así porque en el humor se ve el sustrato material de las dynámeis que
resulta de combinarse y unificarse las cualidades de los elementos primarios que lo
componen: la sangre es caliente y húmeda, la pituita, húmeda y fría, la bilis amarilla,
caliente y seca, y la bilis negra, seca y fría, porque en ellas predominan de diverso
modo o son de modo diverso deficientes el agua, el fuego, el aire y la tierra.
Sería craso error confundir el humor-elemento con alguno de los líquidos
orgánicos empíricamente observables. La sangre que brota de una vena al incidirla
es un líquido orgánico complejo, en cuya composición entran los cuatro humores
elementales, aunque con notorio predominio de la sangre-elemento; y otro tanto
debe decirse de la pituita que fluye de la nariz, de la bilis amarilla que contiene la
vesícula biliar y de la bilis negra almacenada en el interior del bazo. Así podrían
explicarse de manera racional las diferencias existentes entre los varios aspectos con
que al médico se presentan la sangre venosa, la pituita nasal y las dos especies de la
bilis empíricamente observables.
Según la enumeración canónica, más tarde consagrada por la tradición, los
humores del cuerpo animal son los cuatro antes mencionados, sangre (haima),
pituita (phlégma), bilis amarilla (xanthē kholē) y bilis negra o melancolía (mélaina
kholē); mas, como ya apunté, varios de los escritos que siguen la doctrina humoral
nombran sólo tres (pituita, bilis y sangre) o sólo dos (pituita y bilis) de los que
figuran en esa serie cuaternaria, e incluso hay otros en los cuales el humor bilis
negra es sustituido por el agua, entendida ahora como humor elemental. Diversidad
esta que tal vez deba ser diacrónicamente interpretada: a un primitivo esquema
diádico (bilis amarilla y pituita) se habrían añadido sucesivamente la sangre y la
bilis negra.
Discrepan las opiniones en cuanto al origen de la teoría humoral. ¿Procedía ésta
de la observación directa de la realidad, como sugieren los muchos textos en que son
descritas la coagulación y las alteraciones patológicas de la sangre, entre ellas
la crusta philogistica, y como tan taxativamente se afirma en Sobre la naturaleza del
hombre? ¿Debe ser vista como un calco humoral de los cuatro elementos de
Empédocles, como supuso Fredrich? ¿Fue la configuración helénica de un primitivo
arquetipo cosmológico indoeuropeo, raíz asimismo de la doctrina india de los
tres dhâtu y los tres dosa? La cuestión no está definitivamente resuelta. Tal vez
todas estas hipótesis tengan una parte de verdad.

D) Eidología

Llamo ahora eidología al conocimiento científico de la forma humana, en


cuanto ésta es aprehendida por la visión directa del cuerpo en su conjunto y de sus
partes externas e internas.

1. A diferencia de los griegos homéricos, que veían con sus ojos la totalidad del
cuerpo, pero no la percibían mentalmente, los physiológoi presocráticos y los

55
médicos hipocráticos vieron, percibieron y expresaron esa al parecer no tan obvia
totalidad. Las referencias a ella se hacen patentes en diversas y muy frecuentes
expresiones de los escritos del Corpus: holon tò sōma, pan tò sōma, amphi tò sōma;
lo cual no es sólo consecuencia de la necesidad diagnóstica y terapéutica de integrar
en el todo del cuerpo lo que se observa en alguna de sus partes, es también expresión
de una conceptuación filosófico-natural del cuerpo humano, en tanto que cuerpo
viviente (L. VI, 276). Hasta un curioso neologismo, holomeliēs, «totimembridad»,
posesión integral de los diversos miembros, nació de tal necesidad intelectual (L.
VIII, 556 y 560, y IX, 106).
En la visión del cuerpo como un todo tiene su fundamento empírico la
biotipología hipocrática: la más o menos metódica distinción de las distintas formas
típicas que presenta la figura del hombre -y por tanto su phýsis- según los sexos, las
edades, los tipos temperamentales y las razas. La teoría humoral -o la concepción
solidista y neumática de la estequiologia, en los escritos que a ella recurren- fue el
instrumento mental con que se intentó dar razón científica de esa tipificación.
La varia interpretación de la diferencia entre los dos sexos -calidez y humedad
mayores o menores en uno y en otro- aparece en varios escritos: Sobre las
glándulas, Enfermedades de las mujeres I, Sobre la naturaleza del niño, Sobre la
dieta. En cualquier caso esa diferencia no fue para los hipocráticos absoluta y
tajante; humoralmente hablando, no habría «varones puros» y «hembras puras», sino
individuos en que predomina la condición viril o la condición femenina (L. VII, 478;
y VI, 500). Acerca de la biotipología de las razas puede leerse un significativo
apunte en Sobre los aires, las aguas y los lugares. La diferencia somática y
temperamental entre los «europeos» y los «asiáticos» se transmite, desde luego, por
herencia, pero es principalmente debida, piensa el autor del escrito, a la doble
influencia del medio físico y del régimen político: phýsis, la naturaleza del medio,
y nómos, el conjunto de los hábitos políticos y sociales, colaborarían en la
producción del tipo étnico.
Más importante y más influyente fue la contribución de los médicos
hipocráticos a la biotipología de los temperamentos. Como en tantos temas sucede,
la disparidad de los escritos acerca de la tipificación empírica (gordos y flacos,
fuertes y débiles, piel tensa y seca o laxa y húmeda, etc.) y de la interpretación
«fisiológica» (atenimiento a uno u otro esquema de la teoría humoral, referencia
exclusiva a la diferencia en las dynámeis o cualidades) es claramente perceptible.
Pero sea cual sea la orientación mental del descriptor, en ninguno de los escritos
del Corpus puede encontrarse una clasificación tan precisa y acabada de los tipos
temperamentales como la que, apoyado en ellos, siglos más tarde ofrecerá Galeno.
Un examen detenido y metódico de la colección hipocrática ha permitido a H.
L. Dittmer recoger en su vario conjunto alusiones o descripciones relativas a cinco
biotipos: el flemático, el bilioso, el sanguíneo, el melancólico y el esplénico, más o
menos precisamente diferenciados por la constitución somática, la actividad
corporal, el psiquismo y la propensión mayor o menor al padecimiento de algunas
enfermedades. La disparidad entre los diferentes autores es evidente; pero con su

56
respectiva peculiaridad, sus notorias deficiencias y, en ocasiones, su abusiva
tendencia a la especulación, los tratados hipocráticos constituyen el primer
testimonio histórico de la floreciente disciplina científica que hoy llamamos
biotipología.
Al paulatino cambio en el predominio de las cualidades (calidez, sequedad,
frialdad y humedad) y a la subyacente mutación en la composición humoral del
organismo es referida, también con disparidad, la diferencia entre las varias edades
del hombre; siete, cuatro, tres o dos, según los distintos opinantes.

2. Una y varia en su eidos, la phýsis humana se realiza y manifiesta en las


diversas partes (khōrion, lugar; méros, parte; moira, porción;tópos,
lugar; splánkhnon, víscera; órganon, órgano; son los nombres de que hacen uso los
autores hipocráticos) en que su radical unidad se diversifica. Sería inútil buscar en
el Corpus hippocraticum, ni en el conjunto de sus escritos, ni en el que lleva el título
de peri anatomēs, «Sobre la anatomía»6, una descripción sistemática de la anatomía
humana. Pero, movidos por la necesidad médica de conocer la composición
anatómica del cuerpo, casi todos los autores del Corpus han dejado en sus páginas
muy abundantes noticias acerca de ella.
Las fuentes del saber anatómico de los hipocráticos fueron la práctica médica y
la observación de huesos humanos y cadáveres animales; tal saber «más procede de
la tienda del carnicero que de la sala de disección», dice gráficamente R. von Töply.
No hay ningún documento que nos permita afirmar la práctica de la disección de
cadáveres humanos7. Con todo, la excelente utilización de esas fuentes -con las
limitaciones inherentes a ellas y con un empleo apresurado del razonamiento por
analogía y de la inferencia inmediata; por ejemplo: admitir la existencia de una
comunicación directa entre el intestino y la vejiga urinaria para explicar la poliuria-
les permitió dar un paso muy importante hacia la edificación de una anatomía
descriptiva.
En mi opinión, los conceptos descriptivos de carácter general quedan reducidos
al de skhēma, tal y como aparece en Sobre la medicina antigua. En el sentido que
tenía para el griego culto de los siglos V y IV, la palabra skhēma aparece con cierta
frecuencia en los textos quirúrgicos para designar la figura exterior o la posición de
un miembro fracturado. Pero el autor de ese escrito eleva su dignidad y hace de ella
un concepto anatomofisiológico de carácter general: «Llamo skhēmata -escribe- a
las (configuraciones) de los (órganos del hombre)»; órganos huecos y anchos,
órganos sólidos y redondos, órganos esponjosos y laxos. La función del órgano
dependería, por tanto, de ladýnamis correspondiente a su complexión humoral y de
la índole de su skhēma (L. I, 630). No parece excesivo ver en este texto la primera
piedra de una posible anatomía funcional8.
Poniendo en mi exposición un orden que sería inútil buscar en la colección
hipocrática, mostraré sumariamente el saber anatómico en ella contenido:
 Osteología y artrología.- La estructura de los huesos del cráneo y el trazado
de las suturas craneales son bastante bien descritos. Son mencionados los

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senos frontales, y nombrados o aludidos los huesos de la nariz, el etmoides, el
maxilar superior, con su articulación zigomática, y el maxilar inferior, con
una sínfisis en el mentón y vasos para los dientes. Es muy sumaria la
descripción del raquis, y diversos y erróneos los datos acerca del número de
las vértebras, de cuya figura se nombran el cuerpo vertebral y las apófisis
espinosas. Se habla de siete costillas verdaderas y varias falsas. La
extremidad acromial de la clavícula es concebida como un hueco
independiente. Se distinguen varias formas de la articulación: la artrodia, el
gínglimo y la sínfisis. Fue conocido el líquido sino vial.
 Miología.- El músculo (mys) y las partes blandas o «carnes» (sarka) no son
siempre bien distinguidos. Son nombrados o sumariamente descritos los
músculos temporales, los maseteros, «los del húmero», el deltoides, el
pectoral mayor, los flexores de la mano y los dedos, el psoas, los glúteos, el
bíceps femoral, los tendones peroneos, el tendón de Aquiles y -sin mayores
detalles- los músculos del raquis. El término neuron significa casi siempre
tendón y, con menor frecuencia, tubo hueco.
 Esplancnología.- Difieren considerablemente las descripciones del tubo
digestivo. Habría en él dos cavidades o vientres (koilíai), uno para recibir
alimentos y otro para expulsar sus residuos (Sobre el arte). Más prolijo es el
autor de Sobre la anatomía (vaga distinción entre el intestino delgado, el
colon y el recto). En otros escritos son nombrados el yeyuno (néstis), el
mesenterio (mesentéron) y el peritoneo (peritónaion), y se habla del hígado,
en el que se ve el origen de la sangre, y de la vena porta y el bazo. Sobre las
glándulasmenciona las amígdalas y los ganglios linfáticos del cuello y del
mesenterio.
o La epiglotis, la tráquea (arteriē) y los bronquios son aceptablemente
descritos, aunque la tráquea no sea siempre bien distinguida del
esófago, y en los escritos cnidíos -salvo en Enfermedades IV- se
afirma que a pesar de la epiglotis va a los órganos torácicos, para
refrescarlos, una parte de los líquidos ingeridos. De los pulmones se
dice que tienen cinco lóbulos y estructura esponjosa. La conexión
vascular entre el corazón y los pulmones es mencionada en Sobre la
enfermedad sagrada. El corazón es sumariamente descrito en Sobre la
anatomía, y con más detalle en Sobre el corazón. La disposición y la
función de las válvulas semilunares quedan muy precisamente
consignadas.
o Menos satisfactorias son las noticias relativas a los vasos (phlébes). El
término arteriē, con el que originariamente fueron designados la
tráquea y los bronquios, pasó más tarde a nombrar los vasos
sanguíneos arteriales. Tres etapas pueden ser discernidas (Littré) en la
angiología de los antiguos griegos: la prehipocrática (todos los vasos
procederían de la cabeza), la hipocrática (diversa en su configuración
y más minuciosa que la anterior, pero llena de graves errores) y, más

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próxima ya a la realidad, la aristotélica. Los escritos Sobre la
enfermedad sagrada, Sobre la naturaleza del hombre y Sobre la
naturaleza de los huesos, muy discrepantes entre sí, son los que con
más detalle hablan de la configuración del sistema vascular.
o Del aparato urogenital son nombrados los riñones, la vejiga, los
uréteres, las vesículas seminales y los conductos deferentes; y en los
escritos ginecológicos, los genitales externos de la mujer, el útero, al
que se atribuye figura bicorne, y los ligamentos uterinos.
 Neurología.- La visión hipocrática del sistema nervioso es deficiente y
contradictoria. Fueron conocidas las meninges, una gruesa y otra delgada. La
división del cerebro en dos hemisferios es mencionada en Sobre la
enfermedad sagrada, cuyo autor, aunque sin nombrar a Alcmeón de Crotona,
afirma con energía la visión del cerebro como órgano de la vida anímica. De
la médula espinal se sabe que nace del encéfalo y que la rodean membranas.
Los nervios son ordinariamente confundidos con los tendones y los vasos;
pero cuando se habla de nervios en sentido estricto, el término tonos es
preferido a neuron. Hubo algún vago conocimiento de los nervios óptico,
acústico, trigémino, cubital y ciático, así como del plexo braquial.
o En el ojo son distinguidas tres cubiertas, la esclerótica (lo blanco del
ojo, tò leukón), la córnea y otra más fina, a la que se da el nombre de
aracnoides (tò arakhnoeidés). Fueron conocidos el humor vítreo, y
acaso el cristalino. De la pupila se dice que parece negra porque está
situada sobre fondo oscuro.
 Psicología.- Puesto que los hipocráticos nunca dejaron de ver en
la psykhē una realidad material, su inclusión en la descripción del cuerpo
parece obligada. Moira sōmatos, parte del cuerpo, la llama el autor de Sobre
la dieta (L. VI, 480); parte carente, es cierto, de figura visible, pero no de
localización espacial y de movimiento.
Aunque los hipocráticos afirmaron con frecuencia y energía el precepto de
atenerse a lo que de hecho se ve, no pocas veces incurrieron en dar por real lo que
como visible se imagina. Acabamos de comprobarlo. Pero, en lo tocante al saber
anatómico, tanto sus aciertos como sus errores procedían del fecundo aserto
doctrinal consignado en Sobre los lugares en el hombre: que la phýsis del cuerpo
debe ser para el médico el principio del saber.

E) Dinámica

Para los hipocráticos, la phýsis del hombre se realiza y manifiesta de un modo


simultáneamente figural (el eidos del cuerpo, del cual sería parte no figural
la psykhē) y operativo y dinámico (la actualización funcional de sus
diversas dynámeis, diversificaciones de unadýnamis fundamental y básica: la
capacidad de vivir humanamente). Limitándome convencional y metódicamente

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al eidos de la phýsishumana, en las páginas precedentes he expuesto de manera
sinóptica el saber anatómico contenido en la colección hipocrática. Procediendo del
mismo modo, expondré ahora cómo en ella se ve la actualización de las dynámeis en
que se diversifica la actividad de vivir humanamente.

1. Como todos los griegos, los médicos hipocráticos distinguieron entre: zōē,
vida biológica; y, bíos, la vida que hace el hombre en el mundo. Según la zōē, el
todo del cuerpo vive creciendo desde la masa embrionaria y pasando de una edad a
otra, hasta su muerte. Según elbíos, el cuerpo humano vive conduciéndose social y
políticamente -por ejemplo, practicando una determinada tékhnē: la del médico, la
del arquitecto o la del alfarero- y construyendo así una determinada biografía. Varias
páginas dedica el autor de Sobre la dieta a explicar la armoniosa relación entre el
macrocosmos, la vida social y el microcosmos, éste en cuanto configuración de
la phýsis del hombre (L. VI, 486-496).
En el cuerpo humano alcanza su más alta perfección visible la phýsis universal;
pero esta suma perfección suya se halla sometida a una doble forzosidad
(anánkē o moira): padecer enfermedades, unas veces por decreto inexorable de la
misma phýsis (kat'anánkēn) y otras por obra del azar (katà tykhēn), y morir. La
vulnerabilidad y la mortalidad pertenecen a la esencia de nuestra naturaleza. La
mezcla de nuestros humores es lábil, y en consecuencia puede ser morbosamente
alterada por diversas causas; y si la enfermedad es mortal, el alma se separa del
cuerpo (L. VI, 148, y VII, 236 y 262") y los humores y las cualidades elementales
vuelven al cosmos. Tal es, en esencia, la explicación fisiológica de la muerte
en Sobre las hebdómadas (L. VIII, 672) y en Sobre la naturaleza del hombre (L. VI,
38).
En tanto que zōē, la vida normal -la mezcla adecuada de los humores y las
cualidades, el buen orden de las partes y por tanto la armonía en el eidos y en la
dinámica de la totalidad del cuerpo- es sostenida por la acción concurrente de dos
agentes, uno interno y congénito, el «calor implantado» o «innato» y otro externo y
adventicio, el alimento. Como exhalación de ese calor explica Sobre las
hebdómadas el proceso biológico de la muerte.
Animada desde dentro por el calor implantado (émphyton thermón, sýmphyton
thermón, pyr syntrophon, oikeion thálpos, émphyton pyr; con toda probabilidad, el
principio que Epidemias VI llama tà hormonta, lo que mueve, lo que anima),
la phýsis humana realiza su vida; mas para ello necesita estar en constante relación
dinámica con el cosmos que la envuelve y de que es parte, y entre la varias
actividades que esa relación lleva consigo, dos son para el hipocrático las esenciales,
el movimiento (kínēsis) y la alimentación (trophé). Tesis que nos obliga a pasar de
fisiología general, en el sentido que el término «fisiología» posee para nosotros, a la
fisiología especial.

2. Tres son los géneros del alimento:


 La comida (siton);

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 La bebida (potón); y,
 El soplo o hálito (pneuma). Comencemos por éste.

a) Las principales funciones del pneuma -aēr cuando está fuera del cuerpo- son
cuatro: alimenta, impulsa (él es, por ejemplo, el que hace salir el esperma en la
eyaculación), refresca (así actúa sobre el calor implantado) y anima o vivifica.
Múltiples e importantes actividades que obligaron a varios autores hipocráticos a
especular acerca del movimiento y el destino del neuma en el interior del organismo.
El aire entra en el cuerpo, para convertirse en neuma, por la boca y la nariz, mas
también por toda la superficie del cuerpo (diapnoē,anapnoē). La porción que penetra
por la nariz y la boca, dice Sobre la enfermedad sagrada, va en primer lugar al
encéfalo (por el etmoides) y después al vientre y al pulmón. En el cerebro, el neuma
produce la inteligencia (phrónēsis, xýnesis): «Los ojos, los oídos, la lengua, las
manos y los pies obran en cuanto que el cerebro conoce»; y en todo el cuerpo se
produce inteligencia, en la medida en que recibe el neuma (L. VI, 390). La vieja idea
de localizar la vida psíquica en las phrénes es formalmente refutada.
Mezclado con la sangre, el neuma pasa al pulmón y al corazón, al que alimenta
y refresca. Mas no sólo en el vientre, el pulmón y el corazón tiene su paradero el
neuma; a través de las venas llega a todas las partes del cuerpo para que éstas sean
capaces de ejecutar con inteligencia sus respectivos movimientos (L. VI, 372).
A la función impulsiva del neuma se debe la fonación: «El hombre habla a
causa del neuma... Expulsado hacia fuera produce un sonido, porque la cabeza
resuena». Articulado por los movimientos de la lengua, ese sonido se convierte en
palabra hablada (L. VIII, 606-608, y VII, 606).

b) La deglución hace pasar los alimentos líquidos al interior del cuerpo; pero
acerca de su distribución en él no son concordes las opiniones. Entre los médicos de
Cnido fue casi común la idea de que una parte de los líquidos bebidos pasa por la
tráquea al pulmón, para refrescarlo, y de allí al resto del cuerpo; hasta
experimentalmente pensó haberlo demostrado el autor de Sobre el corazón. Sólo los
sensatos razonamientos aducidos en Enfermedades IV -entre los cuales descuella el
relativo a la función oclusiva de la epiglotis- acabarán con esa peregrina y difundida
convicción (L. VII, 604-608).

c) Una vez masticados y deglutidos, los alimentos sólidos pasan al vientre, y en


él experimentan la «cocción» o digestión (pépsis). Dos son, para los hipocráticos,
los principios básicos a que el proceso de la digestión se halla sometido:
1. La ley de la epikráteia o del predominio: para que la digestión se realice, es
preciso que la dýnamis de los órganos digestivos sea más poderosa que la de
los alimentos. De ahí la necesidad de una recta proporción (metríōn) en la
cantidad y en la calidad de los que se ingieren.
2. La ley de la asimilación (homoiōsis): incorporado el alimento al organismo,
lo semejante va a lo semejante para incrementar y vigorizar adecuadamente

61
sus diversas partes; lo cual sucede en virtud de la atracción específica
(hélkein) que cada parte ejercita sobre lo que más conviene a su estructura y
su función. La porción utilizable del alimento queda así separada (diákrisis)
de la no utilizable, y ésta es luego expulsada o eliminada (apókrisis).
Los datos acerca del mecanismo de la digestión y la nutrición son bastante
dispares. La descripción más precisa es la contenida enEpidemias IV. Realizada en
el vientre la diákrisis de los humores, cada uno es atraído hacia el órgano que
constituye su respectiva fuente: la cabeza para la pituita, el corazón para la sangre, el
hígado y la vesícula biliar para la bilis. Desde ellas se efectuaría la nutrición de las
diversas partes del cuerpo, y en cada una la eliminación de los correspondientes
residuos (heces, orina, sudor, cerumen, sangre menstrual). Algo hay en lo que casi
todos los autores parecen coincidir: la idea de que los elementos primarios (agua y
fuego, en Sobre la dieta) y los elementos secundarios (los humores) conservan en el
cuerpo sus dynámeis propias, no obstante la mezcla o krásis que forman.

3. Procedente de la alimentación, la sangre -acerca de cuya génesis no hay


opinión explícita entre los hipocráticos- pasa a las venas y se mueve en el cuerpo.
¿Cómo lo hace? ¿Conoció la circulación de la sangre alguno de los autores
del Corpus hippocraticum? Apoyado ante todo en un pasaje de Sobre la naturaleza
de los huesos, donde se habla del círculo (kýklos) que forman las venas (L. IX, 182),
Littré pensó que los hipocráticos la conocieron. Fredrich, Gossen y, en fecha más
reciente, R. Kapferer, G. Sticker y J. Wiberg, han sostenido la misma opinión. Pero
la fina y documentada réplica fisiológica y filológica de P. Diepgen y H. Diller la ha
desmentido, al parecer definitivamente. No; los médicos hipocráticos no conocieron
el movimiento circular de la sangre.

4. A la concepción hipocrática de la phýsis humana pertenece, en fin, el saber


que nosotros llamamos psicología. Como antes apunté, lapsykhē es para el autor
de Sobre la dieta «una parte del cuerpo», y puesta la actividad psíquica en conexión
con el fuego (Sobre la dieta), con el neuma y el cerebro (Sobre la enfermedad
sagrada), con la sangre (Sobre las ventosidades) o con el corazón (Sobre el
corazón,Sobre la naturaleza de los huesos), todos los hipocráticos habrían suscrito
esa tesis.
Actividades de la psykhē humana son el movimiento, la sensación, la estimativa
y el pensamiento. Vagamente expresada en Sobre la dieta y Sobre la enfermedad
sagrada, explícita en Sobre el alimento -la dýnamis del hombre, afirma este escrito,
se diversifica en unadýnamis para la vida y otra para la sensación (L. IX, 110)-, la
distinción entre la vida vegetativa y la vida sensitiva del animal, netamente
especificadas en el animal humano, aparece en el Corpus hippocraticum. Como
parte sutilísima e invisible del organismo, la psykhē crece a lo largo de la vida (L.
VI, 480) y «visita las partes del cuerpo» (L. VI, 478); de tal manera que la reflexión,
dice ingeniosamente el autor deEpidemias VI, viene a ser «un paseo del
alma», psykhēs peripatos.

62
- IV -
El cuerpo humano en la obra de Platón
En dos sentidos de algún modo contrapuestos es importante la consideración
platónica del cuerpo humano: la hostilidad que contra él, movido por su idea de la
inmortalidad del alma, manifiesta el filósofo en el Fedón, diálogo de su madurez, y
la descripción científica que de él ofrece en otro de sus diálogos, éste de senectud y
acaso el más comentado de todos los suyos, el Timeo. Estudiaré sucesivamente la
expresión concreta de esas dos actitudes, y trataré de situarlas dentro de la historia
de la idea helénica de nuestro cuerpo.

A) El cuerpo humano en el Fedón

Fedón, discípulo fiel de Sócrates, cuenta a Equécrates, un pitagórico de Flionte,


cómo murió su maestro y cómo conversó con quienes ese día le acompañaban. De
éstos, sólo Critón, Fedón, Cebes y Simmias intervienen en el relato; muy
principalmente los dos últimos, porque con ellos va a sostener Sócrates el diálogo
acerca de la inmortalidad del alma que con el nombre de su testigo y relator ha
pasado a la posteridad.
Ante su próxima muerte, Sócrates no está triste y angustiado, más bien está
sereno y alegre. ¿Por qué? Porque, muriendo él, su alma inmortal va a quedar
separada del cuerpo corruptible, y en el Hades de los bienaventurados podrá
consagrarse sin trabas a la actividad suprema del hombre y meta permanente de
quien realmente quiera vivir en la filosofía: el conocimiento de la verdad, la
aspiración a una visión cabal de lo que es (Fedón 65 c).
La muerte, en efecto, es la separación del cuerpo y el alma. Con la muerte, uno
y otra quedan entregados a lo que por sí mismos son; el cuerpo para corromperse y
disolverse en la materia cósmica, el alma para gozar perpetuamente de la
bienaventuranza, si al trance de la muerte ha llegado purificada mediante la
mortificación del cuerpo y el ejercicio de la filosofía, o para vagar como un
fantasma en torno a las tumbas, en espera de encarnarse de nuevo, si al separarse del
cuerpo se hallaba manchada por las pasiones de la corporeidad (80 e-81 e).
La contraposición entre el cuerpo y el alma, así en lo tocante a su realidad como
en lo relativo a su destino, no puede ser más tajante. El alma es en el hombre lo
divino, lo invisible, lo inmortal, lo puro, lo que permite la contemplación de las
ideas y por naturaleza debe en él imperar. El cuerpo, en cambio, es lo terreo, lo
visible, lo mortal, lo impuro, lo que con sus afecciones y movimientos perturba el
conocimiento de la verdad, la belleza y la justicia, lo que por naturaleza debe en él
obedecer. Y puesto que el alma tiene su esencia propia, y las determinaciones de
esta esencia son de índole moral, atañen al discernimiento del bien y el mal, la
acción del alma sobre el cuerpo es y debe ser de carácter moral, y no de carácter
físico o mecánico, como los physiológoi presocráticos habían afirmado (93 ab).

63
Por boca de Sócrates, Platón declara que llegó a este modo de entender la
filosofía y el hombre a lo largo de un largo proceso mental. En su juventud le
deslumbraron las explicaciones de los pensadores peri physeōs, los physiológoi: el
orden de la naturaleza estaría regido por los movimientos y las causas observables
en el cosmos. Luego le atrajo Anaxágoras, con su idea del papel rector de la mente,
del nous. Pero viendo que el clazomeniense trata de explicar la acción
del nous mediante causas puramente físicas -aire, éter, agua, etc.-, Platón se siente
defraudado, porque las causas que a él le importan son las que permiten entender por
qué algo es bueno o es malo; en el caso de Sócrates, por qué a los jueces que le han
condenado les ha parecido justa la sentencia y por qué lo mejor para Sócrates ha
sido someterse a ella con gusto. Sólo la idea del cuerpo y el alma antes apuntada
permitiría entender cómo la elección de lo mejor puede ser causa de las acciones
humanas (96 c-99 b); sólo una doble y complementaria creencia, que el alma de
cada hombre existía antes de su concepción y perdura después de su muerte, puede
dar término satisfactorio a esa reflexión.
De ahí -esto lo que ahora importa- la idea y la estimación del cuerpo que
propone el Fedón. Para quien, como el filósofo, quiera moverse por el camino de la
verdad y el bien, el cuerpo es prisión del alma -tumba del alma, sōma sēma, la
llamaban los órficos-, y por tanto «cosa mala» en la que el alma está como amasada
(66 b), «intruso» que perturba (66 d), «demencia» de la que hay que liberarse o sólo
usar cuando su empleo es de rigurosa necesidad (67 a). Frente a las pasiones de los
que aman las riquezas, los honores o el poder -en último término, amigos del
cuerpo, philosōmatoi-, que se irritan o se angustian ante la muerte, la eminencia
pertenece a los que por ser amigos del saber (philomatheís), son capaces de ver con
alegre serenidad el hecho de morir (68 c), trance, sin el cual no podría el alma
ejercitar con plenitud y pureza aquello para que está hecha: pensar y contemplar la
verdad. La existencia ideal consiste, pues, en habituarse a vivir al margen del
cuerpo, en «lograr que el alma se repliegue sobre sí misma desde cada uno de los
puntos del cuerpo, [...] en vivir en el estado a que se llega cuando se está
muerto» (67 ce). Lo cual no quiere decir que el filósofo -y, como él, quien aspire a
vivir según la vía de la razón- deba quitarse voluntariamente la vida. De la prisión en
que vivimos son los dioses los que deben sacarnos (62 b); nuestro deber es tan sólo
prepararnos adecuadamente para esa definitiva liberación9.
La hostilidad contra el cuerpo que el Fedón tan abierta y enérgicamente afirma
no era nueva en el pensamiento helénico; existía ya entre los pitagóricos y los
órficos10. Mas no por ello dejaba de hallarse en notoria discordancia con la alta
estimación del cuerpo humano y de la vida según el cuerpo que prevaleció en la
sociedad de la Grecia clásica. Por otra parte, ¿cómo explicar el hecho de que el alma
sea algo tan entera y radicalmente opuesto al cuerpo, y a la vez principio y causa de
la vida corporal?
De varios modos -libro IV de la República, Timeo, Fedro, libro X de las Leyes-
trata Platón de dar respuesta a ese ineludible problema11. La tarea de exponerlos es
ajena a mi actual propósito. Lo que ahora importa es advertir que esa hostilidad,

64
acaso deliberadamente extremada en el Fedón, para magnificar la noble y serena
actitud de Sócrates ante la muerte, va a quedar considerablemente matizada en otros
diálogos platónicos.

B) Del Fedón al Filebo

El ideal ético que propone el Fedón es la purificación (kátharsis) del alma


mediante la metódica negación del cuerpo. «Purificarse es -dice el filósofo- [...]
habituar al alma a dejar la envoltura corporal [...] y a vivir tanto como ella pueda, así
en las circunstancias actuales como en las venideras, sola consigo misma, desatada
de los lazos del cuerpo, como si éstos fueran sus cadenas» (67 cd). Placeres puros
sólo serán, en consecuencia, los que ofrece el ejercicio del pensamiento. El resto de
los goces que depara la vida -la comida, el amor corporal, la fruición que pueda
brindar el aspecto de las cosas- son necesariamente placeres impuros, afecciones que
apartan al hombre de su fin más propio y exigen purificación.
Pero, ¿sólo la contemplación intelectual y extracorpórea de la belleza y la
verdad -la visión de una y otra en tanto que ideas- puede engendrar un placer puro?
Las páginas del Filebo, diálogo de senectud, dan una respuesta harto más sutil y
matizada -a la postre, más humana- que los alegatos del Fedón. Es placer puro, se
nos dice ahora, aquel «cuya ausencia no es penosa ni sensible, y cuya presencia nos
produce plenitudes sentidas, gratas y exentas de dolor» (51 b). Los placeres puros no
llevan consigo un punto de dolor, como lo lleva el placer impuro de rascarse donde a
uno le pica12, y son dignos de pertenecer a una vida humana verdaderamente pura o
limpia. El vario gozo que procuran los colores que llamamos bellos, las formas que
nos deleitan, los perfumes y los sonidos gratos (51 bd) y el sentimiento de la buena
salud, en cuanto que percepción de una armonía natural (63 e) es, pues, un placer
incontestablemente puro.
En suma: hay goces corporales no menesterosos de purificación. El cuerpo en
cuanto tal no mancha o impurifica al alma; y así, hasta en los placeres impuros o
«mezclados» -ni siquiera el sublime placer del conocimiento científico deja de serlo,
porque la sed de saber y el dolor de olvidar lo que antaño se supo ponen en él una
veta de ansiedad penosa (52 a)-, hasta en ellos es posible advertir la existencia de
algo que no es impureza y causa de desorden. Digámoslo con la nueva y brillante
fórmula del mejor Platón: la regla de la vida perfecta es «una suerte de ordenanza
incorpórea para el gobierno de un cuerpo bellamente animado» (64 b). La pureza,
enseña ahora el filósofo, no consiste en el menosprecio del cuerpo y en el cuidado de
sí mismo en desdeñosa soledad (Fedón, 69 cd y 115 b); es más bien la divinización
del hombre (Teet. 176 ab) a través de una esforzada y armoniosa vida de su alma y
su cuerpo en la verdad y en la belleza. De ahí que la corrección punitiva y la palabra
educadora -la palabra que por una parte demuestra y convence, y por otra encanta y
persuade- sean, según el Sofista (229 d-230 d), los dos máximos recursos para la
purificación del alma.

65
Con la antropología subyacente a varios de los diálogos de su senectud,
el Filebo, el Sofista, el Timeo, Platón vuelve a una estimación del cuerpo humano
que coincide con la general entre sus compatriotas. Veamos cómo se expresa
anatomofisiológicamente en el tercero de esos tres diálogos, único en que el filósofo
se digna regresar a los temas que, según él, le habían seducido en su juventud.

C) El cuerpo humano en el Timeo

En su espléndido fresco La Escuela de Atenas, Rafael pinta a Platón con el texto


del Timeo en su mano y -en contraposición con la figura de Aristóteles, que
reflexivamente mira hacia el suelo- con la vista fija en la bóveda celeste. Lo cual no
es enteramente acertado, porque, como vamos a ver, no sólo hacia el cielo miraba
Platón cuando compuso ese diálogo.
Lo que ante todo se propuso Platón con el Timeo fue la edificación de una teoría
del mundo desde una idea de la divinidad. «Viviente visible que envuelve todos los
vivientes visibles, dios sensible formado a semejanza del dios inteligible, máximo,
óptimo, hermosísimo y perfectísimo, así ha nacido el mundo», dicen las últimas
palabras del diálogo (92 c). No puede extrañar, pues, que tras exponer el origen de
Atenas, el mito de la Atlántida, los dos modelos del mundo y de la divinidad, la
doctrina del alma del mundo, la visión platónica de la astronomía y la teoría del
lugar, la necesidad, los elementos y los meteoros, Platón dé fin a su empeño
estudiando el ente en que la realidad del mundo visible llega a su máxima
perfección, el hombre, tanto en lo relativo a su constitución -alma y cuerpo- como en
lo tocante a su conservación y sus alteraciones: higiene, patología y terapéutica.
Creado por la bondad del demiurgo, el mundo tiene un alma y un cuerpo,
aquélla anterior a éste. El cuerpo del mundo -el universo visible- se halla formado
por elementos. En su estequiología cosmológica Platón combina originalmente ideas
de Empédocles (doctrina de los cuatro elementos: fuego, tierra, aire y agua),
Demócrito (el atomismo, porque los elementos serían corpúsculos) y el pitagoreísmo
(matematización de la figura de los corpúsculos elementales según los cinco
poliedros regulares y de la relación entre ellos). La identificación platónica del
quinto de los poliedros regulares, el dodecaedro, con un quinto elemento (quinta
essentia, éter), viene sugerida en el Timeo (55 c) y fue explícitamente apuntada
como doctrina del maestro por sus discípulos más inmediatos (Jenócrates). Salvo la
tierra, más estable, los elementos podrían transformarse unos en otros. Con los
elementos, en la constitución del hombre intervienen tres almas, una inmortal,
creada por el demiurgo mismo, cuya sede es el cerebro (tò logistikón, en otros
diálogos), y dos mortales: la que luego llamarán irascible (tò thymoeidēs), localizada
en el tórax, y la apetitiva o concupiscible (to epithymētikón), animadora de las
vísceras abdominales. Cabe pensar que Platón admite la existencia de una cuarta
alma -alma genital-, cuya misión sería presidir «el amor de la conjunción

66
erótica»(91 a). La creación de las almas mortales no fue obra del demiurgo, quedó
relegada a los «dioses subalternos».
Las almas fueron infundidas en la materia cósmica y dieron a ésta el orden
racional de que por sí misma carecía. El que muestran el cuerpo en su conjunto, en
tanto que vehículo (ókhema) del alma racional (42 e y 69 d), y las partes que le
componen, en cuanto órganos de las distintas almas inferiores, sería la primera y
más inmediata expresión de la racionalidad y la armonía del mundo. En efecto: para
que el alma racional estuviese en lo más alto, y puesto que los hombres no somos
plantas terrestres, sino celestes (90 ab), el demiurgo nos dio la posición erecta; para
que el alma inmortal no se mezclase con las almas mortales, la situó en la cabeza e
hizo a ésta esférica como el mundo (reminiscencia de la concepción arcaica del
microcosmos); para que, sin embargo, pudiese comunicarse con ellas, creó el
«istmo» del cuello (69 e); para que el alma irascible estuviese separada de la
concupiscible, ideó el diafragma, y para que la separación entre ellas no excluyese la
comunicación, fabricó el sistema vascular que une la cavidad torácica con la
abdominal. Tosca o sutilmente ejercitada, una rigurosa mentalidad teleológica -
entendida como necesidad de las causas finales y esencialmente superior a la
necesidad de las causas eficientes o mecánicas; Aristóteles heredará esta idea- rige
toda la anatomofisiología de Platón. Los humores -sangre, pituita, bilis- son
repetidamente nombrados al hablar de las causas y el mecanismo de las
enfermedades (82 a-86 a), pero no como elementos biológicos, a la manera
hipocrática, sino como partes del organismo empíricamente perceptibles.
El orden descriptivo con que el saber anatomofisiológico viene expuesto en
el Timeo es fiel consecuencia de esa básica actitud mental. Después de haber aludido
a la función del cuerpo como vehículo del alma inmortal y a la localización de ésta
en la cabeza, Platón nombra y sumariamente describe el corazón, el pulmón, el
hígado, el bazo y el tubo digestivo; vuelve, por las razones que diré, al cerebro y la
médula, y termina mencionando la carne, los huesos, los tendones, la boca, los
dientes, la piel del cráneo, los cabellos y las uñas.
Los «lazos de la vida» (tou biou desmoí, 73 b) -el lugar del cuerpo donde el
alma inmortal «echa el ancla»- tienen su sede primaria en la médula (myelós),
término y concepto que engloba el cerebro, la médula espinal y la médula ósea. El
cerebro es, pues, la porción de la médula que más directamente ha recibido «la
semilla divina», como suelo donde el alma fue sembrada. La médula espinal, la
médula ósea y las vísceras correspondientes serían los órganos centrales de las almas
inferiores.
El corazón es el nudo central de los vasos, la fuente de la sangre y la sede y el
punto de origen de la vida irascible, que desde él llega a todo el organismo. Con su
consistencia esponjosa, el pulmón recibe el aire y una parte de los líquidos bebidos -
perdura en el Timeo la arcaica y falsa idea de algunos autores hipocráticos-, refresca
así el corazón y le sirve de cojín protector en sus movimientos violentos. La idea que
del árbol vascular ofrece Platón es tan deficiente como oscura. Al hígado, del que
son mencionados el lugar que ocupa, su consistencia, su superficie lisa y brillante, su

67
cualidad entre dulce y amarga, el «lóbulo» y las vías biliares, se le atribuye una
virtualidad mántica, adivinatoria: el sonido de las palabras iría del oído al cerebro,
del cerebro a la sangre, y de la sangre al hígado (67 b), para despertar en éste
sentimientos oscuros y fantasmas que en determinados individuos y en determinadas
circunstancias dan lugar a la adivinación de algo que es o que será (71 a-73 c)13. El
bazo, muy brevemente descrito, cumple la misión de limpiar de residuos al hígado.
El tubo intestinal es tan largo y está tan arrollado para que el tránsito de los
alimentos sea lento, quede así distanciada en el tiempo la ingestión de ellos y sea el
hombre capaz de ejercitar lo que como tal hombre más le distingue, el comercio con
las Musas (73 a).
La conexión funcional entre la respiración, la nutrición y la hematogénesis es
concebida por Platón de un modo sumamente artificioso. En la respiración, cuya
utilidad consiste en regular la dinámica del aire y el fuego en el cuerpo animado, lo
primario no es la inspiración, sino la espiración. En la espiración salen al exterior del
aire y el fuego del organismo, y por obra del horror vacui dan lugar a que el aire y el
fuego del medio ambiente penetren en el interior del cuerpo, tanto por la nariz y la
boca, mediante la inspiración, como por toda la superficie cutánea del cuerpo.
Piensa Platón que la comunicación entre el interior del cuerpo y la cabeza se realiza
a través de dos pares de conductos, uno visible, fibroso y membranoso, formado por
la faringe y la tráquea, y otro invisible, compuesto de aire y fuego, que a manera de
red rodea a los anteriores. El fuego que llega al abdomen es el agente de la
digestión: los alimentos son descompuestos en sus elementos, agua, tierra, aire y
fuego. El fuego y el aire salen al exterior por obra de la espiración y a través de las
partes blandas, e incluso de los huesos, y el agua y la tierra son transformados en
sangre. «Por la sangre -escribe Platón- todas las partes del cuerpo son irrigadas y
pueden reparar los vacíos que en ellas se forman. Ahora bien, el mecanismo del
vaciamiento y la reparación es el mismo que el que da nacimiento a todo
movimiento en el universo... Así las partes sanguíneas, diseminadas en nuestro
interior y contenidas en la estructura de cada ser viviente, que para ellas es como el
cielo, se ven forzadas a imitar el movimiento del universo» (81 a). ¿Autoriza este
texto a pensar que Platón tuvo una vaga idea de la circulación de la sangre, como
algunos pretenden? No lo creo. Pienso más bien que el movimiento circular del
microcosmos de que se habla en el Timeo es el de los elementos -el fuego y el aire,
muy en primer término- a que se refiere la idea platónica de la respiración.
La peculiar composición de su materia, exquisitamente preparada por el
demiurgo, hace idónea a la médula para ofrecer su sede primaria a las tres almas del
animal humano, a la inmortal en el cerebro, a las dos mortales en la médula espinal;
y defendida aquélla por los huesos craneales, protegidas éstas por la columna
vertebral, las tres expanden su acción a través de los nervios, que «a manera de
anclas, son en el cuerpo entero los lazos del alma» (73 d). Así entendida, la médula
sería genéticamente anterior a los órganos en que las dos almas mortales tienen su
centro, el corazón y el hígado.

68
Mezclada con tierra pura y homogénea, sometida luego a la acción sucesiva del
fuego y el agua, la médula queda revestida de una cubierta dura. Así se forman los
huesos; de tal manera que unos tienen más médula -«más alma» (74 e)-, así los del
cráneo, y otros menos, como la pelvis y el fémur. Para mantener constante la
temperatura del cuerpo, mediante el sudor, y para proteger a modo de cojín las
articulaciones y los huesos, el demiurgo fabricó los tendones (neura) y las partes
blandas o carnes (sárka). A una mezcla bien proporcionada de agua, fuego y tierra,
el demiurgo añadió una levadura formada de sal y ácido; con lo cual, como a su
función conviene, las carnes son blandas y jugosas. Los tendones resultaron de
mezclar hueso y carne privada de levadura. La envoltura blanda de los huesos es
tanto más abundante cuanto menos alma -menos médula- contienen14.
Platón expone a continuación cómo entiende la génesis de la boca, de la piel,
del cráneo, de las suturas craneales, de los cabellos y las uñas. En la formación de la
boca se aúnan la ley de la necesidad y la ley de lo mejor; aquélla, en cuanto que la
boca es órgano de la nutrición, porque necesario es que los alimentos entren en el
cuerpo, y esta otra en cuanto que la cavidad oral es órgano de la fonación,
porque «la fuente que brota hacia afuera para servir a la mente es la más bella y la
mejor de todas las fuentes» (75 e). Menos hermosa, pero no menos adecuada a sus
fines, es la génesis de la piel, los cabellos y las uñas.
Tal es en esencia la visión del cuerpo humano que Platón, physiólogos a lo
divino, tras haberse desengañado de su entusiasmo juvenil por la physiología, ofrece
en la etapa final de su vida. Pesa sobre su pensamiento la influencia de los
pitagóricos, Anaxágoras, Empédocles, Demócrito y otros presocráticos; pero a la
recepción de ese legado la preside y configura el genio inventivo del autor
del Timeo.
Desde los más inmediatos discípulos y sucesores de Platón, durante siglos se ha
visto en el Timeo la obra maestra del filósofo. El concepto de alma del mundo, el
mito de la Atlántida, la concepción cualitativa y geométrica de los elementos y no
pocas partes más de su cosmología han hecho de ese diálogo perdurable objeto de
discusión y comentario. No puede decirse lo mismo de la fracción
anatomofisiológica de su antropología.
Es cierto, sí, que Galeno glosa una parte de ella en su largo escrito De placitis
Hippocratis et Platonis. Platón es para Galeno «el primero de todos los
filósofos» (K. V, 319), y llenas de veneración hacia él y hacia Hipócrates, «inventor
de todos los bienes», compuso ese escrito. Pero un examen atento de él permite
advertir: por una parte, que la reiterada mención del pensamiento platónico tiene
como objeto principal la defensa del gran filósofo frente a Crisipo, especialmente en
lo relativo a la doctrina de las tres almas y a la localización de ellas en el cuerpo, e
incluso frente a Aristóteles, cuya idea de la función del cerebro no admite Galeno, y
frente a los aristotélicos y Posidonio, para quienes el alma es única, aunque posea
tres facultades (K. V, 515-516); por otro lado, que, discrepando de Platón, como
luego veremos, en cuanto a la inmortalidad y la asomaticidad del alma racional, su
más amplio comentario y su máxima aquiescencia atañen a la psicología platónica

69
de las pasiones y los movimientos del ánimo15; por otra parte, en fin, que no vacila
en rechazar abiertamente -«erró Platón, que no quiso seguir a Hipócrates», escribe a
este respecto (K. V, 710)- la idea de la respiración expuesta en el Timeo16. No puede
extrañar, pues, que salvo en lo tocante a la errónea concepción aristotélica de la
fisiología del cerebro, casi inconcebible después de Alcmeón y del escrito
hipocrático Sobre la enfermedad sagrada, fuese la biología de Aristóteles la que
prevalece en Oriente y Occidente, hasta que Vesalio, Fabrizi d'Acquapendente y
Harvey inicien la anatomía y la biología modernas.

-V-
El cuerpo humano en la obra de Aristóteles
Hijo de médico y ayudante de su padre en su juventud, Aristóteles conoció, sin
duda, lo que acerca del cuerpo humano sabían los aclepíadas de su época; pero
cuando más tarde hable científicamente de él, no lo hará de manera directa y
particular -esto es: no describirá el cuerpo humano en cuanto tal-, sino conforme a lo
que personalmente quiso ser y fue: un filósofo que como parte de su filosofía supo
iniciar la biología general en sus cuatro capítulos fundamentales: una teoría de la
vida orgánica y una morfología, una embriología y una fisiología generales y
comparadas. Según estas líneas cardinales del pensamiento biológico, veamos cómo
Aristóteles entendió la realidad del cuerpo del hombre.

A) El cuerpo y la vida humana

Para Aristóteles, ¿qué fue la vida orgánica? Responderé con sus propias
palabras: «Entre los cuerpos naturales, unos tienen y otros no tienen vida (zōē).
Nosotros llamamos vida al hecho de alimentarse, crecer y decrecer por sí
mismo» (De an. II, 1, 411 a 13). Pero esta definición no agota el pensamiento
aristotélico; porque, para Aristóteles, la nutrición del ser vivo por sí mismo, proceso
en el que primariamente se realiza la vida orgánica, no puede ser bien entendida sin
tener en cuenta lo que en él hace que ese proceso se cumpla: lapsykhē, el alma, en
tanto que principio constitutivo y causa propia de la actividad de vivir. «La psykhē -
afirma textualmente- es el principio y la causa del cuerpo del viviente» (De an. II, 4,
415 b 8). Como teórico de la vida, Aristóteles es vitalista, aun cuando no lo sea al
modo de los que siglos más tarde serán llamados así. Tal es el sentido de otra de las
fórmulas, más formalmente metafísica, con que Aristóteles define el alma: es,
dice, «la entelequia primera de un cuerpo orgánico que tiene vida en
potencia» (De an. II, 1,412 a 27). Es decir: la actividad propia de un cuerpo que
ejecuta sin impedimento exterior la función de vivir, porque tiene en sí mismo todo
lo que para ella es necesario.

70
Como se ve, Aristóteles concibe la vida orgánica recurriendo a las ideas
centrales de su pensamiento metafísico: acto y potencia, materia y forma, doctrina
de la causación y teoría del movimiento. Un rápido examen de su idea de la vida
según todos estos puntos de vista, nos permitirá entender con la debida precisión lo
que para Aristóteles fue el cuerpo del hombre.
La vida es la actividad (entelékheia) en que se está cumpliendo la causa final
(télos) de la realidad activa, aquello hacia lo cual ésta tiende, y por tanto lo que ella
puede ser. La actividad del cuerpo humano tiene, pues, un «de qué» y un «para qué»
propios. ¿De qué es la actividad, en este caso? De un cuerpo material y orgánico
cuya potencia propia, su «poder ser» (dýnamis), consiste en su capacidad para
ejecutar las funciones que a su naturaleza específica corresponden: nutrirse y
moverse por sí mismo, sentir y pensar. En todo acto vital del hombre, digerir o
desear, se funden unitariamente el poder hacerlo, la dýnamis propia del cuerpo
humano, y la ejecución efectiva de él, la actualización en presente -en presente
sucesivo, porque la vida humana es proceso; no, como la divina, acto puro- de algo
que el hombre puede hacer. Primera determinación aristotélica del cuerpo humano:
éste es lo que hace posible la actividad de vivir y las diversas acciones concretas en
que la vida humana se realiza.
Pero el hombre es sustancia, realidad sustancial, y por tanto un compuesto
unitario de materia y forma, entendidas una y otra como Aristóteles las entendió.
Materia (hýlē) no como cosa material, sino como aquello de que la realidad en
cuestión está hecha; en el caso del hombre -diríamos nosotros-, la totalidad
energético-material de las moléculas de su cuerpo. Forma (eidos, morphē), no sólo
como configuración externa e interna, también, y más ampliamente, como lo que en
todos los sentidos está siendo la cosa de que se trata; en el caso del hombre, el
cambiante aspecto, según lo que en sus diversos modos es cambiar, de lo que en su
integridad y en cada una de sus partes es el cuerpo humano. En cuanto cuerpo
humanamente vivo, el del hombre es, en suma, el conjunto unitario de su materia
orgánica y la forma -en este caso, un alma, una psykhē- que le hace ser lo que es y
como es.
La distinción entre cuerpo y alma cobra así, respecto de lo que para los filósofos
presocráticos y los médicos hipocráticos había sido, un carácter enteramente nuevo.
Para unos y otros, la psykhē sería una materia más sutil que la del cuerpo visible,
pero no menos perteneciente a la totalidad que nombra el término sōma. Aristóteles,
en cambio, no es materialista; la psykhē no es una fina realidad material alojada en el
cuerpo y separable de él, sino, en el sentido que el término eidos posee en su
filosofía, la forma del cuerpo, separable de la materia por obra de la abstracción
intelectual, pero realmente inseparable de ella. La idea de un «alma separada»,
concebida al modo platónico o alejandrino, al modo escolástico -el alma, espíritu
inmaterial y forma separable- o al modo cartesiano -el alma, «cosa pensante»-, es
ajena al pensamiento aristotélico.

71
Algo hay en él, sin embargo, que complica y oscurece las cosas: la distinción
entre los dos modos del nous o intelecto, el nous pathētikós (intelecto pasivo o
paciente) y el nous poiētikós (intelecto activo o agente).
Como principio y causa de la vida del hombre, la psykhē humana ejecuta,
indisolublemente unida al cuerpo, la nutrición y el crecimiento, la reproducción, la
sensación, el movimiento local y el pensamiento, éste en cuanto receptor y
unificador de las especies que los sentidos elaboran; por tanto, como intelecto
pasivo. Pero cuando la intelección llega a ser actividad cognoscitiva propiamente
dicha, operación del intelecto agente, ¿actúa la psykhē en conexión con el cuerpo?
Aristóteles lo niega. El nous, la parte «más divina» del alma, viene al embrión
«desde fuera», afirma un célebre texto de Sobre la generación de los animales (736
b 27 y 737 ab), y es, dice el filósofo en otro lugar, separable de toda materia,
inmutable, no mezclado y por esencia capaz de actualidad pura (De an. III, 5, 430 a
18); en consecuencia, lo que más acerca a la realidad simplicísima de Dios la
compleja realidad del hombre.
Quiere esto decir que la muerte separa al intelecto agente del cuerpo perecedero
y corruptible. «Sólo cuando el (nous poiētikós) se separa -sigue diciendo ese texto-,
es lo que por esencia es, y sólo él es inmortal y eterno. Sin embargo, no conserva
recuerdo alguno (alusión polémica a la concepción platónica de la inmortalidad del
alma y del conocimiento como reminiscencia), porque esta parte (del alma) es
impasible, al paso que el intelecto pasivo es perecedero; pero sin él nada puede
pensar el alma» (430 a 23). ¿En qué consiste la realidad de ese nous inmortal y
separado del cuerpo? ¿Cómo se compadece el carácter divino del nous humano (lo
divino en la realidad del hombre) con la total trascendencia de Dios que tan
temáticamente afirma la Metafísica? ¿De qué modo puede entenderse que
la psykhē sea forma del cuerpo en cuanto que ella no es nous poiētikós, y no lo sea
en cuanto que lo es? Si Aristóteles supo dar respuesta satisfactoria a estas
interrogaciones, la letra de sus escritos no nos permite alcanzarla17.
En resumen: el cuerpo es potencia (dýnamis) del acto de vivir
(enérgeia, entelékheia) y materia (hyle) de la forma (eidos, morphē) que da
actualidad y figura a la sustancia unitaria que llamamos hombre. Mas para entender
científicamente esos asertos hay que explanarlos mediante la doctrina aristotélica de
las causas y del movimiento.
Para que una cosa llegue a existir en acto, enseña Aristóteles, es preciso que
concurran cuatro modos de la causación, cuatro causas: la eficiente (lo que la hace
existir), la material (de qué está hecha la cosa en cuestión), la formal (lo que es y
cómo es la cosa) y al final (la finalidad en vista de la cual existe la cosa). El paso del
bloque de mármol a estatua acabada es el más tópico ejemplo para ilustrar la idea
aristotélica de la causalidad. Pues bien: ¿cómo según ella puede entenderse la
realidad del cuerpo viviente del hombre? ¿De qué modo, en el caso del hombre, se
especifican y concretan esos cuatro momentos de la causación?
La causa eficiente de la embriogénesis humana es, por supuesto, la psykhē que
aparece al fundirse sustancialmente el esperma masculino y el femenino; operación

72
en la cual el esperma masculino aporta la forma y el femenino la materia. El calor es
el instrumento inmediato de lapsykhē en la embriogénesis, y de modo orgánico lo
seguirá siendo cuando aparezca el corazón, víscera central, para Aristóteles, en la
economía térmica del organismo. La actividad que es la vida humana tendría su más
temprana causa material en el esperma femenino, luego en la aportación de la madre
al desarrollo del embrión, y ulteriormente en la materia resultante de la digestión del
alimento ingerido. Causa formal del cuerpo viviente del hombre es, según lo dicho,
la psykhē, en cuya virtud la totalidad del hombre es sustancia separada. Causa final
de la sustancia humana, en fin, es el papel específico de la naturaleza del hombre en
la naturaleza universal, lo que el hombre tiene que hacer y hace en ella por ser lo que
es.
Siendo las cuatro causas modos de operación de la psykhē, del alma, puede
decirse que las causas formal y final de la sustancia humana son más neta y
eminentemente anímicas que las causas eficiente y material.
El tema de la causa final del cuerpo del hombre -la explícita y vigorosa
orientación teleológica de la biología aristotélica- merece algún desarrollo
complementario; pero éste no debe hacerse sin examinar brevemente los aspectos
biológicos y antropológicos de la concepción aristotélica del movimiento.
Para Aristóteles, movimiento es cambio; y salvo Dios, motor inmóvil, todo
cambia en el universo, todo se mueve. Los entes del mundo supralunar, los astros, lo
hacen con sólo una especie del movimiento, el de traslación, que en su caso es
circular. Los entes del mundo sublunar, las cosas de la Tierra, se mueven según las
cuatro especies de él: el movimiento local o de traslación (phorá), el de generación
(génnēsis) y corrupción (phthorá), porque todas las cosas terrestres, vivientes o no,
tienen comienzo y fin, el cuantitativo, en el sentido del crecimiento (aúxēsis) o del
decrecimiento (phthísis), y el cualitativo o de alteración (alloiōsis). Según estos
cuatro modos del movimiento cambia el cuerpo humano. Muévese localmente, en
tanto que tal cuerpo humano, en los desplazamientos voluntarios de su totalidad o de
alguna de sus partes. Es generación su movimiento en el llegar a ser que para él es
su concepción, y es corrupción en el dejar de ser en que consiste su muerte.
Movimientos cuantitativos son en su caso el crecimiento de la embriogénesis, la
infancia y la juventud y el decrecimiento de la vejez18; y son movimientos
cualitativos los procesos orgánicos en que de un modo u otro se altera su estado. En
la estructura real de todos esos movimientos del cuerpo humano se articulan
unitariamente la causalidad eficiente, la material, la formal y la final, y lo hacen
según el modo de la necesidad y el modo del azar.
Humano o no humano, el movimiento del cuerpo viviente se realiza según la
necesidad (anánkē) y según el azar (tykhē). Pero la necesidad del movimiento vital
no es mecánica, sino teleológica. Contra lo que, cada uno a su modo, habían
afirmado Empédocles y los atomistas, esa necesidad no consiste en que el término
del movimiento sea el que es porque de tal y tal modo se ha producido, sino al
contrario: el término del movimiento es el que es -es télos, en los dos sentidos de
esta palabra, conclusión y finalidad- porque para que fuese así ha sido como de

73
hecho ha sido el proceso de su génesis. La figura del cuerpo, valga este ejemplo, no
es la consecuencia necesaria de tales y tales procesos materiales, sino el principio
desde el cual son necesariamente ordenados los movimientos que hacia ella
conducen. En los cuerpos vivientes, la causa final es anterior -si no en el curso del
tiempo, sí en la prelación ontológica- a los movimientos que dan lugar a su
configuración. La naturaleza hace siempre lo más adecuado a sus fines, y éste es el
modo de la necesidad en la génesis de los entes que la componen. Procede, en suma,
como el arquitecto, para el cual es la figura de la casa lo que determina el modo de
su construcción. Tal es el sentido de la concepción del arte como mimēsis o
imitación de la naturaleza; en rigor, el arquitecto es quien actúa como la naturaleza,
y no al revés, aunque el ejemplo de su proceder sirva para hacer más comprensible
el proceder de la naturaleza.
La necesidad del movimiento vital se halla condicionada, piensa Aristóteles, por
la multiplicidad de las posibilidades que según los casos ofrece la materia. En el
mundo sublunar, el orden procesal de la naturaleza no está absolutamente
determinado, como luego pensarán los estoicos; a los movimientos terrestres «les es
en gran medida inherente la naturaleza de lo indeterminado» (Metaf. 1010 a 3), y así
acontece que «sólo por lo general» son constantes (Metaf. 1026 b 30)19. La
necesidad sublunar, y más en los procesos biológicos, no es absoluta, sino
condicionada o, como dice Aristóteles, ex hypothéseōs. Sólo así podría explicarse la
aparición de los monstruos y de los órganos rudimentarios.
Acontece además que en los movimientos de la naturaleza no hay sólo
necesidad; hay también, en ocasiones, azar (tykhē). La tykhē es definida como «la
causa por accidente de hechos susceptibles de ser fines, cuando estos hechos
denotan elección» (Fis. 197 a 5). Pero un examen más detenido de la concepción
aristotélica del azar hace ver que en él hay dos modos cualitativamente diferentes: el
propio de los eventos de la vida humana (por ejemplo: encontrarse casualmente con
un conocido) y otro más general, más cosmológico, el de los hechos naturales que
acaecen sin causa aparente, «porque sí» (por ejemplo, que un trípode se caiga,
aunque con su caída pueda servir de asiento). Sólo al primero de esos modos
conviene el nombre de tykhē (suerte, fortuna); el segundo debe ser
llamado autómaton (lo que se produce espontáneamente o por sí mismo).
Volveremos a encontrarnos con estos conceptos al estudiar la idea aristotélica de la
morfogénesis.
En conclusión: la actividad de cuerpo del hombre es obra de la psykhē humana,
en la cual se funden unitariamente virtualidades vegetativas (nutrición y
reproducción), sensibles o animales (sensibilidad y motilidad) e intelectivas
(pensamiento); con su sōma y supsykhē, el hombre es la cima de la naturaleza
sublunar y se muestra al filósofo como un microcosmos esencial, no meramente
figurativo, de todos los modos de ser de esa naturaleza: pesa, se nutre, se reproduce,
siente, se mueve y piensa; el cuerpo humano, en fin, no es por sí mismo divino,
porque en sí mismo no es acto puro, pero sí la condición necesaria para que
efectivamente entre en actividad lo que en un hombre es en verdad divino, el

74
intelecto agente. Por la parte de nous poiētikós que hay en ella, la psykhē del hombre
tiene algo común con la realidad de Dios, acto puro por excelencia.

B) La morfología

El eidos del cuerpo humano, piensa Aristóteles, debe ser científica y


filosóficamente descrito viendo en él lo que en su composición es general y lo que
en su figura le asemeja a otros seres vivientes o le diferencia de ellos. El
cumplimiento de tal programa hará de Aristóteles el creador de dos importantes
disciplinas biológicas: la anatomía general y la anatomía comparada.

1. La anatomía general aristotélica reposa sobre tres conceptos fundamentales:


elemento, parte similar y parte disimilar u orgánica. Aristóteles usa alguna vez -
sobre todo, en su Historia de los animales- el término «humor» (khymós), pero más
en el sentido general de líquido orgánico que en el de elemento biológico. No en
tanto que componentes biológicamente elementales, sino en cuanto líquidos
empíricamente perceptibles en el organismo animal, los humores de que había
hablado la estequiología hipocrática quedan incluidos entre las partes similares.
Pronto lo veremos.
Siguiendo a los presocráticos, el Estagirita llama elementos (stoikheia) tanto a
los de carácter material como a los de índole dinámica. En cuanto a los primeros, se
atiene a la serie tetrádica de Empédocles: agua, aire, tierra y fuego; respecto de los
segundos, se limita a las ya canónicas contraposiciones cualitativas de lo caliente y
lo frío, lo seco y lo húmedo. Los elementos materiales serían el sustrato operativo de
los elementos dinámicos: el agua-elemento es fría y húmeda, el aire-elemento,
caliente y húmedo, la tierra-elemento, fría y seca, y el fuego-elemento, caliente y
seco. Con otras palabras: el frío es corpóreamente real siendo frío acuoso o frío
terreo, y el agua elemento y la tierra elemento son corpóreamente reales siendo frías
y actuando en consecuencia. Hasta el nacimiento de la química moderna y la
creación del concepto de elemento químico, ése ha sido en Occidente el esquema
tópico de la estequiología cosmológica.
Los elementos pueden transformarse unos en otros (De gen. et corr. 331 a 13),
pero no resolverse en una materia más elemental que ellos. La materia primera
(photē hýlē), concepto con el que Aristóteles da razón física y metafísica de la
radical unidad de la phýsisuniversal, se realiza de modo irresoluble en los elementos,
y no puede mostrarse más que a través de ellos, físicamente realizada en ellos; y así,
la destrucción de un elemento supone necesariamente el nacimiento de otro. De otra
parte, los elementos no existen nunca en estado puro: el agua que vemos y bebemos
no es el agua-elemento; en cantidad mayor o menor, en ella hay tierra, fuego y aire.
El modo como los elementos se hacen empíricamente observables, la mixtión
(migma), no debe ser confundido con la mezcla mecánica, porque en ella los
elementos no subsisten en acto, sino en potencia. No parece ilícito pensar que

75
la migma aristotélica podría ser equiparada a lo que nosotros llamamos combinación
química. Hablando en términos aristotélicos, en potencia y no en acto están en la
molécula los átomos que la componen. En potencia y no en acto es cloro gaseoso el
cloro combinado del cloruro sódico.
A la mixtión de los elementos debe ser referida la constitución de la parte
similar, segunda de las nociones estequiológicas de la biología de Aristóteles. Llama
Aristóteles «partes similares» (tà homoiemerē mória) a las porciones del cuerpo
animal de apariencia y contenido homogéneos y en los que, por consiguiente, el
nombre de la parte en su conjunto puede ser aplicado a cualquier porción de ella; la
piel, por ejemplo, es llamada así cualesquiera que sean la extensión superficial del
fragmento que se considere y la región del cuerpo de que proceda. No ofrece
Aristóteles una enumeración sistemática de las partes similares. En distintos lugares
de su obra menciona la sangre, el suero, la grasa, el sebo, la médula, el esperma, la
bilis, la leche, la carne, el hueso, la piel, el tendón, la vena (De part. an. 647 a), la
flema o pituita (Metaf. 1044 a 18) y la bilis negra o melancolía (Problem. XXX 954
a 955 b). No como elementos biológicos, sino como líquidos orgánicos
empíricamente perceptibles, los humores de que habían hablado los autores
hipocráticos -sangre, pituita, bilis amarilla y bilis negra- quedan incluidos entre las
partes similares. La clasificación de éstas en blandas y húmedas (sangre, médula,
esperma, etc.) y duras y secas (hueso, tendón, etc.), y la consiguiente diferencia
entre las cualidades elementales de unas y otras (partes más cálidas o más frías, más
húmedas o más secas), eran punto menos que obligadas, dado el fundamento de su
estequiología, en la anatomía general de Aristóteles.
La combinación de las partes similares en el cuerpo animal da lugar a las partes
disimilares u orgánicas (tà anomoiomerē mória): la cara, la mano, el ojo, el
corazón, el cerebro el hígado, etc. Una fracción de ellas no puede ser nombrada con
la misma palabra que el todo a que pertenece (un fragmento del ojo no es designable
con la palabra «ojo»); y desde un punto de vista no morfológico, sino funcional, a
ellas pertenece la ejecución de las operaciones o funciones (érga) y las acciones
(práxeis) del animal (De part. an. 646 a). En las partes similares se actualizan
potencias elementales (calor o humedad, blandura o dureza, extensibilidad o
retractilidad, etc.), y en las partes disimilares, funciones y acciones (cerrar la mano y
aprehender con ella, digerir y eliminar, etc.). Cuando la función es única
(érgon, páthos), la correspondiente parte disimilar recibe el nombre de órganon,
órgano; cuando es múltiple (las práxeis o acciones propiamente dichas), el de mélos,
miembro. Al exponer la fisiología aristotélica reaparecerá el tema.

2. Con Aristóteles nace, por otra parte, la anatomía comparada: la descripción y


la intelección de las partes disimilares del animal comparando metódicamente la
figura que presentan en las múltiples especies en que la animalidad se realiza.
De tres modos se asemejan los animales entre sí: según el género (katà genōs),
según la especie (kat'eidos) y según la analogía (kat'analogían). El concepto de
género no se halla muy precisamente definido en la biología aristotélica; géneros son

76
tanto el supremo de «animal» como el menos amplio de «pájaro». Pero, entendido
con una extensión o con otra, en algo se parecen entre sí todos los géneros animales
y todas las especies de pájaros. Más acusada que en el género es la semejanza en la
especie, y más aplicable a ella la idea de que las diferencias entre los individuos que
la componen son cuantitativas, «de más o de menos».
Con sus conceptos de género y especie, Aristóteles se limita a precisar en mayor
o menor medida nociones ya existentes en la biología de los presocráticos y Platón;
con su idea de la semejanza por analogía, además de ser rigurosamente original,
introduce en el saber biológico el concepto básico de la futura anatomía comparada.
No puede así extrañar que el Darwin adulto viera en Linneo y Cuvier, «que para mí -
dice- habían sido dos dioses», dos meros discípulos de Aristóteles.
Llama Aristóteles analogía a la semejanza entre las partes disimilares de
individuos pertenecientes a distintos géneros o distintas especies, cuando tal
semejanza no concierne a la forma externa de ellas, sino a la índole de la función
que ejecutan, aunque ésta difiera en su apariencia. Son, pues, análogos el brazo del
hombre, la pata anterior del cuadrúpedo y el ala del ave, el hueso del vertebrado
superior y la espina del pez, la pluma y la escama, la boca de los animales y la raíz
de las plantas, etc. (Hist. an. 486 a 14 b 22 y 427 b 6-13, De part. an.644 a-b). La
analogía de que habla Aristóteles tiene fundamento teórico en la resuelta teleología
de su pensamiento biológico (De part. an.639 a), y esto hace que el ulterior
concepto de la homología, el que en el siglo XIX acuñará Owen, se halle
confusamente subsumido en ella; pero una lectura atenta de los tratados biológicos
del filósofo permite advertir la existencia de una analogía basada en consideraciones
de orden estructural; por ejemplo, cuando afirma que la naturaleza sitúa a los
órganos en la parte que necesariamente corresponde a lo que en el cuerpo son, y ésta
es la razón por la cual el corazón ocupa homólogamente (homólogōs) el centro del
cuerpo de los distintos animales que lo poseen.
Tales son los principios que rigen la clasificación y la descripción de los
animales en los tratados zoológicos de Aristóteles. Veremos cómo se aplican en lo
tocante al cuerpo del hombre al estudiar conjuntamente su anatomía descriptiva y su
fisiología.

C) La embriología

General y comparada es también la embriología aristotélica: general, porque


algo en ella se refiere a todos los seres vivos, e incluso a todos los entes naturales,
que no otro es el designio del tratado Sobre la generación y la corrupción;
comparada, porque comparativamente es descrito y entendido el proceso generativo
de las distintas especies animales, incluida la humana. Tratado de embriología
comparadapodría titularse hoy el aristotélico Sobre la generación de los animales.

77
La embriología de Aristóteles hereda, discute, aristoteliza y perfecciona la de
los filósofos presocráticos y los médicos hipocráticos. Así nos lo hará ver una breve
exposición sinóptica de sus puntos fundamentales.

1. Génesis de la semilla. No pocas páginas dedica Aristóteles a refutar la


doctrina hipocrática de la pangénesis. La idea de que el esperma proceda de todas
las partes del cuerpo la considera inadmisible, tanto en el orden del pensamiento
como en el de los hechos. La transmisión hereditaria de peculiaridades que, como la
voz y el modo de andar, no son partes morfológicas, y la herencia por salto atrás,
impiden la aceptación de esa doctrina. No: ni el esperma del varón, ni el menstruo
de la mujer proceden de todo el cuerpo: ambos son una finísima materia excedente
de la digestión (perittōma) y tienen su origen inmediato en la sangre, humor en el
cual la transformación del alimento alcanza su calidad máxima. Así lo exige la alta
función biológica del esperma: procurar a las especies la eviternidad (aidíon) de que
no pueden gozar los individuos que las componen.
Movida por el calor, la sangre se convierte en licor seminal viril en los órganos
sexuales del varón y se vierte como menstruo -esperma femenino no suficientemente
elaborado (De gen. an. 728 a)- a través del útero. En el coito fecundante, el esperma
viril se funde con el menstruo ya elaborado (el esperma femenino), y de esa fusión
resulta la semilla20.

2. Papel de los progenitores. La embriología de Aristóteles aristoteliza las tesis


presocráticas e hipocráticas acerca del papel de los progenitores en la formación del
embrión. La tópica idea de la superioridad biológica del varón sobre la hembra es
concebida ahora en términos de forma y materia y de causa eficiente y causa
material. Merced a la ingénita preeminencia del calor viril sobre el calor femenino -
para la physiología helénica, la mujer es más fría y húmeda que el varón-, en el
esperma masculino tiene a un tiempo causa eficiente (arkhē tēs kinéseōs) y forma
(eidos) la génesis del embrión, y en el menstruo, en tanto que esperma femenino, su
materia (De gen. an. 729 a); una aplicación más de la doctrina de la epikráteia. La
forma del nuevo ser y, por tanto, la formación de su psykhē, dependen en primer
término del varón, pero sólo en primer término. Aunque Aristóteles tantas veces y
de modo tan tajante afirma que el esperma viril actúa como causa eficiente y causa
formal del embrión, otras veces atribuye a su escaso vigor, y por tanto a un relativo
predominio configurativo del menstruo femenino, el hecho de que en el fruto de la
concepción prevalezcan los caracteres de la madre; lo cual no sería posible si la
semilla femenina sólo materia aportase al nuevo ser. La materia del esperma viril no
contribuye materialmente a la génesis del embrión; es de naturaleza húmeda y
acuosa y se evapora tan pronto como entra en contacto fecundante con el esperma
femenino (De gen. an. 131 a 11); pero la materia de éste posee en potencia
capacidad para formar las partes por las cuales la mujer se distingue del varón
(De gen. et corr., 737 a 27).

78
3. La morfogénesis y su proceso. No procedentes de todas las partes del cuerpo
(apó pantos), pero sí orientados hacia todas ellas, prós ápan (De gen. an. 725 a 23),
el esperma viril y el esperma femenino se funden en la semilla21, dan lugar al
embrión (kýema) y en éste comienzan a poner en acto lo que en cada uno de ellos
estaba en potencia; el esperma masculino, su condición de principio motor y
formativo; el esperma femenino -con las salvedades antes señaladas- su condición
de principio material. Comienza así el proceso de la morfogénesis, y por tanto la
sucesiva configuración orgánica de una materia inicialmente homogénea.
Lo esencial del pensamiento aristotélico acerca de la morfogénesis puede ser
reducido a los siguientes puntos:

a) La configuración de las partes en la materia del embrión -día a día


incrementada, a partir de la concepción, por el alimento que suministra la madre- es
paulatina; en términos actuales, epigenética. El preformacionismo de Anaxágoras,
Demócrito y algunos autores hipocráticos es formal y enérgicamente rechazado por
Aristóteles. Con el calor y el frío como instrumentos, el principio motor, primero
como alma nutritiva, luego como alma sensitiva, comienza por dar forma al órgano
en que la actividad vital tiene primacía y prioridad, el corazón, después a los dos
vasos mayores (la arteria aorta y la vena cava), al pulmón y a las restantes partes del
cuerpo; las cuales no aparecendesde las que cronológicamente las precedieron (el
pulmón, por ejemplo, no procede del corazón), sino como consecuencia de la acción
configurativa del principio masculino (acción a un tiempo eficiente, formal y final)
sobre el todo de la materia embrionaria. Totum in partes distribuitur, dirá el
aristotélico Harvey.
En cuanto que esencialmente determinado, el orden en la formación de las
partes tiene una razón de ser a la vez funcional y estructural: fórmanse antes las
partes funcionalmente más importantes -más importantes según la esencia; la
inspiración aristotélica de la embriología de K. E. von Baer salta a la vista-, y antes
las supradiafragmáticas que las infradiafragmáticas. «Lo superior» tiene una
dignidad ontológica y biológica más alta que lo «inferior», y así lo hace ver la figura
del feto humano22.
El principio motor va siendo sucesivamente, tanto en la configuración como en
la función, alma vegetativa, alma sensitiva y alma intelectiva. Mas para Aristóteles,
ya lo indiqué, este último paso no sería posible si el nous, el intelecto, lo divino del
hombre, no llegase al cuerpo «desde fuera» de él. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Cuál es la
consistencia real del nous, en tanto que parte del alma equiparable al «elemento
astral» (De gen. an. 737 a 1)? Tales son los grandes enigmas y tal es la
íntima crux de la antropología aristotélica y de las que a su sombra se han
constituido.

b) La diferenciación de los sexos, el hecho de que unos embriones se configuren


como machos y otros como hembras, la explica Aristóteles recurriendo una vez más
a la tradicional doctrina de la epikráteia. La tesis de Empédocles -que en los úteros

79
cálidos se forman machos, y hembras en los úteros fríos- y la de Demócrito -que el
esperma procede de la parte por la cual se caracterizan en el organismo adulto el
macho o la hembra-, son ampliamente refutadas. Apoyado en su modo de entender
la función respectiva de los dos progenitores, Aristóteles ve la diferenciación sexual
del embrión como un resultado del variable predominio de la potencia del esperma
masculino sobre la del esperma femenino. Si aquélla es más fuerte, impone su forma
a la materia del esperma femenino y nace un varón; si no lo es, se transforma en su
contrario y nace una hembra (De gen. an. 765 a-766 b). Así lo demostraría el hecho
de que los varones en la fuerza de su edad engendren más frecuentemente varones
que los muy jóvenes y los muy viejos. Mas para que la cópula resulte fecunda es
preciso que la diferencia entre la respectiva potencia de los progenitores no sea
excesiva, que exista entre una y otra la proporción, la armonía del justo medio
(De gen. an. 767 a 14).

c) En esta misma línea se halla la explicación aristotélica de la herencia


biológica: el hecho de que los descendientes se parezcan más o menos a uno de sus
progenitores o ascendientes.
El descendiente puede asemejarse al padre y a la madre, sólo al padre, sólo a la
madre o a un antepasado, o no pasar de mostrar forma humana, o carecer de ella, ser
un monstruo. ¿Por qué sucede esto? Lo normal es que el hijo se parezca al padre,
porque en el esperma masculino reside el principio motor de la generación; pero la
potencia de éste es variable, y así sucede que el hijo pueda en tantas ocasiones
parecerse más a la madre o a tal o cual antepasado. Y puesto que el carácter
específico lo llevan individualmente consigo todos los hombres, podrá ocurrir -
levísimo primer grado de la monstruosidad (De gen. an. 161 ab)- que la apariencia
del vástago, sin el menor parecido con la de sus progenitores, sea tan sólo la
genéricamente humana.

d) La aparición de monstruos -animales u hombres en los cuales una o varias de


sus partes no son las correspondientes a su forma específica- es explicada por
Aristóteles mediante una fina distinción entre los dos modos de la necesidad
observables en la materia viva: la necesidad teleológica, esencial o «en vista de» (la
que determina que la configuración de cada parte vaya siendo la correspondiente a
su finalidad, a lo que en la vida del animal tiene que hacer: anankaion pros tēn
éneka tou) y la necesidad automática, accidental o «como consecuencia de» (la que,
a causa de una ocasional anomalía de la mezcla material sobre que actúa el principio
motor, da lugar a una alteración del proceso morfogenético: katà symbebēkós
anankaion) (De gen. an. 767 b). El monstruo sería, si vale decirlo así, el resultado de
un anómalo predominio de las causas eficiente y material sobre las causas formal y
final de la morfogénesis. Por tanto, terrible y enigmática cosa, una señal de que la
naturaleza puede equivocarse.
Entre la franca monstruosidad y la entera normalidad se hallarían los órganos
rudimentarios, interpretados por Aristóteles como «signos» (sēmeia) de una

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intención morfogenética normal que no ha llegado a realizarse plenamente
(De part. an. 669 b 29, 670 b 12, 689 b 5)23.

D) Anatomía y fisiología especiales

La anatomía y la fisiología del cuerpo humano son expuestas por Aristóteles


con estricta fidelidad a dos básicos presupuestos de su ciencia biológica: el carácter
general, por tanto comparado, de esa ciencia (las partes son descritas teniendo en
cuenta su analogía morfológica-funcional en todos los animales que las poseen) y la
unidad esencial entre la forma y la función (el hecho de que las partes se han
configurado y son como son para hacer lo que hacen). Tales son los principios que
presiden el contenido de los dos tratados más directamente anatomofisiológicos del
filósofo de Estagira: Historia de los animales y Sobre las partes de los animales.
Tácitamente atenido a esa doble orientación mental, el orden de las
descripciones anatomofisiológicas de Aristóteles -y por tanto, la idea descriptiva
latente en el segundo de esos dos tratados- refleja muy bien la estructura de una de
las grandes creaciones biológicas de Aristóteles: la concepción general de la
anatomía. Son descritas en primer lugar las partes similares (homoimerē mória),
porque en ellas tiene su fundamento estructural, funcional y genético la realidad del
cuerpo animal. A continuación vienen las partes orgánicas o disimilares
(anomoiomerē mória), en tanto que instrumentos inmediatos de la nutrición, la
generación, la sensación y la locomoción, funciones básicas de la vida zoológica24.
Y en la descripción comparativa y analógica de ellas, el término de referencia es
siempre la forma animal más digna y perfecta: la del cuerpo humano. Orden sólo
observado en sus grandes líneas, porque Aristóteles, acaso movido por un propósito
didáctico, repite o intercala, alternando la ordenación temática del texto, ideas y
descripciones que se apartan de ella. Valga un solo ejemplo: la descripción del
cerebro, parte orgánica, aparece entre la de la médula -entendida como parte
similar25- y la de la carne.
El tratado De partibus animalium no contiene una enumeración sistemática y
completa de las partes similares. Para hacerla -recuérdese lo dicho- habría que tener
en cuenta que Aristóteles considera partes similares, y no humores elementales,
como los autores humoralistas delCorpus hippocraticum, la sangre, la pituita, la bilis
amarilla y la bilis negra. Como tales partes similares son nombradas y descritas la
sangre y la bilis amarilla en De partibus animalium, y la pituita y la bilis negra en
la Metafísica. En cualquier caso, el tratado Sobre las partesestudia con extensión
variable la sangre, el suero, la grasa, el sebo, la médula, la carne, el hueso, la vena,
el cartílago, y -uniendo la consideración anatómico-comparativa a la anatómico-
general- menciona las uñas, las pezuñas, los cuernos, los picos, la piel, las
membranas, los pelos, el esperma y la leche.
Desde un punto de vista funcional, las partes similares tienen las propiedades
físicas correspondientes a los elementos de que están compuestas (en primer

81
término: tierra y agua, calor y frialdad) y otra común a varias de ellas, aunque muy
especialmente realizada en la carne (la sensibilidad); razón por la cual es la carne la
parte que en grado más eminente ejercita la básica función vital de las partes
similares: hacer que el animal se sienta bien o mal (De part. an. 647 b 15),
contribuir a que la vida, además de ser nutrición, sea también bienestar, eu
zēn(De part. an. 655 b 6).
Diversamente compuestas por las partes similares, las partes disimilares u
orgánicas ejecutan las funciones y acciones (érga kai práxeis) propias de la esencia
(por tanto, de la especie) de cada animal; y, como antes indiqué, el orden con que
ahora se las estudia es, con las obvias modificaciones que impone la concepción
analógica de la morfología y la fisiología, la correspondiente a la peculiaridad del
cuerpo del hombre, animal en el que más acabadamente se hace bienestar (o
malestar) la sensibilidad, y único en el cual «las partes naturales se hallan dispuestas
en el orden natural»: lo alto del cuerpo dirigido hacia lo alto del universo
(De part. an. 656 a 11-13). La posición erecta del hombre tiene para Aristóteles -y
seguirá teniendo en toda la Antigüedad- una razón de ser en cierto modo sacral: el
paralelismo entre el microcosmos y el macrocosmos.
En esta consideración se apoya Aristóteles para comenzar por la cabeza su
descripción de las partes orgánicas; no porque él vea en el cerebro la sede de la vida
psíquica, sino porque, para cumplir óptimamente su función, en la cabeza han de
estar situados los órganos de los sentidos; así el ojo puede ver y el oído puede oír del
modo más adecuado a la naturaleza del hombre. Contra lo que descubrió Alcmeón y
afirmaron luego los hipocráticos, Aristóteles, más arcaico que ellos, piensa como
Homero que «el principio de las sensaciones es la región que rodea al
corazón» (De part. an. 656 a 28) y atribuye al húmedo y frío cerebro una función
puramente termorreguladora: atemperar, mediante su conexión hemática con el
corazón, el calor y la ebullición que en éste reinan (De part. an. 652 b 27). Pese a
sus disecciones, Aristóteles no vio, y en consecuencia negó, la conexión o
continuidad (synékheia) entre el cerebro y los órganos de los sentidos
(De part.an. 652 b 3).
Tras haber expuesto las razones por las cuales la cabeza no es carnosa,
Aristóteles describe sumariamente y con criterio a la vez teleológico y comparativo
su idea de la vista, el oído, los párpados, las pestañas, la nariz, los labios, la lengua,
los dientes, la boca, el rostro, el cuello; y en éste, la tráquea, la faringe, la epiglotis y
el esófago.
La adecuación de la parte a su finalidad biológica, obvia en algunos casos (por
ejemplo: la epiglotis es como es y está donde está para que los alimentos no pasen a
la tráquea) y artificiosamente afirmada en otros (por ejemplo: los ojos están donde
están no sólo para ver lo que está delante, también porque su condición acuosa hace
que sea conveniente su proximidad a la humedad del cerebro), es el nervio
conceptual de las descripciones biológicas de Aristóteles, porque es en la causa final
donde primariamente se realiza la esencia de cada especie viviente. La esencial
finalidad de las formas biológicas, sean animales o vegetales, se hace manifiesta a

82
los ojos y a la inteligencia del naturalista cuando éste sabe atenerse a los datos y los
principios siguientes:
1. Lo que la observación directa y la disección hacen ver; por tanto, la inicial
consideración de los datos tocantes a la posición, la forma y el tamaño de la
parte descrita. Pero el tan declarado y justificado entusiasmo del filósofo por
la experiencia sensorial no le libra de caer en graves y a veces burdos errores.
La excesiva confianza en su razón y en la validez de sus presupuestos
interpretativos hace que Aristóteles, como todos los sabios antiguos, falsee
sin proponérselo los datos de experiencia.
2. El principio de la simetría. Puesto que el cuerpo humano tiene un lado
derecho y otro izquierdo, el orden natural exige que los órganos internos sean
dobles y en cierto modo simétricos: los ojos, los oídos, el cerebro, el pulmón
y los riñones de modo evidente; el corazón, porque está internamente
dividido en dos mitades; el hígado, porque simétrico y complementario de él
es el bazo.
3. El principio de la compensación. Para que se cumpla la regla de la excelencia
del justo medio -no sólo ética, también biológica-, es necesario que junto a lo
que parece extremo haya algo que compense su aparente extremosidad: la
frialdad del cerebro equilibra la calidez del corazón y de la médula espinal.
4. El principio de la economía. Puesto que la cantidad del alimento es limitada,
el buen orden de la phýsis exige que se distribuya proporcionalmente y que,
como consecuencia, no puedan crecer mucho las partes situadas junto a las
que por naturaleza deben ser grandes. «La naturaleza -dice Aristóteles- no
puede conceder el mismo excedente a todos los puntos a la vez»
(De part. an. 655 a 27-28)26.
Muy clara y eminentemente cumple el corazón esta serie de exigencias. Por su
esencial relación con la sangre -«el corazón es el principio y la fuente de la
sangre» (De part. an. 665 b 7-8), afirma el filósofo-, la víscera cardíaca es la sede
del calor animal y el lugar de origen de los vasos sanguíneos. Y puesto que también
es centro y principio de las sensaciones y de los movimientos, sean éstos voluntarios
o involuntarios, es decir, órgano inmediato del alma, su lugar natural no puede ser
otro que el punto medio del cuerpo (De part. an. 665 b 20-21 y 666 a 150; Hist.
an. 405 b 4 sigs. y 506 b-507 a). Yerran, pues, tanto los que afirman que los vasos
sanguíneos proceden de la cabeza, como los que ponen en el hígado su origen.
Cuatro son, en definitiva, las funciones principales del corazón: producir y
distribuir la sangre, ser la sede de dos principios innatos, el calor y el pneuma,
suscitar los movimientos y servir de centro a las sensaciones.
Para llevar a cabo su función hematopoyética, el corazón recibe el alimento
preparado en el estómago; y para ejecutar su función nutricia, envía la sangre a todas
las partes del cuerpo por los dos vasos que salen de él, la «gran vena» (megálē
phleps) y la arteria aorta27. A tal actividad se adaptan sabiamente las paredes y las
cavidades del corazón, que en los animales superiores y en el hombre serían tres.

83
Los movimientos locales los ejecutan los tendones (neura), no los músculos
propiamente dichos; es curioso que Aristóteles sólo emplee una vez (Problem. 885 a
37-38) el término mys, «músculo». Pero son suscitados por la psykhē, por intermedio
del corazón. En su manera de entenderlos, Aristóteles se atiene a su metódica
distinción entre el motor inmóvil (en este caso: el bien que el animal busca), lo que
es movido y mueve (el concreto deseo del animal) y lo movido (el miembro
articulado). Neura y huesos son los instrumentos inmediatos del movimiento local,
en el que los neura actúan como los cables tensores de las catapultas (De
motu an. 701 b 9-10; De anima433 b 13). El corazón, acrópolis del organismo
(De part. an. 670 a 25) y «como un animal dentro del animal» (De part. an. 666 b
16), no sólo es primum vivens en la embriogénesis, es también primum movens y
motor movido, puesto que desde él actúa el deseo del alma, en la dinámica del
movimiento animal. Las sensaciones promoverían ese deseo.
Tres son, según Aristóteles, los movimientos del corazón, esencialmente
distintos de los movimientos neuroóseos: la palpitación (el choque del corazón
contra la pared torácica), el pulso (la constante sucesión de la diástole y la sístole) y
la respiración, cuya conexión funcional con la víscera cardíaca es así afirmada. La
diástole sería debida a una suerte de ebullición de la sangre intracardíaca
(De resp. 479 b 30), causada a su vez por la acción del calor innato sobre el líquido
procedente de la digestión. Veinte siglos más tarde, Descartes heredará y elaborará
esta idea.
El corazón, en fin, es el principio y la sede del calor innato, arkhē tēs
thermóthētos y del neuma implantado, symphyton pneuma (Depart. an. 670 a 24).
Aquél sería un fuego divino, estelar, análogo al éter cósmico (de cáelo 270 b 24); y,
a través de los principios generativos (spérmata), éste garantizaría la eviternidad de
las especies animales. J. B. Meyer y W. Jaeger han visto una contradicción física en
el hecho de que el calor y el soplo tengan la misma sede orgánica.
Con esta mezcla de aciertos de observación, errores de mayor o menor cuantía e
interpretaciones morfológicas y funcionales, certeras unas veces, artificiosas otras, y
siempre regidas por la visión teleológica de la realidad viviente, Aristóteles va
describiendo el pulmón, el hígado, el bazo, los riñones, la vejiga, el diafragma -cuya
actividad en la risa es descrita como nota distintiva de la especie humana: «El
hombre es el único animal que ríe», y por consiguiente «el único animal
cosquilloso» (De part. an. 673 a 7-10)-, el estómago, el intestino, el epiplón, el
mesenterio. Referidas al hombre cuantas veces ha lugar, las descripciones
anatomofisiológicas de Aristóteles se basan sobre la observación comparativa de
unas 400 especies animales.
Descritos los órganos internos, Aristóteles vuelve su mirada hacia el cuerpo
animal en su conjunto y expone sumariamente la teleología de la posición erecta -
cuyas consecuencias morfológicas y funcionales son varias, pero cuyo último
fundamento es sacral: el hombre es el único animal erecto porque «su naturaleza y
su esencia son divinas» (De part. an. 686 a 27-28)-, de la cabeza y el cuello, de los

84
miembros superiores y el tronco, del abdomen, de las partes sexuales y de las
extremidades inferiores.
Los niños y los cuadrúpedos son como hombres adultos enanos, porque en ellos
la parte superior o la parte anterior del cuerpo es grande en relación con la inferior o
la posterior: su alma «es incapaz de soportar su peso» (686 b 1). Poco a poco, el
niño se hace bipedestante y comienza a utilizar sus manos. ¿Quiere esto decir que el
hombre es el más inteligente de los animales porque tiene manos, como Anaxágoras
había afirmado, o que, por el contrario, tiene manos porque es el animal más
inteligente? Ésta es la tesis de Aristóteles, que él fundamenta con argumentación
teleológica. El ser más inteligente es el más capaz de utilizar rectamente el mayor
número de instrumentos, y así la mano, «instrumento de instrumentos» (687 a 21),
es como anatómicamente es para que el hombre pueda existir y vivir con arreglo a
su naturaleza específica.
A la descripción anatómica de la mano, el pecho, el abdomen y los órganos
sexuales sigue la de la pierna y el pie, cuya configuración humana -existencia de
nalgas, carnosidad del muslo y la pantorrilla, tamaño y forma del pie- es explicada
por Aristóteles con su invariable mentalidad teleológica.
Aristóteles, en suma, no legó a la posteridad una ciencia del cuerpo humano
formal y metódicamente elaborada. Ni se lo propuso, ni, carente de la necesaria
experiencia disectiva, hubiese podido construirla. Recogiendo buena parte de su
herencia, aunque discrepando de él en puntos importantes, Galeno la construirá.

- VI -
De Aristóteles a Galeno
No menos de medio milenio transcurrirá hasta que el legado hipocrático y
aristotélico fructifique en una ciencia del cuerpo humano realmente merecedora de
ese nombre. Mas para que tal posibilidad se cumpliese era necesaria la obra sucesiva
de los médicos que en la Grecia helenística enriquecieron el saber anatómico.
Diocles de Caristo, Praxágoras de Cos y los anatomistas alejandrinos son, entre
ellos, los más dignos de consideración.

A) Diocles de Caristo y Praxágoras de Cos

El magisterio de Aristóteles en el Liceo tuvo expresión médica en Diocles de


Caristo (fl. 320-310 a. de C.). «Segundo Hipócrates», se le llamó, seguramente por
la variedad y el valor de sus escritos médicos. No los conocemos, y en consecuencia
no podemos juzgar si fue o no fue desmedida esa estimación. En cualquier caso, su
obra anatómica -Diocles fue, según Galeno, el primero en componer un tratado
especialmente dedicado a la anatomía- no parece que recogiera la rica herencia

85
intelectual de su maestro. Por lo que de él conocemos, su saber anatómico se basó en
consideraciones analógicas -por ejemplo: sigue considerando bicorne la figura del
útero- y tuvo el carácter aplicado, iatrocéntrico, que por lo general muestran las
descripciones morfológicas del Corpus hippocraticum. Con todo, hay que consignar
en su haber algunas precisiones en la descripción de los grandes vasos sanguíneos y
un intento de periodización semanal del desarrollo embrionario del cuerpo humano.
Poco posterior a Diocles fue Praxágoras de Cos (fl. 300 a. de C.), jefe de la
escuela coica y, como tratadista, también secuaz de Aristóteles. Es muy probable
que compusiese un tratado de anatomía. En cualquier caso, los fragmentos de
contenido anatómico que de él conservamos nos permiten afirmar que disecó
animales, pero no cadáveres humanos, y que la orientación de su saber no rebasó la
condición pragmática y utilitaria de la anatomía que venían exponiendo los médicos.
Como hombre de Cos, Praxágoras fue humoralista; pero su estequiología no se
conforma con la enumeración ya casi tradicional de los cuatro humores que
menciona el escrito hipocrático Sobre la naturaleza del hombre -él distingue, por lo
menos, once, acaso siguiendo a Aristóteles- y no se limita a la esquematización de
las dýnameis elementales en los pares caliente-frío y húmedo-seco. Volviendo a la
originaria propuesta de Alcmeón y anticipándose a Paracelso y los iatroquímicos, a
esas cualidades táctiles añade las gustativas: ácido, alcalino, salado y amargo.
Sus descripciones mejoran notablemente el conocimiento anatomofisiológico de
la faringe, la laringe y la tráquea, y enriquecen con nombres nuevos la onómatología
anatómica griega. Fue Praxágoras, según todas las apariencias, el primero en
distinguir netamente las arterias y las venas; aquéllas pulsátiles y, para él, vacías (de
aquí el nombre que dio a la arteria phleps koilē, vaso hueco), éstas llenas de sangre y
no pulsátiles. Pero, a juicio de Galeno, que sin duda conoció en su integridad la obra
de Praxágoras, su saber anatómico fue confuso y en no pocos puntos erróneo.

B) Los anatomistas alejandrinos

A lo largo de varios siglos -desde el III a. de C. hasta el II d. de C.- la


investigación anatómica de los médicos de Alejandría va a ser decisiva para la
edificación de la ciencia del cuerpo humano que desde los presocráticos postulaba el
pensamiento médico y antropológico de los griegos.
Una nueva ambición y un nuevo recurso metódico van a surgir entre los
médicos alejandrinos. A partir de la muerte de Aristóteles se debilita, es cierto, el
formidable brío especulativo que desde los primeros presocráticos había animado el
pensamiento griego28, pero, como compensando esa deficiencia, son brillantemente
cultivadas no pocas disciplinas científicas, la geografía (Dicearco, Eratóstenes,
Posidonio, Estrabón), la matemática, la astronomía y la física (Herón, Diofanto,
Euclides, Arquímedes, Apolonio, Aristarco, Hiparco, Ptolomeo), la historiografía
(Polibio), la biología (Teofrasto, Ptolomeo, Filadelfo) y, por supuesto, la filología y
la gramática. A tal fin sirvieron las dos máximas instituciones culturales de la recién

86
fundada Alejandría, la Biblioteca y el Mouseion, y dentro de ese marco intelectual
realizaron su obra anatómica los médicos alejandrinos.
Con García Ballester, creo conveniente estudiar la anatomía alejandrina
distinguiendo en su historia dos períodos netamente distintos entre sí: uno más
creador, que alcanza su cima en el siglo ni a. de C., y otro más recopilador y
comentador -más «alejandrino», en el más tópico sentido de esta palabra-, que se
extiende desde Rufo de Éfeso hasta los escritos anatomofisiológicos de Galeno.

1. Dos grandes nombres descuellan en el primero de esos dos períodos: Herófilo


y Erasístrato. Ellos son los médicos que con mayor eminencia representan la nueva
ambición y el nuevo método de que acabo de hablar.
En lo tocante al conocimiento científico del cuerpo, descuella la decisiva
novedad que constituyó la disección de cadáveres humanos y -terrible hazaña, sin
ulterior prosecución- la vivisección de criminales condenados a muerte. En la
génesis de tal novedad acaso influyera el hecho de que en Egipto no fuesen
incinerados los cadáveres humanos, como en Grecia acontecía, sino sometidos a las
prácticas exigidas por la momificación; abrir un cadáver no era profanarlo, sino
prepararlo para la inmortalidad. Pero mucho más determinante debió de ser la acción
conjunta de otros dos motivos: el ansia de experiencia sensorial, ya tan fuerte en
Aristóteles, y la resuelta actitud desmitificadora de la sociedad helenística y
alejandrina ante muchos viejos tabúes; entre ellos la sacralidad del cuerpo muerto.
En lo tocante al saber científico, bien claramente mostraron la eficacia de esa
conjunción de causas los disectores alejandrinos; y en cuanto a la actividad artística,
no menos demostrativo fue un suceso que cuenta Séneca: el pintor Parrasio compró
uno de los prisioneros en la batalla de Olinto para utilizarlo como modelo viviente -
agonizante, más bien- de su Prometeo desgarrado por el buitre.
Hasta 600 cuerpos vivientes fueron disecados en Alejandría, según la cuenta de
Tertuliano. Celso, por su parte, relata el orden de la disección: era en primer lugar
abierto el abdomen, y, desde él, previa sección del diafragma, se accedía a la
cavidad torácica para ver cómo al morir pierde el hombre el alma. Pero,
naturalmente, no fue la vivisección, sino la disección de cadáveres, la que ante todo
dio lugar a los numerosos hallazgos anatómicos de Herófilo y Erasístrato.
Discípulo de Praxágoras de Cos y del cnidio Crisipo, heredero, por tanto, de las
dos más importantes tradiciones del período hipocrático de la medicina griega, y
seguramente influido por el Aristóteles naturalista, con su precepto de dar primacía
metódica a la observación sensorial de la realidad, Herófilo pasa por ser el máximo
de los anatomistas griegos anteriores a Galeno. Sus hallazgos empíricos conciernen
a todas las regiones del cuerpo. En el encéfalo describió el cerebelo, las meninges,
los plexos coroideos, los senos venosos, y en ellos la formación que solemos llamar
«prensa de Herófilo», los tres ventrículos cerebrales y el cuarto ventrículo, cuya
superficie inferior comparó con una pluma (kálamos, calamus scriptorius).
Rompiendo abiertamente con el arcaico cardiocentrismo de Aristóteles, en el cuarto
ventrículo situó Herófilo la sede del alma. Mencionó siete pares de nervios craneales

87
y, aunque confundiendo todavía el neuron nervio con el neuron ligamento o tendón,
sentó las bases para la distinción entre los nervios sensitivos y los motores. Especial
fama le dio su descripción del ojo: el cuerpo vítreo, la membrana coroidea y una
«piel reticular» (amphiblēs-troeidēs), denominación que no sabemos si se refiere a la
retina o a la cápsula del humor vítreo, fueron mencionados por él. En el tubo
digestivo dio nombre al duodeno (dyodekadáktylon), y acaso entrevio los vasos
quilíferos: «Del intestino brotan vasos -dice uno de sus fragmentos- que, a diferencia
de los restantes, no desembocan en la vena porta, sino en ciertos cuerpos
glandulosos». Es bastante precisa su descripción de la superficie del hígado.
Distinguió las arterias y las venas por el grosor de sus respectivas paredes, e
introdujo los nombres de «vena arteriosa» y «arteria venosa» para designar la arteria
y la vena pulmonares. Nombró y sumariamente describió la próstata, el epidídimo,
las vesículas seminales y el cordón espermático en el aparato genital masculino, y
los ovarios y acaso las trompas en el femenino. Merece asimismo recuerdo su idea
de la animación del cuerpo humano. Para Herófilo, la vida del hombre se hallaría
regida por una psykhē dotada de cuatro dynámeis: una nutritiva, con su centro en el
hígado, otra calefactiva, con el corazón como sede, otra intelectiva, situada en el
encéfalo, y otra sensitiva, localizada en los nervios.
Aunque menos rica en hallazgos anatómicos, tan importante como la de
Herófilo, o acaso más, es la obra de su coetáneo Erasístrato en la historia del
conocimiento del cuerpo humano. Erasístrato confirmó las ideas del autor
hipocrático de Enfermedades IV acerca de la función oclusiva de la epiglotis,
conoció las arterias bronquiales, describió las válvulas cardíacas aurículo-
ventriculares y les dio el nombre que recogió Galeno y hoy llevan, vio los vasos
quilíferos en el abdomen de la cabra, mejoró el conocimiento del cerebro y del
cerebelo, al que consideró sede del alma, y, rectificando un error de su juventud,
situó en la sustancia cerebral y no en la dura madre el origen de los nervios
craneales.
Pero la influencia de Erasístrato sobre el ulterior saber anatomofisiológico se
debe sobre todo a tres concepciones suyas, una de carácter morfogenético, otra
anatómico-general y otra fisiológica.
Las partes orgánicas, afirma Erasístrato, se forman según dos líneas diferentes:
unas, las «partes espermáticas» o «fibrosas» -tubo digestivo, corazón, vejiga, útero-,
proceden de la sustancia primaria del embrión; otras, las «partes parenquimatosas» -
hígado, bazo, pulmón, riñón, cerebro- se van formando por la paulatina
transformación de la sangre alimentaría en la sustancia propia de cada una29. El
términoparénkhyma, neologismo de Erasístrato, se deriva del verbo parenkhýein,
diseminar o distribuir. Las partes parenquimatosas mantienen su forma y su
estructura gracias a la trama fibrosa que hay en su masa.
Esa trama se hallaría compuesta por el entrelazamiento de una vénula, una
arteriola y un nervio: la estructura anatómica general que Erasístrato
denominó triplokía, predominante en las partes espermáticas y central en las
parenquimatosas. No serán pocos los médicos y los biólogos que en los siglos

88
subsiguientes -en rigor, hasta bien entrado el Renacimiento- hagan suyos estos
conceptos morfológicos.
Hasta Galeno, e incluso hasta Harvey, pese al general galenismo de los médicos
medievales y renacentistas, tuvieron vigencia las ideas de Erasístrato acerca de la
relación entre las arterias y las venas. Con la tradición griega, Erasístrato pensaba
que las arterias no contienen sangre, sino neuma; así lo demostraría su vacuidad post
mortem. Pero la observación directa de las heridas de los miembros hace ver que en
ellas sangran las arterias, y no sólo las venas. ¿Cómo entender tal hecho? La
explicación de Erasístrato fue ingeniosa y sutil: en su porción distal, las venas y las
arterias se comunican entre sí por una red de pequeños vasos (synanastomóseis),
cerrados en la vida normal y abiertos cuando el organismo queda alterado por una
afección morbosa general, como la fiebre, o local, como las heridas. Producida una
herida, se escapa el neuma de las arterias y la sangre venosa pasa a ellas por
las synanastomóseis, impulsada por el horror vacui. Los irrefutables argumentos de
Harvey serán necesarios para el definitivo abandono de esta artificiosa hipótesis.

2. El nivel de la anatomía alejandrina decreció rápidamente tras la muerte de


Herófilo y Erasístrato. En sus respectivas escuelas, la pura secuacidad prevaleció
sobre el interés por la investigación. Se abandonó la disección de cadáveres
humanos -acaso ya con anterioridad a la batalla de Accio; con toda seguridad
después de ella, porque la legislación romana la prohibía-, y el afán de saber fue
cediendo ante el pragmatismo de los dominadores. En lo tocante a los saberes
médicos, sólo con la fuerte y genial personalidad de Galeno, griego en Roma, será
posible que entre los romanos se manifieste el espíritu pesquisidor del pueblo
helénico.
No todo, sin embargo, fue estancamiento y silencio. La investigación reciente
(M. Michler) ha hecho ver que entre los cirujanos alejandrinos siguió siendo muy
aceptable la formación anatómica. Y como preludio de la gigantesca obra galénica,
Rufo de Éfeso y Marino y su escuela reavivaron en los siglos I y II d. de C. el interés
por la anatomía.
Rufo de Éfeso ganó notoriedad con un escrito acerca de la denominación de las
partes del cuerpo humano (Peri onomasías tōn tou anthrōpou moríōn), típica
muestra del carácter más erudito que creador de la cultura griega de su época. Mayor
valor intrínseco poseen los hallazgos que se le atribuyen: el entrecruzamiento de los
nervios ópticos, la cápsula del cristalino (hymēn phakoeidēs, membrana facoidea), el
curso intratorácico del vago y una aguda clasificación de los nervios (neura, nombre
con el que todavía eran designados los nervios propiamente dichos y los ligamentos
y tendones). Los neura procedentes del cerebro y la médula son órganos de la
sensación y del movimiento y gobiernan toda la actividad (pasa praxis) del cuerpo
animal; los neura ligamentosos, en cambio, sólo tienen una función mecánica. Por
añadidura, Rufo afirmó, contra la tesis de Erasístrato, que las arterias y el ventrículo
izquierdo contienen sangre, además de neuma, y mencionó la glándula parótida y el
timo.

89
Por su parte, Marino compuso un tratado anatómico que sólo conocemos por la
noticia que de él ofrece Galeno -el más antiguo, sin duda, en la historia del saber
anatómico-, y mejoró considerablemente el conocimiento del sistema muscular. No
parece ilícito pensar que sin la obra de Marino no hubiera sido posible el tratado
galénico De anatomicis administrationibus.
Discípulo directo de Marino fue Quintus (Kointus), que residió en Roma poco
antes de la llegada de Galeno; y discípulos directos o indirectos, todos los que,
además de Quintus, cultivaron y enseñaron la anatomía en las ciudades helenísticas
donde Galeno se formó: el macedonio Lico (Lykos), Pelops de Esmirna, Sátiro de
Pérgamo, Numisiano de Corinto, Juliano. Poco o mucho, todos ellos contribuyeron a
que en los siglos postreros de la Antigüedad surgiese la primera exposición
sistemática de una ciencia anatómica propiamente dicha.
Por vez primera, en efecto, el conocimiento del cuerpo humano iba a cumplir en
medida suficiente los tres requisitos -el teorético, el sistemático y el metódico- que
elevan a ciencia el modo de saber.

VII -
El cuerpo humano en la obra de Galeno30
Heredero de todo el saber anatómico que hasta él habían conseguido los griegos,
investigador original, escritor dotado de un poderoso talento para la exposición
sistemática, Galeno fue el más antiguo creador de un conocimiento verdaderamente
científico y total del cuerpo humano. En el sentido antes consignado, él es, en
consecuencia, el iniciador de la ciencia anatomofísiológica stricto sensu, el autor del
primero de los paradigmas que jalonan la historia de la morfología humana. De la
obra anatomofísiológica de Galeno muy bien puede decirse lo que respecto del
presente de los Estados Unidos dice una inscripción en la fachada de su Archivo
Histórico Nacional: What is past is prologue, «Lo pasado es prólogo».
Apenas es posible exagerar, por otra parte, la importancia de la anatomía y la
fisiología de Galeno en la ulterior historia de la cultura de Occidente. Con cuantas
variantes se quiera, galénica fue en sus líneas generales y en la mayor parte de sus
saberes concretos la ciencia anatómica y fisiológica de los bizantinos, los árabes y
los cristianos medievales de Occidente. Sólo cuando en el siglo XVI aparezca
laFabrica de Vesalio, sólo entonces perderá su vigencia -y, para muchos, no más
que parcialmente-, la descripción galénica del cuerpo humano. Anatomía galénico-
moderna llamará a la suya, bien entrado ya el siglo XVIII, el español Manuel de
Porras.
En las páginas subsiguientes intentaré ofrecer una exposición sistemática de la
visión galénica de nuestro cuerpo. Pero hasta la plena madurez que alcanza en los
dos grandes tratados anatomofísiológicos de su autor, De anatomicis

90
administrationibus y De usu partium, la elaboración de ella fue un largo proceso de
investigación y reflexión; por lo cual parece conveniente mostrar diacrónicamente,
siquiera sea muy a grandes rasgos, cómo en la mente de Galeno fue configurándose
esa ciencia.
En su excelente exposición del saber científico y la praxis médica de Galeno,
García Ballester ha propuesto ordenar la biografía de éste, en lo que a la formación
de su saber anatomofisiológico atañe, en tres grandes etapas, más o menos referibles
a las que en la vida del docente suelen distinguir los alemanes: Lehrjahre o años de
aprendizaje, Wanderjahre o años de peregrinación y Meisterjahre o años de
madurez y magisterio.
La primera, que en el caso de Galeno tuvo carácter itinerante -aprendizaje y
peregrinación se unieron en su curso-, transcurre en su Pérgamo natal, Esmirna,
Corinto y Alejandría. Junto a su formación filosófica, en la cual predomina el legado
platónico, aristotélico y estoico, y como fundamento de su varia y completa
formación médica, Galeno aprendió anatomía y se adiestró en la disección de
animales al lado de Sátiro, de Pelops, discípulo de Numisiano, y del propio
Numisiano; y ya en Alejandría, donde residió cinco años, junto a Heracliano, hijo de
Numisiano. Hacia el año 157, a los 27 de su edad, regresó a Pérgamo.
La segunda etapa tiene como escenarios Pérgamo, entre los años 157 y 162, y
Roma, donde residirá hasta el año 166, en el que vuelve a Pérgamo. La
peregrinación fue, como vemos, física, pero también, y aun sobre todo, mental.
Durante esos años, Galeno, que está llegando a su madurez intelectual, se plantea
con creciente precisión los problemas anatomofisiológicos que en su mente había
suscitado su experiencia de disector -acción de los músculos intercostales, función
del nervio recurrente y de la médula espinal-, y trata de darles solución original.
Desde Pérgamo regresa a Roma el año 169, y en Roma seguirá hasta su muerte,
acaecida hacia el año 200. En Roma dará término a dos grandes tratados
anatomofisiológicos antes mencionados y compondrá sus escritos De musculorum
dissectione y De foetuum formatione. El paradigma anatomofisiológico de Galeno
quedaba así definitivamente concluso.
Ordenaré la exposición de él en seis apartados: teoría general del cuerpo
humano; conceptos morfológicos fundamentales; fuentes del saber morfológico y
fisiológico; entre la anatomía y la fisiología; anatomofisiología especial;
embriología.

A) Teoría general del cuerpo humano

¿Qué fue para Galeno el cuerpo del hombre? Más precisamente: por debajo de
sus descripciones y sus reflexiones anatomofisíológicas, ¿hay en la obra de Galeno
una teoría general de cuerpo humano?
Médico ante todo, Galeno vio el cuerpo del hombre como la realidad en la cual
tiene su sede la enfermedad humana. Es cierto, pensaba, que causa externa de
enfermedad (aitía prokatarktikē) puede ser un afecto del ánimo, una alteración

91
desordenada de la psique. No sólo los venenos o la dieta inmoderada lo son. Pero la
causa inmediata de la afección morbosa -en su lenguaje: la aitía synektikē, la causa
continente o conjunta- es siempre una alteración local o general del cuerpo. De ahí
que como médico y tratadista le interesase ante todo conocer la composición
anatómica de él y enseñarla a los demás. Con gran energía ha subrayado García
Ballester el carácter esencialmente iatrocéntrico de los escritos anatomofisiológicos
de Galeno; la voluntad de ser buen médico y el deseo de que los demás médicos lo
sean le mueven a saber y enseñar anatomía. Para que el médico sepa entender
correctamente a Hipócrates dice haber escrito, valga como prueba este único texto,
una parte de sus minuciosas consideraciones acerca de la anatomía funcional de los
dedos de la mano (K. III, 23). No. Galeno no fue un morfólogo puro, como lo había
sido su maestro Aristóteles y muchos siglos más tarde lo serán tantos anatomistas.
Mas no sólo iatrocentrismo hay en los escritos anatomofisiológicos de Galeno.
A la vez que médico, él quiso ser y fue filósofo de la naturaleza, en el sentido
helénico de esa expresión, y de ello dan fehaciente testimonio no pocas páginas de
su amplia obra. Como tal, y no sólo para polemizar con Asclepíades de Bitinia y su
atomismo, ha sentido «la necesidad de extender sus demostraciones y explicaciones
a cosas que no sirven a la terapéutica, ni al pronóstico, ni al diagnóstico de las
enfermedades» (K. IV, 351).
Con las modulaciones que en ella han introducido Aristóteles y los estoicos, la
idea presocrática de la phýsis como principio y fundamento de la realidad es la base
y el punto de partida de la filosofía natural del helenístico Galeno. Todas las notas
esenciales de laphýsis que vimos al exponer la morfología presocrática e hipocrática
presiden implícita o explícitamente sus descripciones anatomofisíológicas, y muy en
primer término la divinidad, la racionalidad y la adecuación teleológica de sus
operaciones.
Los términos phýsis (naturaleza), dēmiourgós (el demiurgo) y oi theoí (los
dioses) son indistintamente usados para designar la causa de la maravillosa
ordenación de las partes anatómicas al cumplimiento de sus respectivas funciones.
Las dos notas esenciales que en su clásico ensayo atribuyó R. Otto a lo sagrado, su
condición de tremendum, lo que causa temblor, y fascinans, lo que seduce con
máxima fuerza, aparecen inequívocamente -como ya lo habían hecho en los escritos
hipocráticos- en la consideración galénica de la naturaleza, tremenda cuando
inexorablemente decreta la muerte de un enfermo o la incurabilidad de una
enfermedad, fascinante cuando hace ver a quien la contempla la admirable sabiduría
de su acción en la generación de las formas anatómicas y en el gobierno de su
función -de su utilidad okhreía- en el todo del organismo. El sentimiento que mejor
expresa la fascinación, la admiración venerativa de lo que se ve (el thaumazein; para
Platón y Aristóteles, en él tiene su principio la verdadera sabiduría), es
insistentemente nombrado en De usu partium. Precisamente por ser tan maravillosa
su obra en la producción y la ordenación de las formas y los movimientos que la
hacen perceptible, es bella la naturaleza; porque «la verdadera belleza no es otra
cosa que la constitución óptima» (K. III, 24). El adverbio kalōs, «bellamente», se

92
repite con significativa frecuencia en las descripciones anatomofisiológicas de
Galeno.
Además de divina, y precisamente por serlo, la phýsis es racional. El lógos, la
razón, el razonable sentido que según Heráclito hay en el seno de ella, sigue presente
ante los ojos de Galeno; y en tanto que hombre que ve en las cosas todo lo que la
inteligencia humana permite ver, que esto es ser sabio, él se siente llamado a mostrar
a los demás hombres cómo se realiza esa en parte latente y en parte patente
racionalidad. Tal es el designio último de tantas de sus descripciones
anatomofisiológicas. Al modo griego, también ancilla rationis naturaey no
sólo ancilla medicinae es la ciencia anatomofisiológica de Galeno.
Visto desde esta fundamental actitud de su mente, ¿qué fue para Galeno el
cuerpo humano, cómo entendió él lo que el cuerpo humano es y significa en la
totalidad del cosmos? La respuesta salta a las mientes: es retoño y visible forma
suprema de aquello que constituye el principio y fundamento de toda la realidad
cósmica, la divina «phýsis». Lo cual hace que la realidad de nuestro cuerpo posea
para Galeno tres notas principales: sacralidad, racionalidad y moralidad.

1. En primer término, la sacralidad. Puesto que la phýsis es «lo divino» y el


hombre es retoño suyo, sacral será en su raíz misma el cuerpo humano; y puesto que
en el cuerpo humano tiene su más alta y noble expresión visible la phýsis universal,
como suprema epifanía de ella habrá de verse el cuerpo del hombre. Hasta el
cadáver posee tal dignidad, cuando no es el de un facineroso o un esclavo; a los ojos
de un griego antiguo tal fue el fundamento moral de la actitud de Antígona ante el
cuerpo muerto de su hermano Polinices y el nervio de su derecho a incinerarlo.
Según Bréal, la raíz del término sōma es saos-sōs, lo que se salva. En el mundo
antiguo sólo entre los alejandrinos fue posible, como vimos, la disección de
cadáveres humanos.
Desde el punto de vista de la descripción anatomofisiológica, la condición
sacral del cuerpo humano se hizo patente a los ojos de Galeno -no contando lo que
respecto de ella es fundamental, ser el cuerpo del hombre la epifanía suprema de la
divina phýsis- en las dos más notorias peculiaridades de su conjunto: la
bipedestación y el carácter microcósmico de su composición anatomofisiológica.
En tanto que peculiaridad específica del animal humano, en dos sentidos es
sacral la bipedestación: le permite el ejercicio de la contemplación y le da la
posibilidad de usar sus manos.
Era el templum, en el primitivo sentido que para los romanos tuvo esta palabra,
el terreno acotado desde el que los augures, mirando al cielo estrellado -esto es: al
lugar en que la divinidad primariamente se realiza y manifiesta-, leían sus augurios;
con lo cual la contemplatiovino a ser la devota observación del cielo y, por
extensión, la observación de las cosas visibles para conocer el sentido último de su
realidad. En esa actividad veía un griego antiguo el camino de la mente hacia
la theoría. Pues bien: la bipedestación es lo que permite al hombre el ejercicio de
la contemplatio, y por tanto su comunicación directa con los dioses. Muy

93
elocuentemente lo declaran dos versos de Ovidio: elopifex rerum o artífice de las
cosas -el demiurgo, diría Galeno; en definitiva, la virtualidad genética y ordenadora
de la phýsis,

os homini sublime dedit, caelumque videre


iussit, et erectos ad sidera tollere vultus,

«dio al hombre rostro elevado, y le ordenó mirar al cielo y levantar la atenta


cara hacia los astros». Exactamente lo mismo que dice Galeno, cuando afirma que el
hombre está en pie «para mirar prontamente al cielo y poder decir: Miro hacia el
Olimpo con animoso rostro»(K. III, 182); y lo mismo que Platón, cuando, en un
texto que el propio Galeno aduce, opina así: «Mirar hacia lo alto no es el acto de
levantar la cabeza que lleva consigo el bostezo, sino el de contemplar con la mente
la naturaleza de las cosas (tō nō tēn tōn ontōn phýsin episkomētai)» (K. III, 183).
Mas, como ya he dicho, no sólo por otorgar la posibilidad de mirar sin dificultad
hacia el templum mundi es sacral la bipedestación humana; también lo es porque
permite el empleo de las manos, órgano en el cual se realiza más inmediatamente,
para Galeno, la condición de animal sabio (sophós) y divino (theios) que entre todos
los animales distingue al hombre. Pronto reaparecerá este tema.
Tanto como la bipedestación es divina la condición microcósmica del hombre.
Que el hombre es microcosmos, mundos minor, dirán los latinos, era doctrina en
Grecia desde los presocráticos y los más antiguos textos del Corpus hippocraticum.
Páginas atrás lo vimos. Mas, como también vimos, la correspondencia entre la
realidad del macrocosmos y la del microcosmos no fue siempre concebida de igual
manera; y la concepción entitativa que de esa correspondencia formuló Aristóteles -
el hombre, realidad natural en la que armoniosamente se aunan los tres modos
principales de la vida y del alma: el vegetal, el animal y el humano- es la que sirve
de pauta fundamental a la antropología de Galeno.
La divina phýsis se realiza ordenada y bellamente en el cosmos, y dentro de él,
de modo eminente, en la naturaleza del hombre. Y así el cuerpo humano viviente es
microcosmos dando armoniosa realidad unitaria a las tres dynámeis en que la vida
cósmica cobra realidad, la vegetativa, la vital stricto sensu y la anímica, operante
esta última, en el caso del hombre, como potencia animadora de la sensación, el
movimiento y la razón. Iremos viendo cómo tal idea se manifiesta en la obra
anatomofisiológica de Galeno. Ahora quería limitarme a señalar el tácito, pero
efectivo, carácter sacral que, así concebido, otorga al hombre su condición
microcósmica.

2. Además de sacral, la realidad del cuerpo humano es racional,


ordenada secundum rationem; katà lógon, dirá helénicamente Galeno. Otro modo de

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hacerse evidente la condición divinamente ordenadora de la phýsis universal,
principio y fundamento de todos los cuerpos del cosmos.
En el más universal sentido del término lógos, el cuerpo humano es en sí mismo
racional porque, como Heráclito enseñó, lógos hay en la constitución misma de
todas las cosas naturales. Galeno, que según sus propias palabras sigue a
Hipócrates ōsper apò theou phonēs,«como si fuese la voz de la divinidad» (K. III,
22), más de una vez hace suyas dos expresiones hipocráticas de clara raigambre
presocrática: que la phýsis es justa (díkaia), hace ajustada y concertadamente lo que
tiene que hacer, y que lo hace todo sin maestro alguno, por sí misma,adídaktōs (K.
III, 7). Lo cual se patentiza con entera evidencia en la exquisita adecuación con que
todas las partes del cuerpo -no sólo el humano, también el animal- cumplen la
función a que por naturaleza están ordenadas.
A la radical racionalidad del cuerpo humano se añade la que le otorga el hecho
de ser instrumento ejecutor, órganon, del lógos que específicamente posee el
hombre, zōon lógon ekhon, animal dotado de razón -y de habla-, según la tópica
definición de Aristóteles, zōon logikón, en términos galénicos (K. III,
245); lógos que se hace operativamente patente en la ejecución de las artes, y por
tanto en lo que somáticamente hace posible la práctica de ellas, la mano, e
intelectivamente manifiesto en la actividad del sabio, cuando desvela el
ocultológos de las cosas. El cuerpo humano es, pues, racional en cuanto que
orgánicamente hace efectivo el uso de la razón. Al estudiar en su detalle la
anatomofisiología de Galeno, surgirá de nuevo esta idea de la intrínseca racionalidad
del cuerpo.

3. Consecuencia obligada de la sacralidad y la racionalidad del cuerpo humano


es su constitutiva moralidad, el hecho de ser causa y término de imputación de la
condición moral -de modo positivo, moralidad stricto sensu; de modo negativo,
inmoralidad- inherente a las acciones humanas.
El básico naturalismo del pensamiento griego, radicalizado, si cabe, por la
filosofía estoica, había de conducir a una crasa somatización de la moral, que en
Galeno es concebida con arreglo a la concepción humoral de la fisiología humana.
Muy claramente aparece tal doctrina en el escrito Quod animi mores corporis
temperamenta sequantur, «Que los hábitos del alma son consecuencia de la
complexión humoral del cuerpo». «Cuantos piensan que todos los hombres son
capaces de virtud, como cuantos creen que ningún hombre podría ser justo por
propia elección, lo cual equivale a afirmar que no existe un fin natural -dice en él
Galeno-, sólo han visto la mitad de la naturaleza del hombre. Los hombres no nacen
todos enemigos, ni todos amigos de la justicia; unos y otros llegan a ser lo que son a
causa de la complexión humoral de su cuerpo» (K. IV, 814). El griego homérico y
pindárico vio la kalokagathía, el enlace de la belleza física y la virtud moral, como
patrimonio de la condición biológica de la aristocracia. Más democrático y más
fisiológico, Galeno verá en ella la consecuencia de una adecuada mezcla -justa, la
llamará, con Hipócrates- de los humores del organismo.

95
Esta visión fisiológica y humoral de la ética tiene como fundamento
antropológico una concepción radicalmente corporalista de la realidad del hombre.
Para Galeno, nada hay en el animal humano allende la krasis humoral que específica
e individualmente le caracteriza, nada en él es en el rigor de los términos asōmaton,
ajeno al sōma. Aunque localizada en el cerebro, la parte intelectiva del alma (tò
logistikón) es asomática e inmortal, a diferencia de sus partes irascible (tò
thymoeidés) y apetitiva (tò epithymē tikón), respectivamente localizadas en el
corazón y el hígado, había afirmado Platón. El nous, enseñó Aristóteles, le viene al
cuerpo «desde fuera», es lo más divino del hombre, y como nous poiētikós o
intelecto agente sigue existiendo tras la muerte del cuerpo. Platónico y aristotélico
en tantos aspectos de su pensamiento, Galeno deja de serlo cuando se ocupa de la
realidad del alma. Ésta no sería otra cosa que la esencia (ousía) de la krasishumoral
correspondiente al hombre (K. IV, 774); las potencias o facultades (dynámeis) y los
actos (energéiai) que llamamos del alma no son, pues, sino movimientos de
la krasis humoral del individuo en que se producen. Nada, en consecuencia, es
inmortal en la realidad del hombre. En la plena madurez de su mente, y tras un
proceso biográfico en el que se suceden actitudes menos tajantes (García Ballester),
Galeno afirma clara y resueltamente que el cuerpo es toda la realidad del hombre.
Con otras palabras: que en todas sus actividades, incluso en las llamadas anímicas o
psíquicas, el ser humano es todo y sólo cuerpo.
De ahí que, como antes dije, el cuerpo sea para Galeno causa determinante y
término de imputación de la constitutiva eticidad de las acciones humanas. El buen
médico debe ser filósofo (Quod optimus mediáis sit quoque philosophus, K. I, 53-
63), y conocer, por consiguiente, no sólo las enfermedades y su tratamiento, y no
sólo la constitución del cuerpo humano, también la lógica, la física y la ética.
Sostuvo el autor del escrito hipocrático De natura hominis que, antes que los
filósofos, son los médicos los que con más autoridad pueden hablar acerca de la
naturaleza humana; y sintiéndose a la vez médico y filósofo, con máxima autoridad
quiso demostrarlo Galeno. En lo tocante a la naturaleza del hombre, eso se propuso
hacer con De usu partium, De naturalibus facultatibus y Quod animi mores...; en lo
relativo a la conducta, con sus trataditos De propriorum animi cuiusque affectuum
dignotione et curatione, «Sobre el diagnóstico y la curación de las pasiones del alma
de cada uno», y De cuius libet animi peccatorum dignotione atque medela, «Sobre
el diagnóstico y el tratamiento de cualesquiera pecados del alma».
El primero de estos dos trataditos atañe a las pasiones del alma (páthē), el
segundo a los pecados (hamartēmata), y en ambos es patente la intención
diagnóstica y terapéutica con que fueron concebidos. Galeno se propone con ellos
ser médico, filósofo y pedagogo de la vida moral, y tanto en lo tocante a la
desmesura de las pasiones (la ira, el miedo, etc.), como en lo relativo a los
desórdenes que con un término polisémico deliberadamente
llama hamartēmata (hamártēma, en griego, significa a la vez error, pecado y -
Platón, Gorg. 479 a- enfermedad). Poco importa que el texto del escrito sobre los
pecados del alma (en tē psykhē hamartēmata) no se hable de la complexión humoral

96
del «pecador»; esto es, que su autor quiera ante todo mostrarse como psicólogo,
moralista y educador. Porque si a Galeno le hubiesen preguntado cuál era en la
realidad del sujeto así diagnosticado y tratado la causa continente (aitía synektikē) de
su «pecado» -lo que en ella habría como resultado de confluir el ocasional desorden
de las sex res non naturales y la peculiaridad de las res naturales del «pecador»-, es
seguro que la habría referido a la índole de la crasis humoral, y en definitiva a la
doctrina del tratado Quod animi mores corporis temperamenta sequantur.
Consecuente con su radical somaticismo, Galeno vio en el cuerpo el sujeto de la
vida moral, y ante la realidad y la conducta del hombre fue siempre, aunque con más
o menos visible predominio de una u otra de las varias orientaciones de su
pensamiento, médico, filósofo natural, moralista y pedagogo. No serán pocos los
neurofisiólogos y los psicólogos actuales que vean en Galeno un iniciador de su
manera de entender la conducta del hombre31.

B) Conceptos morfológicos fundamentales

Veamos cómo esa teoría del cuerpo humano se concreta y expresa en las
descripciones anatomofisiológicas que contienen los dos grandes tratados galénicos
a ellas consagrados, De anatomicis administrationibus y De usu partium; primero en
forma de conceptos morfológicos fundamentales, luego como descripción
propiamente dicha.
Recuérdese lo expuesto. En el saber anatómico se integran dos órdenes de él:
uno material, los datos positivos que el morfólogo conoce y expone, otro formal,
el modo de saber, la forma en que aquéllos son reunidos y presentados; y en el modo
de saber se articulan tres momentos conceptuales, la idea descriptiva, la
conceptuación de la parte y el método de la descripción particular.

1. Como sabemos, la idea descriptiva es la figura ideal que tácitamente preside


y determina el orden de los datos positivos contenidos en un tratado anatómico;
figura cuya expresión inmediata es el índice del tratado en cuestión.
¿Cuál es el índice de los tratados galénicos? En el capítulo final del libro I
de De usu partium, el propio Galeno enumera el orden descriptivo del tratado
entero: «En el primer libro he estudiado la composición y los movimientos de la
mano. En el segundo expondré las partes restantes de toda la mano, el carpo, el
antebrazo y el brazo. En el tercero mostraré el artificio de la naturaleza en la pierna.
En el cuarto y el quinto los órganos de la nutrición. En los dos subsiguientes hablaré
del pulmón (y del corazón). En el octavo y el noveno, de lo pertinente a la cabeza.
En el décimo expondré la constitución de los ojos. En el que sigue, los órganos que
componen la cara. El libro duodécimo mostrará lo concerniente a la espina dorsal. El
decimotercero, todo lo restante, en lo tocante a ella. En los siguientes, trataré de las
partes genitales y de las nalgas. El decimosexto hablará de los órganos comunes a la
totalidad del animal, arterias, venas y nervios. Por fin, a manera de colofón después

97
de todos los anteriores, el libro decimoséptimo mostrará y describirá la disposición y
la magnitud propia de todas las partes, así como la utilidad de toda la obra» (K. III,
86-87).
A su vez, los quince libros del tratado De anatomicis administrationibus -de
cuyo texto griego sólo se conservan los ocho primeros libros y los cinco capítulos
iniciales del noveno; los restantes fueron conocidos el siglo pasado, a través de una
traducción árabe del siglo IX- contienen sucesivamente la anatomofisiología y la
disección de la mano y el brazo; del pie y la pierna; de la cubierta osteomuscular de
la cabeza, el cuello y el tronco; de los órganos abdominales; de los órganos
torácicos; del cerebro; de la boca y la faringe; de la laringe; de los órganos de la
generación y la formación del feto; de las arterias y las venas; de los nervios
craneales; de los nervios espinales.
Resumiendo los dos tratados, resulta evidente que el orden descriptivo de la
anatomofisiología galénica es el siguiente, mano y brazo; pie y pierna; órganos de
las cavidades abdominal, torácica y craneal; cubierta osteomuscular de la cabeza y
del tronco; partes genitales; arterias, venas y nervios. Pues bien: respecto de la idea
descriptiva de Galeno, ¿qué nos dice este peculiar orden de las descripciones?
Volvamos a la anatomía general y comparada esbozada en los dos primeros
libros del tratado De usu partium. La soberana y providentephýsis hizo que la
configuración anatómica de las distintas especies animales se adapte perfectamente a
lo que por naturaleza es la psykhē de cada una, y por tanto a sus hábitos y facultades.
Al caballo, animal veloz, soberbio y generoso, le dio fuertes pezuñas y hermosas
crines; al león, animoso y feroz, dientes y uñas; al tímido ciervo, velocidad, y así a
los demás. Pero al hombre, único animal, entre los terrenales, sabio y divino, sólo le
dio las manos como instrumento idóneo para todas las artes, no menos para las de la
paz que para las de la guerra. La espada y la lanza inciden y cortan mejor que el
cuerno; y si el león es más veloz que el hombre, éste, con su sabiduría y sus manos,
doma al caballo, animal más veloz que el león (K. III, 2-4). La coincidencia entre
esta visión de las posibilidades operativas de la mano con la que Aristóteles ofrece
en De partibus animalium, salta a la vista.
Nace el hombre con el cuerpo desnudo y con el alma carente de habilidades, de
artes (tékhnai). Pues bien: para remediar su desnudez, la naturaleza le dio las manos,
y para salir de su originaria carencia de artes (atekhnía), la razón (lógos), mediante
la cual inventa las artes que le permiten vivir como tal hombre. Si acertó Aristóteles
diciendo que la mano, capaz de adaptarse al manejo de todos los instrumentos, es
«instrumento de instrumentos» (órganon pro orgánōn), no menos acierta el que,
imitándole, dijo que la razón es en cierto modo «arte de las artes» (tékhnē tinà pro
tekhnōn). «Con sus manos, el hombre -canta, más que dice, el texto galénico- teje
sus vestidos, sus redes y sus velas, fabrica sus trampas. Con lo cual no sólo domina a
los animales terrestres, también a los que viven en el mar y en el aire. Y como
animal pacífico y político que es, con sus manos escribe sus leyes, erige altares a los
dioses, construye naves, liras, escalpelos, tenazas y todos los restantes instrumentos
de las artes, y deja escritos para la posteridad comentarios a sus especulaciones. Así,

98
gracias a las letras y a las manos, es hoy posible conversar con Platón, Aristóteles,
Hipócrates y otros antiguos» (K. III, 8 y 4).
Afirmó Anaxágoras que el hombre es sapientísimo porque tiene manos, y
Aristóteles que tiene manos porque es sapientísimo. Con él está Galeno. No son las
manos las que enseñaron las artes al hombre, sino la razón; las manos son órganos
de las artes, como la lira lo es del músico y la tenaza del carpintero. Pero, sin las
manos, la razón no podría dar efectiva realidad a las artes que ella inventa: la razón
inventa y no ejecuta, la mano ejecuta y no inventa. La simple observación de la
naturaleza, afirma Galeno, hace ver que Anaxágoras no tenía razón, porque los
animales recién nacidos tienden a mover las partes que específicamente poseen
mucho antes de que esas partes se configuren como órganos idóneos. Recién salido
del huevo, el polluelo del águila intenta volar sin que nadie se lo haya enseñado. La
acción va configurándose con el órgano y no es consecuencia de éste. Una y otra son
lo que corresponda a la dýnamis específica de la particular phýsis en cuestión (K. III,
7). Así en el caso del hombre, a cuya phýsis pertenece específicamente la dýnamis o
facultad de ser racional, y por consiguiente su innata capacidad para inventar artes
en su relación con el mundo que le rodea, y -puesto que en la naturaleza nada es
vano- la existencia en su cuerpo de órganos adecuados a tal fin; en este caso, las
manos.
En suma: la nota más esencial de la phýsis humana es la posesión de lógos, el
ser racional; ella es la que, mediante la invención de artes o tékhnai, permite al
hombre actuar sobre la naturaleza que le rodea y ponerla a su servicio, y la que por
añadidura le hace sabio y divino. Pero el hombre necesita que la composición
anatómica de su cuerpo le haga idóneo para la ejecución de las artes -esto es: para
hacer efectiva su racionalidad- y tal es la función primaria de la mano. Ésta es, en
consecuencia, el órgano que primariamente manifiesta y realiza la condición
racional del hombre. Y puesto que Galeno, en cuanto anatomofísiólogo, no pretende
conocer y descubrir la textura de un cadáver, sino la realidad viviente y activa del
cuerpo humano, tal es asimismo la razón por la cual comienza precisamente por la
mano su descripción anatomofisiológica de ese cuerpo. «Comencé mi descripción
por la mano -declara abiertamente-, porque ella es la parte más propia de la
naturaleza del hombre» (K. III, 88); «órgano el más propio del hombre», la llama en
otro lugar (K. IV, 352). Planteamiento este que determina el orden con que va a
proseguir su empeño de anatomista y que revela con elocuencia cuál es el
fundamento de su idea descriptiva.
Para que en el cuerpo humano exista una mano libre es preciso que el hombre
sea bipedestante; por consiguiente, que sus piernas sean como de hecho son. La
bipedestación es lo que le permite ser artífice, hacedor de artes, y lo que, por otro
lado, le da la posibilidad de mirar hacia delante, para ver lo que hacia él viene, y
hacia el cielo, para contemplar el firmamento. Es, pues, perfectamente comprensible
que a la descripción anatomofisiológica de la mano y el brazo siga la del pie y la
pierna.

99
Mano y brazo, pie y pierna han de nutrirse para poder cumplir las funciones de
sentir y moverse que les son propias; por lo cual el anatomofísiólogo Galeno
prosigue su descripción del cuerpo estudiando sucesivamente la anatomía y la
fisiología de los órganos de la cavidad abdominal, mediante los cuales actúa la
potencia vegetativa o dýnamis physikē, los de la cavidad torácica, instrumentos de la
potencia vital (dýnamis zōtikē) o pulsífica (sphygmikē) y los de la cavidad craneal,
sede de las partes que ponen en actividad la potencia anímica o animal (dýnamis
psykhikē). La cubierta osteomuscular de la cabeza y el tronco, los órganos genitales
y los conductos que ponen en comunicación todas las partes del cuerpo, arterias,
venas y nervios, son los temas con que tanto De usu partium como De anatomicis
administrationibus terminan su estudio del cuerpo humano.
La idea descriptiva de ambos tratados se nos muestra ahora con toda claridad.
Galeno no quiere describir la textura de un cadáver como tantos manuales de
anatomía hacen en los dos últimos siglos, sino el animal humano en la plenitud de
su actividad vital; ejecutando, por tanto, todos los movimientos y funciones de que
es capaz para que sus operaciones sean las que a su vida específicamente
corresponden. A la manera griega, el Pergameno es el iniciador y el máximo
representante de la que en nuestro siglo llamaremos «anatomía funcional».

2. Consideremos ahora el segundo de los dos restantes conceptos fundamentales


de la ciencia anatómica, la conceptuación de la parte.
Inicialmente, la conceptuación galénica de la parte es pura y exclusivamente
visiva; tocante, pues, sólo a la forma. «Así como un animal cualquiera es llamado
uno porque se nos muestra dotado de cierta circunscripción propia y no unido por
parte alguna a las demás cosas -escribe al comienzo de De usu partium-, así también
decimos que es parte lo que en el animal muestra tener circunscripción propia
(perigraphē) como el ojo, la lengua, la nariz y el cerebro. Pero si cada parte no se
hallase en conjunción con las partes próximas, sino enteramente separada de ellas,
entonces no sería parte, sino simplemente uno». Lo cual indica que las partes de los
animales son unas mayores, otras menores y otras no divisibles en porciones de
aspecto distinto (K. III, 1-2).
Es evidente que la distinción aristotélica entre partes similares y partes
disimilares u orgánicas perdura en Galeno; luego lo veremos. No menos evidente es
que el criterio inicial para la conceptuación de la parte es puramente morfológico; es
la vista lo que nos permite discernir si una porción del cuerpo tiene o no tiene
contorno propio. Pero tan pronto como Galeno ha expuesto esa definición de la
parte, se apresura a decirnos que las partes son como son porque en ellas y con ellas
se realiza idóneamente la vida específica -por tanto, la psykhē, el alma- del animal a
que pertenecen: «La utilidad (la función, el sentido vital de la actividad) de todas
ellas es la psykhē; de ésta es órgano el cuerpo, y tal es la razón de que difieran tanto
entre sí las partes de los animales, porque las almas de ellos (psykhaí) son
diferentes» (K. III, 2). La figura general y la configuración de las partes del león, el

100
caballo, el ciervo y el hombre son distintas entre sí en cuanto que convenientes a las
actividades específicas de cada uno de ellos, a sus respectivas psykhaí.
Como para Aristóteles, la forma y la función del animal en su conjunto y de
cada uno de sus órganos son dos realidades que metódicamente pueden ser
consideradas por separado; pero entre ellas hay una anterior unidad fundamental.
«Forma y función, todo es función», dirá Letamendi. No lo ve así Galeno. En su
mente, la forma y la función no son sino dos aspectos metódicamente discernibles de
la primaria actividad genética y ordenadora de la phýsis. Forma y función, todo es
actividad vital de la phýsis, diría Galeno. Así, en tanto que descriptor, Galeno define
la parte con arreglo a lo que ve. Y en tanto que filósofo de la naturaleza la entiende
como realización somática y psíquica -también los animales tienen psykhē- de
la phýsis universal. Lo cual, naturalmente, no excluye que la psykhē humana, para
Galeno, no sea otra cosa que la ousía de la krásis humoral del hombre. Recuérdese
lo dicho.

3. Esta concepción de la parte condiciona el método galénico de la descripción


particular. De nuevo va a ser Aristóteles el maestro. Una cosa es lo que es, enseñó
el Estagirita, por su ousía, por su esencia; pero eso que por su esencia es se
manifiesta en los accidentes o categorías (symbebēkóta), en los modos particulares
en que cobra realidad concreta el ser las cosas. Es bien conocida la ordenación
aristotélica del accidente en las nueve categorías que lo manifiestan o denuncian:
cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, condición, acción y pasión.
Pues bien: Galeno piensa que lo que por naturaleza es una parte orgánica se realiza
concretamente en los modos de ser y aparecer de que son expresión las categorías
aristotélicas, unas veces nombradas con las mismas palabras de Aristóteles y otras
con términos procedentes de su experiencia de anatomista y fisiólogo.
En una página de De usu partium prescribe que para conocer una parte es
preciso tener en cuenta la sustancia de ella (ousía), la posición, el tamaño, la
composición (phoké), la configuración (diáplasis) y la acción (K. III, 26-27); en otra
añade a esos accidentes el número y la conexión (symphysis) (K. III, 300); con
frecuencia habla de la figura (eidos, skhēma) de la parte; y cuando considera cómo
la parte puede enfermar, es evidente que en su mente tiene el accidente de la pasión
(páthos). Nombrada cada una de un modo o de otro, íntegra o sólo parcialmente
seguido su conjunto, el cuadro de las categorías aristotélicas preside el método
galénico de la descripción particular. No podía ser de otro modo, puesto que
básicamente aristotélica es la concepción galénica de la naturaleza de las partes.
Pero, consecuente con su idea de lo que la parte es en tanto que realidad biológica,
una y otra vez advertirá Galeno que, en la descripción de cada una de ellas, su
acción (enérgeia) debe ser considerada antes que su utilidad (khreia) y su aspecto
visible (K. III, 642 et passim).

101
C) Fuentes del saber morfológico y fisiológico

Antes de pasar a la exposición de las descripciones anatomofisiológicas de


Galeno, parece necesario indicar brevemente cuáles fueron las fuentes de su saber
anatómico y cuál el método de su personal investigación.
La tradición críticamente recibida, la disección, la experimentación y la
reflexión fueron las principales fuentes de la ciencia anatómica de Galeno.
A través de sus maestros inmediatos en Pérgamo y Alejandría -Sátiro, Pelops,
Numisiano, Heracliano-, el joven Galeno conoció la tradición oral de la anatomía
griega y pudo leer los textos de los maestros precedentes: Marino, Herófilo,
Erasístrato. Pero su recepción fue siempre crítica. La discusión de las opiniones de
Erasístrato y Asclepíades, violentas en ocasiones, es frecuente en sus escritos. Fiel al
principio metódico de la autopsía, Galeno no quiere atenerse a lo que le dicen, sino
a lo que ve. La tradición debe ser contrastada con la experiencia de la disección,
para aceptarla en unos casos y para rechazarla en otros.
La disección fue, en efecto, la más importante fuente de los conocimientos
anatómicos de Galeno. ¿Disecó éste cadáveres humanos? Cuando el Pergameno
estuvo en Alejandría ya no se disecaban cuerpos humanos, ni vivos ni muertos; es en
consecuencia muy probable que Galeno tampoco lo hiciera, y ésta ha sido la opinión
tradicional; pero, como hace observar Temkin, un examen atento de los pasajes
galénicos en que se habla de disección (anatémnein) impide descartar de modo
absoluto esa posibilidad. En todo caso, Galeno disecó con afán y buen método
cerdos, ovejas, bueyes, gatos, perros, caballos, lobos, hasta un elefante, y de
preferencia monos. Él era muy consciente de que entre la anatomía de estos
animales y la del hombre existen diferencias, y en más de una ocasión atribuye a
este hecho los errores descriptivos de algún autor. Su confianza en el conocimiento
analógico -a igual función, igual o parecida forma- le lleva, sin embargo, a incurrir
en el mismo vicio. Sólo parcial y defectuosamente supo Galeno recoger la idea
aristotélica de la relación por analogía.
Es muy considerable, en cambio, la minucia con que enseña la práctica de la
disección. «El animal -dice, por ejemplo, uno de sus textos- debe ser joven, para que
se le pueda cortar con un escalpelo sin tener que recurrir a un cuchillo de carnicero.
Debe colocársele de espaldas sobre un banco ancho y bajo, de dimensiones
semejantes a las del animal que se va a disecar. Podéis ver muchos de estos bancos
preparados para mí. El banco debe tener agujeros por los que puedan pasar no sólo
cuerdas delgadas, también objetos más gruesos. Uno de los ayudantes estará
preparado para atar al animal con cuatro cuerdas, una para cada pata, en cuanto se
halle de espaldas sobre el banco. Debe pasar los extremos de las cuerdas por los
agujeros y atarlos entre sí. Si el animal tiene mucho pelo en el pecho, hay que
quitárselo» (K. II, 626). No menos detallado es el relato de la disección de algunos
órganos. Habrá ocasión de comprobarlo.
A la disección unió Galeno el experimento fisiológico. A este respecto, sus
limitaciones metódicas y conceptuales son evidentes. Los experimentos galénicos no

102
pasaron de ser, en efecto, lo que desde su origen había sido el experimento griego:
un artificio para que la naturaleza muestre ad oculos lo que en ella han visto los ojos
y la razón del sabio; en definitiva, una epifanía de la naturaleza artificialmente
provocada. Con esas limitaciones, en la obra de Galeno culmina la experimentación
biológica de la Antigüedad clásica. A título de ejemplo, describiré el experimento
con que cree demostrar que la causa del pulso es la contracción activa de las arterias,
cuya dýnamis sphygmikēsería puesta en acto por los espíritus vitales que a lo largo
de su pared les hace llegar el corazón. Por disección aísla en un animal de cierta talla
la arteria femoral, la rodea con un hilo, practica una incisión longitudinal en la pared
de la arteria, introduce en ella un tubito de caña y hace que el hilo, flojamente
anudado, rodee la arteria sobre el tubito así introducido: la porción distal de la
arteria sigue latiendo. A continuación tira de los dos cabos del hilo y comprime la
pared arterial sobre el tubito que hay bajo ella: la porción distal de la arteria deja de
latir. Conclusión: la arteria late porque su dýnamis sphygmikē o potencia pulsífica se
pone en acto por obra del neuma que a lo largo de la pared envía el corazón al
contraerse (K. IV, 733). El apresurado optimismo interpretativo de Galeno le
impidió pensar que la desaparición del pulso en la porción distal de la arteria era
debida a la formación de un trombo en el interior del tubito.
La enseñanza de sus maestros y la lectura de los textos tradicionales,
comenzando por los hipocráticos, la disección y el experimento fueron las fuentes
del saber anatómico y fisiológico de Galeno. Sobre ese copioso conjunto de datos
positivos, ciertos muchos, erróneos no pocos, actuó reflexivamente su poderosa
inteligencia, y así cobraron forma sus tres grandes tratados anatomofisiológicos, De
usu partium yDe naturalibus facultatibus, y los escritos menores que les sirvieron de
complemento.

D) Entre la anatomía y la fisiología

Voy a exponer de modo sumario lo que Galeno supo y pensó acerca de la


anatomía y la fisiología del cuerpo humano. Para lo cual es necesario mostrar en
primer término cómo entendió él la animación del cuerpo, y por tanto los varios
conceptos que le permitieron entender la esencial conexión que a sus ojos hay entre
su forma, tal como la anatomía la describe, y la varia actividad de él a que nosotros
damos el nombre de fisiología.
Concede especificidad a la phýsis del hombre el armonioso conjunto de las
potencias (dynámeis) con cuya actualización (enérgeia) las partes del cuerpo
ejercitan su acción (érgon) y manifiestan su utilidad (khreía) en la total actividad del
animal humano. Los espíritus (pneúmata) correspondientes a cada una de ellas son
los agentes de su respectiva operación; las espuelas, si vale decirlo así, que con su
estímulo ponen en acto sus potencias.
En el libro primero del tratado De naturalibus facultatibus establece Galeno una
tajante distinción entre las potencias naturales y las animales. Por obra de aquéllas,
comunes al animal y a la planta, el animal se nutre y crece; en virtud de éstas siente

103
y se mueve. Galeno se niega a hablar de dos almas, una vegetativa (physikē) y otra
sensitiva (aisthētikē); él prefiere decir que las plantas son gobernadas sólo por
laphýsis, y los animales simultáneamente por la phýsis y la psykhē, por la naturaleza
y el alma; y así, concluye, «el crecimiento y la nutrición son obra de la naturaleza,
no del alma» (K. II, 1-2)32.
Con esta distinción, ¿quiere decir Galeno que la psykhē del animal, y por
extensión la del hombre, no cae dentro de la realidad que
losphysiológoi presocráticos habían llamado phýsis. En modo alguno; bien
claramente nos ha dicho que la esencia de la psykhē humana consiste en la
peculiaridad de la krásis humoral del individuo. No; Galeno está a cien leguas de
admitir que el alma sea una realidad transnatural. Hay que pensar, pues, que la
palabra phýsis tiene para él dos sentidos: uno restrictivo, más próximo a su
significación etimológica, phýsis como naturaleza vegetativa33, y otro
universal, phýsis como naturaleza in genere, como básica y principal realidad de
todo lo que existe. Dentro de este marco conceptual se hallará cuando diga que los
movimientos del alma pertenecen a las que luego serán llamadas sex res non
naturales (K. I, 367).
En cualquier caso, algo fundamental unifica a la phýsis y a la psykhē, sea ésta la
animal o la humana: el hecho de que en la actividad de una u otra se actualizan las
potencias o facultades (dynámeis) de las partes que a una y otra sirven de órganos o
instrumentos. Lo cual nos obliga a examinar con alguna precisión lo que
la dýnamis fue en la fisiología galénica.

1. Galeno hereda el concepto de dýnamis que sucesivamente habían elaborado


los physiológoi presocráticos, los médicos hipocráticos y Aristóteles. De modo
general, dýnamis (potencia, facultad) es en sus escritos la capacidad de una cosa
para ser algo de lo que puede ser, y por tanto para hacer algo de lo que puede hacer,
y enérgeia (acto, acción, actividad), lo que la cosa en cuestión está siendo y está
haciendo cuando de hecho es eso que puede ser y hacer. El estómago, por ejemplo,
tiene en potencia (dýnamis) la capacidad de digerir en acto (enérgeia). Pero nuestro
fisiólogo no se queda ahí. Movido tanto por su lectura de Aristóteles como por su
experiencia de médico, Galeno -para quien la conceptuación de la dýnamis fue, a lo
largo de su vida, tema constante- introduce en esa básica idea varias importantes
precisiones. Tres por lo menos:
1. La dýnamis no es simple disposición pasiva, como la de la materia respecto
de las causas eficiente y formal. En tanto que «principio del movimiento y del
cambio» (Aristóteles, Metaf. 1019 a 15-16), la dýnamis es también causa
eficiente de la acción a que da lugar; potencia, en el sentido actual de esta
palabra. «Llamo acción (enérgeia) -dice Galeno- al movimiento activo, y
potencia o facultad (dýnamis) a la causa de ese movimiento» (K. II, 7). Como
la obra procede de la acción y la causa precede a ésta, así también, en cada
una de las operaciones (érga) del organismo, la dýnamis correspondiente (K.

104
II, 9-10). Lo que tiene dýnamis es, según Aristóteles,dynatón, potente, y es
impotencia, carencia de dynámeis, la adynamía (Metaf. 1019 a 34 - b 22)34.
2. La dýnamis, había dicho Aristóteles, es principio de un movimiento o un
cambio «que está en otro (ente) o en el mismo (ente) en cuanto otro»
(Metaf. 1010 a 16). Y Galeno, fiel en esto a su maestro, afirmará en
consecuencia que la dýnamis es causa de operación por accidente (katà
symbebékós), y verá en la categoría de relación (prós ti) el modo del
accidente propio de ella. Así, dice, «puesto que ignoramos la esencia del
agente causal, la llamamos dýnamis: sanguínea en las venas, digestiva en el
estómago, pulsífica en el corazón» (K. II, 9; lo mismo en K. XV, 291-292).
Las dynámeis, dirá Galeno en otro lugar, no son cosas que habitan en las
sustancias, como nosotros en nuestras casas, sino potencias eficaces respecto
de lo que las sustancias hacen (K. IV, 769).
3. De lo cual se sigue que la forma de la acción en que se actualiza la dýnamis -
con otras palabras: la índole de su efectiva operación- depende más de lo que
se pone en movimiento que de ella misma. Por consiguiente, una cosa puede
ser a la vez -en potencia, claro está, no en acto- algo y su contrario
(Aristóteles, Metaf. 1009 a 35), y en consecuencia promover un cambio hacia
lo mejor o hacia lo peor (Metaf. 1019 b 2-4). Tal es la razón por la cual dice
Galeno que el áloe tiene en sí la dýnamis de purgar y tonificar el estómago,
de coaptar las heridas sangrantes y cicatrizar las úlceras y de desecar los ojos
(K. IV, 769-770).
La índole del movimiento en que las dynámeis se actualizan puede ser
cualquiera de los modos de él que Aristóteles enseñó a distinguir: el cualitativo, el
cuantitativo, el local y el sustancial o de generación y corrupción (K. 11, 3). En el
cuerpo animal hay dynámeis para alterar la cualidad de algo, esto es, para
transformarlo (alloiōsis), para crecer o decrecer, para el desplazamiento en el
espacio y para engendrar o corromperse (lo que corrompe es potente para
corromperse, dice Aristóteles); pero es sin duda la transformación, la alloiōsis, el
modo del movimiento más propio de los cambios anatomofisiológicos que se dan en
el organismo animal. Así lo muestra el cuadro de las potencias que Galeno ofrece.
A las dynámeis se las conoce por sus acciones (K. II, 9); para el fisiólogo, por
tanto, en el organismo habrá tantas como acciones o actividades sean en él
observables (K. IV, 769); y puesto que la sapientísima naturaleza hace que los
instrumentos que ejecutan la acción sean como a ésta convienen (K. XV, 292), un
metódico examen anatómicofuncional de las partes del cuerpo será lo que permita al
sabio discernir y ordenar las dynámeis con que la vida del cuerpo se realiza.
Con Platón y Aristóteles, Galeno distingue en la vida del hombre -por tanto: en
el movimiento del cuerpo humano- tres actividades fundamentales, a las que unas
veces llama formas o especies (eidē) del alma, entendida ésta como antes vimos (K.
IV, 772), y otras concibe como facultades o potencias, dynámeis: la que, mediante
los órganos abdominales y genitales, ejecuta las actividades vegetativas, con su
correlato concupiscible (dýnamis physikē o potencia vegetativa); la que pone en acto

105
las funciones cardiorrespiratorias y es parte principal en la génesis de las pasiones
irascibles (dýnámis zōtikē o potencial vital); y, en fin, la que en los órganos a ella
correspondientes se actualiza como sensación, automoción y pensamiento (dýnámis
psykhikē o potencia psíquica). El hígado es el órgano central de la potencia
vegetativa, el corazón, el de la potencia vital, y el cerebro -aquí Galeno está con
Alcmeón y Platón, no con Aristóteles- el de la potencia psíquica35.
Pero estas tres dynámeis principales no podrían ser realmente eficaces si en los
órganos en que se actualizan no hubiese otras cuatro, por obra de las cuales cada uno
de ellos cumple adecuadamente la función que le es propia: la potencia atractiva
(dýnámis helktikē), en cuya virtud el órgano no atrae hacia sí lo que para su
actividad necesita, la potencia retentiva (dýnámis kathektikē), cuya misión es retener
lo atraído hasta su adecuada transformación, la potencia conversiva (dýnámis
alloiōtikē), que capacita el órgano para realizar la transformación a que él está
destinado, y la potencia expulsiva (dýnámis apokritikē), sin la cual no podrían ser
expelidos hacia los respectivos emuntorios los residuos que resultan de la operación
conversiva. Todo en la vida del organismo es actividad, enérgeia: el estómago atrae
el bolo alimenticio, el riñón chupa la sangre que ha de purgar, las arterias pulsan
activamente, el hígado absorbe la sangre de la vena porta, y la diástole del corazón
derecho la de la vena cava. Otro tanto cabe decir de las acciones retentivas,
conversivas (digestión del alimento, transformación de éste en sangre, etc.) y
expulsivas. Naturalmente, todas las potencias nombradas se hallan constituidas por
la varia composición de las cualidades cosmológicas elementales, las dynámeis que
son el calor, el frío, la humedad y la sequedad.
No termina ahí el cuadro. Movido por el principio antes señalado -cuantas
acciones, tantas potencias-, Galeno llamará dynámeis, facultades, a los varios modos
de la actividad del alma raciocinante o intelectiva (psykhē logistikē), como la
memoria y la inteligencia, y hablará (K. IV, 771) de una potencia visiva (dýnamis
optikē), otra olfativa (dýnamis osphrantikē), otra auditiva (dýnamis akoustikē), otra
gustativa (dýnamis geustikē) y otra táctil (dýnamis haptikē). O atribuirá una dýnamis
oxyderkikē o virtud oxidércica (K. XI, 778-779) a los medicamentos que aumentan
la agudeza de la vista. Más aún: puesto que para él hay modos de operación de
ciertos cuerpos que no pueden ser explicados mediante la composición de
sus dynámeis particulares, admitirá la existencia de dynámeis propias del cuerpo
entero y abrirá así la vía hacia la futura admisión seudogalénica de virtutes
occultae o virtualidades mágicas, y por tanto hacia la vigencia de creencias
supersticiosas.

2. Para que una dýnámis se ponga en acto -dicho de otro modo: para que un
órgano entre en actividad, según lo que en potencia es- es necesario que un agente
estimulante actúe sobre el órgano en cuestión: es el pneuma, soplo, hálito o aliento,
término que los galenistas latinos tradujeron por spiritus. Con él hereda Galeno un
concepto ya tradicional en la fisiología griega, principalmente desde Erasístrato, y

106
sienta las bases de una doctrina que perdurará durante siglos. En la compleja historia
de la neumatología, la de Galeno es, en efecto, pieza importante.
El pneuma galénico (en lo sucesivo, neuma) no es -como había de serlo
el pneuma o espíritu de que desde el Nuevo Testamento hablan los textos
cristianos; hágion pneuma, Espíritu Santo- una realidad inmaterial; es una materia
sutilísima, capaz de desplazarse velozmente a lo largo de los nervios y de la pared
arterial. Los estoicos habían afirmado que el neuma es el alma (K. IV, 783); Galeno,
para quien la esencia del alma no pasa de ser un modo peculiar de la complexión y
la dinámica de los humores, no cree admisible tal aserto, diferenciado en varias
especies, el neuma no pasa de ser el agente que pone en actividad las dynámeis del
organismo. El escrito hipocrático Epid. VI (L. V, 396) da el nombre genérico de tá
hormonta, «lo que impulsa» al conjunto de los agentes que ponen en movimiento a
un órgano, los impetum facientia de que en el siglo XVIII hablará A. Kaau-
Boerhaave; y como fiel intérprete de Hipócrates, Galeno afirmará que esos agentes
son lospneúmata (K. XIV, 697).
El galenismo medieval esquematizó la neumatología de acuerdo con la primaria
ordenación galénica de las dynámeis. Habría un neuma natural o vegetativo (pneuma
physikón o spiritus naturalis), con su sede central en el hígado, otro vital o pulsífico
(pneuma zōtikón ospiritus vitalis), con el corazón como centro, y otro animal o
psíquico (pneuma psykhikón o spiritus animalis), formado en el cerebro y agente de
la sensación y el movimiento. Pero un examen atento de la obra galénica (M.
Drabkin, O. Temkin, L. García Ballester) ha hecho ver que la neumatología de
Galeno no es tan sencilla y esquemática; en ella hay evolución diacrónica y alguna
vacilación doctrinal. Respecto de la existencia de un neuma vital y otro psíquico, los
textos galénicos son tan numerosos como concluyentes. En cambio, la existencia de
un neuma natural -claramente afirmada por «los antiguos», según el propio Galeno
(K. XIV, 697 y 726)36- sólo a título de hipótesis es admitida:«Y si también existe un
neuma natural...», se lee en De methodo medendi (K. X, 839). Por otra parte, la
diferencia entre la sangre animal y la venosa es más de grado que de cualidad; no
depende de que en aquélla haya neuma vital y neuma natural en ésta, sino de que la
cantidad del neuma vital es distinta en una y otra. Sólo cuando el pensamiento de
Galeno se haga sistema didáctico, galenismo -bizantino, arábigo, medieval-, sólo
entonces será temática y rotundamente afirmada la existencia de un spiritus
naturalis. En páginas ulteriores veremos cómo entiende Galeno la acción
estimulante de cada uno de los pneúmata.

3. En la estequiología anatomofisiológica de Galeno, tres son las realidades


básicas: el elemento cosmológico o primario (stoikheionen sentido estricto), el
elemento biológico o secundario (el humor como stoikheion) y la parte similar.
Prosiguiendo y afianzando una tradición de siglos (Empédocles, los
hipocráticos, Platón, Aristóteles), Galeno piensa, y multitud de veces repite, que los
elementos cosmológicos o primarios son cuatro, el aire, el agua, la tierra y el fuego,
y que en ellos cobran concreta efectividad las cuatro dynámeis elementales

107
o stoikheia dinámicos: lo caliente, lo frío, lo seco y lo húmedo (K. I, 492, II, 126 et
passim).Stoikheia son reiteradamente llamados, en tantos lugares del opus
galenicum, así los más sustanciales de Empédocles como los más dinámicos de
Alcmeón, reducidos éstos a las dos contraposiciones canónicas.
Galeno, sin embargo, no se limita a mencionar y glosar las opiniones de los
antiguos, muy en primer plano las contenidas en el Corpus hippocraticum y en los
aristotélicos. En diversos lugares de su inmensa obra establece el concepto de
elemento (K. I, 413 y sigs.; K. XIX, 356)37, defiende con buenas razones la no
convertibilidad de uno en otro (K. I, 442 y sigs.), afirma la presencia de todos ellos
en cada una de las complejas realidades que en nuestra experiencia cotidiana
comúnmente llamamos agua, aire, tierra y fuego (K. I, 453), y expone originalmente
cómo de ellos se forman los humores (K. XV, 226; XVI, 23) y cómo los elementos,
a través de los humores, condicionan la peculiaridad de los temperamentos (K. I,
548). Bien puede decirse que el Pergameno es el gran clásico de la estequiología
antigua.
Galeno, por otra parte, acepta, elabora y canoniza la noción hipocrática de
humor (khymós). En cuanto que compuesto por los elementos cosmológicos de
Empédocles, y como portador de las cualidades o potencias elementales -elementos
primarios del cosmos-, el humor no es, en el rigor de los términos, elemento,
realidad simplicísima, y por tanto irresoluble en otras (K. XIX, 356); pero en cuanto
realidad que en los procesos orgánicos se mantiene constante -esto es, en cuanto que
en la dinámica de la vida normal no se resuelve en los elementos cosmológicos que
la componen-, el humor puede ser considerado como elemento secundario o
biológico. Aristóteles, recuérdese, incluye a los humores hipocráticos entre las
partes similares; el khymós es para él homoiomorēs mórion. Más hipocrático, en este
caso, que aristotélico, Galeno hace del humor un elemento de la anatomía y la
fisiología animales38; por lo menos, cuando habla como médico y para médicos. «A
estos cuatro humores, los hijos de los médicos (paides iatrōn) los llaman elementos
del cuerpo», dice en sus Definitiones (K. XIX, 363); «lo que en el cosmos el
elemento, eso es el humor en los animales» afirmará De humoribus (K. XIX,
485); «otro género de elementos», llama a los humores en De elementis ex
Hippocrate (K. I, 492).
Cuatro son para Galeno las cualidades elementales y cuatro los elementos
cosmológicos; y como para el autor del escrito hipocráticoDe natura hominis,
ampliamente comentado por Galeno (K. XV, 65-66), cuatro también son para él los
humores fundamentales: la sangre, la pituita, la bilis amarilla y la bilis negra (K. V,
686 y sigs.). Los humores difieren entre sí por el color y la consistencia, en lo
tocante a su aspecto; pero más radical y operativamente, por el elemento
cosmológico -agua, tierra, etc.- y la cualidad elemental -calor, sequedad, etc.- que en
su composición predomina (K. XV, 226 y 686; XIV, 696 y 726; XVI, 23; V, 686;
XII, 275). Y por la condición fluida y miscible de todos ellos, en cada uno y en su
conjunto tienen fundamento idóneo tanto el carácter cualitativo y sustancial de la
fisiología galénica -los procesos orgánicos, transformación (alloiōsis) de sustancias-,

108
como la esencial unidad funcional del organismo, el hecho de que en él todo actúe
sobre todo. Gracias a su constitución humoral, «todo el cuerpo está animado por un
mismo hálito (sýmpnoun) y es capaz de confluir unitariamente (sýrroun)», es a la
vez conspirabile y confluxibile, dirán los latinos (K. V, 157). La sentencia confluxio
una, conspiratio una(mía sýmpnoia kai sýrroia, en el texto original: K. II, 196) será
una de las máximas centrales de la fisiología y la fisiopatología hipocrático-
galénicas.
Cumple el humor dos funciones complementarias: la fisiológica stricto sensu a
que acabo de referirme -pronto veremos cómo se concreta en la actividad de los
diversos órganos- y la cosmológica lato sensu de poner en armoniosa conexión la
dinámica del organismo individual y la del cosmos en su conjunto; porque para
Galeno, heredero una vez más del Corpus hippocraticum, el predominio de cada uno
de los cuatro humores cardinales se halla en relación con cada una de las cuatro
estaciones del año (K. XIX, 485).
Los humores tienen su origen inmediato en los alimentos (K. I, 478-479). La
digestión descompone el alimento en los humores de que se halle compuesto o
convierte en humor las sustancias que de esa transformación sean susceptibles; de tal
modo, que el mismo alimento puede engendrar un mismo humor u otro distinto,
según la índole del sujeto que la ingiere: la miel, por ejemplo, se hace bilis amarilla
en los sujetos jóvenes, y sangre en los viejos (K. II, 115).
La varia mezcla de los cuatro humores da lugar por un lado a los distintos
líquidos orgánicos en cuya composición un humor predomina sobre los restantes -en
la sangre de las venas, por ejemplo, predomina el humor sangre, pero no deja de
haber alguna cantidad de pituita y de bilis-, y por otro a las partes que con
Aristóteles llama Galeno homoimerē, similares (K. I, 254-255)39. Con ello la
estequiología pasa de ser elemental -elementos cosmológicos y elementos biológicos
o humores- a ser netamente morfológica.
La mención de las partes similares es frecuente en los escritos galénicos; pero su
enumeración no es la misma en todos ellos. En De elementis ex Hippocrate, por
ejemplo, nombra Galeno la fibra, la membrana, la carne, la grasa, el hueso, el
cartílago, el ligamento, el nervio y la médula ósea (K. I, 479); en Ars medica, en
cambio, enumera el cartílago, el hueso, el ligamento, la membrana, la glándula y la
carne simple (K. I, 319); y en su comentario al escrito hipocrático De
alimento distingue en las partes similares tres géneros que no tienen sangre ni
cavidad- las que proceden de los huesos, del cerebro y la médula espinal y de los
músculos-, y a continuación el cartílago, el hueso, el nervio, la membrana, el
ligamento, la arteria y la vena (K. XV, 252; lo mismo en los comentarios al libro VI
de las Epidemias hipocráticas, K. XVII A, 803). En todo caso, la noción de parte
similar -la aristotélica- es siempre la misma.
Las partes similares tienen las propiedades físicas -calor, humedad,
consistencia, etc.- que derivan de su respectiva complexión humoral (K. VI, 384), y
con ellas sirven adecuadamente a la función del órgano o de la región orgánica a
cuya constitución pertenecen (K. VII, 677). La utilidad de las partes similares reviste

109
en efecto, dos formas distintas, según sean componentes de la estructura de un
órgano, o, como en la grasa subcutánea sucede, no se hallen mezcladas con otras.
La distinción erasistrática entre partes seminales o ex semine y partes
parenquimatosas o ex sanguine es abiertamente aceptada por Galeno (K. I, 241 y
XV, 252). Es más: movido por esa contraposición, discierne en la carne (sarx) dos
especies diferentes, el músculo, parte seminal, y la parte blanda o
parenquimatosa, parénkhyma (K. XV, 8).

4. Compuestos de partes similares, capaces de acción por obra de


las dynámeis que les son propias, puestos en actividad por lospneúmata o espíritus
que específicamente les corresponden, los órganos actúan vitalmente sustentados por
el más fundamental y dinámico de los principios constitutivos del organismo animal:
el calor innato o nativo (sýmphyton thermón, émphytos thermasía).
El calor innato, que tiene su sede central en el corazón (K. III, 436; V, 582; XV,
293 y 362, et passim) es, en efecto, el agente primario de las transformaciones
sustanciales que constituyen el proceso vital de los animales superiores (K. II, 89; V,
706); «instrumento primero del alma», cualquiera que sea la esencia de ésta, se le
llama en una ocasión (K. XI, 731). No debe dársele el nombre de fuego (pyr), como
hace Platón, sino el de calor (thermón o thermasía), como enseña Hipócrates (K. V,
702); llamarle fuego incitaría a desconocer la existencia de dos especies o géneros
de calor, el exterior y el innato o ínsito; bien claramente la haría ver, aparte otros
datos de observación y otros razonamientos, el hecho de que ciertos medicamentos
disminuyen el calor febril, cuya naturaleza es comparable a la del calor exterior, y
tonifican el calor innato (K. XVII B, 178). Es cierto, sí, que el calor innato se
consume en la consunción necesaria e interna de la vejez y la muerte; pero ésta no
debe ser equiparada a la consunción accidental y externa de la enfermedad (K. XV,
297, y VII, 674). Lo cual no excluye que una alimentación adecuada incremente y
robore el calor innato (K. XV, 265), ni impide que éste sea instrumento principal en
la transformación nutritiva de los alimentos, y por tanto en la acción calorífica de
ellos (K. XV, 265). En suma: la actividad del calor innato es distinta de la actividad
de la llama, porque ésta sólo existe cuando la alimenta un pábulo exterior, al paso
que aquél es intrínseco y primigenio (K. VII, 616), pero uno y otra pueden ser
comparados entre sí; de tal modo, que si conociéramos cómo y por qué la llama se
produce y se extingue, entenderíamos mejor lo que el calor innato hace en los
animales (K. XI, 514; IV, 487-488 y VII, 674 y sigs.).
El calor innato procede del semen masculino, más precisamente, del aire cálido
y húmedo que el semen masculino contiene; siguiendo a Aristóteles, así lo piensa
Galeno (K. XVII, B, 407); en consecuencia, es primigenio, automoviente
(autokíneton) y sempermoviente (aeikíneton) (K. VII, 616); por lo cual, aunque se
extinga en la muerte de cada individuo, eternamente perdura con la vida de la
especie. Ya constituido en el individuo, tras el nacimiento del embrión, tiene
consistencia material (es una sustancia sanguínea y aérea, se dice más de una vez: K.
XI, 731, y XVII B, 407); y con el corazón como principio, por mediación de la

110
sangre opera en todo el cuerpo (K. VII, 616, y XVI, 130) y le mantiene vivo. La
refrigeración que le procura el aire inspirado mantiene en sus justos límites la
intensidad del calor innato (IV, 466)40 .
37

Animado por el calor innato, el cuerpo animal -con sus dynámeis y


sus pneúmata-, ejecuta las varias funciones que le son propias. Veamos ahora cómo
las entiende y describe Galeno.

E) Anatomofisiología especial

En su necesaria y constante relación vital con el cosmos, el cuerpo humano


actúa según dos líneas principales. Regida por la dýnamis psykhikē y el cerebro, la
primera se endereza a la modificación racional del medio físico mediante la creación
de artes o tékhnai; dualmente gobernada por el hígado, centro de la dýnamis physikē,
y el corazón, sede de la dýnamis zōtikē, la segunda tiene por objeto la conservación
de la vida (K. III, 435). Dos pautas descriptivas, por tanto: una en la cual tiene
precedencia la mano y el aparato locomotor, la seguida por el propio Galeno, y la
que sin ser infiel a Galeno -sin desconocer, por tanto, la idea descriptiva galénica y
las razones en que se funda- tiende a seguir el expositor actual, habituado a
Es una de las tesis centrales de los escritos De causis respirationis y De utilitate
respirationis. estudiar las funciones de la vida vegetativa antes que las de la vida de
relación. Esta segunda pauta va a ser la adoptada por mí.
En consecuencia, mostraré en primer término cómo entiende Galeno la
anatomofisiología de las funciones vegetativas y expondré a continuación sus ideas
acerca de la morfología y las funciones de la vida de relación. La suma concisión es
ahora mandamiento inexcusable.

1. La transformación del alimento en la sustancia propia de cada órgano es para


Galeno el término de un proceso integrado por tres fases o digestiones: una acontece
en el tubo digestivo (khylōsis), otra en el hígado y el corazón (haimatōsis), y la
tercera en la parte anatómica en que la nutrición (trepsis) acaba siendo asimilación
(homōiosis) (K. III, 18-20). Y en cada una de esas tres fases, la digestión o cocción
(pépsis) consta de tres operaciones sucesivas: transformación en sustancia nutritiva
de la parte del alimento útil para la nutrición, separación y almacenamiento de la
parte inútil (los residuos o perittómata, según el tecnicismo de Aristóteles) y
expulsión de ésta bajo forma de excremento (K. II, 541 y sigs.). Las potencias
conversiva, retentiva y excretiva del órgano en cuestión se van poniendo en acto
para que la digestión sea completa. Lo cual presupone que ese órgano, mediante la
actualización de su potencia atractiva, ha llevado hacia sí la sustancia que ha de
transformar.
Todo en el cuerpo es como debe ser y está donde debe estar, nada es ocioso,
nada está inmóvil (K. III, 268); así lo dispuso el demiurgo y así lo hacen ver los
órganos de la digestión: el esófago (oisophágos o stómakhos), el estómago (gastēr),

111
el hígado (hēpar) y los restantes, anatómica y funcionalmente formados como más
conviene al régimen omnívoro -por tanto: entre carnívoro y herbívoro- del animal
humano.
El estómago, que en ayunas siente bajo forma de hambre la indigencia de
alimento (K. III, 276-277), atrae el bolo alimenticio, lo somete a una primera
digestión -ayudado por el calor del hígado, cuyos lóbulos le rodean como los dedos
de una mano (K. III, 284)- y, ya iniciada la conversión del alimento en quilo, lo
envía por el píloro (pyloris) al duodeno (ékphysis o dodekadáktylon). En el intestino
delgado (yeyuno,nestis, e íleo, íleon) se completa la quilificación o quilosis y son
adecuadamente separados del quilo dos órdenes de residuos: el acuoso, que los
riñones atraen hacia sí por las venas que les unen al tubo digestivo, y el fecal,
expulsado al exterior a través del intestino ciego (typhlón énteron) y el colon
(kólon). El esfínter anal (sphynteron) evita la salida inoportuna de las heces41.
La pared del estómago y la del intestino constan de dos túnicas, pero la
contextura de ellas no es en uno y otro la misma (K. III, 282). Y Galeno, fiel a su
expeditiva teleología, piensa, con Platón, que la longitud del tubo intestinal, la
consiguiente duración del tránsito del quilo y las heces y la disposición del esfínter
anal son las que son para que los nombres coman y defequen sólo de tarde en tarde y
no vivan ajenos a las Musas (K. III, 328, 332 y 335). El peritoneo es descrito con
bastante detalle, tanto en De usu partium (K. III, 285 y sigs.) como en De
anatomicis administrationibus (K. II, 449 y sigs.). En él son precisamente
distinguidos y nombrados el omento o epiplón (epiploón oepiploun) y el mesenterio
(mesenterion o mesaraion).
Las venas mesaraicas conducen el quilo a la vena porta (pýlē hēpatos, porta
hepatis), y en definitiva al hígado, lugar de la segunda digestión. El hígado, al que se
atribuyen cuatro lóbulos, es descrito conforme a la pauta aristotélica antes indicada:
situación, número y volumen, etc. En él tiene lugar la conversión del quilo en sangre
(haimatōsis), proceso en el cual culmina la primera digestión. La actividad
conversiva del hígado es para Galeno tan importante, que no vacila en
llamarla poíēsis, neoproducción, y no sólo alloiōsis, transformación (K. III, 299). La
estructura de la carne hepática -una apretada y tensa red de finos y serpeantes vasos
venosos, con parénkhyma en torno a ellos- es la que mejor conviene a su función
hematogenética, no sólo en la hematogénesis stricto sensu, también en la separación
del agua y la bilis amarilla sobrantes en el quilo; humor este que se almacena en la
vesícula biliar y por el conducto colédoco -doble en unos casos, único en otros (K. I,
631)- va al intestino delgado. La escasez de nervios patentiza el carácter
predominantemente vegetativo del hígado.
La oscura y espesa sangre formada en el hígado es objeto de una primera
depuración en el bazo (splēn). El bazo no es un órgano ocioso, contra lo que
Erasístrato afirmó: se halla específicamente destinado a la formación de bilis negra a
partir de las sustancias feculentas y terreas que todavía contiene la sangre elaborada
en el hígado. La bilis negra así formada es distribuida desde el bazo y parcialmente

112
eliminada por el tubo digestivo. En rigor, el bazo debería hallarse junto al hígado; y
si no es así, es porque la naturaleza ha respetado la precedencia del estómago.
Ya depurada, la sangre venosa sale del hígado en dos direcciones: por las venas
suprahepáticas hacia el corazón derecho; por un hipotético sistema venoso, hacia el
resto del cuerpo. Veremos cómo entiende Galeno el destino de estos dos caudales
hemáticos.
Cuatro son, pues, los emuntorios del hígado: la vesícula biliar, el bazo y los dos
riñones (K. III, 382). Los riñones (néphros), cuya dual situación en el cuerpo recibe
oportuna explicación teleológica, los uréteres y la vejiga urinaria son bastante bien
descritos por Galeno. La desembocadura oblicua del uréter en la vejiga sirve de
opérculo para evitar el reflujo de la orina. El páncreas (pánkreas) es descrito como
cuerpo glanduloso en De venarum arteriarumque dissectione (K. II, 781) y en De
usu partium (K. III, 344).
La segunda digestión se perfecciona con la conversión de la sangre venosa en
sangre arterial; por tanto, con la actividad del corazón y los pulmones, órganos
centrales de la dýnamis zōtikē o potencial vital. La descripción anatomofisiológica
debe en consecuencia pasar de la cavidad abdominal a la cavidad torácica.
El corazón (kardías), principio y sede central del calor innato y del espíritu
vital, tiene como funciones principales convertir la sangre venosa en sangre arterial -
esto es: depurarla de materias inútiles y proveerla de espíritu vital-, para distribuirla
a través de las arterias por todas las partes del cuerpo. Está situado donde
naturalmente debe estar, y es un cuerpo mioide, aunque no muscular, carente de
nervios, en cuyo interior hay dos ventrículos (koilíai), el izquierdo o neumático y el
derecho o sanguíneo, y dos aurículas (óta), con los orificios venosos y arteriales que
a su función corresponden. Las paredes del ventrículo izquierdo son más gruesas y
densas que las del derecho, para que, por contener sangre más ligera que la venosa,
no sea menor su peso (K. III, 487); pero la estructura es igual en los dos: fibras
longitudinales, transversales y oblicuas, perfectamente adecuadas al ejercicio de la
actividad diastólica y sistólica del corazón. Activas son, en efecto, la diástole y la
sístole, aunque más aquélla, porque en ésta coopera la elasticidad de la pared
cardíaca. Son expresamente nombradas las válvulas sigmoideas (hymēn sigmoeidés,
por su semejanza con la letra sigma) y la válvula tricúspide o triglōkhinē (K. II, 477,
y III, 617). Para Galeno, el ventrículo derecho se comunica con el izquierdo por un
sistema de canales, que atraviesan el tabique interventricular42.
En su actividad diastólica, el corazón derecho atrae hacia sí la sangre hepática
que le ofrece la vena cava, y el corazón izquierdo el aire que la respiración ha
llevado a los pulmones y la mayor parte de la sangre contenida en el ventrículo
derecho. En su actividad sistólica, el ventrículo derecho envía sangre venosa al
pulmón, para que éste se nutra, y por los poros del septo interventricular al
ventrículo izquierdo. En él, la sangre venosa se neumatiza -por obra del calor innato,
el aire inspirado se convierte en espíritu vital- y como sangre arterial es enviada por
la arteria aorta a todo el cuerpo, impulsada por la sístole ventricular. De ahí que sea
llamada vena arteriosa (phleps arteriōdēs) el vaso que lleva sangre al pulmón (vena

113
con pared arterial) y arteria venosa (artería phlebōdēs) al que lleva aire del pulmón
al corazón izquierdo (arteria con pared venosa) (K. III, 445). Pero la sístole del
ventrículo izquierdo no se limita a impulsar hacia el cuerpo sangre arterial; envía al
mismo tiempo hacia el pulmón, para que la respiración los lance al exterior, los
tenues residuos que resultan de la conversión de la sangre venosa en sangre arterial
(humos u hollines, lignós). La arteria venosa, en consecuencia, nunca contiene
sangre; en la inspiración lleva aire del pulmón al corazón izquierdo, y en la
respiración conduce hacia el exterior los humos u hollines de que acabo de hablar.
Todo lo cual hace ver que, contra lo que afirmaron algunos galenistas
postharveyanos, Galeno desconoció totalmente las dos circulaciones, la pulmonar y
la general.
Dos son, pues, según Galeno, los sistemas vasculares: uno venoso, con el
hígado como centro, y otro arterial, procedente del corazón. La sangre se mueve
centrífugamente en ambos, para ser consumida como alimento en las partes
periféricas. La pared de las venas está compuesta por una sola túnica fibrosa, la de
las arterias por dos (K. II, 181). No sabemos qué habría pensado Galeno acerca del
movimiento de la sangre en las venas en el caso de haber conocido las válvulas
venosas: pero, bien por no haberlas visto, bien porque su idea del movimiento
hemático le impidiese dar razón de ellas, en ninguna parte de su obra las menciona.
En cualquier caso, las venas no pulsan; la sangre se mueve en ellas atraída por los
órganos a que ha de alimentar.
Mucha más atención dedicó Galeno al movimiento de la sangre arterial. Las
arterias pulsan, nada más evidente. Pero ¿cuál es el mecanismo del pulso arterial?
Polémica cuestión. Praxágoras, Asclepíades y Filótimo veían en el pulso un
movimiento activo de la arteria, tanto en la sístole como en la diástole. Herófilo puso
su origen en la actividad cardíaca. Erasístrato lo consideró movimiento pasivo,
determinado por el impulso del neuma. Los neumáticos, como Ateneo, pensaban, en
cambio, que la sístole arterial es un movimiento activo. Fiel a sus principios, Galeno
afirmará: primero, que contra lo sostenido por Erasístrato, las arterias contienen
sangre; segundo, que la pared arterial puede moverse activamente, posee en sí
misma una dýnamis sphygmikē o potencia pulsífica; y tercero, que la actualización
de esadýnamis, la aparición del movimiento pulsátil de la arteria, requiere la acción
de un estímulo, el neuma vital que el corazón envía a lo largo de la pared arterial. En
páginas anteriores quedó sumariamente descrito uno de los experimentos con que
Galeno intentó demostrar la verdad de su doctrina (K. IV, 733). «No se dilatan las
arterias -dice en otro lugar- porque se llenen, como los odres, sino que se llenan
porque se dilatan, como los fuelles de los herreros» (K. III, 512). Veremos cómo
Harvey invierte esta doble afirmación.
No podría ejecutar el corazón las funciones que le son propias sin la
colaboración de los pulmones. Del pulmón (pneúmon) son descritas la figura -dos
lóbulos en el izquierdo, tres en el derecho-, la estructura -contrapuesta a la hepática-
y la conexión vascular con el corazón. Cuatro son las utilidades de los pulmones:
proteger al corazón -los lóbulos pulmonares le envuelven como al estómago los

114
lóbulos hepáticos, esto es, como los dedos de una mano (K. III, 550)-, proveerle del
aire que el ventrículo izquierdo transformará en espíritu vital, contribuir a la
formación del calor innato, sostenerlo y atemperarlo. La mecánica de la respiración
fue experimentalmente estudiada por Galeno: sección de los músculos intercostales
o de sus nervios, resección de costillas, sección de la médula espinal (parálisis de los
nervios frénicos). Asociando a los resultados de esos experimentos sus
observaciones en heridas torácicas penetrantes, concluyó que en la respiración
tranquila sólo actúa el diafragma (diáphragma, phrēnes), cuya anatomía describe
con detalle (K. III, 597 y sigs., y K. II, 523 ysigs.), y que los músculos intercostales
ayudan al diafragma en la respiración forzada. Experimentos mal interpretados le
llevaron a afirmar que en la cavidad pleural hay normalmente aire, y que éste, con su
elasticidad, ayuda a la dilatación y a la contracción del tórax en la respiración. La
pleura y el pericardio son aceptablemente descritos (K. II, 592 y 595). Y también el
timo, al cual, por su peculiar consistencia, es atribuida una función mecánica y
protectora (K. III, 424).
Volvamos ahora a nuestro punto de partida. La primera digestión del alimento
(la khylōsis) tiene lugar en el tubo digestivo; la segunda (haimatōsis) acontece en el
hígado y es perfeccionada en el corazón; la tercera (asimilación, homoiōsis) se
produce en las partes periféricas, y consiste en la conversión de la sangre en la
sustancia propia de cada una de ellas. Pero a las partes periféricas llegan dos clases
de sangre: la más pura y neumatizada que contienen las arterias y la menos pura y no
neumatizada que aportan las venas. Es necesario, pues, que antes de la asimilación,
y para hacerla más fácil, la sangre venosa se arterialice. A tal fin, la providente
naturaleza ha establecido entre las ramificaciones últimas de las venas y de las
arterias un sistema de comunicaciones (synanastomóseis), mediante las cuales una y
otra sangre se mezclan y queda definitivamente arterializada la venosa (K. III, 492-
495). Tal sangre terminal es la que se transforma en el parénkhymapropio de cada
parte, en esto consiste la tercera digestión, y deja los residuos de que se forman el
sudor, el sebo cutáneo, los pelos y las uñas. Así recibe Galeno y acomoda a su
sistema anatomofisiológico el legado de Erasístrato, y así da acabamiento a su
fisiología de la nutrición.

2. Los órganos de las cavidades abdominal y torácica permiten que el medio


exterior, bajo forma de alimento y de aire -en cierto modo, también alimento-,
contribuya a conservar la vida; la vinculación dinámica entre el organismo y el
medio va ahora desde éste hacia aquél. En cambio, esa vinculación se mueve desde
el organismo hacia el medio por obra del órgano que aloja la cavidad craneal, el
encéfalo, y de los que desde él llegan al resto del cuerpo, la médula espinal y los
nervios. El encéfalo, la médula y los nervios constituyen el principio de la que por
antonomasia solemos llamar nosotros vida de relación: la actividad del cuerpo en
cuya virtud el medio es sentido y puede ser racionalmente modificado. Veamos
cómo la entiende la anatomofisiología de Galeno.

115
Tradicionalmente viene siendo afirmada la originalidad y la valía de la
descripción galénica del sistema nervioso. La observación atenta de sujetos sanos y
enfermos, la disección de animales y la reiterada experimentación vivisectiva no
impidieron a Galeno caer con frecuencia en el error, porque con frecuencia supeditó
los datos de la experiencia al virtuosismo de la interpretación; pero sí le permitieron
construir una neurofisiología que hasta bien avanzado el mundo moderno será pauta
obligada para los médicos de Oriente y Occidente.
Dos son para Galeno las funciones principales del cerebro: producir el pneuma
psykhikón -por tanto: ser el principio y la sede de la sensibilidad, la automoción y el
pensamiento- y contribuir al equilibrio humoral y a la termorregulación del
organismo. Su posición, su configuración y su complexión serán, en consecuencia,
las más convenientes para la óptima ejecución de esa doble actividad. El cerebro, en
efecto, está en el cuerpo donde está, porque precisamente donde están deben estar
los ojos del animal bipedestante que es el hombre, y porque junto a ellos debe
hallarse el órgano en que tiene su principio la actividad sensorial (K. III, 635-636).
Otro tanto cabe decir de su consistencia y su estructura, las más idóneas para el
ejercicio de la imaginación, el pensamiento y la memoria (K. III, 636 y 641).
Contra el parecer de Aristóteles, el cerebro no es tan sólo un órgano
refrigerante; si fuera así, la naturaleza le habría dado forma de esponja, y no la
complicada configuración que ostenta (K. III, 623-624). No; como el corazón es el
principio del calor innato, el cerebro lo es de la sensación y el movimiento, y tiene
como función principal la producción del agente que pone en actividad los órganos
dotados de capacidad para sentir y moverse: el pneuma psykhikón o espíritu animal.
La génesis del espíritu animal tendría su primera etapa en el imaginario plexo
arteriovenoso que Galeno sitúa en la base del cerebro: el plexo retiforme (plégma
diktyoeidés), milagro (thauma) de la naturaleza, y por eso llamado luego rete
mirabile, red maravillosa, por los galenistas latinos (K. III, 696, y IV, 323). Estaría
formado por la coincidente ramificación y el múltiple entrecruzamiento de las
arterias y las venas del cuello, y su función consistiría en demorar el tránsito de la
sangre antes de que ésta, al llegar a los plexos coroideos de los ventrículos laterales,
dé en ellos lugar a la definitiva formación del espíritu animal. Los residuos más
sutiles de esta operación serían eliminados hacia el exterior por las suturas craneales,
y los más crasos hacia la nariz y el paladar, a través de la lámina cribosa del
etmoides. Un tenue movimiento rítmico del cerebro, semejante al del tórax en la
respiración, facilitaría este proceso.
Así formado, el espíritu animal llena los ventrículos laterales y el ventrículo
medio, pone en actividad las dynámeis propias de los nervios sensoriales y de los
pares craneales, y por el conducto que luego llamaremos acueducto de Silvio pasa al
cuarto ventrículo, y de éste a la médula espinal y a los nervios que de ella emanan,
para a través de ellos dar sensibilidad y movimiento a las partes del cuerpo capaces
de una y otro.
Todas las formaciones que Galeno conoce y describe en el cerebro y el cerebelo
se hallarían óptimamente dispuestas para regular la dinámica del pneuma psykhikón:

116
las meninges dura y blanda, el trígono cerebral (fórnix, psallioeidés sōma), los
tubérculos cuadrigéminos (nates o glouta, testes o didymia), la glándula pineal
(konarion), que cumple una función semejante a la del píloro en el estómago, el
vermis cerebeloso (skōlōkoeidés epíphysis), el infundíbulo (pýelos o pelvis), la
hipófisis.
La médula espinal sería una simple prolongación del cerebro, con el fin
principal de evitar la excesiva longitud que tendrían los nervios del tronco si saliesen
directamente de aquél. Procedentes del cerebro, de la médula espinal o de la médula
oblongada, los nervios son respectivamente blandos o sensitivos, duros o motores, o
de condición intermedia. Del cerebro salen siete pares de nervios:
I. El óptico. Galeno menciona el quiasma, pero no ve en él entrecruzamiento,
sino yuxtaposición de los nervios ópticos, con la misión de garantizar la
visión binocular.
II. El oculomotor (con el patético).
III. La rama oftálmica del trigémino.
IV. Las ramas .maxilar superior y maxilar inferior del trigémino.
V. El acústico y facial.
VI. El vago, con el nervio recurrente (descubierto por Galeno -hallazgo no menos
maravilloso, dice, que los misterios eleusinos- y por él relacionado con la
fonación).
VII. El «lingual» o glosofaríngeo.
La descripción del nervio óptico, con su terminación como retina, es muy
cuidadosa; y el descubrimiento de la arteria oftálmica permite a Galeno rectificar un
antiguo y tópico error: el tronco de ese nervio no es hueco. El acústico y facial son
considerados como un solo nervio, aunque anatómica y funcionalmente se les
distinga. El olfatorio no es para Galeno verdadero nervio, sino extensión continua
del cerebro desde la parte anterior del ventrículo lateral. De los nervios espinales
sólo los cervicales son aceptablemente descritos. El simpático, visto como una
confusa unión de los nervios cerebrales y espinales, poseería la función de hacer
sensibles los órganos contenidos en el peritoneo. Los ganglios, en fin, actúan como
lugares en que se intensifica la actividad de los nervios.
En el cerebro tienen su sede la imaginación, el raciocinio y la memoria, las tres
facultades hegemónicas de la vida humana (K. III, 641); ellas son las que permiten
hablar de un alma raciocinadora, psykhē logistikē (K. III, 700). Y animados por el
espíritu animal, desde el cerebro son puestos en actividad los nervios sensoriales,
sensitivos y motores, y por tanto las funciones que a ellos respectivamente
corresponden.
Especial atención dedica Galeno a la anatomofisiología de los órganos de los
sentidos, sobre todo al de la visión. Si alguien estuviese en el lugar de Prometeo,
¿podría construirlos mejor? (K. III 773). En la descripción del ojo son mencionadas
cuatro túnicas, la conjuntiva, la córnea, la coroidea y la retina (amphiblēstroeidēs
khitōn), y distinguidos tres humores, el acuoso, el cristalino y el vítreo (K. XIX, 358,
y VII, 86). El mecanismo de la visión viene explicado mediante la yuxtaposición de

117
una elemental óptica geométrica y la apelación a la ineludible doctrina del neuma: el
animal ve porque el neuma situado ente el iris y el cristalino recoge los rayos
luminosos, y por los nervios ópticos y las formaciones cerebrales subsiguientes
transmite al cerebro la impresión resultante. Más deficientes son los datos relativos
al oído. El sonido, a cuya propagación, feliz ocurrencia, se la compara con la de una
onda (K. III, 644), es transmitido al nervio acústico por las paredes óseas y
cartilaginosas del órgano auditivo.
Los nervios craneales son sensitivos o motores, y a veces una y otra cosa;
nervios exclusivamente motores son, en cambio, los que, procedentes de la médula
espinal, llegan a los músculos del tronco y las extremidades, para que en su totalidad
o en alguna de sus partes pueda desplazarse el cuerpo en el espacio. Puestos en
actividad por los espíritus animales, y regida la distribución de éstos por las
facultades superiores del alma, en definitiva por el lógos, esos nervios y esos
movimientos son los que hacen racional la modificación del medio por el hombre y
más visiblemente revelan, en consecuencia, la condición humana de nuestro cuerpo.
La vida de relación -el intercambio racional del animal humano con su medio-
alcanza así plenitud operativa, y en la actividad de los miembros superior e inferior -
en los movimientos de la mano libre y en la bipedestación- tiene su manifestación
más directa y patente.
El progreso de la fisiología galénica (De motu musculorum K. IV) respecto de la
aristotélica es enorme. Voluntario o involuntario, el movimiento tiene su
instrumento inmediato en la carne muscular (mys), su agente en el neuma psíquico
que transmiten los nervios, de un modo semejante a la propagación de la luz, y su
principio en el cerebro. La sección experimental de un nervio paraliza el músculo o
los músculos a que llega; y la pasajera invalidez muscular que se observa cuando en
las trepanaciones es protegida la meninge con elmeningophýlax (valva interpuesta
entre el cráneo y la meninge dura para proteger el cerebro), demuestra ad oculos el
papel de éste como centro impulsor del movimiento de los miembros (K. V, 186).
Por obra del nervio es el músculo órgano animal; por obra de la arteria, órgano
natural.
Como Aristóteles, Galeno distingue el movimiento voluntario y el movimiento
no voluntario, pero se aparta radicalmente de él en el modo de explicarlos. Fiel a su
sistema, Aristóteles necesita admitir un motor inmóvil. Galeno, por el contrario,
pone la causa del movimiento voluntario o psíquico en una hormē (término que
toma de la filosofía estoica) ínsita en el organismo animal; por tanto, en
el impetusoriginario a que alude la expresión tà hormonta del autor hipocrático
de Epidemias VI. No constituye un azar que Starling llamase «hormonas» a los
principios vivificantes del organismo. Si el movimiento voluntario es psíquico,
dependiente de la psykhē, el involuntario -la respiración, por ejemplo- es natural,
dependiente de la phýsis, en el sentido restricto de esta palabra. Pero ¿por qué el
ebrio no guarda recuerdo de movimientos suyos pertenecientes a los que tenemos
por psíquicos o voluntarios? ¿Y por qué los movimientos naturales y no voluntarios
pueden ser voluntariamente modificados -voluntariamente puede uno respirar más

118
rápida o más lentamente-, pero sólo en cierta medida? Son problemas oscuros, que
Galeno ve, pero no resuelve.
Cuatro modos del movimiento muscular distingue Galeno: la contracción, la
extensión, el movimiento pasivo o de abandono y el estado de tensión permanente
que él -de nuevo con un término estoico- llama tonos, y nosotros llamamos tono
postural. Sherrington y Fulton han subrayado el valor y la originalidad de este
concepto galénico.
Es ahora cuando podemos volver a la fisiología especial del brazo y de la
pierna, tal como Galeno la expone en De usu partium.
Vimos en páginas anteriores cómo el Galeno aristotélico entiende y valora la
importantísima función de la mano en la vida del hombre, y cómo tal entendimiento
y tal valoración son el fundamento de la idea descriptiva de su anatomofisiología.
Veamos ahora cómo esta idea se resuelve en descripciones particulares.
Las actividades básicas de la mano son tocar, aprender y oprimir. Y puesto que
en los seres vivientes la forma y la estructura sirven a sutelos, a su finalidad, tanto la
apariencia externa como la composición anatómica de sus partes -huesos, músculos,
tendones, nervios, vasos- mostrarán al sabio que entre la figura (eidos), la contextura
(diáplasis), la actividad (enérgeia) y la utilidad (khreía) de la mano existe la más
perfecta adecuación.
Salvo en el tratadito didáctico De ossibus ad tirones, un prontuario para
principiantes -más aún: para futuros reductores de fracturas y luxaciones (K. II,
732)-, Galeno no compuso una osteología sistemática; los huesos son descritos
como parte similar del órgano -cabeza, mano o pie- a que anatómica y formalmente
pertenecen. Es cierto, sí, que en el capítulo II del tratado De anatomicis
administrationibusparece esbozar Galeno una teoría general de la función del
hueso: «Lo que en las tiendas de campaña -escribe- hacen los palos que los griegos
llaman kámakes, y en las casas las paredes, eso hace la sustancia de los huesos de los
animales». Hasta aquí el texto sugiere la idea de que Galeno está ante todo
pensando, como luego hará Vesalio, en la primaria función sustentadora del
esqueleto; pero basta seguir leyendo para advertir que, a los ojos de Galeno, la
función primaria del hueso no consiste en sustentar el conjunto anatómico en que
está situado, sino en servir como agente rector en la configuración de las partes a
que pertenece: «Si el cráneo es redondo, necesariamente lo será el cerebro, y si
oblongo, también éste»; y así prosigue el texto, a propósito de la configuración del
pie y de la mano (K. II, 218-219). No menos claro es el pensamiento de Galeno
cuando en el libro I de De usu partium, tras haber puesto en esencial conexión la
forma y la función de las partes, inmediatamente aplica esta idea a la descripción
anatomofisiológica de la mano.
Para hacer lo que hace y para hacerlo del mejor modo posible, la mano tiene
huesos, y éstos son como son; y así los músculos y los tendones que tiene, y los
nervios, las arterias y las uñas de que está provista.
Iría más allá de los límites de esta exposición, necesariamente sinóptica, la
descripción pormenorizada de cada una de las partes similares que componen la

119
parte disimilar que llamamos mano. Me limitaré, en consecuencia, a formular tres
breves asertos:
1. Movido por su visión de la mano como «parte la más propia del hombre» (K.
III, 88), Galeno dedica muy especial atención a describir los movimientos de
ella, así los de su conjunto o de varios de sus dedos (prensión, palpación
según el tamaño y la forma de la cosa explorada) como los correspondientes a
cada dedo (cuatro: uno de flexión, otro de extensión y dos laterales).
Naturalmente, el movimiento de oposición del pulgar humano es
repetidamente mencionado y descrito.
2. En consecuencia, se siente obligado a estudiar con detalle y atención, tanto
en De anatomicis administrationibus como De usu partium, los músculos y
los tendones de cuya actividad dependen todos esos movimientos. En modo
alguno puede afirmarse con seguridad que Galeno disecara manos humanas.
A mi modo de ver, disecó manos de monos diversos -en más de una ocasión
alude a ellas, para ponderar lo diferentes que son de las manos de los
hombres (K. III, 80)- y completó los resultados por esa vía obtenidos con una
cuidadosa observación de los varios movimientos de la mano humana y de las
contracciones musculares que en ellos tienen lugar.
3. Pese a lo que viene diciendo una tradición que se remonta a Vesalio, Galeno -
aunque con errores fácilmente comprensibles- conoció y nombró tanto el
movimiento de oposición del pulgar como los músculos que lo determinan43.
La anatomía y la fisiología de la mano, no hay duda, tienen en Galeno su
primer clásico.
Obviamente, a la descripción de la mano sigue la del carpo, con sus huesos y
tendones, y luego la del antebrazo, el codo y el brazo. Galeno llama «mano total»
(holē kheir) al conjunto de la extremidad superior, y distingue en ella tres partes: el
brazo, el codo con el antebrazo y la «mano extrema», o mano propiamente dicha
(ákra kheir, tò akrókheiron); con lo cual hace patente una vez más su idea básica: la
prelación natural y racional de la mano respecto del brazo entero (K. III, 90-92).
Aunque con errores y deficiencias, los huesos, las articulaciones, los músculos, los
nervios, las arterias, las venas y los movimientos del brazo son aceptablemente
descritos.
Para que el hombre pudiera modificar racionalmente el mundo en torno y mirar
humanamente al cielo, la bipedestación de su cuerpo era necesaria. «Para tener
manos es el hombre, entre los animales con pies, el único bípedo erecto» (K. III,
168), dice Galeno. Más aún: lo óptimo para el animal humano es que los pies no
sean sino dos y que sean como de hecho son. Como poeta, Píndaro pudo llamar
«pueblo admirable» a los centauros; pero, además de ser naturalmente imposible su
génesis, las cuatro patas y las pezuñas del centauro no permitirían a su poseedor una
vida verdaderamente humana. Para ser hombre, el pie y la pierna de que el cuerpo
humano está dotado son indudablemente lo mejor (K. III, 169-175).
El pie es descrito según sus semejanzas y sus diferencias con la mano.
Aristotélicamente, Galeno habla de la analogía entre uno y otra (K. III, 234). El

120
tarso, en consecuencia, es comparado con el carpo, y la pierna con el brazo. La tibia,
el peroné, la rótula, el fémur, la cavidad cotiloidea, y con ellos los músculos, los
tendones y los ligamentos del miembro inferior, son contemplados en función de los
movimientos que naturalmente ejecutan. El pie y la pierna, en suma, son tan dignos
de admiración como el cerebro y los ojos, e incluso tanto como los astros del cielo
(K. III, 236-240). Páginas atrás indiqué cómo la concepción microcósmica del
hombre, vigente en Galeno, otorga carácter sacral a su consideración del cuerpo
humano. Con poética y religiosa vehemencia lo proclama el autor de De usu
partium, y precisamente en el curso de su descripción del pie y la pierna. «¿Quién
negará -escribe- que el cosmos sea la mayor y más hermosa de todas las cosas? 44.
Pero el animal (humano) es cosmos pequeño, microcosmos (mikrós Kósmos), nos
dicen antiguos varones, doctos acerca de la naturaleza; en uno y en otro encontrarás
la sabiduría del demiurgo». Así nos lo hace ver, tanto como el ojo, «órgano
lucentísimo y el más semejante al sol»(K. III, 241-242)45, la admirable construcción
del pie humano.

3. Las vísceras abdominales y las torácicas conservan la vida; el cerebro y los


nervios nos permiten percibir el mundo y, mediante los miembros, actuar
racionalmente sobre él. Pero estas dos centrales de la dinámica humana no podrían
subsistir sin una envoltura que las contenga y proteja. Tal es la función que cumplen
el cráneo y la cara, y la espina dorsal, y las paredes del tórax y el abdomen, y tal la
razón por la cual Galeno, tras haber descrito la extremidad superior, la extremidad
inferior y los órganos abdominales, torácicos y cefálicos, pasa a estudiar anatómica
y funcionalmente la cubierta osteomuscular de las cavidades cefálica, torácica y
abdominal.
En la cabeza humana ve Galeno el receptáculo y la ciudadela del encéfalo y los
órganos de los sentidos, el polo oral del tubo digestivo y la parte del cuerpo en que
más ostensiblemente luce la belleza del cuerpo; y a la sombra de Aristóteles, la
describe según la analogía y las diferencias entre ella y las de otras especies
animales (K. III, 843 y 859).
Sucesivamente son descritos los músculos de la masticación (temporales,
maseteros, descensores del maxilar inferior), los dientes, la lengua, la faringe, los
labios con sus músculos, la nariz, los siete huesos del cráneo (con sus suturas y su
hipotética función perspiratoria), el maxilar superior, el pómulo o zigoma y el
maxilar inferior, éste, se dice «con por lo menos una división del mentón» (K. II,
755, y K. III, 937); frase alusiva, sin duda, al os incisivum u os intermaxillare del
maxilar del macaco. Morosamente comenta Galeno la distinta belleza del rostro del
varón y de la mujer; pero, como buen biólogo, piensa que la fabricación de tal
belleza no es el designio principal de la naturaleza, sino un añadido secundario y
lúdico; lo primero y principal es la utilidad de las partes (K. III, 898-899). Y como
en tantas ocasiones, se enfrenta acremente con Epicuro y Asclepíades, que en la
génesis y la disposición de los dientes sólo vieron el azar (tykhē) de los átomos, y no
supieron percibir lo que es arte exquisito de la naturaleza en la consecución de sus

121
fines (K. III, 873-874). No son las causas eficientes, es la causa final lo que rige la
formación de las partes; no el autómaton, sino el télos.
Griego antiguo fue Galeno, así en Pérgamo como en Roma. Del modo más claro
-y más pintoresco- lo manifiesta cuando polemiza con Moisés y con Epicuro acerca
de la constitución y la perduración de las pestañas. Él está con Platón y con los
griegos que rectamente escribieron peri phýseōs. Cuando Moisés «fisiologa»
(ephysiológei) -escribe- piensa que Dios puede hacerlo todo, incluso si quisiera
hacer de la ceniza un caballo o un buey. «Nosotros no pensamos así. Dios no puede
hacer cosas imposibles por naturaleza; tan sólo elegir lo mejor entre las que pueden
hacerse» (K. III, 905-906)46. La viejísima idea de una moira -un destino irrebasable-
superior a los dioses sigue vigente en este griego helenístico. No poco tendrán que
hacer los teólogos medievales para resolver cristianamente -no otro fue el propósito
de la distinción entre la potentia Dei absoluta y la potentia Dei ordinata- la aporía
teológica y cosmológica que contiene ese curioso texto galénico.
Tras la descripción de la cabeza, en cuanto envoltura del encéfalo y los órganos
de los sentidos, Galeno emprende la de las partes comunes a la cabeza y el cuello y
completa lo que acerca de éste ya había dicho al hablar de los órganos torácicos.
Con especial morosidad describe las dos primeras vértebras cervicales, sus
articulaciones, su vario movimiento y los músculos y ligamentos que en él
intervienen: hasta veintiocho son los músculos que mueven la cabeza. Himnos de
alabanza merece el demiurgo que con arte tan supremo acertó a disponer todo esto
(K. IV, 13). Los médicos antiguos llamaron diente (odoús), y los modernos apófisis
pirenoides (pyrēn, pepita de melón) a la apófisis odontoides del axis. En las
vértebras -veintinueve en total: siete cervicales, doce dorsales, cinco lumbares, más
el hueso sacro- distingue el cuerpo, las apófisis espinosas y las transversas, y señala
la diversidad entre ellas. Discute ampliamente la razón de ser de la división de la
espina dorsal en vértebras y atribuye a su conjunto dos funciones principales: servir
a la integridad de la vida, en cuanto que el raquis contiene y protege la médula
espinal, y permitir y configurar los movimientos del tronco. Los músculos del dorso
y de los canales vertebrales son deficiente y confusamente descritos. Mejor lo son el
omóplato, la articulación escápulo-humeral, los movimientos del brazo y los
músculos que en ellos actúan, especialmente el deltoides (epōmis, músculo de
hombro). Es comúnmente atribuida a Galeno la primera descripción del músculo
cutáneo del cuello (platysma mioides).

4. Aunque es la dýnamis physikē la que se hace activa en los órganos de la


generación, la situación en parte extraabdominal de éstos, sobre todo en el varón, es
sin duda lo que induce a Galeno a posponer su descripción a la de la cubierta
osteomuscular de la cabeza y el tronco. Mas no porque su dignidad sea menor que la
de las vísceras intraabdominales e intratorácicas. A los órganos de la generación
corresponde, en efecto, la alta misión de, en lo posible, hacer inmortal (athánaton)
la phýsis animal (K. IV, 143-144).

122
En la descripción de los órganos de la reproducción, basada en la disección de
animales, son paralelamente considerados los masculinos y los femeninos. Aquéllos
son externos, tanto porque así lo exige la función viril en el acto sexual, como por la
complexión más caliente y seca del varón. Son internos, en cambio, los de la mujer,
por ser mayores su frialdad y su humedad.
El útero es para Galeno bicorne, a fin de que los fetos masculinos sean alojados
en la cavidad derecha, y los femeninos en la izquierda; y lo es porque,
maravillosamente, en los animales mamíferos hay tantos cuernos uterinos como
pares de mamas. Los ovarios son equiparados a los testículos, e incluso poseen un
equivalente del escroto. Los testículos viriles, el epidídimo, el músculo cremáster, el
conducto deferente y la vascularización arteriovenosa del saco testicular son más o
menos aproximadamente descritos; así como la próstata, cuyo descubrimiento y
cuyo nombre son expresamente atribuidos a Herófilo. Gran atención presta Galeno a
la fisiología del coito.

5. Del cerebro y la médula espinal proceden los nervios, del corazón las arterias,
del hígado las venas. Naturalmente, algo sobre los nervios, las arterias y las venas ha
tenido que decir Galeno al exponer la anatomofisiología de los órganos de que
proceden y las etapas iniciales de su curso; pero el hecho de que luego se distribuyan
por todo el cuerpo como órganos portadores de vida, juntos entre sí en no pocas
ocasiones, le induce a estudiarlos conjuntamente, tanto en De anatomicis
administrationibus como en De usu partium. Dos trataditos adicionales, De venarum
arteriarumque dissectione y De nervorum dissectione completan monográficamente
esa parte de los tratados mayores.
En pocos capítulos de la obra anatomofisiológica de Galeno brilla tanto como
en éste su maestría sistematizadora y descriptiva. Hay en él, por supuesto, omisiones
y errores, y la interpretación teleológica de la forma y la función es con harta
frecuencia abusiva e ingenua. Pero la descripción sinóptica del curso y la
distribución orgánica de nervios, arterias y venas, sin rival hasta Vesalio, y en
algunos puntos no inferior a la suya, explica holgadamente que el prestigio del
Pergameno se haya mantenido íntegro a lo largo de catorce siglos y cuatro grandes
culturas: la bizantina, la arábiga, la cristiana medieval y la renacentista.

6. Comenzó Galeno su estudio anatomofisiológico del cuerpo humano


mostrando cómo la forma de todo él -y por consiguiente de todas sus partes- cobra
sentido en la adecuada ejecución de la vida que en él se realiza, cuya más inmediata
expresión es el manejo racional del mundo en torno; y, como para poner un acorde
final de ese magno empeño, lo termina recapitulando en esencia la dilatada y
minuciosa exposición que de tal pensamiento ha sido la descripción y la intelección
de cada uno de sus órganos. No otra es la intención del libro XIII -el último- del
tratado De usu partium; «Tercera y última parte (epōdós) del himno ante el altar de
los dioses» (K. III, 87, y K. IV, 365-366) que cantan los poetas líricos.

123
Con la trompa del elefante como ejemplo, Galeno hace ver una vez más la
sabiduría de la naturaleza. ¿Cómo afirmar que a la naturaleza la rige el azar, y no
una razón ordenadora ínsita en ella, un arte a un tiempo oculto y patente? Si
elogiamos como artístico el canon de Policleto, ¿cómo no admirar el arte de la
naturaleza, creadora de ese canon en el cuerpo del hombre? Y si la gloria de
Policleto no quedaría empañada por el hecho de que, entre mil estatuas suyas, una
haya resultado defectuosa, ¿quedará menoscabada la providente sabiduría de la
naturaleza porque entre miles de miles de cuerpos humanos uno sea deforme? ¿Y no
es todavía más maravilloso que de ese montón de fango (bórboros) que son la carne,
la sangre, la pituita y ambas bilis salgan mentes como las de Platón, Aristóteles,
Hiparco y Arquímedes? Y puesto que la mente es lo astral y lo divino en el hombre,
¿cómo no ver que el estudio de las partes del cuerpo, cuya utilidad puede parecer
exigua, es «el verdadero principio de la más perfecta teología, ya que la teología es
más alta y más digna que la medicina»? Así, si el conocimiento de las partes del
cuerpo es útil para el médico, mucho más lo será para el médico filósofo,
que «estudia la ciencia de toda la naturaleza con el fin de poseerla, y con ella se
inicia en las cosas sagradas» (K. IV, 360-361).
En cuanto humano, eso es el cuerpo del hombre en su conjunto. Pero entre eso
que es el cuerpo in genere y lo que realmente es cada uno de los innumerables
hombres, por tanto in individuo, se interponen una realidad y un concepto: la
realidad y el concepto de krásishumoral típica, temperamentum para los latinos
(modo de estar típica e individualmente atemperada la mezcla de los humores) y tipo
constitucional en la biotipología contemporánea. Al temperamentum están
especialmente consagrados dos escritos galénicos: De temperamentis, y el ya
mencionado Quod animi mores corporis temperamento sequantur, más
anatomofisiológico aquél y más eticopsicológico éste.
Galeno hereda y sistematiza la rica, pero no bien ordenada tipología de los
médicos hipocráticos. La estequiología humoral y dinámica -las diversas
propiedades de los humores según las enantiosis caliente-frío y húmedo-seco- da
fundamento al concepto galénico de temperamento y sirve de pauta a la clasificación
de sus variedades. Galeno distingue un temperamento equilibrado o bien temperado,
aquel en que las cualidades elementales se mezclan equilibradamente, y ocho
intemperados, cuatro simples (el húmedo, el seco, el cálido y el frío) y cuatro
compuestos (el húmedo y cálido, el seco y cálido, el frío y húmedo y el frío y seco);
y todos ellos se expresan en la totalidad del cuerpo y en la peculiaridad de cada una
de las partes orgánicas (K. I, 559, y 598-604).
El temperamento es en parte hereditario y congénito y en parte adquirido -como
ya había señalado el escrito hipocrático Sobre los aires, las aguas y los lugares-, por
obra del lugar en que se habita y del régimen de vida que se practique. De él
dependen la figura del cuerpo, su complexión, la distribución de la grasa y el pelo, el
aspecto y las propiedades de la piel, la resistencia o la propensión a tales o cuales
enfermedades y el modo de padecerlas, las peculiaridades y los hábitos de la vida

124
anímica. Hasta bien entrado el mundo moderno perdurará la vigencia de la
biotipología galénica.

F) Embriología

Expone Galeno sus ideas embriológicas en varios de sus escritos: De


symptomatum causis, De usu partium (en el segundo de los libros consagrados a los
órganos de la generación), De facultatibus naturalibus y De foetuum formatione. Y
aunque añade algunos hallazgos al saber recibido de los hipocráticos y de
Aristóteles, y aunque galeniza parte de ese saber, su embriología dista mucho de
poseer la importancia de tantas otras partes de su obra.
En tanto que momento esencial de la vida del organismo humano, la génesis de
éste -la embriogenia- es la actualización de la dýnamisque preside la alimentación y
el crecimiento, la dýnamis physikē de la materia orgánica: formarse un embrión es
actualizarse la potencia natural de la materia que lo constituye. Pero esa potencia
genérica se especifica en el caso de la generación según las dos acciones que en el
proceso generativo son necesarias, la transformación (alloiōsis) y la configuración
(diáplasis); con lo cual las dynámeis correspondientes tienen que ser una genitriz
(genētikē) y otra configurativa (diaplastikē). Activadas por el calor y el neuma del
esperma viril, ellas son las que, mediante procesos tocantes al calor, al frío, a la
sequedad y a la humedad, van configurando de modo osificante, cartilaginizante,
nervificante, membranificante la materia embrionaria, y así se forma la carne del
hígado, del bazo, de los riñones, del pulmón y del corazón (K. II, 11-13). La
distinción erasistrática entre partes seminales y partes parenquimatosas rige la
concepción galénica de la embriogénesis.
Más estrictamente anatómica es la descripción contenida en De foetuum
formatione, basada en el legado hipocrático y en observaciones propias, entre las
que descuella la disección de un feto de treinta y dos días. A partir de una primera
fase, en la cual se mezclan de modo informe el esperma viril y el femenino, en el
embrión aparece el esbozo del hígado; éste y no el corazón, como había afirmado
Aristóteles, sería el primum vivens del animal humano47; luego van configurándose
el corazón, el cerebro y las partes restantes. Así el embrión va pasando de una
originaria vida vegetativa a otra incipientemente animal. A lo largo de los siglos -
hasta Harvey, por lo menos- pugnarán entre sí galénicos y aristotélicos acerca de la
prioridad genética del hígado o del corazón.
Galeno describe aceptablemente el amnios, el alantoides, la placenta, el corion,
el cordón umbilical -raíz del feto-, el agujero oval, el conducto de Arancio y el de
Botal. Pero, seducido por su idea de la respiración, cometerá el error de pensar que
el latido cardíaco no comienza hasta el momento del nacimiento del feto.
Las varias potencias que en la génesis y la configuración del feto intervienen,
¿de qué son potencias? ¿De la materia informe que resulta de la fusión del esperma
eficiente viril y el esperma material femenino? ¿De un alma que primero es nutricia

125
(tò threptikón), como dice Aristóteles, o concupiscible (tò epithymetikón), como dice
Platón, o simplemente naturaleza (phýsis), como afirman los seguidores de Crisipo?
Galeno no quiere entrar en esa discusión. Se conforma con ver y describir «la
sabiduría y la potencia» que manifiesta la configuración del feto. «Nunca osé definir
-dice- la esencia del alma»48. Si el alma es corpórea o incorpórea, eterna o
corruptible, Galeno no ha encontrado un modo de demostrarlo more
geometrico (grammikos), declara solemnemente al término de sus consideraciones
embriológicas (K. IV, 701-702).

- VIII -
El cuerpo humano en la cultura griega
Los poemas homéricos, el pensamiento presocrático, la medicina hipocrática, la
antropología biológica de Platón y la de Aristóteles, la anatomía alejandrina y la
obra galénica son partes esenciales de la cultura de la Antigüedad clásica. A esa
cultura pertenece, por tanto, todo lo que acerca del cuerpo humano se ha dicho en las
páginas precedentes. Pero no sólo ciencia del cuerpo humano -o camino hacia ella-
hubo en la sociedad helénica, desde que el autor de la Ilíada describía las heridas de
los combatientes en torno a Troya, hasta que Galeno, cientos de años después,
compuso sus grandes tratados anatomofisiológicos; dándole fundamento, hubo en
ella una actitud ante la vida del hombre, de la cual fue parte esencial la altísima
estimación del cuerpo propia de quienes habían hecho de la phýsis, en cuanto
propiedad de nacer y crecer, la idea básica de su concepción del mundo. ¿Y no son
la pujanza y la perfección del cuerpo del hombre la más alta expresión visible de la
naturaleza universal?
Por boca de Sócrates, Platón (Gorg. 451 e) nos recuerda la jaculatoria, atribuida
al poeta Simónides (Scol. Att. 7 Diehl), con que los comensales de los banquetes
solían expresar festivamente el orden de sus preferencias:

Tener salud es lo primero y mejor para un mortal;


lo segundo, haber nacido hermoso de cuerpo;
lo tercero, tener dinero ganado honestamente;
lo cuarto, disfrutar de la juventud con los amigos.

Para el griego clásico, la salud, la belleza y la juventud del cuerpo eran los
bienes supremos. No puede extrañar que Aristóteles piense que «la enfermedad es
una vejez adquirida, y la vejez una enfermedad natural» (De gen. an. 748 b 30). Y a

126
esa misma actitud ante la vida humana da expresión fervorosa el himno a la salud
que en el filo de los siglos v y IV a. de C. compuso el poeta Arifrón:

Salud, la más augusta de los bienaventurados,


¡ojalá contigo viviera el resto de mi vida
y compartieras, benévola conmigo, la morada!
Pues todo el encanto del dinero, de los hijos,
o del mando real que iguala a los dioses,
o de los deseos a que damos caza
con las secretas redes de Afrodita,
y de cualquier otro goce o descanso de fatigas
que, enviados por los dioses, se nos muestra a los hombres,
contigo, Salud bienaventurada, florece
y brilla en coloquio con las Gracias.
Sin ti nadie es feliz49.

No quiero ser prolijo en la aducción de textos literarios; mas tampoco puedo


omitir el recuerdo de los que mejor expresan la entusiasta estimación del cuerpo
humano entre los hombres de la Grecia clásica: los epinicios de Píndaro. Leyéndolos
o escuchándolos, la glorificación de la arrogancia, la belleza y la destreza corporal
de los vencedores en las olimpiadas -continuación deportiva de la competición
bélica que habían sido las aristeíai o principalías de los héroes homéricos50- fue
durante siglos patrimonio común del pueblo helénico.
Una genial y en cierto modo escandalosa excepción tuvo en Grecia tal
estimación del cuerpo; la hostilidad que contra él mostró Platón en uno de sus más
famosos diálogos. ¿Acaso no debe ser considerada escandalosa esa hostilidad en uno
de los hombres que de modo más egregio han sido, a lo largo de los siglos, sumos
exponentes de la helenidad? Mas no debo repetir aquí lo que en páginas anteriores
quedó dicho. En este rápido examen de la estimación helénica del cuerpo humano
quiero limitarme a estudiar -con intención, por supuesto, más comprensiva que
erudita y expositiva- cómo la apariencia corporal del hombre fue sentida y
magnificada por los artistas plásticos de la Grecia clásica.
Desde Micenas hasta la extinción del helenismo, la representación plástica del
cuerpo humano es tema constante. Varía considerablemente, sin embargo, la actitud
del artista ante la realidad contemplada; y con la del artista, la de los hombres que en
la obra de arte veían expresado su propio y acaso inconsciente modo de ver y sentir
su personal corporeidad y la corporeidad ajena. Yo la veo plasmada en cuatro
actitudes, diversamente combinadas entre sí y con predominio diverso de una o de
otra en el curso de los siglos: el cuerpo como realización visible del animal humano;
el cuerpo como manifestación de un Dios hominizado; el cuerpo como testimonio de
la plena dignidad de ser hombre; el cuerpo como expresión de la pasión
corporalizada.

127
A) Animal humano

Realizado en su cuerpo -carne sensible y automoviente, posición bipedestante-,


el hombre es ante todo, para quien ingenuamente le mira, un animal,
un zōon especificado por la forma de su cuerpo y por la peculiaridad de su
comportamiento, zōon anthropinon anthrōpinē. Así le vieron los dibujantes de las
ánforas y los vasos dorios y de la cerámica geométrica del Dipylon ateniense. La
analogía entre esta visión del cuerpo humano y la que revelan los versos del epos
homérico -recuérdese: gyía kai mélea; miembros potentes, articulados y
diversamente activos- salta a la vista. Poder moverse con fuerza y eficacia para
ejecutar una acción bélica, deportiva, funeral o cinegética; esto es lo que muestran
los guerreros dorios de los vasos del Dipylon conservados en el Museo Nacional de
Copenhague, los acompañantes del cadáver de un jefe dorio en un ánfora del Museo
Nacional de Atenas, los kuroi danzantes de una copa del Staatsmuseum, de Berlín, el
atleta en bronce del Museo de Boston. Con su esquematismo, el cuerpo se limita a
ser una realidad material y viviente, apta para la ejecución de un acto determinado o
en pleno trance de ejecutarlo.
Más reducida aún es la capacidad expresiva de la mayoría de los xoana (plural
de xoanon: talla de madera o de piedra), arcaicas representaciones de dioses -
Afrodita, Apolo, Artemis, Deméter, Dioniso-, a las que se atribuían virtudes
protectoras o sanadoras. Nada, sin embargo, expresa plásticamente la condición
divina del cuerpo en ellas representado; vestido o desnudo, éste no pasa de ser
imagen de un ser viviente al que la bipedestación y el rostro dan apariencia humana,
cuerpo animal al que sólo la creencia diviniza. La tradición atribuye a un fabuloso
personaje, Dédalo, el mérito de haber dado incipiente vida y movimiento a
los xoana, abriendo o agrandando los ojos y haciendo avanzar una de sus piernas.
No dioses con figura de hombres, sino hombres, simples criaturas humanas, son
las estatuas y estatuillas técnicamente designadas con los nombres de kuroi (plural
de kouros, joven, mancebo, adaptado a nuestra fonética) y korai (plural de korē,
muchacha joven, doncella).
Fueron los kuroi jóvenes atletas vencedores en los juegos olímpicos; y su
triunfo, que les convertía en héroes semidivinos, se celebraba tallando en piedra o
fundiendo en bronce una representación de su cuerpo en tamaño superior al natural,
sin rasgos individuales cuando el atleta había vencido sólo en una o dos pruebas, con
ellos cuando la victoria se repetía tres veces. Siempre en pie y en posición frontal,
con los brazos lateral y verticalmente adosados al cuerpo y con la pierna izquierda
ligeramente adelantada respecto de la derecha. Se les ha llamado «Apolos arcaicos»;
mas no son Apolos, dioses, sino hombres descollantes por la fuerza, la belleza y la
destreza de su cuerpo.
No puedo exponer aquí la controvertida y poco probable relación entre
los kuroi griegos y las estatuas funerarias de los egipcios, ni tampoco estudiar su
evolución plástica y estética, desde la rudeza de los más antiguos hasta la ya
exquisita finura de los más recientes. El tamaño de los ojos, el apunte de un leve

128
balanceo de los brazos y el esbozo de una sonrisa, animadora de la rígida y uniforme
expresión facial de los modelos primitivos -la llamada «sonrisa arcaica»-, dan
visible testimonio de ese progreso. Pero incluso en los kuroi más refinados, el
cuerpo que se nos muestra es tan sólo el de un animal humano bipedestante,
automoviente y sonriente.
Otro tanto debe decirse de las estatuillas y estatuas de doncellas (korai) que en
tan gran número aparecieron en las primeras excavaciones de la acrópolis.
Cualesquiera que fuesen los orígenes de este género de la estatuaria griega -jonios,
según la opinión más general- y la función de las muchachas así representadas -
oficiantes tal vez en el rito de la arreforía, entrega de ofrendas a Palas Atenea-, lo
que aquí importa es la visión del cuerpo humano que en esas estatuas se manifiesta:
en mi opinión, una variante femenina, graciosa y vestida -soberanamente elegantes
son los pliegues de las túnicas y los mantos- de la que en los desnudos y
visibles kuroi se manifestaba. Los ojos almendrados y la sugestiva expresividad de
la sonrisa arcaica conceden más vida y más encanto a las korai, pero no enriquecen
con notas nuevas la presentación del cuerpo humano que en la estatua se hace
patente. Tanto en las korai como en los kuroi, la hominización del cuerpo es todavía
elemental, rudimentaria, y de ahí tal vez el sutil deleite estético -el deleite del poder
ser, de la promesa- que producen en el espectador actual.
En otro lugar he discernido dos etapas y dos modos en la primera sonrisa del
niño: la inicial sonrisa rabelesiana, determinada por la satisfacción visceral de haber
recibido el alimento, y la algo ulterior sonrisa virgiliana -nombre que rinde
homenaje a un hermoso verso del gran poeta: Incipe, parve puer, risu cognoscere
matrem (Ecl. IV)-, suscitada por una incipiente relación interpersonal. Con una
genial intuición estética de tal hecho, sonrisa virgiliana es la sonrisa arcaica con que
los kuroi y las korai representan el paso de la visión del cuerpo como forma a la
visión del cuerpo como expresión. A los ojos del escultor griego, el cuerpo del
hombre comienza a vivir humanamente.
A partir del siglo vi, y de modo ya muy notorio en las estatuas del templo de
Afaia, en Egina, la capacidad de acción, así expresiva como operativa, del cuerpo
humano cobra enérgicas y variadas notas nuevas. Energy es el epígrafe con que
Kenneth Clark resume este ingente y perdurable descubrimiento del arte griego;
energía tanto en el originario sentido helénico del término (enérgeia: fuerza en
acción), como en el actual (energía-encada, poder o virtud para obrar). El cuerpo
corre, lucha, triunfa, es vencido, salta, se encorva, muestra energía en acto, como en
los frontones del templo de Egina y en las efigies de los tiranicidas Harmodio y
Aristogitón, o serenamente revela energía contenida, energía como poder que
todavía no actúa, como en el Auriga de Delfos o en la meditabunda, pero poderosa,
Penélope de Cálamis. Con estas altas creaciones, el cuerpo representado pasa de ser
el de un animal bipedestante que desde sí mismo actúa sobre su medio -nota
primaria de la animalidad humana, según Galeno- a ser el de un hombre en pleno
ejercicio de todo lo que por naturaleza puede ser. Veremos cómo lo consigue el
artista, cuando la estatuaria griega llegue a su ápice.

129
B) Dios hominizado

La radical «naturalidad» de la religiosidad griega, el hecho de que el trato de los


hombres con los dioses y de los dioses con los hombres fuese entre los helenos tan
«natural» (B. Snell), se expresó del modo más ostensible en el antropomorfismo de
la religión olímpica. Esa naturalidad y, con ella, la tan alta y honda estimación del
cuerpo humano que dio nervio a la corriente central de la cultura helénica51, se hacen
especialmente perceptibles cuando en los versos de la Ilíada o en el interior de los
templos. Zeus, Hera, Apolo, Poseidón, Artemis y el resto de los dioses del Olimpo
se muestran con figura humana a la imaginación o a los ojos de los mortales.
Además de ser un poder sobrehumano inmortal y siempre joven, el dios, a su divina
manera, está siendo un cuerpo vivo semejante al de los hombres. Así nos lo hace ver
la estatuaria, a partir del momento en que Dédalo y sus sucesores comenzaron a dar
vida a las toscas representaciones de dioses que fueron los primitivos xoana. La
incompleta, pero hermosa Hera de Samos es uno de los más tempranos e insignes
testimonios de este importante progreso. Las estatuas monumentales de Locros, con
la Deméter del Museo de Berlín a su cabeza, la Afrodita (o acaso Perséfone), del
trono Ludovisi, el Zeus de Itome, la Deméter y la Perséfone del relieve de Eleusis en
que una y otra entregan a Triptolemo la espiga de trigo y las estatuas de dioses de
los dii maiores de la escultura griega -Cálamis, Mirón, Fidias, Escopas, Praxíteles-
nos permiten contemplar y admirar cómo el artista convierte en representación
corpórea de un dios la imagen del cuerpo material y mortal de un hombre.
En cuatro líneas veo yo moverse la formidable empresa artística del genio
griego, en su empeño de expresar la divinidad de los cuerpos humanos esculpidos en
mármol, fundidos en bronce o construidos en oro y marfil: la majestad, la serenidad,
la eviternidad y la proximidad.
La escultura que representa un dios debe ser ante todo majestuosa. La majestad,
según nuestro diccionario oficial, es grandeza, superioridad y autoridad sobre otros.
No meramente sobre otros, como acontece en la majestad del hombre que la posee,
sino sobre todos los hombres poseen grandeza, superioridad y autoridad, cada uno a
su modo, los dioses del Olimpo; y ante el reto de expresarlas plásticamente, el
escultor apela a dos principales recursos, el tamaño y la expresión de poderío de la
efigie.
Hubo en Grecia, por supuesto, estatuillas de dioses; pero cuando el escultor
había de hacer máximamente perceptible la majestad del dios, el gran tamaño de la
estatua era la primera de sus armas. Este fue el caso de Fidias cuando creó las tres
Ateneas de la Acrópolis, y muy especialmente la llamada Athena Prómakhos,
Atenea defensora. Era de bronce, y su altura, no inferior a 15 metros, permitía,
según Pausanias, que los navegantes la vieran desde lejos, al acercarse a la ciudad
por el lado del cabo Sunion. Y también cuando, refugiado en Olimpia, el genial
escultor construyó un gigantesco Zeus -desaparecido hoy- para el templo de la
ciudad. Con el gran tamaño de sus estatuas, aunque no sólo con él, Fidias, dice

130
Quintiliano, logró dar mayor hondura y más religiosidad a la fuerte impresión que la
imagen de los dioses producía en el espectador.
Así concebida y realizada, la estatua del dios irradiaba fuerza, poderío. El griego
no atribuyó a sus dioses la omnipotencia; la moira, la inexorable e irrebasable
fatalidad, ponía un límite al poder de los dioses. Ni el mismísimo Zeus puede
quebrantar la moira de su hijo Heracles y hacerle inmortal (Il. XVIII, 117 y sigs.).
Pero, aun así limitados, el poderío y la fuerza de los dioses -Zeus conmoviendo el
Olimpo con sólo fruncir su ceño, Poseidón levantando tempestades en el mar,
Atenea desbaratando el carro de Admeto en los funerales de Patroclo, Apolo
haciendo enfermar a las mesnadas de Agamenón- son, a los ojos del hombre,
enormes y terribles. Así lo hace ver la estatuaria, y de modo eminente la de Fidias.
Más de una vez se ha visto en los dioses de Fidias una intuición avant la
lettre de la concepción platónica de las ideas: en la estatua de Zeus y en la de Atenea
habría una expresiva prefiguración material de las ideas eternas de majestad, fuerza
y belleza. Muy ingeniosamente, Pijoán ha sugerido que la estética del escultor Fidias
pudo haber surgido en el espíritu del artista durante sus conversaciones con
Anaxágoras, con quien es seguro que departió en torno a la mesa de Pericles;
el nous del filósofo de Clazomenas, la mente que soberana y unitariamente gobierna
y ordena la naturaleza de las cosas visibles, sería lo que se manifiesta, para
vivificarlas, en las estatuas a lo divino del genial imaginero ateniense. Sea de ello lo
que quiera, lo decisivo para nosotros es que la plasmación artística de la majestad, el
poderío y la belleza es la vía regia para la divinización del cuerpo humano. Por obra
del arte de Fidias, la materia broncínea, marmórea o crisoelefantina de las estatuas
de los dioses era para el espectador griego, y en cierto modo sigue siendo para
nosotros, el cuerpo de un dios hominizado.
Mas no sólo en las estatuas de Fidias acontece esto; poco antes, también en la
Afrodita y el Apolo de Cálamis, por lo que de ellas cuentan los que las vieron, y en
la Atenea de Mirón; poco después, en la Hera de Policleto. Más aún: pasado el siglo
v, cuando la religiosidad tradicional va perdiendo vigor en el alma helénica, los
escultores seguirán tallando o fundiendo estatuas de dioses en las que perdura casi
intacta la severa e imponente majestad de las antiguas. ¿Acaso no es ésta la
impresión que todavía hoy produce el Dioniso de Praxíteles? Y mucho más tarde,
cuando la cultura helenística decline irresistiblemente y sus representantes
polemicen con los cristianos acerca de quién es el dios que cura a los enfermos, si
Asclepio o Cristo, ¿no sería ésa, ante la estatua del dios sanador, la emoción de los
que acudían al templo de Epidauro en busca de alivio o curación de sus dolencias?
Mas no sólo el tamaño de la estatua y la expresión de poderío en su rostro
hacían patente la majestad del dios efigiado; también la belleza del cuerpo a que el
cincel daba figura y vida. Cuando parece haber llegado al límite de su perfección -
cuando, como suele decirse, se hace sobrehumana-, la belleza, además de subyugar,
sobrecoge. «Lo bello es terrible», ha escrito un gran poeta; y si no es terrible, sí por
lo menos cautivador, en el sentido fuerte de esta palabra: algo que con su poder nos
cautiva, nos hace cautivos. Más allá de la demostración ad oculosde la excelencia de

131
su arte, esa intención latía, estoy seguro, en el alma de todos los escultores de Heras,
Afroditas y Ateneas que con perfección creciente dieron figura humana a esas
diosas. Es de rigor mencionar las célebres Afroditas de Cirene, de Milo y de
Médicis, entre las estatuas de diosas, y el Hermes de Praxíteles, entre las de dioses.
A la majestad que irradiaba la estatua del dios se unía estrechamente una
profunda impresión de serenidad. Puede haber, es cierto, una majestad irritada por
tal o cual pasión ocasional, y por tanto nada serena; en la imaginación de Homero,
ésa debió de ser la majestad de Zeus, cuando lanzaba su rayo mortífero. Pero los
escultores de los siglos v y IV consideraron que no era un fugaz estado de ánimo del
dios lo que con su arte debían mostrar a sus compatriotas, sino el semblante sereno
de quien afirma la realidad y la magnitud de su fuerza siendo y mostrándose dueño
de sí. Sólo más tarde, cuando se piense que la perfección del arte exige la expresión
de una pasión extremada o de una situación-límite de la vida, perderán su
majestuosa serenidad las efigies helénicas de los dioses.
A través de sus distintos niveles -el vegetal, el animal, el humano, el divino- la
nota más esencial de la vida es la autoposesión, el dominio posesivo de la propia
realidad; actividad vital que por necesidad debe ser analógicamente entendida. En
cierto sentido, cada vegetal posee su realidad individual conservándola al nutrirse y
crecer; cada animal, al nutrirse, sentir y automoverse; cada hombre, al nutrirse,
sentir, automoverse, hacer suyo lo que siente y piensa y decidir acerca de sí mismo;
un dios, siendo dueño consciente de su poder sobrehumano. Vivir es, entre otras
cosas, ejercitar posesivamente, de modo consciente unas veces, de manera
inconsciente otras, la condición de autosinherente a la vida (Zubiri). Así debieron de
intuirlo los escultores de la Grecia clásica cuando daban figura al rostro y a la
actitud corporal de sus dioses. Sirva como ejemplo la hermosa cabeza de Zeus,
acaso tallada por Fidias, que se conserva en el Metropolitan Museum de Nueva
York.
La autoposesión y la serenidad sólo llegan a ser perfectas cuando duran siempre,
cuando poseen eviternidad; sólo el que es y se sabe imperecedero -más
precisamente, inmortal- puede autoposeerse con plenitud y mostrarse plenamente
sereno. «Posesión total y acabada de una vida interminable», dice de la
bienaventuranza eterna la tan conocida definición de Boecio. A diferencia del Dios
de los judíos y los cristianos, anterior al tiempo y creador de él, los dioses griegos
comenzaron a existir, nacieron, con lo cual la teogonía tuvo que ser parte esencial de
la religión helénica; pero, como el Dios judeo-cristiano, los dioses griegos eran
inmortales, y por antonomasia así se les llamaba. No parece, pues, impertinente
reservar el nombre de eternidad a la esencial condición supratempórea de ese Dios y
llamar eviternidad -extensión a lo divino de la aevitas latina- a la interminable
duración de estos dioses. Inmortales, eviternos e indeficientemente vigorosos los
imaginaban los griegos; y con su arte, así se esforzaron por mostrarlo sus escultores,
cuando llegaron a la plenitud de sus recursos estéticos y técnicos.
La majestad y la eviternidad sobrehumanas que para el griego tenían sus dioses
no llevaban consigo, sin embargo, la existencia de un muro irrebasable entre él y los

132
pobladores del Olimpo. Como todos saben, los dioses griegos bajan a la tierra llana,
intervienen en la vida de los hombres, se mezclan con ellos, participan favorable y
desfavorablemente, ayudándolas unas veces, impidiéndolas otras, en sus acciones y
empresas. Apolo envía una mortífera peste a los aqueos de la Ilíada o se conduce
como sanador, alexíkakos, quitamales, en tantas otras ocasiones. Zeus lanza su rayo
y se compadece de los mortales. Y así Atenea, Hera, Hermes y los restantes dioses
olímpicos. Con genial osadía y soberana belleza supo mostrar Fidias
esta proximidad que los griegos atribuyeron a sus deidades, cuando éstas se les
manifestaban como dioses hominizados, en los grupos de olímpicos que jovialmente
departen entre sí, contentos con la religiosa obsequiosidad de sus fieles, a lo largo de
los frisos del Partenón.

C) Plenamente hombre

Desde que los xoana comienzan a animarse y las korai, con su arcaica sonrisa,
graciosamente hominizan la reproducción escultórica del cuerpo, la condición
humana de éste va mostrándose de un modo cada vez más rico y expresivo; lo que
en la estatua era simple animal bipedestante y sonriente, llega a ser hombre en
plenitud, ser viviente cuyo cuerpo realiza y manifiesta todo lo que un hombre como
tal hombre puede hacer: pensar, conmoverse, luchar, dominar racionalmente el
mundo que le rodea. Porque así lo quiere y lo puede el artista, el cuerpo efigiado es
ya plenamente hombre, nada menos que todo un hombre, y con entera evidencia
muestra serlo a los ojos del espectador.
Comparemos el Auriga de Delfos con el Discóbolo de Mirón. La condición
humana de aquél se nos hace patente -no contando, claro está, lo que de modo tan
inmediato nos hacen ver la bipedestación y la clara hominidad del rostro- dándonos
la seguridad de que puede dominar y conducir con humana razón y humana fuerza el
ímpetu ciego de sus corceles. Dando un notable paso expresivo, el Discóbolo nos
muestra su hominidad poniendo en acto -in actu exercito, diría un escolástico- todo
lo que la mente y el cuerpo tienen que hacer para que el disco sea lanzado con
máxima eficacia. El Auriga nos ofrece la tácita certidumbre de lo que puede hacer;
el Discóbolo nos dice con total evidencia que efectivamente hace lo que podía hacer;
uno está pudiendo, el otro está haciendo. Y puesto que el acto es la perfección de la
potencia, el Discóbolo viene a ser más acabadamente hombre que el Auriga. Tal es,
a mi juicio, el sentido más profundo de la frase con que Plinio define el poder
artístico del autor del Discóbolo: Mirón, dice el crítico romano, «multiplica la
verdad», hace máxima la verdad de aquello que esculpe; en este caso, el cuerpo
activo de un hombre.
A esta luz debe entenderse el rasgo común de la copiosa y variada
representación del cuerpo humano en la estatuaria griega de los siglos v y IV,
cuando ese cuerpo es el de un hombre de carne y hueso y no el de un dios ocasional
o ritualmente hominizado. Múltiple va a ser el modo de lograrlo.

133
En una primera instancia, la estatua es plenamente hombre por lo que hace:
gozar elegantemente de su belleza, como el atleta de Cálamis llamado Apolo de
Nápoles, mostrar firme sagacidad viril, como el jefe militar de Crésilas, caer herido
luchando con el adversario, como los guerreros del templo de Afaia, danzar con
refinada gracia, como las tres bailarinas de Calimaco, o despedir con dolor a un
difunto amado, como las figuras de tantas y tantas estelas funerarias.
Pasando mentalmente de la acción y la expresión a la proporción, a la armonía
numérica que como secreto lógos preside, a los ojos del artista filósofo, el orden
interno de la naturaleza, Policleto mostrará la excelencia del cuerpo humano, su
natural y humana manera de ser divino, haciendo ver al espectador que la clave de
su belleza consiste en el cumplimiento de un canon aritmético y geométrico.
Ejemplo sumo, el célebre Doríforo del genial escultor, seguido por el no menos
hermoso que poco después tallará Alcamenes. Siglos más tarde, Galeno verá
repetidamente en el canon de Policleto (K. I, 566; IV, 352; V, 449) la adivinación
artística del buen orden que en sí mismo posee el cuerpo del hombre, forma cimera
de la naturaleza visible52.
No acaba ahí la ambición del artista. Es el hombre lo que es y hace lo que hace
de modos estilísticamente muy distintos, y entre ellos dos: el modo lírico,
consistente en mostrar bella y contenidamente lo que se es, como peculiaridad
psicológica anterior a la acción -lo que eran, y lo que sentían por ser lo que eran, nos
dicen con sus versos los creadores de la poesía lírica: Alceo, Safo, Baquílides-, y, el
modo trágico, surgente en la obra de arte o de pensamiento cuando su autor percibe
la existencia de un abismo insalvable -insalvable para él y quizá para todos- entre lo
que él es y lo que él quiere ser. Lírica, entrañablemente y soberanamente lírica llega
a ser la belleza humana en elsfumato de las cabezas praxitélicas. Trágica, honda y
calladamente trágica es la expresión con que el Meleagro de Escopas presiente el
final desenlace de su desgraciada aventura cinegética.
Pero el hombre es hombre no sólo siendo y expresando lo que humanamente es
capaz de ser y hacer; también, y en último término, realizando individual e
intransferiblemente la genérica condición humana. «Yo soy hombre siendo el que
soy y lo que soy, siendo yo», dice el retrato que le representa. Así sucede en la rica
serie de los que, para perpetuar la figura individual de gobernantes y filósofos, tan
abundantemente tallaron los escultores griegos de los siglos V, IV y m. Sirva de
ejemplo, entre tantos posibles, la cabeza de Sócrates que se conserva en la Villa
Albani, de Roma.
A la vez que el cuerpo del hombre, desde Dédalo hasta Escopas, va haciéndose
plenamente humano, el cuerpo del dios va humanizándose más y más, perdiendo
majestad y ganando gracia, en las esculturas religiosas de ese período, y muy
especialmente en el caso de las deidades más próximas a la vida terrenal de los
mortales: Apolo, Afrodita, Hermes. La Afrodita de los Jardines o Venus genitrix de
Alcamenes y el Apolo Sauróctono de Praxíteles son, desde luego, dioses, y con esa
intención fueron esculpidos por sus creadores; pero lo son con una apariencia que
sólo por lo que la estatua quiere representar podemos llamar divina. ¿Hay algo más

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humano -más divinamente humano, en este caso- que la acción de matar un lagarto
con que ese Apolo se manifiesta? «Hombre quiero parecer, y nada de lo humano
puede serme ajeno», viene a decir, adelantándose, como dios que es, a Terencio, el
Apolo que como cazador de lagartos aparece ahora ante nosotros. A fuerza de ser
sublimes, los hombres y las mujeres que Fidias hizo vivir en las fronteras del
Partenón se divinizan; a fuerza de ser accesibles y familiares, los dioses de
Praxisteles se terrenalizan. Algo de común hay, en efecto, entre los héroes que
aspiran a ser dioses y los dioses que quieren mostrarse como hombres.

D) Pasión corporalizada

Con todas las reservas y todas las excepciones a que la vida obliga, cuando se
trata de someterla a reglas, regla parece ser, en lo tocante a la vida histórica, que la
armonía y la contención de la figuración artística del hombre dominen en los
momentos de madurez de una cultura, y que el dinamismo y la desmesura se
impongan cuando esa cultura declina o pugna por conquistar una forma nueva. El
eón de lo clásico, diría Ors, cede el paso al eón de lo barroco.
Dije antes que la hominidad de ciertas estatuas de Escopas es indudablemente
trágica; pero lo es de un modo clásico. Como contraste, véase la incipiente
desmesura y el notorio dinamismo con que una afección anímica, el terror, es
efigiada -¿por Agorácrito, discípulo de Fidias?; ¿por un escultor helenístico?- en la
Niobe fugitiva de las flechas de Apolo y Artemis que conserva el Museo degli
Uffici, de Florencia. Entre dos modos de ver la danza de un mismo autor del siglo V,
Calímaco, el casi quiescente de la tríada de bailarinas de Delfos y el tan dinámico
del relieve de Berlín, ya es posible percibir esa intensificación de la expresividad
plástica. Una tanagra de fines del siglo IV la llevará a su extremo.
Bajo los términos pathos y ecstasy, Kenneth Clark ha distinguido las dos líneas
por las que avanza esa creciente expresividad. Siguiendo la primera, el escultor
desmesura la apariencia expresiva de una pasión. El galo moribundo del Museo del
Capitolio, de Roma, y la gigantomaquia del gran altar de Pérgamo, hoy en Berlín,
son dos espléndidos ejemplos de la desmesura patética. El Galeno de la madurez ve
el cuerpo que anatómica y fisiológicamente describe como el animal humano en la
plenitud de su actividad vital. No parece ilícito pensar que, escribiendo De usu
partium, más de una vez recordaría los que durante su mocedad tantas veces había
contemplado en el templo de la ciudad en que nació. Pero acaso sea el famoso grupo
de Laocoonte -el suplicio de Laocoonte, castigado por Apolo a morir, con sus hijos,
entre los lazos opresores de varias serpientes- la más alta y célebre representación
antigua de la desmesura en la expresión de la desesperación y el dolor.
La línea del éxtasis -el estado de divina enajenación a que conducía el culto
orgiástico a Dioniso- tiene dos puntos de partida: el más clásico de Praxíteles y su
escuela que tan maravillosamente representa un efebo del Museo de Boston, y el
más dramático de las ménades de Escopas y de tantos otros escultores de la era

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helenística. De ser sugerido por la expresión del rostro, el trance dionisíaco pasa a
ser declarado por la contorsión del cuerpo.
La pasión y el éxtasis, más animal aquélla, más divino éste, sacan al hombre de
su vida normal, pero no le hacen perder su condición humana. Así lo patentiza la
estatuaria griega. No se detendrá ahí, sin embargo, la imaginación helénica del
cuerpo humano. Los sátiros, los faunos, los monstruos y las máscaras para la
representación de la Nueva Comedia mostrarán cómo por la deformación metódica
del cuerpo puede llegarse a la más llamativa y polimorfa infrahumanidad.

Autor: Laín Entralgo, Pedro (1908-2001)

Título: El cuerpo humano : Oriente y Grecia antigua / Pedro Laín Entralgo

Publicación: Alicante : Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2012

Notas de reproducción original: Edición digital a partir de Madrid, Espasa-Calpe, 1987

Encabezamiento de materia:
 Figura humana en el arte

CDU:
 7.041

Idioma: español

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