A comienzos del año 2000, la influyente revista de cultura Punto de vista publicó la
transcripción de un debate a cuatro voces titulado “Literatura, mercado y crítica”.3 De la discusión
participaban, entre anfitrionas e invitados, dos generaciones, diferenciadas además por los géneros
de sus obras: por una parte, Matilde Sánchez y Martín Prieto, que rondaban en ese momento los
cuarenta años de edad y ya eran figuras con cierto reconocimiento en el ambiente literario sobre
todo en su carácter de escritores de literatura (Sánchez como narradora, Prieto como poeta y
reciente novelista) y también como periodistas vinculados con la actualidad literaria;4 por otra parte,
Beatriz Sarlo y María Teresa Gramuglio, unos veinte años mayores que los dos anteriores, directora
de la revista la primera e integrante de su consejo de dirección la segunda, reconocidas por su obra
crítica, por su labor universitaria en la investigación y la cátedra y por sus intervenciones en
proyectos editoriales o de periodismo cultural especializado. En la discusión, que no solo por la
diversidad sino además por la jerarquía y las trayectorias de los interlocutores puede considerarse a
la vez como orientadora del gusto general y como representativa del gusto más prestigioso, Juan
José Saer queda ubicado de manera unánime entre los tres o cuatro escritores argentinos más
1
Durante la investigación para este artículo mantuvimos conversaciones, entrevistas o correspondencia con Adolfo
Prieto, María Teresa Gramuglio, Alberto Giordano, Beatriz Sarlo, Susana Zanetti, Graciela Montaldo, Eva Tabakián,
Jorge Lafforgue, Carlos Altamirano, Noé Jitrik, Martín Prieto, Sergio Chejfec y Jorge Panesi, que aportaron
sugerencias, opiniones y recuerdos, algunos nunca registrados en fuentes escritas. También Nora Avaro nos acercó
algunos datos de difícil hallazgo. El generoso aporte de Alberto Díaz, editor de Saer desde 1984, fue decisivo,
especialmente respecto de los datos que aparecen en el último tramo de este estudio. Una parte de la investigación contó
con la asistencia de la Prof. Valeria Sager, cuyo trabajo hizo posible el hallazgo de algunos importantes materiales y
fuentes. Conviene advertir que, como se verá, este trabajo no mantiene ningún compromiso teórico con la llamada
“teoría de la recepción”; se trata más bien de una historia intelectual de la crítica y de los circuitos de lectura y edición
vinculados con la figura y la obra de Saer durante el período señalado en el título.
2
Saer, Juan José, “Zama” (1973), en: El concepto de ficción, Buenos Aires, Ariel, 1997, p. 47.
3
Gramuglio, María Teresa; Prieto, Martín; Sánchez, Matilde; Sarlo, Beatriz, “Literatura, mercado y crítica. Un debate”,
Punto de vista. Revista de cultura, Buenos Aires, a. XXIII, n° 66, abril de 2000, pp. 1-9. El texto se presenta, desde el
titular de tapa, como el material más destacado del número.
4
Matilde Sánchez (Buenos Aires, 1958) es autora de dos novelas y de un relato de viajes. Trabaja desde los años 80
para suplementos culturales de algunos de los diarios más importantes de Buenos Aires; Martín Prieto (Rosario, 1958)
es profesor universitario pero además integra el consejo de dirección de Diario de Poesía (una importante publicación
sobre el género), y es autor de varios poemarios y de una novela.
1
importantes del último tramo del siglo XX, junto a Ricardo Piglia, Manuel Puig y César Aira. Para
iniciar el debate, Sarlo propone lo siguiente:
Así como se pudo hablar, en el pasado, de una marca Cortázar en la literatura argentina, y
como todavía hoy se puede decir que mucha escritura se produce bajo el signo de Borges,
¿podemos pensar en una marca Puig, o una marca Saer, o una marca Piglia?5
En el curso de la conversación, Saer gana por momentos un lugar incluso más diferenciado: para
introducir en el debate los problemas que plantea un escritor como Aira, Matilde Sánchez quiere dar
por descontado que “Saer y Piglia son los dos autores del consenso”.6 La fórmula procuraba
sintetizar lo que había ido estableciendo el intercambio de ideas que la precedía: que tanto entre los
pares más exigentes y los lectores expertos como para los medios masivos y el mercado editorial, la
importancia y la calidad literaria de esas dos firmas estaba hacía tiempo fuera de discusión. La
figura del “consenso”, así, queda definida por su ambigüedad: si por una parte señala un máximo
grado de consagración y reconocimiento, por otra mantiene una cierta desconfianza respecto de la
institucionalización extrema y del logro de una “visibilidad máxima” en la industria editorial, los
suplementos literarios de los diarios y los medios en general, los concursos, las listas de lecturas
obligatorias en las universidades;7 desconfianza que, al principio del “debate”, conduce a M. Prieto
a impugnar la poética de Piglia: su éxito va de la mano con su deslizamiento hacia cierto
“populismo” literario de mercado, es decir hacia una negociación en que resulta alterado el proyecto
creador mismo, especialmente con su premiada novela Plata quemada de 1997. Y entonces resulta
muy significativo que Gramuglio, Sarlo y Sánchez relativicen la desconfianza que afectaría a Saer
como gran escritor consensuado, mediante dos argumentos que se aúnan en una imagen de
resistencia y que atenúan, por tanto, el grado de consenso en que podría quedar emparejado con el
Piglia a quien Prieto denostaba: las dificultades de Saer para construir una presencia pública
definitivamente exitosa –en lo que coinciden las tres nombradas-, y la persistencia de su escritura en
una estética que, desde el primero al último libro, no cede a las presiones externas –que es más bien
una insistencia de Sarlo-. Por una parte, “Saer tuvo, o tiene, dificultades para colocarse respecto del
público”; “El público de Saer no se amplía. Es una población con crecimiento vegetativo; “Saer
nunca corteja” al “público de los no lectores” (ese colectivo que para la sociología del libro define
la noción de “gran público”); “Saer es el escritor cuyos reportajes son siempre decepcionantes”. Por
otra parte, según Sarlo, “en Saer hay algo resistente, inabordable, que irrumpe siempre en algún
punto de sus textos, incluso en aquellos que pueden parecer más legibles”, “una insistencia
estética”. Por supuesto, no es nada paradójico que ese rasgo de la escritura de Saer que señala Sarlo
para morigerar la idea de consenso ya hubiese sido adoptado para construir ese mismo consenso
hasta en una de sus zonas más mercantiles y menos restringidas: cuando se editó Las nubes en
1997, la contratapa sin firma –ese género de mediación con el gran público donde el sujeto de
enunciación es la casa editorial- define la obra de Saer como “fiel a sí misma”.8 Sobre este punto,
Sánchez introduce una disidencia que, sin afectar sustancialmente la distinción que todo el debate
construye entre Saer y Piglia, pone a resonar una controversia conocida pero ya en el interior de una
discusión sobre la poética saeriana: “No estoy de acuerdo con la idea de que Saer es siempre
exactamente Saer.[...] Saer tiene dos grandes líneas: El limonero [real] y El entenado, aunque
tengan puntos en común podrían ser novelas de dos primos”;9 una distinción que Sánchez proyecta
en una divisoria del lectorado de Saer, comparándolo con la divergencia entre los lectores de
Nabocov que prefieren Pálido fuego y los que, en cambio, optan por Lolita.
5
Gramuglio, M. T.; Prieto, M.; Sánchez, M.; Sarlo, B., “Literatura, mercado y crítica. Un debate”, op. cit., p. 1.
6
Ibidem, p. 2.
7
El nombre que en el debate aparece ilustrando esa figura de la “visibilidad máxima” es el de Ernesto Sábato, algo así
como el escritor mediático oficial de los 90.
8
Contratapa de Juan José Saer, Las nubes, Buenos Aires, Seix Barral, 1997. El redactor anónimo de la contratapa fue
el editor de Seix Barral, Alberto Díaz, un lector saeriano de la máxima competencia, sobre quien volvemos en el último
apartado; el dato no morigera en nada nuestra observación; por el contrario, conduce a interrogar, como lo hacemos más
adelante, qué clase de mediación, a la vez experta y estratégica, ha sido y sigue siendo precisa para la construcción de
conexiones no efímeras entre una literatura como la de Saer y un lectorado no especializado.
9
Gramuglio, M. T.; Prieto, M.; Sánchez, M.; Sarlo, B., “Literatura, mercado y crítica. Un debate”, op. cit., pp. 2 y 4.
2
Quien esté algo familiarizado con la literatura de Saer y con su carrera pública de escritor,
puede notar rápidamente que las ideas principales que sobre él se proponían en ese debate de Punto
de vista reúnen en efecto una serie de lugares comunes, precisamente cierto consenso acerca de su
obra y de su figura: reconocido, hasta en las instancias que organizan la doxa de un público no
restringido, como uno de los escritores argentinos más importantes de fines del siglo XX, tanto su
figura pública como su estilo narrativo ofrecen sin embargo una singular resistencia a la
institucionalización y a la legibilidad;10 una vacilación que, además, se correspondería en cierta
medida con dos modalidades de su escritura (que suelen advertirse justamente tras la publicación
de El entenado).
Aun con esas reservas, aun a pesar de esa resistencia, a comienzos de 2000 parecía que la
importancia de Saer estaba hacía tiempo, entonces, fuera de discusión. ¿Pero cúanto tiempo hacía?
Sin dudas muy poco, sobre todo si se lo compara con la repercusión de Puig y Piglia, los dos
escritores generacionalmente más próximos que lo acompañan en el podio armado por Punto de
vista.11 Durante la segunda mitad de la década del sesenta, antes de sus 30 años de edad, Ricardo
Piglia (1940) era ya un intelectual reconocido, como crítico pero también como cuentista; siete años
mayor, Manuel Puig (1932) se convirtió entre 1968 y 1969, tras la publicación de sus dos primeras
novelas, en una figura literaria de inusual resonancia tanto en los círculos de la vanguardia crítica
como en las páginas culturales de los semanarios de actualidad. En ese momento, Juan José Saer
(1937) ya había publicado una cantidad de títulos bastante más extensa que la de sus jóvenes y ya
muy conocidos congéneres: además de tres libros de cuentos, otras tantas novelas; aunque
dejáramos de lado La vuelta completa (que apareció en 1966 en un sello rosarino), conviene
recordar no obstante que las otras dos se editaron en Buenos Aires: Responso, de 1966, por Jorge
Álvarez, la misma editorial que al año siguiente publicaría La invasión y en 1968 La traición de
Rita Hayworth (los primeros libros de Piglia y de Puig respectivamente)12; y Cicatrices, de 1969,
por Sudamericana, el mismo sello que dos años antes había editado Cien años de soledad de
Gabriel García Márquez; entre esas dos novelas, los relatos reunidos en Unidad de lugar habían
aparecido en Galerna, que en esos años editaba a nuevos y viejos conocidos como Germán
Rozenmacher, Adolfo Bioy Casares o Héctor Tizón. Sin embargo, desde aquellos inicios y hasta
principios de los 80 la calidad de la literatura de Saer careció de un reconocimiento comparable al
de cualquiera de los otros escritores que mencionamos. Conviene preguntarse, no obstante, si eso
significa que la figura del escritor pasó “prácticamente desapercibida”, como quiere Saer para la
novela de Antonio Di Benedetto. Porque, en efecto, si se recorre el vasto conjunto de entrevistas,
reseñas, antologías y artículos críticos del período, Saer puede parecer uno más de los tantos que se
pierden en la mención esporádica de los muchos escritores emergentes por aquellos años. Sobre la
base de esa situación –que, como veremos, conviene interrogar y matizar a la luz de ciertas
circunstancias históricas- y con la misma lógica de atribución del valor literario que se advierte en
el debate de Punto de vista (el reconocimiento escaso o resistido como indicio de excelencia
estética), hasta poco antes de mediados de los años 80 Saer seguía siendo considerado, como en
algunos de los primeros comentarios publicados sobre su obra en los 60, un escritor casi secreto,
10
Como se ve, el doble movimiento que el debate de Punto de vista traza en torno de Saer responde a una lógica de
consagración literaria conocida, la misma que Pierre Bourdieu esquematizó en su teoría del campo literario mediante
proposiciones del tipo de, por ejemplo, lo que llamó la “ley de inversión de la ganancia material”: a mayor capital
económico, menor capital simbólico, y viceversa; por lo menos a corto plazo (Bourdieu, Pierre, Las reglas del arte.
Génesis y estructura del campo literario, Barcelona, Anagrama, 1995); para el caso, a mayor legibilidad, a mayor
consenso (de público, de mercado, de medios) a corto plazo, mayores reservas acerca de lo elevado de la calidad
literaria de una obra.
11
Los comienzos de César Aira pertenecen claramente a un momento posterior de la historia literaria argentina (su
primera novela publicada, Moreira, es de 1975, y sale en un sello efímero y casi desconocido; la segunda, Ema, la
cautiva, editada en 1981, es el primero de sus trabajos que tiene alguna repercusión en la crítica).
12
Jorge Álvarez se contó entre las editoriales emergentes que dieron el tono al impulso de modernización del mercado
argentino del libro durante los 60. Además de la primera novela de Puig y del libro de cuentos de Piglia, fue el editor de
algunos autores clave de esos años (Germán Leopoldo García, Abelardo Castillo, Mario Szichman, David Viñas,
Oscar Masotta, Rodolfo Walsh) y de numerosas antologías, especialmente la serie “Crónicas”, que reunían algunas de
las firmas más célebres del “boom” con textos de escritores noveles.
3
silencioso o silenciado, por el que unos contadísimos lectores seguían apostando. Recordemos
algunas ocurrencias de ese modo de leerlo. En un estratégico elogio de Saer sobre el que
volveremos, Ricardo Piglia lo presentaría en 1978 como un escritor “desatendido con pareja
unanimidad por la crítica”, e ironizaría apuntando que La mayor había “sabido ganarse, también, el
elogio implícito de una crítica unánime en su silencio”.13 En un trabajo datado en 1976 y publicado
en 1981, la profesora de la Universidad de Rosario Rosa Boldori comenzaba señalando que “Saer es
uno de nuestros narradores jóvenes que no ha obtenido todavía la notoriedad merecida por la
relevancia de su obra”.14 Ese mismo año, Mirta E. Stern iniciaba un estudio de la obra de Saer
proponiendo que esta “se ha venido desarrollando en una zona de silencio, con las características de
un trabajo riguroso y sistemático”.15 En 1986, el mismo año de la publicación de Glosa, Graciela
Montaldo proponía que la edición en España de El limonero real había permanecido “bastante
silenciada” y sin “repercusión”, y que la de Saer era una “obra realizada en silencio y en la casi
marginalidad”, que contaba con escasos lectores y con no más que un grupo reducido de críticos
“que desde las primeras obras apostó a esta nueva forma literaria”.16 También en 1986, se conocía
un ensayo de María Teresa Gramuglio fechado en diciembre de 1984, que insistía en “el siempre
difícil, atípico, lugar de Saer”, y recordaba que “su obra no ha obtenido de la crítica una atención
sistemática que vaya pareja con su densidad y con su rigor”; aunque Gramuglio advertía además
“indicios claros de que en los últimos años se ha ido produciendo un cambio en la recepción de la
obra de Saer”, precisaba que tal cosa sucedía “siempre en el interior de un circuito que, pese a
reediciones de fácil acceso, no ha dejado de ser minoritario”, y arriesgaba un pronóstico donde se
combinan, como en el debate del 2000 en Punto de vista, reconocimiento y resistencia:
Es probable que el efecto de estas nuevas lecturas se traduzca en una reubicación de Saer en
el sistema literario, modificando su colocación lateral y generando zonas de lectura y de
influencia más amplias, aunque siempre resistentes a las formas más ortodoxas de la
consagración institucional y del mercado a la que los textos mismos, por otra parte, se
muestran refractarios.17
Todavía a mediados de 1988, a propósito del otorgamiento del Premio Nadal a La ocasión, un
artículo de Guillermo Saavedra en el semanario El nuevo periodista antecedía el título principal,
“Saer contra viento y marea”, con una volanta que definía al escritor como “El silencioso
obstinado”.18
El propósito de estas notas es recorrer ese itinerario que parece ir de un largo período
signado por la falta de reconocimiento, a un momento de fuerte “visibilidad” (aunque nunca la
“máxima”). Como veremos, antes del desconocimiento que los libros de Saer enfrentan entre
principios de los setenta y mediados de los ochenta, fueron objeto de la atención desdeñosa o
impugnatoria por parte de algunas de las voces dominantes del ambiente literario y crítico de
13
“Punto de vista señala”, Punto de vista, Buenos Aires, n° 3, julio 1978, pp. 18 y 19 (sin firma; varios testimonios
directos confirman que el autor del texto fue Piglia).
14
Boldori, Rosa, “Experimentación y Apocalipsis en Cicatrices de Saer”, en: Serra, Edelweis (ed.), Narrativa
argentina del Litoral, Rosario, Cuadernos Aletheia de Investigación y Ensayo-Grupo de Estudios Semánticos, 1981, p.
159.
15
Stern, Mirta E., “El espacio intertextual en la narrativa de Juan José Saer: instancia productiva, referente y campo de
teorización de la escritura”, Revista Iberoamericana, a. XLIX, n° 125, pp. 965-66. Stern retomaría los mismos términos
(“zona de silencio”) en 1981, al comienzo de su prólogo a la segunda edición de El limonero real (Stern, M., “Prólogo”,
en: Juan José Saer, El limonero real, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1981, “Capítulo. Biblioteca
argentina fundamental”, p. I).
16
Montaldo, Graciela, Juan José Saer. El limonero real, Buenos Aires, Hachette, 1986, “Biblioteca crítica Hachette”,
pp. 7 y 83.
17
Gramuglio, María Teresa, “El lugar de Saer”, en: Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, Buenos
Aires, Celtia, 1986, pp. 299, 262, 264 y 265 (se incluye en este volumen). Volvemos más adelante sobre estos trabajos
de Gramuglio y Montaldo.
18
Saavedra, Guillermo, “Saer contra viento y marea”, El nuevo periodista, Buenos Aires, n° 195, 17 al 23 de junio de
1988, p.54. Saavedra, poeta y periodista cultural, sería poco después el primer jefe de redacción de Babel. Revista de
Libros (véase respecto de esa revista el final del apartado “Glosa en dos diarios”).
4
Buenos Aires. En tal sentido, su poética parece destinada a ofrecer, una y otra vez, una
incongruencia irreductible respecto de ciertas constelaciones de creencias y predisposiciones que
gobernaron durante más de dos décadas el juicio crítico y los circuitos de lecturas; Saer parecía
ilegible o, por lo menos, insatisfactorio para casi todos: la nueva izquierda comprometida, los
intelectuales revolucionarios, los entusiastas de la “nueva novela latinoamericana” o del “boom”,
los partidarios de Julio Cortázar o de Gabriel García Márquez, los detractores de Borges primero o
los nuevos lectores de Borges luego, los seguidores de Ernesto Sábato, el renovado mercado del
libro, la prensa cultural en casi todas sus variantes. Dos circunstancias nos condujeron a preferir
una interpretación del problema que interrogara esta clase de determinaciones, es decir una
interpretación histórica, y a desestimar en cambio una explicación de aquellas impugnaciones e
indiferencias por un supuesto carácter preliminar o aun menor de las primeras obras de Saer: por
una parte, fue a la luz de esos libros iniciales que algunos contados lectores contradijeron ese
desdén dominante –como se verá- con proposiciones de contenido muy similar a las que dos o tres
décadas después se impondrían para consagrar finalmente al escritor; por otra, si hubiera que incluir
entre las tentativas o los ensayos de la trayectoria saeriana todos los libros editados mientras solo
una minoría los consideraba valiosos o artísticamente maduros, quedaríamos obligados a incluir en
ese conjunto algunas de las obras consideradas mayores de Saer: por lo menos Cicatrices, y tal vez
hasta El limonero real y La mayor (lo que, como es obvio, invalida el argumento). La recepción de
Saer no pasó de la condena al elogio porque su literatura cambiase, o porque mejorase, sino más
bien por otra clase de razones, las relativas a cierta historia de los modos de leer y de sus alcances
desiguales y variables (una historia ligada, claro está, a la historia cultural y social argentina,
especialmente agitada y traumática durante los años del ascenso de la figura de Saer). Al mismo
tiempo y por contrapartida, ese itinerario se tradujo en el otro de los principales modos de recepción
de la obra saeriana -el que se impondría a la larga-: un grupo de lectores que crecería a ritmo lento o
de a saltos espaciados, para el cual la desatención prolongada sería signo de la fidelidad de una
escritura para con su propia resistencia, a la vez que provocaría la demanda de un reconocimiento
que, cuando llegue, no se aceptará sino de modo reticente y con reservas, y de cuyo alcance se
advertirán los límites como una salvaguarda de calidad literaria.19 Tales límites, por supuesto, no
son la mera invención de una elite crítica que se propusiera proteger los valores no ordinarios de
una obra contra los riesgos de la divulgación: aun ya entrada la primera década del siglo XXI, los
confines más automatizados del valor literario –por ejemplo, los representados por la reproducción
literaria escolar, que se superpone como nunca antes con los del mercado editorial- mantienen en
los sitiales más altos a los escritores contra el horizonte de cuyas poéticas la de Saer resultó durante
tantos años ilegible: Cortázar, Sábato, García Márquez; aun en novelas como La pesquisa o Las
nubes, en que la pluma de Saer se concedería al curso de una narratividad improbable a la luz de
texturas como las de “La mayor” o Nadie nada nunca, el contraste infranqueable con aquel
horizonte vuelve a actualizarse. Como sea, el recorrido que proponemos aquí no se extenderá hasta
los pormenores de esa etapa más reciente: procuramos transitarlo en detalle hasta El entenado y
Glosa, para mostrar además que precisamente en torno de esos títulos se produce uno de los
momentos decisivos en la ampliación del lectorado de Saer y en la llegada de su nombre a oídos del
“gran público”.20
19
Dado que las etapas más recientes de ese proceso resultan más familiares para el lector de este libro, aquí nos
detendremos de modo algo más pormenorizado en los primeros momentos de la circulación de Saer, según el período
consignado en el título. En este sentido, nuestras proposiciones se complementan con muchas de las que presenta María
Bermúdez Martínez en “Vislumbres críticos: un horizonte de deseo y alucinación”, en este mismo volumen, donde el
lector podrá encontrar, entre otras cosas, una descripción crítica de los modos en que Saer fue leído durante los años 90.
Algunas otras proposiciones sobre la demorada recepción de Saer pueden verse en Premat, Julio, “Leer Saer” en: La
dicha de Saturno. Escritura y melancolía en la obra de Juan José Saer, Buenos Aires, Beatriz Viterbo Editora, 2002.
20
En distintos momentos utilizamos las nociones de “lectorado” y de “gran público”; por supuesto, la segunda
expresión tiene en primera instancia una procedencia doxológica; sin embargo es posible conservar su utilidad
descriptiva, en un sentido específico: empleamos aquí “gran público” para referirnos al conjunto variado de sujetos que
a partir de cierto momento incluyen, entre sus competencias culturales, el registro del nombre y de la figura de un autor
(Saer en este caso) y del valor que la opinión autorizada concede a su obra, casi siempre a través de una mediación del
5
Recuerdos de provincia: un iracundo a medio borrar
“¿Usted sería capaz de dar la vida por sus ideas?”. Fue la primera pregunta con que alguien
del público abrió el debate, tras la exposición de Adolfo Prieto, en una mesa redonda sobre un tema
de época, literatura y compromiso, que se desarrollaba en el ámbito de la carrera de Letras de la
ciudad de Rosario, hacia 1964.21 El que preguntaba era Juan José Saer, un joven de Santa Fe que
por esos años se estaba vinculando con la vanguardia literaria rosarina, sobre todo con el grupo de
estudiantes y escritores que se nucleaban en torno de las clases de literatura argentina de Prieto, a
las que Saer asistía.22 Es el primer recuerdo nítido que Prieto conserva de Saer; ya había leído En la
zona, y sería poco después que el propio Saer pondría en sus manos Responso y Palo y hueso.23 Al
episodio se podría agregar otro, con el que podríamos aunarlo en un relato de típica irrupción
juvenilista en la escena literaria: las impugnaciones que Saer había proferido contra Silvina
Bullrich, Manuel Mujica Láinez y otros notables, en el V° Congreso de Escritores Argentinos,
organizado por la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que tuvo lugar en Paraná, Entre Ríos,
en noviembre de 1964; según el enviado especial que el diario Clarín de Buenos Aires destacó en la
capital entrerriana a propósito del evento, “el poeta santafecino Saer” se había “convertido en la
piedra de toque de todos los encontronazos” cuando, como “espectador” de la mesa redonda sobre
cuento y novela, sus opiniones desfavorables sobre Bullrich hicieron que ésta abandonara “el
estrado” y que “la mesa organizadora se desmantelara, en medio de un extraño desorden”24. Según
mercado (la industria editorial a través de sus acciones publicitarias o de distribución y venta; entrevistas o reseñas en
los suplementos literarios de los grandes diarios o de semanarios de actualidad); por tanto, un miembro del “gran
público” no debe necesariamente, para serlo, haber leído alguno de los libros del autor cuyo nombre y valor registra y
adopta (pero, para nuestro caso, debe saber y creer que Juan José Saer se cuenta entre los más importantes escritores
argentinos contemporáneos). En este sentido, el uso que hacemos de la noción coincide con una de las notas con que R.
Escarpit caracteriza al “gran público”, “en cuyo seno la obra puede eventualmente proseguir su existencia, en el mejor
de los casos por la lectura, pero a menudo a través de comentarios” (Escarpit, Robert, Sociología de la literatura,
Buenos Aires, Libros del Mirasol, 1962, p. 143). Por tanto, aunque puedan superponerse parcialmente, la noción no
coincide con la de “lectorado”, que designa sencillamente el conjunto de los lectores de uno o varios títulos de un autor.
21
La fecha es aproximativa, ya que no hemos podido hallar documentación que nos permitiera precisar ese recuerdo de
Adolfo Prieto.
22
La sede de la Universidad Nacional del Litoral (UNL) estaba en Santa Fe, la capital provincial, pero la carrera de
Letras, entre otras, se dictaba en Rosario (la ciudad demográfica, cultural y económicamente más importante de la
provincia); la Universidad Nacional de Rosario se crearía recién en 1968, sobre la base de las facultades de la UNL que
funcionaban allí.
23
Adolfo Prieto (San Juan, 1928) es una de las firmas más importantes de la crítica universitaria argentina de la segunda
mitad del siglo XX, y uno de los nombres más destacados de la llamada “nueva generación” y del grupo que entre 1953
y 1959 publicó la revista Contorno, en cuyas páginas adhirió a las teorías del “compromiso”. Se doctoró en la
Universidad de Buenos Aires, y desde fines de los años 50 enseñó en Córdoba y Cuyo, y en la Universidad Nacional
del Litoral, donde fue decano de la Facultad de Filosofía y Ciencias del Hombre y –entre 1959 y 1966- Director del
Instituto de Letras. Como parte de esa labor, dirigió y publicó en 1963 una encuesta a La crítica literaria en Argentina
(Santa Fe, UNL, 1963). En 1968 dirigió para el Centro Editor de América Latina la primera edición de Capítulo.
Historia de la literatura argentina. Enseñó también en Montevideo, y más tarde en Beçanson (Francia) y Florida
(USA). Saer, con quien fue entablando una amistad duradera, le dedicó La mayor. Prieto publicó, además de los
trabajos que analizamos más adelante, los libros Borges y la nueva generación (1954); Sociología del público argentino
(1956); Proyección del rosismo en la literatura argentina (1959); La literatura autobiográfica argentina (1962);
Antología de Boedo y Florida (1964); Estudios de literatura argentina (1969); Trayectoria de la poesía gauchesca
(1977); El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna (1988); Los viajeros ingleses y la emergencia de
la literatura argentina 1820-1850 (1996).
24
“Congreso de escritores: se trabaja y se discute”, en Clarín, Buenos Aires, jueves 26 de noviembre de 1964, p. 24;
véase también en el mismo diario, “Escritores: desbande sin pena ni gloria. Finalizó el V congreso”, sábado 28 de
noviembre de 1964, p. 11. Cabe recordar aquí que por esos años los títulos de Silvina Bullrich comenzaban a poblar las
listas de best-sellers de los semanarios de actualidad. Bullrich (1915-1989), que procedía de una familia de
diplomáticos acomodados, era ya hacia mediados de los años sesenta algo así como una novelista a la vez del gusto
medio y del sistema literario oficial; estaba vinculada con Borges y su círculo, y tenía una presencia desusada en los
6
Norberto Galasso, la revista Todo del 10 de diciembre de 1964 dio más detalles: Saer, un
“muchachito exaltado” de “estentórea voz”, había denunciado las “trenzas” y la “falta de seriedad”
del congreso, “protestando airadamente” también en la mesa redonda sobre poesía, un día antes de
despacharse contra los novelistas: “Los burgueses [de Bullrich] no pasa de ser un best-seller y
Bomarzo [de Mujica Lainez] podría estar fechada en 1760”, fue la provocación con que interrumpió
el santafecino desde el público, según Todo; en la misma revista, una carta de Abelardo Arias,
secretario de la SADE, aclaraba días más tarde que en ningún momento se había limitado la libertad
de expresión de Saer; hasta Arturo Jauretche intervino poco después en la polémica, acusando a
Arias de haber dado “una contestación de contador público a un mozo Saer que parece alborotó el
cotorro de un ´tourist´ congreso celebrado en Paraná”.25 Casi tres años después, una joven crítica de
Rosario escribiría que la “personalidad [de Saer] y, más que nada, su posición iconoclasta, dieron
alas a los chismes de los corrillos en el Congreso de Escritores Argentinos de 1964”.26 Todavía en
marzo de 1966, un reseñista anónimo del semanario Confirmado titulaba “Realismo. El iracundo
que leía a Joyce” su comentario de Palo y hueso; y precedía sus juicios más bien elogiosos del libro
con este relato de los sucesos de Entre Ríos:
Nadie imaginó, en el apacible Congreso de Escritores realizado por la SADE en
Paraná, en noviembre de 1964, que el macizo y encorvado muchacho de 28 años que detuvo
al orador en medio de un elaborado discurso iba a romper la corrección de esa larga siesta.
Después de la primera frase, entre la horrorizada indignación de las damas y caballeros
presentes y el divertido entusiasmo de los estudiantes de la Universidad del Litoral, Juan
José Saer ingresaba explosivamente en la notoriedad: “Perdone que lo interrumpa, pero
usted macanea. En realidad, aquí no se hace más que macanear, porque mientras ustedes se
tiran flores, los escritores de mi generación, los escritores de cualquier edad, conscientes del
país real, nos sentimos excluidos”. Su discurso, fuera de programa, fue una diatriba contra la
Sociedad Argentina de Escritores, la cultura oficial y el conformismo.27
La nota termina declarando a Saer “decano de los iracundos del interior”. El epígrafe de la foto del
escritor que ilustraba tales proposiciones, insistía: “Gritar fuerte para que se oiga”. Un año después,
el comienzo de una reseña de La vuelta completa en la revista El escarabajo de oro parece
confirmar que el ambiente literario de Buenos Aires tomó nota del nombre nada silencioso de Saer
por el suceso de Paraná: “Primero nos llegaron de él su nombre a propósito de un congreso
organizado por la SADE y despertó la curiosidad por ese falso lado del escándalo –contenido
aparte- [...]”.28
medios masivos, a la que ella misma contribuía con cierta afectación entre frívola y burguesa; sus novelas solían
contarse entre los libros argentinos más vendidos. En general, las minorías críticas y de vanguardia del campo literario
la consideraron siempre un figurón artísticamente insignificante. En un ensayo fechado en 1967, Saer cargaría otra vez
contra Bullrich (“La novela y la crítica sociológica”, en El concepto de ficción, op. cit., p. 240).
25
Las citas de las crónicas de Todo y de las cartas de lectores de Arias y Jauretche están transcriptas en la introducción
de Galasso al capítulo “La unidad democrática de la cultura” del libro de textos polémicos de Jauretche que compiló
(Jauretche, Arturo, Las polémicas de Jauretche, Buenos Aires, Los Nacionales Editores, 1985, 5ª reimpresión,
introducción y comentarios de Norberto Galasso, pp. 115-117). Debemos el encuentro con este material a María Celia
Vázquez.
26
Desinano, Norma, “j.j. saer: después de la vuelta completa”, setecientosmonos, Rosario, a. IV, n° 9, junio de 1967,
p.10 (analizamos este texto más adelante).
27
“Realismo. El iracundo que leía a Joyce”, Confirmado. Revista semanal de noticias, Buenos Aires, a. I, n° 38, 10 de
marzo de 1966, p. 52. Confirmado, cuyo editor fue Jacobo Timerman, se contó, según el modelo de Primera Plana,
entre los semanarios de actualidad de apreciable impacto en el proceso de modernización de la prensa y la construcción
de opinión pública durante los años sesenta en Buenos Aires.
28
Barros, Oscar O., “J. J. Saer, La vuelta completa; ed. C. Vigil”, El escarabajo de oro, Buenos Aires, a. VIII, n° 35,
noviembre de 1967, pp. 28-29. Volvemos más adelante sobre los juicios críticos de esta reseña.
7
Estas y otras anécdotas remotas29 podrían sonar incongruentes con la imagen posterior del
escritor, sobre todo con la que parece ir afianzándose en Buenos Aires desde principios de los años
70; en esa imagen, en efecto, predominan hábitos y decisiones ajenos a un impulso regular de
intervención pública destinada a promocionar su obra y su firma. En este sentido, y a la luz de los
recuerdos de sus contemporáneos más próximos y de los datos y documentos históricos disponibles,
resulta necesario enfatizar dos circunstancias simultáneas que son decisivas para la construcción de
ese escritor a la vez secreto y resistente que caracteriza la primera y larga recepción de Saer: entre
fines de los años 50 y 196830, el santafecino se comportó en reiteradas oportunidades como un
provocador y, lejos de la imagen selectiva posterior –la del silencioso ignorado- que prefirieron
hacerse de él algunos de sus lectores, se benefició del efecto promocional de esos escándalos: Jorge
Álvarez (a quien se ha caracterizado con insistencia como un oportunista del mercado del libro
emergente) se interesó en Responso y decidió editarla precisamente tras medir los ecos agitados del
congreso de Paraná; de hecho, en el estilo publicitario ingenioso y atrevido con que la editorial
promocionaba sus libros en los medios de prensa, el 22 de diciembre de 1964 Álvarez publicó en el
semanario Primera Plana un aviso de casi un cuarto de página que, en tipografía mecanográfica
blanca sobre fondo negro, rezaba:
Jorge Álvarez presenta:
RESPONSO
RESPONSO
una novela de
JUAN JOSÉ SAER
el escritor que enjuició
a los escritores
en el reciente
Congreso de Paraná31
Sin embargo, también es cierto que Saer no acompañó aquellos desplantes con una mínima
constancia en los hábitos de sociabilidad literaria que usualmente adoptan los escritores para
imponer sus obras, mucho menos con la destreza con que suelen hacerlo algunos autores estrategas
que saben “cortejar” a posibles lectores. En primer lugar, a excepción del ataque contra los
figurones de la SADE, Saer protagonizó todas esas provocaciones en encuentros de escasa
resonancia y en ciudades con una vida cultural muy restringida y de baja repercusión exógena como
Santa Fe, Rosario, Resistencia o Corrientes, es decir lejos del único sitio de la Argentina en que una
obra literaria puede ganar una cierta visibilidad, la ciudad de Buenos Aires. En segundo lugar,
aunque desde Responso Saer se haya ocupado de que varios de sus libros se editasen bajo sellos
conocidos y comercialmente eficaces con sede en Buenos Aires, hay escasísimos indicios de que
haya hecho más que eso: se trata de un escritor que parece haber confiado en que su obra ganaría
lectores y valoración crítica nomás por su propio peso, por su calidad o su interés puramente
intrínsecos; conectada con eso, tampoco parece infundada la impresión persistente que las
esporádicas intervenciones públicas de Saer han causado en quienes se han interesado en ellas: la de
un personaje que difícilmente cautive a su auditorio ni haya podido ganarse, mediante esa falta de
habilidad escénica, las simpatías de los lectores. Por supuesto, lejos de operar sobre un vacío, el
29
En 1959 Saer provocó cierto escándalo local con la publicación de uno de sus cuentos en el diario El litoral, lo que
les valió a él y a Hugo Gola ser excluidos del suplemento literario de ese medio; se trata de “Solas”, luego incluido en
En la zona (véase la Cronología, en este volumen). No hemos podido datar ni precisar las circunstancias de otro
episodio litoraleño de provocación pública, en que Saer se habría enfrentado con David Viñas, durante el debate con el
público tras una conferencia que el segundo dictó hacia mediados de los sesenta en Santa Fe o alguna otra de las
ciudades universitarias de la zona. Saer habría intervenido para preguntar a Viñas por qué la saludable audacia que
mostraba en sus juicios críticos e históricos sobre la literatura argentina estaba ausente de sus textos creativos o de
ficción.
30
Saer dejó la Argentina en 1968; recién en 1982, luego de la guerra de Malvinas, comenzó a visitar regularmente su
país una o dos veces por año (había pasado por Buenos Aires en 1976 a raíz de unos trabajos cinematográficos).
31
En Primera Plana, Buenos Aires, a. III, n° 111, 22 de diciembre de 1964, p. 57.
8
conjunto de esos rasgos y disposiciones –digamos, ese estilo de subjetividad- retomaba un valor
disponible en la tradición literaria, la del escritor interesado exclusivamente en mantenerse fiel a un
proyecto creador en el que deposita toda su confianza, que consume todas las energías de que
dispone y del que no deben distraerlo otras actividades, ni siquiera las que con frecuencia forman
parte de la construcción de una carrera de escritor. Resulta inevitable, claro, recordar aquí algunas
elecciones de Saer que funcionaron como poderosas instrucciones de lectura de sus propios textos
dirigidas a esos grupos de seguidores inicialmente tan reducidos: la adopción del poeta Juan L.
Ortiz en calidad de maestro (y la construcción de la figura de ese maestro como la de un ermitaño
aislado en el puro trabajo artístico)32; sus rotundos juicios negativos contra figuras rutilantes del
último tramo del “boom” como Puig o Guillermo Cabrera Infante, a quienes vinculaba con la lógica
de los mass-media.33 En este sentido, conviene notar que en los episodios de Rosario y Paraná que
mencionábamos, Saer prefiguraba claramente, aún mediante la exhibición pública disruptiva,
algunos rasgos centrales de su concepción de la literatura y de la condición del escritor –en
términos generales, una defensa de la autonomía y una oposición radical a las presiones externas-,
que no pueden desvincularse de los modos predominantes de difusión y recepción de su literatura:
en la primera anécdota, un cuestionamiento de las determinaciones de carácter ideológico y político
que desde los años 50 pesaban sobre los escritores (el “compromiso” social o con “las ideas” antes
que con la mera literatura); en la segunda, la protesta contra la institucionalización del escritor y la
impugnación de una literatura que tanto en sus configuraciones textuales específicas como en sus
modos de circulación reproduce las lógicas del mercado y de la figuración social.
Al respecto, es posible advertir entonces que circunstancias como la del aprovechamiento
publicitario del escándalo de Paraná por parte Jorge Álvarez, no habrían hecho más que subrayar un
malentendido –semejante al que pudieron generar los desplantes públicos de Saer-, porque
buscaban llamar la atención de los consumidores culturales hacia una escritura que los
decepcionaría, es decir hacia una obra que parecía empeñada “a toda costa” en no “halagar los
gustos del público”, aun si se trataba del público modernizado, progresista e iconoclasta que, como
el de Primera Plana, podía coincidir con los escritores jóvenes en el desprecio por el establishment
literario oficial; el malentendido resultará confirmado en la dura reseña de Responso que publicaría
poco después ese mismo semanario, y que analizamos más adelante.
Ahora bien, entre esas elecciones saerianas conviene hacer explícita, además, una de las
más evidentes, pues el tópico del “silencio” no merece una explicación únicamente biográfica pero
la tiene: el traslado a Francia en 1968. Operando también en este caso contra lo previsible –nada
menos que contra la expectativa cultural cimentada por toda una tradición que en su vertiente
argentina iba del remoto Echeverría al inmediato Cortázar- Saer se fue a París no para que el ruido
con que su escritura disonaba en la literatura argentina se amplificase sino, muy por el contrario,
para asordinarse.34 Para verse ante los otros, digamos, no iluminado sino a medio borrar, si hubiese
que ponerlo en los términos con que poco después Saer trabajaría ficcionalmente la experiencia de
ese viaje en el segundo relato de La mayor: a Pichón Garay, la inminencia de su partida hacia la
32
Al respecto, es por lo menos curioso notar que Juan L. Ortiz asistió al congreso de la SADE en Paraná; más todavía,
que su presencia allí fue lo que la revista Primera Plana rescató como “la única personalidad trascendente” en el
“estéril” evento, en una ditirámbica nota de página y media y con foto, donde se lo menta como “el mayor poeta
argentino viviente” (“Presencia. Juan L. Ortiz, El Magnífico”, Primera Plana, Buenos Aires, a. III, n° 108, 1° de
diciembre de 1964, pp. 40-41).
33
En 1972 se publicó el ensayo de Saer “La literatura y los nuevos lenguajes”, el primero de sus textos programáticos
que lograrían alcanzar cierta repercusión, porque se incluía en una compilación preparada por César Fernández Moreno
para la UNESCO en la que intervenían algunos de los escritores y críticos latinoamericanos más reconocidos
(Fernández Moreno, César –coord.-, América Latina en su literatura, México, UNESCO-Siglo XXI, 1972, Serie
“América Latina en su cultura”, pp. 301-316); Saer analiza allí por qué “la cultura de masas”, que se ha apropiado de
literaturas como la de Puig o Cabrera Infante, “es el enemigo mortal de la literatura” (p. 316). También insiste en los
semanarios mercantiles de actualidad como Primera plana, Confirmado o Análisis (que promovían figuras como las de
Puig o Cabrera Infante o incluían textos suyos en sus páginas) como ejemplos de la función de los media: reproducir la
ideología o el “mundo” y apropiarse de la literatura para “detenerla”.
34
Esta proposición me fue sugerida por uno de los varios y acertados comentarios de Julio Premat, que permitieron
mejorar diversos aspectos de este estudio.
9
ciudad luz no le dice ni le hace sentir “nada”.35 No importa tanto aquí cuáles pudieran haber sido los
propósitos deliberados de ese cambio de residencia que resultaría definitivo –aunque no es
irrelevante que Saer se haya ido con una beca para estudiar el noveau roman-, sino sobre todo la
concomitancia de sus efectos con la sustracción a los modos eficaces de presencia pública del
escritor a la que Saer parecía destinado o que elegía. En el discurso de los críticos que citábamos
antes, la reincidencia del tópico del “silencio”, entonces, parece bastante más que la traducción de
esa ausencia pública del escritor desde 1968, aunque también y en principio lo sea, tanto como de
algunas de sus consecuencias materiales: el cese de aquellas irrupciones públicas más o menos
iracundas (que desaparecen, así, de los rasgos de la imagen del escritor que retiene la crítica), el
abandono de la primera edición de Cicatrices a su propia suerte, la publicación en Barcelona de El
limonero real y La mayor, casi inhallables en Buenos Aires hasta las reediciones del Centro Editor
varios años después, la casi completa desaparición del nombre de Saer de las páginas de la prensa
cultural argentina durante los setenta.
35
Saer, Juan José, “A medio borrar”, en: La mayor, Buenos Aires, CEAL, 1982, pp. 50-51 y 68. Véase al respecto lo
que señala Saer acerca de esa falta de significado de su viaje en la entrada de 1968 de la Cronología incluida en este
volumen.
36
Véase al respecto la Cronología, especialmente las entradas de entre 1954 y 1967. En ese clima, uno de los primeros
documentos de recepción que mencionan las bibliografías -la reseña de Edelweiss Serra sobre el primer libro de Saer-
señala ya una primera conexión con el ámbito cultural rosarino (“En la zona de Juan José Saer”, Señales, Rosario, a.
XII, n° 126-127, 1960).
37
Montaldo data en 1959 el comienzo de “las primeras relaciones [de Saer]con los poeta rosarinos: Noemí Ulla, Aldo
Oliva, Rubén Sevlever” (Montaldo, G., Juan José Saer: El limonero real, op. cit., p. 10). Véase también la Cronología,
en este volumen.
10
contextualización internacional, novedad respecto de un pasado histórico y novedad respecto del
panorama de las poéticas dominantes en el presente de la discusión literaria, se combinan en
distintas medidas en esta primera etapa de la historia de las lecturas de Saer.
La figura de Prieto tiene, entonces, una importancia específica en este proceso, precisamente
por ese rol docente que ocupaba y que, más allá de sus límites estrictamente institucionales, lo
ubicaba como un orientador intelectual de la generación de sus estudiantes; pero a la vez porque,
durante el ejercicio de ese magisterio, parece ser el primero de su generación (la de la revista
Contorno) que incorpora la obra de Saer en el corpus de la crítica argentina que había emergido y
trazado sus líneas de pensamiento hacia mediados de los 50. En efecto, Prieto ubicó al santafecino
en un debate central en el campo literario argentino de la época: el debate sobre el “realismo”. En
1968, Prieto puso en letra impresa un gesto de reconocimiento y valoración que, aunque pudiera
parecer insignificante a una mirada sin perspectiva histórica, no debió haberlo sido respecto de un
narrador del interior de apenas 31 años de edad y escasamente promocionado fuera de sus espacios
inmediatos de circulación: mencionó a Saer dos veces en su libro Literatura y subdesarrollo, y otra
vez en el Diccionario básico de literatura argentina de la colección Capítulo.38 En la primera de
esas obras, Saer aparece vinculado a dos ejes temáticos del libro y de la época, estético uno e
histórico el otro: el realismo, por una parte; el contexto del peronismo, por otra.39 En el segundo
caso, la mención de Saer no se destaca por sus aristas valorativas (aunque no conviene subestimar el
señalamiento, que conecta las ficciones del escritor con el conflicto más crispado de la historia
política argentina de la época y que distribuyó por años las principales posiciones del campo
intelectual)40; pero respecto del realismo, en cambio, Prieto incluye el nombre de Saer entre una
decena de escritores que inicia con el nombre de Roberto Arlt; en ese corpus, el crítico advierte una
“auténtica concepción realista”, ajena a las presiones del “nacionalismo literario” y que, lejos del
“realismo adocenado que se somete pasivamente a la presencia del objeto” o de las novelas de tesis
al estilo de Gálvez, participa en cambio de “una concepción [de la realidad] dinámica que carga
también de tensiones el reflejo de la realidad inmediata”.41 La inclusión en el breve diccionario de
la historia literaria del Centro Editor42, por su parte, insiste sobre una distinción parecida, cuando
Prieto ubica a Saer sobre el final de la entrada “Realismo”, y de un modo medido pero claramente
privilegiado: “[...] narradores de las últimas promociones como Juan José Saer (1937) y Germán
Rozenmacher (1936), ensayan nuevas técnicas del relato y las integran sobre una concepción del
realismo que ha perdido toda inocencia”.43 Es muy improbable que Prieto no advirtiese la
significación de ese emparejamiento inusual: a diferencia de Saer, Rozenmacher era, desde la
publicación de su libro de cuentos Cabecita negra en 1962, uno de los jóvenes escritores argentinos
con mayor visibilidad, precisamente, en el ambiente literario de Buenos Aires.
Un lustro más tarde, en 1973, y también en una publicación rosarina, Prieto sintetizaría ese
juicio que incorporaba a Saer a los términos de un debate sobre las relaciones entre representación
narrativa e historia literaria argentina, es decir a un debate gobernado por la noción de “realismo”,
que iba además estrechamente unida a la discusión sobre la “literatura nacional”. Prieto colaboró
con su trabajo “El Paraná y su expresión literaria” en un libro colectivo que reunía ensayos sobre
38
Prieto, Adolfo, Literatura y subdesarrollo. Notas para un análisis de la literatura argentina, Rosario, Editorial
Biblioteca, 1968; y Diccionario básico de la literatura argentina, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1968, colección “Capítulo”.
39
Resulta pertinente en este contexto, notar que Literatura y subdesarrollo de Prieto se publica en el mismo sello
rosarino que la novela de Saer La vuelta completa: la Editorial Biblioteca, del Departamento de Publicaciones de la
Biblioteca Constancio C. Vigil.
40
Sobre el impacto del peronismo y del posperonismo en el campo intelectual argentino, véanse Terán, Oscar,
Nuestros años sesentas, Buenos Aires, Puntosur, 1990; Sarlo, Beatriz, La batalla de las ideas (1943-1973), Buenos
Aires, Ariel, 2001; y Dalmaroni, Miguel, La palabra justa. Literatura, crítica y memoria en la Argentina (1960-2002),
Santiago de Chile, Melusina-RIL, 2004, cap. I. Sobre la relación entre las ficciones de Saer y el peronismo, nos
referimos más adelante a las lecturas de Carlos Altamirano, Ernesto Goldar y Jorge Panesi.
41
Prieto, A., Literatura y subdesarrollo, op. cit., pp. 110-111.
42
Se trata de un libro de bolsillo y de apenas 150 páginas, es decir muy selectivo u obligadamente antológico.
43
Prieto, A., Diccionario básico de la literatura argentina, op. cit., p. 134.
11
los más diversos aspectos de ese río.44 Refiriéndose allí a “los contemporáneos”, señalaba cómo,
desde mediados del siglo XIX, la mirada totalista y unificadora sobre la región que habían
construido los discursos del conquistador español o, “sugestionados [...]por una idea abstracta de
nación”, los cantores de la Independencia, había ido descomponiéndose de manera paulatina y
creciente; para mostrar esta “fragmentación del paisaje físico” en “las variantes que comienza a
introducir la última promoción de narradores” -ya alejados tanto de “la reminiscencia folklórica”
como de “la dimensión histórica”, ajenos al “gusto por la diferenciación local” tanto como al
“ánimo de denunciar la injusticia”- Prieto le dedicaba un párrafo a Saer:
Juan José Saer, el autor de La vuelta completa, Responso, Palo y hueso, Cicatrices, ha
perseguido con una atención casi obsesiva el propósito de disolver los datos de la realidad
exterior en la corriente de los actos menudos, de las motivaciones y del flujo de conciencia
de sus personajes. Estos personajes, limitados en número, se mueven en un espacio físico
extremadamente reducido (la ciudad de Santa Fe y una franja de la costa), pasan de un relato
a otro, relacionan sus historias y recortan un universo imaginario en el que los referentes del
mundo real comienzan también a parecer imaginarios, a asumir una materialidad distinta. Es
posible, desde luego, reinvertir el proceso y señalar en cada referente su correspondencia
con un dato de la realidad objetiva. Basta violentar el sentido global de los relatos y
entresacar los fragmentos de lectura adecuados.45
La lectura de Saer que Prieto estaba apuntando de esa manera –un nuevo escritor cuyo interés
radicaba en la modalidad también novedosa con que intervenía nada menos que sobre la tradición
del realismo, volviendo contra él sus propios recursos técnicos, que demostraba manejar con
destreza- parece replicada en setecientosmonos, una revista también rosarina que en esos mismos
años reunía a intelectuales jóvenes de la ciudad interesados en la literatura pero especialmente en la
intervención crítica; setecientosmonos se caracterizaba por una visible vinculación con los debates
teóricos y críticos, y con la producción narrativa y poética del momento, sobre la que mantenía
cierto seguimiento a través del juicio crítico valorativo. La publicación concitaba principalmente a
ensayistas de la generación posterior a la de Prieto, bajo la dirección de Mario Gesé, Juan Carlos
Martini, Nicolás Rosa y Carlos Schork (aunque parece haber sido Rosa el animador principal de la
revista, por lo menos durante algunas etapas).46
En el número 9, de junio de 1967, un extenso artículo de Norma Desinano, “j. j. saer:
después de la vuelta completa”, revisa el conjunto de los cuatro libros publicados por Saer desde
1960 hasta 1966.47 El trabajo resulta significativo para conjeturar cuál era la expectativa que esos
grupos de lectores próximos mantenían hacia la obra del escritor santafecino, porque propone un
movimiento combinado: mientras insiste en un juicio severamente negativo contra La vuelta
completa, repite con igual énfasis el valor de los méritos literarios del corpus completo que Saer
había publicado hasta el momento, tanto como el carácter provisorio de la evaluación de la novela,
“ya que la actividad futura [del escritor] modificará la significación del conjunto”.48 Al respecto, el
texto de Desinano confirma la fiabilidad histórica del recuerdo de María Teresa Gramuglio, quien
hasta la actualidad destaca el hecho de que el círculo más cercano de aquellos lectores rosarinos se
44
Prieto, Adolfo, “El Paraná y su expresión literaria”, en: Naranjo, Rubén (dir.), Paraná, el pariente del mar, Rosario,
Departamento de Publicaciones de la Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, 1973. El libro incluye trabajos sobre
historia, fotografía, folclore y antropología, economía, geografía, flora y fauna, etc.
45
Ibidem, p.416.
46
Nicolás Rosa comenzó a destacarse entre finales de los 60 y principios de los 70 como uno de los jóvenes
universitarios argentinos que protagonizaban un nuevo giro de modernización de la crítica literaria con la incorporación
de la semiótica y la teoría literaria, especialmente de procedencia francesa. Rosa fue uno de los primeros traductores de
Roland Barthes al castellano, y hacia comienzos de los años 80 el ámbito universitario comenzaría a identificarlo como
uno de los principales estudiosos de las relaciones entre literatura y psicoanálisis, tanto como de la historia de la crítica
literaria argentina. Es autor, entre otros libros, de Los fulgores del simulacro y El arte del olvido.
47
Desinano, Norma, “j.j. saer: después de la vuelta completa”, setecientosmonos, Rosario, a. IV, n° 9, junio de 1967,
pp. 11-13 y 18.
48
Ibidem, p. 18.
12
caracterizaba sobre todo por la expectativa y, de algún modo, la apuesta a futuro, que los primeros
libros de Saer les habían permitido construir y mantener, especialmente a partir de Responso.49 La
confianza en esa expectativa se ve, como decíamos, en la argumentación de Desinano, que la
sostiene incluso contra la decepción que adjudica a los irremediables defectos de La vuelta
completa. Aún tras su cuarto libro publicado, se podía seguir leyendo a Saer como a una promesa:
Las expectativas que, seguramente, la aparición de esta novela pudo despertar, sufrieron una
suerte de derrumbe ante estos aparentes rasgos de involución; pero es necesario no perder de
vista el panorama de conjunto que ofrece la obra de Saer. Si La vuelta completa [...] puede
ser juzgada como un conjunto heterogéneo de elementos negativos que agobian los
hallazgos felices hasta anularlos, no es menos cierto que algo valioso está allí, semioculto
por la hojarasca. [...] existe ese resto y no es desdeñable.
Nuevas obras satisfarán, quizás, nuevas expectativas; hasta aquí todos los juicios son
primarios y están sujetos a cambio, [...].50
Estos aspectos de la intervención de Desinano deben ser considerados junto a otro no menos
importante: las razones estéticas que esgrime para insistir en esa apuesta por el futuro de la obra de
Saer, sobre la base de los méritos literarios que ya exhiben los primeros libros del escritor. Aquí es
donde la posición de setecientosmonos parece retomar las insistencias de Prieto; la comentarista, en
efecto, examina y juzga todo el corpus saeriano inicial a la luz de la articulación de dos tópicos que
funcionan como sus criterios de valoración: la novedad y, sobre todo, una poética del realismo.
Respecto del primero, Desinano señala en el comienzo de su trabajo la fidelidad de la escritura de
Saer para con “su propia concepción de la literatura”, esto es, para con una poética de ruptura con
cierta “narrativa tradicional argentina”; Desinano lee esa poética “en boca de uno u otro de los
personajes de Saer” y especialmente en un pasaje de La vuelta completa donde “la crítica se dirige
contra ciertas novelas psicológicas, los relatos policiales, camperos y otros ´subgéneros´, como el
autor los llama”. Es en ese contexto que parece explicarse por qué Desinano recuerda que Saer
“alguna vez llamó al suyo realismo mágico”51: si en un contexto próximo hubiera resultado posible
advertir que, lejos de funcionar como una poética de la ruptura, el “realismo mágico” se estaba
convirtiendo en el clisé de una doxa literaria de mercado, aquí la calificación funcionaba todavía (es
evidente en el texto de Desinano) para marcar una oposición entre lo que Prieto llamaría, en su libro
del año siguiente, el “realismo adocenado [...] que se vuelve costumbrista en Buenos Aires o
regionalista en la Patagonia” y otro muy diferente que, como el de Saer, “ha perdido toda
inocencia”; contra la narrativa psicológica, policial o “campera” precedente, una disolución de –en
términos de Prieto- “los datos de la realidad” y de los “referentes del mundo real”. “Mágico”, así,
significa para Desinano algo muy parecido a lo que señalaría Prieto poco después: la construcción
de un “universo imaginario” mediante la exploración obsesiva de la materialidad de lo real.
Seguramente impulsada por la valoración de la novedad rupturista atribuida al corpus, Desinano
argumenta su elogio del realismo de Saer mediante lo que parece una negociación entre dos
concepciones diferentes de la representación literaria: por una parte, la que se lee en los relatos de
Saer y en sus declaraciones de la época, y que presenta tanto las singularidades de estilo que
merecen esa aprobación de lo nuevo como un vínculo fuerte con una biblioteca de vanguardia;52
por otra, una teoría del realismo más bien clásica, regida por el llamado principio de individuación y
49
En conversaciones con el autor de este trabajo, mantenidas a propósito de esta investigación.
50
Desinano, N., “j.j. saer: después de la vuelta completa”, op. cit., p. 18.
51
Ibidem, p. 10.
52
Al respecto, puede resultar ilustrativa una “reciente declaración” de Saer citada en la reseña de Palo y hueso de la
revista Confirmado de marzo de 1966 que comentábamos antes: “Me considero un escritor realista, pero dentro de un
realismo que supere las simplificaciones naturalistas y que incorpore gradualmente las últimas experiencias narrativas
en lo que se refiere a las estructuras y el lenguaje. Por ejemplo, un realismo que no ignore a Proust, ni a Joyce, ni a
Kafka, ni a Faulkner, ni a Pavese, ni a Michel Butor” (“El iracundo que leía a Joyce”, op. cit., p. 52).
13
por el imperativo de la representación de la totalidad53. Así -a excepción de “los arquetipos que
pueblan los primeros cuentos de En la zona” y que “carecen en absoluto de la flexibilidad necesaria
para llevar en su interior lo universal”- los personajes de las ficciones saerianas “generalmente [...]
conforman individualidades absolutas que apuntan a una investigación de los problemas humanos
universales”, “los conflictos individuales” se insertan “en el complejo de la realidad” y “los
problemas individuales son causados siempre por la organización social en que el hombre vive”.54
En este punto, la operación más interesante del ensayo está en el modo en que proyecta ese
principio de examen de los personajes (por el cual la verdadera individuación se reconoce por su
aptitud para representar la totalidad) al detallismo en la descripción morosa de los objetos que
caracteriza la narrativa de Saer y que, desde una preceptiva realista fuerte y clásica, bien podría
haber sido impugnada por descriptivista o fragmentadora:
Cada elemento tratado es nimio dentro del conjunto de las cosas reales; pero su
mostración microscópica permite advertir su organización interna, que funciona con la
misma perfección caótica que la realidad. Esta relación entre lo singular y lo general aparece
también en el juego de los detalles menores [...]: todos actúan iluminando el conjunto
[...].Esta búsqueda, descubrimiento y elaboración continua de diferentes aspectos de lo real
[...] constituyen una muestra del realismo en literatura.55
Saer está también en la entrega siguiente de setecientosmonos, y en un lugar del índice que
no parece casual: tras un extenso y pormenorizado artículo de María Teresa Gramuglio sobre “El
espacio en la novela objetivista”, la revista publica cinco poemas del santafecino,56 al final de los
cuales se lee el siguiente texto, sin firma:
Juan José Saer, uno de los más destacados novelistas actuales que apuntan
experimentalmente a una renovación de la narrativa argentina, es también poeta. Frente al
vigor –a veces demasiado pródigo- de su prosa, se destaca la nítida vocación de “claridad
poética” que perfecciona formalmente sus poemas. En verdad, tanto su prosa como su poesía
tienden a lograr, unitariamente, una máxima profundidad de los núcleos poéticos específicos
de toda verdadera literatura.57
Como se ve, además del juicio consagratorio sostenido por una enunciación crítica que se adjudica
la función de identificar lo nuevo (“uno de los más destacados novelistas actuales”), tanto como la
de advertir riesgos (“demasiado pródigo”), el texto retoma algunos tópicos, presentes ya en las
intervenciones de Prieto o Desinano, y que se repetirán en la crítica saeriana posterior, como un
juego de consignas que establecen una posición y un haz de valores: experimentalismo, renovación,
perfeccionismo formal.
Aún si se tiene en cuenta, como anotábamos, que en estos primeros años una parte de la obra
de Saer se publica en Buenos Aires y en editoriales destacadas, hay que decir que la familiaridad
con sus libros y, sobre todo, su valoración positiva, se mantuvo más bien circunscripta a unos
contados lectores, en su mayor parte santafesinos, estrechamente vinculados con la bohemia
literaria y con la vanguardia crítica de la Universidad. Es cierto que Responso y Unidad de lugar,
así como las provocaciones públicas de Saer, lo llevaron a las bibliotecas de algunos lectores menos
próximos –críticos, redactores de las secciones culturales de la prensa, algunos narradores jóvenes-,
pero aún esos seguirían siendo, por muchos años, no muchos y más bien especializados; un
colectivo que se reduce aún más si descontamos a quienes, tras la lectura de algunos de esos
53
En el texto de Desinano no hay marcas directas de una teoría del realismo como, por ejemplo, la de Lukács, pero no
es necesario que las haya para advertir que el texto apela claramente al tipo de teorías del realismo de procedencia
principalmente marxista que discutía la crítica argentina desde los años 50.
54
Desinano, N., “j.j. saer: después de la vuelta completa”, op. cit., p. 11.
55
Ibidem, p. 10.
56
Gramuglio, María Teresa, “El espacio en la novela objetivista”, setecientosmonos, Rosario, a. IV, n° 10, octubre de
1967, pp. 13-18; Saer, Juan José, “Poemas”, en: setecientosmonos, Rosario, a. IV, n° 10, octubre de 1967, pp. 19-21.
Por supuesto, es conocida y ha sido comentada en numerosos trabajos críticos la temprana relación del propio Saer con
el “objetivismo” o el “noveau roman”.
57
Saer, J.J., “Poemas”, op. cit., p. 21.
14
primeros libros, no creyeron que se tratase de un escritor valioso. En este sentido, en los recuerdos
de provincia que conservan los protagonistas, ciertas calificaciones se repiten: drásticamente
renovador y, sobre todo, desconocido, secreto (e incluso, por supuesto, la implicación evidente entre
esos términos: una escritura semejante es de las que demorarían en encontrar, naturalmente, su
lector; lo que vendría a probar, además, que se trataba de verdadera literatura). Una imagen que
tiene su variación en el tópico del olvido, al que Desinano alude en la protesta denegatoria y
reivindicativa contra la crítica que incluye entre las primeras líneas de su artículo de 1967:
La crítica literaria se ha ocupado poco y muy circunstancialmente de la obra de este escritor
[...]. Sin embargo, el conjunto de sus obras, la persistencia e intensidad de su labor literaria
debieron despertar mayor interés en la crítica; por lo menos el suficiente para no ignorar
algunos valores nada desdeñables en el panorama de nuestra literatura actual. No se trata
aquí de subsanar ese olvido, voluntario o no, de otros [...].58
Como lo seguirían confirmando otros comentaristas, Saer era menos un escritor olvidado que
considerado a la vez por algunos como merecedor de especial atención y por otros tantos como
justamente olvidable. Al mismo tiempo, para explicar las protestas de los primeros hay que tener en
cuenta que, como veremos inmediatamente, los otros enunciaban sus juicios negativos sobre Saer o
lo ignoraban desde algunos de los medios culturales más poderosos en la formación de un gusto
consensuado.
Por lo demás, habría una consecución lógica entre lo efímero de esa atención crítica adversa
–lectores que dejan de escribir sobre Saer tras una primera aproximación negativa- y el curso del
proyecto literario saeriano, que parece aferrarse a sus propios parámetros cuanto más se lo vapulea
o se lo ignora; no parece casual al respecto que comiencen a notarse desvíos y transformaciones
más o menos llamativas en ese proyecto recién hacia la aparición de El entenado, esto es desde un
momento en que ya ni el propio Saer puede poner en duda que una fracción nada marginal de la
crítica literaria argentina aprueba y valora los principales rasgos de esa poética a la que el
santafecino venía prestando tan persistente “fidelidad”.
“[...] uno de los textos más densos y originales que ofrece la narrativa argentina contemporánea”,
“una narración excelente”. El primer juicio pertenece a María Teresa Gramuglio y se refiere a
Cicatrices, el segundo a Beatriz Sarlo cuando analiza El limonero real, y están en las paginas de la
revista Los libros, que se publicó en Buenos Aires entre 1969 y 1976. La presencia de Saer en esta
publicación es casi incidental, pero representa sin embargo otro de los momentos decisivos en el
curso de las lecturas de su obra. En efecto, por una parte, la revista se fue constituyendo al correr de
sus primeros años de vida en el proyecto de intervención cultural e ideológica de algunos
intelectuales de izquierda con una posición política y estética vanguardista –Beatriz Sarlo, Carlos
Altamirano y Ricardo Piglia, entre los más activos-, quienes luego, a partir de 1978, se convertirían
en los agentes más importantes del proceso de consagración crítica de la obra de Saer desde las
páginas de Punto de vista. Revista de cultura. Por otra parte, Los libros aparece como el eslabón
que, a través de la colaboración de Gramuglio sobre Cicatrices, conecta las lecturas tempranas de
los rosarinos con la minoría que estaba haciendo lo propio en Buenos Aires, centro del campo
intelectual argentino; en esa minoría se contaban además algunos de quienes en 1984, junto con
Gramuglio, pasarían de esas formaciones al espacio de la institución universitaria recuperada por el
retorno de la legalidad democrática, y propiciarían allí, como veremos, una nueva fase de
crecimiento del lectorado de Saer. Finalmente, el grupo de Los libros contaba entre sus principales
58
Desinano, N., “j. j. saer: después de la vuelta completa”, op. cit., p. 10.
15
animadores a varios críticos que colaboraban en esos años con el Centro Editor de América Latina,
una vinculación que continuaría durante los años de la dictadura, y que resultaría clave tanto para la
constitución de Punto de vista como para una primera ampliación del alcance editorial de la obra de
Saer durante los primeros 80.59 Por otra parte, la atención que Los libros prestó a Saer en 1969 y en
1974 debe medirse en relación con su escasa y más bien negativa repercusión en otros medios
porteños, tanto hasta Unidad de lugar (es decir mientras el escritor permaneció en el país) como
entre Cicatrices y El limonero real (que se publicaron –el segundo en Barcelona- cuando ya Saer se
había trasladado a Francia).
Cuando, establecido en Buenos Aires desde 1967, el correntino Carlos Altamirano
comenzaba a vincularse con el grupo de críticos de Los libros, ya hacía varios años que conocía a
Saer y que, además, se contaba entre los escasos reseñistas no santafecinos del escritor. Altamirano
era “el estudiante comunista” de la carrera de Letras de la Facultad de Humanidades de la
Universidad del Nordeste, que tenía su sede en la ciudad de Resistencia, cuando en 1964, por
invitación de la Secretaría de Extensión de la Universidad, una delegación del Instituto de Cine de
Santa Fe visitó Resistencia con una muestra de sus producciones que duró varios días. El
documentalista Fernando Birri era el más destacado de los visitantes, entre quienes se contaban
además Hugo Gola y “el turco Saer”.60 Altamirano recuerda cuáles eran las cartas de presentación
del joven Saer, el relato que sobre él circulaba durante los días de aquel encuentro en Resistencia:
su breve paso por las filas del Partido Comunista, pero sobre todo un enfrentamiento con David
Viñas y otro con el director del diario El Litoral. Aprovechando la estadía de Gola y Saer,
Altamirano organizó con un grupo de amigos de su Facultad una charla en el comedor universitario
que tenía sede en la vecina ciudad de Corrientes; tratándose de una actividad sobre literatura
organizada por estudiantes de izquierda, el tema no podía ser otro que el del “realismo literario”, y
ante una concurrencia más bien escasa Saer se despachó de modo beligerante contra las doctrinas
literarias oficiales del Partido Comunista, “el realismo a lo Codovila” y otros tópicos de época.
Altamirano se cruzaría una o dos veces más con Saer en Corrientes; en alguna de esas
oportunidades, Gola le advertiría acerca de la desusada calidad literaria de los trabajos de Saer, y
éste lo enteraría de la inminente publicación de Responso. Así predispuesto, Altamirano encontró
un día, casualmente, en la librería de su ciudad, un ejemplar de En la zona. “No se escribe así en la
Argentina”, recuerda que pensó mientras asimilaba el “impacto” que le produjo la lectura, y que
mucho más tarde juzgaría algo condicionado por los límites que la estrecha biblioteca argentina de
la cultura de izquierda imponía a un joven estudiante. Lo cierto es que esos primeros contactos con
Saer y su literatura fueron decisivos para que en 1965, apenas editada Responso, Altamirano la
leyese y enviase desde Corrientes una reseña elogiosa a Hoy en la cultura, una publicación muy
próxima a las políticas culturales del Partido Comunista.61 El análisis de Altamirano enfatiza la
59
El proyecto de la revista Los libros fue una idea de Héctor Schmucler, su primer director, y del editor Guillermo
Jorge Schavelzon; nació como órgano de difusión selectiva del mercado latinoamericano del libro, pero los registros de
su prosa crítica pueden ser calificados como claramente vanguardistas, anti-populistas, familiarizados con los lenguajes
teóricos y críticos del estructuralismo, la semiótica, el marxismo, la crítica cultural de medios y el debate político e
ideológico en sus registros más sofisticados. Los catálogos de Galerna, que la editaba, y del resto de los sellos
editoriales que le prestaban apoyo financiero, coinciden en gran medida con esos intereses y orientaciones. Para una
caracterización detallada de la revista, véanse Panesi, Jorge, “La crítica argentina y el discurso de la dependencia” en
Críticas, Buenos Aires, Norma, 2000; Dalmaroni, Miguel, La palabra justa, op. cit., cap. I; y De Diego, José Luis.
¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986), La Plata, Ediciones Al
Margen, 2001.
60
La relación de Saer con Hugo Gola parece haberse contado entre las más significativas de esos años de formación y
construcción de su proyecto creador. Gola (Pilar, Santa Fe, 1927) ha sido identificado con el movimiento poético del
“invencionismo”; publicó desde 1955, primero en antologías del grupo “Adverbio”, y en revistas como Poesía Buenos
Aires; entre sus libros se cuentan Veinticinco poemas (1961), Poemas (1964), El círculo de fuego (1968); desde 1976
reside en México D. F.; allí dictó cursos de literatura en la Universidad Iberoamericana; en 2004, FCE publicó su poesía
reunida, bajo el título de Filtraciones; tradujo del francés y del italiano a varios escritores contemporáneos, entre ellos
Gaston Bachelard y Cesare Pavese, y dirigió en México la revista Poesía y Poética (1992-2002).
61
Altamirano, Carlos, “Realismo sustancial y voluntad polémica. Responso, por Juan José Saer, ed. Jorge Álvarez,
Buenos Aires, 1964”, en HOY en la cultura, Buenos Aires, n° 21, julio de 1965, p. 16. HOY en la cultura no era
estrictamente la publicación cultural oficial del Partido Comunista (ese lugar lo ocupaba claramente Cuadernos de
16
importancia del contenido de la forma, esto es una implicación imprescindible entre el trabajo
literario con el lenguaje y la representación de la realidad, a lo que apunta desde el título con la
noción de “realismo sustancial”. Altamirano advierte con claridad la diferencia entre el modo en
que la novela narra los dilemas del peronismo a través de “una experiencia individual sin brillo pero
preñada de implicaciones” históricas-, y la perspectiva crítica que la ficción construye mediante esa
elección; a la vez, esa historia narrada se valida no por sí misma sino en tanto ha sido construida y
dotada de sentido mediante “Una aguda conciencia del lenguaje” y de “sus posibilidades
expresivas”, a través de “un ritmo narrativo muy bien elaborado”, una trama “construida con
coherencia” y “sin retóricas”, una narración de “tempo pausado” y con matices que le otorgan “alta
sugestión” y “una cadencia de gran eficacia poética”. Esos juicios hacen de pruebas de la tesis que
Altamirano formula como cierre de su lectura: la razón por la que la “valiosa” obra de Saer se ubica
“en la línea de nuestra mejor tradición narrativa” consiste en que, justamente a través de ese “rigor
expresivo”,
nos indica que comienza a superarse cierto malentendido acerca de lo que debe ser una
literatura nacional-popular, impensable sin la conquista de un lenguaje literario propio.62
Por eso la tesis se asocia a la noción de “voluntad polémica” que la reseña atribuye a Saer desde el
título. Así, Altamirano hacía intervenir la poética de Saer en un estado del debate acerca de las
relaciones entre representación literaria y política, aunque era demasiado optimista al suponer que el
malentendido en que discurría ese debate comenzaba ya a superarse; el contexto inmediato de la
iniciativa, por supuesto, son las controvertidas doctrinas literarias del Partido Comunista en
particular y de la izquierda argentina en general, esto es la confrontación entre ciertas estéticas más
o menos convencionales del realismo y las tendencias del modernismo artístico que solían
aglutinarse en torno de nociones como “vanguardia”, “experimentalismo” o, en tono impugnatorio,
“formalismo”. Pero en términos menos inmediatos y leído retrospectivamente, el texto de
Altamirano permite notar toda la distancia que separaba a Saer y su poética de las morales del
intelectual predominantes en los años sesenta. Por una parte, los momentos políticos de las historias
narradas en sus libros parecían oponerse diametralmente a cualquier imperativo histórico edificante,
a cualquier forma de optimismo político o revolucionario: ¿cuántos lectores podían, como lo hace
Altamirano con el Alfredo Barrios de Responso, advertir el efecto crítico que perseguía, por
ejemplo, la representación sórdida de esos militantes sindicales que, tras el derrocamiento del
peronismo, se diluyen derrotados y perdidos en la pulsión del juego, del crimen y el suicidio, como
Sergio Escalante o Luis Fiore en Cicatrices? ¿Cuántos agentes del debate crítico eran capaces de
desechar del todo la sospecha de pesimismo político o ético tras leer esas narraciones donde ni la
forma del relato ni las conciencias de los personajes pueden “juntar los pedazos” para otorgar un
sentido fiable a la experiencia, menos aún a la experiencia colectiva?63 Por otra parte, también las
actitudes públicas de Saer parecían completamente ajenas a la creciente demanda de una función
política del escritor cada vez más directa y más vinculada con la participación activa en la lucha
revolucionaria.64 Por supuesto que los textos mismos de Saer demuestran que la historia política se
cuenta entre los materiales de la experiencia con que opera su literatura, pero es indudable que, a
diferencia de lo que se iba generalizando a fines de los sesenta en el campo intelectual, ni su
cultura), pero su elenco de colaboradores, sus directores sucesivos y el consejo editorial provenían del PC o mantenían
estrechos vínculos ideológicos, políticos e institucionales con el Partido; la revista se publicó entre 1961 y 1966,
primero bajo la dirección de Pedro Orgambide, reemplazado más tarde por Juan José Manauta; entre sus redactores se
contaron David Viñas, Raúl Larra, Fernando Birri, Raúl González Tuñón, Leónidas Barletta y Luis Ordaz.
62
Ibidem (se trata de la frase final de la reseña).
63
Como se recordará, a partir de una cita de Oscar Wilde donde aparece la expresión, la imposibilidad de “juntar los
pedazos” es un leit-motiv de Cicatrices.
64
Respecto de ese imperativo, cada vez más generalizado en el campo intelectual latinoamericano y argentino a medida
que transcurren los años sesenta y los primeros setenta, véanse Gilman, Claudia, Entre la pluma y el fusil. Debates y
dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo Veintiuno editores, 2003; De Diego, J. L.,
¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, op. cit.; y Sarlo, Beatriz, La máquina cultural. Maestras, traductores y
vanguardistas, Buenos Aires, Ariel, 1998, cap.III.
17
escritura ni su figura pública adquirían sentido ni legitimidad en la política ni por la política.65 En
ese contexto, la intervención de Altamirano podría conectarse también con las diferencias que Saer
recuerda haber mantenido con algunos integrantes de Contorno como Adolfo Prieto y Noe Jitrik en
torno del realismo literario y del valor de la obra de Borges.66
El comentario de Altamirano, así -tanto por la importancia que concede a la calidad de la
lengua literaria de Responso como por el modo en que lee la perspectiva de la narración acerca de
la historia política- es también uno de los primeros que presenta tempranamente los argumentos
principales de esa crítica de tan contadas firmas, la que protagonizó el demorado y paciente proceso
de consagración del santafecino que nos proponemos rastrear aquí.
Beatriz Sarlo recuerda con nitidez la edición de Responso en Jorge Álvarez como su primer
contacto con la narrativa de Saer, tanto como la familiaridad litoraleña que Carlos Altamirano –a
quien conocería poco después- tenía con el escritor y su obra. Pero es sobre todo a partir de
Cicatrices que Sarlo registra un atento y especial interés propio y de su grupo de pertenencia
inmediata por la escritura del santafecino. En ese contexto, Los libros recibe y publica en su tercera
entrega la reseña de Gramuglio.67 El texto condensa un análisis de la forma y de las figuras de
Cicatrices, destinado a sostener que la novela, lejos de representar el mundo, juega a desafiar, por la
postulación fugaz de un orden deseado, un mundo en el reverso de cuya apariencia de orden no hay
más que caos. En consonancia con ese énfasis, el rasgo tal vez más relevante de la reseña, desde el
punto de vista histórico, es lo que la lectura elide –la ineludible conexión de la historia narrada con
el posperonismo y con la violencia de la represión sobre el movimiento sindical-, y por lo tanto, el
modo en que Gramuglio procura impedir una lectura previsible, la lectura política o histórica, es
decir el simplismo realista o referencial: por “la absorbente realidad del mecanismo narrativo”,
tanto los contenidos psicológicos como “las clases sociales, las profesiones, el dinero, la política”
resultan “despojados de aquellas remitencias” y “valen por ser relato”.68
El comentario de Sarlo sobre la siguiente novela de Saer comienza con una estrategia
concomitante con la de Gramuglio.69 Incluido en un artículo donde se analizan primero Mascaró de
Haroldo Conti y Sota de bastos, caballo de espadas de Héctor Tizón, las proposiciones sobre El
limonero real están precedidas de dos deslindes: al comienzo, Sarlo separa el corpus elegido de
“dos perspectivas que, promocionadas desde la prensa y el aparato editorial, parecen estar
destinadas a cierta prosperidad: el relato policial duro de la serie negra, por así decirlo, y el
´neonaturalismo´ cuyo apogeo comienza con Las tumbas de Medina”; esas dos tendencias se aúnan
además para Sarlo en la exhibición de un cierto “marginalismo” respecto de una noción clásica de
65
Oscar Terán propone que “una convicción creciente pero problemática del período” fue la de que “la política se
tornaba en la región dadora de sentido de las diversas prácticas, incluida por cierto la teórica” (Nuestros años sesentas,
Buenos Aires, Puntosur, 1991, p. 15).
66
Saer se refiere a esos desacuerdos en una entrevista de 1982 sobre la que volvemos más adelante (Racuzzi, Sergio y
Tamborenea, Mónica, “Saer: poder decirlo todo”, Pie de página, Buenos Aires, n° 2, invierno de 1983, pp. 3-7).
67
Gramuglio, María Teresa, “Las aventuras del orden”, Los libros, Buenos Aires, I, 3, setiembre de 1969, pp. 5 y 24.
Gramuglio no tomaría contacto personal con Sarlo y con el grupo que más tarde editaría Punto de vista sino hasta
después del golpe militar de 1976, tras el cual ella y su esposo, el artista plástico Juan Pablo Renzi, abandonarían
Rosario para fijar su residencia en Buenos Aires; no obstante, el contacto entre Los libros y el núcleo crítico rosarino
incluía ya en el primer número, de julio de 1969, un artículo de Nicolás Rosa, que volvería a colaborar dos meses
después, en la misma entrega en que aparece la reseña de Gramuglio. En ese momento, Rosa y Gramuglio ya eran
identificados en algunos círculos de la vanguardia artística y política como los autores de la proclama rosarina de
“Tucumán arde”, la revolucionaria e itinerante “bienal de arte de vanguardia” que un grupo de plásticos e intelectuales
había organizado a fines de 1968 en varios locales de la CGT de los argentinos, la central obrera combativa dirigida por
el gráfico Raimundo Ongaro (Rosa, Nicolás y Gramuglio, María Teresa, “Tucumán arde”, en: Sarlo, Beatriz, La batalla
de las ideas, 1943-1973, op. cit., pp. 457-459); sobre “Tucumán arde”, véase Giunta, Andrea, Vanguardia,
internacionalismo y política.Arte argentino en los años sesenta, Buenos Aires, Piados, 2001, pp. 363-374; y Longoni,
Ana y Mariano Mestman, Del Di Tella a “Tucumán Arde. Vanguardia artística y política en el ´68 argentino, Buenos
Aires, El Cielo por Asalto, 2000.
68
Gramuglio, M. T., “Las aventuras del orden”, op. cit., pp.5 y 24.
69
Sarlo, Beatriz, “Saer-Tizón-Conti. 3 novelas argentinas”, Los libros, Buenos Aires, n° 44, enero-febrero 1976, pp. 3-
6.
18
“literatura”. Inmediatamente, a partir de los “antecedentes e influencias” con que las tres novelas
comentadas se inscriben, en cambio, en “la literatura”, Sarlo separa a Saer de los otros dos autores:
mientras en la “zona de influencias” de El limonero “predomina el objetivismo francés”, Tizón y
Conti, “en cambio, tienen necesariamente que relacionarse con la vasta ola generada por los Cien
años de soledad de Gabriel García Márquez” y, por tanto, con algunos de sus rasgos, como el valor
de “entretenimiento” derivado de la “complejidad de la trama” y de la excesiva “multiplicidad y
variedad de las peripecias”, o cierta “ideología literario-cultural” sobre “América mágica”
(precisamente la misma que Saer habría de impugnar en sus escritos sobre la condición
latinoamericana del escritor).70 Conviene destacar, entonces, que en este segundo deslinde Tizón y
Conti terminan muy lejos de Saer y más próximos al próspero par de tendencias del mercado del
que se los separó al principio. Sarlo enfatiza la importancia de la brecha mediante un símil, “ola”,
que en el habla social y mediática de esos años tiene un significado preciso: el más exitoso,
enérgico y excluyente mandato de la moda. Así, El limonero real “no comparte ninguno de los
rasgos fundamentales de la propuesta de Tizón y de Conti”. Mientras en Mascaró se lamentaba el
exceso “imaginativo” o el delirio mágico, y en Sota de bastos... el barroquismo frondoso de la trama
o de las redes interminables de personajes, la narración de Saer se caracteriza en cambio por la
“lentitud”, los “pocos personajes, el “detenimiento” y la “concentración” de una escritura “tersa,
prolija” y “sin estridencias”.71
Con todo lo significativas que resultan las intervenciones de Gramuglio y Sarlo para
caracterizar algunas de las razones por las que Saer era un escritor poco leído y menos valorado, no
conviene sin embargo exagerar la importancia de esa presencia del santafecino en las páginas de
Los libros . A la circunstancia obvia de que entre Cicatrices y El limonero real, entre 1969 y 1974,
Saer, ausente de la Argentina desde 1968, no había publicado otros títulos, hay que sumar otras. Es
indiscutible que Los libros argumentaba con insistencia a favor de una literatura de vanguardia,
experimental, ajena a los regímenes de “legibilidad” que imponían tanto las doctrinas del realismo
social o comprometido como el “boom” y las secciones literarias de los medios comerciales de
comunicación. Pero no es menos cierto que desde su primer número la revista se había presentado
como una recensión de los libros del mes publicados en América Latina, y que fue mostrando a
poco de andar, además, una fuerte vocación polémica; de acuerdo a eso, Los libros enumeraba y
discutía un elenco de obras y autores muy parecido al que se repetía en otros medios y espacios del
debate literario. Al respecto, resulta ilustrativo el artículo de Sarlo de marzo de 1972 sobre la
“Novela argentina actual”, una especie de balance de la narrativa reciente, orientada por una tesis
que bien hubiera podido tomar Cicatrices, y el modo en que Gramuglio la había comentado en la
misma publicación, como ejemplo de contraste: el problema, precisamente, del “orden”
naturalizado por el verosímil realista o burgués, su oposición “no sólo al desorden sino a cualquier
otro orden posible”. Sarlo repasa allí un panorama que, según esa tesis, ubica de un lado o del otro
del “verosímil” tanto a Bioy Casares, Sábato, Marechal, Cortázar, Marco Denevi o Viñas como a
los nombres más nuevos de Haroldo Conti, Germán Rozenmacher, Daniel Moyano, Rodolfo Walsh,
Mario Szichman, Germán García, Néstor Sánchez, Tomás Eloy Martínez, Beatriz Guido, Emilio
Rodrigué, Manuel Puig y Jorge Onetti, pero en el que Saer no aparece siquiera mencionado. Si en
ese trabajo de Sarlo podemos vislumbrar la aún escasa presencia de Saer en el mapa de la novela
argentina del momento que la revista imaginaba y construía (tanto como cierto elenco de autores
que el resto de las voces del debate crítico y del “boom” editorial imponían como temas de
discusión), la “Encuesta” de Los libros acerca del año literario en que había aparecido Cicatrices
muestra su ausencia en el horizonte de lecturas de un segmento de esos nuevos escritores a quienes
la publicación interroga. “¿Cuál es para usted el mejor libro de ficción narrativa publicado en la
Argentina en 1969?”, rezaba la cuarta y última de las preguntas formuladas a Beatriz Guido,
Eduardo Gudiño Kieffer, Tomás Eloy Martínez, Germán L. García, Osvaldo Lamborghini, Jorge
70
Ibidem, p. 3.
71
Ibidem, p. 6.
19
Onetti, Néstor Sánchez, Marta Lynch y Emilio Rodrigué.72 El ganador de la compulsa fue Boquitas
pintadas de Puig, elegido por cinco de los nueve encuestados; Sagrado del propio Martínez
cosechaba tres adhesiones, y dos Diario de la guerra del cerdo de Bioy; otros mencionan textos de
Walsh, Masetti, Juan Gelman. Cicatrices, en cambio, brilla por su ausencia.
Este contexto permite visualizar mejor, entonces, que otro de los motivos por los que la obra
de Saer encontraba un eco mucho menor que el de tantos de sus congéneres era, sencillamente, su
divergencia respecto de los principales rasgos de cierto gusto literario hegemónico o de cierta
sensibilidad dominante. Algunos de los mismos circuitos o voces que, por razones diversas,
valoraban y tenían muy presentes obras tan distintas como las de Puig, Piglia, Tomás Eloy
Martínez, Castillo, Conti o Rozenmacher, podían permitirse, sin conflictos, no tanto desconocer
como, más bien, desestimar el interés, la importancia o la calidad de la de Saer. Olvidar a Saer era,
así, no siempre el efecto involuntario del desconocimiento o la negligencia sino, a veces, una
decisión más o menos deliberada tras haberlo juzgado uno más de tantos o, incluso, un mal escritor.
Esta conjetura, que ya resulta plausible si se contrasta la poética de los relatos saerianos que van de
En la zona a Cicatrices con las poéticas contemporáneas con más impacto inmediato de lectores y
de crítica, tiende a confirmarse con algunos otros documentos de recepción. Primera Plana, el
semanario de actualidad más novedoso e importante de la época, agente local de la construcción
mediática del llamado “boom”, se ocupó de liquidar sumariamente a Saer mediante una reseña de
Responso, desdeñosa y expeditiva. 73 En apenas un tercio de página, y reunidas bajo el título
“Demasiado tarde” a modo de acusación de anacronismo literario, se comentaban a la vez la novela
de Saer y Adios a la izquierda de Bernardo Carey, otra de las novedades que Jorge Álvarez había
lanzado en 1964. Para el columnista, la temática y el registro de los dos relatos “devuelven” a la
época en que, diez años atrás, “la novela argentina estaba en trance” y en que narradores como
David Viñas representaban, mediante ciertas “novelas agresivas”, la novedad rupturista del
momento; “el lánguido Saer –señala Primera Plana- incurre a menudo en lo obvio”, “editorializa
con decisión” en lugar de convertir sus teorías en hechos narrados, y –candoroso- coincide con
Carey en un “modo sentimental” de abordar la política. Sin eufemismos, el comentario impugna
esos defectos desde la concepción de la modernidad cultural entendida en términos de mercado y de
consumo, que Primera Plana celebraba y promovía tanto en sus notas sobre libros como en las
dedicadas a la moda, los negocios o la decoración habitacional; según eso, Saer y Carey escriben
Como si nada hubiera ocurrido desde entonces, como si una novela no empezara a ser en
este país un producto comercial bien terminado, que seduzca y retribuya a su comprador.74
Que los escritores que poblaban la columna de “best-sellers” de Primera Plana fuesen para
la revista productos comerciales bien terminados, no convierte necesariamente en órganos del
mercado a otras publicaciones que compartiesen buena parte de esas preferencias literarias, como es
el caso de la revista El escarabajo de oro. Sin embargo, esa biblioteca compartida habla a las claras
de cierto horizonte común de expectativas que bien puede pensarse a la luz de categorías
emparentadas: en términos de escrituras, “lo legible”; en términos de sociología cultural, lo
consagrado, las poéticas dominantes o la zona de la legitimación social de la literatura en que se
superponen una parte del público especializado y otra del gran público. El escarabajo de oro -algo
72
“Encuesta. La literatura argentina 1969”, Los libros, Buenos Aires, a. I, n° 7, enero-febrero 1970, pp.10-22.
73
“Demasiado tarde”, Primera Plana, Buenos Aires, a. III, n° 129, 27 de abril de 1965, p. 60, sin firma. Como se sabe,
Primera plana fue decisiva en la promoción del “boom” de la novela latinoamericana; escritores como Borges,
Cortázar, Sábato, Bioy Casares, Leopoldo Marechal, Juan Carlos Onetti y Gabriel García Márquez solían ser nota de
tapa con fotos de primeros planos, pero sus páginas también fueron hospitalarias para autores todavía menos célebres
como Haroldo Conti, Manuel Puig, Pedro Orgambide, Marta Lynch, Abelardo Castillo, y sus listas de best-seller para
nombres como los de Beatriz Guido o Germán Rozenmacher. Para una caracterización del semanario véase Mudrovcic,
María Eugenia, “El arma periodística y una literatura ´necesaria´. El caso Primera Plana “, en: Cella, Susana (coord..),
La irrupción de la crítica, en: Jitrik, Noé (dir.), Historia crítica de la literatura argentina, Buenos Aires, Emecé, 1999,
t. 10, pp. 295-311.
74
“Demasiado tarde”, op. cit., p. 60.
20
así como la revista de la izquierda literaria joven y sartreana-75 publicó en noviembre de 1967 una
reseña condenatoria de La vuelta completa, muy reveladora de los prejuicios literarios que el
comentarista da por compartidos con sus lectores y a los que resultaba imposible asimilar una
narrativa como la de Saer.76 Martín Prieto ha conectado esos prejuicios con “la impronta que
Cortázar había impuesto a la narrativa argentina de los 60”77; en efecto, esa impronta resuena en la
demanda de una “participación activa” del lector que para este reseñista la novela de Saer impediría.
No obstante, lo que más irrita al crítico de El escarabajo está conectado con la marca cortazariana
pero no es tanto la reclamada participación del lector en los términos en que la había promocionado
el Cortázar de Rayuela, como, sobre todo, las consecuencias de lo que hoy identificaríamos con los
usos saerianos del objetivismo, es decir la ausencia de un sujeto fuerte que sepa o interrogue las
razones de lo que narra: “la minuciosidad exasperante”, el “detallismo” mal empleado, “perjudicial
y mal concebido”con el que “tropezamos” “a lo largo de las 350 páginas” de este relato “moroso y
pesado”, nos impiden comprender “las causas concretas y ciertas” de los sucesos que se narran y de
los estados que tan obsesivamente se describen. En este punto tan hijo de Sábato como de Cortázar,
el comentarista de El escarabajo de oro demanda menos una apertura estructural del relato que una
dimensión reflexiva, un saber de la narración que permita “ahondar en el problema” más allá de su
mera presentación, según una lógica convencional de la narratividad incapaz de tolerar la
suspensión o la ignorancia de una racionalidad de implicación entre tiempo, causalidad y sucesos.
No se trata aquí de agotar un inventario de los fastidios que Saer supo despertar en la crítica
literaria de Buenos Aires, pero vale recordar también que en 1970, casi junto con Cicatrices,
Editorial Sudamericana distribuía la Enciclopedia de la literatura argentina dirigida por Pedro
Orgambide y Roberto Yahni; el libro, que incluía por ejemplo una entrada para Manuel Puig y
elogiaba con entusiasmo sus dos primeras novelas, dedicaba también un artículo, algo más breve, a
la obra de Saer. Tras mencionar cada uno de sus libros hasta Cicatrices, y ubicarlos ligeramente
entre el realismo y los temas “de carácter político o social”, el texto se cierra con un juicio negativo,
apenas matizado por un atisbo de prudencia histórica: “Saer no ha logrado todavía crear –a partir de
las inquietudes y propósitos señalados en su obra- ni un mundo narrativo ni un estilo personal y
propio”.78 Evidentemente, Saer no era tan desconocido ni “silenciado”, pero el gusto predominante
(al que podían apelar un semanario moderno de mercado, una revista de la vanguardia
comprometida o un diccionario de divulgación crítica) permitía desestimar de modo rotundo el
valor de sus escritos.
Por supuesto que no faltaron algunas lecturas favorables. Como señalábamos, Confirmado
reseñó Palo y hueso con elogios, aunque –en consonancia con el tono del semanario- se interesara
más en la figura “iracunda” del joven Saer que en los méritos artísticos de su escritura. Entre otros
pocos casos semejantes, se destaca el breve comentario de Cicatrices que en agosto de 1969
firmaba el historiador Felix Luna en el diario Clarín. Se trata para Luna de “una gran novela” por la
calidad de la prosa y por una serie de méritos de la escritura en que resuena la noción de “rigor”, tan
usual en la crítica saeriana: “economía”, “limpieza de estilo”, “original estructura”, el logro de “la
voz justa” para cada uno de los narradores de la novela. Así, para Luna “Saer [...] es desde
Cicatrices un nombre incorporado por propio derecho a la nómina mayor de la novelística
75
El escarabajo de oro, continuación de El grillo de papel y predecesora de El ornitorrinco, fue el proyecto de
Abelardo Castillo y Liliana Heker, sus principales animadores. Lejos de perseguir fines comerciales, funcionó sin
embargo como un órgano de promoción de los nuevos escritores en quienes, en distinta medida, podían identificarse
influencias de las narrativas más resonantes del “boom”: Cortázar y Sábato, entre los principales, fueron los faros contra
cuyos destellos El escarabajo... parece haber medido la calidad de las nuevas propuestas. Entre otras iniciativas, la
revista organizó varios concursos de cuento que resultaron de mucha eficacia para la promoción de las obras y los
nombres de los ganadores.
76
Barros, Oscar O., “J. J. Saer, La vuelta completa; ed. C. Vigil”, El escarabajo de oro, Buenos Aires, a. VIII, n° 35,
noviembre de 1967, pp. 28-29.
77
Prieto, Martín, “El realismo influyente”, en www.clarin.com, sábado 29 de diciembre de 2001; y “Escrituras de la
´Zona´”, en Cella, Susana (coord..), La irrupción de la crítica, op. cit., p. 353.
78
R.R.B. [Ricardo Rey Beckford], “SAER, Juan José”, en Orgambide, Pedro y Roberto Yahni (dirs.), Enciclopedia de
la literatura argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 1970, p. 548.
21
nacional”.79 Para conjeturar el impacto de un elogio tal parece necesario tener en cuenta, no
obstante, que el reconocimiento de que ya gozaba el reseñista no era especialmente importante en el
campo específicamente literario.
A pesar de estas excepciones, entonces, hasta 1970 la mayor parte de los comentarios
críticos sobre la obra de Saer publicados en Buenos Aires y, sobre todo, los que aparecieron en
medios especialmente influyentes, confirman un desencuentro duradero que en 1986 Gramuglio
sintetizaría, en términos de las influencias y elecciones estéticas de Saer, de este modo:
Borges en los primeros años de la década del sesenta, el objetivismo en pleno auge de la
exaltación de la invención subjetiva que significó Rayuela y de las corrientes telúrico-
maravillosas for export que alimentaban a la narrativa hispanoamericana más exitosa por
esos años: dos elecciones atípicas, a contrapelo de las tendencias dominantes y de las
expectativas del nuevo público lector.80
La adjudicación del valor literario más elevado a la obra de Saer que a la larga resultaría
exitosa se produjo sobre todo durante los años de la dictadura militar, en un ámbito intelectual de
público restringido que representó uno de los espacios más importantes de la resistencia crítica
contra la represión cultural: la revista Punto de vista. A la vez, esa operación especializada se
articuló de modo directo con una operación editorial, destinada a ampliar el reconocimiento de ese
valor: las reediciones saerianas del Centro Editor de América Latina. Esta etapa coincide además
con la incorporación al lectorado de Saer de algunos jóvenes, escritores o estudiantes de literatura,
que asistían a los grupos de estudio privados coordinados por investigadores como Batriz Sarlo,
Nicolás Rosa o Josefina Ludmer, y en los cuales algunas narraciones de Saer fueron lectura
privilegiada. A estas circunstancias se suman además algunas pocas iniciativas de valoración en el
extranjero, por parte de algunos argentinos exiliados o de escritores y críticos latinoamericanos.
En el ámbito crítico universitario de Buenos Aires hay un relato que habla del comienzo de
este período de la recepción de Saer: hacia mediados de 1976 se iniciaron las reuniones de “El
Salón Literario”, un grupo informal que en parte provenía de Los libros, del que surgiría poco
después el proyecto de Punto de vista, y cuyo lugar de encuentro clandestino era precisamente un
local del Centro Editor de América Latina. Lo frecuentaban, entre los principales, Sarlo,
Altamirano, Gramuglio. También Susana Zanetti, quien poco después dirigiría la segunda versión
de Capítulo;81 Zanetti recuerda que las ediciones españolas de El limonero real y La mayor se
contaban entre las principales lecturas literarias de ese circuito del “Salón”. La idea de reeditar a
Saer en las colecciones que el CEAL comercializaba en kioscos de diarios y revistas de todo el país
surgió directa y naturalmente de ese ámbito, y tuvo menos de apuesta audaz que de estrategia
calculada. En efecto, se trató no de lo que suele entenderse por relanzamiento, sino de la inclusión
79
Luna, Félix, “Excelente novela argentina. Cicatrices de Juan José Saer”, Clarín, Buenos Aires, jueves 21 de agosto
de 1969, “Clarín Literario” (cuarta sección), p. 2.
80
Gramuglio, M. T., “El lugar de Saer”, op. cit., p. 297. Gramuglio aclara que Borges pasó a ocupar un “lugar rector”
recién hacia mediados de los sesenta; la observación coincide con la memoria de Altamirano, que notaría más tarde la
influencia de Borges en los cuentos de En la zona, una impronta que a comienzos de los sesenta era escasamente visible
y, contra el horizonte de expectativas más operantes de los lectores argentinos, volvía extraña la escritura de Saer.
81
Como ya recordamos, la primera Capítulo. Historia de la literatura argentina del CEAL, que aparecía en entregas
semanales y se comercializaba en kioscos callejeros de revistas y diarios, se publicó en 1968 bajo la dirección de
Adolfo Prieto. Zanetti estuvo a cargo de la segunda edición ampliada, que se inició en 1980 y se extendió hasta 1986, a
medida que el CEAL respondía a la creciente respuesta de los lectores y agregaba nuevas extensiones de la obra, con
iniciativas como la “Encuesta a la literatura argentina”, o la serie “Las nuevas propuestas” en la que se incluirían
reediciones de Saer.
22
de Saer en un par de colecciones que decían reunir primero los títulos de una “Biblioteca argentina
fundamental”, y más tarde lo mejor de “Las nuevas propuestas”. La serie se inició en diciembre de
1981 con El limonero real, en octubre de 1982 agregó La mayor (que iniciaba la colección “Las
nuevas propuestas”), Cicatrices en enero de 1983, y en mayo de ese mismo año dos tomos de
Narraciones (que incluían Responso y una selección de los tres primeros libros de cuentos de
Saer).82 La colección en que apareció El limonero real reunía los libros que acompañaban
semanalmente cada fascículo de la Historia de la literatura argentina; “Las nuevas propuestas”, en
cambio, fue más bien una prolongación de la primera serie, que procuró extender el alcance de
Capítulo hasta escritores más jóvenes o menos clásicos aprovechando dos circunstancias: los
extremos de represión física, política y cultural que había desplegado el terrorismo del Estado
durante los primeros años de la dictadura comenzaban a disminuir desde 1980 y más aún tras la
derrota en la Guerra de Malvinas en 1982; pero, sobre todo, el CEAL quería prolongar el éxito
comercial de Capítulo, no dejar vacío el espacio de los kioscos callejeros al que acudían
semanalmente sus lectores más inclinados a la literatura. Por estas razones, y aunque no
dispongamos de datos precisos sobre ventas e impacto de público, conviene no exagerar el alcance
de estas reediciones respecto de una conjetural ampliación del lectorado de Saer: por una parte, si
bien sabemos que algunos encontraban ahora la posibilidad de completar su biblioteca saeriana, la
mayor parte de los lectores de Capítulo eran compradores de la colección, la que por tanto
procuraban ir adquiriendo íntegra, con independencia de su mayor o menor interés en unos u otros
de los títulos que incluía; por otra parte, también es cierto que las reediciones del CEAL cumplieron
una función específica que no parece haber estado entre los propósitos de sus realizadores:
facilitaron el acceso a los textos de Saer de muchos estudiantes universitarios que se encontrarían
con este escritor en los nuevos programas de los cursos de literatura argentina de las Universidades
públicas, a partir de 1984, como veremos más adelante; es decir, un nuevo grupo de lectores, menos
íntimo y en principio ajeno a un imaginario de seguimiento fiel del escritor ignorado, con cierta
capacidad potencial de reproducción (se trataba de futuros profesores de lengua y literatura), aunque
todavía lejano del “gran público”.
Pero ¿cómo se preparó este pasaje de Saer, de una minoría lectora de vanguardia a los
kioscos? En julio de 1978, el tercer número de Punto de vista incluía el elogio de Piglia al que ya
hicimos referencia. Bajo el significativo título “Punto de vista señala” y con el propósito inicial de
comentar La mayor, el texto hacía una breve descripción del proyecto creador de Saer, mencionaba
la secuencia de sus principales libros y no mezquinaba el peso de los calificativos: “excelente
volumen”, “gran escritor”, “inusual calidad”. Los argumentos del elogio se sintetizaban también en
un puñado de proposiciones directas y definidas que, por supuesto, retoman algunas de las razones
características del proceso de recepción que estamos revisando: desatento a “los ritmos de la moda”
y mal relacionado con “los árbitros del gusto”, Saer es el autor de una obra escrita “a contramano de
las corrientes en boga en la literatura argentina de estos años”, y concentrada en cambio en un
material narrativo “poco vistoso”, escueto y repetido, donde lo que interesa es la “experimentación”
y el “notable trabajo estilístico”. Para resumir esa alta valoración de La mayor y de su autor, Piglia
cita a un escritor que su biblioteca preferida comparte con la de Saer, Pavese, para quien “la marca
de los verdaderos escritores” se llama “monotonía, esto es, la fidelidad a un núcleo temático y a un
tono personal”.83 De ahí en más, Punto de vista hará el seguimiento de la obra de Saer: hasta El
entenado, cada vez que se edita uno de sus libros, alguno de los miembros del consejo editor de la
revista firma una colaboración al respecto, que es casi siempre mucho más que una reseña.84
82
Saer, Juan José, El limonero real, CEAL, 1981, “Biblioteca argentina fundamental”, suplemento del fascículo n° 126
de Capítulo; La mayor, CEAL, 1983, “Las nuevas propuestas / 1”; Cicatrices, CEAL, 1983, “Las nuevas propuestas /
11”; Narraciones/1, CEAL, 1983, “Las nuevas propuestas / 26”; Narraciones / 2, CEAL, “Las nuevas propuestas / 27”.
No ha sido posible recuperar datos fiables acerca de la cantidad de ejemplares impresos y vendidos de estas reediciones.
Entre esos años y 1986 Saer es mencionado o brevemente comentado en varios fascículos de la Historia del CEAL.
83
“Punto de vista señala”, Punto de vista, Buenos Aires, a. I, n° 3, julio 1978, pp. 18-19. Volvemos en el último
apartado sobre la estrecha relación de Piglia con Saer.
84
Al respecto, suele mencionarse un hecho si se quiere llamativo: Punto de vista no publicó, como venía haciéndolo
con los libros anteriores, reseña ni comentario alguno sobre Glosa; la revista se ocupó de esa novela de 1986 años más
23
Podríamos decir, parafraseando el ensayo de Gramuglio de 1984 que citábamos al comienzo, que
Punto de vista se propuso constituirse en la voz crítica capaz de prestar a esa obra “una atención
sistemática que vaya pareja con su densidad y con su rigor”. Precisamente un año después de la
aparición de “Punto de vista señala”, la revista incluye un artículo de Gramuglio cuya motivación
son los poemas de El arte de narrar publicado en 1977, pero cuyo tema es la poética y el proyecto
creador unitario de Saer, con especial atención a El limonero real y La mayor (de los que la
comentarista cita numerosos y largos fragmentos, un procedimiento que parece destinado tanto a
ilustrar sus proposiciones críticas como a volver a presentar a Saer y ganar lectores para sus libros).
Igual que en el texto de Piglia, se destacan en este las dos insistencias de un modo de leer a Saer que
resultó predominante y decisivo: la indiferencia de la crítica, y la infrecuente calidad de una obra
fundada en la fidelidad a su propia autonomía. Rodeada de “silencio”, “sistemáticamente ignorada
por lectores y críticos en la Argentina”, la obra del santafecino “no tiene cabida en los módulos
establecidos por el mercado de lectura” y justamente por eso abre nada menos que “la posibilidad
de una redefinición del campo escriturario nacional”. El artículo busca probar esos señalamientos
mediante un análisis de las relaciones que establece la escritura saeriana entre el trabajo de la forma
narrativa y los problemas del realismo y la representación, la descripción y la percepción sensorial,
la red intertextual puesta fuera de lugar y “la realidad”, el signo poético y su referente. Pero,
además, Gramuglio agrega aquí un par de señalamientos: el primero pone en relación la
singularidad de la estética de Saer con las dificultades para describirla por parte de la crítica que sí
se ocupó de él (“se lo ha considerado anacrónico, tradicional, objetivista o regionalista, siempre sin
acierto”); el segundo es un señalamiento autorreferencial, una reflexión explícita acerca del papel
que están desempeñando Punto de vista y el propio texto crítico de Gramuglio en el curso y el
sentido de la “obra” del santafecino, eso que la ensayista llamaría años más tarde “el lugar de
Saer”:
[...], que después de once años en que Saer no publica en la Argentina algunos de esos
poemas aparezcan ahora en Punto de vista [...] y que estos poemas se publiquen
acompañados de un comentario sobre algunos aspectos de los últimos relatos de Saer,
terminaría de dibujar ese camino posible.85
Un año y medio más tarde, Saer volvería a las páginas de la revista a propósito de la publicación de
Nadie nada nunca, analizada por Beatriz Sarlo en su artículo “Narrar la percepción”. Desde el
título, ese trabajo abre una de las grandes líneas de lectura crítica de Saer y sienta algunas de sus
bases. Para Sarlo, la poética de la escritura de este libro (que consolida una línea abierta por El
limonero real y La mayor) expande una “descomposición de lo real” –del tiempo, del movimiento,
de la percepción- al atenerse casi exclusivamente al relato de “los estados del presente”.El trabajo
de la narración desata así los nudos con que la ideología nos compone un mundo que, como en la
“revelación del bañero” de la novela, queda desintegrado por la intensidad persistente de esa
mirada.86
Como se ha dicho, Punto de vista fue construyendo desde los años de la dictadura una
posición crítica sobre la cultura y la política en que se combinaban de modo distintivo algunos
rasgos: una revisión democrática de las convicciones de la izquierda y de su pasado reciente en la
tarde, en un artículo de Sarlo a propósito de la publicación de Lo imborrable (Sarlo, Beatriz, “La condición mortal”,
Punto de vista, Buenos Aires, n° 46, agosto de 1993, pp. 28-31; incluido en este volumen). Nuestra investigación no
pudo recoger materiales a partir de los que desarrollar una explicación de este punto que supere las conjeturas; es
posible que lo que pueda hacerse al respecto sea del orden de la interpretación, tomando como puntos de partida las
tesis críticas sobre el lugar de la novela en el curso de la obra; la hipótesis según la cual los principales críticos
saerianos de ese momento, es decir los universitarios, preferían un Saer autorreferencial o antirrepresentativista, óptimo
para probar las armas metódicas del vendaval teórico y la inclinación hacia las incertidumbres ideológicas y políticas
(digamos, el Saer de Nadie nada nunca) no parece suficiente para explicar esa escasa atención hacia Glosa, aunque
puede ser de mayor pertinencia para el caso de Punto de vista (de hecho, El entenado, que fue leída como el abrupto
reingreso de Saer a la “narratividad”, fue muy estudiada por esas mismas corrientes críticas).
85
Gramuglio, María Teresa, “Juan José Saer: el arte de narrar”, Punto de vista, Buenos Aires, a. II, n° 6, julio 1979, p.
3.
86
Sarlo, Beatriz, “Narrar la percepción”, Punto de vista, Buenos Aires, a. III, n° 10, noviembre de 1980, pp. 34-37.
24
Argentina, por una parte; por otra, una serie de iniciativas de importación y traducción de teorías y
debates críticos (las lecturas de Raymond Williams y de Pierre Bourdieu, los estudios sobre cultura
popular, sobre modernidad y sobre ciudad, entre los principales); finalmente, una marcada
preferencia por el arte y la literatura de vanguardia o “altomodernista”87, ajena a los mandatos del
mercado y disolvente respecto de los sistemas autoritarios de creencias culturales (menos en sus
enunciados de superficie, como la de Saer, que en sus concepciones constitutivas). Esos rasgos, que
en algunas de sus notas divergentes sin duda abrieron distintas tensiones en el curso del proyecto
intelectual de la revista, se aúnan sin embargo en otra que resultó decisiva para el impacto de
mediano y largo plazo que tendría la campaña saeriana de Punto de vista: la imagen de modernidad
que ofrecía, su estrecha relación con el valor de la novedad, el prestigio que fue capaz de ganarse
como una de las principales publicaciones periódicas de Buenos Aires donde se actualizaba el
debate crítico. Durante años, Punto de vista se leyó para saber qué había que leer, para no quedar
fuera de los tópicos principales del presente de la discusión cultural. A diferencia de lo que había
sucedido hasta mediados de los 70, en los circuitos del campo literario e intelectual de principios de
los 80 en Buenos Aires, ya hubiese resultado más difícil encontrar a alguien que desdeñase a Saer
sin advertir que se trataba, ahora, de un gesto con cierto costo, con mayor riesgo para su propio
prestigio intelectual que algunos años atrás. Por supuesto, de una proposición como ésta quedan
excluidos los sectores conservadores o ideológicamente reaccionarios del campo cultural; en este
sentido, la construcción del valor de Saer por Punto de vista formó parte de un proyecto de
resistencia y oposición cultural que no operó mediante el dispositivo contestatario ni denuncialista,
sino más bien mediante la construcción de una diferencia rotunda, cuyos mismos contenidos
escenificaban tanto una impugnación de la cultura oficial como una discusión frontal con la
constelación de creencias políticas, culturales y literarias dominante hasta mediados de los setenta.
En contrapunto, de algún modo, con los comentarios sobre Saer que Punto de vista publicó
durante los años de la dictadura, es posible releer uno de los pocos trabajos críticos publicados en el
exterior antes de 1983 y firmados por argentinos. Se trata del texto de Noé Jitrik sobre El limonero
real, escrito desde el exilio mexicano y publicado en 1978. Resulta obvio por qué en esos
momentos, los ensayos que Gramuglio o Sarlo daban a conocer en Buenos Aires apenas si sugerían,
y de modo muy marginal e infrecuente, las muy contadas y siempre indirectas referencias al
presente del horror genocida que pudiesen descifrase en las ficciones de Saer (tal vez, casi
exclusivamente en Nadie nada nunca; no es inocente, al respecto, que Sarlo suponga que el Gato
Garay puede estar “refugiado” en la casa de la costa, “ese aguantadero”88). Jitrik compone, en este
sentido, el gesto inverso: mediante un movimiento que parece típico del ensayo cultural del exiliado
moderno, el final de su artículo vincula el trabajo de la forma de El limonero real con un efecto de
contestación política rotunda que el análisis previo de la novela, extremadamente formalista, no
permite prever. Tras modelizar una descripción altamente abstracta del relato en torno de nociones
que provienen de la lingüística y la narratología francesas de los setenta y de la definición
explícitamente lacaniana del “automatismo de repetición”, Jitrik propone que ese “trabajo para
hacer un trabajo” en que consisten a la vez la novela y su análisis es un desafío contra “las
categorías que se emplean para analizar un texto latinoamericano”: valoración de la “claridad”
como sinónimo de ideología “progresista”, contra la “complejidad” como “reaccionaria”; condena
de ciertas categorías críticas, como las lacanianas, por “extranjeras”,
como si aprovechar de todo lo que pueda ayudar a pensar no significase meramente
constituir categorías que, si sirven, se validan y, si no, por más nacionales que sean, llevan a
la parálisis y a lo que se designa como dependencia pues desarma, obliga no ya a aceptar a
87
Beatriz Sarlo utilizó el neologismo para señalar precisamente esa tensión entre proyecto político democrático y
proyecto estético de “elite”, de vanguardia o elevado que atraviesa la historia de la publicación que dirige desde 1978
(durante el Homenaje a Punto de vista en su 25° aniversario, La Plata, Facultad de Humanidades, UNLP, 11 de
diciembre de 2003).
88
Sarlo, B., “Narrar la percepción”, op. cit., p. 34 y 35.
25
Lacan sino a la televisión en color, y al fascismo que, por no se sabe qué rara
transformación, es aceptado como más criollo que el comunismo.
El texto se publicaba en 1978: la dictadura militar, cuyo discurso alcanzaba en ese momento uno de
sus mayores promontorios nacionalistas, construía en tiempo record las instalaciones de Argentina
Televisora Color; desde allí se trasmitiría al exterior el Campeonato Mundial de Fútbol, en torno del
cual, a su vez, los militares desplegaron una feroz propaganda interna en contra de “la campaña
antiargentina en el exterior” de la que culpaban especialmente a los exiliados y hasta a los
desaparecidos secuestrados y asesinados por el propio régimen.89 Es posible que un trabajo como
éste de Jitrik sea una excepción en la historia de la crítica saeriana, pero lo cierto es que anticipaba
un campo de lectura –el de las relaciones entre representación literaria e historia del horror
dictatorial- que la narrativa de Saer haría posible desde Nadie nada nunca pero que los estudios
sobre su obra no abordarían, sino excepcionalmente, hasta muchos años después.
Finalmente, en las postrimerías de la dictadura, pocos meses después de la derrota de la
guerra de Malvinas y a pocas semanas del primer regreso de Saer a Buenos Aires después de casi
catorce años de ausencia, tuvo lugar otro hecho de alguna significación en el proceso de recepción
de su obra: en octubre de 1982 le fue concedido el Premio “Boris Vian” por su novela Nadie nada
nunca. El dato es relevante aquí, porque no se trata de un certamen al que los candidatos se
presentan previamente con una obra inédita, sino de un reconocimiento otorgado por un grupo de
escritores de Buenos Aires a una obra ya editada; y porque, en casi todos los casos, el “Boris Vian”
distinguía a escritores argentinos que ya gozaban de un grado apreciable de valoración crítica: con
solo un año de diferencia, se había otorgado a Respiración artificial de Ricardo Piglia, la novela
argentina con mayor reconocimiento en muchos años.90
La siguiente etapa de este moroso transcurso del silencio al consenso, previa a las ediciones
de Alianza y de Seix Barral que llevarían el nombre de Saer a oídos del “gran público”, está
signada por el ingreso de algunos de los críticos saerianos más importantes y de sus discípulos a las
cátedras de la Universidad. En este sentido, el año académico 1984 puede ser nombrado de ese
modo, como un hito. Sobre todo porque con esa circunstancia coinciden otras que acrecientan la
importancia de este momento. Una de las principales es la edición de El entenado a fines de 1983,
que casi inmediatamente sería objeto de comentarios críticos y tema de clases universitarias. Si bien
es posible argumentar que cada uno de los libros de Saer va introduciendo, respecto de la serie que
lo precede, una variación o un desvío, lo cierto es que El entenado parecía destinado a avivar de un
modo especial un debate crítico en torno del conjunto de esta poética del relato. De hecho, el texto
crítico sobre la novela que Gramuglio publicó en mayo de 1984 en Punto de vista habilitaba esa
discusión : “es probable que El entenado irrumpa, súbitamente, como un texto ajeno al conjunto
89
En estos años se suman también algunas otras iniciativas de lectura de Saer en el exterior. Por mencionar, a
propósito de la de Jitrik, sólo una de las principales, cabe mencionar la inclusión del santafecino en la antología de
narradores latinoamericanos que compiló Ángel Rama, editada en México en 1981; en su presentación de Saer, Rama es
muy elogioso, y también recoge la protesta contra el desconocimiento crítico porteño que impidió “ganarle un gran
público” (Rama, Ángel, Novísimos narradores hispanoamericanos en Marcha 1964-1980, México, Marcha Editores,
1981, p. 77).
90
Entre 1980 y 1992 ganaron el premio “Boris Vian” Juan Carlos Martín Real, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Luis
Gusmán, Liliana Heer, Antonio Di Benedetto, Juan Gelman, Néstor Perlongher, Tununa Mercado, Daniel Moyano,
Hugo Padeletti, Juan Martini, César Aira, y Leónidas Lamborghini. El galardón, que no conlleva suma de dinero
alguna, se creó durante la dictadura, definiéndose como un “antipremio”, en contra de los premios oficiales.
26
anterior”, ya que la novela alcanza las mismas “cualidades” que las precedentes (Nadie nada nunca
sobre todo) pero lo hace “por caminos opuestos”.91
El ingreso de Saer al corpus universitario fue precedido por su lectura en los grupos de
estudio privados dirigidos por los mismos críticos que más tarde continuarían ese trabajo desde las
cátedras de las carreras de Letras. En Rosario, Nicolás Rosa venía desarrollando seminarios
privados desde 1981; ese año, dictó uno en torno de Nadie nada nunca, y en 1984, apenas iniciada
la normalización democrática de la Universidad, abrió “el Seminario” (o “Seminario de Análisis
Textual”) con un programa que “eligió una obra de un autor: El entenado”92. Esas iniciativas
confluirían en la realización en 1987 de un Coloquio dedicado a la obra de Saer, en la misma
Escuela de Letras de la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario, y
en la publicación conjunta de una serie de artículos críticos firmados por quienes habían participado
de aquellas experiencias (entre otros, el trabajo de Alberto Giordano, “El efecto de irreal”, uno de
los más citados en la crítica universitaria posterior acerca de Saer)93.
Mirta Stern, que a principios de los 80 comenzó a publicar una de las primeras
investigaciones académicas sostenidas de la obra de Saer, era discípula de Josefina Ludmer, otra
graduada rosarina cuyo contacto con el santafecino y su literatura databa de sus años de
estudiante.94 Ludmer incluyó Nadie nada nunca y otros libros de Saer en el corpus que se discutía
en el grupo de estudio que coordinaba en Buenos Aires, y es directamente en ese ámbito donde
Jorge Panesi inicia una lectura que en 1983 daría como resultado su reseña de la segunda edición de
Cicatrices en la revista Pie de página.95 Ese interés se continuaría en las clases sobre “Sombras
sobre vidrio esmerilado” y “Fresco de mano” que Panesi dictaría en 1987, como profesor asociado
de la cátedra “C” de “Teoría y Análisis Literario”, en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires, y como profesor titular de “Teoría de la Crítica” en la Universidad
Nacional de La Plata.
En los trabajos de Nicolás Rosa y sus alumnos, las novelas de Saer y especialmente El
entenado se convierten en el objeto propio y más apropiado de un discurso performativo, esto es,
que estaba destinado a producir una renovación drástica de la crítica universitaria: el discurso de la
teoría literaria, especialmente la francesa. En el caso de Alberto Giordano, su trabajo sobre Saer
sería uno de los primeros resultados de una apropiación sesgada de esas teorías, que combinaba las
improntas de Blanchot y de Barthes y que ya insinuaba la construcción de un registro ensayístico
particular, desprendido de credenciales ajenas. En el conjunto, la orientación de Rosa cruzaba
91
Gramuglio, María Teresa, “La filosofía en el relato”, Punto de vista, Buenos Aires, a. VII, n° 20, mayo de 1984, p.
35 (incluido en este volumen).
92
“El seminario”, texto firmado por “El seminario”, redactado por Nicolás Rosa, en Revista de Letras, Rosario, a. I, n°
1, agosto de 1987, Facultad de Humanidades y Artes, UNR, p. 92. Rosa repetiría poco después el dictado de ese
seminario en la Universidad de Buenos Aires.
93
Los artículos se publicaron en el primer número de la Revista de Letras ya citado y en Discusión. Suplemento de
Crítica Literaria de la Revista de Letras, Rosario, a. I, n° 1, abril de 1989 (el de Giordano que mencionamos se incluye
en el presente volumen); en las dos publicaciones, la mayor parte de los ensayos sobre Saer está centrada en El
entenado (véase al respecto el trabajo de María Bermúdez Martínez en este volumen).
94
Stern, Mirta, “El espacio intertextual en la narrativa de Juan José Saer: instancia productiva, referente y campo de
teorización de la escritura”, Revista Iberoamericana, a. XLIX, n° 125, octubre.diciembre de 1983, pp. 965-981; “Juan
José Saer: construcción y teoría de la ficción narrativa”, Hispamérica. Revista de literatura, a. XIII, n° 37, abril de
1984, pp. 15-30 (incluido en este volumen). Stern escribió también el prólogo a la reedición de El limonero real del
CEAL ya citada, y de los apartados correspondientes a Saer del fascículo de Capítulo dedicado a los narradores más
recientes (Amar Sánchez, Ana M., Stern, Mirta y Zubieta, Ana M., “La narrativa entre 1960 y 1970. Saer, Puig y las
últimas promociones”, Capítulo. Historia de la literatura argentina, Buenos Aires, CEAL, 1981).
Josefina Ludmer comenzó a destacarse entre la “nueva crítica” argentina de los 70 con su libro Cien años de
soledad. Una interpretación; estuvo vinculada al grupo de la revista Literal que editaban Osvaldo Lamborghini y
Germán García entre 1973 y 1977; publicó además Onetti. Los procesos de construcción del relato (1977), El género
gauchesco. Un tratado sobre la patria (1988) y El cuerpo del delito. Un manual (1999); en 1984 fue designada
profesora de teoría literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; desde hace algunos
años enseña literatura latinoamericana en Yale University.
95
Panesi, Jorge, “Cicatrices de Juan José Saer: el peligroso juego de la literatura”, Pie de página, Buenos Aires, n° 2,
invierno de 1983, pp. 28-29.
27
incitaciones de las narratologías más o menos vinculadas al grupo Tel Quel y al psicoanálisis de
orientación lingüística y lacaniana; en este sentido, la palabra clave de esos trabajo es, por supuesto,
“significante”. En algunos aspectos, esos ensayos se vinculan a los de Mirta Stern, centrados en los
problemas de “intertextualidad” y “autorreferencialidad” en la obra de Saer. En otros, los
específicamente psicoanalíticos y lacanianos, a las clases de Panesi sobre los cuentos de Unidad de
lugar, que –aunque ajenas a los niveles a veces algebraicos de formalización que alcanzaba en Rosa
la impronta kristeviana y, en general, semiótica- trabajaban mediante una constelación de nociones
textuales y analíticas gobernadas por la de “castración”. En muchas de estas iniciativas, sin dudas
muy diversas, resuena sin embargo un cierto tinte de época, específicamente respecto de la
concepción del recorte del objeto de la crítica: se trataba de leer y analizar “el texto”, alguno o
algunos de los textos de Saer, y de mostrar cómo –en parte contra una crítica de “comentario”,
contenidista y anacrónica como la que había dominado los claustros universitarios durante la
dictadura- se estaba aquí frente a una narrativa cuyas formas parecían pedir una lectura
intensamente teórica que privilegiaba lo “autorreferencial”, la “intertextualidad” y la “escritura”. Un
momento, entonces, que podría vincularse con otro giro en la historia de la “resistencia” o la
“ilegibilidad” saeriana: hacia mediados de los ochenta sobre todo, alcanzó sus promontorios más
altos la imagen más o menos doxológica de Saer como un escritor para escritores, para expertos o
iniciados, ajeno a la representación de la experiencia y en cambio empecinado en formalizar su
imposibilidad mediante una literatura experimentalista; no parece casual al respecto que la crítica
de entonces haya preferido explicarse (cuando lo hizo) las recurrencias saerianas a “la zona” y a un
grupo de personajes tan reconocibles y definidos, en tanto reescrituras de Faulkner o de Onetti, es
decir en términos de intertextualidad, como si se hubiese casi prohibido interrogar por qué
precisamente esa literatura insistía tanto en referir los perfiles de un mundo ficcional que convoca,
de modo muy problemático pero frecuente, el calificativo de “balzaciano”. La cuestión resulta
iluminada por lo que propone Florencia Garramuño cuando asocia el paso de ese predominio de la
lectura intraliteraria y autorreferencial a la posibilidad de una lectura de la representación de la
experiencia, con el momento del proyecto saeriano que representan El entenado y Glosa.96
La reseña de Panesi sobre Cicatrices no pude asimilarse a ese sesgo textualista y reviste
otro interés, porque se trata de uno de los pocos ensayos críticos que en este momento retoman los
modos saerianos de representación de la historia política argentina atravesada por el peronismo.
Sobre este tópico, los precedentes críticos eran escasos y dispersos: Adolfo Prieto se había ocupado
del asunto de modo muy formulario; la lectura de Altamirano en Hoy en la cultura, donde la
cuestión del peronismo en Responso era central, parece haber tenido una circulación casi nula en la
crítica saeriana posterior; sin duda por otras razones, lo mismo sucedió con el pormenorizado
inventario de Ernesto Goldar acerca de la presencia del peronismo en la literatura argentina, donde
se incluían breves análisis de Responso y de Cicatrices.97 Puede decirse incluso que, en general, la
crítica posterior retomó muy escasamente el problema, que en los textos de Saer no se circunscribe
a las novelas de 1964 y 1969: en Glosa, sin ir muy lejos, no sólo la refutación del Matemático tras
los infundios de Tomatis contra el Centauro Cuello, un peronista típico, permite detallar la historia
de las relaciones de Washington Noriega con el peronismo; también el destino y la muerte de uno
96
En “Las ruinas y el fragmento. Experiencia y narración en El entenado y Glosa”, en este mismo volumen.
97
Goldar, Ernesto, El peronismo en la literatura argentina, Buenos Aires, Freeland, 1971. Además de algunas notas
dispersas sobre Responso, Goldar dedica una página y una hipótesis de lectura específica a Cicatrices. Aunque el
empeño de Goldar, en base a un anti-intelectualismo de registro nacional-populista bien conocido, consiste básicamente
en examinar cuán poco peronista ha sido la literatura argentina desde 1946, alguna nota de su análisis de Cicatrices
reviste interés, sobre todo en el contexto de las lecturas que sobre Saer se habían publicado hasta el momento; nos
referimos a la vinculación que Goldar advierte entre “la morosidad de los inútiles detalles que el narrador repite como
reflejos desbaratados” y las “imposibilidades” y “desgarramientos” de los personajes, impedidos de dar sentido a sus
individualidades en la instancia colectiva de la “multitud”, fuese esta la de la “mayoría” o la de la “oposición” (p. 138);
allí, el ensayista supera su impulso hacia el examen de la ideología directa de los textos (su capacidad para entender o
no “el país real”, es decir para aceptar o rechazar el peronismo), y describe en cambio un rasgo específico de la poética
del texto.
28
de los protagonistas, Ángel Leto, están determinados por su pertenencia a la guerrilla peronista.98
Tras señalar que “los ejes de reflexión” de Cicatrices son la caída del peronismo en 1955 y el
“alienante sin sentido” posterior, Panesi propone que la novela careció de la atención que merecía
su estilo, uno de los “más tersos y ricos de la literatura argentina contemporánea”, a causa de que
“no refracta lo histórico con la facilidad especular de un realismo populista”, ni de un modo
semejante al que habían empleado antes escritores como Cortázar o Sábato; en cambio, la forma
misma del relato de Saer, la estrategias constructivas mediante las que opera sobre el sentido de los
sucesos –esas articulaciones entre el juego, tópico y procedimiento a la vez, y lo real-, plantean las
relaciones entre la ficción y la historia como “problema literario”. Así, Panesi retomaba la cuestión
del peronismo en un tipo de análisis que la articulaba –mediante una descripción bastante
pormenorizada de la estructura de Cicatrices- con un modo de leer al santafecino que, en líneas
generales, venía perfilándose en las principales proposiciones de la crítica saeriana precedente: el
sentido de las formas de una poética, y su significación histórica en el contexto de una tradición
literaria dominada por otros estilos.
A la vez, hay que recordar que ese segundo número de Pie de página donde aparecía la
reseña de Panesi incluía además la primera entrevista concedida por Saer en Buenos Aires desde
1976.99 El diálogo había tenido lugar en setiembre de 1982, según informaba el copete; iba
precedido de una introducción de Sergio Racuzzi (uno de los dos editores del diálogo, junto con
Mónica Tamborenea), quien informaba de la próxima aparición de El entenado, insistía en la
“excentricidad”, en la “marginalidad” y en las singularidades irreductibles del proyecto saeriano, y
además arriesgaba un vaticinio: no podía esperarse sino que la literatura de Saer tuviese
“descendencia en la literatura argentina”. Vaticinio o declaración de propósitos, si se tiene en cuenta
que “Racuzzi” era el seudónimo que por entonces usaba Sergio Chjefec, uno de los narradores
argentinos cuya poética se ubica claramente en el linaje saeriano.100 Según recuerda Chejfec, esa
entrevista tuvo lugar en la oficina de Punto de vista y fue posible porque Beatriz Sarlo invitó a Saer
a una reunión de su grupo de estudio y lo presentó allí a quienes durante esas postrimerías de la
dictadura se formaban con ella (la transcripción de la entrevista, de hecho, termina con una nota
donde se informa que también “Participaron del encuentro: Beatriz Sarlo, Alicia López, Víctor
Pesce, Carlos Mangone y Jorge Warley”).101
El trabajo de Graciela Montaldo también puede ubicarse, durante esta etapa, en ese conjunto
de iniciativas críticas que se proponían analizar un texto de Saer. Montaldo se había integrado a los
grupos de estudio de Beatriz Sarlo hacia 1980, mientras concluía la carrera de Letras en la
98
Como se recordará, Leto muere mordiendo la pastilla de cianuro que la organización armada en que revista provee a
sus integrantes para evitar la delación bajo torturas, en caso de caer prisioneros. La única formación guerrillera
argentina de alguna importancia que en los 70 implementaba, como una regla, esa práctica suicida era la agrupación
peronista Montoneros, que el texto de Saer no nombra explícitamente. Sobre la conjetural pertenencia de Leto a una
determinada agrupación guerrillera de la época, y sobre la cuestión del peronismo en Glosa, véase el trabajo de Beatriz
Sarlo, “La política, la devastación” en este volumen.
99
Racuzzi, Sergio y Tamborenea, Mónica, “Saer: poder decirlo todo”, Pie de página, Buenos Aires, n° 2, invierno de
1983, pp. 3-7. Las dimensiones de este trabajo no nos permiten estudiar el curso de las entrevistas a Saer, un corpus
documental cuya consideración completaría y enriquecería sin dudas muchas de nuestras proposiciones. Baste
mencionar al respecto que la de 1976 que mencionamos se publicó a instancias de María Teresa Gramuglio que, ya
corrida de Rosario a Buenos Aires por la amenaza represiva, gestionó la inclusión de la entrevista ante el director de la
revista Pluma y pincel para quien Saer era un completo desconocido (“Juan José Saer: el arte de narrar” –entrevista-,
Pluma y pincel, Buenos Aires, a. I, n° 3, 10 de mayo de 1976, p. 2).
100
Sergio Chejfec (1956) se cuenta entre los escritores argentinos que durante los años 90 concitaron un interés regular
por parte de la crítica especializada; sus novelas El aire (1992) y Boca de lobo (2000) están entre las más valoradas y
comentadas de un trayecto que incluye Moral (1990), Lenta biografía (1990), Cinco (1996), El llamado de la especie
(1997), Los planetas (1999) y Los incompletos (2004). La consideración de la obra de Chejfec parece imprescindible
para caracterizar el impacto que la poética de Saer produjo en la narrativa argentina actual, un problema que no
podemos desarrollar aquí (aunque volveremos brevemente sobre el punto) pero que se vincula, por supuesto, con el
tema de este trabajo.
101
Hacia 1984, Warley, Mangone y Tamborenea ingresarían a los nuevos equipos de profesores de la carrera de Letras
de la Universidad de Buenos Aires.
29
Universidad de Buenos Aires, y allí tomaría contacto por primera vez con el nombre de Saer, cuyos
libros –según recuerda Montaldo- la directora de Punto de vista recomendaba efusivamente; en
1984 obtuvo, bajo la dirección de Sarlo, una beca de investigación del Consejo Nacional de
Investigaciones Científicas y Técnicas, para estudiar la narrativa del santafecino.
También en 1984, Sarlo se hacía cargo de la cátedra de “Literatura Argentina II” en la
Facultad de Filosofía y Letras. El programa de la asignatura (a cuyo equipo de auxiliares docentes
también se integró Montaldo) se dividía en tres partes, la segunda de las cuales estaba dedicada a
Saer y sería dictada por María Teresa Gramuglio, profesora asociada de la cátedra:
II. Formas narrativas y lengua poética: Juan José Saer, “Sombras sobre un vidrio
esmerilado”; La mayor; poemas de El arte de narrar; el sistema del relato: Nadie nada nunca
y El entenado.102
Gramuglio recuerda haber encarado la tarea intrigada por la respuesta que los jóvenes estudiantes de
literatura pudieran dispensar a esos textos, tanto como su sorpresa ante el interés generalizado que
de hecho produjo la lectura de Saer entre los más de doscientos alumnos del curso.
La investigación de Montaldo como becaria y el trabajo de Gramuglio en ese curso de 1984
se proyectaron muy pronto en la publicación de dos trabajos que venían precisamente a subsanar la
escasez de bibliografía especializada sobre la literatura de Saer, convertida en objeto de obligada
demanda estudiantil. Es en relación con esa necesidad que Eva Tabakián, directora de la “Biblioteca
Crítica Hachette”, recuerda la iniciativa de incluir una monografía de Montaldo sobre El limonero
real en esa colección.103 La serie sumaba algo más de treinta libros de bolsillo, de menos de un
centenar de páginas cada uno, y anunciaba en las contratapas que se trataba de “Los grandes textos
de la literatura latinoamericana rigurosamente analizados”.104 En este sentido, es evidente que –
como ella misma lo recuerda- en el plan para la colección Tabakián se hacía eco de la apuesta que
había significado la reciente inclusión de Saer en el corpus académico de la literatura argentina,
porque todos los escritores que lo acompañan en la “Biblioteca Crítica Hachette” habían alcanzado
hacía tiempo un grado de consagración por lo menos algo mayor que el suyo, si no mucho mayor, y
eran conocidos para un público no especializado: exceptuando a los clásicos (César Vallejo, Pablo
Neruda, Horacio Quiroga, Oliverio Girondo, Roberto Arlt o Jorge Luis Borges), la colección
estudiaba autores más o menos vinculados con el “boom” (Cortázar, Onetti, Donoso, Vargas Llosa,
Rulfo, Carlos Fuentes, Sábato, etc.) o escritores menos resonantes pero que gozaban de un
reconocimiento más que discreto que Saer no tenía aún (Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Manuel
Puig, entre otros).105
Por su parte, las clases de Gramuglio serían la primera versión de las proposiciones a las que
terminaría de dar forma en su ensayo “El lugar de Juan José Saer”. El trabajo es el “epílogo” de
Juan José Saer por Juan José Saer, un volumen de trescientas páginas compilado por Jorge
Lafforgue para la efímera Editorial Celtia.106 Fue el primero, y el único que alcanzó a publicarse, de
la colección “Nuevos escritores argentinos”, que según recuerda Lafforgue debía continuarse con
un Ricardo Piglia por Ricardo Piglia, y cuyo objetivo era el de confirmar y difundir cierto canon
102
Sarlo, Beatriz, Programa n° 140, Literatura Argentina II, año 1984, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de
Buenos Aires (archivo de la Biblioteca de la Facultad).
103
Montaldo, Graciela, Juan José Saer. El limonero real, Buenos Aires, Librería Hachette, 1986.
104
El índice se repetía idéntico de una a otra de las monografías que componían la colección, y confirmaba la
orientación del proyecto: introducción, cronología del autor, contexto histórico-social del autor y su obra, análisis de la
obra, conclusiones, bibliografía.
105
Respecto de los autores de los ensayos, en cambio, la colección de Hachette incluía a algunos investigadores
consagrados como Jorge B. Rivera, pero sobre todo a jóvenes críticos como Alan Pauls, Mónica Tamborenea, Roberto
Ferro, la misma Graciela Montaldo, entre otros.
106
Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, Buenos Aires, Editorial Celtia, 1986, Colección “Nuevos
Escritores Argentinos”. Además del texto de Gramuglio y de una “Bibliografía básica” de y sobre Saer, el libro incluye
las “Razones” del escritor a las que nos referimos más adelante (incluidas en este volumen), y las siguientes ficciones,
ordenadas en tres secciones: I. MÁRGENES: Atridas y Labdacidas; Filocles; Las instrucciones familiares del letrado
Koei; II. ME LLAMO PICHON GARAY: El fin de Higinio Gómez; Discusión sobre el término zona; A medio borrar;
En la pared de los federados; Me llamo Pichón Garay; En el extranjero; La dispersión; Elegía Pichón Garay [poema];
III. HISTORIAS: Sombras sobre vidrio esmerilado; El taximetrista; Algo se aproxima.
30
emergente, poniendo al alcance de los lectores libros “útiles” sobre autores relativamente nuevos a
sus oídos; la planificación de la serie había sido encargada a Lafforgue por Víctor Landman, un
santafecino también propietario en ese momento de Editorial Gedisa.107 El pie de imprenta de la
obra consigna el mes de agosto, es decir que precedió por tres meses a la primera edición de Glosa
y fue, a su vez, el primer libro con textos inéditos de Saer que se conoció en Buenos Aires después
de El entenado. Incluía una antología de relatos compuesta por el propio autor, y un texto inicial
titulado “Razones”, escrito especialmente para el volumen; allí, a partir de un cuestionario que
Gramuglio le había enviado en 1984 pero del cual el texto del interrogado se ha desprendido, Saer
vuelve a presentarse ante el lector argentino: consigna de un modo extremadamente formulario los
principales datos de su biografía, y razona sus lecturas, sus amistades literarias, su concepción del
escritor y de su trabajo, sus ideas sobre los géneros literarios y sobre la ficción, algunas de sus
convicciones filosóficas, ideológicas y políticas. Por lo menos en una o dos oportunidades cada uno,
tanto Saer como Gramuglio retoman a su manera la orientación que el editor ha querido dar al
libro: la epiloguista se refiere a la del escritor como una “obra en marcha” o “una obra en curso”,
incluso mientras destaca la importancia cuantitativa tanto del conjunto de títulos ya publicados
como del lapso durante el que se produjeron.108 El autor, por su parte, se permite sospechar del
ejercicio de antologarse a sí mismo argumentando el carácter precisamente preliminar de los
resultados alcanzados por su pluma hasta el momento:
[...] una buena antología únicamente al tiempo le sale como la gente.
En mi caso, nunca se me ocurrió la idea de hacer una antología de mi propia obra. En
primer lugar, porque estoy tan metido trabajando en ella, que pensar en una antología sería
adelantarme a los resultados. Lo que he escrito hasta ahora me parece imperfecto, inacabado,
una simple etapa preparatoria. No puedo asegurar que escribiré más y mejor, pero mi estado
mental es el de un escritor que está en sus comienzos. Me gustaría que lo mejor de mi obra
esté por escribirse todavía.109
Justamente, la cuestión de los lazos de la obra con su tiempo y con el tiempo, y el interés en la
significación de los comienzos, están entre los principales planteos del ensayo de Gramuglio. La
doble insistencia tiene un matiz paradójico y, por eso mismo, especialmente significativo para
describir este momento de la recepción de la obra de Saer: se trata de un “clásico”, para argumentar
lo cual la lectora se detiene especialmente, antes que en las grandes novelas saerianas, en los textos
de sus comienzos y, sobre todo, pone las palabras centrales de aquellos primeros títulos entre sus
claves de lectura: “zona”, “lugar”. Por una parte, Gramuglio cree llegado el momento de buscar en
esta literatura “algo más que la descripción de sus procedimientos constructivos” (es decir, superar
los propósitos predominantes en la nueva crítica saeriana, la universitaria, que precede de modo
inmediato a este trabajo); se trata ahora de interrogar la obra de Saer en términos de, precisamente,
su “lugar” en una historia cultural de la literatura, es decir -si se quiere- en los términos más
ambiciosos de una crítica literaria también clásica, y opuestos a las modas y al valor del impacto
inmediato: “¿Es la obra algo pasajero que como una ola, o como un juego, pronto se desvanece
[...]?” o, en cambio, se trata de “una construcción sólida y tangible, emergiendo más allá de su
inmediatez y proyectándose hacia el futuro, en el cual podrá, quizá, perdurar y aun ejercer su
influjo? ¿Cuál es, en todo caso, la apuesta de un artista?”110 Gramuglio no retarda la respuesta ni la
morigera en lo más mínimo:
[...] una obra como la de Saer, a la que no parece exagerado atribuir una tendencia a lo
clásico, entendiendo aquí por clásico aquello que puede perdurar, como diría Habermas,
107
El encargo de Landman a Lafforgue consistía en armar con los escritores argentinos emergentes una serie semejante
a la “Colección Escritores Argentinos de Hoy”, que había estado dedicada a autores consagrados de generaciones
anteriores y que Landman había planeado con Jorge Cruz, columnista del diario La Nación (una biblioteca de dieciséis
volúmenes que incluía a Borges, José Bianco, Silvina Bullrich, Sábato y otros, todos bajo el título Páginas de..., y con
estudios preliminares de críticos también vinculados a la sección cultural de ese diario).
108
Gramuglio, M. T., “El lugar de Saer”, en: Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, op. cit., p. 262.
109
Saer, J. J., “Razones”, en: Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, op. cit., p. 23.
110
Gramuglio, M. T., “El lugar de Saer”, en: Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, op. cit., pp.
262-263; cursivas nuestras.
31
justamente por ser moderno de un modo auténtico, es decir, por estar fuertemente enraizado
en el tiempo en que se vive.111
Por otra parte, unas 16 páginas de las 38 que ocupa el ensayo de Gramuglio están dedicadas a los
textos de Saer previos a Cicatrices (y, por supuesto, a sus relaciones con la obra subsiguiente). Que
ese movimiento de la exposición se autorice en una teoría de los “comienzos” como la de Edward
Said, no debe conducirnos a perder de vista la significación que adquiere para la historia de la
recepción de Saer en el contexto en que tal movimiento se ejecuta: en el trabajo de Said, que
Gramuglio parece tener presente pero no cita, aparece teóricamente fundada la atención crítica
sobre los comienzos de una escritura moderna, como la instancia en que se inscriben y prefiguran
los principales rasgos de un proyecto, de un itinerario intencional de sentido a partir de una
discontinuidad con el pasado literario y con los contemporáneos;112 en el ensayo de Gramuglio,
como anticipamos, esa perspectiva cumple una doble función: por un lado, volver sobre el conjunto
completo de esa ya vasta “obra en marcha”, para presentarla a los lectores actuales; por otro lado,
justificar esa valoración máxima de la obra -un clásico de la modernidad- mostrando que ese
regreso a los inicios no es el mero recuento informativo de una cronología, de una acumulación o de
una deriva, sino que responde a la necesidad explicativa impuesta por la consistencia regular de una
poética, por “el riesgo de un proyecto que apuesta”113 por sí y conduce una práctica prolongada de
escritura. Según eso, los relatos de En la zona se vinculan, a partir de su título, “con aspectos de un
proyecto que se irá realizando”; la reunión de amigos del último texto del volumen, por ejemplo,
anticipa “las reuniones rituales de El limonero real [...] y de El entenado (el festín antropofágico de
los indios)”.114 Pero la “zona” fundada en aquel primer libro es sobre todo una instancia primera de
productividad textual en cuyo curso El entenado representa, según Gramuglio, un momento de
particular transformación en tanto articula un punto de mira -el ir hacia, o el venir de, Europa-, es
decir uno de los ejes del conjunto de la ficción saeriana:
[...] la experiencia de la ciudad, o de la “zona”, como punto de anclaje para una conciencia
que funda el mundo, es, al mismo tiempo, el fundamento espacial de la escritura; la
experiencia, la conciencia (o el recuerdo) de la experiencia, y, finalmente, la escritura misma
con sus procedimientos, aparecen como una constelación en torno de la figura simbólica de
la “zona”: una constelación que en El entenado se transforma a partir del alejamiento de
Europa y la aproximación al espacio americano, en movimiento inverso al de Discusión
acerca del término zona, donde el protagonista, Pichón Garay, se aleja de la “zona” para
radicarse en Europa.115
111
Ibidem, p. 263
112
Said, Edward, Beginnings: Intention and Method, New York, Basic Books, 1975.
113
Gramuglio, M. T., “El lugar de Saer”, en: Lafforgue, Jorge (ed.), Juan José Saer por Juan José Saer, op. cit., p. 263
114
Ibidem, p. 269.
115
Ibidem, p. 272. Por supuesto, el ensayo de Gramuglio presenta otros muchos problemas y procedimientos
argumentativos; aquí nos detenemos en los que creemos más relevantes para los propósitos de este estudio.
116
Monteleone, Jorge, “Juan José Saer, El entenado”, Sitio, Buenos Aires, n° 4/5, mayo de 1985, pp. 42 y ss. María
Bermúdez Martínez comenta “Eclipse de sentido: de Nadide nada nunca a El entenado de Juan José Saer”, uno de los
trabajos posteriores de Monteleone. Graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires, Monteleone investiga
desde mediados de los años 80 para el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, inicialmente bajo la
dirección de Ana María Barrenechea; su sede de trabajo ha sido por años el Instituto de Literatura Hispanoamericana de
esa Universidad.
32
“Baudelaire escribió un libro que de antemano tenía pocas probabilidades de éxito inmediato
entre el público. [...] El lector al que se orientaba no se le asoció sino en tiempos posteriores”.117
Refiriéndose a las desfavorables condiciones de recepción de Les fleurs du mal, Walter Benjamin
apelaba así a un criterio de valoración literaria usual en la modernidad, el mismo que retomaría el
propio Saer para argumentar a favor de Antonio Di Benedetto y, de ese modo oblicuo, a favor de su
propio proyecto. Como hemos visto, desde mediados de los 60 los escasos partidarios de Saer
supusieron algo parecido e hicieron de ese supuesto un argumento de valoración. Una lectura de
conjunto de las iniciativas críticas y editoriales que hemos revisado en este apartado, es decir las
que rodean la aparición de El entenado y Glosa, permite ver que entre, digamos, 1983 y 1987,
muchos creyeron que había llegado, por fin, la hora de Saer: el lector que una escritura como esa se
había anticipado en demandar parecía ahora estar allí, dispuesto a asociársele. Sin dudas, en la
Argentina de la reconstrucción posdictatorial de la cultura, esa creencia operaba sobre cierta
sensibilidad de época: la severa crisis de las certidumbres que hasta principios de los 70 habían
gobernado el juicio crítico parecía estar carcomiendo de un modo problemático pero definitivo el
reclamo de una relación funcional entre arte y pedagogías políticas, tanto como la confianza en la
representación y en un arte capaz de alcanzar la representación de una totalidad. Visiblemente, esa
nueva sensibilidad podía volverse ahora a los libros de Saer y reconocerse, más o menos anticipada,
en sus páginas.118 En ese contexto, a su vez, la “narratividad” de El entenado y las incidencias del
relato que podían tomarse como alusiones directas a la historia argentina reciente –las sentencias del
narrador contra la noción de “patria” y contra la guerra, los cadáveres de los colastiné, asesinados
por los soldados españoles, flotando en la corriente del río Paraná- parecían una puerta de acceso,
menos resistente que en libros anteriores de Saer, a ciertas constantes de la obra que, tanto en la
forma como en las disquisiciones del narrador, esta novela también prodigaba: la descomposición
de los lazos entre sujeto y experiencia, percepción y “mundo”, lenguaje y referencia, escritura y
representación, memoria presente y realidad del pasado –que en El entenado se recorta, además, en
boca de un marginal agnóstico, contra la era candorosa y despiadada del fervor renacentista.
A sus plantas rendido un león de Osvaldo Soriano, El día que mataron a Alfonsín de
Dalmiro Sáenz y Sergio Joselovsky, El nombre de la rosa de Umberto Eco, Textos cautivos de
Borges y La bicicleta de Silvina Bullrich, se repetían en las listas de best-sellers de los diarios
Clarín y La Nación, junto con alguna novela de Morris West. Corría febrero de 1987, y en las
mismas páginas de los suplementos literarios que transcribían esas contabilidades, se reseñaba
Glosa, editada por Alianza dos meses antes. Con apenas diez días de diferencia, los dos diarios más
importantes de Buenos Aires se ocupaban de la novela de modos diametralmente opuestos. Clarín,
más moderno, la elogiaba. La Nación, tradicional y conservador, la impugnaba con un fastidio
crispado que prodigaba las descalificaciones más extremas.
“Aprehender el mundo”, la reseña de Clarín escrita y firmada por Daniel Freidemberg,
parece significativa porque, por primera vez en un medio periodístico poderoso y de alcance
117
Benjamin, Walter, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en: Poesía y capitalismo. Iluminaciones II, Madrid,
Taurus, 1999, p. 123, trad. de Jesús Aguirre.
118
Por supuesto, nos contamos entre los muchos que creemos que algunos de los rasgos principales de esa sensibilidad
habían emergido, sin duda con efectos y orientaciones históricos propios de ese contexto, hacia fines de los años 60. En
la literatura, y por tomar un momento entre varios posibles, 1969, el año de Cicatrices, es el mismo en que se publican
en Buenos Aires Boquitas pintadas de Manuel Puig, El fiord de Osvaldo Lamborghini, Traducciones III. Los poemas de
Sydney West de Juan Gelman, entre otras obras que divergían notoriamente del sistema dominante de expectativas.
33
masivo, se razonan algunos de los principales tópicos de lectura de la crítica saeriana precedente.
En este sentido, cabe destacar que el primero de esos tópicos es el único que va acompañado de una
cita, la misma que ha dado título a la reseña: Freidemberg recuerda que Elvio Gandolfo había
definido la poética de Saer como “una aventura de la aprehensión del mundo”. La definición estaba
en un comentario a El limonero real que Gandolfo había publicado en la revista de poesía El
lagrimal trifurca de Rosario en 1975, y que el Diario de Poesía había reeditado en su entrega de la
primavera de 1986.119 A partir, entonces, de esa referencia litoraleña, Freidemberg definirá el de
Saer como “un arte de percibir”, la noción central de la nota de Sarlo sobre Nadie nada nunca, y
encadenará ese argumento con algunos otros: la “fidelidad” al proyecto literario propio; la estrecha
conexión de la estética saeriana con la poesía; la importancia de la escritura del recuerdo y de sus
lazos inconsistentes con la experiencia; la unidad de lugar, de obsesiones y de procedimientos de la
narrativa de Saer, que Glosa confirmaba. Pero lo que más podría llamarnos la atención en esta
reseña es, más bien, la ausencia de un lugar común: aquí ya no hay protesta contra el silencio o la
desatención de la crítica. Para Freidemberg, por el contrario, Saer es el destinatario de un
reconocimiento que, aunque se exprese en tiempo presente y en situación de crecimiento, parece el
más alto a que pueda aspirar un escritor argentino:
De Saer puede decirse que ocupa un lugar único, inconfundible, en la literatura argentina. Se
le reconoce, cada vez más, una singularidad que, como la de Borges, la de Arlt y muy pocos
más, parece vincularse a esa “espléndida monotonía” de la que hababa Pavese.120
En el polo opuesto, la reseña firmada unos días antes en La Nación por Jorge Masciángioli parece
uno de los últimos y más crispados estertores de esa persistente descalificación de la literatura de
Saer algunos de cuyos hitos hemos revisado aquí.121 El único mérito que a duras penas se reconoce
en Glosa es su carácter “elaborado”. Por lo demás, para el comentarista la descripción de la charla
entre Leto y el Matemático es “farragosa y retórica”; los gestos mínimos de los personajes se
visualizan “hasta la exasperación [...] en un alarde agobiante de reiteraciones analíticas”; Glosa es
un texto de factura desacertada que “excede la tolerancia de un interés que cuesta mucho
mantener”: “sin fluidez ni atractivo”, “arduo y desmedido”, “ríspido y monótono”, exhibe un
objetivismo “tardío”, un “estructuralismo apresurado” y una metafísica “de divulgación”; para
construir la voz del narrador Saer “apela a caprichosos recursos facilistas”, “comparaciones
fatigosas”, “distorsiones verbales y elocutivas” y “repeticiones artificiosas”. Lo que para otros había
sido siempre un mérito, el “rigor” de la escritura saeriana, es para el crítico de La Nación el defecto
que “limita sectariamente, sin embargo, su proyección, y la inscribe entre el autismo creador y la
crítica solipsista”: la novela está “en las antípodas de un texto liberador” y “se encierra y agota en
su misma composición mecanicista y química”. Desde el título, “Ficción y experimento”, el
anatema principal de la reseña de Masciángioli se dirige al trabajo de la forma y la lengua, que
funcionaría en Saer como un obstáculo para la imaginación: el interés por “la ficción de la
escritura” es el impedimento definitivo de una “escritura de la ficción” que habría conferido
legitimidad estética a la obra, y cuya ausencia se deplora. Como cierre de su comentario, el crítico
no se priva de incluir la ineptitud artística entre las causas hipotéticas del caso que analiza, pero
confirma además su desacuerdo irreductible con las concepciones saerianas de la literatura y de la
realidad misma:
Un libro de esta índole me sugiere algunas causas posibles por las que el autor lo elaboró: su
certeza impotente de una realidad que supera todo intento de invención imaginativa; o su
descreimiento del interés vigente de la ficción narrativa, o, más sencillamente, una muy
119
E.E.G.[Elvio E. Galdolfo], “Una novela orgánica”, Diario de poesía, Buenos Aires-Rosario-Montevideo, n° 2,
primavera de 1986, p. 21, “Dossier El lagrimal trifurca”, sobre la revista de ese nombre que se publicó en Rosario
entre 1960 y 1976. Daniel Freidemberg formaba parte del consejo de redacción del Diario de Poesía y participó de ese
dossier.
120
Freidemberg, Daniel, “Aprehender el mundo”, Clarín, Buenos Aires, jueves 26 de febrero de 1987, suplemento
“Cultura y Nación”, p. 5.
121
Masciángioli, Jorge, “Ficción y experimento”, La Nación, Buenos Aires, domingo 15 de febrero de 1987, 4ª
sección, p. 4.
34
restringida aptitud para la creación literaria que aspire a ser algo más que el producto seriado
de un laboratorio semiótico.122
La disputa no deliberada pero rotunda entre estas dos reseñas podría aunarse con otros argumentos,
como los relativos a las inflexiones que El entenado y Glosa introducirían en el curso del corpus
saeriano, para conjeturar que en torno de la segunda de esas novelas se produce no sólo un giro sino
hasta una inversión más o menos definitiva en la valoración pública de la obra de Saer en la
Argentina: ahora, la aprobación más elogiosa aparece en uno de los medios masivos más
influyentes, que parece estar modernizando no sólo sus perspectivas culturales sino además el
plantel de columnistas de su suplemento literario con firmas de la generación emergente, vinculadas
–como es el caso de Freidemberg- a los nuevos grupos de escritores y a la crítica universitaria.123 La
protesta estentórea contra Saer, en cambio, se publica en un medio cuya concepción de la literatura
es evidentemente residual –en los fastidios de Masciángili se leen ecos indirectos pero audibles de
un narrativismo sesentista.124 Por supuesto, La Nación deberá cambiar más tarde esa posición, y
solo mediante un esfuerzo paciente y prolongado de algunos de sus redactores logrará vencer la
resistencia de Saer a publicar en sus páginas.
De tal modo, hacia febrero de 1987 ya parece visible que se estaba revirtiendo ese largo
camino de la recepción de Saer, que había pasado del escándalo juvenilista al desdén, y del desdén
al “silencio”. Por supuesto, tampoco ese cambio se produciría de un modo vertiginoso ni inmediato;
vale recordar al respecto, entre otros episodios, que Saer fue uno de los autores menos mencionados
en la encuesta que publicó la revista Humor ese mismo año de1987, preguntando a medio centenar
de escritores cuáles eran a su juicio “las diez novelas más importantes de la literatura argentina”: el
autor de Glosa, libro que ninguno de los encuestados parece haber leído, obtuvo sólo seis votos.125
Pero por más resistencias y límites con los que fuese a encontrarse, el “consenso” en torno de la
obra de Saer ya comenzaba a insinuarse con firmeza. Sería posible, además, explorar la hipótesis de
que hacia 1987 se abriría una nueva etapa en la recepción argentina de Saer, como síntoma de ese
“consenso” que –ya irreversible- puede comenzar entonces a ser tanto reafirmado como
cuestionado: en un par de incidentes críticos de ese momento despuntarían los modos divergentes e
implícitamente enfrentados con que las generaciones de escritores posteriores a la de Saer lo
leerían. El primero es el mordaz y controvertido artículo de César Aira, “Zona peligrosa”, que
incluye una de las lecturas más agudas y discutibles de Glosa que se hayan publicado en la
Argentina a poco de conocerse la novela, y en el que serpentea un elogio cargado de prevenciones y
advertencias que lo convierten en una impugnación de Saer como escritor profesional, contrapuesto
a la figura del artista encarnada por Manuel Puig.126 El otro incidente crítico al que aludimos es la
sección “El libro del mes” dedicada a La ocasión por la revista Babel al año siguiente, en la que dos
jóvenes narradores emergentes, Alan Pauls y Sergio Chejfec, escriben, a propósito de la novela
122
Ibidem, p. 4.
123
En este sentido, y según la hemos analizado, la reseña de Freidemberg representa en cierta medida una corriente de
valoración crítica que se venía construyendo desde fines de los 70, y no un incidente más bien excepcional como fue el
caso del comentario elogioso de Cicatrices por Felix Luna en el mismo diario.
124
Jorge Masciángioli (1929-2003) fue crítico, novelista y cuentista, dramaturgo y guionista cinematográfico. La
biblioteca argentina y la concepción de la literatura desde las que lee a Saer pueden vislumbrarse en las novelas que
consideró como las diez más importantes de la literatura nacional en una encuesta a la que respondió en agosto de 1987:
Junenilia de Miguel Cané; La gloria de Don Ramiro de Enrique Larreta; El inglés de los güesos de Benito Lynch; El
profesor de inglés de su propia autoría; La alfombra roja de Marta Lynch; Bomarzo de Manuel Mujica Láinez (una de
las denostadas por Saer en Paraná); Polvo y espanto de Abelardo Arias (el Secretario de la SADE que se vio en
figurillas para contener los desplantes de Saer en Paraná); Los viernes de la eternidad de María Granata; Abadón el
exterminador de Ernesto Sábato; y Una sombra donde sueña Camila O´Gorman de Enrique Molina (en Humor, Buenos
Aires, n° 102, agosto de 1987, p. 104).
125
Los resultados finales de la encuesta y las notas críticas sobre los mismos de Jorge Lafforgue y Beatriz Sarlo,
también publicadas en Humor, se reproducen en Cella, Susana (comp.), Dominios de la literatura. Acerca del canon,
Buenos Aires, Losada, 1998, pp. 117 y ss. Los seis votos para Saer se repartieron entre El entenado con tres, El
limonero real con dos y Nadie nada nunca con un voto. Rayuela, la más votada de las primeras diez, cosechó treinta y
dos adhesiones; Zama y Respiración artificial entraban en noveno y décimo puestos con catorce votos cada una
(Martini, Juan Carlos, “El señalador”, Humor, Buenos Aires, n° 196 a 205, Buenos Aires, mayo a setiembre de 1987).
126
Aira, César, “Zona peligrosa. Lo mejor de Juan José Saer”, El porteño, Buenos Aires, abril de 1987, pp. 66-68.
35
ganadora del Nadal, una enfática defensa de la poética saeriana y de su singular significación para
la literatura argentina.127 Pero Babel, que fue sin dudas una revista estratégica, no disputaría con
Aira, otro de los escritores a quienes más promovería, tanto o más que a Saer. En el texto de Pauls
sobre La ocasión hay una referencia irónica y beligerante, pero el blanco de ataque es el pasado que
vuelve: las opiniones adversas de Tomás Eloy Martínez, que tres meses antes, desde las páginas de
la reaparecida revista Crisis, había deplorado la poética de Saer y atestiguado la persistencia de
cierto modo sesentista de leer, fijado en el modelo de “García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes, Roa
Bastos”, esa literatura con tantos “atributos” de la que Saer (exceptuando para el caso la figura de
Roa) se había apartado desde siempre, y de la que Martínez habla como si se tratara –sin más- del
presente. En contraposición con la acertada vigencia que atribuye a esas figuras del “boom”, para
Martínez
[la novela argentina] está asfixiada por la desesperación de responder a un reclamo
crítico que no es un reclamo narrativo. Esto está angostando la novela. Aun narradores de
muchísimo talento están cayendo en la tentación de escribir novelas para que se las elogie la
crítica, y después se molestan mucho cuando el lector no las lee. Marcaría una línea muy
clara, cuya cabeza visible es Saer y cuyas perversiones se están dando en las imitaciones de
Thomas Bernhard y del noveau roman.128
Como se recordará, casi dos décadas atrás, el mismo año de la casi desapercibida Cicatrices,
Martínez había logrado cierta repercusión con Sagrado, una novela en la que no pocos quisieron
ver el ingreso argentino al régimen del “realismo mágico” (o, para sintetizarlo con la boutade
epidemiológica de Manuel Puig, el contagio de la “latinoamericanitis”).129 Parece relevante, así, que
en 1988, este representante de una estética residual e hipercodificada con la que la industria del
libro seguiría saturando el mercado y el nuevo canon escolar, protagonizara en el curso de unos
pocos meses dos operaciones complementarias: hacerse cargo, en calidad de “editor”, del
suplemento cultural del diario progresista Página/12 (suplemento que, como advierte José Luis De
Diego, llevaba el significativo título de “Primer plano” );130 e identificar a Juan José Saer ya no
como a una figura menor que mereciera el desconocimiento o el desdén, sino como una de las
“cabezas visibles” de la nueva novela argentina que debía ser combatida. Por supuesto, la
coincidencia parcial pero evidente con la lectura de Masciángioli está lejos de resultar
históricamente inexplicable.
Como supieron señalar los estudiosos más avisados de la sociabilidad literaria moderna, la
construcción pública del valor literario va muy a menudo de la mano del encuentro contencioso
entre generaciones que representan y enfatizan –escénica y no solo estéticamente hablando-
posiciones irreconciliables. Poco después de la aparición de Glosa, el nombre y la poética de Saer
habían ganado su lugar, uno de los principales, en el debate literario argentino, porque parecían
haber avanzado por fin hasta la primera línea de fuego de ese combate.
127
Pauls, Alan, “La primera novela realista sobre el azar”, y Chejfec, Sergio, “Una gran obra sin preceptivas”, Babel.
Revista de libros, Buenos Aires, a. I, n° 4, setiembre de 1988, sección “El libro del mes”, pp. 4-5. Para una
caracterización de Babel, véase Delgado, Verónica, “Babel. Revista de libros en los 80. Una relectura”, Orbis Tertius.
Revista de teoría y crítica literaria, La Plata, a. I, n° 2-3, 1996, pp. 275-291.
128
Martínez, Tomás Eloy, “El poder escribe la historia” (entrevista), Crisis, Buenos Aires, n° 62, julio de 1988, p. 35.,
citado en De Diego, José Luis, ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, op. cit., p. 276.
129
Jill-Levine, Suzanne, Manuel Puig y la mujer araña, Buenos Aires, Seix Barral, 2002, traducción de Elvio E.
Gandolfo, p. 174.
130
De Diego, J. L., ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?, op. cit., p. 276. Como se ha señalado, es evidente nomás
revisando los espacios de publicidad del suplemento, que con “Primer plano” el diario Página/12 inició una estrategia
comercial específica basada en cierta clase de alianza con algunas de las empresas editoriales más fuertes del mercado
argentino en ese momento. La leyenda “Editor: Tomás Eloy Martínez” formaba parte de la marca del suplemento,
figurando siempre bajo el título.
36
Un editor para Saer
Glosa es una novela decisiva en la recepción de Saer en su país también por una razón que
apenas hemos mencionado hasta ahora, y que se cuenta entre las principales para explicar el alcance
del “consenso” al que hacían referencia las interlocutoras del debate de Punto de vista en marzo del
2000: se trata del primer libro del santafecino publicado por quien sería desde entonces su
permanente y casi único editor en castellano. Hasta ese momento, Saer no había mantenido una
relación estable con ninguna de las editoriales que lo habían publicado, y a excepción de los casos
de El limonero real y La mayor y de las reediciones del CEAL, sus libros habían aparecido cada
vez en sellos diferentes de Santa Fe, Rosario, Buenos Aires, Barcelona, Caracas y México. Glosa,
en este sentido, termina con esa modalidad errabunda e inicia una etapa de profesionalización
creciente en la trayectoria del escritor, de la mano de un aumento tanto de las tiradas de sus
ediciones como de la presencia de Saer y de sus obras en los medios de prensa no estrictamente
especializados.
Un día cualquiera de 1984, Alberto Díaz reconoció a Juan José Saer en el local de la librería
Gandhi de Buenos Aires. Se presentó al escritor, acordaron cenar juntos al día siguiente, y allí fue
que establecieron los términos de un contrato para editar Glosa, que Saer estaba escribiendo en ese
momento, y para reeditar El limonero real.
Alberto Díaz era la clase de mediador cultural capaz de amplificar el circuito de circulación
de una literatura como la de Saer: partícipe del gusto más sofisticado, lector de literaturas de
vanguardia o de poéticas ajenas a las preferencias del mercado, desde fines de los años sesenta Díaz
era a la vez un editor profesional vinculado con varias de las más importantes casas editoriales de
América Latina. Gerente editorial de Siglo XXI Argentina Editores desde 1969, fue encarcelado e
inmediatamente debió exiliarse, tras el allanamiento y el cierre de esa empresa en abril de 1976.
Desde entonces y hasta 1984 fue fundador y gerente general de Siglo XXI de Colombia, y luego
trabajó para el mismo sello en México. Cuando Díaz estaba dejando ese último puesto para pasar a
Alianza Editorial Mexicana como gerente general, hacia principios de 1980, Arnaldo Orfila Reynal
recibió en Siglo XXI el manuscrito de Nadie nada nunca, a cuyo autor conocía poco y nada, y
requirió la opinión de su colega: Díaz, que había leído casi toda la obra del santafecino, lo
recomendó con entusiasmo. Regresó de modo definitivo del exilio en 1984, cuando fundó Alianza
Editorial de Argentina, que dirigió hasta 1993; desde ese año es director editorial del Grupo
Editorial Planeta.
Saer permaneció en Alianza hasta 1993, es decir todo el tiempo que lo hizo Díaz, y en 1994
pasó al sello Seix Barral del Grupo Planeta junto con él, porque advirtió sin tardanza lo mismo que
puede notar cualquiera que conozca la estrategia que este editor fue llevando a cabo con los libros
del santafecino: su eficacia para procurarles una ubicación de privilegio en el espacio sin dudas
restringido que el gran mercado del libro concede a la alta literatura. Díaz no sólo dio continuidad a
un plan de publicación de la obra saeriana que incluyó la reedición de todos sus títulos desde En la
zona; también planificó las entrevistas periodísticas con el autor y las políticas de prensa cada vez
que aparecía un nuevo título suyo; hacia 1999 terminó por convencer a Saer para que se vinculase
con un agente que administrara sus contratos de traducciones y ediciones en el extranjero; en el
2000 compuso una edición escolar de Responso, con guías de lectura y actividades para los
estudiantes y un cuadernillo de apoyo para los docentes; 131 en octubre de 2001 reunió los Cuentos
completos de Saer, y en noviembre de ese mismo año incluyó Cicatrices en una colección del
131
Saer, Juan José, Responso, Buenos Aires, Planeta, 2000, introducción, notas y guía de actividades a cargo de Ana
Silvia Galán. A esa primera edición de 3.000 ejemplares se agregó una segunda, de 2.000, en abril de 2002, además de
otros 1.000 que la editorial distribuyó gratuitamente entre docentes. En la contratapa, tras el mismo texto que aparece en
la reedición de Seix Barral de 1998, se consigna: “Edición especial para el trabajo en el aula con guía de actividades de
pre-lectura, análisis y lectura comprensiva, y taller de escritura”.
37
diario La Nación (ya alejado, evidentemente, de las opiniones de Masciángioli) que tiraba 27.000
ejemplares por título y se vendía en kioscos de diarios y revistas.132
Entre Glosa y Lo imborrable, es decir entre 1986 y 1993, mientras duró su contrato con
Alianza, se editaron en conjunto 24.000 ejemplares de los libros de Saer. Además de las dos novelas
mencionadas, se reeditó El limonero real en 1987; al año siguiente apareció La ocasión, que se
reeditó en 1991; la primera edición de El río sin orillas también es de 1991, y fue seguida de una
segunda en 1993; El entenado también tuvo dos reediciones por Alianza, en 1992 y 1993. No es
irrelevante al respecto recordar que La ocasión se publicó en Buenos Aires muy poco después que
en España, porque el propio Saer discutió con las autoridades del Premio Nadal, que le había sido
otorgado en la península en 1987, para destrabar la cláusula de las bases que determinaba la
exclusividad para Ediciones Destino de los derechos de la edición y distribución en
Hispanoamérica. Desde octubre de 1994, cuando se reeditaron Cicatrices y Nadie nada nunca por
Seix Barral, hasta 2004, el Grupo Planeta había publicado otros 134.000 ejemplares en títulos de
Saer. El entenado, Las nubes y La pesquisa fueron los que alcanzaron mayor tiraje: 10.000, 11.000
y 20.000 ejemplares respectivamente, contando las varias reediciones de cada obra.133
Por supuesto, Saer siguió siendo un autor de catálogo que nunca agotó demasiado rápido
ninguna edición, pero solo esas cifras –aun sin disponer de las correspondientes a las ventas- hablan
a las claras de una política editorial que fue capaz de instalar el nombre de Saer en un nivel de
expectativas que la resistencia de su escritura no hubiese permitido prever. Para traducir esta
proposición a un indicador específico, esa política le ganó a Saer un importante segmento del
“público de los no lectores”, ese colectivo borroso que aparecía como el confín del “consenso” en el
debate de Punto de vista y en la definición de “gran público” de la sociología del libro. Saer se
convirtió en un autor que en términos de mercado funciona de modo semejante al de algunos
clásicos contemporáneos: desde mediados de los 90, su venta se sostiene en gran medida por
lectores de reseñas o, sobre todo, de entrevistas, que pueden no haber leído uno solo de sus libros
pero saben o creen que se trata de un gran escritor.
Pero eso no es todo. Cuando recuerda la anécdota de su primer y casual encuentro con Saer
en una librería, Díaz aclara: “Juani te va a decir que nos presentó Ricardo [Piglia], pero fue como te
lo cuento”. El desacuerdo de esos recuerdos, por supuesto, evoca inmediatamente al Pichón Garay
que en Glosa, dieciocho años después de la fiesta, está seguro de recordar que el Matemático estuvo
entre los asistentes al cumpleaños de Washington (Pichón, de hecho, recuerda al Matemático en la
fiesta y no puede “sacarlo” más que “temporariamente” de ese recuerdo).134 Como Pichón con el
Matemático, Saer tiene motivos para resistirse a sacar a Piglia de sus recuerdos de aquel encuentro:
el autor de Respiración artificial fue quien redactó el texto de contratapa de aquella primera edición
de Glosa porque él mismo se lo pidió a Díaz, a quien conocía por lo menos desde 1975, cuando el
editor publicara Nombre falso en Siglo XXI de Argentina. No bien editada Glosa, Díaz organizó
una presentación pública del libro en el Hotel Bauen de Buenos Aires a la que asistió no sólo el
autor sino además, junto a él, Ricardo Piglia. Díaz tenía desde hacía tiempo contactos con el grupo
de Punto de vista y sabía, por supuesto, que Piglia se contaba entre los promotores más activos de la
literatura de Saer en el ambiente intelectual de Buenos Aires: el autor de La mayor era el polo de la
“negatividad” en el canon posborgiano de vanguardia que Piglia inventaría y repetiría en clases,
conferencias y artículos, junto a Manuel Puig como el que se vinculaba con la cultura de masas y
Rodolfo Walsh como el escritor de la no-ficción.135 Por supuesto, la relación de Saer con Ricardo
Piglia no puede reducirse a la mediación de Alberto Díaz, a la que precede –como vimos- por lo
132
Juan José Saer, Cicatrices, Buenos Aires, Biblioteca Argentina La Nación, 2001. Fue Díaz quien planificó la
colección y propuso su realización al diario La Nación; en el proyecto original, Cicatrices estaba ubicada en
decimosegundo lugar, pero a sugerencia de los representantes del diario se adelantó a la octava entrega (el libro estuvo
en los kioscos el 19 de octubre de 2001, una semana después de Respiración artificial y una antes de la Antología
esencial de Silvina Ocampo).
133
Los datos fueron tomados del archivo de Seix Barral.
134
Saer, Juan José, Glosa, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1986, pp. 160-164.
135
Piglia, Ricardo y Juan José Saer, Diálogo Piglia-Saer. Por un relato futuro, Santa Fe, Centro de Publicaciones de la
Universidad Nacional del Litoral, 1990, pp. 14-15.
38
menos desde 1978. No obstante, parece necesario tener en cuenta que la presencia estratégica de
este editor acrecentó los alcances de la relación entre los dos escritores y la asoció, a su vez, con ese
momento de profesionalización que coincide con la aparición de Glosa, cuando la obra de Saer
comenzaba a traspasar los límites de una literatura de culto y a conocerse más allá de los círculos
próximos, universitarios, vanguardistas o “secretos”.
39