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David Arboledas / VIAJE A NINGUNA PARTE / 2

PREFACIO

Un viento helador comenzó a abrirse camino procedente del noroeste y a colarse por el

estrecho pasillo delimitado por el pequeño archipiélago de las Sisargas y la escarpada costa

de Malpica de Bergantiños. Con su característico sonido sibilante la galerna lamía las

húmedas rocas de granito mientras aumentaba la fuerza de sus ráfagas de viento escoltada por

una lluvia cada vez más intensa.

Como cada mes, la fragata Rosario había partido del puerto de La Coruña con destino al

puerto de Cádiz, pero esa noche del trece de noviembre de 1770 iba a ser diferente. Hacía

poco más de una milla que navegaban casi a la deriva, roto el velamen por los zarpazos de un

súbito temporal; otro más en la Costa de la Muerte. El capitán había decidido fondear con la

costa a barlovento tan pronto como fuera posible y evitar así las furiosas ráfagas de viento

que levantaban enormes olas a su paso.

El capitán de fragata y su segundo, de pie sobre el alcázar de popa, luchaban a duras penas

contra el embate de la mar y los bofetones del cortante viento otoñal para dar las órdenes que

les permitieran salvar el cargamento. En un último e inútil acto de vanidad, el capitán se

apartó un mechón de cabello que amenazaba con colarse por su boca cuando una nueva

ráfaga de viento le arrastró hacia la borda de babor para perderse con un nuevo golpe de mar.

El teniente de navío da Costa contempló con indiferencia la escena, pues él mismo

difícilmente podía sostenerse sobre la amurada antes de ser arrastrado por las olas. Estaban

perdiendo esta batalla y en la mar no había segundas oportunidades. Empapado y tiritando de

frío observaba a lo lejos las hoscas y encorvadas figuras de sus marineros sobre el combés del

buque intentando dominar una fuerza muy superior. No esperaría más, daría la orden de

abandonar el barco y que cada cual pudiera poner a salvo su vida. No tuvo tiempo, un crujido
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seco sonó con furia partiendo en dos el palo mayor. La fragata se escoró a babor arrastrada

por la caída del mástil y se rompió con un sonido ensordecedor sobre los escarpados

acantilados de la Sisarga Grande. La fuerza del mar y de las rocas acabaron con el pantoque

del barco, que comenzó a inundarse de agua para hundirse en pocos segundos.

La sangre se congeló en sus venas cuando el teniente cayó al agua. Un frío helador recorrió

como un cuchillo su piel curtida en mil viajes. Da Costa levantó la cabeza hacia el cielo,

como buscando tranquilidad, mientras su pesado traje de oficial le sumergía

irremediablemente en el agua. Una gruesa pared de roca negra se encontró con su última

mirada, envuelta en un gris sin vida, como la suya.

Los primeros restos del naufragio movilizaron a la población de Malpica para cumplir con el

cristiano deber de recuperar los cuerpos. Cuando los pescadores llegaron al lugar del desastre,

el espectáculo era dantesco: todo estaba lleno de restos del barco y cadáveres flotando. Solo

tres de los tripulantes pudieron ser devueltos con vida a la playa de As Torradas. Cuatro días

después del hundimiento del Rosario, aún seguían apareciendo cadáveres en las playas, y

algunos no llegarían jamás.


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PRIMERA PARTE

DESESPERACIÓN
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CAPÍTULO UNO

Pontevedra, diciembre 1770

El tañido de las campanas de la iglesia de Santa María la Mayor que anunciaba un nuevo

duelo en la ciudad de Pontevedra, quebró el gélido ambiente que envolvía un nuevo

amanecer. Su eco metálico cubría la urbe y descendía hacia el Atlántico, como si quisiera

enmudecer el dolorido llanto por las nuevas vidas cobradas por la mar.

La iglesia disfrutaba de una bonita vista a la Ría de Pontevedra, pero ese día no era así. El

cielo aún estaba oscuro y amortajado de nubes negras. Las cruces y lápidas de piedra de su

cementerio, cubiertas de rocío, brillaban con la luz de los errabundos relámpagos que

surcaban el cielo. Los ángeles y vírgenes de los panteones parecían llorar con el agua y

recobrar vida cada vez que Víctor desviaba hacia ellos su mirada.

De la mano de su madre y de su hermano menor, Víctor da Costa lloraba desconsolado. Las

lágrimas fluían de sus hermosos ojos verdes, ligeramente almendrados, mientras salía de la

misa, para acabar enjugadas en la bocamanga de su abrigo. Había sido corta, con poco boato,

muy del gusto de su madre. Le recordó de nuevo vestido con su elegante traje de teniente de
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navío; un desconocido que se pasaba la vida en el mar al servicio del rey, como le decía su

madre cada vez que su hermano y él preguntaban por papá.

La grava crujía bajo sus pies mientras un carro transportaba el féretro de su padre hasta su

frío y eterno final. Su madre guardaba silencio, impertérrita, reviviendo lo que tantas veces

había presagiado.

Cuando llegaron a la tumba, Blanca Gallegos desvió instintivamente la vista unos metros a su

izquierda y su mente le llevó a pensar en sus padres y en cómo la historia se repite.

Involuntariamente, se llevó la mano al pecho y pensó en el futuro que les esperaría a sus hijos

con la mísera pensión del montepío de la Armada. Tan solo el frío de la humedad parecía

mitigar ligeramente tal desazón.

Víctor y Juan se agarraban a su falda cada vez con más fuerza, sin ser aún conscientes de las

dificultades que habrían de vivir. Miró a su alrededor y observó a los escasos asistentes al

entierro. Ni siquiera había nadie de la Real Armada, tan solo un secretario municipal en

representación de las autoridades locales.

Unos pasos más atrás se hallaban tres o cuatro vecinos de la aldea y algunos pescadores de la

cofradía. En total no más de diez personas, sin contar con el sacerdote y la pareja de

enterradores que se afanaban por pasar las cuerdas bajo el ataúd. Una vida de sacrificios al

servicio de Carlos III para acabar bajo dos metros de tierra húmeda acompañado tan solo por

un puñado de vecinos.

El ataúd comenzó a descender torpemente bajo el nuevo aguacero que había comenzado hasta

que tocó fondo en el barrizal. Mientras tanto, el sacerdote rezaba un salmo como preludio de

la vida eterna que el fallecido empezaba. Acabó en el mismo momento en que los dos

enterradores recogían las cuerdas con un chirriante roce sobre la madera de pino del ataúd.

Blanca se agachó humildemente y arrojó a la fosa un puñado de tierra sobre el féretro. Sus
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hijos repitieron el ritual imitando a su madre. Con el sordo sonido del último puñado, las

palas se pusieron raudas a trabajar para acabar antes de que la lluvia se hiciera más intensa.

Rápidamente los pocos asistentes comenzaron a acercarse a la viuda para expresarle las

consabidas condolencias. Rostros recatados, frases vagas de evocación de los méritos del

difunto. Qué gran marino y hombre abnegado… Blanca asentía con la cabeza sin escuchar

una palabra, estrechando las manos que le tendían de forma automática, evitando sus miradas.

El último de los asistentes, al que reconoció como cofrade mayor del gremio de los

mareantes, se acercó a ellos y la miró profundamente.

—Le acompaño en el sentimiento. Otra vida más que se cobra nuestro mar. Al menos esta

vez le ha devuelto a su marido —le dijo con unas palabras que parecían sinceras mientras

hablaba del mar como si se tratara de una persona.

Blanca murmuró un leve agradecimiento, le estrechó la mano y comenzó a andar con sus

hijos hacia la salida del camposanto. El cofrade siguió junto a ella en paralelo.

—Quiero que sepa que si necesita ayuda nos lo haga saber. Los pescadores sufrimos estos

golpes continuamente y no queremos que nuestras mujeres pasen penurias cuando faltamos

—le explicó mientras intentaba ponerse a salvo de la lluvia.

—Muchas gracias —respondió Blanca sin saber si había entendido bien—. Es usted un buen

hombre.

Tras estas palabras el cofrade se despidió de ellos. Blanca se quedó parada, con sus dos hijos

de la mano, rodeada ya de un lúgubre silencio, tan solo roto por algún errático trueno. Desvió

una última mirada al lugar donde yacía su marido y salió del cementerio. Mientras caminaba

con sus hijos hacia la aldea, comenzó a ser más consciente de lo que se le venía encima.

Estaba sola, sin ingresos de momento y con dos niños de cuatro y seis años. La historia de su

vida se le venía a la cabeza en rápidas imágenes. Otra vez. No podría mantener a sus dos
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hijos, tal vez ni a uno solo con la mísera pensión, suponiendo que recibiera alguna. Quizá

debería escribir a su cuñado a Toledo. Era médico y podría darle al mayor un futuro que a

ella le resultaría imposible. Intentaría mantener a Juan, si no, siempre quedaría la opción de

hablar con el padre Marcos para que acogiera a su hijo al servicio de la Iglesia. Tampoco

sería tan malo, ella lo pasó peor —pensaba mientras se dirigía a Poyo.

Antes de entrar en la aldea, Juan tiró de su falda, se paró y le preguntó con esa tierna voz que

denota la inocencia de los niños:

—¡Mamá! ¿Cuándo volverá papá?

Blanca ni siquiera tuvo tiempo de responder, pues se adelantó Víctor.

—¡Idiota! Papá está muerto. No va a volver nunca.

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