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Si nos roba, mejor no nos lea. No va a entenderlo.

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Foto: Leo Liberman
Javier Sinay
Nacido en Buenos Aires en
1980, el periodista y escritor
argentino Javier Sinay escribe
en revistas y diarios como El
Guardián, Rolling Stone y
Clarín. También ha participado
en distintos programas de la
televisión argentina dedicados
a la investigación forense y dirige el sitio elidentikit.com. Con su
primera no-ficción, Sangre joven (2009), ya muestra su preferencia por
el género negro y policial.

Obras:

Sangre joven (2009); 100 crímenes resonantes que conmovieron a la


sociedad argentina (2010).

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Javier Sinay

El que a hierro mata

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El que quiera ver mis heridas puede hacerlo, pero de mi boca no
va a salir una palabra. Ya pasaron algunos días. El dolor es,
todavía, bastante agudo, aunque no insoportable. Al principio creí
que me moriría con esto, pero sabía en el fondo que tenía más
chances de morir si me quedaba de brazos cruzados. Cuando lo
hice, mi boca era un pompón de espuma sanguinolenta, como el
hocico de un perro rabioso. Ahora sólo hay costras: sangre seca,
saliva seca y pus seco. En pocos días más la historia sea, tal vez,
diferente. No lo sé. Lo que importa es el presente, y cuando digo
«presente» debe entenderse realmente el segundo mismo.

Miro fijo entre la rejilla de mi calabozo y veo a un guardia


sentado que me mira todo el tiempo. Inclusive, cuando prende un
cigarrillo pareciera hacerlo sin concentrarse más que en mi
presencia. Pero su mirada no es como la mía. La de él está vacía.
Es un burócrata más. La mía, en cambio, tiene una certeza: sé
que me quieren matar aquí adentro, pero que no pueden
porque todo se les escapó de las manos. Lo pensé bien en las
últimas horas –cada una, eterna– y llegué a la conclusión de que,
si el viento sopla de mi lado, podré contar el cuento, algo que me
parecía imposible cuando me trajeron. Apenas llegué, asustado y
todavía oliendo a pólvora y a sudores temerosos propios y ajenos,
recordé una vieja historia, de esas que circulan en la tumba
durante años, de esas que nadie puede confirmar ni desmentir. Me
la habían contado alguna vez, hace mucho tiempo, cuando
escuchaba estos cuentos con admiración: en una cárcel sin ley un
preso se había cosido la boca para no hablar. No quería que sus
carceleros le sacaran una palabra. No iba a declarar ni siquiera a
los golpes. El tipo había usado un hilo resistente y una aguja larga
desinfectada con alcohol y fuego, y se había atravesado los labios

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con hilo para callar para siempre. No es sólo que en boca cerrada
no entran moscas: es también que de una boca cerrada no sale
traición.

Me acordé del cuento cuando puse un pie en esta jaula y supe que
había llegado el momento de probarlo en carne propia. Soy un
tipo normal, nadie vaya a creer otra cosa. Le temo al dolor. Le
temí al primer aguijón de la sutura. Le temí al segundo. Y sentí
que el tercero era un beso del diablo. Pero aguanté. Ahora las
heridas se secaron, la saliva es espesa y el hilo me hace callar.

Sé muy bien cuál es el camino del proceso penal: no quiero que


ningún abogado venga a defenderme. Déjenme con mi boca
cosida. Y si entra un abogado, pongámosle por caso un defensor
de oficio, y me dopan para quitarme la sutura, entonces –tomen
mi palabra, aunque vaya muda– me cortaré la lengua.

***

No puedo hablar, que es lo que ellos quisieran, pero sí puedo


recordar. Y la primera imagen que viene a mi mente es la de tres
amigos compartiendo buenos momentos. Me incluyo. Robábamos
joyerías, contáiners de mercadería fina, casas de
electrodomésticos, depósitos de importaciones y al final
repartíamos la plata sobre una mesa bien iluminada. Sólo
trabajábamos cuando nos pasaban una batida. Con el dato seguro,
entrábamos. Nos habíamos juntado gracias a Nino, el jefe de la
célula, que tenía muchos contactos y un admirable ojo crítico
para elegir a sus colegas. Nino era un tipo de los que ya no hay.
Se habla mucho ahora de los viejos ladrones con códigos. Eso,
con Nino, era poco. Nino era un caballero. Agradezco el día en
que mi viejo murió. Bueno, suena feo decirlo así, pero ese día,

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sobre el cajón cerrado, Nino me tomó del hombro con una mano
fuerte. Afuera lloraban las viejas y mis primitos se servían
gaseosa en vasitos de plástico, ajenos a la muerte, ajenos, en
realidad, a todo. «No te preocupes por nada», me dijo Nino. «Y te
hablo en serio. Mañana pasá por el Roma, que vamos a hablar».

El Roma era el bar donde paraba Nino. Un bar viejo en una


esquina vieja, atendido por mozos viejos. Nino iba en saco y
pijama: lo sentía como un anexo de su casa. Ese día –con el
espíritu de mi padre más cerca de la tierra que del cielo– Nino me
contó que era ladrón. Que quería mucho a mi viejo y que por eso
se abría así conmigo. Que habían estado juntos en la guerra de
Malvinas y que se habían jurado en el frente de batalla una
lealtad que nunca quebrantaron. Que mi viejo le dio su campera
en una noche helada porque Nino sentía que se moría. Sin
embargo, siguieron caminos diferentes cuando volvieron de la
guerra. Nino se fue a vivir a un suburbio bonaerense donde se
asentó con su novia en la casa de fin de semana de la familia de
ella. Ese barrio, que era campestre y pueblerino, se transformó en
un arrabal violento y oscuro; pero la casa tomó la forma de un
hogar cálido con muchos hijos –no sé cuántos, pero muchos–.
Nino consiguió un puesto como herrero en la municipalidad. Ahí,
haciendo herrajes y trabajos para los intendentes, descubrió cómo
funcionaban las cosas detrás de la cortina pública. Los fines de
semana iba a la cancha. Hinchaba por un equipo duro, de fútbol
mecánico y oxidado, que le dio alegrías y tristezas en la pelea
cotidiana de una división de segunda. En sus tablones forjó su
propia banda, la Banda del Loco: el Loco era él. Durante una
década se hizo fuerte a medida que su equipo se debilitaba y vio
pasar droga, dinero, navajas y manoplas. Hasta que por sus hijos
–muchos– decidió alejarse de la hinchada. Se dio cuenta de que
era un ámbito peligroso. Quiso ser un padre de familia y lo fue
hasta que alguien de la municipalidad le pasó el primer dato: era
un depósito de rulemanes, que quedaba solo durante una semana

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entera. El dato vino con una barra para forzar la puerta. Adentro
había varias columnas de cajas de rulemanes y algunos ratones
miedosos que se fueron corriendo cuando Nino y sus amigos
llegaron. Cargaron todas las cajas que pudieron, pero igual
sobraron bastantes. No importó: vendieron las que tenían a una
punta que ya las estaba esperando y, aunque no cobraron
demasiado, Nino pudo comprarse la videocasetera y sumarse, por
derecho propio, al mundo del hampa del suburbio.

Mi viejo, en cambio, volvió de la guerra y se portó bien. No hay


ninguna historia de su lado. Pero siguió viendo a Nino, aunque
prefería no enterarse de sus fechorías y quizás ni siquiera las
conociera. Yo recién las conocí cuando, después de la muerte de
mi padre, Nino quiso ofrecerme cierta estabilidad laboral. En el
mundo del delito, se entiende. «No me gusta trabajar con giles y
no me gusta meterme en quilombos: me pasan un datito, lo
estudio y si veo que va, va», me dijo ante el café revuelto.
Cuando uno está perdido, entiende las cosas mal. Y yo, quizás,
las entendí mal: le dije a Nino que contara conmigo. Le di un
abrazo. «Mi viejo te lo hubiera agradecido», le dije.

Empecé a asistirlo, entonces, en sus golpes. Nino no me había


mentido: no le gustaba tomar riesgos de más. Era muy cuidadoso
en cada acción. Si los robos eran en lugares deshabitados, mejor.
Y si podía arreglar desde antes con la policía o con los
encargados de seguridad, lo hacía. Para él, dar un golpe era casi
como ir a hacer una diligencia. Nino odiaba las sorpresas. Yo
trabajaba con la naturalidad del que se gana la vida por derecha:
manejaba autos, manipulaba herramientas y tenazas, hacía copias
de llaves, cargaba cajas, observaba y anotaba coordenadas. Y
cuando no nos juntábamos en el Roma, Nino me ponía a preparar
café en su casa. Me sentía un cadete, uno cualquiera, salvo que
siempre entraba de noche y salía con el sol del alba.

Después conocí a Vergara. Era otro de los hombres de confianza

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de Nino. No sé dónde ni cómo había llegado a Nino. Pero ya no
era ningún pibe. No importa. Vergara se sumó a la banda y
empezó a aparecer cada vez más seguido por el Roma. A veces él
era el que traía la información. Y Nino confiaba porque su olfato
de perro viejo no fallaba.

Así, como tres amigos felices –Nino, Vergara y yo– que cuentan
dinero sobre la mesa: así es como recuerdo el inicio de todo.

***

Hasta que alguien de la municipalidad traicionó a Nino.

Para entender esto hay que pensar en un edificio que por fuera da
la impresión de ser un palacio gubernamental y por dentro es,
más bien, una cueva de ratas. Nino era un herrero, pero también
era un hombre de confianza del intendente, y siempre hay algún
boludo que quiere serrucharle el piso a uno. Yo estoy convencido
de que a Nino le hicieron una cama. Si no, no me explico cómo lo
capturaron en un trabajo que parecía tan fácil como todos los
demás. La historia es la de siempre: por una cadena de contactos
del bajofondo emerge un dato. Esta vez era una oficina de envíos
postales. Estaba al final de una avenida, en un barrio que no
conocíamos. Jugábamos de visita, pero la misión era sencilla y
consistía en entrar con una llave copiada, sacar una caja fuerte
que estaba llena de guita, subirla a una camioneta y entregársela a
un fulano en una estación de servicio de alguna ruta provincial
poco transitada, donde ese fulano le daría a Nino, ahí nomás, su
parte. Nino llamó a Vergara y fueron a la sucursal postal. No sé
por qué, pero esa vuelta no me convocó. Ni me enteré, siquiera.

Era de noche y hacía frío. No había un alma en la calle. Nino

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estacionó la vieja camioneta que había conseguido. La dejó de
culata a la puerta para que todo fuera lo más parecido posible a
un trámite. Bajaron con la llave en la mano. Vergara dio un rodeo
por la cuadra para confirmar que no hubiera nadie, mientras Nino
lo esperaba recostado sobre el capó, frotándose las manos y
echando humo por la boca. Vergara volvió y le dijo «Todo
limpio», y entonces Nino hizo dos pasos y metió la llave en la
cerradura, que cedió con un chasquido. Cuando prendió su
linterna ya era demasiado tarde: había cinco tipos apuntándole
con sus armas –y también con linternas, en un tenso cruce de
luces–.

—¿Buscaban algo, señores? –les dijo el que guiaba a la brigada.


Y Nino, que hacía rato no veía el brillo de los fierros, supo que
esta vez había perdido.

—Tranquilo… No tirés… – apenas le pudo decir, mientras la luz


de su linterna bañaba el rostro de aquel, un policía joven que
evidentemente ya había perdido la inocencia y que lo fichaba con
la mirada de un cuervo.

***

Vergara estuvo detenido durante una semana, hasta que lo sacó


Marqués, un abogado que se movía rápido con los amparos y los
pedidos extraordinarios de excarcelación. Era un sacapresos más.
Frente a los tribunales locales se apretaban los estudios jurídicos.
En sus vidrieras se repetían algunas palabras clave:
«Accidentes», «Despidos», «Excarcelaciones», «Penal», «Civil».
Marqués trabajaba para el doctor Frizzio, un viejo ladrón que
había estudiado Derecho tras las rejas y que, ya en libertad, se
dedicaba a ayudar a sus colegas cuando caían en desgracia. «El

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abogado es un mal necesario: todo ladrón debe tener uno a mano.
Y yo, de ese mal necesario, soy el mal menor», decía Frizzio.
Marqués aprendió todo de él: recursos, argumentos
irreprochables, lamentos pomposos y sobornos disimulados.
Cualquiera fuera la enfermedad, Frizzio tenía el remedio. Cada
mañana desayunaba un café corto en el bar de la esquina de las
fiscalías. A veces se llevaba revistas para hombres, pero no se
animaba a leerlas en público. «Van a pensar que soy un pajero»,
le decía a Marqués. No entendía que eso era lo menos dañino que
podían decir de él. Cuando Marqués opuso un recurso
extraordinario de excarcelación y liberó a Vergara, el corazón del
doctor Frizzio todavía no le había jugado las malas pasadas que
después lo alejarían de sus hábitos. Vergara salió rápidamente,
pero Nino no. Y sólo entonces es cuando esta historia cobra
sentido.

¿Qué pasó con Nino? Ni siquiera hoy lo sé. Sólo sé que su


excarcelación se demoró sin razones durante más de un mes, que
incluso el doctor Frizzio tomó el caso y que lo tuvo que dejar
cuando cayó con ese ataque al corazón. Marqués volvió a
hacerse cargo del expediente, pero cuando fue a golpear las
puertas del juzgado, algunos días después de la internación de
Frizzio, se encontró con que Nino había sido liberado. Y eso sí
que era raro. Porque en la casa donde se habían criado tantos
hijos, nadie había vuelto a verlo, y tampoco en el taller donde
pasaba las tardes tomando mate y soldando fierros, en la
municipalidad. Marqués volvió a la comisaría donde había estado
detenido Nino. Ahí vio, en el libro de actas, la salida del herrero.
Su firma era clara y parecía real. Los policías se mostraban
extrañados: uno de ellos, el joven con mirada de cuervo, condujo
al abogado a través de los patrulleros desvencijados y lo hizo
entrar por un pasillo donde sus palabras retumbaban: «Hablá con
los detenidos, a ver qué te cuentan», le decía, y sus palabras se
multiplicaban con el eco. El calabozo donde Nino había

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permanecido durante un mes estaba al final del corredor. En ese
momento había otros dos reclusos. «Y esto, de onda, eh. Yo no
debería dejarte pasar, pero bueno, acá estamos. Hablá con ellos y
sacá tus conclusiones», le dijo aquel joven. Marqués y los otros
dos dialogaron, rejas de por medio, durante unos minutos. El
abogado se fue convencido de que Nino había dejado la celda con
una sonrisa.

Pero el tiempo pasaba y el herrero seguía sin aparecer. Marqués


tuvo que interponer entonces un recurso de habeas corpus. Esto
estaba fuera de su guión. Era Derecho fino. No sabía cómo hacer
para buscar a su cliente y perdía tiempo en cavilaciones. El
doctor Frizzio tampoco lo podía ayudar: había decidido dejar
atrás todo lo que tuviera que ver con sus viejos oficios y estaba
comenzando a meterse, desde su casa, en trámites y
legalizaciones. Es que quería vivir y tenía miedo de que los
nervios lo volvieran a punzar.

Marqués, que era joven como Vergara y como yo, creció de golpe
cuando apareció Nino. Todos crecimos un poco entonces, porque
fue horrible y no se podía comparar con nada de lo que habíamos
pasado. Nino no apareció entero y ni siquiera apareció cortado en
pedazos. Lo que apareció, en cambio, fue una sola pieza, apenas
una: la mano. La encontraron después de diez meses de misterio,
en un basural suburbano. Dos días antes del cumpleaños de Nino,
tres hermanitos jugaban a la pelota en un pastizal a la vera de la
ruta, en uno de esos lugares en los que la pobreza se adueña de
todo, cuando apareció la mano gorda y descompuesta, pero
también la mano hábil y compañera, de Nino. La misma mano
que había apoyado sobre mi hombro para consolarme frente al
cajón de mi viejo. La piel violácea y quemada no había cedido y
a los pocos días la sección de Necropapiloscopía del Laboratorio
Químico Pericial de la jurisdicción entregó la verdad: era la mano
de nuestro amigo. Sus huellas dactilares habían quedado

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registradas en un programa en el que la Justicia cargaba los datos
de los delincuentes y ahora confirman su identidad.

La mano permaneció en una cámara fría, con una ficha que la


identificó, durante meses. Nadie se había enterado del hallazgo en
el suburbio. La justicia siempre es lenta. Su único mecanismo es
el de la burocracia, que actúa como un poder vivo y palpitante
con voluntad propia. Después de un prolongado silencio, algún
mecanismo se activó para que el abogado Marqués tomara
conocimiento de la existencia de esa mano. O mejor dicho, del
expediente donde se investigaba su aparición. Para nosotros fue
la confirmación de los peores miedos.

Lo que vino después fue más burocracia. Y más meses. La única


manera de vencer a la burocracia era tomando al tiempo por
aliado. Es que nadie en la morgue donde se conservaba la mano
de Nino quería firmar un certificado de defunción hasta que la
orden no llegara desde el juzgado que tramitaba el expediente.
«¡Necesito sepultar a mi marido para vivir en paz!», lloraba la
mujer de Nino ante la oficial que la recibía en el juzgado, cada
vez que pasaba por la mesa de entradas –porque nunca era
recibida por el juez–. En un mostrador donde no se podía
desplegar más que un cuaderno, los empleados del juzgado
armaban pilas de papeles y los iban sellando como autómatas,
mientras la mujer de Nino sentía que el mundo le daba vueltas y
que los sellos caían como martillazos sobre su cabeza, y algún
leguleyo intentaba correrla con el codo para desplegar su
expediente y un correo policial reclamaba a los gritos por la
notificación de la orden del día. Mujeres de hombres presos e
hijos de padres acusados observaban la escena desde atrás y
esperaban su turno, derrotados de antemano, esperanzados en la
nada.

—Alguien tiene que explicar el causal de la muerte de su marido


para poder darlo por fallecido, pero la muerte ni siquiera está

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probada, señora –le decía, la mayoría de las veces, un idiota de
corbata que mandaban a que diera la cara. Pero ella ya sabía que
Nino había muerto: lo sentía con un vacío oscuro en su pecho.

Finalmente, una pieza de la burocracia cedió y la mano le fue


entregada. La mujer de Nino, sus hijos –que eran muchos–,
nosotros –sus amigos– e incluso el abogado Marqués,
participamos de una ceremonia breve pero emotiva el día que
enterramos su mínimo resto en el cementerio, en una zona de
prolijo césped recortado donde una corona de flores enviada por
el intendente resaltaba entre nuestros ramos humildes.

Mientras el pequeño cajoncito era depositado en el foso por el


sepulturero, Vergara me miró. Su cara nunca tenía demasiadas
expresiones, pero ese día leí lo que pensaba sin dificultad: quería
vengar la muerte de Nino.

***

Durante un tiempo ni siquiera pudimos hablar de eso. Nino nos


había ayudado a los dos y nos había dejado un ejemplo: el de un
tipo que nunca quería hacerle daño a nadie. Que si iba a robar, se
aseguraba de que todo fuera tan tranquilo que ni siquiera hiciera
falta llevar ese viejo revólver Iver Johnson calibre 38 que
guardaba arriba del armario y del que muchas veces renegaba.
Con Vergara quisimos mantener la célula y seguir con nuestros
trabajos, pero éramos un dúo absolutamente mediocre. Ni
siquiera nos teníamos fe. Éramos dos almas en pena con un vacío
entre nosotros. Si existiera un psicólogo para ladrones, nos
hubiera venido bien contarle nuestras limitaciones. Pero no
teníamos de qué vivir y el tiempo pasaba. Teníamos deudas y
cuentas impagas que se filtraban por debajo de la puerta. Vergara

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le había dicho a su mujer que se había quedado sin trabajo, en
una mentira piadosa. Yo ni siquiera tenía novia. Como fuera, los
dos necesitábamos dinero. «Llamemos a alguien más. Esto así no
va», dijo Vergara un día, avergonzado. Y a mí me pareció bien.

Estábamos en el Roma, adonde íbamos para rendirle homenaje a


Nino. A ninguno de los dos nos quedaba cerca, pero el viaje valía
la pena. Los mozos ya nos conocían y hacían oídos sordos a
nuestras conversaciones non-sanctas. Como con Nino. Los del
Roma sabían vivir y dejar vivir. Y ahí mismo, donde nosotros
habíamos sido reclutados en tiempos de gracia, Vergara me habló
del Gato.

—Esta es una historia larga y no podés andar contándola por ahí


–me dijo–. La verdad, no podés contársela a nadie. Pero mirá, es
así: Nino tenía a su mujer y a sus hijos, y vivía bien con ellos,
pero también tenía otra mujer. No me mirés así, es posta esto…
Nino había formado otra familia en una villa que quedaba
bastante lejos de su casa. Es que él había conocido a una gente
con un trabajo de herrería y había terminado yendo a proveerse
de unos hierros ahí durante bastante tiempo. Y bueno, así fue,
corta. Conoció a una mina, se encandiló y la hizo su mina. Dale,
boludo, decime algo… ¿No tenés nada para decir, aparte de
mirarme así? Bueno, entonces sigo. La mina parece que estaba
bastante buena y que tenía como treinta años menos que la jermu
de Nino, y tuvieron un hijo y todo. Nino se portó con ella: la
mantuvo durante un par de años e incluso quiso traer a trabajar a
la célula al hermano de ella, un pibe al que le decían el Gato. El
pibe tenía menos de veinte años cuando lo conocí. Esto fue antes
de que vos llegaras, por eso nunca te enteraste de nada. El apodo
no se le puede negar: era un gato el hijo de puta, un felino. Una
vez entró a una joyería por los techos, trepando, y nos abrió la
puerta desde adentro. Por eso Nino pensaba que podía ser un
buen aliado. Pero tenía un problema: el guacho se reía de los

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otros pibes de la villa, que escuchaban cumbia, y él se creía más
inteligente porque tenía todos los discos de los Ramones. Era
punk, ¿entendés? A mí me costó entender qué esa gilada de los
punks, pero viendo a este pibe, a la larga la entendí. Lo malo es
que el Gato dejó de reírse el día que su banda se agarró contra
otra banda. Parece que fue una batalla que todos recuerdan, de
veinte contra veinte. Se cruzaron en una estación de tren y ahí
nomás se agarraron a los cadenazos. El Gato le estaba dando a
uno cuando lo tiraron de atrás entre tres y lo molieron a golpes.
Esa vuelta ganaron los otros. Los punks quedaron tirados por ahí.
Al Gato lo tomaron para dar el ejemplo: cuando el tren estaba
llegando quisieron tirarlo a las vías para que le pasara por arriba y
quedara claro que ellos eran jodidos de verdad. Le dieron palazos
hasta que creyeron que estaba desmayado, lo ahorcaron con una
cadena y lo dejaron ahí, esperando que la locomotora lo hiciera
carne picada. Pero cuando el tren estaba llegando el Gato revivió
con todo y se arrastró como pudo para zafar. Fue una lucha contra
sí mismo: no evitó que el tren le pasara por arriba y lo arrastrara
unos metros, pero se salvó de morir… Al final perdió un pie,
nomás. Se siente afortunado de estar vivo, pero eso fue lo que
hizo que ya no pudiéramos volver a llamarlo. Tuvo que hacer
rehabilitación durante mucho tiempo.

Vergara hablaba sin expresión, como siempre. Si alguien iba a


suceder a Nino, sería él. A mí no me daba la sangre para ser el
jefe. El café de Vergara se había enfriado y yo estaba esperando
el final de la historia cuando apareció el Gato en persona.
Todavía era un punk, aunque le faltara un pie y anduviera con
una muleta. En sus pelos se insinuaba una cresta desprolija, que,
según dijo, debía crecer todavía más, y llevaba una remera de los
Ramones –esa que tiene el águila y el escudo americano–.
Sonreía y en su sonrisa brillaba un diente de lata. Parecía un buen
chico. Se acercó a nosotros, dejó la muleta a un lado y me
extendió una mano. «Ahora el Gato anda con una muleta, pero

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eso puede cambiar», me dijo Vergara. El mozo saludó al Gato
como si se conocieran y le trajo un café aunque no lo hubiera
pedido. El Gato le echó cuatro sobres de azúcar y me miró. Tal
vez notó mi intriga. Era demasiado evidente.

—Yo lo que les propongo es una prueba –me dijo–. Acá Vergara
me dijo que andaban buscando a alguien más y yo también
necesito trabajar. Por ahí piensan que porque estoy con la muleta
no sirvo, pero no es así. Sirvo y se los voy a demostrar. Pero si
incluso me ayudan a ser mejor, puedo ser mejor: necesito una
prótesis para volver a pisar con las dos gambas. Con la pensión
que tengo como discapacitado puedo ligar una que es pesada y
medio inservible… Pero averigüé que hay otra de silicona, con
pie de titanio, que tiene un sistema que traba a la pierna y encima
es re liviana. No saben lo que daría por volver a usar los dos
borcegos… Mirá, varón –me dijo, extendiendo su pie enfundado
en una bota de guerra roñosa–, este borceguí yo lo tenía puesto el
día que me pasó el tren por arriba. Ahora quiero comprarme un
nuevo par y ponerme las dos botas con todo. Por eso, si me
bancan con esa prótesis yo les voy a ser fiel para siempre.
Palabra.

Vergara me miró y asintió con sequedad. «Yo lo banco al pibe»,


me dijo. «¿Y vos?».

***

Al final, el Gato pasó la prueba con honores. No sé cómo hizo,


pero una tarde apareció en el bar Roma con una bolsa roja y su
sonrisa de lata. La cresta, un poco más arriba. «Tomen», dijo,
pasándonos el paquete. «Vean», insistió.

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Vergara lo abrió y se quedó duro. «Puta madre», esbozó, muy
despacio, sin sacar nada. Al Gato le brillaban los ojos como si
fuera un nene en Navidad. ¿Qué había adentro de la bolsa roja?
Me asomé al lado de Vergara y lo festejé: el Gato había traído la
gorra de un agente de la Policía Federal y, lo que era mejor, su
arma reglamentaria, una Bersa Thunder 9 milímetros. Con
cargador.

Nadie le había dado esa consigna como prueba de admisión, pero


los dos sabíamos que, después de eso, el Gato se había ganado su
lugar en la célula.

—¿Pero lo mataste? –le preguntó Vergara en un susurro. Se


notaba que estaba preocupado.

—No… Qué lo voy a matar… Era tan gil ese que no valía la
pena…– se jactó el Gato.

Vergara soltó el aire con alivio.

Pedimos una vuelta de cerveza y brindamos por el Gato. Y por la


prótesis que le íbamos a regalar.

***

Estuvimos recorriendo durante algunos días las casas de


ortopedia. El Gato escuchaba a los vendedores como un niño en
una juguetería. Uno de ellos dijo: «Nuestras prótesis para
amputaciones transtibiales tienen un sistema modular tubular
endoesquelético que incluye todo lo que usted pueda necesitar:
socket o cuenca anatómica de suspensión, reforzada con un
laminado de fibra de carbono y keblar que le brinda mayor
resistencia y durabilidad; endosocket blando acojinado;

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adaptadores y tubo de extensión fabricados en metal ligero; pie
de tobillo fijo con dedos simulados; funda cosmética de espuma
de poliuretano con la forma de la pierna sana; media final de
perlón color carne; y lo último, que va de regalo, es una manga de
sujeción de neoprén». Y todo eso, para el Gato, sonó a música.
«Compramos», dijo, alegre. Salimos de la ortopedia caminando
despacio, pero satisfechos. Y nos dirigimos, entonces, a la
armería y casa de cámping. Ahí estaban, expuestos en varios
estantes, decenas de pares de borceguíes. Los había de varios
colores, nuevos y usados, con doble cuerina o sin cordones, para
el pantano o para el desierto. El Gato eligió unos con punta
reforzada. Se calzó los dos, se paró con cuidado y se miró ante un
espejo. Por un instante volvió a ser aquel punkie que corría por
los tinglados y que pateaba cabezas. Se sonrío a sí mismo con
orgullo y giró sobre sus talones. Así, nos abrazó.

Por supuesto que si nos hubiéramos sentido completos con eso


solo no habríamos continuado adelante. Había algo que nos
debíamos los tres y de lo que no hablábamos, aunque supiéramos
que estaba ahí. Durante un tiempo nos dedicamos al trabajo:
robábamos para pagar las cuentas. Así logré que me volvieran a
conectar la luz en casa. Así Vergara consiguió que su mujer
creyera que había encontrado trabajo como agente de una
compañía de seguros. Así el Gato pudo comprarse una guitarra
eléctrica que nunca aprendería a tocar. Pero la rutina no nos
conformaba. No podíamos quitarnos de la cabeza nuestro deber.
Yo no había olvidado aquella mirada de Vergara durante el
sepelio de Nino, una señal que marcaba el camino y que pedía
revancha.

—Hay que cobrarse el daño que le hicieron a Nino –dijo un


día él, en el bar Roma, mirando por la ventana. A lo lejos,
sobre la avenida, pasaban los camiones. Cuando Nino los veía,
sacaba cuentas: se los imaginaba destripados y vendidos en el

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mercado negro.

—Por Nino, cualquier cosa –lo apoyé, sin convencerme de que


fuéramos a hacerlo de verdad.

Pero me equivocaba.

Había muchas cosas de la vida de Nino que yo no conocía. No


debería sorprenderme: los ladrones guardan secretos. Yo mismo
había aprendido a guardar los míos desde que él me había
sumado a su banda y me había dado un trabajo en el sindicato del
crimen. Tal vez por eso nunca quise formalizar con ninguna
mujer. Me alcanzaba con ir al cine y después al hotel. Con
chatear durante la semana y con compartir algunas cosas. Como
el gusto de helado preferido, por ejemplo. Pero cuando los
diálogos buscaban profundidad me sentía acorralado. Y la dejaba
de llamar.

Nino también tenía secretos, pero eso no significaba que no


tuviera mujeres. No tenía una sola, como la presencia del Gato
me había hecho notar. Pero tampoco tenía dos. Nino –me
confirmaron mis dos colegas– tenía tres mujeres. «¿Otra mujer?»,
me sorprendí, sintiéndome un poco tonto por enterarme tarde de
todo. «Sí. Otra mujer», dijo Vergara. «Y como nosotros no
tenemos idea quién pudo haber querido matar a Nino, tenemos
que verla. Ella seguro nos va a tirar alguna línea». Asentí y, de
ahí en adelante, disimulé mi sorpresa.

Esa noche tomamos un remís hasta El Volcán, un cabaret de


arrabal donde las siluetas de las chicas se ofrecían en neón.
«Buena caza, muchachos», nos deseó el remisero cuando
bajamos. No sabía, por supuesto, que íbamos a cazar de verdad y
con especial atención. Vergara se adelantó y saludó al tipo de la
puerta, un grandote enfundado en un sobretodo y rematado en un
jopo con gel. Charlaron, apartados, y volvió con cara larga. El

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portero no iba a dejarnos pasar gratis. Nos pedía unos cuantos
pesos por cabeza. No tuvimos otra opción que pagar.

La noche de El Volcán era célebre en las barriadas del sur. Un bar


se extendía hasta el fondo y sobre la barra bailaban dos chicas. El
barman las ignoraba, pero los clientes las amaban. Una de ellas
me miró y me hizo señas. Yo miré para atrás: quizás estaba
buscando a otro tipo. Pero no, era a mí. «¡Vení, gordito!», me
gritaba. Pensé que me iba a sacar plata y la quise ignorar, pero el
Gato me empujó hacia ella y me puso a sus pies. «¿Cómo te va,
lindo?», me dijo, desde arriba. Vista de cerca, era bastante fea. En
El Volcán había buena carne, pero este no era el caso. Le respondí
de compromiso y ella dobló la apuesta, poniéndome uno de sus
tacos aguja encima: «¿Querés que hagamos algo esta noche?».
«Bueno, puede ser…», le dije. Ella sonrió hasta que cambié de
tema como un autómata, sin darme cuenta de que el Gato, a mi
lado, ya le estaba acariciando la pierna: «Busco a Charlotte»,
fueron mis palabras. «¿Charlotte?», preguntó, arrugando la nariz.
Quizás fuera su enemiga ahí adentro. Me retiró el taco de mala
manera y señaló hacia el fondo con el mentón. Ahí bailaba otra
mina. De lejos, como suele pasar en los cabarets, parecía una
loba. Estaba haciendo un numerito en una ducha y apoyaba sus
labios y sus tetas mojadas sobre un vidrio empañado mientras
diez tipos le gritaban como se le grita a un jugador de fútbol que
gambetea a cinco rivales. «Esta es otra de las minas de Nino», me
sopló Vergara. Envidié a Nino y pensé en su mano –esa mano de
varón que me había abrazado frente al cajón de mi viejo algunos
años atrás, pero también esa mano violácea y congelada que llegó
a permanecer durante meses en la cámara frigorífica–, e imaginé
cómo esa misma mano habría acariciado, con la música de sus
gemidos, esas tetas mojadas que Charlotte ahora nos ofrecía,
sobre el final de su show.

Un rato después estábamos frente a la loba.

21
De nuevo, había sido víctima de una falsa impresión: de cerca
pude advertir que a Charlotte le faltaba un diente y que la noche
la había envejecido antes de tiempo. En el camarín de las
meretrices, mientras algunas se preparaban para salir y se
ajustaban sus ínfimos vestidos, Charlotte lloró por Nino frente a
nosotros. Vergara la había conocido una noche en que fue, con el
jefe, al cabaret. Ese día él había pasado con una rubia a un hotel
donde dejó hasta el último centavo. En cambio, Charlotte se puso
un abrigo y se fue a cenar con Nino a una parrilla de lujo. «Era un
dulce. Disfrutaba de mi charla y escuchaba mis consejos», evocó
Charlotte. Di por sentado que rara vez tenían sexo. Que mi
imaginación había ido demasiado lejos cuando los pensé juntos
en una noche de pasión.

Vergara decía que, de todas las mujeres de Nino, Charlotte era la


que más podría ayudarnos. Porque la madre de sus hijos nos
podría contar historias del pasado y la hermana del Gato,
anécdotas domésticas. Pero ninguna podría hablarnos de los
asuntos que alguien como Nino compartiría con una prostituta.
Cuando ella comenzó con su relato entendí rápidamente que
Vergara la había pegado de vuelta. No tengo dudas de que, si
Nino hubiera sido católico, en vez de buscar a una puta habría
recurrido a un cura: Charlotte era su confesora.

La loba nos contó que se había enterado de la desaparición de


Nino, pero no del asunto de la mano. No sabía que su locuaz
amante ya tenía una tumba, pero cuando Vergara le contó la
novedad no se sorprendió ni se angustió. Recibió la noticia con
serenidad, resignándose, acaso, a una vieja verdad. Vergara era un
observador atento y entendió que el rostro de la loba sabía. Que
tenía algo más para dar. Que la historia que debíamos escuchar
estaba a tiro.

Le dijo, entonces:

22
—Charlotte, miranos. Somos los amigos de Nino. Necesitamos
saber qué pasó. Charlotte, ¿quién mató a Nino?

***

Se llamaban Rey. Rey grande y Rey chico. O Rey padre y Rey


hijo. Y andaban por las calles del suburbio como si fueran reyes.
No se despegaban de sus Browning 9 milímetros ni de sus placas
policiales. Rey grande, que era comisario, quería legarle el
negocio al hijo. Y Rey chico, que también era policía, quería
quitarse de encima –al menos un poco– la mugre que su padre le
había dejado en el nombre, pero no podía ocultar su inclinación
por los «métodos» –porque así los llamaba–. «Soy un nene bien»,
decía Rey chico cuando quería jactarse de su educación y de su
cultura, y alejarse de la oscura herencia de su padre. «Mi viejo es
un laburante y se mandó algunas cagadas que respeto y
comprendo, pero yo no necesito embarrarme porque soy un nene
bien», insistía. A las mujeres les decía lo mismo: «Me puse
perfumito para vos porque soy un nene bien». Y ellas, por el
aroma del perfumito o sólo para caerle bien al hijo del comisario,
se reían.

Rey chico hacía el circuito de su padre para recibir la paga de lo


que ellos llamaban «la cuotita». Recorría su territorio y cobraba
por protección, por chantaje o por extorsión. Visitaba
restaurantes, supermercados chinos, locales de venta de
autopartes, tugurios no habilitados, mesas de quiniela, kioscos
que vendían droga, dealers muertos de frío en las esquinas,
prófugos de la justicia, comerciantes de devedés pirata,
mercaderes de ropa deportiva de imitación, administradores de
prostíbulos encubiertos, whiskerías sin permiso, prostitutas

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callejeras con navajas en la cartera, revendedores de entradas de
fútbol, limpiavidrios parados en las esquinas a la espera de las
limosnas, vendedores y compradores de dólares en el mercado
negro, piratas del asfalto de capa caída, distribuidores de armas
de bajo calibre para las patotas y gestores de documentos falsos
para los inmigrantes ilegales. Rey chico los saludaba a todos con
un beso y los despedía con una palmada. Siempre cobraba la
cuotita, se mostraba correcto y prometía volver pronto. Y cuando
le ponían mala cara, los escrutaba con su mirada de cuervo –que
no podía disfrazar con una sonrisa falsa– y les respondía: «¿Qué
pasa? ¿Te molesto? Peor sería para vos que viniera el viejo con
los suyos… Conformate, amigo, yo soy un nene bien».

Una noche, el hijo del comisario llegó a El Volcán. No era la


primera vez que iba, por supuesto, pero en esa visita descubrió el
impactante show de la loba en la ducha. Le preguntó al dueño por
esa mujer y el dueño entendió que si la enganchaba con el nene
bien podría hacer mejores negocios con los dos Rey. Cuando
Charlotte terminó su número, el dueño del boliche le presentó al
visitante y los dejó en la mejor mesa del club, con una botella de
champagne y dos copas para brindar. Ella cumplió con su rol:
durante una noche fue la mujer ideal. Todo parecía normal, tan
ordinariamente normal como cualquier encuentro entre un policía
y una prostituta, pero al amanecer Rey chico cometió un error: se
fue del hotel mientras ella dormía, dejándole su paga con algunos
billetes de más, y también un ramo de rosas blancas. El nene bien
se había enamorado. Y como quería distinguirse de su padre no le
temía a las cursilerías.

Su paso por El Volcán se volvió entonces frecuente. Charlotte lo


recibía con besos y sonrisas. Las demás chicas del night club la
envidiaban, pero ella no quería de Rey chico más que su dinero.
Y tal vez algún favor que le pediría cuando Nino, que era el
hombre en el que pensaba cuando se va a dormir (sola), estuviera

24
en problemas. Lo que no sabía Charlotte, aunque lo descubriría
pronto, era que los problemas de Nino llegarían por su culpa
cuando el hijo del comisario se enterara de la relación cercana
que mantenía su elegida con aquel otro tipo. Era posible que
alguna de las meretrices se lo hubiera hecho saber para perjudicar
a la loba. Nino y Rey chico no se cruzaron nunca, de casualidad,
pero el nene bien se había obsesionado y lo esperó a la salida de
El Volcán para seguirlo, sigilosamente, durante varias noches.
Nino no se daba cuenta. El hijo del comisario le apuntó con su
arma desde su auto tantas veces que perdió la cuenta. Pero nunca
se animó a disparar porque temía errarle en la oscuridad cerrada.
Pensaba en bajar del coche y liquidarlo en la calle. Tal vez podía
darle alguna despedida final: «Esto es porque te metiste conmigo
y aunque soy un nene bien, no soy ningún boludo», por ejemplo.
Pero en algún lugar de su mente la obsesión cedía y entendía que
sería una operación con cierto riesgo para sí mismo. Algún vecino
podría verlo.

En varias ocasiones le recriminó a su elegida por ese hombre. «Es


un cliente, nada más», se resguardaba Charlotte, creyendo que
con eso Rey chico se iba a quedar tranquilo. Pero el tipo estaba
obsesionado y una noche, en un hotel, discutieron. Ella se
defendió: no lo podía dejar, le pagaba muy bien. Rey chico
golpeó con su puño la pared y entonces soltó una opción
dramática: «A ese tipo hay que matarlo. Yo te voy a dar un
revólver y te voy a pedir que le gatilles cuando duerme. No vas a
tener nada de qué preocuparte… Vamos a arreglar todo para que
parezca un suicidio. Y punto». Rey chico dio media vuelta y se
fue con un portazo. Charlotte se quedó congelada. Se le hizo un
nudo en la garganta y se le llenaron los ojos de lágrimas. Durante
los próximos días, la loba pensó en una salida final: se doparía
para no sentir y, cuando Nino duerma, le apoyaría el arma en la
sien y le dispararía. Entonces, sin perder tiempo, sin siquiera
detenerse a contemplar el espectáculo horrendo de la sangre,

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Charlotte se acostaría a su lado y le tomaría la mano. Y así, con
lágrimas en los ojos dopados, ella también se quitaría la vida,
dejando una nota en la que acusaría a Rey chico de haberla
obligado a cometer el crimen.

Pero el hijo del comisario nunca le llevó el revólver ni le pidió


que cumpliera con el plan. De alguna manera quedó claro que
todo había sido parte de un momento de rabia. Rey chico pasó
más noches en el auto, yendo detrás de Nino. De a poco se abrió
ante él el mundo del ladrón amable: descubrió a Nino en un
depósito, llevándose cajas; en un negocio, sacando misteriosas
bolsas; y en una casa, apropiándose de todos los
electrodomésticos. Y entonces comenzó a pensar en un plan más
sutil. Sabía que en el mundo del hampa la información se vendía
y se compraba, conocía esos códigos y se sintió en su propio
territorio cuando uno de los informantes que su padre había
adiestrado hacía años le pasó la posta a cambio de nada: «Nino va
a entrar a la oficina de correo de la avenida. Es un lugar alejado,
seguro para operar. Podés esperarlo ahí que nadie se va a
enterar de nada», le dijo, cubriéndose del frío a la salida de un
tugurio. El informante creía que Rey chico quería ejecutar a
Nino, pero se equivocaba.

En cambio, en una noche de invierno el hijo del comisario se


atrincheró adentro de la sucursal postal con cuatro tipos de la
brigada y esperó. Esperó durante una hora, en silencio, con una
pistola en una mano y una linterna apagada en la otra, sumido en
una oscuridad a la que de a poco se fue acostumbrando, donde el
silencio sólo era cortado por el carraspeo ocasional de las
gargantas de sus hombres y el retorno en memorias de todo lo que
había vivido con Charlotte, hasta que alguien metió una llave
desde afuera y abrió la puerta. El desconocido, que venía con
otro, ingresó e iluminó a los polis con una linterna. Pero antes de
que pudieran escapar, ellos prendieron las suyas y les apuntaron a

26
los dos con sus pistolas.

—¿Buscaban algo, señores? –los saludó el hijo del comisario.

—Tranquilo… No tirés… – respondió, sorprendido, el que acaba


de entrar. Era Nino, por supuesto. Rey chico lo conocía bien y la
poca luz de su linterna que caía sobre su cara le alcanzaba para
notar su desconcierto y regocijarse con su victoria: ahora Nino
era su presa.

***

La loba se secó las lágrimas.

Vergara asintió lentamente, con rabia. «Me acuerdo muy bien de


ese hijo de puta», dijo. Él también había estado en la oficina de
correo.

El Gato me miró.

Y yo miré al vacío, pensando en las consecuencias que tendría


para nosotros todo eso que ahora sabíamos.

«¿Qué hacés? ¡Secate la cara, querés, que ya tenés que salir a


bailar!», le gritó desde la puerta el dueño del cabaret a Charlotte.

Nos fuimos de El Volcán cuando clareaba.

Otro remís nos dejó en el bar Roma, pero estaba cerrado. Nos
quedamos en la puerta, esperando a que llegaran los mozos para
abrir. A nuestro alrededor comenzaba a clarear con tanto frío que
echábamos vapor por la boca mientras discutíamos qué hacer. Era
el hijo del comisario: ¿nos animaríamos a vengar a Nino? Yo era

27
el único que parecía dispuesto a dejar las cosas como estaban.
Podíamos venerar a Nino en el cementerio en vez de meternos de
lleno con el poder policial de nuestra zona. Pero Vergara no
estaba de acuerdo con mi idea: «No hay manera de dejar pasar
esto. Y menos sabiendo quién es el que mató a Nino». «Pero los
registros de la comisaría dicen que Nino salió en libertad. Tal vez
lo mató alguien afuera…», interpuse. No debí hacerlo. Mis dos
colegas me miraron de reojo, como se mira a un cobarde. «Vamos
a hacerlo», dijo El Gato, «por el honor de Nino, por todo lo que
nos dio, por su memoria y para que descanse en paz».

¿Pero cómo? Discutimos un rato. Podíamos liquidarlo desde


lejos, dijo el Gato, con un rifle, para no tomar riesgos. Pero
ninguno de nosotros tenía buena puntería. Podíamos contactar a
algún tipo más pesado, que se la tuviera jurada, y mandarlo a
matar. Eso propuse yo. Pero era ridículo para mis compañeros
que un ladrón no se animara a hacer el trabajo sucio por sí
mismo. «Le vamos a pagar con la misma moneda. Vamos a hacer
lo que él hizo con Nino», dijo entonces Vergara. «¿Y eso qué
viene a ser?», preguntó el Gato. «Lo vamos a secuestrar y cuando
lo tengamos cautivo vamos a cortarle una mano… y después lo
matamos», respondió Vergara. Hablaba como si no tomara noción
de lo que decía, como si la crueldad no lo tocara o el riesgo del
rapto no le preocupara. «Es una locura», me quejé, «¿Vos estás
hablando en serio?». «No nos queda otra», respondió. Me puse
nervioso. Era demasiado para mí y sentía que ya no podía
bajarme. El Gato también estaba de acuerdo con iniciar el plan.

Los dejé solos, frotándose las manos por el frío, en la puerta del
Roma. El bar todavía no había abierto. Por mi parte, creí que
caminar un poco me iba a hacer bien.

***

28
La idea de recurrir al abogado Marqués fue del Gato. Y como
Marqués había sacado de la cárcel a Vergara, este la aprobó.
Como todos los abogados sacapresos de la zona, Marqués le
debía algunos favores a los dos Rey. Eso era vox populi, y no
sólo con respecto a Marqués, sino a todos los bogas del gremio.
Una vez, cuando el tren no se había llevado para siempre todavía
a su pie, el Gato le había puesto una navaja en el cuello a un
mecánico que había visto un robo en la esquina de su taller. Fue
antes del juicio en el que ese ladrón iba a ser juzgado: al Gato
lo había enviado el abogado Marqués para que el principal testigo
–el mecánico amenazado– cayera en la amnesia y no se animara a
declarar. El apriete era una práctica cotidiana en el suburbio y el
Gato había hecho más de un trabajo sucio para Marqués. Pero
cuando lo llamó y le dijo «Tengo algo para vos», la línea se dio
vuelta: esta vez el matón le iba a dar trabajo a su patrón.

Nos juntamos con el boga en nuestra guarida, el bar Roma, por


supuesto. Ya nos conocíamos todos y hubo algunos minutos de
charla amena antes del encargo. Marqués traía su maletín cargado
de papeles –sospecho que la mayoría serían recursos de
excarcelación– y al dorso de uno escribió en clave algunos datos,
a medida que nuestra conversación avanzaba y los cafés se
sumaban: «R.c.» (por «Rey chico»), flecha a «N.» (por «Nino»),
un círculo con la palabra «Recorrido», «Cuota», «$$$», «?», más
flechas, algunos puntos y un par de cruces. Ese era el plan.

Que era el siguiente: Marqués debía reforzar su relación con Rey


chico y, de a poco, ir ganando su confianza para informarnos
sobre sus movimientos. A Marqués le dijimos que queríamos
burlar al hijo del comisario para robarle la cuota grande –la de
algún pagador que no sabíamos cuál era, y ni siquiera si existiría,
aunque sospechábamos que sí– antes de que él pasara a retirarla.
Cuando le planteamos el asunto, Marqués levantó las cejas. «Es
muy serio esto, muchachos, yo no puedo meterme en algo así»,

29
nos dijo, sorprendido. Pero teníamos respuesta para eso: una vez
que Rey chico quisiera capturar al ladrón que se había metido con
él, nosotros le pasaríamos información a Marqués para entregarle
a algún tipo a quien nadie quisiera demasiado, a quien nos
ocuparíamos de tener bien comprometido con pruebas falsas. Y
Marqués se lo entregaría a Rey chico: sería un favor que el hijo
del comisario nunca olvidaría. Al abogado le gustó la idea.
Cuando se frotó las manos me di cuenta de que, definitivamente y
como suele ocurrir con los de su especie, no tenía ningún
escrúpulo. Marqués se dio cuenta, muy rápido, de que al final del
juego él quedaría bien parado con los dos Rey. Nosotros no
conocíamos a nadie a quien echarle el fardo al final de la historia:
no teníamos más enemigos aparte del hijo del comisario. Pero ya
se nos ocurriría algún cuento para solucionar eso. Lo que no le
dijimos a Marqués es que cuando nos diera el recorrido,
capturaríamos al nene bien. No queríamos robarle su dinero, sino
matarlo. Y eso sí que era serio. Tan serio que no podíamos
confiárselo a nadie.

El propio Marqués nos dio la clave para entrar al mundo de


Rey chico: el hijo del comisario coleccionaba objetos y
antigüedades de la historia argentina. A veces podía dejar
varios miles de pesos en una pieza valiosa. «Dénme algo de
eso para que yo pueda acercarme, y vamos a ir por buen
camino», nos dijo, antes de dar por cerrado el trato. Un
apretón de manos coronó la reunión y el tipo se perdió más
allá de la puerta, en la ciudad.

Nos quedamos en la mesa. Vergara le habló al Gato: «Vos vas a


ser el encargado de conseguir lo que este pidió». El otro asintió.
Después, Vergara marcó un número en su teléfono celular.
«¿Cacho? ¿Cómo andás, viejo? Vergara, sí… Estoy buscando
alguna pieza histórica buena, pero algo que no me arranque la
cabeza con el precio… Sí, sí, algo así… Y, no sé, algo de

30
Belgrano, de San Martín, de algún prócer, viste… Dale… Dale…
Te mando a un amigo y le mostrás lo que tenés, el Gato se llama.
Te lo mando, sí, gracias… Chau, viejo». Y después, mirando al
punk: «Cacho es un amigo mío que tiene un negocio de
antigüedades en una galería del centro. Andá a verlo y traele algo
a Marqués. Acá te anoté la dirección. Yo después arreglo con él
por la plata. No le digas nada, eh… ¿Muzza, eh?».

***

El Gato no sabía demasiado sobre la historia argentina, pero


Cacho, el amigo anticuario de Vergara, le pasaba algunas
pequeñeces baratas (y no tanto), sin trampas. Y el Gato se las
llevaba a Marqués, para que quedara bien con nuestra presa.
«¡Me vas a convertir en el abogado preferido de los dos
Rey!», le decía Marqués al Gato, de buen humor, cuando el
hijo del comisario le agradecía sus obsequios con una sonrisa
sincera. Una pluma que había pertenecido a Martín de
Güemes, una carta del ministro de economía de Sarmiento a su
par uruguayo, una pala de 1876 con la que había sido cavada
la Zanja de Alsina en la lucha contra el indio y una medallita
de Clara Funes, la viuda del general Roca: todo hacía las
delicias del hijo del comisario, que se jactaba de lo refinado de
su cultura y que cada vez se abría más ante Marqués. Como
buen abogado, Marqués estudió de memoria algunos pasajes
de la historia argentina para simular su interés. El resto de la
charla era más atractiva: hablaban de los policías, de los
ladrones y de los jueces del distrito; y, por supuesto, de
mujeres y de fútbol. Y bebían. Rey chico era un buen tomador
–otra de las cualidades de las que se jactaba– y comenzó a
generar cierto aprecio para con Marqués. Aunque los dos eran

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jóvenes, el hijo del comisario adoptaba algunas actitudes
protectoras con el otro: desde aconsejarle cómo meter sus
amparos jurídicos hasta llevarlo a su casa cuando el alcohol lo
doblaba.

Mientras tanto, nosotros dábamos golpes cada vez más audaces


para pagar todos esos objetos. Hasta llegamos a hacer una
salidera en un banco, siguiendo a un tipo que acababa de retirar
una valija llena de guita. Cuando llegó a su casa, lo reventamos a
golpes y nos escapamos con el maletín. Esa vez creímos que el
hombre se había quedado en el suelo, pero nos persiguió con un
arma en la mano. Corrimos mucho. Hasta el Gato, con su pie
ortopédico, corrió.

«Ah, che, decile a tu amigo Vergara que hay un tipo queriendo


vender la daga del General San Martín», le comentó un día
Cacho al Gato, delante de una colección de monedas viejas.
«Que se deje de joder con boludeces: la daga es la posta. San
Martín la llevaba siempre con él y es tan valiosa como su
sable, aunque menos conocida». El Gato se lo contó a Vergara.
Y todo eso tomó color cuando se enteró Marqués: «Se va a
volver loco», se entusiasmó el abogado, «es la excusa perfecta
para pedirle a Rey chico que la junte toda en una noche y
ahí… ¡zácate!».

Pero el hijo del comisario desconfió. No se lo creía. «¿La daga


del General José de San Martín? ¿Pero vos estás seguro? San
Martín es uno de los mayores patriotas de América Latina… No
me estarás tomando por boludo, ¿no?», le decía a Marqués
cuando este quería convencerlo de presentarse a la transacción.
Las cosas se complicaron. Y sentados alrededor de la mesa del
Roma, como en estado asambleario, decidimos que lo mejor sería
juntar a los dos extremos de nuestra cadena: que Rey chico y
Cacho se conocieran de una vez.

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«¿Cacho? ¿Cómo andás? Vergara, sí…», comenzó el jefe cuando
lo llamó por teléfono.

***

El encuentro fue en una galería comercial y subterránea del


centro. Era, quizás, el único lugar de la ciudad donde no hacía
tanto frío. Allí, entre locales inaugurados en la década del
cuarenta y jamás redecorados, Cacho recibió a Rey chico y a
Marqués en el negocio de un intermediario, que era amigo del
poseedor de la daga. Después de las presentaciones pasaron todos
a un reservado, detrás del mostrador. La luz de tubo titilaba y
bañaba sus rostros. La mirada de cuervo de Rey chico medía a los
demás. Desconfiaba.

—Joven –le dijo el poseedor, un viejo atildado que peinaba sus


canas hacia atrás con decisión y con gomina, que fumaba un puro
apagado y que arrastraba las palabras en voz baja, como
acostumbrado a la discreción–, usted sabrá que esta daga ha
pertenecido al General José de San Martín, máximo héroe de la
nación argentina y de la epopeya libertadora del Perú y de Chile.
–En el silencio, Rey chico asintió–. Entonces lo que va a ver
ahora, joven, es una pieza viva de la historia de la patria
americana. Pero antes debe contarme por qué le interesaría llegar
a tener bajo su propiedad esta pieza tan valiosa. Comprenderá que
no se la puedo entregar a cualquiera… Es verdad que aquí estoy
para venderla pero, por supuesto, hay una responsabilidad en el
arte de la compra y de la venta de antigüedades, máxime cuando
estamos tratando con los bienes que nuestros padres fundadores
nos han legado. Usted comprenderá…

—Sin duda, doctor. Antes de explicarle lo que quiere saber, me

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gustaría contarle que soy oficial de la Policía de la Provincia de
Buenos Aires, y que mi padre, con el rango de comisario
inspector, es el titular de una de las dependencias al sur de la
ciudad. Vengo de una familia que siempre sirvió a la nación. Mi
tío abuelo fue miembro del Ejército y yo mismo pensé en
enrolarme antes de convencerme de que la fuerza donde mejor
podría servir era la policía. Le cuento, también, que soy un
coleccionista apasionado. Traje, para mostrarle, mi última
adquisición: una pluma que perteneció al general Güemes, vea, y
mi amigo aquí presente, el doctor Marqués, que es un abogado
reconocido en los tribunales del sur, no me deja mentir. Por
último, y esto, bueno, esto es lo de menos… pero por último,
decía, sepa que estoy dispuesto a pagar lo que usted pida por la
daga. Pero no sin antes verla.

—Esa es una buena idea para avanzar, joven –dijo el hombre, al


tiempo que depositaba sobre la mesa un maletín y todos observaban,
expectantes, esperando ver algo definitivo como una revelación.
Hasta Marqués contenía el aliento. El hombre de la gomina abrió
la valija y sacó un puñal brillante y pequeño:– Et voilá!

—Oh –se sorprendió Rey chico, sin darse cuenta de la sonrisa


franca que comenzaba a pintarse en sus labios.

—He aquí la daga del General San Martín. Tómela, siéntala,


déjese llevar, escuche lo que la historia tiene para decirle a través
de esta pieza única… –invitó el vendedor, al tiempo que Rey
chico extendía sus manos para recibirla.

El resto fue, como suele ocurrir en estos casos, mucho menos


interesante: se trato de la negociación para ponerle precio a la
daga. Y el número acordado fue uno bien alto.

***

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—¿Y qué dijo el chabón?

—¡Está muy entusiasmado! Quiere comprar la daga, pero el tipo


le pidió mucha, mucha guita…

—¿Pero cuánto?

—Miles de dólares… No sé el número exacto porque lo hablaron


entre ellos. ¿Pero se dan cuenta, muchachos? ¡Ésta es la nuestra!
Vamos a aprovechar para agarrarlo cuando esté con la guardia
baja… ¡y nos vamos a forrar de guita!

—¿Y la va a juntar toda el mismo día?

—Parece que sí, yo de a poco le estoy haciendo la cabeza para


que lo haga así. Le digo que le conviene usar efectivo para que no
lo rastreen los tipos del fisco, y que el efectivo no puede esperar
más de un día porque es mucho, ¿y dónde lo va a guardar? No,
ves, no tiene sentido que ahorre. No seas gil, le dije, no seas gil y
juntala toda en una noche y a la mañana cerrás el negocio.

—¿Y qué dijo?

—Y, me dio la razón, obvio. En el fondo, es un nene de papá que


necesita siempre un buen consejo.

—¿Y entonces? ¿Cuál es el plan?

—Me dijo que no le puede contar de la daga de San Martín a


nadie, que sería muy loco para todos… Tiene miedo de que se le
arme algún quilombo. Entonces cuando haga la recorrida para
cobrar la cuotita no va a poder llevarse a ninguno de los pibes de
la brigada. Y acá viene lo mejor…

—Qué.

—¡Me lleva a mí! Sí, me dijo que yo era el único que sabía y que,

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me guste o no, iba a tener que acompañarlo… ¡y encima calzado!
Parece que quiere darme alguna pistola para que haga bulto y se
note que soy malo… ¡Je!

—¡Qué grande sos! Espero que no te pegués un tiro por error…

—No, no, justo ese día no creo… Porque cuando cerremos el


negocio voy a tener que salir a disfrutar de lo que ganemos. Pero
después, muchachos, no me dejen solo, ¿eh? Habíamos quedado
en que cuando empiece la investigación ustedes me tiran letra
para que yo quede bien con el padre y con el hijo, ¿eh? Acá es
vamo’ y vamo’… Si no, Dios no lo quiera, todos vamos a
terminar culo para arriba…

—Quedate tranquilo, Marqués, que este es un negocio entre gente


grande.

—Muy bien… Manténganse atentos, muchachos, que cualquiera


de estas noches les doy la señal y nos hacemos ricos. Y no sean
boludos, que si no responden todo va a haber sido al pedo. Y lo
único que falta es que estemos haciendo todo esto para ayudar a
Rey chico a comprarse la daga de San Martín.

—No. Tan boludos no somos.

***

«HOY ES LA RECORRIDA!!!!!!!!!!! Estan x ahí?? Esto es


URGENTEEE», decía el mensaje de texto que nos envió Marqués a
los tres, un día cualquiera, a eso de las siete de la tarde.

***

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El itinerario empezó con el atardecer. Rey chico pasó a buscar a
su supuesto amigo Marqués por una esquina cualquiera. Esta vez
no viajaba en su auto, sino en uno que la policía había
secuestrado en un operativo. Era un Volkswagen Gol gris y era la
primera vez lo que usa. «A ver, meté la mano por ahí y fijate qué
encontrás», le dijo en un momento, en broma, al abogado.
Marqués abrió la guantera y encontró un sobre de desodorante
ambiental, unos folletos turísticos, un mazo de naipes y una caja
de preservativos. Rey chico se reía, pero no decía nada. Cuando
se detuvieron en la primera parada, un restaurante peruano,
Marqués se bajó con él y se cuidó bien de mostrar en su cintura la
Bersa Thunder 9 milímetros que el hijo del comisario le había
dado. Sabía que estaba cargada y eso lo envalentonaba. El
abogado lucía como un guardaespaldas perfecto, peinado a la
gomina y enfundado en una campera de cuero. Recordaba a los
viejos «culatas», esos esbirros que en la década del setenta iban
detrás de sus patrones con el arma en la cintura, y esa noche
Marqués se sabía un culata bravo que escupía y miraba de reojo
mientras su patroncito, el hijo del comisario, enfundaba los
primeros billetes y se despedía de su cliente con un beso y una
palmada insidiosa.

«La daga de San Martín es la pieza que los coleccionistas se


quedaron para ellos, para hacerla guita», le contaba Rey chico a
Marqués mientras conducía el auto hacia su próximo destino.
Evidentemente, el hijo del comisario había estado investigando
sobre su próxima adquisición. El abogado lo escuchaba con cara
de interesado mientras trataba de adivinar el itinerario para
pasarle el dato a los otros, que estaban esperando la señal para
atacar. «Me gusta saber todo de todo», siguió Rey chico. «Antes
de dar un paso estudio, leo, busco, investigo. Vos dirás: ‘Es tu
trabajo, sos policía, tenés que seguir las pistas y armar el
rompecabezas hasta encontrarle la vuelta al asunto’. Y sí, pero
vos sabés tan bien como yo que todos los que llevamos este fierro

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pensamos más en la moneda que en otra cosa. Lamentablemente
es así. Bah, qué digo… ¿Lamentablemente dije? ¡Qué gilada!» –y
se rió con una carcajada milimétrica, como estudiada: Rey chico
festejaba sus ocurrencias sin esperar nada a cambio. Marqués lo
acompañaba con una sonrisa de compromiso, de esas que al cabo
de unos minutos se hacen difíciles de sostener. «En cambio a mi
viejo las cosas no le preocupan tanto como a mí. Él es un tipo
pragmático. Él va, pum pum, la hace y la levanta, clinck, caja,
caja y caja… Así construyó su imperio y eso se lo respeto. Pero
yo, que soy un nene bien, prefiero tomarme mi tiempo, aunque
demore todo un poco más, para estar enterado de las cosas. Todo
tiene un por qué. Ayer me quedé hasta tarde viendo tele. Estaba
Claudio María Domínguez, ese que hoy habla del alma y que
hace años era un niño prodigio imbatible en los programas de
preguntas y respuestas. Yo no sé si ese tipo tiene carné de pícaro
o si la tiene re clara… pero dijo algo que me cautivó: todo lo que
llega a nuestras vidas, cada situación por la que pasamos, es por
algún motivo. Las casualidades no existen. Yo estoy cansado de
escuchar boludos que se viven arrepintiendo. El saber es poder,
viejo, no te olvides de eso… Y a mí me gusta saberlo todo de
todo».

El auto detuvo su marcha: habían llegado a un supermercado


chino. Rey chico se entendía bien con los amarillos que habían
llegado desde la provincia de Fujian: ellos ya estaban al tanto de
que, aunque debían pagar tributo a sus paisanos mafiosos,
también debían guardarle su parte a la policía y a los inspectores
fiscales. Los que mejor se adaptaban simplemente se resignaban
y tomaban esas rendiciones como parte del negocio. Los que no
lo aceptaban solían irse afuera: volvían a China o escapaban
hacia Estados Unidos. Los menos no pagaban ni tampoco se iban.
Esos eran los que terminaban muertos cuando la mafia china los
ejecutaba contratando a sicarios peruanos que usaban armas de
calibre 22, porque no hacían ruido ni salpicaban.

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El ritual con Rey chico siempre era el mismo, como una sucesión
de movimientos estudiados en los que el hijo del comisario
entraba y saludaba a la cajera –una muchacha oriental que si
tuviera algo de autoestima y de decisión estaría en una pasarela y
no en ese puesto roñoso de un supermercado igualmente roñoso–,
para después dirigirse hacia el fondo del local, donde esperaba el
padre. El hombre encabezaba el supermercado y manejaba las
cuentas. Cuando Rey chico se acercaba, el chino corría la cortina
que hacía de puerta del infecto recinto donde dormía el carnicero
del supermercado, otro chino recién llegado de la provincia de
Fujián que se había aferrado al puesto con «cama» y «comida»
creyendo que se trataba de un primer escalón de un futuro
promisorio. Pero el carnicero estaba en su carnicería y el recinto
donde dormía –levantado en medio del depósito– estaba vacío.
Allí el viejo chino le hizo entrega del dinero al hijo del comisario.
Rey chico no se animó a palmearlo, ni a darle un beso. Lo miró
en diagonal y asintió. El chino corrió la cortina y el policía salió,
con los billetes arrugados haciendo bulto en su bolsillo.

Marqués, que esperaba en la puerta con su mano en la culata del


arma mientras se desarrollaba el trámite, aprovechó para enviarle
un mensaje de texto a Vergara, en el que le dijo que hasta el
momento no conocía el itinerario y por lo tanto no podía anticipar
un punto de encuentro para dar el golpe, pero que, como sea, lo
averiguaría. El hijo del comisario apareció un segundo después
de que Marqués hubiera guardado el teléfono en el bolsillo. Quiso
iniciar una charla sobre cualquier cosa para despistar algún atisbo
que hubiera alcanzado a ver el nene bien, pero a Rey chico sólo le
interesaba hablar de la daga y del sable de San Martín. «Entonces
te cuento la historia, para que vos también sepas tanto como yo»,
le interrumpió, mientras subían de nuevo al auto. «Porque, claro,
está el famoso sable corvo de San Martín, que es su arma más
importante, y que se conserva como una reliquia que para algunos
podría mantener a salvo y a través del tiempo a la integridad de la

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nación… ¿Pero a vos te parece?». Rey chico sacudió la cabeza,
negando con resignación. «A este país ya no lo salva nadie…»,
aseguró. «Como sea, el sable de San Martín está guardado en el
Regimiento de Granaderos a Caballo, en un templete blindado
imposible de abrir». El hijo del comisario se sonrió: «Pero la
daga anda por ahí: se ve que nadie la considera tanto… San
Martín se hizo con el sable y la daga en Londres, adonde estuvo
antes de volver a Sudamérica. Dicen que ahí tuvo sus primeros
contactos con las logias de masones, pero eso es otro tema… y es
un tema que da para largo… por eso lo dejamos para otro día».
Mientras hablaba, hacía avanzar el coche lentamente por las
calles sobrecargadas del suburbio. El cielo se oscurecía. «Cuando
San Martín armó a sus soldados les dio espadas copiadas de su
propio sable», continuó. «Ese sable bendito lo acompañó durante
toda la vida. Y la daga también. Antes de morir le legó los dos
filos a Rosas. El 17 de agosto de 1850, cuando San Martín murió,
Rosas todavía estaba en el poder. Para muchos fue un dictador,
pero para mí no. Y para San Martín tampoco, porque lo veía
como un tipo que había peleado por la soberanía nacional contra
los ingleses y los franceses. Por eso en su testamento le dejó el
sable y la daga».

Rey chico se calló y estacionó. Marqués comprendió que habían


llegado a un nuevo punto. Era un kiosco de golosinas, un local
abierto y grande que ocupaba una esquina entera y que vendía,
también, gaseosas y alcohol. Marqués le echó una mirada
incrédula al otro. «¿Qué te creés, que vengo por los caramelos?»,
le dijo el hijo del comisario cuando bajaron. «No seas boludo…».
Marqués entendió rápido: los dos muchachos que conversaban
animadamente con cascos en sus manos, al costado de dos motos
de baja cilindrada, eran los delivery-boys que esperaban la orden
para llevar paquetes de droga cuando alguno llamaba por
teléfono. El abogado se quedó a una distancia prudente y observó
cómo el hijo del comisario se acercaba al mostrador,

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intercambiaba saludos y recibía su parte, pero, para sorpresa de
Marqués, no se retiraba, sino que se quedaba discutiendo. Algo
andaba mal. El abogado se preguntaba si tendría que meterse.
¿Cuándo decide un guardaespaldas que es hora de entrar en
acción? ¿Cuál es el límite y cuándo es ya demasiado tarde?
Marqués se dio cuenta de que estaba nervioso, pero todo mejoró:
el tipo del mostrador le dio un paquetito a Rey chico, que se
conformó. Después de otro intercambio de saludos, el policía
volvió hacia el auto. «A mí no me importa que el chabón no
facture lo que tiene que facturar», dijo, una vez adentro. «A mí
me tiene que pagar como sea. Y si no es con guita, que sea con la
materia prima». Le dio el paquete a Marqués con cierto desgano:
era un atado de cocaína. Rey chico murmuró algo. Quizás dijo
que debían venderla. O probarla. No importaba. Lo que
importaba realmente fue que al final hizo una broma: «¡O nos la
tomamos con las putas del Volcán en nuestra última parada!».
Marqués sonrió: ya tenía su dato. Y el auto arrancó.

«Pero todavía no te conté lo mejor», dijo el hijo del comisario,


sin darse cuenta de que su suerte estaba echada, y retomando el
tema que más le interesaba en esa noche. Marqués pensaba en
enviar alguna señal para indicar su dirección, pero todavía no
podía hacerlo. Entonces se acomodó en el asiento y se permitió
escuchar el relato: «En 1963 un grupo de pibes de la resistencia
peronista se robaron el sable. Un día entraron al Museo Histórico
Nacional, donde se guardaba el arma: llegaron tarde y
convencieron al ordenanza de que los dejara hacer una visita
rápida con la excusa de que eran provincianos y estaban de paso.
Pero cuando el tipo les abrió la puerta, lo encañonaron. Y fueron
derechito a la vitrina donde estaba el sable. La rompieron y se lo
llevaron envuelto en unas telas. Antes de irse del museo
desparramaron unos panfletos en los que pedían por el regreso de
Perón, por la devolución del cadáver de Evita, que estaba en un
lugar secreto fuera del país, y por la libertad a los presos

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políticos. Los pibes querían hacerle llegar el sable de San Martín
a Perón, que en esa época estaba exiliado en Madrid. Era todo un
golpe de efecto, ¿entendés?, para levantar la moral de la
resistencia peronista, que estaba de capa caída… Además, para
darle ánimos a los que se sumaban, guardaron durante un tiempo
el sable en una estancia a la que llegaban los pibes con los ojos
vendados para jurar frente a la espada por la patria y por Perón.
Imaginate lo que sería eso… Te lo cuento y se me pone la piel de
gallina. Ya quisiera yo jurar algo… ¡mirá ese boludo, acá está!».
Algo interrumpió el relato de Rey chico y el viaje: el hijo del
comisario acababa de reconocer a alguien y frenó el auto.

El otro era un hombre que se escondía por debajo de un camperón


cerrado hasta los ojos. Cuando se lo abrió dejó entrever sus
facciones redondas. «Capo, no te esperaba hoy», le dijo a Rey
chico. «¿Me vas a decir que la sorpresa no es parte de tu
trabajo?», le respondió el otro. «Pero a esta hora todavía no tengo
nada para vos, amigo…». El hijo del comisario se alteró: «Estás
todo el día parado en la esquina vendiendo falopa, no me digas
boludeces porque sabés cómo vas a terminar…». Cuando se
acercó a él lo sujetó del brazo y le habló al oído, como se
susurran las palabras de amor, pero también las amenazas. El tipo
abrió su billetera y le mostró. Rey chico se la sacó y la sacudió:
volaron credenciales, fotos y papelitos doblados. Marqués
aprovechó el momento para llamar por teléfono a Vergara,
quedándose adentro del auto, escondiendo el celular en la manga
y, ante el saludo del otro, pasando el dato, «Cabaret El Volcán.
Vayan ya y espérennos», y cortando. Todavía nervioso, comprobó
que el hijo del comisario seguía discutiendo a cara de perro con el
dealer. Ahora le mostraba un walkie-talkie y le advertía con
gestos enfáticos que en un minuto podría aparecer una patrulla y
llevárselo detenido. Le ordenó que pague. Y el tipo, entonces, se
supo acorralado y sacó de su bolsillo un montoncito de billetes
arrugados. Por su cara y sus ruegos se adivinaba que era todo lo

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que tenía. Con el dinero en la mano, Rey chico era otro. Cambió
su actitud y consoló al dealer. Le dijo algunas palabras con una
mano en el hombro y se despidió de él con un beso.

El coche volvió a transitar las calles, pero estaban vacías. La


noche ya era total y los gatos hacían equilibrio en los tejados. El
hijo del comisario buscaba más gente para recaudar, pero no
encontraba a sus deudores. Sólo encontraba consuelo, entonces,
volviendo a su historia: «Yo no soy ni peronista ni antiperonista,
pero respeto a los valientes. Y esos pibes de la resistencia que se
robaron el sable de San Martín eran valientes. Lástima que no
pudieron cumplir con la misión de entregárselo al viejo, que era
hijo de puta y sabía del robo, pero no les dio nada de apoyo. Por
otro lado, la operación no terminaba ahí: habían pensado un
segundo golpe en la tumba de Napoleón. De ahí querían llevarse
las banderas argentinas que Francia había capturado en la batalla
de la Vuelta de Obligado, en 1845, y traerlas de nuevo al país.
Los pibes se habían conectado con Hussein Triki, el primer
delegado de la Liga Árabe en América Latina, que tenía algunos
amigos pesados en Francia. Pero quedó en la nada. En cambio, la
poli los persiguió sin parar un minuto. Primero agarraron a uno y
lo quebraron a golpes. El canto de ese llevó a otro. Y a ese
también le dieron biava. Así fueron cayendo. Nadie largó el dato
de la ubicación del sable, que era lo que importaba, pero la
intensidad de las torturas era tanta que los que quedaban afuera
decidieron terminar el asunto y devolver la espada».

«¿Y la daga?», preguntó entonces Marqués. Rey chico se rió. «La


daga es para nosotros, los coleccionistas. El sable era un arma
demasiado notoria como para venderla. El Estado tenía que
guardarla y exhibirla. Pero la daga… ¿A quién le importa un
cuchillito? Nosotros somos los únicos que la podemos valorar
como corresponde. Y pagar, eso es lo más importante. Por la guita
baila el mono, dicen. La daga entró al mercado privado en 1850,

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cuando murió San Martín. Se dice mucho sobre su existencia.
Algunos dudan de su veracidad. Pero vos y yo sabemos que es
real».

Con el final de la historia, el auto frenó y Marqués descubrió,


sorprendido, que ya estaban en el cabaret El Volcán. «Acá
podemos estar un rato largo. Tengo que cobrarle al dueño y
después podemos quedarnos a tomar algo con algunas chicas…
La mía se llama Charlotte», dijo el hijo del comisario. Marqués
no sabía que se refería a la loba que había amado a Nino y que
había llorado por él frente a sus amigos, que ahora estaban a
pocos metros de Rey chico y de Marqués, metidos en un auto,
viéndolos descender y entrar al cabaret.

***

«Va a pagar ese hijo de puta… Por todas las que hizo»,
balbuceó Vergara. Las palabras valían su peso en odio. Sin
decir más, abrió la puerta del auto y bajó. Con el Gato nos
miramos y lo seguimos. Sabíamos que era nuestra hora. Y que
era por Nino. Llevamos los fierros a nuestra espalda y los
acomodamos en el cinturón. Usaríamos unas automáticas que
Vergara le había alquilado a un proveedor de ladrones. Pagó
por las más caras, las que no se trababan, las que usaban los
que no querían fallar ni dejar pistas. Vergara se acercó al
portero de El Volcán, el mismo de la otra vez –aquel del rulo
con gel–, que nos reconoció, y esta vez sí nos hizo un pequeño
descuento. Pronto estábamos adentro. De nuevo la barra larga,
las chicas en las tarimas, la música estridente y las luces
brillantes de la fantasía. Nos sentamos en una mesa, lejos de la
pasarela donde se contorneaba una negra que sacudía el culo.

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Vergara se acomodó su visera. Llevaba una gorra para que Rey
chico –que lo había capturado junto a Nino en la oficina de
correos– no lo reconociera. También se había puesto unos
anteojos de marco dorado. Pero su mirada dura no podía ocultar
su rencor. Él fue el primero que descubrió a nuestra presa: el hijo
del comisario estaba sentado cerca de la pasarela, en una mesa
que compartía con nuestro señuelo y con dos minas. Una de ellas
era Charlotte, que actuaba como si Nino jamás hubiera existido.
Los cuatro se estaban divirtiendo con esa diversión que anima el
dinero, el alcohol y ese par de mercancías que aquí las mujeres
mostraban con desenfado. Durante una larga espera
contemplamos la escena en silencio, respondiendo de mal modo a
las chicas que se acercaban a coquetearnos y tomando nuestras
cervezas sin intención. Hasta que el hijo del comisario se puso de
pie y se fue al fondo, solo, hacia el baño. Era nuestro momento, la
oportunidad soñada. Según lo teníamos decidido, Vergara se fue
detrás de él, lo siguió el Gato (y yo descubrí cuando cruzó su
mirada con la de Marqués) y yo me quedé en la mesa.

Mis manos estaban demasiado frías. Contenía la respiración.


Todo debía ocurrir en un segundo: Vergara tenía que encañonar a
Rey chico en el baño y debía sacarlo del cabaret como fuera, con
el apoyo del Gato. Yo debía esperar a comprobar que todo
marchara bien, que estuvieran saliendo del baño, para
apresurarme a ganar la calle y poner en marcha el auto. Después
cargaríamos a Rey chico en el asiento de atrás y nos iríamos a
toda velocidad. Imaginé que durante el viaje Vergara se
encargaría personalmente del ablande del asesino de Nino: lo
golpearía con la culata de su arma y lo obligaría a echarse al piso,
debajo de sus botas. Lo pisaría con desprecio y quizás lo
engañaría con una falsa ejecución. Lo único que esperaba era que
no se le escapara un tiro ahí mismo. Todavía no sabíamos qué
haríamos con el hijo del comisario, aunque Vergara, como
sabíamos, era de los que pregonaban la ley del Talión.

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Y ahí salían.

Vergara venía por delante; el Gato, por detrás. Y entre ellos, el


hijo del comisario, con un rostro desconcertado que miraba para
todos lados en busca de ayuda –o de qué–. El trío se abría paso de
a poco entre la concurrencia. Nadie se daba cuenta del secuestro.
Cada uno estaba en lo suyo: los hombres querían carne; las
mujeres, dinero. Y hasta tanto consiguieran lo que buscaban,
charlarían y bailarían en su propia Sodoma. Vergara conducía los
pasos hacia la venganza y cuando pasaron cerca del abogado,
Marqués giró su cara estratégicamente para hundirla en el cuello
de su compañía, sentir su esencia y evitar al hijo del comisario.
Por Charlotte no había que preocuparse: sabíamos que no daría
por Rey chico ni un dólar partido por la mitad. Ni siquiera por ese
Rey chico que la buscaba con la mirada asustada y que ya
presentía que se dirigía al matadero. Porque, aunque todavía no
sabía que esto venía de parte de Nino, sí tenía muy en claro que
sus enemigos eran varios. Lo que Rey chico no imaginaba, y
ahora comenzaba a comprobar, era que había alguien que sí se
animaba a cobrarle una. Y éramos nosotros.

Pero pasó algo que nosotros tampoco imaginábamos. Y que


tampoco comprendimos. Y que, por lo visto, no había planeado ni
siquiera Rey chico. Y fue la posibilidad de que alguien se
entrometiera, posibilidad que vi cuando estaba ya cerca de la
salida, a punto de ganar el coche para recoger a mis colegas y
escapar con la presa.

Cuando me dirigí hacia la puerta no me pareció raro que el


portero no estuviera, ese grandote con el que habíamos
discutimos el precio la primera vez y que en la segunda nos hizo
un descuento apenas nos vio. Pero jamás hubiera imaginado que
lo vería adentro del cabaret, con un arma en la mano, en los
instantes previos a su propia caída.

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Todo ocurrió en un segundo.

Primero fue un estruendo: un disparo de alto calibre que sonó


adentro de El Volcán como una erupción y que me hizo volver
–cuando ya casi salía a la calle– con un saltito como un
resorte. Entonces vi que el portero estaba ahí, con una pistola,
metiéndose entre Vergara y nuestra venganza. Vergara ya no
podría concretarla: no sé siquiera si llegó a entender lo que pasó
cuando su mirada espantada buscó la mía y encontró la de su
matador, ese mismo portero que le acababa de descerrajar un tiro
certero al corazón, ahí mismo, en el centro del cabaret, apoyando
la boca del arma en su pecho sin mediar palabra.

La detonación echó hacia atrás a Vergara, pero fue contenido por


Rey chico y por el Gato, y entonces, como si rebotara, se lanzó
contra el portero y se sostuvo en él mientras caía, desarmándose
en una muerte inminente que sus manos cerradas sobre las
solapas de aquel no podían evitar, mientras la gente gritaba y el
horror de la sangre y la pólvora hacia volar en mil pedazos la
fantasía de la noche y el sexo. Desde mi punto de vista observé
que Vergara terminaba de caer, muerto, y Rey chico comprendía
que el portero era de los suyos, policía como él, y sabía lo que
estaba ocurriendo porque, de hecho, estaba ahí para frustrar el
secuestro. Y yo, que nunca le había disparado a nadie, me
convertí de repente en el único que tenía las cosas claras ahí
adentro cuando manoteé mi pistola y fui hacia el tumulto, contra
la gente que ya echaba a correr hacia la salida, en pánico. Antes
de que el portero pudiera volver a apuntar su arma contra el Gato,
yo gatillé contra su espalda. Fue un tiro que equilibró las cosas, y
que dejó en el cadáver del portero la misma expresión de
asombro con la que moría Vergara. El portero recibió el impacto
y cayó hacia delante con los brazos extendidos, arrojándose de
lleno hacia el vacío eterno, tropezándose con el cuerpo de
Vergara, a quien acababa de dar muerte, y apilándose a su lado.

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Entonces el Gato demostró que tenía sangre fría y tomó del cuello
a Rey chico, al tiempo que le apoyaba su pistola en la sien. En
dos pasos estuve con ellos, a tiempo para quitarle al hijo del
comisario el revólver que había alcanzado a desenfundar.
«¡Vamos por esas escaleras!», le dije al Gato. Detrás de mí la
gente se agolpaba frente a la puerta, gritando; más allá, en la
calle, pronto llegaría la primera patrulla. No tenía sentido salir
por ahí. Debíamos escapar por una puerta trasera y lo único que
teníamos por delante eran esas escaleras.

Rey chico era un paquete inerte que se dejaba guiar por el Gato
escaleras arriba como si no entendiera de qué se trataba todo. El
Gato lo empujaba y lo insultaba, y no le quitaba el arma de la
cabeza. Él tampoco sabía qué haríamos. Y yo menos. Porque
Vergara no nos había dicho qué hacer si un loco se entrometía y
le disparaba al corazón. Cuando terminaron los escalones, el
Gato, que iba adelante, hizo fuego de nuevo, pero no le dio a
ninguno de los dos tipos que salían de ahí arriba y que, en
cambio, se arremolinaron y terminaron cayendo escalones abajo,
en una huida desencajada. Creí reconocer en uno de ellos al
dueño de El Volcán. El cuartito de arriba había quedado como lo
dejaron: sobre la mesa se apilaban los billetes. Los dos tipos
habían estado haciendo la caja de la noche cuando las balas los
sorprendieron. No teníamos tiempo ni siquiera de hacernos con
esa guita. En cambio, me desesperé por abrir una ventana por la
que podríamos saltar, mientras el Gato ponía de rodillas al hijo
del comisario y le ordenaba que se quedara quieto. Sabíamos que
todo iba a empeorar, pero esperábamos tener tiempo para
desaparecer.

No lo tuvimos.

Un tipo se asomó al cuartito con un arma y gritó «¡Policía!» antes


de disparar sin hacer blanco y esconderse detrás del marco de la
puerta. Notamos con cierta confusión que estaba vestido igual

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que el portero. «¡No disparen, pelotudos!», ordenó Rey chico.
Pero el hombre volvió a tirar. La arquitectura del cuartito nos
jugaba a favor. Nos resguardamos en un rincón. Ahí estábamos a
salvo –un tirador no tenía ángulo desde la puerta–, pero no
podíamos llegar a la ventana. De manera que con el Gato nos
miramos con horror, pero sin ideas, mientras el policía se
asomaba y amagaba tirar, pero al final gritaba «¡Entréguense o
los matamos!» y sentía que una bala nuestra le pasara rozando.

Era demasiado tarde para cualquier cosa, pero tomamos una


decisión: mataríamos a aquel policía y nos escaparíamos, como
sea y con nuestra presa a cuestas. La realidad, nuestra miseria, se
mostraba más difícil: pronto entendimos que no teníamos un solo
rival, sino varios, que se iban juntando en la puerta. Nos dimos
cuenta entonces de que todos iban vestidos de portero. Nos
habían tendido una trampa. Habían estado ahí adentro, en el
cabaret, esperándonos. Por eso no nos habían dado tiempo a
escapar. Alguien les había pasado el dato. Alguien nos había
traicionado. Y el único que podía ser –aparte de Vergara, del Gato
y de mí– era el abogado Marqués, que no sólo estaba en contacto
con Rey chico, sino también con su padre, el comisario, Rey
grande.

—¡Los vamos a matar a todos!– nos gritaban desde la puerta–.


¡Por pelotudos!

—¡No tiren! ¡Soy Rey chico, el hijo de Rey grande! –pedía a los
policías nuestra presa, tomado por el cuello por el Gato. Pero sus
ruegos no tenían el efecto que buscaba. No tenían, de hecho,
ningún efecto.

—¡Callate vos, infeliz! –le gruñían aquellos–. ¡Quedate quieto y


callado!

Durante los primeros minutos nos hostigaron buscando una

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rendición que no estábamos dispuestos a entregar. Nos insultaron,
nos advirtieron y nos amenazaron. Pasaron por todas las vías que
conocían y cuando se dieron cuenta de que no tendrían éxito
comenzaron con el ritual de la pólvora. Primero se asomaba
alguno y hacía un disparo de advertencia, al techo. Después ya se
asomaban de a dos y nos tiraban por lo bajo. En poco tiempo nos
apuntaban de lleno. El rincón era nuestra única esperanza de vida:
los balazos pasaban cerca o pegaban en la mampostería, pero
nunca podían darnos si nosotros no nos asomábamos. La ventana,
nuestra vía de escape, estaba a una distancia kilométrica.

Permanecimos agazapados. Éramos dos ladrones sin experiencia


y ahora teníamos enfrente a un grupo entero de policías cruentos
que habían venido a matarnos. Ellos eran más: nuestro plan había
caído en desgracia. En silencio contamos las balas que nos
quedaban –apenas un par de cargadores– y decidimos disparar la
menor cantidad posible. Cada tiro era un poco la muerte propia.
El tiempo se nos escurría como arena. Y el hijo del comisario se
había transformado en una presa mansa que, con la pistola
caliente del Gato en la cabeza y los insultos de sus supuestos
liberadores, había entendido que sus posibilidades de sobrevivir
eran, acaso, similares a las nuestras.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué mierda quieren? –le preguntó al


Gato, mirándolo de reojo con el rostro compungido.

—¿Y ahora para qué querés saber? ¡¿No ves que todo esto es
culpa tuya?!

—¡Pero tienen que decirme…! ¡¿Qué es esto que pasa?! –Rey


chico se había dado cuenta de que esta vez no sabía nada de todo
lo que estaba pasando a su alrededor. Nada de nada. Él, que se
jactaba de ser el certero analista de las causas y los efectos,
estaba como desnudo. Y lo único que pudo hacer fue lamentarse,
como se lamenta el sediento que sabe que ya no hay agua–. Si

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vos supieras, flaco, lo que me iba a comprar a mañana… Si vos
supieras… Dejame ir… Decime algo… –pero su ruego irritó al
Gato, que apretó los dientes y se contuvo. En ese lugar, la presa
valía más viva que muerta.

—Te voy a decir una sola cosa para que entiendas: Nino. ¿Te
suena, hijo de puta? Te equivocaste cuando te metiste con él.

—¡Ah! ¿Nino? ¿En serio? –Rey chico se mostraba sorprendido,


como si le hubieran hecho una broma–. ¿Nino, el herrero? Ya
sabía yo que a ese lo tendría que matado de una, sin darle tanta
vuelta… – «Así te vamos a matar a vos, puto», le dijo el Gato,
pero el otro ni siquiera escuchó y continuó con sus cavilaciones,
extrañado todavía por las vueltas de una historia que ya
consideraba terminada–. Creía que hacerlo desaparecer había sido
suficiente… ¡Qué jodita, estas cosas me pasan a mí solo! Siempre
quiero ser el más fino, pero ya veo que en ésta mis buenas
intenciones me terminan condenando…

—El que a hierro mata, a hierro muere –le sentenció el Gato.

En ese momento se acabaron las palabras. Y sólo hubo silencio.


Un silencio espeso cortado por las explosiones de los balazos que
intercambiábamos, al todo y a la nada, cada vez con menor
precisión. No sé cuánto pasó. Sólo sé que nunca en mi vida había
perdido la noción del tiempo como en ese rincón. Ellos
disparaban por ráfagas, pero no se animaban a avanzar porque
sabían que apenas estuvieran a nuestro alcance los llenaríamos de
plomo. Nosotros respondíamos sin certezas, apenas para evitar
el avance total. Rey chico se agitaba debajo del brazo del
Gato, temiendo que alguna bala policial lo encontrara en el
medio de la frente.

La estampida final llegó con todo. Al grupo de policías vestidos


de portero se sumó otro, que vino con más armas. Nos balearon

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durante minutos. Aguantamos, agachados, cubriéndonos de los
pedazos de paredes que se nos caían encima como la tierra de una
sepultura. La pequeña oficina estaba destruida: aquellos tipos
también habían destrozado con sus ráfagas la ventana, que era
nuestra última esperanza. Pero todo era cuestión de velocidad. De
dar un buen salto. De ganarle a la muerte. Se lo hice notar al Gato
y él me entendió. Quizás pensó que su pie de titanio le permitiría
la destreza. Entendíamos, a esa altura, que deberíamos abandonar
a Rey chico y escapar como sea. Para acabar, el cerco se cerró
sobre nosotros cuando nos echaron una bomba de gas
lacrimógeno. No hubo una sola palabra; apenas la estampida seca
del eyector, el rebote en el suelo de la bomba y el humo venenoso
y blanco, invadiéndolo todo.

Y después, más disparos: una lluvia de balas cruzadas al todo y a


la nada de la oficina, donde ya no se percibían formas ni sombras,
donde a mi señal el Gato soltaba al hijo del comisario y se
lanzaba a la ventana, y las balas lo alcanzaban y lo echaban
contra la pared, y caía sin gritar mientras que Rey chico, el nene
bien, corría, libre al fin, hacia la puerta de salida gritando «¡No
tiren! ¡No tiren!», pero nadie lo escuchaba porque el sonido de
las detonaciones lo tapaba todo, y entonces él también caía
agujereado en el pecho varias veces, y, quién sabe cómo, yo
mismo, con el ardor en los ojos y las arcadas en la garganta,
llegaba hasta la ventana sintiendo que los aguijones de la muerte
me rozaban por todos lados pero no me tocaban, y me apoyaba en
el marco sin sentir el dolor de los restos del vidrio que se me
incrustaban en las manos y me las sangraban, y si no lo sentía era
porque ya había pegado un salto hacia la vida, hacia la noche,
hacia el aire puro y el vacío, y caía varios metros, braceando en
mi pirueta triunfal al pavimento y escuchando, a lo lejos, la
tenebrosa batalla.

Cuando el humo se disipó, los del escuadrón encontraron los

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cuerpos. La oficina había sido arrasada. Los billetes que habían
estado contando los administradores todavía flameaban en el aire
y las paredes lucían troqueladas hasta el ladrillo. El Gato había
quedado cerca de la ventana, contra la pared, en una posición
inverosímil, con la cresta sobre su cara y los ojos idos y
entrecerrados. Su campera verde oliva estaba cubierta de sangre,
de oscura monótona sangre. Los pies de Rey chico estaban muy
cerca de la puerta: el hijo del comisario se había abalanzado sobre
los tiradores tomando el riesgo. Y había ocurrido lo peor. Boca
arriba, miraba hacia la nada con la opacidad de los muertos
cuando su padre, el comisario Rey grande, llegó para abrazarlo,
para llorarlo y jurar venganza. Ni siquiera cuando el dolor se
transformara en una zona oscura pero anestesiada de su corazón
el comisario podría dejar de lado la espina afilada del
remordimiento. Nunca se perdonaría la decisión de haber enviado
a su propio escuadrón a rescatar a su hijo. Sus hombres conocían
bien los laberintos del barrio, pero liberar a un rehén era algo
muy diferente a medirse con un hampón en la jungla urbana. Esta
vez lo había traicionado la información. O, mejor dicho, su
ausencia –como a su hijo. Al rompecabezas le había faltado la
pieza central, esa que cierra bajo llave el control del destino.
Sollozando sobre su el cuerpo flojo de su hijo, Rey grande se
sintió pequeño y miserable.

***

Así llegué al calabozo donde estoy ahora. Esta es la historia que


no va a salir de mi boca, de mis labios cosidos, cuando me
vengan a preguntar. Mi silencio vale lo que mi vida. Aquí adentro
quieren que cante todo. Que entregue el cuento cerrado, con un
moño y con todos los detalles… ¡Macana! Nunca lo tendrán y

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pueden estar seguros de eso. Con la historia revelada podrían
enviarme a otro lugar, podrían hacerme correr en el circuito
burócrata del sistema penitenciario, y en algún momento me
dejarían a solas en un cuarto al que Rey grande llegaría con un
puñal afilado y el favor de los guardias. No lo dudo. Sé que ese
sería el final del camino.

Por eso me llamo a silencio. Porque nadie va a escuchar nada de


mí. El guardia prende otro cigarrillo y me mira. No me quita de
encima sus ojos mezquinos. Él tampoco va a conocer mi voz: soy
el hombre sin palabras, soy una nota de silencio. Soy, apenas, el
testigo mudo de una historia que algún otro deberá contar.

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