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Foto: Leo Liberman
Javier Sinay
Nacido en Buenos Aires en
1980, el periodista y escritor
argentino Javier Sinay escribe
en revistas y diarios como El
Guardián, Rolling Stone y
Clarín. También ha participado
en distintos programas de la
televisión argentina dedicados
a la investigación forense y dirige el sitio elidentikit.com. Con su
primera no-ficción, Sangre joven (2009), ya muestra su preferencia por
el género negro y policial.
Obras:
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Javier Sinay
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El que quiera ver mis heridas puede hacerlo, pero de mi boca no
va a salir una palabra. Ya pasaron algunos días. El dolor es,
todavía, bastante agudo, aunque no insoportable. Al principio creí
que me moriría con esto, pero sabía en el fondo que tenía más
chances de morir si me quedaba de brazos cruzados. Cuando lo
hice, mi boca era un pompón de espuma sanguinolenta, como el
hocico de un perro rabioso. Ahora sólo hay costras: sangre seca,
saliva seca y pus seco. En pocos días más la historia sea, tal vez,
diferente. No lo sé. Lo que importa es el presente, y cuando digo
«presente» debe entenderse realmente el segundo mismo.
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con hilo para callar para siempre. No es sólo que en boca cerrada
no entran moscas: es también que de una boca cerrada no sale
traición.
Me acordé del cuento cuando puse un pie en esta jaula y supe que
había llegado el momento de probarlo en carne propia. Soy un
tipo normal, nadie vaya a creer otra cosa. Le temo al dolor. Le
temí al primer aguijón de la sutura. Le temí al segundo. Y sentí
que el tercero era un beso del diablo. Pero aguanté. Ahora las
heridas se secaron, la saliva es espesa y el hilo me hace callar.
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sobre el cajón cerrado, Nino me tomó del hombro con una mano
fuerte. Afuera lloraban las viejas y mis primitos se servían
gaseosa en vasitos de plástico, ajenos a la muerte, ajenos, en
realidad, a todo. «No te preocupes por nada», me dijo Nino. «Y te
hablo en serio. Mañana pasá por el Roma, que vamos a hablar».
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entera. El dato vino con una barra para forzar la puerta. Adentro
había varias columnas de cajas de rulemanes y algunos ratones
miedosos que se fueron corriendo cuando Nino y sus amigos
llegaron. Cargaron todas las cajas que pudieron, pero igual
sobraron bastantes. No importó: vendieron las que tenían a una
punta que ya las estaba esperando y, aunque no cobraron
demasiado, Nino pudo comprarse la videocasetera y sumarse, por
derecho propio, al mundo del hampa del suburbio.
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de Nino. No sé dónde ni cómo había llegado a Nino. Pero ya no
era ningún pibe. No importa. Vergara se sumó a la banda y
empezó a aparecer cada vez más seguido por el Roma. A veces él
era el que traía la información. Y Nino confiaba porque su olfato
de perro viejo no fallaba.
Así, como tres amigos felices –Nino, Vergara y yo– que cuentan
dinero sobre la mesa: así es como recuerdo el inicio de todo.
***
Para entender esto hay que pensar en un edificio que por fuera da
la impresión de ser un palacio gubernamental y por dentro es,
más bien, una cueva de ratas. Nino era un herrero, pero también
era un hombre de confianza del intendente, y siempre hay algún
boludo que quiere serrucharle el piso a uno. Yo estoy convencido
de que a Nino le hicieron una cama. Si no, no me explico cómo lo
capturaron en un trabajo que parecía tan fácil como todos los
demás. La historia es la de siempre: por una cadena de contactos
del bajofondo emerge un dato. Esta vez era una oficina de envíos
postales. Estaba al final de una avenida, en un barrio que no
conocíamos. Jugábamos de visita, pero la misión era sencilla y
consistía en entrar con una llave copiada, sacar una caja fuerte
que estaba llena de guita, subirla a una camioneta y entregársela a
un fulano en una estación de servicio de alguna ruta provincial
poco transitada, donde ese fulano le daría a Nino, ahí nomás, su
parte. Nino llamó a Vergara y fueron a la sucursal postal. No sé
por qué, pero esa vuelta no me convocó. Ni me enteré, siquiera.
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estacionó la vieja camioneta que había conseguido. La dejó de
culata a la puerta para que todo fuera lo más parecido posible a
un trámite. Bajaron con la llave en la mano. Vergara dio un rodeo
por la cuadra para confirmar que no hubiera nadie, mientras Nino
lo esperaba recostado sobre el capó, frotándose las manos y
echando humo por la boca. Vergara volvió y le dijo «Todo
limpio», y entonces Nino hizo dos pasos y metió la llave en la
cerradura, que cedió con un chasquido. Cuando prendió su
linterna ya era demasiado tarde: había cinco tipos apuntándole
con sus armas –y también con linternas, en un tenso cruce de
luces–.
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abogado es un mal necesario: todo ladrón debe tener uno a mano.
Y yo, de ese mal necesario, soy el mal menor», decía Frizzio.
Marqués aprendió todo de él: recursos, argumentos
irreprochables, lamentos pomposos y sobornos disimulados.
Cualquiera fuera la enfermedad, Frizzio tenía el remedio. Cada
mañana desayunaba un café corto en el bar de la esquina de las
fiscalías. A veces se llevaba revistas para hombres, pero no se
animaba a leerlas en público. «Van a pensar que soy un pajero»,
le decía a Marqués. No entendía que eso era lo menos dañino que
podían decir de él. Cuando Marqués opuso un recurso
extraordinario de excarcelación y liberó a Vergara, el corazón del
doctor Frizzio todavía no le había jugado las malas pasadas que
después lo alejarían de sus hábitos. Vergara salió rápidamente,
pero Nino no. Y sólo entonces es cuando esta historia cobra
sentido.
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permanecido durante un mes estaba al final del corredor. En ese
momento había otros dos reclusos. «Y esto, de onda, eh. Yo no
debería dejarte pasar, pero bueno, acá estamos. Hablá con ellos y
sacá tus conclusiones», le dijo aquel joven. Marqués y los otros
dos dialogaron, rejas de por medio, durante unos minutos. El
abogado se fue convencido de que Nino había dejado la celda con
una sonrisa.
Marqués, que era joven como Vergara y como yo, creció de golpe
cuando apareció Nino. Todos crecimos un poco entonces, porque
fue horrible y no se podía comparar con nada de lo que habíamos
pasado. Nino no apareció entero y ni siquiera apareció cortado en
pedazos. Lo que apareció, en cambio, fue una sola pieza, apenas
una: la mano. La encontraron después de diez meses de misterio,
en un basural suburbano. Dos días antes del cumpleaños de Nino,
tres hermanitos jugaban a la pelota en un pastizal a la vera de la
ruta, en uno de esos lugares en los que la pobreza se adueña de
todo, cuando apareció la mano gorda y descompuesta, pero
también la mano hábil y compañera, de Nino. La misma mano
que había apoyado sobre mi hombro para consolarme frente al
cajón de mi viejo. La piel violácea y quemada no había cedido y
a los pocos días la sección de Necropapiloscopía del Laboratorio
Químico Pericial de la jurisdicción entregó la verdad: era la mano
de nuestro amigo. Sus huellas dactilares habían quedado
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registradas en un programa en el que la Justicia cargaba los datos
de los delincuentes y ahora confirman su identidad.
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probada, señora –le decía, la mayoría de las veces, un idiota de
corbata que mandaban a que diera la cara. Pero ella ya sabía que
Nino había muerto: lo sentía con un vacío oscuro en su pecho.
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le había dicho a su mujer que se había quedado sin trabajo, en
una mentira piadosa. Yo ni siquiera tenía novia. Como fuera, los
dos necesitábamos dinero. «Llamemos a alguien más. Esto así no
va», dijo Vergara un día, avergonzado. Y a mí me pareció bien.
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otros pibes de la villa, que escuchaban cumbia, y él se creía más
inteligente porque tenía todos los discos de los Ramones. Era
punk, ¿entendés? A mí me costó entender qué esa gilada de los
punks, pero viendo a este pibe, a la larga la entendí. Lo malo es
que el Gato dejó de reírse el día que su banda se agarró contra
otra banda. Parece que fue una batalla que todos recuerdan, de
veinte contra veinte. Se cruzaron en una estación de tren y ahí
nomás se agarraron a los cadenazos. El Gato le estaba dando a
uno cuando lo tiraron de atrás entre tres y lo molieron a golpes.
Esa vuelta ganaron los otros. Los punks quedaron tirados por ahí.
Al Gato lo tomaron para dar el ejemplo: cuando el tren estaba
llegando quisieron tirarlo a las vías para que le pasara por arriba y
quedara claro que ellos eran jodidos de verdad. Le dieron palazos
hasta que creyeron que estaba desmayado, lo ahorcaron con una
cadena y lo dejaron ahí, esperando que la locomotora lo hiciera
carne picada. Pero cuando el tren estaba llegando el Gato revivió
con todo y se arrastró como pudo para zafar. Fue una lucha contra
sí mismo: no evitó que el tren le pasara por arriba y lo arrastrara
unos metros, pero se salvó de morir… Al final perdió un pie,
nomás. Se siente afortunado de estar vivo, pero eso fue lo que
hizo que ya no pudiéramos volver a llamarlo. Tuvo que hacer
rehabilitación durante mucho tiempo.
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eso puede cambiar», me dijo Vergara. El mozo saludó al Gato
como si se conocieran y le trajo un café aunque no lo hubiera
pedido. El Gato le echó cuatro sobres de azúcar y me miró. Tal
vez notó mi intriga. Era demasiado evidente.
—Yo lo que les propongo es una prueba –me dijo–. Acá Vergara
me dijo que andaban buscando a alguien más y yo también
necesito trabajar. Por ahí piensan que porque estoy con la muleta
no sirvo, pero no es así. Sirvo y se los voy a demostrar. Pero si
incluso me ayudan a ser mejor, puedo ser mejor: necesito una
prótesis para volver a pisar con las dos gambas. Con la pensión
que tengo como discapacitado puedo ligar una que es pesada y
medio inservible… Pero averigüé que hay otra de silicona, con
pie de titanio, que tiene un sistema que traba a la pierna y encima
es re liviana. No saben lo que daría por volver a usar los dos
borcegos… Mirá, varón –me dijo, extendiendo su pie enfundado
en una bota de guerra roñosa–, este borceguí yo lo tenía puesto el
día que me pasó el tren por arriba. Ahora quiero comprarme un
nuevo par y ponerme las dos botas con todo. Por eso, si me
bancan con esa prótesis yo les voy a ser fiel para siempre.
Palabra.
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Vergara lo abrió y se quedó duro. «Puta madre», esbozó, muy
despacio, sin sacar nada. Al Gato le brillaban los ojos como si
fuera un nene en Navidad. ¿Qué había adentro de la bolsa roja?
Me asomé al lado de Vergara y lo festejé: el Gato había traído la
gorra de un agente de la Policía Federal y, lo que era mejor, su
arma reglamentaria, una Bersa Thunder 9 milímetros. Con
cargador.
—No… Qué lo voy a matar… Era tan gil ese que no valía la
pena…– se jactó el Gato.
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adaptadores y tubo de extensión fabricados en metal ligero; pie
de tobillo fijo con dedos simulados; funda cosmética de espuma
de poliuretano con la forma de la pierna sana; media final de
perlón color carne; y lo último, que va de regalo, es una manga de
sujeción de neoprén». Y todo eso, para el Gato, sonó a música.
«Compramos», dijo, alegre. Salimos de la ortopedia caminando
despacio, pero satisfechos. Y nos dirigimos, entonces, a la
armería y casa de cámping. Ahí estaban, expuestos en varios
estantes, decenas de pares de borceguíes. Los había de varios
colores, nuevos y usados, con doble cuerina o sin cordones, para
el pantano o para el desierto. El Gato eligió unos con punta
reforzada. Se calzó los dos, se paró con cuidado y se miró ante un
espejo. Por un instante volvió a ser aquel punkie que corría por
los tinglados y que pateaba cabezas. Se sonrío a sí mismo con
orgullo y giró sobre sus talones. Así, nos abrazó.
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mercado negro.
Pero me equivocaba.
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portero no iba a dejarnos pasar gratis. Nos pedía unos cuantos
pesos por cabeza. No tuvimos otra opción que pagar.
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De nuevo, había sido víctima de una falsa impresión: de cerca
pude advertir que a Charlotte le faltaba un diente y que la noche
la había envejecido antes de tiempo. En el camarín de las
meretrices, mientras algunas se preparaban para salir y se
ajustaban sus ínfimos vestidos, Charlotte lloró por Nino frente a
nosotros. Vergara la había conocido una noche en que fue, con el
jefe, al cabaret. Ese día él había pasado con una rubia a un hotel
donde dejó hasta el último centavo. En cambio, Charlotte se puso
un abrigo y se fue a cenar con Nino a una parrilla de lujo. «Era un
dulce. Disfrutaba de mi charla y escuchaba mis consejos», evocó
Charlotte. Di por sentado que rara vez tenían sexo. Que mi
imaginación había ido demasiado lejos cuando los pensé juntos
en una noche de pasión.
Le dijo, entonces:
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—Charlotte, miranos. Somos los amigos de Nino. Necesitamos
saber qué pasó. Charlotte, ¿quién mató a Nino?
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callejeras con navajas en la cartera, revendedores de entradas de
fútbol, limpiavidrios parados en las esquinas a la espera de las
limosnas, vendedores y compradores de dólares en el mercado
negro, piratas del asfalto de capa caída, distribuidores de armas
de bajo calibre para las patotas y gestores de documentos falsos
para los inmigrantes ilegales. Rey chico los saludaba a todos con
un beso y los despedía con una palmada. Siempre cobraba la
cuotita, se mostraba correcto y prometía volver pronto. Y cuando
le ponían mala cara, los escrutaba con su mirada de cuervo –que
no podía disfrazar con una sonrisa falsa– y les respondía: «¿Qué
pasa? ¿Te molesto? Peor sería para vos que viniera el viejo con
los suyos… Conformate, amigo, yo soy un nene bien».
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en problemas. Lo que no sabía Charlotte, aunque lo descubriría
pronto, era que los problemas de Nino llegarían por su culpa
cuando el hijo del comisario se enterara de la relación cercana
que mantenía su elegida con aquel otro tipo. Era posible que
alguna de las meretrices se lo hubiera hecho saber para perjudicar
a la loba. Nino y Rey chico no se cruzaron nunca, de casualidad,
pero el nene bien se había obsesionado y lo esperó a la salida de
El Volcán para seguirlo, sigilosamente, durante varias noches.
Nino no se daba cuenta. El hijo del comisario le apuntó con su
arma desde su auto tantas veces que perdió la cuenta. Pero nunca
se animó a disparar porque temía errarle en la oscuridad cerrada.
Pensaba en bajar del coche y liquidarlo en la calle. Tal vez podía
darle alguna despedida final: «Esto es porque te metiste conmigo
y aunque soy un nene bien, no soy ningún boludo», por ejemplo.
Pero en algún lugar de su mente la obsesión cedía y entendía que
sería una operación con cierto riesgo para sí mismo. Algún vecino
podría verlo.
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Charlotte se acostaría a su lado y le tomaría la mano. Y así, con
lágrimas en los ojos dopados, ella también se quitaría la vida,
dejando una nota en la que acusaría a Rey chico de haberla
obligado a cometer el crimen.
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los dos con sus pistolas.
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El Gato me miró.
Otro remís nos dejó en el bar Roma, pero estaba cerrado. Nos
quedamos en la puerta, esperando a que llegaran los mozos para
abrir. A nuestro alrededor comenzaba a clarear con tanto frío que
echábamos vapor por la boca mientras discutíamos qué hacer. Era
el hijo del comisario: ¿nos animaríamos a vengar a Nino? Yo era
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el único que parecía dispuesto a dejar las cosas como estaban.
Podíamos venerar a Nino en el cementerio en vez de meternos de
lleno con el poder policial de nuestra zona. Pero Vergara no
estaba de acuerdo con mi idea: «No hay manera de dejar pasar
esto. Y menos sabiendo quién es el que mató a Nino». «Pero los
registros de la comisaría dicen que Nino salió en libertad. Tal vez
lo mató alguien afuera…», interpuse. No debí hacerlo. Mis dos
colegas me miraron de reojo, como se mira a un cobarde. «Vamos
a hacerlo», dijo El Gato, «por el honor de Nino, por todo lo que
nos dio, por su memoria y para que descanse en paz».
Los dejé solos, frotándose las manos por el frío, en la puerta del
Roma. El bar todavía no había abierto. Por mi parte, creí que
caminar un poco me iba a hacer bien.
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La idea de recurrir al abogado Marqués fue del Gato. Y como
Marqués había sacado de la cárcel a Vergara, este la aprobó.
Como todos los abogados sacapresos de la zona, Marqués le
debía algunos favores a los dos Rey. Eso era vox populi, y no
sólo con respecto a Marqués, sino a todos los bogas del gremio.
Una vez, cuando el tren no se había llevado para siempre todavía
a su pie, el Gato le había puesto una navaja en el cuello a un
mecánico que había visto un robo en la esquina de su taller. Fue
antes del juicio en el que ese ladrón iba a ser juzgado: al Gato
lo había enviado el abogado Marqués para que el principal testigo
–el mecánico amenazado– cayera en la amnesia y no se animara a
declarar. El apriete era una práctica cotidiana en el suburbio y el
Gato había hecho más de un trabajo sucio para Marqués. Pero
cuando lo llamó y le dijo «Tengo algo para vos», la línea se dio
vuelta: esta vez el matón le iba a dar trabajo a su patrón.
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nos dijo, sorprendido. Pero teníamos respuesta para eso: una vez
que Rey chico quisiera capturar al ladrón que se había metido con
él, nosotros le pasaríamos información a Marqués para entregarle
a algún tipo a quien nadie quisiera demasiado, a quien nos
ocuparíamos de tener bien comprometido con pruebas falsas. Y
Marqués se lo entregaría a Rey chico: sería un favor que el hijo
del comisario nunca olvidaría. Al abogado le gustó la idea.
Cuando se frotó las manos me di cuenta de que, definitivamente y
como suele ocurrir con los de su especie, no tenía ningún
escrúpulo. Marqués se dio cuenta, muy rápido, de que al final del
juego él quedaría bien parado con los dos Rey. Nosotros no
conocíamos a nadie a quien echarle el fardo al final de la historia:
no teníamos más enemigos aparte del hijo del comisario. Pero ya
se nos ocurriría algún cuento para solucionar eso. Lo que no le
dijimos a Marqués es que cuando nos diera el recorrido,
capturaríamos al nene bien. No queríamos robarle su dinero, sino
matarlo. Y eso sí que era serio. Tan serio que no podíamos
confiárselo a nadie.
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Belgrano, de San Martín, de algún prócer, viste… Dale… Dale…
Te mando a un amigo y le mostrás lo que tenés, el Gato se llama.
Te lo mando, sí, gracias… Chau, viejo». Y después, mirando al
punk: «Cacho es un amigo mío que tiene un negocio de
antigüedades en una galería del centro. Andá a verlo y traele algo
a Marqués. Acá te anoté la dirección. Yo después arreglo con él
por la plata. No le digas nada, eh… ¿Muzza, eh?».
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jóvenes, el hijo del comisario adoptaba algunas actitudes
protectoras con el otro: desde aconsejarle cómo meter sus
amparos jurídicos hasta llevarlo a su casa cuando el alcohol lo
doblaba.
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«¿Cacho? ¿Cómo andás? Vergara, sí…», comenzó el jefe cuando
lo llamó por teléfono.
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gustaría contarle que soy oficial de la Policía de la Provincia de
Buenos Aires, y que mi padre, con el rango de comisario
inspector, es el titular de una de las dependencias al sur de la
ciudad. Vengo de una familia que siempre sirvió a la nación. Mi
tío abuelo fue miembro del Ejército y yo mismo pensé en
enrolarme antes de convencerme de que la fuerza donde mejor
podría servir era la policía. Le cuento, también, que soy un
coleccionista apasionado. Traje, para mostrarle, mi última
adquisición: una pluma que perteneció al general Güemes, vea, y
mi amigo aquí presente, el doctor Marqués, que es un abogado
reconocido en los tribunales del sur, no me deja mentir. Por
último, y esto, bueno, esto es lo de menos… pero por último,
decía, sepa que estoy dispuesto a pagar lo que usted pida por la
daga. Pero no sin antes verla.
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—¿Y qué dijo el chabón?
—¿Pero cuánto?
—Qué.
—¡Me lleva a mí! Sí, me dijo que yo era el único que sabía y que,
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me guste o no, iba a tener que acompañarlo… ¡y encima calzado!
Parece que quiere darme alguna pistola para que haga bulto y se
note que soy malo… ¡Je!
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El itinerario empezó con el atardecer. Rey chico pasó a buscar a
su supuesto amigo Marqués por una esquina cualquiera. Esta vez
no viajaba en su auto, sino en uno que la policía había
secuestrado en un operativo. Era un Volkswagen Gol gris y era la
primera vez lo que usa. «A ver, meté la mano por ahí y fijate qué
encontrás», le dijo en un momento, en broma, al abogado.
Marqués abrió la guantera y encontró un sobre de desodorante
ambiental, unos folletos turísticos, un mazo de naipes y una caja
de preservativos. Rey chico se reía, pero no decía nada. Cuando
se detuvieron en la primera parada, un restaurante peruano,
Marqués se bajó con él y se cuidó bien de mostrar en su cintura la
Bersa Thunder 9 milímetros que el hijo del comisario le había
dado. Sabía que estaba cargada y eso lo envalentonaba. El
abogado lucía como un guardaespaldas perfecto, peinado a la
gomina y enfundado en una campera de cuero. Recordaba a los
viejos «culatas», esos esbirros que en la década del setenta iban
detrás de sus patrones con el arma en la cintura, y esa noche
Marqués se sabía un culata bravo que escupía y miraba de reojo
mientras su patroncito, el hijo del comisario, enfundaba los
primeros billetes y se despedía de su cliente con un beso y una
palmada insidiosa.
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pensamos más en la moneda que en otra cosa. Lamentablemente
es así. Bah, qué digo… ¿Lamentablemente dije? ¡Qué gilada!» –y
se rió con una carcajada milimétrica, como estudiada: Rey chico
festejaba sus ocurrencias sin esperar nada a cambio. Marqués lo
acompañaba con una sonrisa de compromiso, de esas que al cabo
de unos minutos se hacen difíciles de sostener. «En cambio a mi
viejo las cosas no le preocupan tanto como a mí. Él es un tipo
pragmático. Él va, pum pum, la hace y la levanta, clinck, caja,
caja y caja… Así construyó su imperio y eso se lo respeto. Pero
yo, que soy un nene bien, prefiero tomarme mi tiempo, aunque
demore todo un poco más, para estar enterado de las cosas. Todo
tiene un por qué. Ayer me quedé hasta tarde viendo tele. Estaba
Claudio María Domínguez, ese que hoy habla del alma y que
hace años era un niño prodigio imbatible en los programas de
preguntas y respuestas. Yo no sé si ese tipo tiene carné de pícaro
o si la tiene re clara… pero dijo algo que me cautivó: todo lo que
llega a nuestras vidas, cada situación por la que pasamos, es por
algún motivo. Las casualidades no existen. Yo estoy cansado de
escuchar boludos que se viven arrepintiendo. El saber es poder,
viejo, no te olvides de eso… Y a mí me gusta saberlo todo de
todo».
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El ritual con Rey chico siempre era el mismo, como una sucesión
de movimientos estudiados en los que el hijo del comisario
entraba y saludaba a la cajera –una muchacha oriental que si
tuviera algo de autoestima y de decisión estaría en una pasarela y
no en ese puesto roñoso de un supermercado igualmente roñoso–,
para después dirigirse hacia el fondo del local, donde esperaba el
padre. El hombre encabezaba el supermercado y manejaba las
cuentas. Cuando Rey chico se acercaba, el chino corría la cortina
que hacía de puerta del infecto recinto donde dormía el carnicero
del supermercado, otro chino recién llegado de la provincia de
Fujián que se había aferrado al puesto con «cama» y «comida»
creyendo que se trataba de un primer escalón de un futuro
promisorio. Pero el carnicero estaba en su carnicería y el recinto
donde dormía –levantado en medio del depósito– estaba vacío.
Allí el viejo chino le hizo entrega del dinero al hijo del comisario.
Rey chico no se animó a palmearlo, ni a darle un beso. Lo miró
en diagonal y asintió. El chino corrió la cortina y el policía salió,
con los billetes arrugados haciendo bulto en su bolsillo.
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nación… ¿Pero a vos te parece?». Rey chico sacudió la cabeza,
negando con resignación. «A este país ya no lo salva nadie…»,
aseguró. «Como sea, el sable de San Martín está guardado en el
Regimiento de Granaderos a Caballo, en un templete blindado
imposible de abrir». El hijo del comisario se sonrió: «Pero la
daga anda por ahí: se ve que nadie la considera tanto… San
Martín se hizo con el sable y la daga en Londres, adonde estuvo
antes de volver a Sudamérica. Dicen que ahí tuvo sus primeros
contactos con las logias de masones, pero eso es otro tema… y es
un tema que da para largo… por eso lo dejamos para otro día».
Mientras hablaba, hacía avanzar el coche lentamente por las
calles sobrecargadas del suburbio. El cielo se oscurecía. «Cuando
San Martín armó a sus soldados les dio espadas copiadas de su
propio sable», continuó. «Ese sable bendito lo acompañó durante
toda la vida. Y la daga también. Antes de morir le legó los dos
filos a Rosas. El 17 de agosto de 1850, cuando San Martín murió,
Rosas todavía estaba en el poder. Para muchos fue un dictador,
pero para mí no. Y para San Martín tampoco, porque lo veía
como un tipo que había peleado por la soberanía nacional contra
los ingleses y los franceses. Por eso en su testamento le dejó el
sable y la daga».
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intercambiaba saludos y recibía su parte, pero, para sorpresa de
Marqués, no se retiraba, sino que se quedaba discutiendo. Algo
andaba mal. El abogado se preguntaba si tendría que meterse.
¿Cuándo decide un guardaespaldas que es hora de entrar en
acción? ¿Cuál es el límite y cuándo es ya demasiado tarde?
Marqués se dio cuenta de que estaba nervioso, pero todo mejoró:
el tipo del mostrador le dio un paquetito a Rey chico, que se
conformó. Después de otro intercambio de saludos, el policía
volvió hacia el auto. «A mí no me importa que el chabón no
facture lo que tiene que facturar», dijo, una vez adentro. «A mí
me tiene que pagar como sea. Y si no es con guita, que sea con la
materia prima». Le dio el paquete a Marqués con cierto desgano:
era un atado de cocaína. Rey chico murmuró algo. Quizás dijo
que debían venderla. O probarla. No importaba. Lo que
importaba realmente fue que al final hizo una broma: «¡O nos la
tomamos con las putas del Volcán en nuestra última parada!».
Marqués sonrió: ya tenía su dato. Y el auto arrancó.
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políticos. Los pibes querían hacerle llegar el sable de San Martín
a Perón, que en esa época estaba exiliado en Madrid. Era todo un
golpe de efecto, ¿entendés?, para levantar la moral de la
resistencia peronista, que estaba de capa caída… Además, para
darle ánimos a los que se sumaban, guardaron durante un tiempo
el sable en una estancia a la que llegaban los pibes con los ojos
vendados para jurar frente a la espada por la patria y por Perón.
Imaginate lo que sería eso… Te lo cuento y se me pone la piel de
gallina. Ya quisiera yo jurar algo… ¡mirá ese boludo, acá está!».
Algo interrumpió el relato de Rey chico y el viaje: el hijo del
comisario acababa de reconocer a alguien y frenó el auto.
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que tenía. Con el dinero en la mano, Rey chico era otro. Cambió
su actitud y consoló al dealer. Le dijo algunas palabras con una
mano en el hombro y se despidió de él con un beso.
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cuando murió San Martín. Se dice mucho sobre su existencia.
Algunos dudan de su veracidad. Pero vos y yo sabemos que es
real».
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«Va a pagar ese hijo de puta… Por todas las que hizo»,
balbuceó Vergara. Las palabras valían su peso en odio. Sin
decir más, abrió la puerta del auto y bajó. Con el Gato nos
miramos y lo seguimos. Sabíamos que era nuestra hora. Y que
era por Nino. Llevamos los fierros a nuestra espalda y los
acomodamos en el cinturón. Usaríamos unas automáticas que
Vergara le había alquilado a un proveedor de ladrones. Pagó
por las más caras, las que no se trababan, las que usaban los
que no querían fallar ni dejar pistas. Vergara se acercó al
portero de El Volcán, el mismo de la otra vez –aquel del rulo
con gel–, que nos reconoció, y esta vez sí nos hizo un pequeño
descuento. Pronto estábamos adentro. De nuevo la barra larga,
las chicas en las tarimas, la música estridente y las luces
brillantes de la fantasía. Nos sentamos en una mesa, lejos de la
pasarela donde se contorneaba una negra que sacudía el culo.
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Vergara se acomodó su visera. Llevaba una gorra para que Rey
chico –que lo había capturado junto a Nino en la oficina de
correos– no lo reconociera. También se había puesto unos
anteojos de marco dorado. Pero su mirada dura no podía ocultar
su rencor. Él fue el primero que descubrió a nuestra presa: el hijo
del comisario estaba sentado cerca de la pasarela, en una mesa
que compartía con nuestro señuelo y con dos minas. Una de ellas
era Charlotte, que actuaba como si Nino jamás hubiera existido.
Los cuatro se estaban divirtiendo con esa diversión que anima el
dinero, el alcohol y ese par de mercancías que aquí las mujeres
mostraban con desenfado. Durante una larga espera
contemplamos la escena en silencio, respondiendo de mal modo a
las chicas que se acercaban a coquetearnos y tomando nuestras
cervezas sin intención. Hasta que el hijo del comisario se puso de
pie y se fue al fondo, solo, hacia el baño. Era nuestro momento, la
oportunidad soñada. Según lo teníamos decidido, Vergara se fue
detrás de él, lo siguió el Gato (y yo descubrí cuando cruzó su
mirada con la de Marqués) y yo me quedé en la mesa.
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Y ahí salían.
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Todo ocurrió en un segundo.
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Entonces el Gato demostró que tenía sangre fría y tomó del cuello
a Rey chico, al tiempo que le apoyaba su pistola en la sien. En
dos pasos estuve con ellos, a tiempo para quitarle al hijo del
comisario el revólver que había alcanzado a desenfundar.
«¡Vamos por esas escaleras!», le dije al Gato. Detrás de mí la
gente se agolpaba frente a la puerta, gritando; más allá, en la
calle, pronto llegaría la primera patrulla. No tenía sentido salir
por ahí. Debíamos escapar por una puerta trasera y lo único que
teníamos por delante eran esas escaleras.
Rey chico era un paquete inerte que se dejaba guiar por el Gato
escaleras arriba como si no entendiera de qué se trataba todo. El
Gato lo empujaba y lo insultaba, y no le quitaba el arma de la
cabeza. Él tampoco sabía qué haríamos. Y yo menos. Porque
Vergara no nos había dicho qué hacer si un loco se entrometía y
le disparaba al corazón. Cuando terminaron los escalones, el
Gato, que iba adelante, hizo fuego de nuevo, pero no le dio a
ninguno de los dos tipos que salían de ahí arriba y que, en
cambio, se arremolinaron y terminaron cayendo escalones abajo,
en una huida desencajada. Creí reconocer en uno de ellos al
dueño de El Volcán. El cuartito de arriba había quedado como lo
dejaron: sobre la mesa se apilaban los billetes. Los dos tipos
habían estado haciendo la caja de la noche cuando las balas los
sorprendieron. No teníamos tiempo ni siquiera de hacernos con
esa guita. En cambio, me desesperé por abrir una ventana por la
que podríamos saltar, mientras el Gato ponía de rodillas al hijo
del comisario y le ordenaba que se quedara quieto. Sabíamos que
todo iba a empeorar, pero esperábamos tener tiempo para
desaparecer.
No lo tuvimos.
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que el portero. «¡No disparen, pelotudos!», ordenó Rey chico.
Pero el hombre volvió a tirar. La arquitectura del cuartito nos
jugaba a favor. Nos resguardamos en un rincón. Ahí estábamos a
salvo –un tirador no tenía ángulo desde la puerta–, pero no
podíamos llegar a la ventana. De manera que con el Gato nos
miramos con horror, pero sin ideas, mientras el policía se
asomaba y amagaba tirar, pero al final gritaba «¡Entréguense o
los matamos!» y sentía que una bala nuestra le pasara rozando.
—¡No tiren! ¡Soy Rey chico, el hijo de Rey grande! –pedía a los
policías nuestra presa, tomado por el cuello por el Gato. Pero sus
ruegos no tenían el efecto que buscaba. No tenían, de hecho,
ningún efecto.
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rendición que no estábamos dispuestos a entregar. Nos insultaron,
nos advirtieron y nos amenazaron. Pasaron por todas las vías que
conocían y cuando se dieron cuenta de que no tendrían éxito
comenzaron con el ritual de la pólvora. Primero se asomaba
alguno y hacía un disparo de advertencia, al techo. Después ya se
asomaban de a dos y nos tiraban por lo bajo. En poco tiempo nos
apuntaban de lleno. El rincón era nuestra única esperanza de vida:
los balazos pasaban cerca o pegaban en la mampostería, pero
nunca podían darnos si nosotros no nos asomábamos. La ventana,
nuestra vía de escape, estaba a una distancia kilométrica.
—¿Y ahora para qué querés saber? ¡¿No ves que todo esto es
culpa tuya?!
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vos supieras, flaco, lo que me iba a comprar a mañana… Si vos
supieras… Dejame ir… Decime algo… –pero su ruego irritó al
Gato, que apretó los dientes y se contuvo. En ese lugar, la presa
valía más viva que muerta.
—Te voy a decir una sola cosa para que entiendas: Nino. ¿Te
suena, hijo de puta? Te equivocaste cuando te metiste con él.
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durante minutos. Aguantamos, agachados, cubriéndonos de los
pedazos de paredes que se nos caían encima como la tierra de una
sepultura. La pequeña oficina estaba destruida: aquellos tipos
también habían destrozado con sus ráfagas la ventana, que era
nuestra última esperanza. Pero todo era cuestión de velocidad. De
dar un buen salto. De ganarle a la muerte. Se lo hice notar al Gato
y él me entendió. Quizás pensó que su pie de titanio le permitiría
la destreza. Entendíamos, a esa altura, que deberíamos abandonar
a Rey chico y escapar como sea. Para acabar, el cerco se cerró
sobre nosotros cuando nos echaron una bomba de gas
lacrimógeno. No hubo una sola palabra; apenas la estampida seca
del eyector, el rebote en el suelo de la bomba y el humo venenoso
y blanco, invadiéndolo todo.
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cuerpos. La oficina había sido arrasada. Los billetes que habían
estado contando los administradores todavía flameaban en el aire
y las paredes lucían troqueladas hasta el ladrillo. El Gato había
quedado cerca de la ventana, contra la pared, en una posición
inverosímil, con la cresta sobre su cara y los ojos idos y
entrecerrados. Su campera verde oliva estaba cubierta de sangre,
de oscura monótona sangre. Los pies de Rey chico estaban muy
cerca de la puerta: el hijo del comisario se había abalanzado sobre
los tiradores tomando el riesgo. Y había ocurrido lo peor. Boca
arriba, miraba hacia la nada con la opacidad de los muertos
cuando su padre, el comisario Rey grande, llegó para abrazarlo,
para llorarlo y jurar venganza. Ni siquiera cuando el dolor se
transformara en una zona oscura pero anestesiada de su corazón
el comisario podría dejar de lado la espina afilada del
remordimiento. Nunca se perdonaría la decisión de haber enviado
a su propio escuadrón a rescatar a su hijo. Sus hombres conocían
bien los laberintos del barrio, pero liberar a un rehén era algo
muy diferente a medirse con un hampón en la jungla urbana. Esta
vez lo había traicionado la información. O, mejor dicho, su
ausencia –como a su hijo. Al rompecabezas le había faltado la
pieza central, esa que cierra bajo llave el control del destino.
Sollozando sobre su el cuerpo flojo de su hijo, Rey grande se
sintió pequeño y miserable.
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pueden estar seguros de eso. Con la historia revelada podrían
enviarme a otro lugar, podrían hacerme correr en el circuito
burócrata del sistema penitenciario, y en algún momento me
dejarían a solas en un cuarto al que Rey grande llegaría con un
puñal afilado y el favor de los guardias. No lo dudo. Sé que ese
sería el final del camino.
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