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No es plagio.

En la era digital es "repropósito"

Por Kenneth Goldsmith

Versión al español de Marco Antonio Huerta

En 1969 el artista conceptual Douglas Huebler escribió: “El mundo está lleno de objetos,
más o menos interesantes; no deseo agregar ni uno más”. Me he adherido a la idea de
Huebler aunque podría reutilizarla como: “el mundo está lleno de textos, más o menos
interesantes; no deseo agregar ni uno más”.

Parece ser una respuesta apropiada a una nueva condición en la escritura: ante una
cantidad sin precedentes de texto disponible, nuestro problema no radica en necesitar
escribir más; en vez de ello, debemos aprender a negociar con la vasta cantidad que ya
existe. Cómo me abro camino a través de esta espesura de información —cómo la
manejo, analizo, organizo y distribuyo— es lo que distingue mi escritura de la tuya.

La prominente crítica literaria Marjorie Perloff ha comenzado recientemente a usar el


término “genio no-original” para describir esta tendencia emergente en la literatura. Su
idea es que, por causa de los cambios traídos por la tecnología y la Internet, nuestra
noción de genio —una figura romántica, aislada— está pasada de moda. Una noción
actualizada de genio tendría que centrarse en el nivel de maestría que uno posea sobre la
información y su diseminación. Perloff ha acuñado otro término, “información móvil”,
para significar tanto el acto de empujar el lenguaje de un lado a otro como el de ser
emocionalmente conmovido por ese proceso. Ella declara que el escritor de hoy, antes
que a un genio torturado, se asemeja más a un programador que brillantemente
conceptualiza, construye, ejecuta y mantiene una máquina escritural.

La noción de genio no-original de Perloff no debe ser vista meramente como una
arrogancia teórica sino más bien como una práctica de escritura realizada, una que data
de la parte temprana del siglo 20, encarnando un ethos en el cual la construcción o
concepción de un texto es tan importante como lo que el texto dice o hace. Pensemos, por
ejemplo, en la práctica de recopilación y toma de notas del Libro de los pasajes de Walter
Benjamin o en los trabajos guiados matemáticamente, basados en la restricción por
Oulipo, un grupo de escritores y matemáticos.

Hoy la tecnología ha exacerbado estas tendencias maquinales en la escritura (existen, por


ejemplo, varias versiones para la red de la laboriosamente construida a mano en 1961
Hundred Thousand Billion Poems de Raymond Queneau), incitando a escritores jóvenes
a seguir el ejemplo de los funcionamientos de la tecnología y de la red como formas de
construir literatura. Como resultado, los escritores exploran modos de escritura que
estaban pensados, tradicionalmente, como ajenos al espectro de la práctica literaria:
procesamiento de palabras, bases de datos, reciclaje, apropiación, plagio deliberado,
cifrado de identidad y programación intensiva, por nombrar sólo unos cuantos.
En 2007 Jonathan Lethem publicó un ensayo plagiado, a favor del plagio en Harper’s
titulado “El éxtasis de la influencia: un plagio”. Es una larga defensa e historia sobre
cómo las ideas en la literatura han sido compartidas, variadas, sustraídas, reusadas,
recicladas, birladas, robadas, citadas, alzadas, duplicadas, dadas, apropiadas, imitadas y
pirateadas desde que la literatura ha existido. Lethem nos recuerda cómo las economías
del don, las culturas de código abierto y los bienes de dominio público han sido vitales
para la creación de nuevas obras, con temas de obras más antiguas formando los
cimientos para las nuevas. Haciendo eco a los lamentos de defensores de la cultura libre
como Lawrence Lessing y Cory Doctorow, Lethem elocuentemente protesta en contra de
la ley del copyright como una amenaza a la esencia vital de la creatividad. De los
sermones de Martin Luther King Jr. a las melodías azules de Muddy Waters, despliega
los ricos frutos de la cultura compartida. Incluso cita ejemplos de lo que él había asumido
como sus propios pensamientos “originales”, sólo para después percatarse —usualmente
por medio de Google— que él había inconscientemente absorbido las ideas de alguien
más y luego las reclamó como propias.

Es un gran ensayo. Lástima que no lo “escribiera”. ¿El truco? Casi cada palabra e idea
fue tomada en préstamo de algún otro lado —ya sea apropiada en su totalidad o reescrita
por Lethem. Su ensayo es un ejemplo de “escritura de parche”, un modo de hilar varios
fragmentos de palabras de otras personas en un todo tonalmente cohesivo. Es un truco
que los estudiantes usan todo el tiempo, parafrasear, digamos, una entrada de Wikipedia
en sus propias palabras. Y si son descubiertos, hay problemas: en la academia, la
escritura de parche es considerada una ofensa igual a aquella del plagio. Si Lethem
hubiera presentado esto como una tesis de grado o una disertación, le habrían mostrado la
puerta. Sin embargo pocos argumentarían que no construyó una brillante obra de arte —
como también un ensayo mordaz— enteramente a partir de las palabras de otros. Es la
manera en la que conceptualizó y ejecutó su máquina escritural —quirúrgicamente
escogiendo lo que tomaría prestado, organizando esas palabras hábilmente— lo que nos
gana. La pieza de Lethem es una obra autorreflexiva, demostrativa de genialidad no-
original.

La provocación de Lethem da una imagen incompleta de una tendencia entre escritores


más jóvenes, quienes llevan su ejercicio un paso más adelante al apropiarse con audacia
del trabajo de otros sin citación, aplicando la integración artificiosa y sin costuras de la
escritura de parche de Lethem. Para ellos, el acto de escribir es literalmente mover
lenguaje de un lugar a otro, proclamando que el contexto es el nuevo contenido. Mientras
que desde hace tiempo el pastiche y el collage han formado parte y parcela de la
escritura, con el ascenso del Internet la intensidad plagiarística se ha elevado a niveles
extremos.

Durante los pasados cinco años, hemos visto una reescritura mecanográfica de En el
camino de Jack Kerouac en su totalidad, una página por día, todos los días, en un blog
durante un año; una apropiación del texto completo de una edición de un día de The New
York Times publicada como un libro de 900 páginas; un poema lista que no es otra cosa
que la recontextualización de un listado de tiendas del directorio de un centro comercial
hacia una forma poética; un empobrecido escritor que ha tomado cada solicitud de tarjeta
de crédito que le ha sido enviada y las ha encuadernado en un libro de impresión por
encargo de 800 páginas, tan costoso que él mismo no puede costearse una copia; un poeta
que ha analizado gramaticalmente el texto de un libro sobre gramática del siglo 19 a
cabalidad de acuerdo a sus propios métodos, incluyendo el índice del libro; una abogada
que re-presenta como poesía los expedientes de su trabajo diurno íntegramente, sin
cambiar una sola palabra; otra escritora que pasa sus días en la Biblioteca Británica
copiando el primer verso del Infierno de Dante de cada traducción inglesa que posee la
biblioteca, uno tras otro, página tras página, hasta agotar el abastecimiento de la
biblioteca; un equipo de escritores que se apropia de actualizaciones de estado de sitios
de redes sociales y las asigna a nombres de escritores fallecidos (“Jonathan Swift tiene
boletos para el juego de los Wranglers de esta noche”), creando una obra de poesía épica
interminable que se reescribe a sí misma tan frecuentemente como las páginas de
Facebook se actualizan; y un movimiento entero de escritura, llamado Flarf, que se basa
en tomar lo peor de los resultados de búsqueda de Google: entre más ofensivos, más
ridículos, más escandalosos, mejor.

Estos escritores son acaparadores de lenguaje; sus proyectos son épicos, espejeando la
escala pantagruélica de textualidad en Internet. Aunque los trabajos frecuentemente
asumen un formato electrónico, las versiones en papel circulan en periódicos y revistas,
compradas por bibliotecas, y recibidas, reseñadas y estudiadas por lectores de literatura.
Mientras que esta nueva escritura tiene un destello electrónico en el ojo, sus resultados
son claramente analógicos, toman inspiración de ideas modernistas radicales y las
intensifican con tecnología del siglo 21.

Lejos de que esta literatura “no-creativa” sea una doliente aceptación nihilista —o incluso
un rechazo rotundo— de una presunta “esclavización tecnológica”, es una escritura
imbuida de celebración, ardiente de entusiasmo por el futuro, que recibe este momento
como uno cargado de posibilidad. Este gozo es evidente en la escritura misma, dentro de
la cual hay momentos de belleza inesperada —algunos gramáticos, otros estructurales,
muchos filosóficos: los maravillosos ritmos de la repetición, el espectáculo de lo
mundano recontextualizado como literatura, una reorientación de las poéticas del tiempo
y frescas perspectivas sobre la condición del lector, por nombrar unos cuantos. Y luego
está la emoción: sí, emoción. Pero lejos de ser coercitiva o persuasiva, esta escritura
transmite emoción oblicuamente y de forma impredecible, con sentimientos expresados
como resultado del proceso de escritura antes que por la intención del autor.

Estos escritores funcionan más como programadores que como escritores tradicionales, al
tomar muy en serio el dictum de Sol Lewitt: “Cuando un artista usa una forma conceptual
de arte, quiere decir que toda la planeación y las decisiones están tomadas de antemano y
la ejecución es un asunto superficial. La idea se convierte en una máquina que hace el
arte”, y al abrir nuevas posibilidades de lo que la escritura puede ser. El poeta Craig
Dworkin postula:

¿Cómo se vería una poesía no-expresiva? ¿Una poesía del intelecto antes que de la
emoción? ¿Una en la que las substituciones en el corazón de la metáfora y la imagen
fueran remplazadas por la presentación directa del lenguaje mismo, con el
“derramamiento espontáneo” suplantado por el procedimiento meticuloso y el proceso
exhaustivamente lógico? ¿En la cual la auto-consideración del ego del poeta se volcara
hacia el lenguaje auto-reflexivo del poema en sí? De tal modo que la prueba de la poesía
no fuera más si podría haberse hecho mejor (la pregunta del taller), sino si
concebiblemente podría haberse hecho de otro modo.

Durante los años recientes ha habido una explosión de escritores empleando estrategias
de copia y apropiación, con la computadora alentando a los escritores a imitar sus
funcionamientos. Cuando cortar y pegar son integrales al proceso de escritura, sería una
locura imaginar que los escritores no explotaran estas funciones en formas extremas no
deseadas por sus creadores.

Si miramos atrás a la historia del videoarte —la última vez en que la tecnología
dominante colisionó con prácticas artísticas— encontramos varios precedentes para tales
movimientos expresivos. Uno que destaca es “Magnet TV” de 1965 por Nam June Paik,
en el cual el artista colocó un enorme imán de herradura sobre una televisión a blanco y
negro, transformando con elocuencia un espacio previamente reservado para Jack Benny
y Ed Sullivan en abstracciones disparatadas y orgánicas. El gesto cuestionaba el flujo
unilateral de la información. En la versión de Paik de la TV, podías controlar lo que
veías: al girar el imán la imagen cambiaba con él. Hasta ese punto, la misión de la
televisión era ser un vehículo de entrega para entretenimiento y comunicación clara. Aun
así, el simple gesto de un artista volcó la televisión en formas de las que tanto usuarios
como productores no se habían percatado, abriendo vocabularios completamente nuevos
para el medio, mientras que al mismo tiempo deconstruía mitos de poder, política y
distribución que estaban incrustados —aunque invisibles hasta ese momento— en la
tecnología. La función de cortar-y-pegar en la computación está siendo explotada por los
escritores justo como el imán de Paik lo hizo con la TV.

Mientras que las computadoras personales han existido por cerca de dos décadas y la
gente ha estado cortando y pegando durante todo ese tiempo, es la cabal penetración y
saturación de banda ancha lo que hace a la cosecha de masas de lenguaje fácil y
tentadora. En una conexión telefónica, aunque era posible copiar y pegar palabras, al
principio los textos se distribuían en una pantalla a la vez. E incluso siendo texto, el
tiempo de carga era aún considerable. Con la banda ancha, el grifo está abierto 24/7.

En comparación, no había nada en la naturaleza de la mecanografía que alentara la


replicación de textos. Era algo lento y laborioso de hacer. Luego, después de haber
terminado de escribir, se podían hacer todas las copias que se desearan en una máquina
Xerox. Como resultado, hubo una tremenda cantidad de detournement post-escritural
basado en la impresión durante el siglo 20: los recortes y dobleces de William S.
Burroughs y los angustiados poemas mimeografiados de Bob Cobbing son ejemplos
prominentes. Las formas previas de tomar prestado en la literatura, el collage y el
pastiche —tomando una palabra de aquí, una oración de allá— se desarrollaron en la
medida de la cantidad de labor que involucraban. Tener que mecanografiar o copiar a
mano un libro entero en una máquina de escribir es una cosa; cortar y pegar un libro
entero con tres golpes de tecla —seleccionar todo / copiar / pegar— es otra.
Claramente esto es montar el escenario para una revolución literaria.

O ¿acaso lo es? Por como se ve, la mayor parte de la escritura procede como si Internet
jamás hubiera ocurrido. El mundo literario aún se escandaliza regularmente por antiguos
encuentros de fraudulencia, plagio y engaños en formas que harían, digamos, a los
mundos del arte, la música, la computación o la ciencia reír entre dientes con
incredulidad. Es difícil imaginar que los escándalos de James Frey o de J.T. Leroy
ofendieran a cualquiera que esté familiarizado con las sofisticadas provocaciones
intencionalmente fraudulentas de Jeff Koons o la re-fotografía de anuncios publicitarios
de Richard Prince, a quien le fue otorgada una retrospectiva Guggenheim por sus
tendencias plagiarísticas. Koons y Prince comenzaron sus carreras al declarar
abiertamente que estaban apropiando y siendo deliberadamente “no-originales”, mientras
que Frey y Leroy —incluso tras ser descubiertos— aún hacían pasar sus obras como
auténticas, sinceras y como declaraciones personales ante una audiencia claramente
ansiosa de tales cualidades en la literatura. La consiguiente danza fue cómica. En el caso
de Frey, Random House fue demandada y tuvo que pagar cientos de miles de dólares en
honorarios jurídicos y miles a lectores que se sintieron engañados. Ediciones
subsecuentes del libro ahora incluyen una advertencia que informa a los lectores que lo
que están a punto de leer es, de hecho, una obra de ficción.

Imaginen todos los dolores que pudieron evitarse si Frey o Leroy hubieran tomado un
giro koonsiano desde el comienzo y hubieran admitido que su estrategia era de
embellecimiento, con toques agregados de inautenticidad, falsedad y no-originalidad.
Pero no.

Hace casi un siglo, el mundo del arte dio fin a las nociones convencionales de
originalidad y replicación con los gestos de los ready-mades de Marcel Duchamp, los
dibujos mecánicos de Francis Picabia y el asiduamente citado ensayo de Walter Benjamin
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. A partir de entonces, un
desfile de artistas bien cotizados, que van desde Andy Warhol hasta Matthew Barney,
han llevado estas ideas a nuevos niveles, dando paso a nociones terriblemente complejas
sobre identidad, medios y cultura. Estas, desde luego, se han vuelto parte del discurso del
mundo del arte dominante, al punto en que han emergido contraofensivas basadas en la
sinceridad y en la representación.

Similarmente, en la música, el sampleo —pistas enteras construidas a partir de otras


pistas— se ha convertido en lugar común. Desde Napster hasta los videojuegos, desde el
karaoke hasta los archivos torrent, la cultura parece estar adoptando lo digital y toda la
complejidad que implica —con la excepción de la escritura, la cual se encuentra
mayormente casada con promover una identidad auténtica y estable a cualquier costo.

No digo que tal escritura deba descartarse: ¿quién no se ha conmovido con una gran
memoria? Pero presiento que la literatura —infinita en su potencial de rangos y
expresiones— se encuentra en un redil, proclive a golpear la misma nota una y otra vez,
confinándose al más estrecho de los espectros, resultando en una práctica que ha perdido
el paso y que es incapaz de formar parte del, posiblemente, más vital y excitante de los
discursos culturales de nuestro tiempo. Encuentro este momento como uno
profundamente triste —y una gran oportunidad perdida para que la creatividad literaria se
revitalice a sí misma en modos que no ha imaginado.

Posiblemente una de las razones por la cual la escritura está estancada podría ser el modo
en que se imparte la escritura creativa. Con respecto a las muchas ideas sofisticadas
relativas a los medios, identidad y sampleo desarrolladas durante el siglo pasado, los
libros sobre cómo ser un escritor creativo se han basado en nociones cliché sobre lo que
significa ser “creativo”. Estos libros están salpicados de consejos como: “Un escritor
creativo es un explorador, un pionero. La escritura creativa te permite trazar tu propio
curso e ir con audacia a donde nadie ha ido antes”. O, ignorando a gigantes como De
Certeau, Cage y Warhol, sugieren que “la escritura creativa es liberarse de las
limitaciones de la vida diaria”.

En la parte temprana del siglo 20, tanto Duchamp como el compositor Erik Satie
profesaron su deseo de vivir sin memoria. Para ellos era una manera de estar abiertos a
las maravillas de la cotidianeidad. Sin embargo, parece ser, cada libro sobre escritura
creativa insiste en que “la memoria es frecuentemente la fuente primaria de experiencia
imaginativa”. Las secciones sobre “cómo hacer” de estos libros me sorprenden por ser
terriblemente simples, generalmente forzándonos a priorizar lo teatral por encima de lo
mundano como fundamento de nuestros escritos: “Usando el punto de vista de primera
persona, explique cómo un hombre de 55 años se siente en el día de su boda. Es su primer
matrimonio”. Prefiero las ideas de Gertrude Stein, quien escribiendo en tercera persona,
habla de su insatisfacción en torno tales técnicas: “Ella experimentó con todo al tratar de
describir. Ella intentó un poco inventar palabras, pero pronto renunció a eso. El idioma
inglés era su medio y la tarea debía lograrse con el idioma inglés, resolver el problema. El
uso de palabras fabricadas la ofendió, era un escape hacia el emocionalismo imitativo”.

Durante los últimos años, he impartido una clase en la Universidad de Pensilvania


llamada “Escritra No-creativa”. En ella, los estudiantes son penalizados por mostrar
alguna triza de originalidad o de creatividad. En vez de ello son premiados por plagio,
suplantación de identidad, reutilización de documentos, escritura de parche, sampleo,
saqueo y robo. Como es de esperarse, ellos prosperan. De pronto, aquello en lo que ellos
subrepticiamente se han convertido en expertos es sacado a la luz y explorado en un
ambiente seguro, recontextualizado en términos de responsabilidad en vez de negligencia.

Re-tecleamos documentos y transcribimos fragmentos de audio. Hacemos pequeños


cambios a páginas de Wikipedia (cambiando un “un” por “una” o insertando un espacio
extra entre palabras). Tomamos clase en salas de chat y pasamos semestres enteros
exclusivamente en Second Life. Cada semestre, para su entrega final, les pido que
compren un trabajo escrito de un sitio en línea y que lo firmen con su nombre,
seguramente la acción más prohibida en todo el ámbito académico. Luego los alumnos
deben pasar al frente y presentar el trabajo al resto de la clase como si ellos mismos lo
hubieran escrito, defendiéndolo de ataques por parte de los otros estudiantes. ¿Qué
trabajo escogieron? ¿Es posible defender algo que no escribiste? ¿Algo, tal vez, con lo
que no estés de acuerdo? Convéncenos.

Todo esto, desde luego, está basado en la tecnología. Cuando los estudiantes arriban a la
clase, se les dice que deben tener sus laptops abiertas y conectadas. Y de este modo
vislumbramos el futuro. Y después de ver los resultados espectaculares, cómo el aula es
tan completamente comprometida y democrática, estoy más convencido de que no puedo
regresar a una pedagogía de aula tradicional. Aprendo más de los estudiantes que lo que
ellos podrían aprender de mí. El papel del profesor es ahora parte anfitrión de fiesta, parte
policía de tránsito, facilitador de tiempo completo.

El secreto: la supresión de la expresión personal es imposible. Incluso cuando hacemos


algo tan “no-creativo” en apariencia como re-teclear unas cuantas páginas, nos
expresamos en una variedad de modos. El acto de escoger y recontextualizar dice tanto
de nosotros como nuestra historia sobre la operación de cáncer de nuestra madre. Es sólo
que nunca nos han enseñado a valorar tales opciones.

Luego de un semestre de suprimir a la fuerza la “creatividad” de una alumna al hacerla


plagiar y transcribir, ella me dijo lo muy decepcionada que se sentía porque, de hecho, lo
que habíamos alcanzado no era en absoluto no-creativo; al no ser “creativa”, ella había
producido la obra más creativa de su vida. Al tomar un enfoque opuesto a la creatividad
—el concepto más trillado, sobreutilizado y peor entendido en el entrenamiento de un
escritor— ella había emergido renovada y rejuvenecida, en llamas y enamorada otra vez
de la escritura.

Al haber trabajado en publicidad durante muchos años como “director creativo”, puedo
decirles que a pesar de lo que los expertos de la cultura puedan decir, la creatividad —
como ha sido definida por nuestra cultura, con su interminable desfile de novelas,
memorias y filmes formularios— es la cosa de la que hay que huir, no sólo como
miembro de una “clase creativa” sino también como miembro de la “clase artística”. En
un tiempo en que la tecnología está cambiando las reglas del juego en todo aspecto de
nuestras vidas, es momento de cuestionarnos, derribar tales clichés y reconstruirlos como
algo nuevo, algo contemporáneo, algo —finalmente— relevante.

Claramente, no todos están de acuerdo. Recientemente, al terminar de dar una


conferencia en una universidad de la Ivy League, un poeta famoso de edad avanzada,
impregnado de la tradición modernista, se puso de pie al fondo del auditorio y, agitando
su dedo hacia mí, me acusó de nihilismo y de robarle el gozo a la poesía. Me recriminó
por derribar los cimientos de uno de los más sagrados suelos, luego estalló hacia mí con
una línea de cuestionamientos que he escuchado muchas veces antes: Si todo puede ser
transcrito y luego presentado como literatura, entonces ¿qué hace a un trabajo mejor que
otro? Si se trata simplemente de cortar y pegar la Internet completa en un documento de
Microsoft Word, ¿en dónde termina? Toda vez que comencemos a aceptar todo lenguaje
como poesía por obra de la mera recontextualización, ¿no nos estamos arriesgando a
arrojar por la ventana cualquier forma visible de juicio y calidad? ¿Qué sucede con las
nociones de autoría? ¿Cómo se establecerán las carreras y los cánones y,
subsecuentemente, cómo serán valorados? ¿Estamos simplemente dramatizando la
muerte del autor, una figura que tales teorías fracasaron en matar la primera vez que
estuvieron aquí? ¿En el futuro todos los textos serán sin autor y anónimos, escritos por
máquinas para máquinas? ¿Es el futuro de la literatura reducible al mero código?

Preocupaciones válidas, pienso yo, para un hombre que emergió victorioso de las batallas
literarias del siglo 20. Los retos para su generación fueron igual de formidables. ¿Cómo
pudieron convencer a los tradicionalistas de que los usos disyuntivos del lenguaje,
transferidos por medio de la sintaxis dinamitada y las palabras compuestas, podrían ser
igualmente expresivos de la emoción humana como los métodos probados por el tiempo?
¿O que una historia no necesita contarse como estricta narración en orden para transmitir
su propia lógica y sentido? Y sin embargo, contra todas las probabilidades, prevalecieron.

El siglo 21, con sus preguntas tan diferentes a aquellas del anterior, me encuentra
respondiendo desde otro ángulo. Si se trata simplemente de cortar y pegar la Internet
completa en un documento de Microsoft Word, entonces lo que se convierte en
importante es lo que tú —el autor— decides escoger. El éxito yace en saber qué incluir y
—más importante— qué dejar fuera. Si todo el lenguaje puede ser transformado en
poesía por meramente recontextualizar —una posibilidad excitante— entonces aquella
persona que recontextualice palabras de la manera más cargada y convincente será
juzgada como la mejor.

Estoy de acuerdo en que en el momento en que arrojemos el juicio y la calidad por la


ventana, estamos en problemas. La democracia está bien para YouTube, pero es
generalmente una receta para el desastre cuando se trata del arte. Mientras que todas las
palabras pueden haber sido creadas iguales, el modo en que se ensamblan no lo es; es
imposible suspender el juicio y una tontería el desestimar la calidad. Mímesis y
replicación no erradican la autoría; en cambio, simplemente colocan nuevas demandas en
los autores, quienes deben tomar estas nuevas condiciones en cuenta como parte del
paisaje al concebir una obra de arte: Si no quieres que lo copien, no lo pongas en línea.

Las carreras y los cánones no serán establecidos en modos tradicionales. No estoy seguro
de que aún tendremos carreras de la misma manera en que las teníamos. Las obras
literarias podrán funcionar de la misma forma en que los memes de Internet funcionan
hoy en la red, esparciéndose por un corto periodo, frecuentemente sin firma y sin autor,
sólo para ser suplantados por la siguiente ondulación. Mientras que el autor no morirá,
podríamos comenzar a ver la autoría de una forma más conceptual: tal vez los mejores
autores del futuro serán aquellos que puedan escribir los mejores programas con los
cuales manipular, seccionar y distribuir prácticas basadas en el lenguaje. Incluso si, como
afirma Christian Bök, la poesía en el futuro fuera escrita por máquinas para ser leída por
otras máquinas, habrá, por el futuro previsible, alguien detrás de la cortina inventando
esos zumbidos, de tal modo que incluso si la literatura es reducible a mero código —una
idea intrigante— las mentes más agudas detrás de las máquinas serán consideradas
nuestros más grandes autores.
En 1959 el poeta y artista Brion Gysin afirmó que la escritura se encontraba 50 años
detrás de la pintura. Puede que aún esté en lo cierto: en el mundo del arte, desde el
impresionismo, la vanguardia ha sido la tendencia dominante. Innovación y riesgo han
sido consistentemente recompensados. Pero, a pesar de los triunfos del modernismo, la
literatura ha permanecido en dos vías paralelas, la dominante y la de vanguardia, y las
dos raramente se intersectan. Ahora las condiciones de la cultura digital han forzado
inesperadamente una colisión, testereando los anteriormente seguros suelos de ambos
campamentos. De pronto nos encontramos en el mismo barco, forcejeando con nuevas
preguntas concernientes a la autoría, la originalidad y a la manera en que se forja el
sentido.

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