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Diario de un aprendiz

Fernando Bárcena
Universidad Complutense de Madrid

Para J., que nunca podrá leerlo.

¿Fui tu padre? ¿Puedo ser tu hijo? ¿Qué quieres de mí? Ven y rescata el mísero desorden de mi amor por ti.
No supe deshacerme en ti…pero nunca te deshice tampoco. INÊS PEDROSA, Te echo de menos.

La melancolía es una pena que no tiene nombre, y nos deja un modo de ser
en la mirada. A veces, me dejo arrastrar por ella. Y, para no dejar que me venza
del todo, canto, o escribo. Abro mi cuaderno rojo y escribo: Llevo conmigo las
ciudades amadas, los lugares nunca vistos, los sueños y las miradas furtivas.
Llevo conmigo un cuaderno que nunca se llena, una pluma que no siempre
escribe y una canción que no he podido escribir. Llevo conmigo una duda y los
días vividos, una cita frustrada y dos lenguas a medio aprender. Llevo conmigo
la mitad de mi vida y de mi llanto. Pero que me ames, me salva. Y parece que
estoy vivo.

Hay una vida que es simplemente vivible y otra que es una vida con sentido,
aquella a la que aspiramos. La distancia entre estas dos vidas -la realizada y la
irrealizable- nos empuja al seno de una diferencia que a veces es abismal. Una
diferencia que nos pone a distancia de nosotros mismos, y que podemos vivir
con enojo, incluso con una enorme culpa, cuando nuestro anhelo de la vida
que buscamos para nosotros nos aleja aún más de lo que tenemos delante pero
no vemos: de los que creíamos amar, de nuestros propios hijos, de nuestros
amantes.
Imre Kertész dice en Diario de la galera que “el campo de concentración sólo
es imaginable como literatura, no como realidad.” (Kértesz, 2004, 32) A la vida
le pasa lo mismo; a veces, sólo puede aceptarse como una ficción, como una
fábula o como literatura. Marcel Proust decía al final de En busca del tiempo
perdido, que “la verdadera vida, la vida al fin descubierta y dilucidada, la úni-
ca vida, por lo tanto realmente vivida es la literatura; esa vida que, en cierto
sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista”
(Proust, 1998, 245). La cuestión es si vivir la vida de este modo es vivir la vida
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tal y como es o huir de ella. La realidad, la maldita realidad siempre viene a


estropear nuestros mejores planes.
Durante las páginas que siguen un aprendiz, que soy yo mismo, y que no
acaba de saber lo que tiene que aprender, escribe. En parte lo que he escrito y
dar a leer a mi desconocido lector es el resultado de lecturas y de re-escrituras
sucesivas, un intento de pensar, cuando la actividad del pensamiento es a la vez
una experiencia protectora e inaudita. Lo que voy a contar aquí es una historia,
un relato, una mínima novela de formación, que voy componiendo, como diría
Paul Auster, “a salto de mata”. Aunque nunca solo. No, nunca solo.
Lo que he decidido escribir sobre una diferencia que me inquieta, sobre un
comienzo que es siempre comienzo, sobre una infancia que será siempre infan-
cia, y sobre ciertas despedidas, en cuya ceremonia no termino de querer entrar,
no podrá poner en juego el saber disponible sobre la diferencia. Ese gesto no
pretende ser ni despectivo ni arrogante. Tampoco tengo claro que la singula-
ridad de una experiencia personal, la que es sin duda mía (y la que es de cada
uno) autorice a decir cómo deba ser ese trato y ese diálogo con quien, en su
inquietante presencia, es y será siempre el acontecimiento de la pura alteridad.
Por eso tampoco es un testimonio. Así que he de aventurarme a una escritura
difícil, una que sepa situarme entre la ciencia, la experiencia y sus respectivas
arrogancias. Y, sin embargo, a menudo no podré evitar la primera persona del
singular. En el fondo, creo que lo que he escrito es una carta pendiente y perdi-
da algún lugar del tiempo; la carta que nunca escribiré a mi hijo y que él nunca
podría entender.

Las palabras que son necesarias

Tengo que recurrir a conceptos para hablar de algo que se enfrenta a ellos, hasta
volverlos inútiles. Exploro la gramática de las palabras, que convierten en mero
objeto lo que las precede; y lo que las precede es el silencio del que la lengua
brota. Porque las palabras dicen menos de lo que deseo expresar con ellas. Ya
no importa qué diga, porque las palabras no transmiten lo que quiero comu-
nicar. Pero necesito las palabras. Y no sé de donde vienen, aunque conozco el
nombre de su dueño.
Primero fue la experiencia, y después, mucho después, la palabra y el modo
de nombrar una inquietud. Y es ahora, precisamente en este instante, que me
veo de nuevo sin palabras; ahora, que tengo que regresar a un pasado ya vivido
y que se ha incrustado en mi memoria como un presente continuo y alterado;
ahora, que me he propuesto articular un discurso inteligible que hable de los
afectos y los sentidos que se juegan en el encuentro con la “discapacidad”, como
socialmente se ha acordado denominar un modo específico de ser alguien. Pero,
¿qué significa “mi hijo” cuando, en realidad, no soy más que el padre? ¿Cómo
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(d)escribir ese nacimiento, que es una presencia siempre presente, si la escritu-


ra misma con que pretendo nombrar ese acontecimiento no tiene un comienzo
exacto en el tiempo?: “A veces creemos haber dado con las palabras. A veces las
palabras se han perdido. Nunca las habremos visto surgir” (Péju, 2004, 113).
¿Cómo escribir un nacimiento que aún no ha concluido? ¿En qué momento se
transforma un acontecimiento en recuerdo y su memoria en historia y relato?
Necesito a los novelistas para decir lo que mis palabras no alcanzan: “Tener
un hijo es un milagro, aunque esa condición venga oscurecida por la frecuencia,
por la mera estadística que los transforma en un hecho casual y numeroso. Te-
ner un hijo es un milagro desdibujado por la burocracia de las anotaciones re-
gistrales, y el costumbrismo de bautizos y cumpleaños, y la aburrida letanía de
parques públicos, columpios y colegios” (Ugarte, 2004, 11). Es un milagro y una
advertencia cruel: pues a partir de ese acontecimiento sabes que tu vida será un
tránsito efímero, un pasaje que te recuerda tu propia finitud, que te señala el
camino en el que estás y que te conducirá, con suerte muchos años después, a
otro estado de infancia y fragilidad en la vejez, en manos de tu propio hijo. Pero
ese no será mi caso. Estoy condenado a no ser un anciano, aunque ese milagro
no lo podré realizar.
Necesito a los poetas para que me recuerden tu condición: “Algunos seres
no están ni en la sociedad ni en una ensoñación. Pertenecen a un destino ais-
lado, a una esperanza desconocida. Sus actos aparentes se dirían anteriores a
la primera inculpación del tiempo y a la despreocupación de los cielos. Nadie
se ofrece para pagarles un salario. Ante su mirada se funde el porvenir. Son los
más nobles y los más inquietantes” (Char, 1989,85).
Necesito a los filósofos que han descubierto en la infancia el asombro inicial
de todo pensar, y al mismo tiempo el silencio, la palabra y el delirio: “Y al mis-
mo tiempo ella descubre que es preciso la escucha del otro para que el infans
acceda a la palabra portadora de humanidad” (Leclerc, 2003, 53)
No hay un sentimiento claro ni único que describa con nitidez tu llegada al
mundo por el nacimiento: sorpresa, miedo, incertidumbre,...Lo primero fue
ser consciente de situarme ante el inacabamiento. Había llegado; por fin estaba
ahí, frente a mí. Podía mirarlo, acariciar esa carne viva, olerlo, sentirlo. Su pri-
mer gesto fue un quejido. Un ser nuevo, inscrito en el vientre del mundo, que
puedo palpar y al que puedo hablar. Pero estaba ahí, mostrándose incompleto
e incierto, señalando lo que luego viviría como mi propia herida. Milagro del
nacimiento. Esta frase, que tiene ahora tantas resonancias filosóficas, había
sido antes que nada una experiencia innominada, como toda experiencia que
viene desnuda de palabras y de voces. Yo también, hasta el final, fui incapaz de
imaginar al niño antes de su llegada, pero de repente estaba allí. Había nacido,
pero pronto me daría cuenta que ese era sólo un primer nacimiento, y al mismo
tiempo algo más: el puro acontecer de un nacimiento que rompió, en un ins-
tante, toda previsión volviendo el futuro aún más enigmático. El tiempo nos ha
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dado las heridas y las rupturas, nos dio el tiempo, la cólera, la crispación, y por
fin una cierta calma, un lento proceso de reconciliación y algunas, diminutas
pero firmes, seguridades. La seguridad de tu inocencia y de tu sonrisa; la segu-
ridad de que tú eres bueno, en un sentido todavía impensable. Eres bueno en el
sentido de lo que eres y de lo que me ha acontecido: “Es una seguridad grande,
como saber que la tierra gira, el sol nace o las estaciones del año se suceden.
Tú eres bueno como los árboles son árboles o la lluvia es lluvia. No es necesario
reflexionar sobre eso, porque nadie reflexiona sobre lo que es evidente. Vivir es
muy fácil, porque mido a partir de ti el norte y el sur. Basta que existas para que
los meridianos se ordenen y los océanos se desborden” (Gersao, 2003, 27).
Existen seres que nacen dos veces: un vez de modo “natural” y una segunda
vez -¿qué palabras emplear para nombrarlo?- con ayuda de “todos los demás.”
¿Pero quiénes son esos “todos”? ¿Qué decir cuando ni siquiera ese primer na-
cimiento viene precedido por lo que, de modo más o menos rutinario y tantas
veces irreflexivo llamamos “normalidad? Porque antes del comienzo ya existía
la posibilidad de una fisura en mi historia, una fisura que muchos padres vivi-
mos, en primer lugar, como un error en la propia historia, una grieta que pasa
por su no aceptación, y después transita por un largo camino de reconciliación.
Él ya estaba anunciado como lo que después sería, aunque nunca ha dejado
de sorprenderme, pues el acontecimiento de su llegada habría de confirmarse
como tal cada día: un día, y otro día, un año, dos, muchos más. Hay seres que
son un puro y reiterado acontecer, el estado mismo del puro devenir sorpresa y
presencia. El poeta Rilke se expresa así: “¡Ay!, horas de la niñez,/ cuando detrás
de las figuras había algo más/ que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros
no existía! [...] Y, sin embargo, en nuestro solitario caminar/ sentíamos el goce
de lo duradero y nos quedábamos ahí,/ en el intervalo entre mundo y juguete,
/en un lugar que desde los comienzos/ se fundó para el puro acontecer” (Rilke,
1999, 50-51). He necesitado estas palabras, ahora lo empiezo a entender -acon-
tecimiento, experiencia, devenir, sorpresa, natalidad, otredad, comienzo- para
nombrar lo que es presente y ausente, cercano y sin embargo distante. He ne-
cesitado pensar el silencio y el cuerpo, el dolor y el testimonio para aprender a
perderme en tus desarreglos.
Necesito estas palabras, y no otras, porque son las palabras que me nacieron
de la experiencia, y no simplemente del estudio o de una lectura más o me-
nos erudita, más o menos académica y filosófica, más o menos universitaria y
pedagógica. Así que tengo que unir, en un mismo gesto, en un mismo acto de
escritura y de pensamiento, la doblez de mi condición: ser padre y universita-
rio. Y no sé cual de las dos voces debe prevalecer. Porque, ¿cuál es la voz de la
experiencia y qué autoridad acredita, si tiene alguna? ¿Qué voz es más conver-
sable, la de la intimidad de la experiencia o la de la exterioridad de lo que se cree
ya saber a ciencia cierta? ¿Qué me autoriza a mi, padre que convive, como hoy
se la denomina, con la discapacidad, para decir cómo es o debiera ser el trato
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afectivo con un hijo-otro? Porque esa voz es sólo una de las muchas posibles,
es una voz que apenas podría ofrecer sino un testimonio, y testimonios hay ya
muchos. Quizá sería mejor elegir una voz distinta, la voz de alguien que com-
pone un discurso racional, más o menos pedagógico, la voz de un discurso que
se pretende continuo y sin fisuras, un discurso de ideas claras y distintas. Así
que hay que elegir. Elegir una voz, elegir un discurso -un dis-cursus, un curso
desunido e interrumpido-, una vía que introduzca, en lo fragmentario, alguna
coherencia.

Aprender tu simplicidad: la inquietud que importa

Ahí está la primera evidencia: vivir con ese otro es vivir fuera de sí, tener que
hacerlo y a veces no poder más, querer abandonarse, querer renunciar, buscar-
se excusas para huir en otra dirección, pero aún así seguir en un curso que es
discontinuo. Es vivir de un modo distinto la relación.
Es vivir la relación habitando la diferencia y buscar una medida distinta a la
norma que la normalidad impone. ¿Qué es la normalidad?: nada. ¿Quién es
normal?: nadie. Aunque la diferencia hiere, y por eso nuestra primera reacción
es negarla. ¿Cómo combatir la imposición de la distinción normalidad-anor-
malidad?: habitando en el interior de la diferencia, ser íntimo con ella. Con un
gesto cotidiano -quizá poético, en parte épico- de reconciliación, pues la recon-
ciliación es parte del ejercicio de la comprensión, el único modo de sentirse en
paz en el mundo. No negar la diferencia, sino modificar la imagen de la norma:
“Éste es el paisaje que se debe abrir: tanto a quienes hacen de la diferencia una
discriminación, como a quienes, para evitar una discriminación, niegan la dife-
rencia” (Pontiggia, 2002, 39).
Habitar la intimidad de una diferencia. Es ahora cuando accedo al sentido de
mi relación con el otro, con el otro que tiene un nombre, y en ese nombre una
historia. Es ahora cuando percibo la hondura de estas palabras, su agudeza, su
intimidad y su herida: “El otro en cuanto otro no es solamente un alter ego: es
aquello que yo no soy” (Levinas, 1993, 127). Es una relación imposible: no una
relación que pueda nombrar, sino una relación a la que debo responder; no
una relación que pueda explicar, sino una relación que he de mostrar; no una
relación que deba transformar en “reciprocidad” o en un juego de “interaccio-
nes”, sino una relación que debo convertir en lenguaje. No es una relación que
pueda ajustar a un modelo o formato previo, una relación que no tenga sino
que fabricar o producir siguiendo unas reglas fijas; se trata de una relación que
debo crear, que he de hacer visible, hasta llevarla hasta su propia presencia,
presente para los dos. Una relación, por tanto, que será invención, creación y,
en este exacto sentido del término, algo más cercano a lo poético, al sentido. Es
una relación de paternidad, la relación con un extraño que en su ajenidad me
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es cercano, me es yo: “A mi hijo no lo tengo sino que, en cierto modo, lo soy”


(Levinas, 1993, 135).
Pero se trata de vivir esta diferencia como quien se abandona a lo descono-
cido, lo que requiere un cierto aprendizaje. Aprender, primero, la solidez de lo
cotidiano, ser cercano a él hasta perder el miedo al día a día, y no abandonarse
al suplicio de una lógica del futuro; aprender, pues, la intimidad del porvenir,
porque futuro y porvenir no son equivalentes: en tu mirada se funda el porve-
nir, eres el más noble y el más inquietante. El más noble, porque me recuerdas
con una sola mirada el estado anterior a toda culpa -en tu estado de infans, tú
mismo estás antes de toda inculpación del tiempo-, el estado de inocencia que
no precisa vivir sabiendo que el mundo está ya interpretado; el más inquietan-
te, porque haces del tiempo la experiencia de lo oportuno, la experiencia vivible
del tiempo poético, el tiempo de las acciones y de las decisiones apropiadas,
aquellas que no siempre tienen que ajustarse a lo socialmente normalizado.
Porque me recuerdas que no es lo mismo construir tu futuro que preparar tu
porvenir, porque en éste estamos los dos. En su novela Nacido dos veces, Giu-
seppe Pontiggia lo dice muy bien por boca del médico que informa a los padres
del diagnóstico de su hijo paralítico cerebral. Por primera vez, desde que el
pequeño nació, un médico les habla despacio, mirándoles a los ojos y eludiendo
las metáforas: “Tenéis que vivir día a día, sin pensar de modo obsesivo en el
futuro. Será una experiencia durísima, pero no la rechacéis. Saldréis de ella me-
jorados. Estos niños nacen dos veces. Deben aprender a moverse en un mundo
que el primer nacimiento ha hecho más difícil. El segundo depende de vosotros,
de lo que sepáis dar. Han nacido dos veces y el recorrido será más difícil. Pero,
al final, para vosotros también será un renacimiento” (Pontiggia, 2002, 32).
En esta relación que me altera he de aprender el arte de lo incierto, he de
atreverme al aprendizaje de la simplicidad, pues tus gestos, tus emociones son
exactos, únicos, singulares. Aprender la simplicidad de tus emociones requiere
de mí el esfuerzo por eludir un pensamiento de lo abstracto. Tengo que apren-
der a agudizar mi oído, porque “oír” es una de las acepciones de “sentir”. Esta
es la parte más difícil, los dos lo sabemos, aunque de manera diferente. Es que
siento que la sociedad, por decirlo de algún modo, se ha empeñado en inventar
mil recursos para intimidarme, a mi y a otros padres como yo. Digo intimidar-
me, o sea: me educa para que viva en un cierto sentido del miedo, en un estado
de preocupación acerca de tu futuro; a veces nos dedica espacios en la prensa o
en la televisión y recuerda a la “ciudadanía” algunas palabras para que orienten
su conducta: solidaridad, humanitarismo, y otras. Pero tú y yo sabemos que
nadie se ofrece para pagarte un salario. Y es verdad: tengo miedo acerca de
tu futuro; por eso, porque tengo miedo y me hago mayor, necesito que me re-
cuerden lo esencial. Y lo esencial me lo recuerdan algunos escritores y algunos
amigos: el porvenir se prepara con el oído, desde la escucha, desde la espera.
El “porvenir”, lo que está por llegar, lo he de preparar contigo en ese día a día,
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desde dentro de lo cotidiano, procurando intimar con tu diferencia. Se trata,


pues, de intimidarme de otro modo: no dejarme llevar por el miedo a ti que la
sociedad me traslada, al convertirte en un problema a resolver, y al recordarme
diariamente mi incompetencia y mi cansancio, sino ser íntimo con la inquietud
que me produce habitarte, el ser en parte tú y sentirte, además, otro, cercano
y, sin embargo, tan distante. Es preciso, entonces, que entienda una cosa im-
portante, y que luego encuentre el modo de hacértela saber: que no eres un
simple extranjero en el mundo, aunque tu viaje hasta aquí haya sido el de un
extraño, sino el último en llegar a un mundo que no conoces, y que nos llevará
algún tiempo mostrártelo, narrártelo, describírtelo de algún modo, para que no
le tengas miedo y lo puedas disfrutar. Eso es: tengo que aprender a contarte la
vida, a contármela y a que los dos contemos, el uno para el otro. Habitar tu inti-
midad y no rechazarla: “La intimidad está ligada al arte de contar la vida [...] no
es más que el arte de vivir. Vivir con arte es vivir contando la vida, contándola
paladeando sus gustos y sinsabores” (Pardo, 1996, 30), porque la intimidad es
sólo necesaria para disfrutar de la vida. Sin esa intimidad, nuestra relación no
tendría ninguna resonancia: no podría escucharte de verdad, es decir, no oiría
tus palabras rotas por dentro de tu lengua. Porque me tengo que meter en tu
lengua para poder entenderte, tengo que buscar lo que te dejas dentro y para
ello tengo que aprender desde dentro de ti a sentir -a oír- lo que te dices. ¿Cómo
hacerte entender que tus palabras, tu modo de decir y de hablar, me son ínti-
mos? En realidad, yo creo, cuando te miro dibujar las historias que me cuentas
por fragmentos y que luego tenemos que unir con los sueños que nos mentimos,
que sabes perfectamente que tu modo de hablar te sabe a algo, que resuena en
ti. Por eso, a veces, en tu glotonería, te callas y apenas en un murmullo me re-
galas alguna cosa. Eliges tus silencios y yo no puedo sino hundirme en el mío,
para aprender de ti. No me bastará entonces la palabra “comunicación” para
procurar entender cómo es mi relación contigo. No me bastará con aceptar que
eso que dicen que somos, animales que hablamos, consiste en un medio para
comunicarnos y hacernos entender. No; el lenguaje no es sólo un instrumento
de comunicación sino su fin; es un placer sagrado, el arte mismo de la libido en
palabras. Fue escuchándote hablar y anotando en mis cuadernos las palabras
de tu invención como ahora entiendo otra cosa: “Son los poetas -junto con los
niños- los que primero advierten las posibilidades más abiertas y secretas del
lenguaje y juegan o se dejan jugar con ellas” (Bordelois, 2003, 13). Jugabas,
como todos los niños, con las palabras.

Sumergirme en tus desarreglos

La pregunta principal aquí sería, entonces, ¿con quién se aprende?, ¿a quién


se educa?, y su respuesta más apropiada no podría ser: a un quid -a algo in-
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determinado: un “sujeto discapacitado”-, sino esta otra: aliquis, “alguien” que


tiene un nombre, una historia, una experiencia, relaciones, una vivencia singu-
lar como individuo, alguien inscrito en un horizonte de deseo, de espera, en la
trama del tiempo.
Digo “alguien que tiene un nombre”, y con ello me refiero a algo que no es
banal. Porque dar nombre al algo no es simplemente conservar palabras utili-
zables de forma duradera, sino que es dar la posibilidad para que algo pueda
sernos familiar, es lo que nos permite contar historias, es poder crear algo para
que deje una huella. En educación, por decirlo ahora de forma genérica, ese
alguien es el sujeto de la educación y, para remarcar su importancia ética, se
dice que es una persona. Pero no se “nace” persona, sino que “devenimos” una
forma singular de ser alguien. Cada ser humano es una promesa de forma, por-
que somos en devenir.
Filósofos y antropólogos señalan que “ser persona” implica tener en cuen-
ta un plano biológico, un plano relacional, y, de modo fundamental, un plano
simbólico, o sea: nuestra inscripción en una cultura, en una lengua, en una tra-
dición, en un espacio y en un tiempo. Cada uno es el fruto de una historia; no
el resultado de la aplicación de un plan o programa previo, sino un constante
comienzo. Alguien que ha sido convocado a la existencia personal, alguien que,
antes de ser, ya existía. Ser persona, entonces, depende de haber sido trata-
do como tal, haber recibido un nombre propio, haber sido introducido en una
red lingüística y simbólica. Así que no sólo la muerte destruye la persona, sino
también el abandono, la ausencia de lenguaje, la carencia de todo cuidado y
preocupación por el otro. La condición de persona no es una entidad fija dada
de una vez por todas, ni una identidad substancial. Es una narración -un naci-
miento y un devenir- a partir de una trama de relaciones humanas, políticas y
sociales. Significa insertarse en una historia que nos precede, un relato que nos
forma y del que cada uno aprende a distanciarse al crear su propio biografía. La
educación, en suma, es un devenir por la transformación. Y relacionarnos, en
educación, con los que se educan, implica, tener presente al menos su presencia
como otro, su diferencia sí mismo, la equivalencia de su discurso: porque sólo
puedo hablar y cuidar del otro si escucho lo que me dice; porque estamos inscri-
tos en una historia singular, porque si repitiésemos el mismo discurso en eco no
seríamos capaces de comunicarnos; y porque si no concedo al discurso del otro
una importancia equivalente al del mío, seré incapaz de entender y dialogar con
él (Lagrée, 2005, 28). Pensada en relación a tu condición permanente de infan-
cia, entiendo ahora que la educación es la experiencia de un aprendizaje de la
intimidad del habla. Desde ese fondo de nuestra condición de infans, descubro
que es posible escucharte sin que a cada interlocución mía debas responder tú
en términos de un conocimiento preestablecido. Sólo así podremos iniciar una
búsqueda que va del silencio clamoroso de tu infancia a comienzo de la palabra,
y de la palabra a una humanidad sin culpa, sin ofensa, sin humillación.
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Ante tu mirada, ante las de todos los que son como tú, se funde el porvenir y
cada instante deviene un nuevo comienzo. Siempre hay que comenzar de nue-
vo, porque rompéis la lógica encadenada de los hechos y abrís fisuras de sentido
en la solidez de lo real. La novedad que introducís es una poética, porque cada
gesto vuestro, cada emoción, dibuja un perfil sin cualidades definidas y delimi-
tables, y por eso nuestra relación inserta una infinita extrañeza, la misma que se
experimenta ante lo que no se puede dominar. Y es que lo nuevo sólo existe en
la mudanza, y por eso expresa la posibilidad del inicio como diferenciación. Por
eso pensar la educación en relación a ti es otra cosa. No se trata sólo de que a
través de la educación hagamos lo posible para atenernos a las grandes palabras
-“humanidad”, “bondad”, “tolerancia”, “solidaridad”- vocablos cada vez más
elusivos, sino que hay que lanzarse a las mutaciones decisivas de una diferencia
aceptada como tal. Habitar la diferencia, pues no necesito “comprender” al otro
-comprenderte a ti, reducirte al modelo de mi propia transparencia- para vivir
contigo y construir algo junto a ti. Procurar entender nuestra relación no equi-
vale a tener que dominarla, sino a tratar de comprenderla desde dentro, como
he dicho, y ahora se que sólo puede acceder al sentido de esta relación tan extra-
ña poéticamente: prestando atención, con una vigilancia que nada tiene que ver
con una determinada vigilancia pedagógica que inscribe el saber y la acción en
una determinada idea del dominio. La palabra “educación”, junto a ti, tiene otro
sentido, pues no puedo cumplir con ella en su mera realización técnica, pues
ésta es sólo un momento de un proyecto mucho más amplio. Decir “te quiero”
no es querer tenerte, ni poseerte, ni dominarte, sino aceptar tu existencia. Me
alegro de tu existencia, quiero que seas como eres.
¿Dónde reside la singularidad de una relación educativa como esta? Frente a
las pedagogías que insisten en que a cada interlocución el otro ha de responder
de forma clara y transparente, quizá esta relación nos proporciona otra clave
interpretativa: que en realidad no importa que no se comprenda lo que el otro
nos diga, que tenemos que aprender a desprendernos de nuestra voluntad de
comprender todo lo que ocurre entre los niños y los hombres, que tenemos que
abdicar de nuestros deseo de ver traducida la relación educativa en un inter-
cambio perfectamente legible, mensurable, y sin la menor ambigüedad e incer-
tidumbre. Que tenemos que dormir nuestro deseo de control para aceptar la
emergencia del otro en su alteridad.
El caso de una relación educativa entre seres tan desiguales quizá enseñe a
los pedagogos a deshacer la ligadura que ata la educación con la colonización
de las almas. Nos enseña que la educación tiene que ver con “dejar ser” al otro,
con permitir más que con obligar a reproducir lo que se transmite; que en lugar
de comunicar un saber por la palabra -y de hacerlo de forma nítida, sin ambi-
güedades- el asunto está en hacer surgir una palabra que no podemos dictar
por adelantado. Se trata, entonces, de una relación que acepta la desigualdad
profunda de los miembros que en ella habitan, una relación en realidad libre, ni
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programada ni programable, una relación que no tiene claras ni las competen-


cias ni las habilidades que hay que desarrollar, y precisamente por eso puede
desarrollarlas todas; todas las que merezcan la pena.
La escritora y filósofa francesa Annie Leclerc, en su libro L’enfant, le prisso-
nier, relata su larga experiencia en la que comparte un taller de lectura y escri-
tura en una cárcel. A la pregunta de los reclusos: “¿Por qué viene usted aquí?”,
la respuesta es:

Ella no les decía todavía -se lo diría más tarde- que continuaba viniendo porque una
loca historia de amor la había ligado a ellos. Amor de lo que buscaban juntos, expre-
sarse, escribir, pensar. Amor por esta comunidad inédita, improbable y por tanto real,
sin amenazas, sin programa, sin proyecto determinado, comunidad que no tenía otro
fin que acercarla a ellos, una comunidad no entre los iguales, sino justamente entre los
diferentes, en sexo, en virtudes y vicios, en edad, en condiciones, en cultura (Leclerc,
2003, 33).

Lo que esta escritora intentó en esa cárcel, al establecer una difícil relación
entre seres desiguales, no fue otra cosa que intentar poner a los reclusos en
relación con un estado de infancia, por si encontraban allí una voz anterior,
en la cual y por la cual pudiesen reconocerse como hombres, y no ya como
reclusos. El incremento de una cierta “conciencia social” en beneficio de este
tipo de personas discapacitadas nos hace pensar que, en realidad, se trata de
sujetos pasivos que, en todo caso, sólo pueden recibir nuestra ayuda (humana
o especializada) y nuestra consideración o nuestra benevolencia. Como tales
personas -sobre todo aquellas cuya discapacidad psíquica o intelectual les afec-
ta gravemente en sus relaciones con el resto del mundo- sólo pueden recibir lo
que les damos, nuestra ayuda hacia ellos se puede acabar viviendo de una forma
ambivalente e incluso contradictoria. Pues si, por un lado afianza en nosotros
una autoconciencia que definimos en términos de solidaridad o benevolencia,
por otro podemos llegar a vivir esa ayuda proferida como una carga excesiva.
Es como si nuestro trato y nuestra ayuda, basada en la consideración o la bene-
volencia, tuviese una única dirección, la que va de nosotros hacia ellos, es decir,
que no existe reciprocidad en ningún sentido relevante del término. La cuestión
que se puede formular es si, más allá de lo obvio y de algunos tópicos bien esta-
blecidos social y pedagógicamente hablando, no hay nada que aprender cuando
uno se encuentra viviendo la peculiar, y difícil, relación con una persona dis-
capacitada. A lo que me refiero es a vivir esa relación desde el interior de ella
misma. Vivir esa relación en sus aspectos físicos, psicológicos y simbólicos, y
vivirla con todos sus desarreglos y contradicciones incluidas. Vivirla aprendien-
do a formularse las preguntas que tantas veces percibimos como ilegítimas y
condenables, por nuestro sentido de la culpa o por nuestra propia inseguridad.
Pues estar con una persona discapacitada, una que está a tu cargo y que no
puede hablar por sí misma en la forma en que el resto de las personas pueden
hacerlo, inevitablemente nos acaba plateando las posibilidades y los límites de
nuestro propio poder de representación. ¿Hasta qué punto, y en qué grado, he
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de hablar en su nombre? ¿Hasta qué punto su forma peculiar de expresar lo que


es y lo que siente lo hago resonar en mí y permito que lo que exprese, aunque
roto y confuso, se deje oír?
Demasiadas veces las teorías y las filosofías de la educación, también las de la
moral y las de la política, al referirse a los que sufren una discapacidad, les tra-
tan como sujetos susceptibles de benevolencia, de solidaridad y de una ayuda
especializada por parte de quienes -el resto- seguimos considerándonos sujetos
plenamente racionales y saludables. Y quizá es hora de plantear un modo de
pensar la educación a partir de ese íntimo trato con la diferencia, donde la dife-
rencia no sea a su vez pensada bajo un esquema donde, en realidad, la diferencia
deviene un problema resoluble. “¿Qué consecuencias tendría para la filosofía
moral considerar el hecho de la vulnerabilidad y la aflicción, y el hecho de la de-
pendencia como rasgos fundamentales de la condición humana?”(MacIntyre,
2001, 18). ¿De qué modo podría comenzar a responderse a esta pegunta cuando
lo que se intenta es elaborar un pensamiento de la educación, uno que tenga
como punto de referencia central, no una situación normal, sino una situación
del todo asimétrica, del todo desigual, del todo singular?
No tengo respuestas claras a esta pregunta. Quizá no tenga ninguna y con toda
seguridad, en este escrito, no haya aportado ni una sola vía para poder respon-
derla de forma conveniente. ¿Quién podría hacerlo? ¿Qué podría añadir salvo
decir que la relación con una persona discapacitada lo que puede enseñarnos
son las vías para sacarnos de nuestros errores de pensamiento, de los errores a
la hora de razonar pedagógicamente, de los errores derivados de nuestra ansia
de eliminar todo rastro de azar e incertidumbre acerca de esas personas, tan
extrañas en realidad? No se trata sólo de hablar de derechos -y hay que hacerlo
sin duda-, o de hablar de solidaridad o de benevolencia, de sentirnos con una
mejor conciencia en relación a ellos. Se trata, quizá, de profundizar en lo que
significa lo que nombramos como “discapacidad” y de identificar todo lo que de
ahí se deriva. Hablar de un discapacitado, como en realidad hablar de un loco o
de un tímido o de una persona colérica como si fueran solamente una manera
rara, o vulgar de ser es quedarse en la superficie. Pues ser un discapacitado, o
ser un loco, o ser un tímido es una manera de ser alguien, es un modo de ser y,
por tanto, un modo de aparecer ante el mundo. Aquí, ser y aparecer coinciden.
Entonces, las formas como nombramos lo extraño, las palabras mismas que
usamos para identificar lo que vemos, lo que aparece y se nos muestra tendrían
que exigir de nosotros un esfuerzo mayor. Es algo instantáneo, algo fugaz; es un
acontecimiento del pensamiento:

Hay un instante en que las mismas palabras dicen otra cosa y esa cosa es lo que es.
Seguramente que durarás en transmitirla, porque posiblemente tendrías que servirte
de las mismas palabras, y lucharás para que entre ellas brille la luz que brilló entre
ellas. Seguro que entiendes todo lo que te digo sobre la experiencia de la que hablo,
pero cuando llegues al límite de ti -que es adonde te conduzco- no ves nada. No pienses.
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 12

Suspende el pensamiento por un instante, la respiración. Mírate con una mirada virgen.
Traspasa lo inmediato que hay en ti, lo cognoscible, lo decible, hasta el ‘yo’ enrarecido
en ti (Ferreira, 2003, 77).

No preguntamos ya “¿qué es un discapacitado?” o “¿qué es la discapacidad?,


preguntas que, como el concepto “Hombre”, son meras interrogantes ontoló-
gicas que no conducen a ninguna parte. La cuestión es otra: “¿qué significa
aprender contigo?” Como en todo aprender, lo esencial en este “aprender con-
tigo” es precisamente el “entre” que nos une y nos separa. Porque ni yo puedo
proponerte un modelo ni de nada sirve fabricarlo: “no aprendemos nada con
quien nos dice: ‘haz como yo’. Nuestros únicos maestros son aquellos que nos
dicen ‘hazlo conmigo’ y en vez de proponernos gestos a reproducir saben emitir
signos desplegables en lo heterogéneo” (Deleuze, 2002, 69). Es una cuestión
de que tú emitas signos que orienten mi atención hacia ti. Porque aprender
concierne a los signos. Signos que constituyen el objeto de un aprendizaje tem-
poral, no de un saber abstracto: los signos de tus manos o de tu mirada perdida,
los signos de tu cuerpo y de mi intranquilidad, los signos de tu calma y de mis
prisas. Tengo que volverme sensible a los signos que emites, como el médico lo
hace con respecto a la enfermedad y el carpintero con los signos del bosque. De
nuevo no es más que prestar atención; pararme a pensar y concentrarme en ti,
hacer el imposible de singularizarte en tus gestos, en tus señales, en tus signos,
en el modo como se expresas, como te muestras, como eres.

Ceremonias para una despedida

Morirás de infancia -como yo quizá muera con mi infancia a punto de ser ol-
vidada-, con una infancia retenida, con una infancia eterna, y no podré hacer
nada para que salgas de ella. ¿Es esa es mi melancolía? Pero hay otros modos en
el que el morir es un morir de infancia. Una decepción rotunda del tiempo.
Quiero ahora transcribir un fragmento de una novela del escritor francés Phi-
lippe Forest -El niño eterno-, una novela que encontré por casualidad en París,
adonde fui para despedirme de una ciudad que me hiere y que amo. Leo: “El
blanco es el color de los niños que mueren. Alguien vivía. Luego no hay nada.
La vida se ha retirado. Lo que permanece en la cama ya no es mi niña. La agonía
era todavía vida porque algo ha tenido lugar. La muerte es la verdad del instan-
te. Penetra el tiempo. Lo envuelve.”
Déjame que te hable de lo que no sabemos -tú, que nunca serás padre-, cuan-
do es ese no-saber lo que nos protege y lo que nos orienta ante el dolor de un
hijo a punto de irse a otra clase de tiempo. “Yo no sabía”, escribe Philippe Fo-
rest:

O mejor dicho: ya no recuerdo. Mi vida era ese olvido, y eso era lo que no veía. Vivía
entre palabras, insistentes e insensatas, suntuosas e insolentes. Pero recuerdo: yo no
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 13

sabía. Ahora vivo en ese punto del tiempo. Cada noche, como un ritual, deposito el vo-
lumen rojo sobre la mesa de madera que me sirve de escritorio. Sumo los días: agrego,
suprimo, anoto, leo (Forest, 2005, 13).

Con estas palabras comienza la novela-ensayo-diario de Forest; no sabemos


muy bien cómo llamar a una escritura que es la expresión de un duelo inconso-
lable. Se trata de un texto escrito apenas siete meses después de la muerte de su
hija de cuatro años por un osteocarcinoma maligno, y en tan sólo cuatro meses
de auténtico frenesí:

La palabra cáncer nunca se pronuncia. Se habla de ‘regeneración’, de ‘lesión’, de ‘gro-


sor’, finalmente de ‘tumor’. Luego se pasa a los términos más técnicos: ‘sárcoma óseo’…
[…] El aprendizaje de la muerte es una larga pedagogía cuyos rudimentos tratamos de
incorporar, es el abecé del terror (Forest, 2005, 53).

Los médicos economizan el lenguaje, los modos de expresión y de fatiga psí-


quica: no dicen nada más que lo puede ser entendido, porque antes ya ha sido
adivinado. Y mientras el diagnóstico no es firme, los pacientes y sus familiares
prefieren no saber.
Este texto de Forest indaga, bajo el signo de un testimonio que no se hubiese
querido ofrecer, las profundidades de un sufrimiento inútil: sufrimiento estéril
por exceso de dolor y por incapacidad del paciente, por incredulidad de los fa-
miliares; sufrimiento que no redime, ni libera, ni purifica. Un sufrimiento sin
sujeto, pues quien lo vive no puede resistirlo y sin embargo permanece en él,
en un día a día cruel e implacable, como un mártir del todo involuntario. Las
palabras de Forest, escritas como quien hurga en su propia herida, conforman
una escritura que no puede ser ya terapia. Hay que reconocerlo. Ni en Victor
Hugo, tras la muerte de su hija Léopoldine, ni para Mallarmé, tras la muerte
prematura de su hijo Anatole, la poesía fue el cumplimiento de un duelo: “[...]
ni el amor ni la poesía triunfan sobre la muerte. Sólo son un camino de palabras
que siempre conduce al ataúd cerrado” (Forest, 2005, 215) Tampoco para Fo-
rest, que sin embargo escribe y escribe:

He hecho de mi hija un ser de papel. He transformado cada noche mi escritorio en un


teatro de tinta donde sucedían otra vez sus aventuras inventadas. He llegado al punto
final. Guardé el libro junto a los otros. Las palabras no sirven de nada. Sueño. Al des-
pertar por la mañana, ella me llama con su alegre voz. Subo a su habitación. Está débil
y sonriente. Decimos las palabras habituales. Ya no puede descender sola la escalera.
La tomo en mis brazos. Levanto su cuerpo infinitamente liviano. Su mano izquierda se
aferra a mi espalda, desliza alrededor de mi cuello su brazo derecho y en mi hombro
siento la tierna presencia de su cabeza desnuda. La llevo conmigo sosteniéndome en
la baranda. Y de nuevo, hacia la vida, descendemos la escalera de madera roja (Forest,
2005, 399).

Forest sigue la estela poética de Mallarmé: no es posible que los niños que
van a morir se den cuenta de su propia muerte. Ahí está lo atroz: en la concien-
cia nítida del último desfallecimiento. Es necesario conjurar la realidad de la
muerte, su contundente y terca evidencia. Hay que decir adiós sin pronunciar
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 14

esa palabra, envolver la despedida en otra eternidad de la que podamos dispo-


ner. El hijo, con su muerte, el padre, con su supervivencia, han de encontrar
un modo que les una en esa eternidad elaborada en un tiempo específicamente
humano. Pues una muerte no sabida, esta es la vana ilusión literaria que nos
queda, no es una muerte verdadera: es preciso, entonces, escribir la muerte,
anotar ese dolor, para hurtarle a la muerte su victoria. Es preciso eternizar al
niño que muere en el interior de la escritura, y es necesario, por tanto, que la
muerte real llegue para que su cuerpo inventado con palabras obtenga esa otra
eternidad. Forest es lúcido aquí: la escritura es el cuchillo con que Abraham se
inclina, obediente, sobre Isaac:

El niño recreado por el verbo es un fantasma que la escritura sólo despierta para cele-
brarse mejor a sí misma. Todo lo que él era se ha perdido. Al convertirse en religión,
la poesía justifica la muerte y la borra cuando debería mantener los ojos abiertos en
la oscuridad. La poesía no salva. Mata cuando pretende salvar. Hace morir de nuevo
al niño cuando accede a su cadáver, pretendiendo resucitarlo sobre la página (Forest,
2005, 219).

Mallarmé lo sabe. “¡Oh! Sabes bien que si consiento en vivir, en aparentar


olvidarte, es para alimentar mi dolor, y que este olvido aparente surja aún más
vivo en lágrimas, en cualquier momento, en medio de esta vida, cuando tú me
apareces” (Mallarmé, 2005, 161).
Diez años después, y tras dos novelas donde relata el sufrimiento y la muerte
de la niña, escribe Tous les enfants sauf un, un ensayo sobre la muerte de los
niños, la enfermedad y la melancolía hospitalaria (Forest, 2007). Las palabras
siguen sin servir de mucho, pero existe la íntima necesidad, casi urgencia, de
dar sentido. Durante diez años Forest intenta pensar de nuevo el acontecimien-
to de la muerte de su hija para saber si tenía algún significado. Pensar de nuevo
lo vivido; pensarlo una y otra vez, para no olvidar, pues la revelación, si se al-
canza, concierne a cada uno y sólo puede adoptar la forma de una experiencia,
la de una prueba.
En este ensayo lo que intenta es dar testimonio de una reacción unánime
que, un día, será la de cada uno. Idéntica experiencia pero distinto testimonio.
El proceso de la enfermedad, la simbólica que envuelve a la enfermedad y a la
muerte de los niños, su proceso de canonización social, el universo hospitalario
como un universo inmóvil e indiferenciado que deambula por los márgenes de
un mundo donde habitan los vivos y donde, como leemos en La montaña má-
gica de Thomas Mann, hay una diferencia esencial entre los de arriba y los de
abajo, entre los de dentro y los de fuera. Es difícil no representarse el hospital
como un gheto, como un espacio-otro donde poblaciones enteras de enfermos
son aparcadas a la espera de una solución final, invisible y permanente; lace-
rante y temida.
El hospital: ingreso en una ciudad extraña cuyas reglas nos son del todo des-
conocidas, pero que pronto aprenderemos. Un país extraño donde las luces
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 15

nunca se apagan, donde las puertas de las habitaciones raramente se cierran,


donde los pacientes no tienen derecho a una verdadera intimidad; todo se com-
parte: toses, flemas y desnudez. La pequeña Pauline tendrá que vivir sola -en
el fondo sola- esta experiencia. Las pruebas diagnósticas son, pese a su buena
intención, una violencia que se ejerce en un cuerpo de niña, con olor de niña,
con frescura de niña. En una de esas pruebas, una cintigrafía que exige la inyec-
ción de un producto radioactivo que necesita de varias horas para fijarse en el
esqueleto, exige que sus padres se pongan unas enormes camisolas azules, para
protegerse de los efectos de los rayos. La pregunta es inevitable: “¿El cuerpo de
nuestra hija se ha vuelto venenoso y tenemos que protegernos de él?” (Forest,
2005, 49). No es posible el contacto entre el cuerpo de la niña y de sus padres,
ni las caricias ni los besos. No es posible sentir el aroma de la niña, el olor de los
padres, el contacto entre los cuerpos que se han dado la vida. La cura exige anu-
lar el tacto; el cuerpo de esa niña que no conozco me lleva ahora, dos años des-
pués, al maltrecho cuerpo de mi madre, anciana, en estado avanzado de cáncer
maligno de piel. Sin poder ejercer control alguno sobre su cuerpo, sin derecho
al pudor, desnuda, deslizo sobre ella un líquido viscoso altamente contaminan-
te; lo hago con la máxima delicadeza, casi avergonzado de tener que hacerlo,
y con la máxima ternura de la que soy capaz, oculto tras una larguísima bata
blanca, gorro que me cubre el pelo, guantes, enormes gafas que me impiden ver
y mascarilla. Ella guía mi mano por el mapa de su piel: “Hijo ten cuidado con
mis pezones, dame mucho en el pecho, lo ha dicho el médico, por mis brazos,
por mis nalgas, por mis muslos.” Y yo obedezco dócil a sus indicaciones. Y así
un día, y otro, y otro, y otro más.
Una gran melancolía reina en el hospital. Médicos, enfermeras, personal
hospitalario practican una especie de ritual voluntarista del buen humor que
enseguida hace evidente que no sirve más que para ocultar lo contrario: una
infinita tristeza. La melancolía hospitalaria es una expresión de la angustia
metafísica que suscita el espectáculo del sufrimiento; espectáculo insoportable
que requiere de los profesionales la distracción para nombrar la muerte, o la
máscara del buen humor. Pese a todo, pese al trato diario con el sufrimiento
-o preciosamente debido a ello-, la muerte sigue siento un tabú para una con-
ciencia moderna que cree haber triunfado sobre la superstición y los mitos,
al rodear a quienes sufren y mueren con un discurso razonable y compasivo.
Al aproximarse la muerte, el personal del hospital se retira. Síndrome de fuga
por parte de los médicos y enfermeras que han de protegerse de lo que viven a
diario. Este alejamiento se acompaña con un vocabulario que coloca al todavía
vivo en posición de ya muerto: “Precisa descansar, por favor, dejen al paciente
dormir”. Es necesario que el moribundo permanezca tranquilo, que descanse.
Y más allá de los cuidados y de los calmantes necesarios en ese momento, estas
señales muestran la imposibilidad, en el personal hospitalario, para soportar
la enunciación de la angustia, la desesperación y el dolor. Se hace necesario
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 16

impedir que eso (la muerte, el fin) se diga. Y es que el fin es tan inmenso, es su
propia poesía. Y necesita poca retórica. Habría que limitarse a exponerlo con
sencillez.
En el hospital se enfrentan dos lógicas irreconciliables: la de la ideología y la
de lo real. De un lado, cierta colaboración en la mentira, socialmente justifica-
da, de que es técnica y económicamente factible ofrecer (o fabricar) un cuerpo
perfecto, eternamente joven, bello y sano, y que es justo, por tanto, recibir a
cambio una retribución correspondiente con tal propósito. Pero, de otro lado,
no puede cerrar los ojos ante lo que diariamente evidencia como testigo mudo:
que la muerte y la vejez existen para todos, que el dolor rompe en pedazos el
fantasma narcisista de un cuerpo siempre sano y bello. Médicos, enfermeras,
psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales, educadores, sienten diariamente
el desgarro que produce la esquizofrenia de situarse en la hendidura de dos
discursos contradictorios que coexisten.
El enfermo se percibe retirado del tiempo. Nada de lo que se hace con él, o
sobre él -y todo pasa por lo que se hace con su cuerpo-, es controlado por el
propio enfermo: esperas interminables, retrasos constantes, cambio de progra-
ma terapéutico, noches con el sueño constantemente interrumpido…todo ello
contribuye a incrementar su “impaciencia”, a poner a prueba su condición de
“paciente”, con el sentimiento de que todo se ha confabulado contra él. La en-
fermedad, entonces, es una extraña experiencia del tiempo. El enfermo crónico,
hospitalizado durante mucho tiempo, se abandona a tareas que la vida moder-
na deja en sus márgenes: la contemplación, la meditación, el silencio, quizá la
lectura. O simplemente hunde su mirada en el infinito.
El enfermo es, además, expropiado de su condición de sujeto, y a menudo
percibe que es tratado como mero objeto, como un “caso” clínico, la parte ex-
perimental de una ponencia que se presentará en el próximo congreso interna-
cional de la especialidad. Su única contribución al protocolo médico consiste
en el asentimiento de su voluntad a la nueva condición de enfermo. Su cuerpo,
antes silencioso, deviene materia y máquina, una pieza que forma parte de una
maquinaria cuya contribución consiste en ser dócil a ella, en negar su capacidad
de resistencia frente a la invasión, frente al poder que se le ejerce en nombre de
una salud prometida. Mera prótesis periférica de la gran maquinaria médica.
Es cierto que el tratamiento no se hace nunca contra el enfermo, pero la lógica
íntima del tratamiento exige el aval silencioso del paciente, su total consenti-
miento, un acto de desposesión de sí mismo. Se trata de acceder a una terrorí-
fica pasividad.
El hospital es el lugar de un ostracismo salvaje, pero también es el santuario
protector del enfermo. El lugar temido y al mismo tiempo anhelado, el lugar
del que no quiere uno irse con facilidad, tras una hospitalización prolongada.
El hospital es, entonces, como lugar de acogida, asilo sagrado, espacio se sumi-
sión y docilidad. Los grandes dolores son mudos. La muerte de los niños -ese
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 17

sufrimiento inútil que tanto estremecía a Dostoievski- impone un silencio y una


patética especial: es un escándalo que silencia cualquier metafísica.
Pero el hospital también infantiliza. Extraña relación entre el hospital y la
infancia. El hospital infantiliza al educar a los enfermos en un estado de de-
pendencia que los devuelve a los primeros años de vida. Pero ¿cómo infantili-
zar a un niño? No es posible; hay una gravedad en ellos que nos admira y nos
inquieta. Bastan pocas semanas para que los niños adquieran allí una madurez
irreal, una lucidez a menudo infrecuente en el adulto enfermo. Es como si, en el
hospital, todos nos volviésemos niños… menos los niños mismos. Su coraje, su
resistencia, su silencio, nos admiran. Un niño enfermo puede, fácilmente, pasar
por un santo; un niño muerto se habrá divinizado. Mas este proceso de cano-
nización social de los niños convertirá su sufrimiento en una suerte de expro-
piación. Esa santificación, tan específica de una cierta mitología de la infancia,
mata al niño dos veces: primero, como individuo, al sugerir que todos los niños
son ideal y sublimemente parecidos, y, segundo, como enfermo, al afirmar que
su sufrimiento es en el fondo un bien, oculto bajo la apariencia de un mal, que le
permite acceder a un nivel superior de existencia. Así, la santificación del niño
enfermo es al mismo tiempo una santificación de la infancia y de la enferme-
dad, una santificación que se paga al precio de una negación.
Juntas, una niña, convertida en figura literaria, y una anciana, que es mi pro-
pia madre, reúnen el inicio y el final del tiempo, toda una historia del cuerpo.
Y es que la cuestión del final remite a la cuestión del origen: la vida recibida y
la vida dada. La muerte de Pauline es una interrupción brutal de la cadena de
la carne, de la esperanza contenida en un cuerpo que empieza: “Pensábamos
transmitir la vida que habíamos recibido y hemos dado la muerte. Toda novela
designa este nudo de aliento y de sangre por el que el individuo nace a la verdad
del tiempo. Paternidad o maternidad: la experiencia crucial es la de la vida re-
cibida, la de la vida dada.” (Forest, 2005, 140).
El tiempo: asunto del origen y del comienzo, asunto de la vida dada y recibi-
da, y asunto, también, de la lengua. Pero nada sirve de consuelo: la escritura
no acaba de triunfar sobre la muerte. Victor Hugo y Mallarmé, desolados por
la temprana muerte de sus hijos, enloquecen de dolor, y se refugian en la escri-
tura, que no da consuelo. Contemplations es el texto del dolor de Victor Hugo.
Pour une tombeau d’Anatole, los fragmentos rotos de un intento, inacabado,
de eternizar al pequeño niño. “Su espíritu, /que tiene eternidad______puede
esperar/ ser eternamente a través de mi vida.” Y Forest, como confundiendo
su voz con la pena de Mallarmé, añade: “El niño que muere es eterno, la pena
del pensamiento hace infinito el breve espacio de los días que anuncian el fin”
(Forest, 2005, 209). Se trata de hacer que la pequeña Pauline y el pequeño
Anatole vivan en la escritura para así eternizarse; frágil esperanza, porque el
acercamiento a las respectivas escrituras se hará siempre con una memoria que
recuerda un vacío que jamás podrá colmarse.
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 18

Un saber incierto. Estar a la altura de lo que nos pasa

Reconozco que es difícil saber qué quiere “Estar a la altura de lo que nos pasa”.
¿A qué altura puede colocarse el sufrimiento de un padre que no puede soportar
por más tiempo la agonía de su hija de cuatro años? ¿A qué altura se pueden
poner las pesadillas de un hijo que siente que tiene una deuda infinita con su
padre moribundo, a quien cuida noche tras noche limpiándole con hábiles ma-
nos que no sienten repugnancia los restos de vida que se escapan por un cuerpo
que es casi un cadáver? ¿A qué altura se pone la dignidad de una mujer que se
come su llanto todas las noches, porque el poema de su vida se ha convertido
en una tormenta? ¿A qué altura se pone el dolor de una culpa intransigente, el
vacío de una mirada tensada en el infinito? ¿Quién se atreve a medir la dignidad
de esos sufrimientos?
Se trata de no estar ni por encima ni más abajo del acontecimiento, que es eso
que nos pasa, la prueba por la que tenemos que pasar, nuestra singular trave-
sía. Se trata de estar simplemente a su misma altura, porque lo que nos pasa
tiene su propia medida y su propia elevación. Y conviene ser equivalente a esa
dignidad, a esa altura, para no caer ni en la banalidad, ni en la mediocridad, ni
en el resentimiento.
Sin embargo, lo que nos puede pasar a cada uno en particular les puede pasar
a todos en general. A cada uno en singular y a cada uno en su justa medida.
¿Será, entonces, que en el acontecimiento conviene no sobrepasar la medida
de los otros, evitar toda comparación? Si afirmo que he de estar a la altura de
lo que sufro, del sufrimiento que ahora mismo me recorre, entonces quizá esté
diciendo que mi sufrir es injusto, es violento e insoportable, pero que he de
permanecer a la altura de su desmedida, resistiendo con una moral que sea
equivalente a su poder de destrucción, con una moral que no me haga perderle
la cara en ningún momento. Se trata de tener que aguantar, permanecer en esa
forma de ser, en ese sufrir, en ese padecer. Padecer su propia altura y ser digno
de lo que me da.
Esa dignidad del permanecer en el padecer no es una “dignidad” que se pueda
simplemente aceptar como elaborada desde una medida diferente o contraria
al hombre; ni por debajo ni por encima de nosotros. Tiene que ser una dignidad
a medida del hombre, de lo que puede padecer y de lo que puede resistir. Quizá
exista aquí un sentido de la justicia distinto al sentido meramente jurídico que
conocemos. Cada uno tiene que descubrir esa medida, y esa dignidad, y esa
altura. Dar una respuesta equivalente -ni más ni menos que la apropiada- a lo
que nos pasa; una respuesta que no puede estar sometida a algo que sea exte-
rior a ese acontecer o a ese sufrir. El sentido de esa dignidad y de esa medida la
descubre cada uno, en relación con los otros, en una relación dual cara a cara,
pero no viene dado por ningún discurso que nos sea externo. Una herida grande
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 19

requiere una respuesta grande, una dignidad a la altura de lo que nos pasa.
Deleuze dice que ser dignos de lo que nos pasa es “quererlo y desprender de
ahí el acontecimiento, hacerse hijo de sus propios acontecimientos y, con ello,
renacer, volverse a dar un nacimiento, romper con su nacimiento de carne”
(Deleuze, 2005, 183). Aceptar lo que nos pasa, y reconocer su grandeza -por lo
horrible o por lo hermoso que contiene- es, también, reconocer que hay cosas
que nos han pasado, que se han operado transformaciones en nosotros, que he-
mos pasado de un estado a otro. Es prestar atención al devenir: hemos muerto
a una identidad infantil y pasamos a otra dimensión, una que requiere de noso-
tros aceptar que quizá ya no somos los mismos que antes.
Quizá, entonces, estar a la altura de lo que nos pasa, cuando el acontecimiento
tiene que ver con una despedida, es aprender la lengua de otro modo, aprender
a hablar de otra manera. Walter Benjamin dijo que cuando muere una persona
muy cercana a nosotros advertimos en el tiempo posterior algo que, aunque lo
hubiésemos compartido con el desaparecido, parece que sólo hubiese podido
madurar en su ausencia. Al final lo despedimos en una lengua que él ya no
entiende, en una lengua que es la nuestra. Quizá por eso nos cuesta tanto des-
pedirnos: porque no hay palabras para decir adiós.
Y es que no hay un instante para decir adiós. La ceremonia de la despedida se
reparte en fragmentos de vida, mientras la vida dura y la muerte nos alcanza.
El libro se ha terminado de escribir; jamás pensó en convertirse en escritor: le
bastaba con ser un profesor de literatura comparada, un lector audaz de litera-
tura francesa e inglesa. El libro se ha cerrado, y el escritor tiene que reconocer
que ni el arte ni la vida le han salvado del sufrimiento, de la angustia, de la
enfermedad y de la muerte. Y aún así, es necesario seguir escribiendo y seguir
viviendo. Seguir hablando, seguir expresándose, incluso desde un rotundo si-
lencio, para no quedar atrapados en una melancolía infinita. Decir, por ejem-
plo, las palabras que dicen los amantes y que duele escuchar, como Ulises le
dice a Lori, en Uma aprendizagem ou o livro dos prazeres, la novela de Clarice
Lispector: “Se debe vivir a pesar de. A pesar de, se debe comer, a pesar de, se
debe amar. A pesar de, se debe morir. Incluso muchas veces es el propio a pesar
de el que nos empuja hacia delante” (Lispector, 1999, 22)
Seguir viviendo para contar el dolor y contar la muerte, quizá para consolar a
los vivos. Porque uno se va antes que otro, y esa experiencia de la pérdida nece-
sita la prueba de la singularidad de un afecto, de una ausencia o de una amistad.
Aunque ni el arte ni la escritura nos libren del dolor, nos ayudan a responder a
un acontecimiento singular: es una ocasión única para intentar acertar con las
palabras justas. Ante la pérdida del otro, quedamos como impelidos a romper
nuestro silencio y participar en los ritos del duelo. Y hacerlo con la máxima de-
licadeza, para evitar el pathos insidioso del recuerdo personal.
No, la ceremonia de la despedida no se resume en un solo acto. Hay que es-
perar. Esperar a que la parte que se ha muerto de los que amamos se muera
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 20

también en nosotros, la parte que es solo carne, la parte que viene y se va. Ese
es el consejo que el buen Spangler, un personaje de La comedia humana, de
William Saroyan, le puede dar al joven Homer, tras la muerte de su hermano en
una guerra cruel que no entiende:

Ese morir te está doliendo ahora, pero espera un poco. Cuando el dolor se vuelva total,
cuando se convierta en la muerte misma, te dejará. Tarda un poco. Tú ten paciencia, al
final te irás a casa sin ninguna muerte dentro de ti. Dale tiempo para que se vaya. Yo me
sentaré contigo hasta que se haya ido. (Saroyan, 2005, 207)

Ante lo desbordante de determinados acontecimientos uno se vuelve a pregun-


tar por el sentido. ¿Qué justificación tiene un mundo que puede sacrificar una
sola vida singular en aras de la salvación de una masa? Nada justifica el sufri-
miento de los niños, de cuya patética y proceso de canonización social nos habla
tan lúcidamente Forest. Pero permanece la inquietud: si no es posible ya dar
con un fundamento trascendente para el sentido -y entonces estamos perdidos
y desorientados, y caminamos como fantasmas en un mundo cuyas leyes igno-
ramos-, y si vivimos en un mundo violento y cruel, en el que la justicia tampoco
tiene sentido, ¿adonde podemos recurrir? ¿No hay justicia? ¿Es que no hay un
Dios?
A la experiencia del desencanto de la razón -pues hay cosas que no podemos
llegar a conocer, y experiencias cuyo significado se nos escapan-, se une el des-
encanto religioso (la ausencia de un fundamento trascendente para el sentido)
y el desencanto político (la imposibilidad de la justicia en un mundo violento
e injusto). Se trata de experiencias que inciden de lleno en una filosofía de la
educación, pues ni la cultura ni la educación parecen, entonces, barreras sufi-
cientemente sólidas frente a la barbarie y la violencia: “¿Tan indefenso es el ser
humano?, se pregunta un personaje de una novela de Sandor Marai: “La edu-
cación, la moral, las leyes sociales, ¿no tienen fuerza suficiente para contener el
embate de la pasión en los momentos cruciales? (Márai, 2007, 45).
Pero intuyo que puede haber una respuesta, una que será acusada de ilusoria
y vana, una respuesta que no parece, hoy, estar a la altura de nuestros sufri-
mientos, de la dignidad de lo que nos pasa. Y sin embargo sí lo está. Yo sé que lo
está. Pero esa es una experiencia mía. No es algo que haya hecho yo, sino algo
que han hecho por mí. Es una respuesta que no pretende salvar el mundo, pero
que sí ha curado heridas concretas y singulares. Esa respuesta es: amor. No hay
otra salida, en realidad nunca hubo otra respuesta, ni otro modo de proceder.
Esta palabra, tremenda y ya muy cansada, es la que vemos en gestos que en-
cierran sus propia poesía.
El gesto, por ejemplo, de la bisabuela de Douglas y Tom Spaulding, en la no-
vela Dandelion Wine, de Ray Bradbury, una anciana de noventa años que se
está muriendo, pero que parece que haya estado en el mundo desde siempre;
una anciana que, antes de morir, mientras duerme su propio sueño, se despi-
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Diario de un aprendiz. Fernando Bárcena 21

de de toda su familia con palabras que son como un viático; un gesto de amor
tranquilo con el que le dice al joven Douglas palabras que puede entender: “Lo
importante no es el yo que está aquí acostado, sino el yo sentado al borde de la
cama, y que me mira, el yo que está abajo preparando la cena, o en el garaje bajo
el coche, o en la biblioteca leyendo. Lo que importa son las partes nuevas. Yo
no muero realmente. Nadie con una familia muere realmente. Se queda alrede-
dor” (Bradbury, 2006, 177). O la pequeña historia que le cuenta a su hermano
pequeño, Tom, para asegurarse de que puede comprender el significado de su
“adiós”: “Tom […] en los mares del Sur los hombres saben un día que es tiempo
de estrechar la mano de los amigos y decir adiós, y embarcarse. Así lo hacen, y
es natural, es la hora. Así es hoy […] Así me voy, mientras soy feliz y no me he
aburrido” (Bradbury, 2006, 175).
Es, desde luego, el gesto del maestro Bernard, en Le premier homme, la in-
acabada novela de Camus, el maestro de Jacques, el maestro que al final de
cada trimestre les lee a los niños historias de guerra y largos pasajes de Les
Croix de bois, ese gesto tímido de regalarle este libro, rudamente envuelto, a él,
al pequeño Jacques, que un día se había emocionado con la lectura, mientras le
dice: “Toma, es para ti”; “El último día lloraste, ¿te acuerdas? Desde ese día, el
libro es tuyo” (Camus, 2003, 131).
Es el gesto de la señora Macauley, en la novela de William Saroyan, que le
dice a su hijo Homer -que todas las tardes recorre en bicicleta el pueblo de
Ithaca llevando mensajes cargados de dolor emitidos por el departamento de
defensa americano, durante la segunda guerra mundial-, un niño de doce años
al que le duele el dolor de una guerra que no entiende, una guerra que acabará
matando a su hermano, el niño Homer, que no tiene padre, y al que le duele
crecer y tocar todo ese dolor de ahí afuera, ese gesto, digo, de una madre que le
dice a su hijo:

El mundo está lleno de criaturas asustadas. Y como están asustadas, se asustan entre
ellas. Intenta entender. Intenta amar a todo el mundo que te encuentres. Yo estaré espe-
rándote en este salón todas las noches. Pero no hace falta que entres y hables conmigo
a menos que necesites hacerlo. Yo lo entenderé. Sé que habrá veces en que el corazón
será incapaz de darle a la lengua una sola palabra que pronunciar. Estás cansado, ahora
tienes que irte a dormir (Saroyan, 2005, 30).

Era el gesto, ahora lo recuerdo, de mi propia madre, cuando mi padre se mo-


ría, y adelgazaba, y se asustaba, y no quería saber que se estaba muriendo, y
entonces mi madre acortaba la cintura de sus pantalones para que creyese que
había engordado, y entonces mi padre, cuando se vestía, la llamaba, la gritaba,
y con una sonrisa le decía, “Mira, Josi, parece que he engordado”. Y mi madre,
agotada, también sonreía.
Sí. Creo que es algo así. Es un gesto de amor y de resistencia. Tengo que creer
que es así. Y no lo puedo demostrar. Sostengo a mi padre mientras se muere
y le susurro palabras que ya no recuerdo. Contemplo silencioso y aturdido los
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últimos instantes de mi madre, cuyo cuerpo aún reconozco como suyo, y evoco
las palabras que apenas doce horas antes me decía con un hilo de voz: ¿Cómo
estás mamá?: muriéndome, hijo, muriéndome.
Entretanto, acumulo los cuadernos en los que escribo las palabras de mi pro-
pio ritual del adiós. La evidencia de un amor que se ha vuelto imposible; el
dolor que se regalan, confundido con una pasión inaudita, dos amantes que
se lo dieron todo en el único intento. Hay demasiadas interpretaciones prees-
tablecidas sobre el amor y el dolor. Se nos pegan a la piel, en la lengua y en los
ojos. En ellas nos refugiamos, para no tener que pensar por nosotros mismos la
despedida. Necesitamos que el punto final se escriba con la tinta de la tragedia.
Y entonces rompemos los viejos cuadernos, o los escondemos, y comenzamos a
escribir en folios nuevos.
Dos amantes se dicen adiós, pero se juran un amor eterno. Se trata de una
promesa que necesitan decirse y escuchar, porque será el viático con el que van
a caminar el resto de sus días. No querían hacerlo, pero uno de los dos, ayudado
por el otro, tuvo que dar el primer paso. Ella tampoco quería hacerlo. Pero tuvo
que hablar, y pidió perdón por intentarlo: le interpretó para ayudarle. Y ahora
debe saber si es algo más, o algo menos, que un texto escrito por ella. A él le
queda -él lo es- el sentido de su vida. Y debe encontrar un lugar, pero solo uno,
al que regresar para visitar a los que se han ido. Ir allí y renovar la gloria de un
amor perpetuo que tiembla en un rincón de su memoria y de sus días.
Solo, perdido en una ciudad amada que le duele con una intensidad casi in-
soportable, uno de los amantes se despide de cada rincón y queda absorto a los
pies del gran árbol a orillas del inmenso río que atraviesa la ciudad a la que no
sabe si volverá. La noche anterior la inquietud le ha recordado la forma en que
ambos inventaban, una y otra vez, sus cuerpos. La noche anterior ha escrito,
enfebrecido, un poema que se parece a una plegaria, desordenada y caótica:

…su perfume tiene el color de una luna blanca y brillante, una luz… la luz en una noche
negra y dolorosa, una noche que vale la alegría de unos ojos negros y tristes, la alegría de
unas manos pequeñas en el pecho de una mujer pequeña…Hermosa como un amanecer,
como una noche de amor, como un día dedicado a acariciar tu pelo negro rojo largo.
Fuiste a la tierra que amas, tierra sembrada de lágrimas negras, para incrementar tu
dolor y salvar vidas pequeñas y regresas con el cuerpo roto y el alma regada por las lá-
grimas de un dios en el que crees. La más pequeña, la más fuerte, la más dulce y severa.
Duerme tranquila esta noche tremenda y cansada, porque te he amado te amo te amaré.
Te siento si duermo y si lloro, al perderme en esta ciudad que amamos y mientras escri-
bo avergonzado de tener que hacerlo…

Las noches son largas. Mi cuerpo recuerda lo que yo me obligo a olvidar. ¿Cuál
es la fórmula que resume el adiós al cuerpo que se ha amado, cuando todo nos
recuerda que ya no está a nuestro lado? ¿Cómo volver a intentarlo, si amar es el
único intento? No se puede decir nada. Esperar a que terminen los sueños, con-
fundidos con las pesadillas. Soportar el nuevo estado de desamparo en que me
encuentro: ahora solo puedo ser el padre de mi hijo. Es ahora cuando me llega
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la evidencia rotunda de una paternidad cansada. Y permanezco ahí, instalado


en la belleza y la humildad, entre la memoria y el reconocimiento. Permanezco
en una deuda infinita. A la espera de la dignidad de un adiós; a la espera de la
dignidad del recuerdo; a la espera de la dignidad del olvido; a la espera de otro
tiempo. Sí, quizás solamente a la espera. Pero a mi también me sigue estreme-
ciendo toda esa belleza. Toda esta vida.

Diario de un aprendiz

No hay una “forma” precisa que nos oriente en la búsqueda de lo que pretende-
mos. Hay muchas clases de búsqueda -la enseñanza, la ciencia, la acción políti-
ca, la escritura, el aprender-, pero, en general, en toda pesquisa “pensar” equi-
vale a hablar sin saber en qué lenguaje se hace. Entonces, nuestro pensamiento
parece que balbucea, como nuestras primeras palabras. Es esto lo que nos pasa
a ti y a mí.
Qué extraño fenómeno es ese que nos hizo perder la memoria original de
nuestra lengua -cuando éramos infans, cuando nuestro verbo era un delirio- y
que nos impide ahora, ya adultos, actualizar ese pasado bajo el registro de la
novedad, para que la lengua devenga acontecimiento. Porque la memoria no es
más que la actualización de un pasado que es exploración de un nuevo comien-
zo. Eso es lo que empiezo a comprender contigo. Por eso, quizá, para recuperar
la palabra como experiencia, y no sólo como un “instrumento” de comunicación,
debo invertir los términos y afirmar que el lenguaje es el “fin” de todo aquello
que entendamos por comunicación humana, incluyendo dentro de ella también
nuestros silencios. No hay más que “ver” las primeras palabras de los niños -las
tuyas, por ejemplo- para mostrar esa evidencia: que el lenguaje es una de las
manifestaciones más claras del principio del placer. Hablar es un “placer sagra-
do”, quizá una forma elevada de amor, deseo y conocimiento. Como los poetas,
los niños -de nuevo tú- advierten las posibilidades tremendas del lenguaje, y
desarrollan su habilidad para jugar o dejarse jugar con las palabras.
¿Podemos aprender a hablar de nuevo, bajo el registro de la novedad? Lo
primero es hacer silencio, un silencio que permita abrir un espacio dentro de
nosotros para acoger palabras nuevas. Cuidar y contemplar las palabras para
reconstruirlas en su propia infancia; etymon significa “lo cierto”, porque lo cier-
to de una palabra es su origen, el momento inaugural en que fue pronunciada
por primera vez. Lo segundo es intentar una especie de progreso en dirección a
nuestro propio comienzo, a nuestra infancia, para encontrar allí un discurso sin
residuos. Regresar a la infancia, a la condición del “sin palabra”, para liberar el
discurso adulto de los residuos que la “formación” ha introducido en el verbo.
Nuestros trayectos de adulto introdujeron demasiadas cosas en el torrente del
lenguaje, demasiados residuos que lo cotidiano encubrió. Se trata de residuos
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de adulto que recubren lo limpio de las palabras más sencillas: amor, infancia,
mañana, hoy, miedo, vida... ¿Podemos congelar esas palabras para percibir con
mayor nitidez lo que se ha colado en el lenguaje? Y lo tercero es aprender a
tomar distancia de la forma que hemos adquirido, esa forma adulta, inevitable
seguramente, para encontrar un ser humano informe, pleno de vida, escondido
debajo de la forma que tenemos. Desde ese fondo de nuestra condición de in-
fans descubrimos que es posible escuchar al otro sin que a cada interlocución
se deba responder en términos de un conocimiento preestablecido, algo que en
nuestras escuelas constituye un imperativo pedagógico.
El deportado africano en el barco negrero pierde su lengua. Tanto ahí como
en las plantaciones, convivían esclavos de varias lenguas. Como en todo “no-
lugar” donde el silencio es un mutismo, allí el esclavo pierde su lengua y ele-
mentos fundamentales de su vida cotidiana. Pierde su lengua, sus hábitos y sus
costumbres, y corre el riesgo de olvidar sus propios legados. Es entonces cuan-
do, por un impulso casi biológico de resistencia que compromete a la lengua
misma, y al anhelo de decir y de mostrar, el esclavo progresa hacia su infancia,
rastreando por la memoria las huellas y los vestigios de lo que fue y de cómo
hablaba. Se trata de un pensamiento del rastro, como lo ha llamado Édouard
Glissant, uno que permite crear un lenguaje-otro, como hace el africano al crear
formas artísticas y melódicas que dieron origen a la música jazz. Pensamiento
del rastro: el trémulo aliento de la novedad permanente.
Entonces, al final no se quien es el aprendiz, y quien está más desorientado: si
tú o yo. Es como si en cada palabra que pronuncio hubiese dos lenguas, la tuya
y la mía; dos maneras de decir, dos formas de mirar. En todo este tiempo he se-
guido escribiendo; los cuadernos se amontonan por todos los rincones. Y me los
pides, o me los robas, y te sientas a mi lado y te pones tan serio a escribir y me
dices: “es que voy a decir una conferencia”, y en seguida coges uno de tus cuen-
tos copias algunas frases, hasta que te cansas. Justo lo que hacemos otros.
Antes he escrito que esta relación nuestra, discontinua y fragmentada, eres
tú quien la vuelve poética. Pero es que es verdad, no lo digo para que me quede
mejor este escrito. ¿No fuiste tú quien, cazando oraciones sueltas dentro de ti,
escribiste esto, y disculpa si te cito?: “Me gusta contarle historias a mi papa y él
me escucha y le ayudo a preparar la cena. me hace cosquillas. ¿Te quiero?” La
seguridad que tantas veces me invento para mí mismo quedó rota, porque no
me dijiste “te quiero” si no que me devolviste la pregunta enterita. Este es uno
de tus poemas. Así que he tenido que escribir un pequeño diario, una especie
de micro-diario, como esos que Vila-Matas dice que escribía Robert Walser y su
Doctor Pasavento, solo que yo lo escribí sin saber que era un “micro-diario.”
Si no basta con llegar al mundo por el nacimiento para ser del mundo, y si
eso que llamamos mundo es un escenario donde todo ser que ve y toca es visto
y es tocado al mismo tiempo, entonces el mundo hay que comprobarlo, experi-
mentarlo, ensayarlo, hacer que nos pase. En el comienzo de todo pensar nos en-
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frentamos a una especie de asombro y perplejidad, a una suerte de admiración


muda, porque es demasiado grande el acontecimiento que llamamos mundo
para ser dicho. El primer gesto del aprendiz es el silencio, la imposibilidad de
dar un testimonio fiable de lo que hay y de lo que es.
El aprendiz no sabe lo que tiene que aprender. Seguramente lo tiene delante.
El mundo está ahí: él es el mundo; pero no acaba de verlo. Porque su mirada
no se ha hecho exterior. El aprendiz cree que presta atención a lo que ocurre,
pero sólo se fija en él. Demasiado Yo. Hay todavía demasiadas cosas dentro, y le
pesan. Le ofrecen una ilusión de saber. Cree que esté bien orientado, pero es un
ignorante, aunque ignora todo lo que le falta por saber. Y por eso el aprendiz se
siente perdido. Espera que a cada instante algo nuevo ocurra. Aunque tal vez no
lo espera realmente; o no está a la espera. No es pasible, porque no está activo
en su capacidad de recibir lo que hay y lo que ocurre. Busca demasiadas cosas,
porque cree que se puede ir a la búsqueda de un acontecimiento. Ignora, decía
el desasosegado Pessoa, que cuanto más busca un acontecimiento menos cosas
le ocurrirán dignas de ese nombre: en cambio, se volverá capaz de resolver más
problemas. Esto hará del aprendiz un científico, pero no un pensador.
El aprendiz se siente a veces paralizado por la nostalgia de todo lo que no ha
vivido. Esta sensación activa su imaginación, esos estados de ensoñación que le
permiten viajar con la fantasía, creando mundos alternativos que son trampas
en cierto modo, pues le dejan inhabilitado para la acción; de ahí su parálisis.
El aprendiz tiene prisa, pero la prisa impide aprender. Nietzsche aconsejaba la
paciencia y la espera: sobre todo, aprender a esperarse a uno mismo. El miedo
también es un obstáculo que conoce el aprendiz. Él tiene miedo, porque recuer-
da. No es una memoria la suya cargada de ira, sino de dolores antiguos. Pero
esos dolores están vinculados a los lugares habitados de la infancia. Un dolor
que se une a una tierra, una tierra en la que está pero en la que ya no se recono-
ce. El aprendiz se pregunta si algún día aprenderá a vivir la existencia sin negar
el conflicto de lo que somos y quienes somos, y si a eso se le puede llamar un
sentimiento pacífico. El aprendiz se pregunta si aprender no consistirá en no
sujetarse a nada de un modo definitivo, en no tomar ni apropiarse las cosas, en
llenarse de mundo y dejarse hacer por él. ¿Será aprender pasar? La vida no es
sino la forma que adquiere la existencia como resultado de la experiencia. Por
eso la vida tiene que ver con el arte, con la forma: porque la forma revela. Y por
eso la vida está llena de padeceres, o sea, de lo que nos pasa. Y por eso, mientras
vivimos, pensamos y escribimos, para no sentirnos tan vulnerables. Porque so-
mos en cada lectura que hicimos, en cada palabra pronunciada, en cada gesto
de nuestro cuerpo. Y si olvida todo eso que le hizo y le constituyó en lo que es,
es preciso recordárselo.
La historia muestra que no hay aprendizaje sin guía. Está el aprendiz, el tra-
yecto de aprendizaje y el guía que acompaña y ayuda a interpretar cada señal
del camino. Pero el guía aquí es un mediador de su existencia, un mediador
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del deseo. El pedagogo es un guía, pero la pregunta es si necesitamos esa guía.


¿Cuándo es el pedagogo un obstáculo, bajo qué condiciones deja libre al apren-
diz para aprender? Porque todo aprendizaje de verdad es un acto solitario. El
momento exacto del aprender es un acto de soledad, porque es un aconteci-
miento. Ese instante donde todo deviene claro, ese instante en el que sabemos
lo que tenemos que hacer. El pedagogo ayuda si deja que el aprendiz camine
por sus propios pasos. Transitamos “caminos recibidos”, pero los pasos son
nuestros. Como guía, la labor del pedagogo no será sino emitir signos, señales
que activen el deseo del aprendiz.
El aprendiz reconoce que tiene que hacer esfuerzos para colocarse en el lugar
de los otros, porque ignora cual es ese lugar fuera de sí mismo. Reconoce en
ciertos momentos que hay instantes de verdad que no pueden decirlo todo ni el
todo, y que determinados gestos de los otros expresan esos instantes de verdad
tan fugaces. Ha sabido que aprender no es un acto que le confirme sino algo
que lo destruye en parte y le devuelve a la decepción original de toda inexpe-
riencia.
Aprendemos y parece que ya no olvidamos, por eso nos cuesta tanto des-
aprender. Porque al desaprender parece que renunciamos a parte de lo ya vivido
y experimentado, sobre todo a las experiencias más queridas, donde obtenemos
nuestras certidumbres. La experiencia clava en nosotros un aguijón lleno de
tiempo. El aprendiz acepta que es posible aprender nuevas cosas, y que puede
aprender de nuevo y lo nuevo, en la figura de la novedad, como quien aprende
una lengua extraña. Quizá se trata de aprender a sentirse extranjero con cada
nueva palabra pronunciada. El cuerpo del aprendiz reconoce su propia tensión,
vive la dificultad por la cual cada palabra es poco a poco dominada. Sumergido
en un río de voces, al principio el habla carece de naturalidad y no tiene memo-
ria, aunque poco a poco todos sus sentidos, al relajarse y volverse confiados, le
permiten nadar mejor en el río del discurso y del lenguaje. El aprendiz parece
que disfruta.
El aprendiz acaba de leer y acaba de saber que nuestras relaciones con el mun-
do y con los demás dependen de algo tan frágil como la infancia. ¿Reside todo
en cómo nos relacionamos con nuestra propia infancia? El aprendiz hace poco
volvió con su amigo sobre sus pasos y juntos reconocieron la inquietud propia
de sus edades. Hablaron del tiempo; de su tiempo; y por unas horas parece que
en su conversación maduraran algo. Pero aún les quedó el deseo. Saben que
están vivos y hay cosas por hacer o por dejarse hacer; salir de las lecturas y, sin
renunciar a la experiencia de leer y de escribir, hacer algo, pero...¿qué? Todo
el aprendizaje del aprendiz tiene, ahora, que ver con el deseo y con el viaje. El
aprendiz no tiene claro si aprender es volver al principio o volverse antiguo.
¿Eternizarse o abandonar definitivamente a los dioses? ¿Podrá seguir apren-
diendo si los sueños no se cumplen, o todo consiste en seguir soñando?
El aprendiz se pregunta: ¿existiría si nadie me mirase? ¿Sería el cuerpo que
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soy si nadie lo mirase? ¿Cómo mirar y no sentir vergüenza de haber visto?


Nada de lo que lea me sacará de mi melancolía. Ninguna de las palabras que
aprendí en los libros arrancará a mi hijo de sus silencios, de sus preguntas re-
petidas, de su mirada huidiza y a veces extraviada. Pero su sonrisa...su sonrisa
tan amplia, esa sonrisa que me envuelve, esa que a veces se quiebra sin saber
por qué, ella me salva; nos salva.
¿Cómo preparar la aventura de una existencia compartida, del encuentro de
dos conciencias en profunda desigualdad, donde uno cree sentir el doble del
otro? ¿Me llegan sus sentimientos o me los represento, los modifico y por eso
los alejo de mí? ¿Qué significa dejarle ser? ¿Por qué concentro el mundo en su
mirada?

Referencias

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