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Dado que, como dice Foucault, “la única curiosidad que vale la pena practicar con cierta
obstinación” es “no la que busca asimilar lo que conviene conocer, sino la que permite alejarse
de uno mismo”,3 presentaré en lo que sigue una posible interpretación del interés común, pero
diverso, de Foucault y Agamben en el uso de los cuerpos en las prácticas sexuales.
La elección agambeniana, de esta figura, radica, no sólo en la facilidad de ser entendida como
un umbral que es asimilable a un estado de excepción, dado que la vida del homo sacer ha
quedado suspendida en un intermedio porque pertenece al mundo de los dioses pero no
puede ser sacrificada, y pertenece al mundo humano pero cualquiera lo puede matar sin
cometer homicidio, sino también porque, según Agamben, esta es la primera vez que se
vincula una vida humana con la sacralidad. Homo sacer, entonces, funciona como una
estructura política originaria y, además, el homo sacer es una nuda vida expuesta que no está
protegida ni por dioses ni por los hombres. A través de esto, la cuestión que se puede trazar
como relevante es la manera en la cual el homo sacer, figura jurídico-religiosa en forma
evidente, es utilizada para comprender “la figura que nuestro tiempo nos propone [y que no es
otra más que] (…) la de una vida de un insacrificable, pero se ha convertido en eliminable en
una medida inaudita, [por ello] la nuda vida del homo sacer nos concierne de modo
particular”.25 Y Agamben continúa diciendo “[l]a sacralidad es una línea de fuga que sigue
presente en la política contemporánea, que, como tal, se desplaza hacia regiones cada vez más
vastas y oscuras, hasta llegar a coincidir con la misma vida biológica de los ciudadanos. (…)
[Q]uizás (…) todos somos virtualmente homini sacri”.2