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Miguel García-Baró

SOCRATES
Y HEREDEROS
IN T R O D U C C IÓ N
A LA H IST O R IA
DE LA FILO SO FÍA
O C C ID E N T A L
HERMENEIA
85

Colección dirigida por


Miguel García-Baró
MIGUEL GARCÍA-BARÓ

SÓCRATES Y HEREDEROS
Introducción a la historia
de la filosofía occidental

EDICIONES SÍGUEME
SALAMANCA
2009
Este libro ha contado con una ayuda a la edición, dentro del Plan Libro
Abierto 2009, de la Fundación Siglo para las Artes en Castilla y León.

blb. Junta de
Castilla y León
Consejería de Cultura y Turismo
Fundación Siglo para las Artes de Castilla y León

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© Ediciones Sígueme S.A.U., 2009


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Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563
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ISBN obra completa: 978-84-301-1710-9


ISBN vol. I: 978-84-301-1712-3
Depósito legal: S. 738-2009
Impreso en España / Unión Europea
Imprime: Gráficas Varona, S.A.
Polígono El Montalvo, Salamanca 2009
CONTENIDO

Prólogo .............................................................................................. 9

1. La idea y un m a pa ..................................................................... 13
2. D el mito a la naturaleza ...................................................... 23
3. E scepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 57

4. E l sistema del co sm o s ............................................................ 85


5. El dogmatismo y la vida buena ........................................ 121

6. F ilosofía religiosa .................................................................. 167


7. E l U no y la supraesencia ................................................... 205
8. Talmud, islam , k á l a m ......................................................... 229
9. L a filosofía triunfante ...................................................... 245
10. L a filosofía en la universidad y la crisis
del O ccidente ........................................................................ 257

Epílogo ............................................................................................ 299

Bibliografía comentada...................................................................... 303


Iconología ................................................................................. 311
índice onomástico....................................................................... 313
Indice general ............................................................................ 317
PRÓLOGO

He escrito este libro propiamente como una historia, o sea, co­


mo un relato que tiene evidente argumento. Así quiero, así pido
que sea leído, para que pueda cumplir el papel al que aspira: una
puerta transparente que invita a pasar al interior de la filosofía sin
deformar el espectáculo que de ella puede verse cuando aún se es­
tá en los umbrales.
Parto de algunas convicciones muy profundas, gracias a las
cuales esta obra no es el laborioso resultado de un encargo, sino
la realización -¡aunque siempre tan imperfecta!- de un deseo au­
téntico que viene de antiguo y que se parece a un deber.
En primer lugar, estoy cierto del valor inestimable que tiene la
formación en la historia de la filosofía, porque lo estoy de la má­
xima importancia de la filosofía misma y de que la introducción
histórica en ella es la ideal. La evolución de la filosofía occidental
no es la responsable de las atrocidades de que está lleno el pasado
siglo XX y que ahora continúan cubriendo de dolor y de injusticia
el mundo. Aunque hayan intentado utilizarla ideológicamente mu­
chas fuerzas históricas, y aunque haya servido de inspiración más
o menos próxima a otras, ella se ha esforzado siempre por ilumi­
nar lo desconocido, dentro y fuera del hombre, y por paliar los ma­
les y las injusticias de cada época. El destino de las cosas buenas
es muchas veces servir de punto de apoyo a los desarrollos nuevos
de la barbarie, que por sí sola es incapaz de nada que no sea des­
truir imitando.
Pero no tiene utilidad alguna defender desde lejos y desde fue­
ra la filosofía en su historia: hay que conseguir, sobre todo en el
aula y las primeras veces que se entra oficialmente en contacto con
¡o Prólogo

ella, que se descongele y viva, por así decir, ante los ojos del prin­
cipiante y en su mente. Hay que poder narrarla llena de sentido, co­
mo ella realmente es, pero sin pasar por alto sus retrocesos y sus
rodeos. Hay en la historia de la filosofía un innegable progreso en
general; pero, ante todo, este avance consiste en la agudeza y la ra-
dicalidad con la que crecen los problemas. Puede observarse cuán­
tas soluciones globales que se han intentado mostraron luego ser
parciales e insuficientes; mas también cómo este hecho, lejos de
inducir al escepticismo que prefiere ignorar la filosofía, lleva de­
rechamente a apasionarse por ella y sus posibilidades. Las eviden­
cias respecto de que cierta tesis es imposible, son ya conocimien­
to muy valioso.
Es verdad que cada gran pensador debe ser visto análogamen­
te a como contemplamos a los grandes poetas: todos merecen la
lectura reiterada y la admiración. Pero también es verdad, y hasta
lo es más, que en cualquiera de estas obras suyas esenciales halla­
mos lugares, temas, esbozos, argumentos que han sido superados.
Se trata en la filosofía de una ciencia rigurosa, del más riguroso de
los saberes; y sin embargo, su evolución es mucho menos eviden­
te que la contemplada por ía epistemología clásica respecto de las
ciencias de la naturaleza.
En este sentido, la iniciación filosófica en la filosofía y en su
historia ha de ser una escuela esencial de libertad, de responsabi­
lidad y también de gozo. Si un fragmento de filosofía no apasio­
na, si en él no se percibe con evidencia que tua res agitar, que se
trata de nosotros mismos, entonces -supuesto el esfuerzo por pe­
netrar en su sentido, supuesta la mejor voluntad- es que en reali­
dad no era filosofía.
De otro lado, creo que nada resulta tan claro y estimulante co­
mo la voz misma del filósofo, aunque haya en no pocas ocasiones
dificultades técnicas para poderla percibir. El ideal no consiste en
escribir una brevísima historia incompleta de la filosofía, sino
una antología de textos que se respondan los unos a los otros de
siglo a siglo. Aun así, una vez que he escogido una fórmula más
tradicional, si mi intervención allana algunas de tales dificultades
técnicas, también habrá valido la pena (escasa pena); pero a con­
Prólogo II

dición de que la filosofía en sus textos directos, originales, pode­


rosos, pase enseguida a incorporarse en algún grado a las vidas
mismas de quienes hayan utilizado este libro. Cualquier otra res­
puesta que reciba me dejará defraudado.
Permítaseme dedicar este trabajo a una serie de personas muy
amplia: al círculo amabilísimo de los alumnos del Diploma en Fi­
losofía de la Universidad Pontificia Comillas y a los grupos entu­
siastas de la Escuela de Filosofía de Madrid. Sin la atención, la exi-
aencia y el estímulo de estos amigos tan queridos, mi libro habría
ouedado en un vago deseo.
1

LA IDEA Y UN MAPA

1. Idea de la filosofía y del filósofo

La filosofía consiste, si nos atrevemos a definirla en pocas pa­


labras, en el esfuerzo radical de la humanidad por entender racio­
nalmente la totalidad de las cosas reales a partir de sus causas
más profundas. Digo esfuerzo, precisamente porque una de las
posibilidades abiertas ante el filósofo es la de no conseguir los re­
sultados que pretende, o sea, la de que sus preguntas queden sin
una respuesta definitiva.
En esta noción de la filosofía, que ahora nos sirve simple­
mente para orientarnos y poder diferenciar este saber de todas las
demás actividades a las que el hombre se dedica, destacan, ade­
más de la palabra «esfuerzo», las ideas de totalidad, razón, radi-
calidad y realidad.
De acuerdo con la primera de ellas, el filósofo es el hombre
que se enfrenta conscientemente con el conjunto entero de la rea­
lidad, y por ello se ve diciendo alguna vez una frase que empie­
za con las palabras: «Todas las cosas últimamente son...» (Una
variante de esta frase puede ser: «No hay modo de comprender
todas las cosas con un sólo concepto o de englobarlas en una so­
la clase»).
Incluso cuando la filosofía se ocupa con un tema particular, lo
hace en la perspectiva de su integración en el conjunto total de los
problemas. En cambio, los demás saberes se concentran en sus
cuestiones propias sin atender a cómo se coordinan con las que
son el objeto de las otras ciencias.
14 Sócrates y herederos

Con todo, es evidente que no sólo los filósofos, sino todos los
hombres, alguna vez dicen frases que expresan lo que les parece
en ese momento la realidad entera. Así lo hacen, por ejemplo,
muchos relatos míticos que pertenecen al tesoro sapiencial de los
pueblos sin literatura, amén de muchos textos religiosos y poéti­
cos. La filosofía se diferencia de estas expresiones humanas em­
parentadas con ella sobre todo porque va esencialmente vincula­
da con la razón (¡o con la expresa renuncia a ella!).
No es nada sencillo definir la razón; pero, al menos, cabe se­
ñalar que se relaciona fundamentalmente con la claridad en los
conceptos y con la presentación de pruebas y refutaciones. Tam­
bién con situar el punto de partida del trabajo intelectual en los
datos más evidentes de la experiencia auténtica, de la experiencia
directa, personal y meditada de quien filosofa.
La radicalidad de la filosofía significa que se trata de razonar
y de ahondar en los datos de la propia experiencia hasta el final,
infinitamente, por así decirlo; dicho con otras palabras, dejándo­
se llevar por las cosas mismas que se están pensando, sin permi­
tir que nada ajeno a ellas nos desvíe o nos constriña. Aquí no hay
más límite ni más criterio que la verdad de las cosas.
Por esto mismo, la filosofía posee siempre y esencialmente un
componente moral de primer orden. Si el límite y el criterio ob­
jetivo los pone la verdad de las cosas, en sentido subjetivo los
marca la extrema responsabilidad del filósofo por ser veraz, cla­
ro y libre. Un gran pensador del siglo XX, Edmund Husserl, de­
jó dicho que existe un imperativo incondicional para la filosofía:
procurar con el máximo sentido de responsabilidad no aceptar co­
mo verdadera ninguna tesis que no hayamos personalmente com­
probado en la medida de nuestras fuerzas y recurriendo al tipo de
experiencia en el que auténticamente se tenga acceso a las cosas
de las que habla.
Por esto la filosofía, además de concernir a todos los seres hu­
manos en todas sus condiciones existenciales, no consiste sólo en
pensar. De hecho, aunque sea básicamente pensamiento, una fi­
losofía que no empieza en el compromiso moral y no desemboca
de nuevo en él, no es realmente filosofía.
La idea y un mapa 15

El último elemento sobresaliente que interviene en la idea de


toda filosofía es la realidad. No se quiere decir con esto que no le
importen al filósofo lo irreal, lo imaginario o lo falso; claro que
le interesan, pero únicamente en función de su trabajo, que con­
siste en pensar la realidad de todas las cosas.
Esta noción es estrictamente indefinible. Como todas las no­
ciones primitivas, sólo es posible captarla poniendo ejemplos y di­
ferenciándola de otras, también muy primitivas. En este caso, hay
que recurrir a un ejemplo algo difícil: es imposible decir con ab­
soluta seriedad, o sea, creyéndolo radicalmente y ajustando a ello
la propia vida, que todo sin excepción es sueño o es nada. En el
mismo momento en que intentamos «realizar» este pensamiento,
comprendemos que el acto de llevarlo a cabo se escapa por com­
pleto de lo que él afirma. Este acto, este esfuerzo nuestro por pen­
sar de veras que todo es sueño o nada, es real, ocurra lo que ocu­
rra con otras cosas y su pretendida realidad.
En resumen, la filosofía es un tipo muy especial de saber, que
ante todo consiste en cierta actitud personal de quien trata de vi­
virla. Esta actitud se caracteriza por la libertad (es decir, por la va­
lentía y la radicalidad), a la vez que por la humildad ante la rea­
lidad de todas las cosas; y también por el afán de claridad y de
veracidad, que acoge con extraordinario gozo las distinciones y
las pruebas.
El filósofo es el hombre que quisiera conocerlo todo perfecta­
mente, matiz por matiz, y que llega a hacer de este deseo el motor
principal de toda su vida. Es, pues, la persona que se llena de tris­
teza ante la idea de una vida sin preguntas, sin aventuras del pen­
samiento, sin bondad para con todo lo real, sin amor a la lucidez
ni generosidad para colaborar en que todos participen de alguna
manera del asombro ante la sobreabundancia de la realidad.
No obstante, el afán filosófico de conocimiento, en su libertad
y radicalismo, no significa la aspiración a destruir todo lo miste­
rioso, si es que hay cosas reales que lo sean; sino, precisamente,
a reconocer dónde están los límites para cada modo del conoci­
miento, respetando con rigor absoluto los tipos y las diferencias
de lo real.
16 Sócrates y herederos

2 . L a tradición de O ccidente

La tradición intelectual con la que vamos a ocuparnos es la que


se inició en Grecia en el siglo VI a.C., la cual, tras entroncar con
la religión judeocristiana y el derecho romano, configuró el espí­
ritu de Europa a lo largo de la Edad Media (dejó también su hue­
lla en el islam), dio origen a la ciencia moderna y a la Ilustración,
se extendió umversalmente desde la época de la colonización de
América (seguida pronto por los ensayos coloniales europeos en
los demás continentes) y subsiste hasta hoy, sin que apenas haya
cultura sobre la tierra que no conozca su influencia.
Desde mediados del XIX, y alentadas por las terribles catástro­
fes históricas de ese siglo y el siguiente, han surgido alternativas
profundamente críticas de esta tradición, debido en buena parte a
que se la ha considerado en alguna medida responsable última de
fenómenos que reciben merecidamente un juicio muy adverso. He
citado ya entre ellos el colonialismo, que casi siempre ha tenido
devastadores efectos sobre las culturas sometidas a él; y podemos
añadir a la lista los totalitarismos de toda índole, la degradación de
la naturaleza, las peores consecuencias de la era tecnológica...
Resulta evidente que cabría oponer a este catálogo de desdi­
chas otro de bienes que, por la misma razón, habría que atribuir
también, en última instancia, a la raíz del espíritu de Occidente,
o sea, a la filosofía surgida en Grecia. En esta otra lista inscribi­
remos, por ejemplo, los progresos extraordinarios en la eman­
cipación de cada individuo que han supuesto la universidad, la
imprenta, la ciencia matemática de la naturaleza, la medicina mo­
derna, la genética, las ideas utópicas sobre la organización de la so­
ciedad, la elevación de la dignidad humana (hasta el punto de que
inspire en la actualidad la política de todos los Estados en la forma
de acatamiento, siquiera formal, de la Carta de los Derechos hu­
manos), la progresiva equiparación de la mujer y el hombre en to­
dos los aspectos de la vida...
Quizá no habría modo de decidir de qué lado se inclina una
balanza cuyos platillos se cargan con tantas y tan grandes cosas
malas y buenas.
La idea y un mapa 17

Mi convicción es que dentro de la tradición griega o grecobí-


blica de la filosofía hay tal riqueza de posibilidades que, aunque
es cierto que sin ella no serían concebibles los peores desastres de
la historia, es también en ella donde se encuentran las mejores ar­
mas para denunciarlos y combatirlos (o, por lo menos, los mejores
gérmenes para un futuro de esperanza, a pesar de la actual abun­
dancia de fuentes de desesperanza).
Es posible que nunca antes, o quizá nunca desde la gran crisis
que supuso en los siglos finales de la Antigüedad la confrontación
entre la sabiduría griega y la oriental (ante todo, la bíblica), haya
estado tan radicalmente cuestionada la filosofía de la tradición oc­
cidental como lo está hoy. Pero las situaciones radicales son justa­
mente el elemento vital del filósofo que pertenece a esta tradición.
Resulta sin duda cierto que en ningún lugar, antes que en la
Grecia arcaica, ocurrió que el hombre pensara explícitamente que
la totalidad de la realidad se deja investigar por la razón, a partir de
los datos más claros de la experiencia (y que empezara a acomo­
dar toda su vida a esta convicción). En este sentido, hay perfecto
derecho a considerar a Grecia como la cuna de la filosofía. No obs­
tante, sería faltar a la verdad histórica suponer que en el seno de
ninguna otra cultura se hayan abierto camino, más o menos oscu­
ramente, pensamientos muy próximos a éstos. Hay, incluso, quie­
nes se atreven a hablar actualmente no sólo de filosofía de India,
China o África, sino hasta del Paleolítico. En otro momento con­
vendrá ocuparse con estas tradiciones intelectuales.

3. C riterios para clasificar la tradición occidental :


LAS NAVEGACIONES DE LA TEORIA DE LA VERDAD

En cuanto al despliegue del mapa mismo de nuestra tradición,


hay varias perspectivas para dibujarlo.
En primer término, el hecho más sobresaliente en toda la his­
toria espiritual de Occidente es la confluencia de la filosofía grie­
ga y el pensamiento bíblico. Esta reunión marca un antes y un
después muy claros. En cierto sentido, continuamos en el presen­
18 Sócrates y herederos

te procurando llevarla hasta su punto de perfección... Pero mu­


chos consideran que, desde el siglo XVII, Europa pasa a una nue­
va fase intelectual, cada vez más desentendida del problema de lo
absoluto divino, hasta poder trabajar libre por entero de él; o sea,
tras la muerte de Dios. Veremos que esta concepción de la histo­
ria ha manifestado ser muy superficial.
En segundo plano, el arco histórico de la filosofía occidental se
entiende profundamente si hacemos caso a una preciosa indica­
ción de Platón -que la pone en boca de Sócrates- en la página 99d
de Fedón. Los griegos hablaban de realizar una segunda navega­
ción (deúteros plous) en un sentido muy próximo al que damos
nosotros a la expresión «hacer una segunda salida», acordándonos
de El Quijote. La primera navegación es como la primera salida de
don Quijote a las aventuras: sin escudero, sin dineros, sin haber­
se armado caballero, o sea, sin prevención ninguna. La segunda
navegación y la segunda salida han tenido que aprender de la du­
ra experiencia, que recuerda la necesidad de prevenirse de muchas
cosas, a veces engorrosas y cargantes, si se quiere llegar un poco
lejos; y no digamos ya al pleno éxito.
En la mencionada página de Fedón, Sócrates expone cómo los
pensadores navegaron la primera vez como si pudieran manejar­
se directamente entre y con las cosas mismas, a fin de conocerlas.
Pero surgió de esta confianza -m ás adelante llamada dogmatis­
mo-- una crisis de incertidumbre -luego se hablará de escepti­
c i s m o producida por el hecho de que se ofrecen una multitud de
doctrinas incompatibles como si fueran todas y cada una la verdad
misma, clarísima e indudable, de las cosas. Los sabios, sin embar­
go, no pueden estar en desacuerdo; esta situación muestra que no
son realmente sabios. De hecho, si uno está en la verdad es, sin
embargo, tan poco sabio que no logra, por lo que se ve, enseñárse­
la bien a los otros, pese a que se supone que son las personas me­
jor dotadas de entendederas.
En su segunda navegación -que pronto veremos que empezó
ya, germinalmente, con Anaxímenes de Mileto, pero que es evi­
dente en Eleráclito y Parménides-, la filosofía recurre, para no
deslumbrarse, al espejo del discurso (logos) en el que las cosas
La idea y un mapa 19

mismas se reflejan. Más que un espejo, es el medio de la verdad


de las cosas, el único lugar donde ésta se presenta y se deja cap­
tar. Si lo que decimos sobre la realidad se mantiene con plena
consistencia y no resulta nunca contradictorio, será porque co­
rresponde al ser estable de las cosas. Muchos discursos, en efec­
to, cuando se ligan con otros, caen en este problema de la contra­
dicción y desaparecen; sólo eran palabras, y su significado no
alcanzaba la verdad.
La filosofía ha hecho del logos, del juicio, el lugar primordial
de la verdad durante dos milenios al menos. Desde la misma An­
tigüedad aparecieron formas de la verdad, sostenidas en los siste­
mas de filosofía, que eran anteriores al juicio; pero no ocuparon
el centro del pensamiento ni sirvieron para organizado todo des­
de ellas. Ocurre así en el epicureismo y el neoplatonismo, que en­
fatizan respectivamente la importancia de la aísthesis, sensación,
y de la visión intelectual directa; pero también hay momentos en
Aristóteles que van en la misma dirección: la phrónesis o pru­
dencia., el nous o inteligencia de los primeros principios.
Es en Descartes -y fugazmente- cuando se revela la necesi­
dad de una tercera navegación que retroceda hasta las formas pre-
judicativas o pre-predicativas de la verdad con clara conciencia de
lo que este paso supone. El empirismo clásico y la fenomenolo­
gía, pero también algunas formas del pensamiento idealista, han
desarrollado esta crítica de la filosofía demasiado exclusivamen­
te centrada en el valor cognoscitivo del juicio.
En el presente, la filosofía de la alteridad apunta a que es po­
sible una cuarta navegación. Don Quijote, en cambio, sólo salió
tres veces de su aldea.

4. M ás criterios: el mal contra el que se piensa

Y existe aún un tercer punto de vista para trazar el mapa his­


tórico de nuestra tradición filosófica, a saber, el que se basa en las
respuestas que pueden darse a la pregunta fundamental: ¿Por qué
pensamos (filosóficamente)?
20 Sócrates y herederos

En el comienzo de los libros llamados luego Metafísicos, Aris­


tóteles hace de la mera curiosidad ociosa el origen histórico de la
filosofía. El hombre desea naturalmente el conocimiento, como
se echa de ver en el dolor que nos produce perder algún sentido
corporal, por pobres que fueran las noticias que ese sentido qui­
zá nos ofrecía y aunque nuestra vida no quede por su pérdida de­
masiado impedida. Durante mucho tiempo, no se ha dispuesto de
ningún ocio: el hombre se ha mantenido duramente atado al tra­
bajo para sobrevivir y no ha tenido un rato siquiera para elevar la
mirada a lo que no lo afecta inmediatamente, a lo que no lo ame­
naza ni satisface: a las cosas eternas. Cuando por fin, allá en el
fondo de un templo egipcio, conoció nuestra especie de veras por
vez primera el ocio satisfecho, un ser humano levantó la vista a
los cielos inmutables y empezó a filosofar, o sea, a pensar lujosa­
mente, en vez de tener que ocupar su razón siempre con el pro­
blema obsesivo de asegurarse los medios para subsistir aún un po­
co más de tiempo.
Frente a esta posibilidad de explicar cómo surgió el admirar­
se por el que empieza la interrogación filosófica, Sócrates afirmó
que la vida del hombre, de cualquier hombre, no se puede vivir
sin examen; en otras palabras, que la filosofía es necesaria y que
hasta, probablemente, es el iinum necessarium, lo absolutamente
necesario, o parte esencial de él. Así, por ejemplo, lo he manteni­
do yo también cuando he expuesto hace un momento la idea de la
filosofía y del filósofo.
La vida misma se ve, a esta luz, como un debate del que nadie
se puede zafar. Y podría entonces plantearse si no será la verdad
que, puesto que el hombre tiene que pensar, es que piensa contra
el mal, o sea, contra el dolor y el miedo; una de cuyas formas es el
miedo a no disfrutar del todo del sentido gozoso de las cosas.
Apenas puede dudarse de que nuestra vida está sustentada en
una situación de carencia múltiple. Los creadores arcaicos de la
filosofía en Jonia parecen haber afirmado que los males de nues­
tra existencia sólo tendrán fin cuando hayamos penetrado en el
conocimiento de la totalidad en la que se inserta, es decir, la Na­
turaleza. Su fórmula es ya esencialmente la misma que la moder­
La idea y un mapa 21

na: la ciencia estricta es la medicina universal, la única medicina


segura y radical. El ocio, por qué no, pero más todavía la sed de
aventura y nuevas experiencias, y más aún el combate contra el
mal, son la fuente de nuestra aspiración a la ciencia rigurosa; amén
de nuestro abandono de la mitología y la magia. Es ya suponer,
con nuestras palabras de hoy, que todo en último extremo ha de ser
química; razón por la cual urge descubrir la química verdadera, si
queremos arreglar lo que tenga arreglo.
Una segunda variante del pensamiento filosófico ha localiza­
do el mal mucho más cerca, más doloroso aún, pero también más
curable y evitable: pensamos para defendernos de lo que más te­
memos, y esto no es la enfermedad y la muerte, sino el egoísmo
de nuestros prójimos. La lepra es preferible a la difamación, a la
derrota, a la humillación, a no tener ninguna importancia para na­
die. Protágoras, el primero de los sofistas, inició con maravillosa
profundidad esta línea intelectual, donde no es ya la química el
secreto de los secretos, sino más bien, dicho suavemente, la so­
ciología, y mejor aún, el conjunto de las ciencias humanas. Y hoy
es rara la facultad universitaria -salvo que tenga un exceso de
personal en plantilla- que no englobe la filosofía dentro de un de­
partamento de ciencias humanas y sociales.
La tercera forma de la filosofía según su contenido y su pre­
gunta suprema regresa a la idea de que nada es peor que la ig­
norancia. Ésta es más destructiva que el daño que los demás son
capaces de hacernos. Pero la ignorancia básica no es la de la natu­
raleza, sino la de nosotros mismos, puesto que ni siquiera pode­
mos dar por sentado que seamos simplemente partes de la natura­
leza. La gran pregunta es cómo debemos vivir, dónde se encuentra
de veras el polo ideal de la vida buena. Si estamos a oscuras sobre
esta cuestión, a lo mejor caemos demasiado de prisa en la postura
de los que hablan exclusivamente de química o de ciencias socia­
les. ¿Qué es el bien? ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el camino para
la bondad, para la plenitud de la vida? Lo importante no es lo que
me hagan la naturaleza y los hombres; lo grave es lo que yo mis­
mo hago, me hago y les hago. La maldad no viene al hombre des­
de fuera, sino que procede de dentro afuera. Evitarla en lo posi­
22 Sócrates y herederos

ble es la primera tarea del pensamiento. Primado de la razón prác­


tica, dirá dos milenios después de Sócrates, Kant.
La cuarta manera de filosofar prolonga la cuestión de la terce­
ra en el sentido de creer que sólo la visión de lo absoluto nos pon­
drá en la mano un buen plano para reformarlo todo: a nosotros
mismos, la sociedad y el mundo natural. Si la filosofía no penetra
los secretos de lo absoluto, o sea, de lo que domina sobre todo lo
cambiante (yo, el mundo, los otros), de lo metafísico o trans-natu-
ral, la rebeldía ante el mal no pasará jamás de ser una rabieta per­
sonal o colectiva. Sin el conocimiento de lo absoluto no hay críti­
ca absoluta de lo relativo. La Jerusalén celestial tiene que sernos
accesible, si queremos no seguir viviendo en la Babilonia terrenal,
donde, por ejemplo, al filósofo, o sea, al hombre en la plenitud de
su humanidad, se lo condena legalmente a muerte, como ya se hi­
zo con Sócrates. Platón es el maestro de los metafísicos.
Y aún cabe una quinta forma de la filosofía como confronta­
ción racional y radical con el mal. Las cuatro anteriores comparten
todas la idea central de que el hombre es una realidad que sólo en
relación con otra u otras (la naturaleza, la Sociedad, el Bien, lo Ab­
soluto) alcanza la plenitud de la vida. Pero ha habido también quie­
nes han situado en la soledad autosuficiente del hombre la meta y
la cima del saber (y del saber vivir). Bastarse a sí mismo, que en
griego se dice autarquía, es tanto como eliminar los vínculos con
cuanto no somos nosotros mismos, porque descubrimos que estas
dependencias son ilusorias y perjudiciales. Tal fue el empeño de
Epicuro, de los escépticos y de los cínicos en la Antigüedad, que ha
tenido numerosos imitadores hasta el día de hoy.
Anaximandro, Protágoras, Sócrates, Platón y Epicuro repre­
sentan, pues, junto a Aristóteles y a Zenón el escéptico, las varian­
tes de la pregunta filosófica primera, y en consecuencia, de la fi­
losofía misma.
2

DEL MITO A LA NATURALEZA

1. E l mito

Empecemos ahora por antes del principio. No está absoluta­


mente claro que el mito recoja todo el contenido esencial de la
concepción del mundo de las culturas en las que está vivo. Con
todo, ha sido un elemento fundamental de la religión en sus esta­
dios primitivos; y no debe olvidarse que es del seno de la religión
como ha nacido históricamente en todas partes la filosofía, inclu­
so la griega.
Un mito es un relato en el que se narran hazañas de dioses,
gracias a las cuales, en el tiempo que ha precedido a la edad que
ahora vivimos, fueron establecidos los principios, los medios y
los usos de la existencia que nosotros conocemos.
El mito tiene muy poco que ver con un cuento o una novela mo­
dernos. La sociedad que vive en el estadio mitológico no admite
que estos peculiares relatos tengan un autor humano. Han sido es­
cuchados por los hombres (así se dice, por ejemplo, respecto de los
poemas del Veda, en la India antigua), gracias al papel de interme­
diaria que ha desempeñado entre nosotros y los dioses alguna divi­
nidad. El mito narra verdades fundamentales, y cuando los hombres
lo recitan no lo hacen en absoluto para distraerse, sino formando
parte de los ritos de la religión. La recitación o representación del
mito son actos de culto religioso que no se limitan a recordar lo que
los dioses hicieron en el tiempo de antes de nuestro mundo, sino
que reactualizan la eficacia de aquellas proezas sin las cuales no
hay realidad en el presente que posea consistencia alguna.
24 Sócrates y herederos

Así, por ejemplo, en el comienzo de la primavera se celebra­


ba en la Mesopotamia antigua, como en otras muchas culturas
agrarias desde el Neolítico, la fiesta del Año nuevo, o sea, los ri­
tos que además de acompañar la renovación de la naturaleza tras
el invierno, la realizan y hacen posible; ya que, entre otras cosas,
se representa en el lugar central de la fiesta el mito de la creación
del mundo y la ordenación de sus partes.
Las sociedades en las que están vivos los mitos, necesaria­
mente conciben la totalidad real de una manera diferente a como
lo hace la filosofía. Todo lo que sucede se explica en el mito por
la voluntad de los dioses; pero no precisamente porque exista una
ley impersonal que rige el comportamiento de cada realidad y
puede ser conocida por la razón. El hombre inmerso en la mito­
logía ve por todas partes el capricho, la libertad de fuerzas perso­
nales que han decidido que las cosas sean como ellas han queri­
do. Aquí no hay nada que investigar con la razón. Si el Faraón no
realiza el sacrificio del alba, el dios solar no amanece.
Los hombres que ven el mundo de esta manera prefilosófica
no han aprendido a distinguir con claridad el límite entre lo hu­
mano y lo no humano. Se relacionan con el mundo como si por
todas partes hubiera seres como los hombres, aunque más anti­
guos y poderosos, que tienen a su cuidado una faceta de la vida:
los campos y los ritmos de la vegetación, los vientos marinos, las
aguas de los ríos, el rayo y la lluvia, la enfermedad y la curación,
el amor y la guerra, la sabiduría, los oficios, el parto y la muer­
te... Asimismo, no han logrado llegar a menudo al estadio de en­
tenderse mediante relaciones fraternas con quienes no pertenecen
a su misma cultura. Las gentes que les son extrañas se consideran
entonces como amenaza y como no-hombres.
Pero ocurre también que los grupos humanos que narran sus
mitos pueden hacerse una idea del mundo hasta cierto punto in­
dependiente de éstos, que suele reflejarse, sin embargo, en algún
detalle del propio mito. Por ejemplo, algunos arqueólogos, estu­
diando las pinturas rupestres esquemáticas del final del Paleolíti­
co, se han atrevido a concluir que sus autores veían en general el
mundo como el resultado de un equilibrio entre fuerzas opuestas:
Del mito a la naturaleza 25

masculino y femenino, derecha e izquierda, vida y muerte, cielo


y tierra, día y noche...
En las partes más antiguas del Veda, el dios Váruna se ocupa
especialmente con la preservación de la ley que rige en el fondo
todas las cosas y es de alguna manera la verdad de todas ellas
(ría). Esta ley es también algo semejante a un equilibrio, roto el
cual todo se desordena y se malogra.
Resulta muy interesante observar que una idea casi idéntica se
repite en el antiguo Egipto (maát) y en Sumeria (me); pero tam-
bién en la Grecia arcaica (moira). Y es esencial en la concepción
china (o, en general, extremooriental) del mundo hasta el presen­
te (todas las cosas provienen del equilibrio de los dos principios
universales, yin y yang, que se representan precisamente en las
mismas parejas de opuestos ya mencionadas). Siempre, además,
este factor impersonal se introduce de alguna forma en los pro­
pios mitos.
Desde hace mucho se ha observado que esta idea tan extendi­
da fue muy importante en el proceso que llevó al nacimiento de
la filosofía en Grecia. En esta cultura recibe el nombre de moira,
es decir, el lote que le corresponde a alguien en un reparto. En los
poemas de Homero, sobre todo en el más antiguo, la Ilíada, se da
por entendido que tres dioses hermanos (Zeus, Poseidón, Hades)
tienen repartida la totalidad de la realidad (ellos mismos parece
que han acordado este reparto), a la vez que de uno de ellos, Zeus,
se afirma que es el poder absolutamente supremo. Se asiste así a
dos concepciones en conflicto: para una, el mismo Zeus se some­
te necesariamente a la moira; para la otra, todos los lotes de las
cosas, todo lo que a cada una le ha correspondido ser, está en ma­
nos de Zeus y bajo su voluntad arbitraria.

2. L a poesía griega arcaica : H omero

Una cuestión legítima y hasta necesaria es preguntarse por


aquello que en la literatura y la sabiduría arcaicas de Grecia hizo
posible que la filosofía naciera precisamente allí.
26 Sócrates y herederos

En Homero, sobre todo en la / liada, que representa un estadio


cultural muy anterior al que se refleja en la Odisea, los héroes ca­
recen todavía de personalidad propia; de hecho, vienen a ser, con
las excepciones de Héctor y Andrómaca, que en cierto sentido
son los primeros hombres de la historia literaria universal, miem­
bros de algún dios que se apodera de su brío íntimo (thymós) co­
mo de un instrumento. París y Helena son «queridos» (philoi) pa­
ra Afrodita, de manera análoga a como su brazo es «querido»
para Ayante. Así, los dioses de Homero, salvo por su inmortali­
dad, se parecen a los hombres del futuro más que sus héroes. És­
tos son sólo una amalgama de miembros (gyia), tanto corporales
como vitales y anímicos: diafragma, corazón, riñones, mente, ca­
pacidad proyectiva, figura, alma, piernas, nervios, tendones, de­
seo, encéfalo, sangre... Justamente por ello, es tan natural como
necesario que una fuerza divina se posesione de alguno de estos
miembros, lo haga suyo y lo mueva. Los dioses, en cambio, son
ya unidades de carácter personal, aunque el poeta los describa,
cuando entra a detallar sus partes, igual que ha descrito las de los
hombres.
La presencia constante de los dioses en el paisaje humano es
clave para llegar a entenderlo por medio del contraste. Ares es la
fuerza de la guerra en estado puro, inmortal, triunfante, la cual sin
duda realizará sus fines o por sí sola o poseyendo los miembros
de algún mortal en determinadas ocasiones; Apolo es la fuerza de
la verdad y de la curación, de la palabra que revela y sana (y de
su contrario: la plaga, la peste), y la inmortal verdad se descubre
en las palabras humanas de los adivinos (;manteis) en la medida en
que Apolo los instruye inspirándolos, o sea, apoderándose a su vez
de ellos. O bien son las Musas, hijas de Zeus y Memoria, como
precisa Hesíodo, quienes insuflan su pericia peculiar al aedo, al
cantor épico; ellas, que pueden recordar lo que a los meros mor­
tales les está vedado, incluido el primero de todos los nacimien­
tos que han ocurrido.
Del hombre nada hay que sea propio o espontáneo, salvo la
muerte y la trasgresión (hybris). Esta misma, que ya etimológica­
mente significa el paso fuera de los límites (superbia, soberbia)
Del mito a la naturaleza 27

del lote que se nos ha concedido, tiene su principio o autoría {ai-


tía) más bien en la ofuscación (ate) producida por un dios que en
el hombre mismo.
Somos mortales, desde luego, pero asimismo ignorantes del
fondo de nuestra condición. La olvidamos en la práctica de con­
tinuo, en una dramática debilidad de nuestra fuerza de inteligen­
cia (noos), de modo que cada día soñamos vanamente con dispo­
ner del poder y del tiempo para llevar a cabo nuestros proyectos;
lo cual no es sino confusión con la condición divina. Precisamen­
te, el único mal que se nos ahorra -suprema ironía del Zeus justo
de Hesíodo, que así castiga en nosotros los engaños que en nues­
tro presunto favor tramó Prometeo contra su potencia suprema-
consiste en esperar lo que habrá de sobrevenirnos como conse­
cuencia de nuestra locura. Nos sería imposible vivir si aguardára­
mos con certeza la serie tremenda de males que ya están vinien­
do sobre nosotros.
Pero todo esto no es sino, paradójicamente, el testimonio de
una profunda inteligencia de lo terrible de la condición humana,
que se logra, por cierto, gracias al contraste y al comercio con los
dioses cercanísimos del politeísmo de los mitos helénicos. A ello
hemos de añadir el hecho de que las frecuentes comparaciones de
los episodios de la vida humana con acontecimientos de la vida
animal o vegetal, o hasta en ocasiones mineral, extienden a la to­
talidad real, aunque sea por analogía, lo que une tan peculiar­
mente a dioses y hombres. El resultado que se obtiene justamen­
te entonces es que ante la mirada del aedo -y de sus oyentes, que
quedan como imantados por el canto, según explica Sócrates al
recitador Ion, pero tal como vemos que se realiza de hecho en
quienes atienden a los aedos de la Odisea- se abre la totalidad del
mundo comprendida ya según la clave que ofrece el juego huma­
no-divino de la mortalidad dolorosa y la inmortalidad sin penas.
Con todo, es ésta una totalidad que tan sólo el poseído por
Apolo o las Musas logra captar y transmitir a los demás; a saber,
un mundo abierto y ordenado, aunque sea caprichosa y contra­
dictoriamente, tal y como las pasiones, los ímpetus y las ráfagas
de lucidez ocurren de hecho en la existencia que inmediatamente
2c? Sócrates y herederos

experimentamos. Un mundo, pues, en el que no caben los filóso­


fos, pero en el que el griego encuentra en cualquier parte a don­
de viaje, sólo bajo otros nombres y quizá mitos algo diferentes,
siempre las mismas divinidades y, por ello, siempre la misma fi­
gura general de toda la realidad.

3. L a poesía griega arcaica :


HESÍODO Y SU DESCENDENCIA LITERARIA

La Teogonia de Hesíodo, que podría ser parcialmente anterior


a nuestra actual Odisea, avanza pasos decisivos en el mismo sen­
tido. Sabe ante todo, siempre por inspiración de la musa Calíope
(la Voz Hermosa), que ahora reina, tras arduas batallas monstruo­
sas, el joven dios del rayo y el trueno, Zeus. Este dios, de prodi­
giosa fecundidad, gobierna todas las cosas sin olvidarse de la asis­
tencia que le presta su hija Justicia (Justa Sentencia, Dike), la cual
nació de una boda suya muy antigua (con Metis, la Sabiduría).
Los decretos de la ley de justicia llenan, por tanto, el mundo.
No sólo proceden de la boca dulcísima de los buenos reyes, sino
que se revelan en la poesía cuando las Musas dejan de querer en­
señar a los hombres falsedades que se parezcan a verdades; según
hicieron bastantes veces con los aedos anteriores a Hesíodo.
Precisamente, la historia del nacimiento y los combates de los
dioses es lo especialmente revelado al pastor beodo, que antes de
su vivencia de posesión por Calíope era «tan sólo un vientre». Y
lo que nació antes de toda otra divinidad fue la Apertura, el Bos­
tezo, el Abismo, la Extensión vacía que permite que cualquier
otra realidad surja luego: a saber, Chaos (posible derivado de la
onomatopeya del bostezo, como se comprobará recordando que
transcribimos, al modo tradicional, el sonido «j» por «ch»; sólo
mucho después, en Ovidio y en la literatura judeocristiana, que no
olvida el tohu bohn, el totum revolutum del primer capítulo del
Génesis, la palabra pasó a significar un caos).
Nadie adoró nunca a esta divinidad de nombre en género neu­
tro; no se tiene noticia de ningún altar que haya sido dedicado a
Del mito a la naturaleza 29

Caos jamás en parte alguna. Pero la Musa hesiódica ha compren­


dido -ha «recordado»- que así tuvo que ser, al menos tres divinas
generaciones antes de que ella misma fuera concebida; y ahora lo
revela a su elegido; éste, por su parte, no puede menos que hacer
constar su nombre propio en su poema, una vez que ha sido tan al­
tamente seleccionado.
De otro lado, está bien que no se rinda culto a Caos, porque ha
quedado esencialmente atrás en el devenir de lo divino. Ensegui­
da nacieron la Tierra y el Amor (Gaia y Eros), y a continuación el
Cielo y el Infierno (Uranos y Erebos), y sólo luego, mediando por
lo general Amor, en especial entre Tierra y Cielo -al que ella en­
gendró antes sin unión sexual-, nacen los primeros dioses rudi­
mentarios que tienen ciertos rasgos antrópicos: los Titanes, entre
los que está Crono, los Cíclopes y los Centímanos. De hecho, no
pueden manifestarse plenamente, no pueden salir del seno fecun­
dísimo de Tierra, más que castrando al padre, separándolo del
coito continuo con la madre, hasta abrir un nuevo espacio -ya el
actual-, entre el Cielo y la Tierra.
A la vez que los Titanes nacen y llevan a cabo la primera vio­
lencia imprescindible, en connivencia con la madre y por mano
de Crono (la palabra griega para «tiempo» es máximamente pa­
recida: chronos, en vez de Cronos), van naciendo también desde
Caos otras divinidades muy alejadas de los caracteres que posee­
mos los hombres, pero muy poderosas sobre nuestra vida. En es­
pecial, la Noche, madre del Día; que además es madre de la plé­
tora de divinidades conocidas como espantos nocturnos, desde la
Conspiración a los infinitos Ensueños, que el ingenuo de Home­
ro, engañado por la inspiración sólo verosímil de su Musa, creía
venidos siempre de Zeus, sin darse cuenta de qué consecuencias
de Ofuscación nos aportan.
Los Titanes se casan frecuentemente entre ellos, como practi­
caba la familia sagrada de la corte egipcia. Zeus es hijo de Crono
y Rea, y sus tíos no Titanes lo ayudan -por ejemplo, los Cíclopes
le forjan sus armas insuperables: el rayo.. a castrar al padre, na­
da dispuesto a consentir que vivieran sueltos sus descendientes;
de hecho, los alojaba en su propio interior tragándolos a medida
30 Sócrates y herederos

que los paría Rea, pero ésta hizo que engullera una roca indiges­
ta en vez de a Zeus.
La victoria de los dioses jóvenes es la victoria tanto de Justi­
cia como de las fuerzas humanas llevadas al extremo inmortal
que ya conocemos por Homero. Pero no se trata de una victoria
tranquila, ya que Zeus deberá aún vencer a monstruos como Ti-
feo; por otra parte, castrados o despotenciados en sus prisiones,
subsisten para siempre los viejos dioses privados casi del todo de
rasgos humanos.
La misma historia de los hombres tiene cierto paralelo con la
de estos dramas divinos que tanto reflejan los antiguos contactos
entre todas las culturas de la cuenca mediterránea oriental, Ana-
tolia y Mesopotamia. Por cierto, Hesíodo omite asombrosamente
narrar cómo nacieron los primeros hombres, que según los Tra­
bajos y días, aparecieron en la edad de oro, cuando reinaba aún
Crono. Ha habido luego cuatro edades más (la de plata o de los
héroes, la de bronce, la de hierro y la actual), que han solido se­
guir la línea de la decadencia progresiva, salvo por lo que se re­
fiere a nuestra generación, mucho mejor que la férrea y muchísi­
mo mejor que la espantosa que nos seguirá (y que parece, ya que
peor imposible, que cerrará inexplicadamente el devenir de los
hombres, para que los dioses vuelvan a estar solos -o a dar reco­
mienzo por algún extremo al ciclo-).
Pero desde el principio, los hombres han sido mortales, y la
Teogonia no se ocupa con nada que lo sea (por ejemplo, las mu­
chas hijas de Océano, incluidas la marina Calma, Galene, son dio­
sas inmortales, por más que sólo se manifiesten en su poder in­
contrastado en ciertos momentos).
En realidad Hesíodo, en cuanto traspasa hacia acá el umbral de
lo que se muere, como si la Musa tuviera obligadamente que aban­
donarlo ahí, deja toda coherencia. Esta esfera nuestra es esencial­
mente oscura. Una prueba bastará: las primeras menciones de la
muerte se imponen cuando hay que hablar de los semidioses, fru­
to de los continuos adulterios de Zeus con mujeres mortales. He­
racles es el caso más importante, porque fue capaz de matar a
otras figuras, progenie pura de inmortales -Hidra, Medusa, que
Del mito a la naturaleza 31

son descendientes de la deforme Equidna- de las que nadie ha­


bría podido sospechar que pudieran morir, antes de aparecer él
con su descomunal fuerza. Pese a todo lo anterior, Hesíodo pre­
fiere achacar el origen de las mujeres directamente a la originalí-
sima venganza que concibió la inteligencia de Zeus contra los
hombres favorecidos por el robo prometeico del fuego. Como si
no hubiera habido verdaderas mujeres antes de Pandora o como
si con ésta el género femenino hubiera sufrido una mutación irre­
versible y universal que, entre otras cosas, es causa de que Zeus
ya no busque ahora nuevas mujeres mortales. Pandora, o sea, el
Don al que adornan perversamente todas las jóvenes divinidades
instigadas por Zeus, de modo que se parezca a la belleza misma
de Afrodita, a la inteligencia de Atenea, a la castidad matrimonial
de Hera; cuando en verdad ello es pura apariencia, y su sustancia,
en cambio, los males todos de la vida del varón.
En definitiva, el mundo de Hesíodo está bajo la ley justa de
Zeus, a la luz de los únicos dioses que son «donadores de bie­
nes»: los Olímpicos, es decir, los hermanos y los hijos de Zeus,
que se representan tan rica y poderosamente antropomorfos como
ya sabía Homero. Y únicamente los hombres inspirados pueden
escuchar y cantar estas verdades que ya no ven ellos mismos; no
en vano, sólo las Musas se revelan, cuando se deciden a abando­
nar la envoltura de Aire-Niebla que esconde de los hombres su
frecuente presencia en el mundo, sobre todo nocturna.
Pero, además, en este orden nuevo se sabe algo sobre el pro­
greso del conocimiento, el cual precisamente ha sido capaz de
aportar muchísimos detalles, orden y sentido a lo que Homero ape­
nas menciona unas pocas veces y turbiamente. Por ejemplo, Océa­
no, el río que desemboca en su fuente misma y rodea la Tierra con
sus aguas dulces, no es el origen de todo, como repite el canto XIV
de Ilíada; lo son, más bien, Caos, Tierra y Amor... Y es que se en­
tiende que han de serlo, aunque Homero cantara otras leyendas.

Por cierto, Hesíodo se encuentra al borde mismo de dar el pa­


so que conduce de la épica a la lírica. No se diferencia ésta de
aquélla primordialmente por el uso de metros distintos, sino que
52 Sócrates y herederos

tal novedad formal sirve a la profunda novedad ideal de que un


hombre hable en nombre propio, de si mismo y su experiencia, a
otros hombres; o más mitigadamente, en que un coro vaya aislán­
dose del trasfondo popular y preliterario de la fiesta -la boda, la
cosecha, la muerte, la siembra, la victoria- y empiece a expresar
cómo, influido por la religión y las tradiciones, reacciona todo él,
representando a la ciudad o a un grupo de ella, ante una u otra fa­
ceta de la existencia, dejando entrever muchas veces -sucede así,
por ejemplo, en los cantos de Alemán- cómo entiende la existen­
cia misma por entero.
Nada tan natural como que estos poetas arcaicos, desde su ex­
periencia personal -o casi colectiva- de la divina inspiración, se
dejen llevar de los mismos principios que animaron a Hesíodo e
innoven, sin especial conciencia de estarlo haciendo, en materias
teogónicas y teológicas en general, como sobre todo ocurrió con
el amplio acervo de las mitologías nuevas -valga la apasionante
contradicción- que se atribuyeron a Orfeo y Museo durante los
siglos VII y VI a.C. Incluso contaban con otro rico antecedente:
los llamados himnos homéricos, dirigidos en cada caso a una di­
vinidad, en los que se relata en hexámetros épicos zonas esencia­
les de su mito, sólo que en un ambiente y con unos fines de culto
muchas veces personalizados.
De los aedos inspirados y de los coregos que se adelantan a
cantar en diálogo con el grupo fueron así surgiendo en la Hélade
arcaica maestros de sabiduría que, casi insensiblemente, se revis­
ten de personalidad absolutamente propia (nadie tan interesante,
en este sentido, como Safo), ya a muy poca distancia del nuevo ti­
po de sabio que apareció al principio del siglo VI en la próspera
Jonia, tierra relativamente nueva y siempre expuesta al contacto
extranjero, al comercio y a la aventura.
Los más modernos poetas, apenas tocados aún por la naciente
filosofía, son los trágicos atenienses de la primera mitad del siglo
V El tema que resuena en los dramas de Esquilo y de Sófocles es
la imposibilidad de que el hombre viva de acuerdo con los reque­
rimientos que recibe de las diversas divinidades (y de las voces de
la sabiduría humana, inspiradas por los dioses). El homenaje a un
Del mito a la naturaleza 33

dios se vuelve desprecio de otro dios, de modo que ningún mortal


está libre de culpa y a salvo del celo de algún dios. El buen juicio
(sophrosyne) nos es imposible; por ello, siempre transgresores, no
podemos llevar una existencia que no esté llena de sufrimientos.
Los mismos efectos de nuestros mejores impulsos atraen desgra­
cias insondables a quienes menos querríamos dañar.
Una peculiar especie del escepticismo tiñe así la religión y la
sabiduría del final de la era arcaica y dispone al hombre a escu­
char la voz nueva de la filosofía.

4. L a primera navegación filosófica

Elasta la obra de Platón, en el siglo IV a.C., ninguno de los li­


bros de los primeros filósofos se nos ha conservado en su integri­
dad. Muy lejos de eso, apenas contamos con fragmentos, por lo
general muy breves, que son citados en la literatura de la Anti­
güedad a lo largo de casi mil doscientos años. En otras ocasiones,
lo que poseemos son datos biográficos (no siempre fiables) y des­
cripciones de las doctrinas (que están hechas, evidentemente, con
las palabras de los pensadores que nos las transmiten, a menudo
ajenas al espíritu original del filósofo arcaico).
Aristóteles y sus discípulos, en las postrimerías del siglo IV¡
fueron los primeros griegos que se interesaron por la filosofía de
los siglos VI y V (filosofía presocrática) de una manera parecida
a la de los historiadores de dos mil años después. Pero lo que a
Aristóteles le importaba era discutir el contenido de las doctrinas
filosóficas anteriores a la suya, para extraer toda la enseñanza po­
sible y mostrar que su propia teoría no desperdiciaba ninguna ver­
dad ya descubierta, sino que superaba a todas las conocidas. Ca­
da uno de los tratados principales que escribió, comienza por esta
referencia al trabajo de sus predecesores. Naturalmente, hay que
tener precaución a la hora de aprovechar estas informaciones,
porque en ellas ocurre muy especialmente que los conceptos y las
palabras reflejan más lo que piensa Aristóteles que lo que pensa­
ron los llamados presocráticos.
34 Sócrates y herederos

Los filólogos de los últimos doscientos años han realizado


una labor muy meritoria de investigación y discriminación de to­
dos los testimonios posibles sobre la filosofía griega más antigua.
Aun así, no reina un acuerdo perfecto, ni muchísimo menos, en
las opiniones que unos y otros deducen tras semejante trabajo de-
tectivesco. Por mi parte, intentaré resumirlo a continuación del
modo que encuentro más coherente y plausible.
No existe ni siquiera acuerdo sobre el texto exacto del peque­
ño fragmento más antiguo que ha llegado hasta nosotros. Perte­
necía al libro de Anaximandro de Mileto (primera mitad del siglo
VI a.C.), el primero que escribió un tratado en prosa sobre los te­
mas que con el tiempo serían los de la filosofía y la ciencia (y el
primero que diseñó un mapa del mundo). Esta prosa es ya una re­
belión revolucionaria frente a Homero y Hesíodo.
Lo probable es que dijera esto:
De donde nacen los seres es también a donde van al morir según
lo necesario;
pues se pagan unos a otros pena y retribución de la injusticia se­
gún el orden del tiempo.

De otros testimonios y posibles citas se deduce verosímil­


mente que dijo también que el principio de los seres era lo infi­
nito, lo cual abarca y gobierna todo, y es lo divino, inmortal e im­
perecedero.
De la interpretación de este pequeño resto podemos extraer
mucha información sobre los inicios de la filosofía.
Así, destaca ante todo el hecho de que Anaximandro no em­
pieza a pensar contando con los relatos tradicionales sobre los
dioses. Su dato de partida son los seres, las cosas que existen (ta
onta, los entes), es decir, las realidades que lo rodean en la vida
diaria y cuyo mapa ha tratado de dibujar: mar, tierra, cielo, esta­
ciones del año, animales, plantas y hombres, etc.
El acontecimiento que más llama la atención de Anaximandro
es precisamente que los seres nacen y mueren. Arriesgando un
poco de especulación, podemos decir que el antiguo pensador
abarca con su mirada el conjunto entero de los seres y se asombra
Del mito a la naturaleza 35

precisamente del hecho de que estén existiendo. Todo lo que nos


rodea es o existe, pero siempre entre los límites del nacimiento y
la muerte. Todo lo que nos rodea nace y muere, y esto es exacta­
mente lo más digno de ser pensado. Esto es lo enigmático, la pre­
gunta que Anaximandro debe tratar de responder o, por lo menos,
de aclarar.
Como quien da un salto gigantesco, Anaximandro pasa del he­
cho del nacimiento y la muerte de algunos seres al nacimiento y
la muerte de todos los seres. Pero además se atreve a responder,
como en otro salto todavía más grande, la gran cuestión que así se
le plantea. Y su respuesta tiene una serie interesantísima de ele­
mentos: Es lo mismo aquello de donde proceden los seres al na­
cer y aquello a donde se dirigen al morir; nacimiento y muerte
son acontecimientos necesarios (y también lo es volver a lo mis­
mo de lo que se nació); nacer y morir se explican como si fueran
sentencias de un tribunal: hay una injusticia por la que se debe re­
tribuir y, de hecho, a su debido tiempo (como dicen las últimas
palabras del fragmento), el que muere paga con su muerte la re­
tribución debida al que nace. Lo que significa que, mientras se vi­
ve, se está siendo de alguna manera injusto con aquello que no
puede vivir en ese mismo tiempo.
Si nos atrevemos a poner ejemplos que están en consonancia
con los intereses y los temas de Anaximandro y sus sucesores, ve­
mos que el día no puede existir al mismo tiempo que la noche, ni
el verano al mismo tiempo que el invierno. Vemos también que el
nacer de uno de ellos es el morir del otro, y que estos nacimientos
y estas muertes se repiten constantemente y a su debido tiempo.
Parece, en definitiva, que es probable que Anaximandro haya
entendido todas las cosas que nos rodean según el modelo de los
cambios cíclicos naturales. Asimismo, parece que ha entendido
estos cambios cíclicos según el modelo de lo que sucede en los
tribunales de justicia de la ciudad-Estado (que estaba naciendo en
la misma época en que él escribió). Ha pensado que el nacimien­
to y la muerte de todas las cosas son un ciclo, como el de las es­
taciones del año o la noche y el día o las fases de la luna, pero so­
metido a ley (que es, en definitiva, un concepto jurídico). La ley
36 Sócrates y herederos

es necesaria, inexorable, pero es también justa. Esto significa que


la ley impide la perpetuación de la injusticia y obliga a retribuir a
quien la comete. Esta retribución justa parece que es aquí el mo­
rir (como pasa en ciertos procesos legales); de donde se sigue que
la injusticia es estar viviendo sin dejar vivir al otro (enseguida se
dirá: al contrario), o mejor: sería injusticia continuar viviendo más
allá de! límite que impone la ley. Afortunadamente, la ley domina
todas las cosas sin que sea posible escapar a su jurisdicción, de una
manera mucho más inexorable que como rige en el Estado, donde
siempre caben la corrupción y la prevaricación.
Pero todavía nos queda describir el otro salto, el más formida­
ble, que indican los testimonios acerca de Anaximandro. Y es que
comprendió que, además de todo lo que nace y muere (que en apa­
riencia es absolutamente todo), hay también lo divino, o sea, lo que
no muere (¡ni nace!), que es el principio (la palabra griega arché
quiere decir sobre todo autoridad: el principio es aquí el domina­
dor, el «príncipe»). E incluso parece que Anaximandro identifica
este Principio o Dominador con aquello de donde nacen y a don­
de mueren todos los seres; dicho de otra forma, con aquello a lo
que pertenece la ley de justicia que gobierna la existencia de todo
lo que nos rodea y tiene ordenados los tiempos (ahora es el tiempo
de nacer, ahora el de perdurar, ahora el de morir para que pueda na­
cer o renacer tu contrario en el momento debido).
Este extraordinario pensamiento justifica muy adecuadamente
el nombre impersonal que Anaximandro ha dado a su principio, a
lo dominante: lo infinito, to ápeiron. En español podemos también
decir lo Indefinido, lo Ilimitado, lo Indeterminado. La idea siem­
pre es la misma: lo enorme que carece de límites y es insondable e
inaccesible a la experiencia que se enfrenta con los entes.
En efecto, el Principio de Anaximandro no tiene un límite de
su existencia en el que deba nacer ni morir; y tampoco podemos
decir que sea nada determinado que tenga contrario, porque en­
tonces este contrario jamás nacerá; y será así objeto de una injus­
ticia inmensa y nunca compensable. El Principio no es agua ni
tierra, día ni noche, caliente o frío, seco o húmedo. De todo aque­
llo de lo que hay una realidad contraria se puede decir que está en
Del mito a la naturaleza 37

la segura posibilidad de cambiar, o sea, de pasar a ser, justamen­


te, lo contrario de lo que venía siendo; pero lo Dominante es por
completo refractario a nacer, a morir, a evolucionar mejorando o
degenerando.
El Principio no es ninguno de los seres con los que estamos
familiarizados, todos los cuales nacen y mueren, aunque sea en
plazos enormes de tiempo. No es el sol ni la luna, no es el mar ni
el cielo. Él lo gobierna todo y, de alguna manera, si todo nace de
él y vuelve a él al morir, lo rodea o abarca todo. Por lejos que via­
jemos, nunca encontraremos lo Infinito, porque no saldremos de
nuestro mundo o cielo, donde todo nace y muere porque todo tie­
ne su contrario y no es posible que al contrario de lo que ahora es­
tá viviendo no le toque jamás vivir.
No se puede pedir absoluta coherencia a este pensador arcaico,
pero casi increíblemente genial y atrevido. Otros testimonios indi­
can con bastante probabilidad que consideró que lo primero que
«se separa» de lo Infinito es lo que engendra el par de contrarios
caliente-frío, a partir del cual se va originando evolutivamente el
mundo que ahora conocemos. Lo frío, oscuro y pesado se concen­
tra abajo y en el centro, mientras que lo contrario estalla hacia lo
alto y se divide en círculos de fuego rodeados de su contrario. Hay
tres de estos círculos, de los cuales nosotros sólo vemos un troci-
to como por un agujero (o unos agujeros) en lo oscuro y frío que
los rodea. Uno de esos agujeros -respiraderos de horno, es la me­
táfora que al parecer utilizó el mismo Anaximandro- resulta ser el
sol; otro, la luna. Los agujeros del tercer anillo son los restantes
astros (quizá la Vía Láctea pudo inspirar esta idea).
En el centro de todo va secándose la tierra, que flota sin nece­
sidad de nada que la sostenga, porque sencillamente está en el
centro, y por tanto no hay razón ninguna para que caiga en una u
otra dirección (no puede caer ya más). La tierra tiene la forma de
un cilindro, como una sección de una columna; y los seres vivos
van naciendo o fueron naciendo del barro caliente de las orillas
del mar (y, por ejemplo, el hombre no pudo al principio surgir co­
mo ahora lo vemos nacer, porque habría muerto inmediatamente;
así que tiene que proceder de otras formas de vida).
38 Sócrates y herederos

Comparemos este texto en prosa con la poesía épica arcaica.


Quien cantaba en ella no era propiamente el poeta, sino la Diosa,
o sea, la Musa, hija de la divina Memoria. Y es que remontarse a
los orígenes primeros de las cosas es explicárselas; pero allá no
estuvimos nunca nosotros mismos.
Por otra parte, el mero saber finito, errático, oscuro, del hom­
bre no es el saber propiamente dicho, el que vale la pena y busca­
mos. Únicamente es tal el saber divino, absoluto. El poeta, el aedo,
poseía la técnica de los versos, de los hexámetros, pero el conteni­
do sustancial de su canto, su verdad, es cosa de la Musa. Hesíodo
describía la relación entre él y la Musa en términos de posesión,
como tantas veces les ocurre, respecto de sus dioses allegados o fa­
miliares, a los héroes del poema homérico y, desde luego, a Ho­
mero mismo.
Por el contrario, el filósofo es, como enseguida dirán las pala­
bras solemnes de Heráclito, el oyente del Discurso, del Logos, o
sea, de lo Sabio mismo inteligible, repetible, aprendible, que pue­
de publicarse en medio del Estado; y ello, no menos que como se
educa toda la Hélade en la recitación de Homero y, en menor me­
dida, Hesíodo. El filósofo no es el poseso de la Musa, sino el que
se despierta. Y se despierta al oír el Logos; bien es cierto que re­
sulta difícil decir si escucha porque previamente ha despertado o
si su despertador es directamente el Logos. Vigilia, en vez de po­
sesión. Y eso que Homero y Hesíodo no balbucean precisamente
cosas incomprensibles, sino que se expresan con un evidente es­
fuerzo de claridad e ilación.
Homero canta la cólera de un héroe hijo de una diosa: la cóle­
ra en medio de la guerra mayor que se ha conocido nunca. Su poe­
ma versa sobre hombres, aunque sólo sobre hombres mejores y
más fuertes que los posteriores, que los contemporáneos de su re­
citación-; también habla de dioses y animales, porque, en defini­
tiva, sólo se comprende el mundo de los hombres contrastándolo
con sus opuestos: el mundo de los dioses y el mucho más próxi­
mo mundo de la vida inferior.
Por su parte, Anaximandro no trata de los seres vivos, sino de
todo el conjunto de las cosas. Si Homero también lo hacía en oca­
Del mito a la naturaleza 39

siones, era simplemente de modo colateral, no temático y de fren­


te. Al revés, los primeros filósofos.
Para entenderlos, conviene introducir desde ahora dos térmi­
nos. Son propiamente platónicos, quizá pitagóricos; pero utilizar­
los ya no es en realidad un anacronismo sino un auxilio.
El primero es fenómeno, que significa, al pie de la letra, aque­
llo que ha sido puesto a la luz. Es decir, lo que inmediatamente
nos rodea, los seres, los entes (participio presente artificial del
verbo que en latín significa ser). Simplemente con despertar, ya
estamos en contacto de conocimiento con los seres presentes; sin
método, sin búsqueda, sin investigación. La palabra con la que
enseguida -sobre todo, en Platón- se designa este contacto, tam­
bién interesa usarla ya: aísthesis, sensación. Los seres son los fe­
nómenos, los objetos del sentir. Nosotros estamos entre ellos, so­
mos también un ser más, un ser inmediato.
El otro término muy útil es aporía, o sea, falta de poro, falta
de salida o escape: obstrucción, atoramiento, angustia.
Los fenómenos son facilidades: pasamos a través de ellos, nos
llevan de unos a otros, como flechas indicadoras; pero a veces se
cierra la vía de nuestro viaje: hay un problema, o sea, algo arro­
jado delante, a nuestros pies. Si el problema es tal y tan grande
que tapa todo camino discernible, entonces es una aporía.
Un problema es un fenómeno extraño o incómodo, que se ro­
dea y evita mediante otros fenómenos cercanos. Sobrepasado, se­
guramente desaparece como tal: queda explicado. Una aporía no
tiene esta condición. No es nada fácil precisar de qué se trata ni
cómo surge. El testimonio de Anaximandro nos lleva a pensar que
lo aporético no es ningún fenómeno, sino un aspecto de todos los
fenómenos; lo que comporta que la aporía viene a ser algo seme­
jante a un oscurecimiento simultáneo de todos ellos. De ahí el pe­
culiar ahogo, el vértigo, como dicen muchos personajes de los
diálogos platónicos, cuyo protagonista es Sócrates, y como escri­
bió Platón mismo sobre su propia experiencia en la carta VII, que
es una autobiografía esencial.
En Homero no hay aporías, sino simples problemas, que se
derivan tanto de la falta de inteligencia de los hombres como de
40 Sócrates v herederos

lo enrevesado (expresión literal) de la mente de Zeus, el más po­


deroso de todos los dioses. La vida es incierta debido a estas dos
causas terribles.
En Anaximandro, sin embargo, resalta el hecho de que la apo­
rta por él descubierta, casi un milagro de alerta y de penetración
intelectual, tiene que ver con uno de los pensamientos más funda­
mentales que nos caben: el que Martin Heidegger ha denomina­
do recientemente la diferencia ontológica, aquella que separa (y
vincula a la vez) a los entes respecto de su ser, de su existencia. Lo
enigmático, lo aporético, no es ningún ente ni el conjunto de todos
ellos, sino aquello que hace que este conjunto reciba una denomi­
nación por así decir técnica ya en la primera filosofía de Mileto:
physis, natura, en latín, naturaleza. Se trata de la existencia, del
modo de ser de todos los fenómenos, de todos los entes sensibles,
inmediatos, recorribles. Porque esta existencia, como indica la pa­
labra physis, es la de quien ha nacido y, una vez surgido, crece des­
de sí mismo hasta morir.
Dicho con otras palabras, el presente de cada cosa que existe,
del «cielo» (onranós) entero, como decían los milesios, es devenir,
cambiar:; o sea, ser dejando constantemente de ser lo que se era. Y
ésta, desde luego, es una extraña manera de ser. Ser debería signi­
ficar estar, permanecer, seguir siendo lo que se es; pero el hecho,
como atestiguaban ya para Anaximandro los fósiles, las mareas,
los terremotos y mil indicios más, es que todo está cambiando
siempre, que todo es natura.
Cuando se tropieza con una aporta -supongamos que hay más
de una, varias más de ésta que afecta no a los entes, sino al ser de
los entes-, se necesita hacer algo distinto de sentir y más traba­
joso. Se necesita un camino (en griego, método). Diremos por el
momento, con la sencilla expresión que Platón -y ya varios ante­
cesores suyos—hizo descender de lo divino a lo humano, que se
necesita pensar, que se precisa de la inteligencia (noüs). En Ho­
mero únicamente los dioses la poseen, y significa justamente ese
saber, tan alejado de la necedad humana, que consiste en com­
prender muy bien en qué situación se está y encontrarle la mejor
de las salidas.
Del mito a la naturaleza 41

Viajemos a donde viajemos, ios sentidos sólo nos pondrán en


contacto con seres, con entes, más o menos dignos de nuestro
asombro; pero jamás con el ser de ellos y, aún menos, con la com­
prensión de este ser que se desdice a sí mismo: ser-dejando-de-
ser, que habiendo empezado en lo oscuro (nacimiento, de la mis­
ma raíz que naturaleza; en griego, génesis) va a parar a lo oscuro
(a la muerte, a la corrupción, a laphthorá).
En prosa ha escrito Anaximandro su libro contra el verso fácil
de recordar de Homero -como habla el hombre sobrio ante quien
embelesa al público con su cítara y el canto-, una vez que ha oí­
do en una vigilia extraordinaria la verdad que le ha permitido
comprender lo aporético, y de paso la estructura entera de la na­
turaleza. No en vano, como ya hemos visto, Anaximandro pintó
el orbe entero en su texto y pensó con toda sencillez el big bang,
la entropía y la evolución de las especies por la selección natural
que ejerce la lucha por la vida... Sabía, en cambio, menos de los
movimientos de los astros que los minuciosos observadores ma­
gos de Caldea o de Egipto, que llevaban siglos, milenios, con­
templándolos con ojos bien diferentes de los de la filosofía, en
ese ya para nosotros casi indescifrable régimen de la existencia y
del espíritu que es la plenitud de la mitología.

5. CÓMO SE PROGRESA EN FIEOSOFÍA

Anaximandro pretendió explicarlo todo y creyó haberlo logra­


do. Si me he referido a su incoherencia es porque no se planteó,
por ejemplo, el problema de cómo puede haber, pese a todo, un lí­
mite entre lo Infinito y los innumerables mundos o cielos que se
engendran mediante la separación en el centro, digamos en la ma­
triz, de lo Infinito.
Anaximandro mezcló la observación con la especulación más
arriesgada. Fue, además, un hombre de acción, un viajero, el fun­
dador de una colonia de Mileto. Estas mismas características en
la vida y la doctrina resaltan también en muchos otros filósofos
arcaicos.
Sócrates y herederos

Tales de Mileto, que pasa por ser el maestro de Anaximandro


y forma parte de la lista de los Siete Sabios, habría hablado del
agua como principio de todas las cosas. (Aristóteles supone que
porque la simiente de todo es húmeda y nada puede vivir sin ali­
mento húmedo; pero también podría Tales haber unido una viejí­
sima idea egipcia, babilónica y homérica, con la observación de
que el agua adopta fácilmente estados tan distintos como el hielo
y el vapor). A la vez, Tales tiene fama de haber sido un gran inge­
niero, el primero de los geómetras científicos, y un consejero po­
lítico de primer orden; asimismo, parece seguro que, a causa de
conocer los registros astronómicos de los sacerdotes de Babilo­
nia, pudo predecir con mucha aproximación un eclipse de sol
acaecido en un momento crucial de la guerra en que Mileto esta­
ba implicada en 585 a.C.
Anaximenes de Mileto, de quien se dice que fue alumno de
Anaximandro, prefirió el Aire (aer) como Principio y Domina­
dor, porque pensó que los mecanismos de rarefacción y conden­
sación pueden explicar el nacimiento y la muerte de todas las co­
sas, incluidos los contrarios caliente-frío, que habían ocupado un
puesto tan importante en la cosmología y la cosmogonía de Ana­
ximandro (el aire rápido y condensado está frío, y el aire lento y
poco condensado está caliente). El aire-origen infinito y divino
envuelve, por otra parte, el mundo, el cual lo introduce dentro de
sí como si lo respirara, o sea, como si el mundo fuera un gran ani­
mal cuya vida dependiera de la aspiración y la expiración del ai­
re (el aliento, el alma de todo).
En el modo como Anaximenes desarrolló y trató de mejorar el
pensamiento de su antecesor tenemos un modelo de lo que signi­
fica progreso en filosofía.
Se trata, en primer término, de asimilar una doctrina ya pre­
sentada, que tiene visos de explicar con suficiente coherencia to­
do lo real. Pero luego, si se nota que en ella han quedado incon­
sistencias y lagunas, se trabajará por destruir aquéllas y llenar
éstas. En un tercer momento, que es el más interesante y fecundo,
el filósofo discípulo, considerando la totalidad de su propia obra
como una mejora de la de su maestro, recapacita sobre lo impen­
Del mito a la naturaleza 43

sado por ambos, o sea, sobre las realidades y las verdades que ha
de haber también para que sea posible y verdadero el conjunto de
soluciones que los dos ofrecen. En otras palabras, cuando un fi­
lósofo asimila y mejora la filosofía que hereda, queda en la situa­
ción de empezar a considerar las condiciones de posibilidad de la
verdad de esta filosofía. Estas condiciones de posibilidad son ver­
dades que ha dejado hasta el momento implícitas, no pensadas,
pero sin las cuales no se sostiene nada de lo que explícitamente ha
pensado. Cuando logra formularlas se produce, más en la direc­
ción de las raíces que de las ramas, un auténtico avance en el co­
nocimiento filosófico: la Totalidad que está a la vista se amplía
por profundización.
Jenófanes de Colofón es, en cambio, el ejemplo de cuantos di­
vulgadores y aplicadores ha habido en la historia. No fue un filó­
sofo sino, seguramente, un propagandista de la filosofía de los mi-
lesios; parece, en efecto, haber dedicado la parte más importante
de su actividad a difundir la nueva concepción de lo divino que es
propia de estos pensadores: lo divino sólo es uno y no se parece a
los hombres, de modo que su gobierno necesario de todas las co­
sas debe servir para criticar la religión antropomórfica en la que vi­
ven los pueblos de todo el mundo. Además, lo divino carece, des­
de luego, de todos los vicios, las imperfecciones y las limitaciones
que atribuyen a sus muchos dioses los relatos mitológicos.
Un rasgo en el que se revela de inmediato y con gran fuerza
que Jenófanes no fue un creador filosófico, es el hecho de que en
su obra aparecen ciertas reflexiones sobre los límites del alcance
de la razón. Así, en un primer momento, la afirmación de que in­
cluso si un hombre da para sí con la verdad definitiva de todo lo
real, dicho logro no pasará del nivel de una conjetura (,doxa) que
no tendrá nunca plenamente comprobada. Tal afirmación, que sue­
na a idea moderna en comparación con el dogmatismo masivo de
Anaximandro y Anaximenes, es en realidad un retroceso de índo­
le religiosa, un recuerdo de la tradición que en Delfos -el oráculo
más célebre de Apolo- pedía al hombre que se conociera a si mis­
mo como muy diferente del dios e inferior a él, para que se libra­
ra de la trasgresión esencial, o sea, el intento de superar los lími­
44 Sócrates y herederos

tes estrictos de la condición mortal, estúpida e impedida, que es la


propia de nuestra estirpe. Los pensadores milesios ejemplifican
rotundamente la trasgresión, la hybris ante la que retrocede Jenó-
fanes; de hecho, ellos no precisan ya de la inspiración de la Musa
o de la posesión por la divinidad, sino que sus mentes, por propio
derecho, penetran sin dudas en los secretos más ocultos de la To­
talidad y hasta de su Dominador. Se trata, en fin, de sobrios poe­
tas líricos que atienden no al instante, sino a la eternidad.
Precisamente, la idea más interesante de Anaxímenes es haber
entendido que el Dominador, la Arché, no puede dominar sino co­
nociendo la totalidad de la Naturaleza; y haberse dado cuenta de
que también el hombre, que no es, sin embargo, la Autoridad, co­
noce con maravillosa profundidad Todo. Pero el conocimiento re­
side en lo que propiamente nos hace vivir (psyché, anima, alma).
Vivimos respirando. Con el aire que nos vitaliza, entra también en
nosotros la divina realidad de la naturaleza y de su Dominador, o
sea, el alma, la inteligencia misma; en definitiva, este aire que
nosotros no somos, sino que respiramos.
Así, el mundo entero, toda la naturaleza, mete dentro de sí la
vida, la verdad inmutable, a su divino dominador. Y el hombre es
como el mundo en pequeño (microcosmos, macrocosmos).
Esta reflexión audaz acerca de las condiciones de posibilidad
de la primera navegación filosófica movió poderosamente el pro­
greso de la primitiva investigación de la naturaleza (historia peri
tes physeos).

6. L a purificación de la vida humana

Aunque resulta muy difícil conocer con alguna precisión las


ideas de la otra gran escuela filosófica del siglo VI a.C., la fun­
dada por Pitágoras de Samos en las tierras griegas del actual sur
de Italia, debido en parte a que Pitágoras no escribió, parecen ha­
ber consistido, sobre todo, en lo que sigue.
Pitágoras se asombró de que la armonía musical dependa de
relaciones numéricas exactas. Si se divide una cuerda tensa por la
Del mito a la naturaleza 45

mitad, al pulsarla sonará la octava superior de la nota que daba la


cuerda antes de ser partida. Pero a esta relación de 1/2 siguen la
de 2/3 y 3/4, en las que se expresan, respectivamente, la quinta y
la cuarta respecto de la nota que da la cuerda entera. Así, con so­
los los números 1, 2, 3 y 4 (cuya suma es 10) se tiene la base de
la armonía en general. Quiere decirse que un fenómeno habitual
oculta relaciones numéricas, al principio insospechadas, que lo
explican. Y además, también se ve que ese fenómeno depende de
la conjunción de números diferentes.
En una generalización tan atrevida como las que había hecho
Anaximandro, los pitagóricos pensaron entonces que todos los
seres resultan de la combinación de pares de contrarios que se ex­
presan en relaciones numéricas; y, en última instancia, en algu­
na composición de lo par con lo impar. Lo impar, empezando por
el número 1, es limitado, diestro, masculino, bueno, luminoso; lo
par, empezando por el número 2, es ilimitado, siniestro, femeni­
no, malo, oscuro. Los números eran, por lo visto, representados de
manera que a cada unidad correspondía una piedrecita (calculum,
en latín). Quizá los pitagóricos pensaban que cada unidad era, co­
mo lo sugería este modo de representación, semejante a un punto
material y extenso.
Por otra parte, sin que sepamos a ciencia cierta cómo se unía
la idea de la armonía matemática como fundamento de todas las
cosas con esta otra, Pitágoras enseñaba una vida de ascetismo, en
la que el conocimiento era el medio principal de la purificación
del principio por el que vivimos (que se llama en griego psyché y
en latín anima, o sea, alma). Como todos los seres se seguían en­
tendiendo dentro del gran ciclo natural que ya conocemos, Pitágo­
ras defendía la doctrina de la pluralidad de vidas o reencarnación.
El alma no puede morir, sino que va viviendo sucesivas vidas. Así,
en vez de considerar útiles los misterios y los ritos de la religión
popular para liberarla de esta cadena ininterrumpida de nacimien­
tos y muertes, el hombre debe emplear la especulación filosófica.
(Es probable que el dualismo alma-cuerpo y la idea de la inmorta­
lidad del alma los aceptara el pitagorismo de una de las tendencias
religiosas más vivas en el siglo VI: el orfismo).
46 Sócrates y herederos

Cuando las invasiones lidias y la presión persa resultaron ago­


biantes en su patria, Pitágoras tuvo que huir de la isla de Samos, o
sea, de la proximidad de Mileto, al otro extremo del mundo grie­
go, portando los frutos de la especulación de Anaxímenes: el pun­
to material primigenio, el 1 del origen, sólo se parte en 1 y 1 gra­
cias a que lo vacío aéreo que antes lo rodeaba penetra en él.
Sólo a partir de entonces comienza realmente la inteligibilidad
matemática de la naturaleza, y nuestra mente es capaz de captar­
la. En todas partes los ajustes entre lleno y vacío, entre los opues­
tos primeros de los que luego surgirán los diez pares fundamenta­
les de opuestos, son exactos y comprensibles. No resulta extraño
que el alma conocedora fuera, por tanto, asimilada a lo divino.
La religión con éxito popular en el siglo VI, cuya difusión se
atribuía al músico Orfeo principalmente, se basaba en la noción
de que el principio vital del hombre -la psyché, el alma- es de la
misma estirpe que los dioses, o sea, que la divina vitalidad.
Está claro que esta afirmación contrasta terriblemente con la
muerte y la corrupción del cadáver. La consecuencia -y no pode­
mos sustraernos a la idea de la mutua influencia entre filosofía y
orfismo en aquel siglo inicial- reclama postular una oposición ra­
dical entre el alma y el cuerpo. Ella es un factor divino, mientras
que él es un factor demoníaco, la cárcel de lo divino, que hasta
nos procura un fatal olvido de nuestra divinidad. En este sentido,
nuestra existencia se desarrolla, sin las enseñanzas de Orfeo y sin
las enseñanzas de los filósofos, tal y como Homero la describía:
llena de muerte, impotencia e ignorancia. El cuerpo (soma) es el
sepulcro (sema). Pero esto no es más que una funesta ilusión de­
bida a lo antidivino que se encuentra presente en nosotros.
Nuestro cuerpo procede de las cenizas de los Titanes, a los
que destruyó el rayo de Zeus en cuanto devoraron a Dióniso, el
hijo más joven de Zeus. El padre salvó el corazón palpitante, se lo
implantó en su propio cuerpo e hizo luego renacer a Dióniso. Pe­
ro nosotros procedemos del castigo de quienes se comieron al
nuevo Zeus, a la esperanza de un mundo mucho mejor todavía
que este orden justo de los lotes divinos que ahora nos presiden
por voluntad de Zeus victorioso. El cuerpo del hombre es como
Del mito a la naturaleza 47

la carne de los criminales enemigos de Dios; mas esta carne se


había mezclado con el Dios despedazado vivo y comido; y tiene,
por tanto, gérmenes de Dios, que nos dan la vida.
El orfismo, con su esperanza -paralela a la egipcia, tras demo­
cratizarse y extenderse a toda la raza humana la condición de Osi­
ris, el dios muerto que resucita en su hijo Horus por los cuidados
de la divina madre Isis—, ocupó un lugar clave respecto de los an­
helos religiosos de la Grecia arcaica y clásica, y sobrevivió en cul­
tos mistéricos y transmutaciones diversas hasta el final de la Anti­
güedad. En todas las múltiples ramas de estos cultos es básica la
noción de que cierta experiencia nos conduce al descubrimiento
de nuestra condición de inmortales, que ya retendremos de alguna
manera hasta el mismo gran rito de paso que es la muerte.
Parece que el orfismo, en concreto, consideraba imprescindible
que la existencia humana se convirtiera en una constante purifica­
ción (,kátharsis), en un ejercicio (áskesis) diario que disminuyera
siempre más el papel del cuerpo y aumentara el del alma. Otros
misterios y otras formas de éxtasis se basaban en una sola visión
del sentido de la vida (como seguramente ocurría en Eleusis, a las
puertas de Atenas) o en vivencias de exaltación y salida de sí mis­
mo (ékstasis) hasta fundirse místicamente con la fuerza de la vida
(por ejemplo, en las orgías dionisíacas, en donde la música, la dan­
za, la noche, la mujer y la ruptura de todos los roles sociales pre­
cedían al despedazamiento del cabrito vivo y la comida de su car­
ne cruda, como en un primitivo sacramento de comunión).
Pitágoras identificó la auténtica purificación con el conoci­
miento de la verdad, y la verdad con el ajuste {harmonía) numé­
rico entre los opuestos. Como en Anaximenes, la realidad de la fi­
losofía es la garantía mejor de que el sujeto del conocimiento -el
alma- es de la misma estirpe que lo divino y dominador.
No olvidemos que allí donde surge el éxtasis frenético de las or­
gías de Dióniso -en la música, como si ella fuera la voz misma irra­
cional de la vida salvaje-, ve Pitágoras la claridad de los números.
El universo es todo él ajuste musical, música de las esferas, como
dirá el poeta renacentista; pero la música, dotada de tantos poderes
embriagadores, es el paradigma del orden racional. La belleza, co­
48 Sócrates y herederos

mo la bondad y el ser, se compone de relaciones numéricas. El


magma sensible que nos embriaga y exalta es, cuando logramos
pensarlo, una trama de números puros. Lo real es inteligible, por
más que se sienta a primera vista como irracional e ininteligible.
En este sentido, Pitágoras, el sabio ágrafo, al descubrir que la
purificación es el ejercicio de la razón en la teoría primero y en
la acción política después, configuró quizá más hondamente que
ninguna otra figura singular la historia posterior del Occidente.

7. L a tensión interna de la fisiología primitiva

Los pensadores más importantes de fines del siglo VI y princi­


pios del V a.C. son Heráclito de Efeso, en la costa de la actual Tur­
quía, cerca de Mileto, y Parménides de Elea, en el sur de Italia.
Los cosmólogos milesios no habían llegado a concebir la idea
de que tuviera que ser explicado el movimiento de los seres. Para
ellos, era más bien una evidencia elemental que, cuando algo exis­
te, ese algo cambia o se mueve (incluso lo Infinito produce natu­
ralmente los mundos, en vez de permanecer sin actividad). Ana­
crónicamente, se ha denominado su filosofía hilozoísmo, de hyle,
materia, y zoé, vida, pues pensaban, en cierto modo, que todo es
material y, a la vez, que todo vive. En realidad, no habían separa­
do todavía muchas nociones que a nosotros nos parecen ahora ob­
vias; de ahí el anacronismo de una descripción como ésta.

Heráclito, que aceptaba que todos los seres están cambiando


según una ley inexorable, fue el primero en comprender que esta
ley es, justamente, lo único que jamás cambia. Como es al mismo
tiempo una verdad y -según veremos- la orden que obliga a cada
cosa a ser una proporción entre contrarios, Heráclito llama logos
(discurso y proporción) a la ley inmutable. Dice también que es lo
único sabio. Y se da cuenta de que el hombre no sólo vive obede­
ciendo a esta ley inexorable y divina, sino que, a diferencia de los
demás seres que también la obedecen, puede llegar a conocerla y
a expresarla con su propio discurso.
Del mito a la naturaleza 49

Este acontecimiento equivale a despertar del sueño. Todos so­


ñamos casi siempre; y, como pasa en los sueños, creamos nuestro
mundo particular. Sólo si nos despierta la verdad del Logos tene­
mos un mundo único y compartido, donde todo sucede como de­
be suceder (nada es malo ni bueno, sino simplemente necesario).
Por otro lado, nada puede existir más que como tensión de dos
contrarios al menos, según habían ya explicado los pitagóricos.
Heráclito pone también el ejemplo de la armonía musical: la cuer­
da de la lira no es tal, o sea, no suena, más que si está tensada, es
decir, cuando su estado es la tensión resultante de dos fuerzas con­
trarias. Así sucede en todo, aunque el hombre no lo sepa ver. Todo
es lucha de contrarios, «la guerra es el padre de todas las cosas»
(Heráclito escribió en aforismos). No habría día si no hubiera no­
che, ni saciedad sin hambre, ni salud sin enfermedad. Toda armo­
nía visible es el efecto de otra oculta y más importante. Asimismo,
todo cambia, todo corre. Cualquier cosa real y el mundo entero se
parecen al río, que para mantener su identidad de río está obligado
a que sus aguas corran y no sean jamás las mismas.
Seguramente por esta razón Heráclito dijo que todo se cambia
por fuego y todo pasa alguna vez por el estado de fuego. Todo re­
corre un mismo camino que, según se mire, es hacia abajo o hacia
arriba. Cualquier cosa, como el fuego, está cambiando, aunque
no lo parezca. El fuego mismo no puede vivir más que quemando
su contrario, alimentándose de lo contrario, y dando nacimiento a
otra realidad también contraria a él.
En definitiva, el ajuste estático de Pitágoras resulta reempla­
zado por el ajuste dinámico, en continua renovación de sí mismo,
en el extraordinario sistema de la guerra, donde el fuego y el río
son imágenes del cosmos (de la naturaleza en su bella ordenación
proporcionada) propuestas por Heráclito. El fuego mismo, el To­
do natural, incorpora la Proporción inmutable como la verdad
eterna de todas las cosas cambiantes. De aquí que Heráclito no
haya podido ser claro al diferenciar el Logos y el Fuego (.Pyr), y
las interpretaciones de su pensamiento se escindan en dos campos
aparentemente irreconciliables: el de los que identifican Logos y
Fuego y el de los que -como he hecho yo- los distinguen.
50 Sócrates y herederos

En realidad, ambas posturas tienen razón a su modo. Todo es


Uno, porque nada escapa a la verdad que le manda ser tensión di­
námica de opuestos y le concede una existencia que no sobrepa­
sará en nada sus límites exactos. Para que la verdad se integre así
en las cosas del Todo natural y cambiante, tiene de alguna mane­
ra que encarnarse en el fuego, como su regla y su proporción. No
son lo mismo, pero las proporciones de los cambios reflejan de
alguna manera la Proporción sin cambio.
Y el alma más seca, más parecida al fuego, es la mejor. No só­
lo porque no duerme, no está borracha, ni vieja, ni llena de pasio­
nes, sino precisamente porque penetra por semejanza los secretos
del fuego, que es la unidad de todas las cosas. Pero notemos que el
alma no es fuego puro. De ahí que pueda ya decir Heráclito que
el filósofo se investiga a sí mismo (en su casi fuego lleva incorpo­
radas de alguna manera las verdades de todas las cosas) y que nun­
ca termina de sondear los inmensos ámbitos de su propia alma.

Parménides parece haber deducido su extraordinaria teoría del


hecho de que, sea cual sea el tema por el que el investigador se pre­
gunte, el principio de su respuesta siempre consistirá en decir; x,
eso que yo no sabía pero he investigado, es... Pero cuando decimos
que «x es...», ya hemos dicho que x es un ser, un ente. La primera
nota que cualquier tema de posible investigación posee es ésta: que
es. Ahora bien, nosotros siempre continuamos la frase diciendo
que la cosa por la que nos preguntamos, además de ser, tiene estas
o las otras propiedades (por ejemplo, que resulta de la oculta armo­
nía de determinados contrarios, sean o no numéricos).
Parménides asegura que al obrar de esta manera es como si
tuviéramos dos pensamientos enfrentados e incompatibles. Para
comprobarlo, basta con fijamos bien en lo que supone empezar
por decir de nuestro objeto que es. En efecto, el ser, el hecho de
que sea, se opone absolutamente a que no es, al no ser. No hay na­
da intermedio ni cabe aquí transición, a pesar de las tesis de Herá­
clito. Lo que es, no es no-ser o no-ente en absoluto. Lo que es, lo
ente, sólo se puede pensar sin mezcla ni armonización de ninguna
clase con lo que no es, con lo no-ente.
Del mito a la naturaleza 51

Por tanto, lo que es no ha nacido ni puede morir, porque nacer


supone proceder de lo que no es (pero lo que no es simplemente no
es, luego nada puede proceder de ello) y morir supone pasar a lo
que no es (¿cómo se puede pasar, sin embargo, a lo que no es en
absoluto?). Más aún, lo que es no puede cambiar: no tiene en rea­
lidad ni pasado ni futuro, sino sólo presente; porque no se puede
decir con propiedad que era y que será, sino sólo que es. Por ello
mismo es «inmóvil». (Si es y sencillamente es, ¿cómo podría de­
jar de ser lo que es para pasar a ser otro, o sea, para pasar a ser lo
que no es? Lo que no es, no es, y basta). De pensar en términos de
oposición entre contrarios, hemos pasado a pensar la imposibilidad
de lo contrario para el tema primordial del entendimiento: ser.
Asimismo, Parménides deduce aún en su poema que lo que
es, es uno y continuo. ¿Cómo podría haber dos? Tendría que se­
pararlos lo que no es, y lo que no es no puede nada, ni siquiera
separar. La misma es la razón de la perfecta continuidad de lo que
es: sólo la podría interrumpir y hacer discontinua su contrario, o
sea, lo que no es...
Heráclito había diferenciado el Logos y el Fuego, lo eterno in­
mutable y lo que siempre vive cambiando bajo la ley sabia del
Logos. Parménides parece haber comprendido que todo discurso
empieza siempre por la expresión básica: x es... Ha investigado
con coherencia absoluta lo que se sigue de decir que algo es, y ha
encontrado que sus deducciones, que son la base de cualquier
verdad, resultan incompatibles con lo que, basándonos en el tes­
timonio de los sentidos, decimos que son las cosas.
Hay que elegir entre el pensamiento puro, que sólo piensa un
ente único, inmóvil, eterno, y los sentidos, que ven por todas par­
tes nacimientos y muertes, o sea, paso del ser al no ser y del no ser
al ser (paso absolutamente impensable, pues sólo en apariencia te­
nemos aquí dos opuestos, como nos ocurría cuando ingenuamente
hacíamos proceder todo el movimiento de lo real del contraste en­
tre lo caliente y lo frío). La cuestión es que, como esta elección se
plantea ante el pensamiento, la decisión coherente sólo puede ser
optar por el pensamiento. Parece que las cosas son múltiples y
cambiantes, pero la verdad es que sólo existe un ente inmóvil.
52 Sócrates y herederos

Parménides se lo representaba esférico, porque creía que la ili­


mitación era una característica negativa, como habían sostenido
los pitagóricos, y su ente sólo es positividad (excluye, precisa­
mente, cualquier negación). Meliso de Samos, unos decenios des­
pués, comprendió que el ente único no podría ser extenso -y si no
es extenso, no es ni limitado ni esférico-. En lo extenso hay po­
tencialmente partes, multiplicidad, o sea, justamente lo que Par­
ménides comprendió que es imposible.
Así, aunque los pocos fragmentos conservados no nos permiten
saber hasta dónde pensó con claridad Meliso las consecuencias de
su formidable innovación, creó el inmaterialismo, el panteísmo es­
piritualista: la doctrina filosófica de que sólo lo Uno divino existe,
de modo que, sin remedio, las demás aparentes realidades no son
sino espejismos sin otra sustancia que el Espíritu uno y único.

8. H acia el escepticismo

Cosmos quiere decir orden, y es una idea derivada del pensa­


miento arcaico acerca de que todo se halla sometido a una ley úl­
timamente justa. Physis designa todo lo que nace y vive, y hay
quienes la relacionan con la raíz de la palabra griega que signifi­
ca «luz». Todo lo real es lo que vive de por sí, lo que ha emergi­
do de la oscuridad a la luz de este mundo. Los filósofos arcaicos
parecen haber titulado sus libros con el rótulo más o menos co­
mún de Investigación (en griego, historia) sobre la Physis.
Estos investigadores habían partido del optimismo, del con­
vencimiento de que podían hallar la respuesta a la pregunta que se
les planteaba sobre la totalidad de la naturaleza o el cosmos. El
resultado era ahora, un siglo después de Tales de Mileto, las vi­
siones enfrentadas de Parménides y Heráclito, que parecían poder
resumirse, respectivamente, en «todo es uno y está quieto» y «to­
do es armonía de contrarios constantemente inestable y en movi­
miento». Todo permanece; todo corre.
No hay duda de que se trata de un resultado muy paradójico y
que parece una razonable fuente de duda y desconfianza en la ca­
Del mito a la naturaleza 53

pacidad humana para conseguir la respuesta buscada. Sin embar­


go, hubo todavía, durante el siglo V a.C., algunos intentos de lograr
algo así como una posición intermedia entre Heráclito y Parméni-
des, antes de que se generalizara considerablemente el escepticis­
mo acerca de la investigación de la naturaleza.

Empédocles pensó que había en realidad cuatro «raíces de to­


das las cosas», las cuatro inmutables, como el ser de Parménides,
pero capaces de asociarse y disociarse entre sí por virtud de dos
fuerzas, la Amistad y la Discordia, que alternan su dominio sobre
la naturaleza cíclicamente. Tales raíces, que no nacen ni mueren, y
que después Aristóteles llamó elementos de las cosas (en griego,
stoicheion, que significa originalmente letra, o sea, la parte más
pequeña de la palabra), son: el fuego, el aire, el agua y la tierra.
Todas las cosas retornan eternamente las mismas en este ciclo
que se repite una y otra vez (y en el que se combinan, como se ve,
factores tomados de los filósofos anteriores). Por ejemplo, este es­
tado del mundo que es ahora nuestro presente, nuestra vida, ya ha
existido, exactamente igual que ahora, infinitas veces, y volverá a
darse y vivirse otras tantas. Amistad y Discordia mezclan y desa­
gregan respectivamente los componentes del mundo, que vienen a
ser como los colores puros en la paleta del pintor. En un extremo
de la evolución, todo es Uno Esférico; en el otro, reina Discordia
hasta tal punto que apenas se podría creer que de nuevo las letras
de las cosas vayan a poder reunirse formando sílabas y palabras de
realidad otra vez. Pero la Amistad es tan eterna como la Discordia,
como el Fuego, como el Aire, como el Agua, como la Tierra.

Anaxágoras, en cambio, pensó que no basta con cuatro raíces


inmutables de todo, sino que las transformaciones que observamos
(piénsese, por ejemplo, en el proceso de alimentarse) exigen que
haya algo de todo en todo y que los factores que explican la reali­
dad sean infinitos: tanto en número, como en diferencia cualitati­
va, como en pequeñez. Según predomine más un componente que
otro, así llamamos a las cosas. En un principio, todo estaba en to­
do, y además junto. Ahora vemos que se da separación entre las
cosas, cambio, relativa posibilidad de distinguir unas de otras. Es
54 Sócrates y herederos

preciso explicar el estado actual del mundo por un principio que


no sea ninguno de los infinitos mínimos de cantidad y cualidad.
Su nombre debe ser la Inteligencia {nous), porque ha sabido or­
denar maravillosamente el conjunto. Ella ha empezado la rotación
de todo, gracias a la cual se han ido separando relativamente y re­
combinando las realidades elementales.
La naturaleza está en evolución y expansión, siempre dirigida
a que los estados futuros revelen mejor lo que se contenía germi­
nalmente en los pasados, puesto que la universal guía de este de­
sarrollo interminable es la divina Inteligencia.
Con sorprendente audacia, Anaxágoras anticipa no sólo las
doctrinas de Leibniz, sino, a su manera primitiva, las de Bergson,
Einstein y Teilhard. Todo progresa, todo se clarifica y vitaliza y
acelera cada vez más y mejor; la indistinción primitiva es la semi­
lla, y los estadios sucesivos de la evolución, las fases del Árbol de
la Vida; todo es para el bien y lo óptimo, y las explicaciones mecá­
nicas aún se entienden mejor cuando se las respalda con explica­
ciones teleológicas. La cantidad es, en su fondo, cualidad en infi­
nita variedad que estará para siempre desplegándose y floreciendo,
en el proceso de este torbellino en crecida, de este cosmos en ex­
pansión, que un día puso en movimiento el designio inteligente.

Leucipo y Demócrito pensaron que las partes últimas, indivisi­


bles (átomo) de la realidad no tienen ninguna cualidad determina­
da, sino que son -como diríamos hoy- puramente cuantitativas y
sólo se diferencian unas de otras por la forma, el tamaño y la po­
sición. Son infinitas y se mueven en el vacío (que ellos identifican
con lo no-ente de que Parménides había hablado, y que aquí pare­
ce equivaler al espacio infinito), y de sus choques sale la multitud
de las cosas que forman cada uno de los infinitos mundos.
Es curioso observar que la doctrina fisiológica arcaica, que
fue la intelectualmente más débil, ha sido la que más éxito histó­
rico ha tenido. En los siglos XVI-XVIII, Demócrito revivió. En
los trabajos filosóficos de John Locke, la teoría del conocimien­
to de los antiguos atomistas volvió a estar vigente: las cosas sólo
se conocen a través de las imágenes que nos envían; mejor, a tra­
Del mito a la naturaleza 55

vés de ios impactos físicos que redundan, mediante el cuerpo, en


nuestra mente, en forma de representaciones. Pero lo real no es tal
y como lo sentimos (con la excepción de una serie de ideas de
cualidades primarias), sino más bien tal y como lo pensamos a
partir del material de las sensaciones subjetivas y relativas.

Zenón de Elea defendió la doctrina de Parménides con argu­


mentos muy ingeniosos, con los que se demuestra por reducción al
absurdo que todo ha de ser uno e inmóvil, a pesar de tantas doctri­
nas pluralistas como surgían en respuesta a la casi insoportable pa­
radoja de Parménides. El modelo de estos argumentos (alguno
muy célebre, como «Aquiles y la tortuga») es como sigue: si hu­
biera muchas cosas, cada una tendría que estar constituida o por
infinitas partes o por un número finito de partes. Si pensamos en
esta segunda posibilidad, cuando llegamos a las partes más peque­
ñas, ¿es que no tienen ningún tamaño? Tienen que tenerlo, pero es­
to significa que poseen también partes. En cuanto seguimos por
este camino un momento, comprendemos que hemos pasado de
improviso a la primera alternativa: que cualquier cosa posee infi­
nitas partes. Pero ¿cómo es cada una de estas partes infinitas? Si
tiene algún tamaño, con infinitas de ellas tendremos siempre una
cosa infinitamente grande. Pero si carece de tamaño en absoluto la
parte ínfima de las cosas, por más infinitas partes inextensas que
sumemos no obtendremos ni la más pequeña magnitud. En ambos
casos, la pluralidad queda excluida.
Resulta evidente que Zenón no tomó en cuenta la inmensa in­
novación de la doctrina de Parménides que proponía por los mis­
mos años Meliso de Samos.
La clase de argumento que propuso Zenón no se refuta dicien­
do que los ojos nos muestran que las cosas son muchas y tienen un
tamaño que no es ni infinitamente grande ni infinitamente peque­
ño. Justamente lo que Zenón quería hacer ver es la incompatibili­
dad entre las sensaciones y los pensamientos. Aquiles, aunque es el
corredor más rápido, no puede alcanzar a la tortuga, el más lento,
si a ésta se le concede una mínima ventaja en la salida de la carre­
ra. Porque para llegar a donde está la tortuga tiene que recorrer la
56 Sócrates y herederos

mitad de la distancia, y cuando llegue a ese punto, la tortuga se ha­


brá movido ya un poco. Ahora tiene Aquiles, antes de alcanzarla,
que llegar a la mitad de la nueva distancia. Pero cuando lo consi­
ga, la tortuga habrá avanzado otro poco, y así infinitas veces, Aqui­
les tendrá que recorrer una nueva mitad de una nueva distancia...
¿Dónde se mueve la flecha hacia el blanco -proponía también
Zenón-? ¿Donde está o donde no está? Donde está, está, o sea, está
quieta; donde no está, simplemente no está. Luego, aunque la vea­
mos dirigirse al blanco, como vemos a Aquiles adelantar a la tortu­
ga, no lo entendemos. Y, como acabamos de recordar, no es verdad
que «el movimiento se demuestre andando». Andando simplemen­
te hacemos ver un movimiento, y lo que los discípulos de Parmé-
nides ponían de relieve es que no comprendemos lo que vemos, o
sea, no comprendemos el cambio y la pluralidad de las cosas, por
más aparentes a los sentidos que sean en todo momento.
Y así llegó un día en que los sistemas pluralistas y las refuta­
ciones estrictamente lógicas de ellos por Zenón y otros parmení-
deos pusieron a los investigadores de la naturaleza en una situa­
ción de práctica desesperación ante la tarea de resolver la pregunta
con la que había surgido la filosofía en la Grecia arcaica: ¿Qué es
esto todo que nace y muere?
Por primera vez, el hombre que en vez de contar relatos mito­
lógicos sobre lo real lo observa y lo piensa, cae en la idea de que
no sólo «la naturaleza gusta de ocultarse», como dice un aforis­
mo de Heráclito, sino que quizá es inaccesible a los hombres su
verdad. Por vez primera, la razón del hombre se encuentra en el
fracaso de una crisis de escepticismo.
Una segunda navegación filosófica debe comenzar, protegida
ahora con muchas más precauciones que la primera, tan confiada
en lograr enseguida la conquista de la Verdad del Todo.
3

ESCEPTICISMO, PENSAMIENTO
INTERROGATIVO Y METAFÍSICA

1. P rotágoras y el nihilismo

Desde mediados del siglo V a.C., surge en Grecia un nuevo ti­


po de sabio que renuncia a la investigación cosmológica, en bue­
na medida a causa del escepticismo que desencadenó de forma
natural la proliferación de doctrinas incompatibles a lo largo del
primer siglo y medio de existencia de la filosofía griega.
Otra causa importante para la aparición de esta clase nueva de
sabio fue el desarrollo que experimentó la Hélade tras las Guerras
Médicas, en las que Grecia, dirigida sobre todo por Atenas y Es­
parta, resistió con éxito la invasión del imperio medo-persa.
El siglo V es el gran siglo clásico de la cultura griega. La lite­
ratura (tragedia, comedia), la escultura (Fidias) y la arquitectura
(reconstrucción de la Acrópolis ateniense) alcanzan su cima. Asi­
mismo, florece la ciudad-Estado y muchos lugares imitan la cons­
titución democrática del principal de estos Estados, Atenas.
Ahora bien, en el Estado democrático resulta sumamente im­
portante, para el hombre que quiere sobresalir y ejercer magistra­
turas dotadas de poder, el triunfo en los debates (y, aunque en se­
gundo término, también la habilidad retórica ante los tribunales).
Esta noción de hombre excelente y que sobresale pasa ahora a
ser la del que, gracias a su capacidad de persuasión, es elegido por
los conciudadanos para desempeñar puestos de responsabilidad y
administrar los negocios públicos o políticos, o sea, del Estado. En
la época de Homero, la excelencia, la virtud (arete), había consis-
58 Sócrates y herederos

tido en el buen éxito en la guerra (aunque también en la asamblea


de los aristócratas), y estaba necesariamente ligada al nacimiento
en un alto linaje. Ahora la excelencia es básicamente no la del gran
soldado, sino la del ciudadano, razón por la cual se desliga del na­
cimiento y se vincula a la capacidad del individuo. Hacen falta,
pues, maestros en las artes de la persuasión, en la retórica.
Los sofistas (la palabra no es originalmente despectiva, sólo
significa sabio, quizá sabio por excelencia) son estos maestros de
retórica. Su ocupación consiste en ir de un Estado democrático a
otro, atrayendo a sus carísimos cursos a los hijos de familias po­
derosas y ricas, que eran quienes más y mejor podían aspirar a los
éxitos políticos que les facilitaban estos profesores nuevos. Has­
ta el momento, los sabios en Grecia no se habían ganado la vida
vendiendo su sabiduría, y la condición de perpetuo extranjero no
era en absoluto bien vista en ningún Estado helénico.
Protágoras, el más importante y más antiguo sofista, declaraba
al comienzo de su libro principal (probablemente titulado La ver­
dad) que la investigación sobre la naturaleza de lo divino es dema­
siado ardua como para que en una sola vida humana dé tiempo a
concluirla. Y en otro de sus escritos parece haber intentado mostrar
cómo sobre cada cuestión es posible presentar argumentos tanto a
favor como en contra de cualquier solución que se le encuentre.
Asimismo, sabemos que una de las declaraciones más impor­
tantes de este famoso sofista consistía en la tesis de que «el hom­
bre es la medida de todas las cosas: del ser de las que son y del no
ser de las que no son». Resulta difícil saber en qué sentido hay que
entender esta sentencia, pero desde Platón, que aún le estaba cer­
cano en el tiempo, se la toma en sentido relativista, o sea, como si
lo que Protágoras quiso decir es que la verdad de las cosas es rela­
tiva al hombre que trata de conocerlas. Esto significa, siempre se­
gún Platón, que Protágoras identificaba la apariencia con la ver­
dad: aquello que a cada cual le parece verdadero es, en esa misma
medida, verdadero (para ese hombre). Por esto atestiguaba el mis­
mo Platón que, en definitiva, Protágoras mantenía que la sensación
era el saber estricto, dado que la sensación es, precisamente, cómo
aparece la realidad de manera inmediata a cada individuo.
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 59

Es muy probable que Protágoras haya apoyado esta doctrina


también sobre la base de que, como el no ser no es, resulta impo­
sible creerlo y decirlo. Ahora bien, estar en lo falso parece que con­
siste en creer y decir, justamente, lo que no es. De donde se de­
duce que no cabe la falsedad. (Lo que muestra que Protágoras no
desconocía los argumentos de los eleáticos, o sea, de Parménides
y sus discípulos).
Si a Protágoras se le preguntaba por la diferencia entre el
hombre sabio y el ignorante, toda vez que sostenía que no hay lo
falso y la verdad es relativa a lo que a cada uno le aparece, enton­
ces respondía, según un extraordinario discurso que pone Platón
en su boca en el diálogo Teeteto, que esa diferencia consistía en
que el sabio es capaz de hacer que con sus discursos lo que pare­
ce malo se vuelva bueno (y lo sea, conforme a su teoría de la ver­
dad). Esta doctrina no deja de parecerse a la ética que, como he­
mos visto, se sigue de la cosmología presocrática, para la cual el
hombre debe aprender ante todo a conformarse con la inexorable
necesidad según la cual todo ocurre. Que eso que sientes y para ti
es la verdad te sea gozoso y bueno, parece haber sido, en defini­
tiva, una de las reglas de la enseñanza de Protágoras.
Finalmente Platón, en el diálogo que tituló con el nombre del
gran sofista, atribuye a éste un mito de su invención que es su­
mamente interesante y apenas se puede dudar que esté en estrecha
relación con la doctrina original de Protágoras. En este mito se
nos cuenta cómo una figura divina llamada Epimeteo (el nombre
significa «el que se lo piensa después») es encargada de repartir
capacidades y dotes a todos los vivientes cuando se funda el mun­
do. Deja al hombre para el final de este reparto, y se encuentra
con que no queda nada de que dotarlo. Interviene entonces Pro­
meteo, su hermano («el que se lo piensa antes»), que no tiene más
remedio que robar de los talleres de otros dioses el fuego, princi­
pio de cualquier artesanía, para que gracias a él pueda sobrevivir
el animal desnudo y débil que es el hombre. Pero el fuego y las
artes -y la religión, de la que los hombres también participan, de­
bido a que la base de su precaria subsistencia les ha venido de los
dioses mediante el hurto- se revelan pronto insuficientes; no en
60 Sócrates v herederos

vano, al desconocer los hombres la política no pueden vivir jun­


tos, y practican en este estadio primitivo de su evolución una es­
pecie de guerra de todos contra todos (que inspiró, como vere­
mos, a algunos pensadores modernos).
Se requiere ahora la intervención del mismo Zeus, el cual no
está dispuesto a que perezca el único de los vivientes que sirve con
su culto a los dioses. Porque es junto a Zeus donde están, fuera del
alcance de Prometeo, «el temor reverencial y la justicia».
Si no hay hombre que admita la constitución del Estado en el
que vive, entonces es que, en cierto sentido, no pertenece a la raza
humana que ha refundado el padre de los dioses y los hombres, y
debe ser destruido. Pero también este relato mítico (tan diferente
de un mito en sentido original, puesto que el sofista es conscien­
te de estarlo inventando para ejemplificar hermosamente lo que
quiere enseñar) significa que el sofista considera que la existencia
del hombre es prácticamente posible tan sólo por la cultura (crea­
ción humana, aunque en principio cuente con el don divino del
fuego) y por la superación, gracias al derecho, del estado salvaje en
el que sin duda se hallan aún muchos pueblos no griegos (bárba­
ros los llamaban los griegos, palabra derivada de una onomatope-
ya que imita el habla ininteligible de los extranjeros).
El hombre, en definitiva, se debe a su propio ingenio y a la
convivencia. No es tanto una mera parte de la naturaleza cuanto
una creación de sí mismo. Estas ideas han sido uno de los princi­
pales motivos para hablar de la sofística como una Ilustración pri­
mera, dos milenios anterior a la Ilustración moderna.
Pero nótese que Protágoras, que pensaba que sin temor reve­
rencial a la ley positiva los hombres no lograrán que sus Estados
perduren, estaba más allá de este temor, al hallarse en poder de su
secreto. Para entender su extraordinaria hondura resulta esencial
reparar en que aquello que él proporcionaba a los demás (la vi­
da buena como capacidad de persuasión que obtiene todo poder en
la ciudad democrática) no lo quería para sí. Conocía otro secreto
más: que la vida buena no estriba en las preocupaciones del ejerci­
cio del poder, sino en el disfrute privado del dinero que se ha obte­
nido vendiendo lo que los otros, en su estupidez, más ansian.
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 61

Protágoras fue seguramente el primer hombre que vivió de ma­


nera consciente el nihilismo, aunque, como era consecuente y sa­
gaz, no lo divulgó -de forma similar a como Platón lo sugiere mas
tampoco lo pregona a las claras-. En efecto, el gran sofista vivió
cortado del vínculo con lo divino, pero también de todo vínculo
con la naturaleza y hasta con el Estado, o sea, en absoluta soledad,
oculto en cierto modo, insinúa Platón, en los pliegues del no ser.
Los primeros filósofos, los fisiólogos de Mileto, habían pen­
sado en realidad que el hombre sólo puede arreglar los problemas
que más le atañen si descifra las leyes que rigen el comporta­
miento de la naturaleza. ¿No habría dicho Anaximandro que, en
realidad, el hombre piensa acuciado por sus carencias y dolores,
piensa contra el mal, el sufrimiento y la ignorancia, y ve en ésta
el motivo más hondo de las desdichas que lo afligen y que lo to­
man indefenso: las enfermedades, las tempestades, las hambres y
sequías, las guerras, los terremotos...? La fisiología milesia pen­
só por vez primera que lo que hoy llamamos ciencia de la natura­
leza -completada con la ciencia de las cosas divinas- es la pana­
cea de la vida humana.
Protágoras descubrió otra raíz, incluso anterior, del mal; pero
además siguió en el fondo proponiendo que se piensa porque la
existencia duele. Y sin embargo, para él resulta un sueño enloque­
cido esperar a que conozcamos exhaustivamente los secretos de la
naturaleza, ya que nuestros dolores no esperan tanto. ¿No son, en
definitiva, mucho más peligrosos los hombres que nos rodean, y
no las mareas y los vientos y las infecciones? ¿No son los prójimos
los que tienen en su mano el arma que nos hará infelices de la
peor manera posible? ¿Qué teme más el hombre, entre las cosas
que quizá logre evitar a base de industria e ingenio? Protágoras no­
tó que la marginación social, la falta de reconocimiento, el no con­
tar nada para nadie, es el mal pésimo; peor aun que la muerte.
Si el hombre comprende que Arché y Physis, divinidad y mun­
do, desbordan por completo su capacidad cognoscitiva, se volve­
rá por fin, con toda decisión, al problema más inmediato: que su
vida dentro de la sociedad importe, pese. La persuasión es el ele­
mento más necesario para que pueda respirar un hombre; si no
62 Sócrates y herederos

convence a nadie de su propia importancia, estará a merced de los


demás. Y el daño social es realmente lo peor, lo más temible.
Lo primero que debemos conocer es, por tanto, la condición hu­
mana, y enseguida la condición de la sociedad: el derecho, la eco­
nomía, la psicología, la sociología, los métodos de la propaganda y
el liderazgo; expresémonos con términos anacrónicos pero que ha­
gan verdadera justicia a la radicalidad del gran sofista. Nuestra vi­
da merecerá la pena si dominamos los mecanismos del éxito social,
mas no será vivible si cualquiera nos puede despojar en cualquier
momento de nuestras posesiones y de nuestra buena fama. Una si­
tuación así es estar ya muerto pero seguir sintiendo.
En el maravilloso diálogo platónico titulado con el nombre del
sofista, Sócrates clasifica la retórica como una de las partes de la
adulación (las otras son la cosmética y la culinaria). Parafraseando
este término (kolakeía), diríamos que Protágoras ha sabido recono­
cer que la mayoría de los hombres necesita más que nada seducir.
No importa que no se posean méritos seductores reales; lo decisi­
vo es la seducción misma, única buena garantía de que no nos ve­
remos relegados a la marginación, o sea, a la muerte en vida.
Un hombre joven y ambicioso aspira a la gloria, a la fama, a
los honores: a la timé. Para él, en estas cosas estriba la excelencia
de la vida; y sin ellas, más valdría estar muerto, no haber nacido.
Esta mercancía valiosísima, gracias a la cual llenamos con nues­
tro renombre nuestra época, es la que vende Protágoras; aunque
él mismo sabe algo mejor, cuyo secreto divulgará en sus fraterni­
dades Epicuro siglo y medio más tarde.

2. El desarrollo de la sofística

Otros sofistas hicieron gran hincapié en su dominio pretendi­


damente absoluto de cuantos saberes puede alcanzar el hombre.
Así, Hipias se jactaba de presentarse ante todos los griegos en el
estadio de Olimpia llevando un vestido enteramente fabricado por
él mismo. Se ponía a disposición de todos para responder a cuan­
tas preguntas quisieran hacerle sobre cualquier materia, y nunca
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 63

había fallado la respuesta. Entre sus artes estaba la mnemotécni-


ca, o sea, la del memorizar y recordar fácil y fielmente. ¿Cómo
una persona dotada de tales poderes no va a enseñar a otras los
caminos de la fama y de la invulnerabilidad social?
Otros sofistas, como Gorgias, subrayaron hasta el exceso la po­
sibilidad de argumentar a favor de cualquier tesis y hacerla vencer
cuando vota el público, en la asamblea o el tribunal, entre dos con­
trincantes que han hablado. Sostenía que no existe nada, y que si
existiera, no podría ser conocido, y que si fuera conocido, no po­
dría ser expresado (lo que quizá signifique que reducía al absurdo,
con argumentos del tipo de los utilizados por Zenón, cualquier de­
fensa que otro hiciera de las posiciones contrarias).
Una de las piezas maestras de Gorgias es, precisamente, un
alarde de abogado: la defensa de Helena, la peor de las mujeres,
porque había provocado con su adulterio la Guerra de Troya.
El comediógrafo Aristófanes resume la opinión popular sobre
semejantes sabios, acusándolos de ser unos deslenguados que di­
cen que los dioses son piedras o aire (lo cual ya sabemos que es,
en todo caso, cosmología y no sofística) y que, además, enseñan
al alumno a hacer triunfar la tesis injusta sobre la justa.
De hecho, se pueden distinguir dos líneas en la historia de la
sofística posterior a Protágoras. La primera conduce a Hipias y a
Gorgias y desemboca en la erística, es decir, en el virtuosismo de
las disputas verbales -y en interesantes paradojas y curiosas tram­
pas lógicas, que es lo que la posterioridad conoce precisamente
como sofismas-. Lo más fecundo de esta dirección no es el culti­
vo de la retórica, sino haber dado una de sus bases y un motivo
fundamental al nacimiento de la lógica y la teoría del conoci­
miento, aunque ya a extramuros de la sofística.
La segunda línea es la constituida por varios atenienses, aristó­
cratas en su mayoría, que no fueron maestros itinerantes sino po­
líticos o teóricos de la política, y que sacaron de las enseñanzas de
Protágoras consecuencias radicales de orden moral. Hay en este
movimiento un crescendo que se ilustra bien mencionando suce­
sivamente a Trasímaco, Antifonte, Cridas y Calicles -este último,
sólo conocido como personaje del diálogo platónico Gorgias
64 Sócrates y herederos

Trasímaco, en el libro I de la República platónica, sostiene que


la virtud según la naturaleza no es, desde luego y ni mucho me­
nos, la misma que la virtud según la ley convencional de la socie­
dad. La sociedad premia al hombre que no se da cuenta de que
renuncia a lo que por naturaleza le conviene, para obedecer, en
cambio, órdenes que no tienen más razón que el beneficio de los
que las han establecido. Hacer el bien en el sentido de la sociedad
es hacerse uno a sí mismo daño mientras beneficia al poderoso.
Luego conviene pasarse cuanto antes al lado de quienes dictan las
leyes en el Estado, pues ellos son los únicos que logran permitirse
vivir de acuerdo con lo que la naturaleza de veras nos exige.
Antifonte saca la conclusión de que el hombre sólo debe aca­
tar las leyes cuando está a la vista del público y de las coacciones
policíacas y jurídicas de la sociedad; pero que está loco si, cuando
nadie lo ve, continúa comportándose así. Los hermanos de Platón,
en el libro II de República, proponen precisamente a Sócrates que
defienda la justicia de las leyes incluso para aquel que esté en po­
der del anillo que lo vuelve invisible cuando él quiere.
Critias entendió que, siendo así las cosas, el poder se tamba­
lea hasta que inventa el recurso soberbio con el que lograr que los
hombres interioricen la ley convencional del Estado y la identifi­
quen con su propia conciencia moral -m e sigo valiendo aquí de la
utilidad de algunas expresiones anacrónicas-. Tal recurso consiste
en crear un dios que nos ve por dentro incluso cuando estamos a
solas. Sin religión, sin temor reverencial a la ley, como sostuvo Pro-
tágoras -al menos en el mito que Platón pone en su boca-, la so­
ciedad se descompone, pues el secreto elitista de los sofistas y sus
alumnos, como está siendo gritado por la voz misma de la natura­
leza, a la larga termina por divulgarse. Y esto, claro está, no es bue­
no para nadie; pero sobre todo es malo para los ambiciosos y pode­
rosos -para los capaces de legislar y gobernar-. Sin crear a dios
como recurso esencial del poder, ningún gobierno perdura.
Cábeles llega en la misma dirección un paso más lejos. Dejé­
monos, afirma, de hipocresías y admitamos que no todos los hom­
bres tenemos la misma naturaleza; así, como ocurre en el mundo
animal, unos somos de una índole y otros de otra. Los menos son
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica. 65

los fuertes, aquellos en los que la vida circula con plena potencia:
los que están llenos de deseos y se disponen a conquistar sin re­
milgos ni remordimientos los medios con que satisfacerlos. Los
más son de naturaleza esclava y pasiva, menos vitales: como los
corderos para los leones y los lobos. Necesitan recurrir al poder
del número e imponer una pedagogía de la democracia y la igual­
dad, a fin de contrarrestar el derecho de naturaleza que asiste al
fuerte, y que no es otro que gozar del débil, aprovecharse de él y
subordinárselo en todos los sentidos.

3. La filosofía y el martirio

Unos veinticinco años después de que Aristófanes hiciera re­


presentar su comedia Las nubes, donde acusaba a su conciuda­
dano ateniense Sócrates de ser un sofista en ese sentido, fue éste
efectivamente condenado a muerte por un tribunal popular com­
puesto por quinientos miembros designados a sorteo. Los cargos
que se le imputaban eran, en precisa correspondencia con los que
se contenían en Las nubes, la impiedad y la corrupción de los jó ­
venes a los que enseñaba.
Sócrates es quizá el mayor y más enigmático filósofo de toda
la historia. No escribió, por cierto, ni una sola línea, y la fuente
menos insegura sobre su pensamiento son los numerosos diálogos
publicados por Platón, su amigo cincuenta años más joven.
Tomo como base para el conocimiento de la actividad de Só­
crates los discursos que le presta Platón al narrar mediante sólo
ellos lo que ocurrió el día de la condena (la Apología o Defensa
de Sócrates) y tres días antes de la ejecución, cuando rechaza la
proposición de faga que le hace su amigo Critón (reproducida en
el diálogo titulado Critón) mediante el soborno del carcelero.
Pues bien, en la Defensa vemos que Sócrates sostiene sobre
todo que el supersaber de los sofistas es inaccesible para el hom­
bre y que a él le van a condenar por haberlo confundido con uno
de esos sabios imposibles. Sólo el Dios sabe. El hombre ignora,
pero no debe ser tan radicalmente ignorante que ignore que igno­
66 Sócrates y herederos

ra. La posición propia del hombre es saber esto sólo: que no po­
see la sabiduría isophíd) propia del Dios, aunque la anhela (phi-
lein significa querer, anhelar, buscar).
Sócrates se toma totalmente en serio (irónicamente en serio, a
la vez) la pretensión del sofista: enseñar la excelencia humana.
Ningún saber puede ser superior a éste, porque el que lo ha adqui­
rido, en cierto modo ha adquirido también los demás, ya que en ca­
da momento el hombre realmente excelente sabrá hacer y decir lo
que conviene sobre cualquier tema para conseguir la excelencia de
aquello de lo que se esté tratando. Pues bien, la tesis de Sócrates es
que esta presunta ciencia de la excelencia humana es inalcanzable.
De hecho, al analizar él mismo a fondo a cuantos le han parecido
que la conocían, siempre ha encontrado que creían tenerla pero que
en realidad la ignoraban (e ignoraban que ignoraban).
Paradójicamente, Sócrates no limitaba su encuesta a quienes
profesaban ser sofistas. Pensaba que en el fondo todos o casi todos
los hombres somos sofistas a nuestro modo, pues no dudamos so­
bre cómo debemos vivir; creemos, por lo visto, que poseemos la
ciencia del bien, de la excelencia. Pero ¿dónde la hemos aprendi­
do? ¿Cuándo hemos sabido que la ignorábamos y nos hemos pues­
to a investigarla por nosotros mismos o a buscar maestros?
Asimismo, Sócrates reconocía que existían ya saberes estric­
tos en su tiempo. Contaba entre ellos posiblemente la matemáti­
ca, la medicina y, desde luego, las ciencias del agricultor, del na­
viero, del ceramista, del zapatero, del escultor (su padre y él se
cuenta que lo habían sido). Con el criterio de estos saberes juzga­
ba la presunta ciencia del bien y la excelencia que creemos todos
tener. ¿O es que no vivimos bien seguros de la dirección que ha
tomado nuestra existencia, como quien conoce perfectamente qué
es lo bueno para sí mismo?
Además de todo ello, Sócrates confiaba plenamente en la
fuerza del diálogo para la investigación de la verdad (para la com­
probación precisa, «científica», de la ignorancia). Un hombre, si
reflexiona con suficiente profundidad, puede llegar a expresar
aquella tesis sobre el bien que él realmente sostiene con su modo
de vivir. Esta reflexión recibe una ayuda muy importante del in-
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 67

terlocutor que sabe preguntarle con tino. La ironía consiste, pre­


cisamente, en esta primera fase del proceso dialéctico, gracias a
la cual, quizá por primera vez, un hombre acepta discutir acerca
de qué sea la excelencia (tradicionalmente decimos «la virtud»)
porque sospecha que pueda valer la pena.
A la segunda parte del diálogo se la denomina mayéutica, que
significa el arte de ayudar al parto. Sócrates decía haber heredado
de su madre, que fue partera cuando ella misma dejó de estar en
edad fértil, esta arte, sólo que aplicada fundamentalmente a hom­
bres y a almas, en el sentido de que de lo que en ella se trata es de
examinar si los partos del alma que son los discursos (las afirma­
ciones, las tesis o juicios) sobre la excelencia valen algo o quedan
en meros abortos de puro aire. Sócrates se atenía, pues, a la ins­
cripción del templo de Apolo en Delfos: Conócete a ti mismo.
El arte mayéutica de Sócrates es, en realidad, el más inmediato
antecedente de lo que ahora conocemos por lógica, pues consistía
en hacer extraer deductivamente las consecuencias que se siguen
de su afirmación al interlocutor que la formuló, de modo que si al­
guna de estas consecuencias es una contradicción o contradice una
verdad muy evidente que acepta la persona misma que dialoga con
Sócrates, queda patente que se ha partido de una premisa falsa. En
ese preciso momento hay que sustituirla con otra, o sea, con una
nueva afirmación que procure ser una definición mejor de la exce­
lencia, para volver enseguida a recomenzar el proceso.
Se observa que cabe la posibilidad de que no aparezca contra­
dicción ni interna ni externa en la parte mayéutica de un diálogo
socrático. En tal caso, la premisa no queda desde luego refutada,
pero tampoco probada. Pasa a ser una tesis sobre la que sostener­
se mientras no se le encuentre refutación. Por cierto, su examen
debería repetirse a diario, cuantas más veces mejor, para no arries­
garse a vivir en adelante sobre una convicción falsa acerca de có­
mo hay que vivir.
Sócrates atribuía un valor absoluto a este examen constante de
las conjeturas humanas sobre el bien. Su propia postura consistía
en suponer que un hombre actúa, desde luego, conforme a lo que
cree verdadero. Y como la vida se compone de acciones (de pra­
68 Sócrates y herederos

xis), pero siempre es posible malograrla o mejorarla precisamente


según actuemos, entonces no hay nada más urgente que compro­
bar qué valen las opiniones (aquello que creemos saber) de las que
depende la praxis. Éstas son, sin duda, las opiniones sobre la ex­
celencia del hombre, o sea, sobre el bien que debe perseguirse.
La posición de Sócrates se denomina frecuentemente intelec-
tualismo moral, pues se basa en que un hombre actúa en confor­
midad con lo que piensa, de modo que, en principio, si llega a
comprender plenamente que esto que piensa es falso, modificará
su praxis. Nadie hace el mal a sabiendas, porque la verdad más
clara acerca del mal es que perjudica a quien lo realiza aún en
mayor medida que a quien lo sufre.
La otra tesis esencial de Sócrates es como sigue. La conjetura
que nunca se ha podido refutar, y que en cambio ha servido para
refutar las demás, es que jamás, suceda lo que suceda, hay que ha­
cer el mal. Por ejemplo, si un hombre se ve amenazado con el exi­
lio, la prisión, la pobreza, el descrédito o la muerte, debe actuar
exactamente igual que cuando no estaba bajo estas amenazas, o
sea, ateniéndose al principio de no hacer el mal. Lo que importa
no es parecer que uno no hace el mal, sino ser bueno; por tanto, no
hacerlo, parezca lo que parezca.
De aquí que Sócrates reconozca en el hombre un factor capaz
de desafiar a la muerte; y no precisamente porque sepa con cer­
teza que el justo que muere será feliz, sino porque lo único que
sabe con plena seguridad es que el mal moral es lo malo mismo,
lo peor, mucho peor que la muerte cuando es sufrida sin haberse
manchado con el mal. Este factor que hace que el hombre sea ca­
paz, si llega el caso, si la evitación del mal lo exige, de afrontar la
muerte «con buena esperanza», no puede ser otro que aquello que
hace vivir al hombre, o sea, su psique o alma. Pero entonces es
también evidente que el alma es, por así decir, el lugar donde se
guardan las opiniones sobre el bien.
El hombre es, pues, básicamente su alma, y su alma es básica­
mente su tesis sobre el bien, de la que dependen todas las acciones.
En definitiva, no caben más que dos posibilidades: o el hombre
cree saber que la muerte propia es el peor de los males (y enton­
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 69

ces hará cualquier cosa con tal de evitarla o posponerla), o el hom­


bre sabe que ignora qué es en realidad la muerte, pero sabe tam­
bién que el mal moral es lo peor. En este segundo caso, el hombre
vive la vida del filósofo, a saber, el cuidado por la verdad y el al­
ma; en el otro, el hombre valora más la retórica, que puede dar a
su opinión fuerza persuasiva ante los demás, aunque no sea verda­
dera, a saber, valora más la apariencia que la verdad y cree erró­
neamente no ser sino cuerpo {soma), y no alma. El lema de la mo­
ral socrática dice precisamente: No parecer sino ser.
¿Cómo pudo el tribunal de los Quinientos condenar a muerte a
Sócrates? Aunque resulte hoy incomprensible esta condena, que
estuvo motivada en buena medida por las circunstancias atenienses
tras la derrota ante Esparta (de la cual podía responsabilizarse a al­
guno de los amigos de Sócrates), es preciso añadir que, después de
que uno de sus compañeros trajera del santuario de Delfos una res­
puesta del dios Apolo (un oráculo enigmático) que afirmaba que
ningún griego era más sabio que Sócrates, éste, que era muy cons­
ciente de su ignorancia, emprendió el análisis sistemático de cuan­
tos conciudadanos y extranjeros se encontraba en los lugares más
públicos, interrogándolos sobre la excelencia. Naturalmente, tal
determinación traía consigo una renovación de la vida política ate­
niense muy radical, porque parecía que Sócrates ponía en cuestión
la democracia al dudar de que los jueces y los magistrados real­
mente supieran qué es lo que se debe hacer con la rotundidad con
la que su conducta lo ponía de manifiesto. Todos ellos sentenciaban
y votaban sin mayores problemas filosóficos, pero Sócrates preten­
día que nada es más necesario que preguntarse a fondo por el bien
a diario. Una vida sin examen no la puede vivir el hombre.
Sócrates, en realidad, no habría aceptado vivir en ningún otro
régimen que no fuera el democrático, pues únicamente en él no
sólo está permitido el público debate sobre todas las posiciones,
sino que hasta se halla en cierto modo ordenado por la constitu­
ción misma del Estado. A esto se debe que Sócrates interpretara
su extraña actividad en la plaza y ios gimnasios de Atenas como
semejante a la del tábano, que pica al poderoso caballo para im­
pedirle dormirse.
70 Sócrates y herederos

La profundidad con la que Sócrates sostenía esta verdad que­


dó demostrada al aceptar su injusta condena por haber sido sen­
tenciada en conformidad con la ley. La ley ateniense no era injus­
ta; sólo lo eran los jueces. Más aún, el núcleo de la ley ateniense
no era posible que fuera injusto, porque toda ley empieza siempre
por las palabras: «No hay que obrar mal haciendo esto o aquello».
La ley, gracias a la cual los hombres pueden convivir y así dialo­
gar entre ellos, es quien toma la iniciativa en la investigación del
bien con esas palabras que prohíben absolutamente la injusticia
(aunque puedan luego determinar discutiblemente qué acciones
determinadas son las prohibidas).
Otro pretexto para la acusación de impiedad formulada contra
Sócrates fue la pretensión de éste de que oía desde niño, cuando
estaba a punto de hacer determinadas cosas, una advertencia di­
vina para que no las hiciera, que siempre había resultado muy ati­
nada y a la que siempre obedecía. Esta voz negativa parece ser la
intuición inmediata de la maldad o inconveniencia de una acción,
que se adelanta a la argumentación que demuestra luego esa mal­
dad. En el hombre habituado a no hacer daño a nadie por más que
otros intenten perjudicarlo, esta intuición es natural. Sería, pues,
un componente de la ironía socrática la alusión constante a ella,
como si se tratara de un signo que sólo en Sócrates se daba.
En definitiva, puesto que únicamente es mal (para mí y para
los demás) el mal que yo hago, y éste consiste, vistas las cosas
con radicalidad, en creer que sé a ciencia cierta lo que no sé a
ciencia cierta, un hombre que no se contaminara con el mal no
tendría nada que temer de ningún acontecimiento, ni natural, ni
histórico, ni sobrehumano. Ni las cosas, ni los hombres, ni los
dioses, ni la muerte tienen el poder de dañarlo de verdad. Si la
mala suerte y la mala voluntad de los demás se ceban en el hom­
bre justo, cabe que toda su vida sea en apariencia un calvario y
que, por no devolver mal al mal y no hacerse trizas a sí mismo,
deba incluso dejarse conducir a la cruz, o sea, al peor de los su­
plicios que se inflige a los esclavos. Tal es la premonición escalo­
friante de Sócrates en diálogo con Polo, según el texto platónico
titulado Gorgias.
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafisica 71

Y es de este modo como Sócrates ha inaugurado el modo de


vida y de filosofía que sabe que no hay otra puerta que dé al ám­
bito de la sabiduría más que la de la bondad.

4. El nacimiento de la metafísica

Cuando Sócrates murió el año 399 a.C., el todavía muy joven


Platón, que había vivido muy cerca del viejo filósofo los últimos
años, se exilió de Atenas voluntariamente. Hizo, pues, lo queja-
más hizo Sócrates, que no había abandonado la ciudad más que
cuando sus deberes militares se lo habían impuesto.
Este gesto de Platón es profundamente significativo acerca de
su pensamiento (que, por lo demás resulta dificilísimo de conocer
y de separar del de Sócrates, puesto que Platón desconfiaba pro­
fundamente de la palabra escrita y, por otra parte, en sus diálogos
nunca es él mismo quien habla -y ni siquiera lo es siempre Sócra­
tes-). El filósofo que moría pensaba que el núcleo de la constitu­
ción democrática de Atenas tenía fundamentos divinos, mientras
que su joven amigo declaraba con su actitud que creía lo contrario:
el Estado estaba demasiado profundamente degradado como para
mantener la confianza de Sócrates. Justamente la muerte de éste
manifestaba la verdad. ¡El viejo amigo, hombre justísimo, había
muerto en realidad víctima de un santo error!
La disyuntiva que se ofrece en esta situación al filósofo es o el
escepticismo respecto de la posibilidad de vivir racionalmente
orientado hacia la excelencia, o la apertura de una nueva vía que,
evitando la ley del Estado, muestre cómo se debe vivir. Platón se
introdujo decididamente por esta segunda alternativa: el pensa­
miento puede alcanzar suficiente conocimiento acerca del bien
como para que la vida se deba acomodar a su enseñanza.
Esta posibilidad recupera hasta cierto punto el dogmatismo
presocrático, porque el conocimiento de lo divino (la teología, que
es palabra que por primera vez usó Platón) vuelve a ser tema ex­
plícito y central de la filosofía. Si Sócrates había podido confiar
en la ley del Estado, Platón tenía que encontrar lo absoluto filoso­
72 Sócrates y herederos

fando; pues de alguna manera tenía que ser posible la ciencia so­
bre la excelencia (aunque no precisamente al modo sofístico).
En el diálogo Menón expone Platón esta posibilidad. En efecto,
cabe que el hombre, cuando sólo tiene una opinión sobre el bien, la
tenga correcta. Mientras se atenga a ella, alcanzará su meta tanto
como si poseyera la ciencia del bien. El problema es únicamente
que la mera posesión de opiniones correctas es sumamente inesta­
ble. Se comparará con la posesión de una estatua hecha por Déda­
lo, el mejor de los escultores. Una estatua suya es tan perfecta que,
si no se la retiene con una cadena, sale andando del jardín de su
dueño. Es maravillosamente bella mientras permanece, pero tien­
de a escaparse, porque su calidad es tal que está viva.
En el caso de las opiniones correctas sobre el bien, bastará que
los intereses entren en conflicto con ellas para que se esfumen. Pe­
ro ¿con qué cadena se las retendrá? Con la que aporta demostrar su
fundamento, o sea, conocer su porqué. Cuando una opinión pasa a
estar sujeta con la demostración de su fundamento, entonces ya no
es una mera opinión sino una ciencia (ya no es doxa, sino episteme,
se dice en griego). Luego de lo que se trata es de hacer pasar a cien­
cia la mera opinión correcta sobre el bien. Pero no, desde luego, a
cualquier tipo de ciencia, porque eso sería tanto como olvidar en­
teramente a Sócrates y pelear sofísticamente con los sofistas.
Sócrates había preguntado una sola cuestión: ¿Qué es la exce­
lencia?, o sea, ¿Qué es lo bueno? A cada paso los hombres cla­
sificamos las acciones de los demás y las propias como buenas
o malas. Decimos: Esto es malo, aquello es bueno; y obramos en
consecuencia con estas opiniones. Naturalmente, sólo tiene senti­
do que nos comportemos de este modo si sabemos cabalmente qué
significan las palabras «bueno» y «malo». Una y otra vez se com­
prueba en los diálogos platónicos, cuyo protagonista es Sócrates,
que no se logra alcanzar ninguna respuesta satisfactoria, ninguna
definición de lo bueno y su contrario. En cuanto alguien pretende
que lo bueno es esto o aquello, o que lo bueno tiene tales y tales
partes, se inicia el camino que lleva a una contradicción.
No podemos saber si fue Sócrates o si es Platón quien afirma
que lo bueno mismo, esa forma que tienen todas las acciones que
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 73

se llaman adecuadamente buenas, es indefinible porque sólo con­


siste, precisamente, en lo bueno mismo y nada más. Es una forma
simple puramente hecha de lo bueno, o sea, de bien o bondad.
Cuando la encontramos realizada en una acción cualquiera, real
o posible, entonces decimos con verdad que esa acción es buena.
Debemos, pues, diferenciar las infinitas acciones que se pueden
llamar con verdad buenas y la forma pura de lo bueno en sí, o sea,
la bondad. Si las identificáramos, entonces no cabría que hubie­
ra más que una acción buena posible, que además sería la bondad
misma pura y absoluta; pero esto es evidentemente falso. Y si su­
primimos la forma o idea de lo bueno mismo y pretendemos que
sólo existen acciones buenas, pero no la bondad, entonces no hay
derecho a llamar con el mismo nombre a más de una acción. Me­
jor expresado: si aún utilizamos la palabra «buena» para referir­
nos a dos o más acciones distintas, será que cada vez queremos
decir una cosa completamente diferente. Si las dos son realmen­
te buenas, por distintas que sean entre sí, tienen que tener algo en
común, que es precisamente la forma de la bondad.
La tienen, pero no en el sentido corriente, porque esta forma
permanece a la vez fuera de cualquier acción, gracias a lo cual
permanece dispuesta a ser realizada por infinitas otras acciones
concretas en innumerables lugares y tiempos. Nunca se agota la
posibilidad de nuevos bienes.
La única solución posible a este complejo problema consiste en
diferenciar un modo pleno de llamar a algo bueno (sólo la idea mis­
ma es plenamente buena, pues está únicamente hecha de bondad)
y un modo derivativo, justo pero no perfecto, gracias al cual pode­
mos llamar buenas a las acciones y no sólo a la bondad.
De todos modos, ¿cómo puede ser que lo bueno mismo esté
fuera de cualquier acción y a la vez se realice en infinitas accio­
nes? Si decimos que las acciones participan de la bondad porque
la tienen todas en común, el problema es que parece que así co­
rresponderá a cada acción buena una parte de la bondad; pero es­
to no justificaría que se la llamara buena, sino sólo que se la lla­
mara con el nombre de esa parte de la bondad. Quiere decirse que
cada acción, para que esté bien llamarla buena, tiene que «parti­
74 Sócrates y herederos

cipar» de la bondad entera, lo cual manifiesta que no se trata aquí


de una verdadera participación, como la que puede tener en el bo­
tín cada miembro de una banda de ladrones (cada cual se lleva só­
lo su porción). Por tanto, mejor que de participación deberá ha­
blarse de imitación, porque la imitación lo es de todo el modelo
por su copia, de todo el arquetipo o ideal o paradigma por su imi­
tador o imagen (que en griego se dice icono).
Las copias o iconos no consisten jamás en pura bondad, sino
que son una determinada acción revestida por la forma de la bon­
dad. O sea, las copias son realidades complejas y los paradigmas
o ideas son realidades simples. Asimismo, cualquier acción hu­
mana puede empezar siendo buena y transformarse enseguida en
mala. Esto significa que, evidentemente, la bondad y la maldad
cambian y casi se mezclan en el dominio de las acciones; con to­
do, mientras tiene perfecto sentido decir que una acción se hace
buena o mala, carece por completo de sentido decir que la bondad
se vuelve mejor o peor. Precisamente para que las acciones pue­
dan cambiar, tienen los paradigmas que permanecer. Sólo así se
puede pasar de malo a bueno.
En resumen, hay realidades complejas y cambiantes (y en cuan­
to cambiantes, están en el tiempo, porque antes eran de un mo­
do, ahora son de otro y después serán de otro más); hay también
realidades simples y puras, que no pueden cambiar (y para las que
entonces no tiene sentido decir que eran, son y serán, sino tan sólo
que son, en presente inmóvil o eterno). Por tanto, hay el mundo del
cambio, el tiempo y la complejidad, que conocemos principalmen­
te por la sensibilidad (la vista, el oído, el tacto...); y hay, aparte o
fuera, en la eternidad, el lugar (que no es espacial) de las ideas pu­
ras y simples, que no podemos sentir, pero que pensamos.
El mundo está, pues, dividido en dos órdenes de realidad, y el
conocimiento humano lo está también en dos tipos principales.
Esos órdenes de realidad no son igualmente reales si se observa
bien, porque no hay paralelo entre cómo lo temporal necesita lo
eterno y el modo en que lo eterno parece poder pasarse sin lo tem­
poral. Si una realidad temporal y sensible no imitara ninguna for­
ma, no sería en verdad nada, porque no se podría decir de ella con
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 75

verdad nada (toda verdad es un discurso del tipo esto es P, donde


P está por el nombre de una forma). En cambio, aunque los diálo­
gos platónicos suponen que siempre ha habido un mundo sensible
y temporal, no queda tan claro que las ideas necesiten en absoluto
copias para poder existir en lo que Platón ha denominado a veces
el lugar más arriba del cielo (se entiende que incluso lo más ele­
vado del cielo, que es donde se encuentran las estrellas fijas, tam­
bién cambia, aunque sólo sea trasladándose a coro). En definitiva,
las ideas son las realidades realmente reales o supremamente rea­
les, y las cosas sensibles son reales, pero menos.
Todavía hay otra característica diferencial muy interesante que
separa a las ideas de las realidades. Y es que no existe precisión
en el conocimiento sensible, mientras que sí cabe en el conoci­
miento intelectual. Si decimos de dos piedras que son iguales,
queremos fundamentalmente decir que nos parecen iguales a sim­
ple vista, pero debemos aplicar además alguna medida más pre­
cisa, porque puede suceder que parezcan lo que no son. Ahora
bien, ni la más exacta medida que consigamos puede asegurarnos
definitivamente de la igualdad de nuestras dos piedras. De la mis­
ma manera que no se puede dibujar una circunferencia, porque
siempre tendrá grosor la «línea» que tracemos (y una línea geo­
métrica no posee tres dimensiones), tampoco hay dos realidades
absolutamente iguales, o sea, que realicen la igualdad perfecta, ni
nuestras medidas garantizan nada más que una semejanza muy
grande. En cambio, la idea o forma igualdad posee determinadas
propiedades que conocemos con toda precisión, porque en ella no
cabe ninguna posible inexactitud. No tenemos que investigar con
ningún criterio ajeno a ella misma si la igualdad es la igualdad. En
otras palabras, la episteme (en latín, scientia, ciencia) sólo se en­
cuentra cuando investigamos objetos ideales; en cambio, la sensi­
bilidad sólo es capaz de doxa u opinión.
Analicemos ahora más a fondo el proceso por el que llegamos
a conocer las ideas. En primer lugar, si no sintiéramos, no llegaría­
mos a reconocerlas. Cuando sentimos, no sólo percibimos color,
calor, figura, movimiento, sequedad, peso, etc., sino que también
comprendemos inmediatamente otras propiedades de la cosa que
76 Sócrates v herederos

en realidad no estamos sintiendo al no poderlas sentir. Por ejemplo,


comprendemos que la cosa es, y que es idéntica a sí misma y dife­
rente de cualquiera; y sobre todo comprendemos que es una piedra
o una nube (lo cual no es tampoco exactamente lo mismo que una
serie de sensaciones: blanco, grueso, largo, etc.)- El sentir es el
principio del juzgar. Al ver, no sólo me digo «rojo», sino: «Eso ro­
jo es una rosa». Y es que no es verdad en absoluto que sólo exista
una idea {lo bueno mismo), sino que existen infinidad de ellas (ser
rosa, ser hombre, ser nube). Vemos dos piedras que nos parecen
iguales y pensamos (e incluso decimos): «Esas dos piedras son
iguales». No estamos viendo la invisible igualdad ideal, sino sólo
la aparente (a la vista) igualdad de esas dos piedras. Pero no hemos
podido evitar pensar la igualdad cuando hemos comprendido así lo
que veíamos. La igualdad pensada no la hemos visto nunca, pero
nos ha venido ahora a la cabeza como de repente. Ya la primera vez
que hemos sentido, hemos tenido que pensar (por ejemplo, la idea
de ser). Luego en realidad, el hecho de sentir va siempre asociado
a un segundo hecho extraordinario: que nuestro pensamiento se di­
rige espontáneamente a alguna idea. Es enteramente como si la re­
cordáramos, como si estuviera oculta en la mente misma, porque lo
único que nos pasa de nuevo en cada ahora es que abrimos los ojos
y recibimos las sensaciones de color, forma y tamaño. Lo que a la
vez pensamos no nos viene de fuera, sino que brota como un re­
cuerdo o reminiscencia (en griego, anámnesis).
Todo conocimiento es, pues, una combinación (en griego, sín­
tesis) de sensación y reminiscencia de ideas. Sin cuerpo, no ten­
dríamos sensaciones; sin aquello en la psique que llamamos inte­
ligencia, no recordaríamos las ideas.
Platón acepta en principio la doctrina socrática de que el al­
ma humana puede y debe desafiar la muerte en nombre del bien.
Ahora, al comprobar cómo es la naturaleza del conocimiento, con­
sidera haber hallado una demostración de que el alma (sobre todo,
la inteligencia) está más cerca de la realidad ideal que de la sensi­
ble. La muerte debe entenderse como separación del alma inmor­
tal y el cuerpo que se disuelve; razón por la cual es también nece­
sario que el alma haya preexistido al cuerpo.
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 77

Todo parece indicar, en un sentido próximo a la religión órfi-


ca y al pitagorismo, que el alma ha vivido, antes de unirse al cuer­
po, manteniendo algún contacto con el lugar supraceleste donde
habitan y se dejan captar las ideas, y que luego, por alguna falta
cometida en esa existencia anterior, ha sido condenada a vincu­
larse con el cuerpo.
Por otra parte, Platón ha reflexionado más allá que Sócrates en
el problema de cómo los hombres refutados por el filósofo pueden
responder con el odio, en vez de abandonar dócilmente su falsa
opinión anterior acerca del bien y lo divino y agradecer toda su vi­
da el favor que han recibido con la refutación. Para explicar este
hecho desconcertante (y que pone a dura prueba el intelectualismo
moral), Platón propone un relato mítico de estilo muy semejante al
que vimos que atribuía a Protágoras. Este relato mítico tiene que
reemplazar al imposible conocimiento preciso o epistémico (cien­
tífico) sobre la realidad del alma, como podríamos contemplarla si
no estuviéramos atados a nuestros cuerpos (y Platón utiliza el mis­
mo recurso bastantes veces y con la misma finalidad).
El relato en cuestión, que se encuentra en el diálogo Fedro,
asegura que el alma se parece, tanto en dioses, como animales y
hombres, a un tiro alado de caballos, dirigido por un auriga. Los
caballos son dos. En el caso de los dioses, auriga y caballos son
buenos; en los demás casos, uno de los caballos es rebelde y ma­
lo. Como ya se dijo, la naturaleza del alma consiste en vivificar;
no en vano, en este mismo diálogo se afirma que el alma es tam­
bién inmortal, ya que es el principio de la vida y es la realidad
que se mueve a sí misma y mueve a la que carece de capacidad de
automovimiento; y el principio de la vitalidad no puede detener­
se y morir, o perecerá a la larga toda la naturaleza (lo cual es in­
concebible, desde el punto de vista griego arcaico y clásico). Así
pues, toda alma vivifica algún cuerpo. En principio, las almas,
moviéndose todas en ios séquitos de los dioses principales, circu­
lan por la bóveda del cielo prestando vida a todo el universo ma­
terial. Pero de vez en cuando los dioses deciden salir sobre la es­
palda de los cielos para contemplar el lugar que queda más arriba,
donde habitan puras las ideas. Emprenden entonces la cuesta arri­
78 Sócrates y herederos

ba más ardua, que es, sin embargo, fácil para sus almas. Para las
almas en las que el auriga tiene que luchar con el caballo indómi­
to, este trance es, en cambio, dificilísimo. De hecho, únicamente
algunas almas no divinas consiguen sacar la cabeza de sus res­
pectivos aurigas algún trecho, pero otras muchas combaten sin
ningún éxito y se estropean las alas, y como no han contemplado
las ideas que puedan luego recordar, terminan por desinteresarse
de la vida dirigida a lo celestial y caen, sin alas ya, en la tierra, y
se unen a cuerpos de animales.
Pero también las almas humanas pueden olvidarse con el paso
del tiempo de lo que han visto y caen también a cuerpos, aunque
diferentes de los de las bestias. El mito habla hasta de nueve clases
distintas de vidas humanas, la superior de las cuales es la del filó­
sofo. Si alguien consigue pasar filosofando las tres vidas de las que
dispone a lo largo de mil años, recuperará las alas y podrá abando­
nar esta asociación reiterada, penosa y peligrosa con el cuerpo. En
los demás casos, el juicio del alma tras la muerte determinará su
ascenso o descenso en la escala de los tipos de la vida.
De manera no narrativa o mítica, Platón, en el gran diálogo
que solemos llamar República, y que estaría hoy mejor titulado La
constitución del Estado, sostiene que el alma del hombre consta
de tres partes o facultades, en las que podemos reconocer los ca­
ballos y el auriga de Fedro. La suprema es lo racional, capaz de
reminiscencia de las ideas y asociada sobre todo, en el cuerpo, a
lo más elevado y digno, la cabeza; la siguiente es lo irascible, aso­
ciada al pecho; la ínfima, lo concupiscible, asociada al vientre. Lo
concupiscible, o facultad del deseo inferior, suele buscar bienes
muy distintos que lo racional, porque sólo persigue el placer. Lo
irascible es la capacidad heroica del hombre, que sirve mucho
más fácilmente a lo racional, y gracias a la cual se puede afrontar
un gran peligro físico, pese a la resistencia del deseo inferior, por­
que la razón ordena afrontarlo.
En la descripción de la constitución de un Estado totalitario
contenida en este mismo diálogo (los interlocutores no desean el
Estado ideal que empezaba a dibujar Sócrates ante sus ojos, por­
que ellos preferían lujos y sus consiguientes violencias al delei­
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 79

te de la verdad en calma), se sostiene que los Estados hincha­


dos, cancerosos -que son, en realidad cuantos los hombres hemos
construido, aunque no siempre lo parezcan a las claras- diferen­
cian tres tipos de humanidad y tres tipos correspondientes de es­
tratos sociales, según que predomine en cada caso lo racional, lo
irascible o lo concupiscible. Cuando es esto último lo que preva­
lece, se trata de hombres que se dedican sobre todo a la produc­
ción de los bienes de consumo y al comercio; cuando es lo iras­
cible, nos encontramos con la clase de los guardianes armados del
Estado, que son inevitables en cuanto éste goza de riqueza envi­
diada por otros Estados; y si predomina lo racional, se trata de la
clase más elevada de guardianes del Estado: los dirigentes y los
filósofos (si es que puede nacer un auténtico filósofo en un Esta­
do cuyo sistema educativo esté viciado).
La justicia del Estado, como la justicia en cada hombre, es el
equilibrio adecuado entre estas partes y funciones, nunca la tiranía
de una sola de ellas. Y al detallar qué tipo de educación y de vida
son los propios de cada estamento en el Estado totalitario, Platón
no se recata en señalar, por ejemplo, la necesidad de que los guar­
dianes armados (cuya excelencia propia es la fortaleza o valentía,
al igual que la templanza es la propia de la tercera clase de hom­
bres) vivan en un régimen de carencia completa de propiedades, e
incluso compartiendo mujeres e hijos (lo que requiere un sorteo
muy complejo que determine qué uniones y cuándo serán posi­
bles). Asimismo, la virtud o excelencia propia de la clase dirigen­
te sería idealmente la sabiduría (phrónesis), que sólo es posible al­
canzar investigando las formas puras de las realidades sensibles.
El dominio de las ideas se fue revelando a Platón cada vez más
intrincado, complejo y problemático. La edad avanzada le sor­
prendió criticando y reformulando su antigua teoría de las ideas.
Platón, como cualquier gran filósofo, no dejó nunca que el afán de
sistema, que pide no dejar sin respuesta ninguna cuestión, lo ob­
nubilara hasta el punto de hacerle perder el sentido de los proble­
mas que no sabía resolver.
Las dificultades de la teoría de las ideas proceden en realidad
del simple hecho de que sean muchas. Hemos visto que no se las
80 Sócrates y herederos

puede limitar, como quizá pensaba Sócrates (si cabe atribuir a él


los inicios de la doctrina, como hace Platón en sus diálogos), a la
sola idea de lo bueno mismo. Pero ocurre que, al ser muchas las
ideas (en principio, tantas como los grupos naturales de las cosas
sensibles, sus propiedades y sus relaciones), exigen un orden, y es
precisamente tal demanda la que les hace perder en ese mismo mo­
mento la característica más clara que poseían: su simplicidad.
En efecto, al ordenar el dominio de las ideas, se ve que se las
puede comparar y que muchas comparten características, es decir,
«participan» de otras ideas de rango superior o las «imitan». Las
ideas imitadas por otras ideas necesariamente serán más simples
que sus «copias». Por ejemplo, todas las ideas coinciden en ser
ideas; luego la idea de idea deberá ser reconocida y asignada a un
rango superior, donde la complejidad es menor o ya no se da. Ser-
dos o ser-tres o ser-hombre parecían antes ideas simples y puras
de toda mezcla; ahora se ve que consisten al menos en dos rasgos:
por ejemplo, la dualidad y el ser-idea. Es evidente que aún cons­
tan de más «imitaciones» de ideas, pues también son todas ellas,
y son idénticas a sí mismas y diferentes de cualesquiera otras; y
todas son una y no son lo que no es ellas. Unidad, ser, no-ser,
identidad, diferencia, idealidad... son, pues, ideas de ideas.
Pero la complicación no termina aquí, sino que como exponen
los diálogos más difíciles (.Pannénides, dedicado a lo uno y sus
problemas, en homenaje al gran filósofo de Elea; y Sofista), es­
tas ideas de ideas participan las unas de las otras, entran en «co­
munión». En efecto, la idea de uno es, no es, es idéntica y dife­
rente; pero lo mismo le sucede a la idea de ser, la cual no sólo es
y es una, sino que no es las demás realidades, es idéntica a sí y
distinta de lo otro, etc.
En dos oportunidades, aunque de una manera muy oscura,
Platón afronta la necesidad de no dejar abandonada la totalidad de
lo real a esta última dispersión. Tiene que estar unificado, pese a
nuestra terrible dificultad para verlo, el territorio ideal, como lo
está, a su imagen, el mundo sensible. El doble nombre que mejor
cuadra a esta cima de la realidad es Uno, y como en Sócrates,
Bien; o sea, lo Uno mismo y solo y lo Bueno mismo y solo. Es
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 81

evidente lo apropiado de hablar para este caso de lo Uno. El Bien,


en cuyo conocimiento se esforzarán los dirigentes-filósofos del
Estado bien gobernado y se esfuerzan los actuales filósofos que
se preparan para la reforma radical de los Estados existentes (to­
dos mal gobernados), es asimismo una denominación muy apro­
piada, porque sólo gracias a este Uno es posible toda la restante
multiplicidad de lo real, tanto ideal como sensible.
Por otra parte, cuando se postula este Uno-Bien en la cima de
toda la realidad (propiamente, «más allá del ser», que ha quedado
como una idea de rango inferior, aunque muy alto), se hace nece­
sario oponerle un principio absolutamente opuesto, a partir del cual
se engendre la posibilidad de lo múltiple. Platón se refiere pocas
veces de manera directa en los diálogos a tal principio, mas cuan­
do lo hace lo denomina el principio de lo grande y lo pequeño, y
también la diada de lo grande y lo pequeño. De esta manera, su
doctrina final, que dice en la Carta PT/que nunca confiará a la es­
critura, puesto que no debe ser escuchada sino por quien haya vivi­
do una vida filosófica digna de la iniciación en estos problemas fi­
nales, regresa en gran medida al pitagorismo, puesto que de lo Uno
y el principio de lo múltiple se componen, en síntesis diversas (ma­
temáticamente determinables), todas las restantes realidades.
En Timeo no es Sócrates quien lleva el peso de la conversación,
sino el pitagórico que da nombre al diálogo (más bien es una lar­
guísima lección de Timeo, que no un diálogo). Durante la Edad
Media apenas se conocía directamente de Platón más que este di­
fícil texto sobre la composición del mundo, en el que se encuen­
tran referencias a la doctrina de los principios no escrita (¡aunque
no es Platón quien habla!).
En Timeo se contraponen las ideas al «espacio», que viene a
ser como la matriz pasiva del mundo, carente de toda forma, que
espera la acción sobre ella de las ideas o formas. Esta acción no
hubiera sido jamás posible sin la intervención del Demiurgo o Ar­
tesano del Mundo, un dios (por tanto, un ser vivo, no una idea, el
cual, como todos los seres vivos, está un escalón por debajo de las
ideas en lo que hace a realidad) superior a todos los dioses de los
que habla el mito tradicional. Su magnífica bondad lo llevó a de­
82 Sócrates y herederos

sear que participaran otros seres de su dicha, de su vida, y sobre


todo de la contemplación de la perfección eterna de lo ideal, y es­
ta generosidad explica que fuera hecho el mundo.
Para conseguirlo, el Demiurgo se ha valido de su conocimien­
to de las ideas como un artesano se vale de su conocimiento para
fabricar un artefacto. El artesano tiene ya en su mente el modelo
de lo que quiere hacer, y la obra resulta de plasmar en la materia
sin forma la forma que él ya está pensando. Así también el De­
miurgo. La imperfección que ha quedado en la obra no se debe en
absoluto a maldad de este dios-ingeniero de las cosas, sino a que
la matriz donde deben reflejarse las ideas es incapaz de reprodu­
cirlas en toda su perfección. (Por cierto, el Demiurgo tiene que
empezar por fabricar la vitalidad del mundo, o sea, el Alma del
cuerpo del mundo, que se representa como un gigantesco ser ani­
mado. Evidentemente, en Timeo las almas no se consideran del
mismo tipo de ser que las ideas, puesto que son hechas en otros
momentos posteriores por el Demiurgo, aunque las fabrique -eso
sí- inmortales. Otro caso de cómo en Platón predominan las pre­
guntas sobre las soluciones).
Justamente el afán de imitar la perfección de las ideas y la im­
posibilidad de conseguirlo plenamente es lo que explica el ince­
sante cambio de las cosas del mundo. La perfección es eterna e in­
móvil, y su imitación parcial, en cambio, utiliza el tiempo y corre
por el ciclo de las generaciones. Por ejemplo, el hombre, además
de mediante laphrónesis, desea engendrar hijos, como si ellos pu­
dieran perpetuarlo. Es la especie humana misma la que procura así
permanecer, aunque para ello tenga que cambiar continuamente.
En definitiva, en todas las realidades hay un oscuro o claro deseo
de inmortalidad, ya que todas son iconos de lo eterno.
Por esto, en El Banquete el amor desempeña un papel princi­
palísimo: él une aquí la eternidad y el tiempo, sobre todo en la
forma del amor humano, y especialmente en el amor a la sabidu­
ría. En este diálogo hermosísimo, una de las obras maestras de la
literatura universal, Platón, como aún más explícitamente hace en
Pedro, parte del hecho de que lo bello es la idea eterna que me­
jor se refleja en la sensibilidad (precisamente, en el dominio de
Escepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica 83

la más perfecta de las sensaciones, que es la vista) y, por tanto, la


que más fácilmente puede inducir al hombre a la existencia filo­
sófica. Pero para que la belleza pueda realizar esta obra, apoyada
en el hecho de que el alma del hombre es esencialmente amor
(eros), es preciso que consigamos pasar del amor de los cuerpos
sensibles al amor de lo bello mismo, a través de una escala de ob­
jetos del amor cada vez más altos en la jerarquía universal de lo
sensible y de las ideas. Sólo si nos vemos poseídos por la locura
del amor a lo bello eterno ascenderemos la escala engendrando su­
cesivos partos en las realidades bellas. Estos partos de varia índo­
le nos realimentan las alas con cuyo impulso continúa la ascen­
sión; son como los peldaños de nuestra larga subida -toda nuestra
existencia- a la montaña de Dios.
Las concepciones de Platón se expresan también con gran be­
lleza en la célebre comparación de la condición humana con los
prisioneros que han pasado toda su vida en el fondo de una cueva,
mirando a la pared en la que termina. En ella, y valiéndose de un
fuego que no ven los presos, les son proyectadas sombras de cosas,
que los desgraciados toman por las realidades mismas. Pero un día
alguno -que ansia la libertad de la que realmente jamás ha goza­
do- consigue liberarse, descubre el mecanismo de la proyección de
las sombras y, guiado por la luz de la entrada que vislumbra a lo le­
jos, termina por salir al aire libre. Al principio, hasta los reflejos de
las realidades le deslumbran; pero se va enseguida acostumbrando
incluso a mirar directamente las cosas mismas a la luz real. Y lle­
ga un momento en que intenta dirigir la mirada a la fuente misma
de esta luz, al sol. Una vez que tiene que renunciar a este intento
para no abrasar el órgano del conocimiento, se acuerda compasi­
vamente de los compañeros antiguos de prisión y regresa al inte­
rior de la cueva para liberarlos. Pero ellos no quieren que su rutina
se interrumpa, se burlan de él y le toman por loco, y al final, har­
tos de su importunidad, acaban por amenazarlo de muerte. Y eso
que el prisionero libre no ha visto aún las realidades suprasensibles
y el sol de todas ellas, la idea de lo bueno mismo.
Platón fue también un hombre de acción, como correspondía
a la coherencia de un verdadero filósofo, dada su concepción de
84 Sócrates y herederos

lo real. La reforma radical de la constitución del Estado que él


propugnaba fue sobre todo intentada, de la manera más acorde
con el espíritu de esta filosofía, mediante la fundación en Atenas,
en tomo al año 386 a.C., de la Academia, que no fue definitiva­
mente cerrada sino novecientos años después.
La Academia es la institución precursora de la Universidad me­
dieval y moderna. En ella convivían maestro y discípulos, dedica­
dos todos a sus propios trabajos, pero compartiendo discusiones y
lecciones que no estaban exclusivamente a cargo de Platón.
Por otra parte, cuando las circunstancias políticas parecieron
favorables para la reforma filosófica de la constitución de algún
Estado, Platón procuró conseguirla, aun a riesgo de su vida. Así
ocurrió con sus reiterados viajes a la corte de los tiranos de Sira-
cusa, en Sicilia, que terminaron todos desastrosamente.
En los momentos más inspirados del ascenso humano hacia lo
Uno Bueno y Bello, la energía de quien sube ya no basta. Ha sido
en realidad la amenaza del mal lo que no nos ha dejado detenernos
nunca; el mal, sin contaminar al Amor que marcha por la vida, es­
tá junto a él, al acecho. En el ámbito de lo Uno no podemos pe­
netrar acompañados por el mal. El salto final al Bien no sólo nos
unifica con lo Uno, sino que prescinde por completo de cualquier
presencia ajena al Bien. Dejamos de ser nosotros mismos por un
instante; ya no somos nosotros quienes ahí actuamos, precisamen­
te porque siempre actuamos incitados por el peligro del mal, y
ahora sólo tiene lo Uno mismo la iniciativa. Por tanto, la fugaz ex­
periencia que a veces viven los mayores buscadores del Bien, la
experiencia de unión con lo Uno, es literalmente una salida fuera
de nosotros mismos y de la naturaleza humana (ék-stasis), ope­
rada por un raptarnos lo Divino.
4

EL SISTEMA DEL COSMOS

1. LOS TRABAJOS DE ARISTÓTELES

Entre los dieciocho y los treinta y ocho años, Aristóteles, cu­


yo padre era médico del rey de Macedonia, permaneció en la
Academia. La abandonó sólo cuando Platón murió, en 348 a.C.,
posiblemente debido a las disputas por la sucesión del maestro al
frente de la escuela.
En muchos escritos de Aristóteles, sobre todo en los más an­
tiguos, se encuentran con frecuencia las expresiones «nosotros
pensamos», «nosotros decimos», en un plural que se refiere a los
otros miembros de la Academia. Esta situación no impidió, sin
embargo, que desde el principio de su actividad literaria Aristóte­
les se mostrara sumamente libre para criticar aquellas doctrinas
de Platón que le parecían erróneas o incompletas. Es muy proba­
ble que el viejo maestro haya tomado en consideración, en sus úl­
timos años, las opiniones disidentes de discípulo, al que apodaba,
al parecer, la Inteligencia.
Tras unos años en el Asia Menor y la isla de Mitilene, Aristó­
teles recibió el encargo de ocuparse con la educación del prínci­
pe de Macedonia, el futuro Alejandro Magno. Durante seis años
trabajó así el filósofo en la corte macedónica. Con tan sólo dieci­
nueve años, Alejandro sucedió en el trono a Filipo, su padre. Por
aquel entonces, casi toda Grecia había caído bajo el ámbito de in­
fluencia política de Macedonia. Alejandro tuvo que asegurarse la
fidelidad de sus vasallos griegos antes de lanzar su campaña con­
tra el imperio persa, destinada a cambiar decisivamente la histo-
86 Sócrates y herederos

ría universal. Fue entonces cuando Aristóteles regresó a Atenas y


fundó su propia escuela en el antiguo gimnasio del Liceo, que ha­
bía sido escenario de muchos diálogos socráticos. Esta escuela, la
primera rival de la Academia que se establecía en Atenas (los
acontecimientos ocurrían el año 335 o 336 a.C.), también se lla­
mó el Peripato (que significa «paseo»), seguramente debido al es­
tilo que tenía Aristóteles de enseñar: paseando por el pórtico cu­
bierto del edificio. Los discípulos de Aristóteles se llamaron, por
esta curiosa razón, peripatéticos.
Los vínculos políticos y personales de Aristóteles con la cor­
te de Alejandro no lo hicieron demasiado popular entre los ate­
nienses, que tanto se habían opuesto a la dominación de Filipo so­
bre ellos y sobre el resto de Grecia (recuérdese la oratoria de
Demóstenes, las célebres filípicas). Así que, cuando murió Ale­
jandro a miles de kilómetros de distancia y se recuperaron por un
tiempo las esperanzas de una libertad que ya nunca se alcanzaría,
parece que se intentó un proceso contra Aristóteles por cargos
muy semejantes a los que habían llevado, casi ochenta años antes,
a la condena y muerte de Sócrates. En semejante trance, la tradi­
ción hace decir a Aristóteles que no quería que Atenas pecara una
segunda vez contra la filosofía; y como, evidentemente, el ex­
tranjero Aristóteles («meteco», en la terminología jurídica ate­
niense de la época) no tenía con las leyes de la ciudad la profun­
da relación que Sócrates sí había tenido (y a la que renunció
Platón, como ya observamos), emigró de ella una vez más. Mu­
rió al poco tiempo, en la cercana isla de Eubea. Su vida se exten­
dió, pues, de 384 a 322 a.C. Al haber nacido Aristóteles en la pe­
queña población de Estagira, en la península calcídica, muy al
norte del territorio helénico, es frecuente encontrar en la literatu­
ra alusiones a él como al estagirita.
En lo que concierne a la conservación de la obra de Aristóte­
les, la situación es notable. Al final de la Antigüedad se perdieron,
salvo escasos fragmentos, todos sus escritos destinados al gran
público, algunos de los cuales tenían la clásica forma platónica
del diálogo. Los lectores de estos libros perdidos alaban grande­
mente el estilo literario de Aristóteles. Nosotros, por el contrario,
El sistema del cosmos 87

poseemos hoy principalmente las que podríamos denominar notas


del filósofo para sus clases en el Liceo, amén de las anotaciones
de sus observaciones de biólogo en la época de su peregrinación
por las costas del mar Egeo. En algunos casos muy destacados, co­
mo sucede con los catorce libros Metafisicos, estos apuntes valio­
sísimos fueron mal o nada conocidos para los antiguos, incluso pa­
ra los jefes de escuela del Liceo que sucedieron a Aristóteles. De
hecho, la fuga precipitada de Atenas a la que se vio obligado Aris­
tóteles seguramente influyó en las condiciones lamentables en que
su herencia se administró. Por otra parte, ni que decir tiene que el
destino de estos textos hace que no sean casi nunca verdaderos li­
bros literariamente acabados y preparados para cualquier lector
interesado. De ahí que Aristóteles haya requerido, desde la edición
de su obra en Roma, en el círculo de Cicerón, por Andrónico de
Rodas en el siglo I a.C., reiterados comentarios, cuya larga y fe­
cunda tradición no se ha interrumpido hasta el día de hoy. Entre
estos comentaristas ilustres figuran, en lugar sobresaliente, Ale­
jandro de Afrodisia (siglo II d.C.), Porfirio (siglo III), Simplicio y
Boecio (siglo VI), Pedro Abelardo (siglo XII), Averroes (el gran fi­
lósofo musulmán cordobés del siglo XII), Alberto Magno y Tomás
de Aquino (siglo XIII), Francisco Suárez (siglo XVII) y Franz
Brentano (siglo XIX).
Aristóteles no es tampoco un filósofo que haya concedido su­
premo valor a la construcción de un sistema perfecto, pero no ca­
be duda de que tenía menos reservas que Platón a poner por es­
crito sus logros en todos los terrenos del saber y a ordenar éstos
de una manera más próxima a algo así como el sistema univer­
sal de la filosofía y la ciencia.

2. M apa del sistema

En la entrada de este ordenamiento se sitúa el Instrumento (en


griego, órganon) de cualquier saber estricto, que es la Dialéctica
(enseguida pasó a llamarse Lógica). Los saberes propiamente di­
chos se distribuyen luego en tres grupos, según sean teóricos,
88 Sócrates y herederos

prácticos o poéticos. El criterio de esta distribución es la finali­


dad de cada saber. Hay saberes que de suyo sólo se proponen el
conocimiento: contemplar (en griego, theoréin, de donde teoría)
el ser de las cosas, o sea, saber cómo es la realidad (cuestión dis­
tinta es la aplicación que se haga después del saber teórico que el
hombre ha adquirido).
Otros saberes están de suyo ordenados a la acción, no a la me­
ra contemplación. Ahora bien, la acción humana puede conside­
rarse dividida en dos grandes campos: la praxis y la póiesis. La
segunda es la acción que produce cosas que antes no existían y
que perduran cuando su producción termina; la praxis, en cam­
bio, no produce nada fuera del sujeto o actor, sino sólo -por de­
cirlo de alguna manera- dentro de él: lo mejora o lo empeora. Por
ejemplo, cuando un hombre fabrica un arma {póiesis), un aspec­
to fundamental de su acto consiste en que esta fabricación es una
acción {praxis) buena o mala desde el punto de vista moral. Los
saberes poéticos o poyéticos, los que tienen que ver con la póie­
sis, no son sólo las técnicas para la fabricación de artefactos ma­
teriales, sino también las técnicas del estilo de la retórica, que en­
seña a construir discursos persuasivos sobre cualquier tema. Por
esto no podemos traducir fácilmente al español la palabra griega
póiesis. Los libros de Aristóteles que pertenecen a este ámbito del
saber son, justamente, los tratados de Poética y Retórica.
Los saberes prácticos (los que se refieren a la praxis) son, pa­
ra Aristóteles, la ética, la economía y la política. «Etica» viene de
la palabra griega que significa «costumbre» (como moral viene
de la palabra latina que también significa «costumbre»). La ética
es el saber acerca de la conducta individual buena o mala, o sea,
el saber que conoce qué acciones son correctas y cuáles son inco­
rrectas, qué acciones son lícitas o permitidas y cuáles son ilícitas
o prohibidas. Aristóteles pensaba que toda la investigación de Só­
crates había sido ética.
La palabra «economía» significa en griego «normas de la casa».
El concepto aristotélico de economía alude al saber que se preo­
cupa de la conducta no del individuo, sino de su casa o familia (a
la que en aquella época pertenecían también los siervos o esclavos).
El sistema del cosmos 89

La «política» es la ciencia práctica que se interesa por la ac­


ción no ya del individuo o la unidad familiar, sino del Estado; es­
tudia el buen y el mal gobierno, la buena y la mala forma de la
constitución y las leyes de la comunidad estatal.
Los principales escritos prácticos de Aristóteles son la Etica a
Nicómaco (que era su hijo) y la Política.
En cuanto a los saberes teóricos, Aristóteles y los peripatéticos
los dividían en tres grupos, a los que llamaban física, matemática
y teología. Esta última se denomina en algunos lugares de Aristó­
teles filosofía primera (la física comprende entonces el conjunto
de las filosofías segundas).
La física es, claro está, el saber teórico cuyo fin es conocer la
physis, o sea, la naturaleza. Según Aristóteles, pertenecen a la na­
turaleza todos aquellos seres que tienen en ellos mismos el prin­
cipio radical de sus cambios, de su movimiento. De aquí que los
estudios «físicos» de Aristóteles abarquen campos que hoy, tras
siglos de haber conservado su misma terminología, ya no deno­
minamos así. La física aristotélica abarca, además de nuestra fí­
sica, la cosmología o astronomía, la meteorología, la biología, la
psicología...
Los principales escritos aristotélicos en este dominio son la
Física, Sobre el alma, Sobre el cielo, Sobre la generación y la co­
rrupción y Las partes de los animales (pero hay muchos más, ex­
tensos los unos y muy breves los otros, dedicados algunos a pro­
blemas de detalle interesantísimos, como el sueño y la vigilia, la
sensación, la memoria, el movimiento de los animales, etc.).
Aristóteles no escribió sobre matemáticas.
En cuanto a la filosofía primera o teología, que enseguida es­
tudiaremos, se encuentra tratada en los catorce libros que Andró-
nico, al preparar su edición, reunió (de una manera bastante alea­
toria) «después de los físicos» (en griego, metafísica)
Por fin, los importantísimos libros que estudian no el saber si­
no el instrumento del saber, y por los que se debe considerar a
Aristóteles fundador de la lógica científica, son los titulados Ca­
tegorías', Sobre la interpretación, Analíticos (anteriores y poste­
riores), Tópicos y Las refutaciones sofisticas.
90 Sócrates y herederos

3. TEORÍA DE LA VERDAD

Para comprender el extraordinario conjunto del pensamiento


de Aristóteles, se debe partir de su concepción de la verdad, pues­
to que la verdad es el objetivo inmediato de todo saber, ya sea
teórico, práctico o poético.
Plenamente, una verdad cualquiera es un juicio (Aristóteles de­
cía: un discurso apofàntico, que se tradujo por enunciativo), un
enunciado. Sólo los enunciados, entre todas las cosas posibles, son
propiamente verdaderos o falsos. Muchos piensan incluso que to­
do enunciado es siempre o verdadero o falso. Aristóteles consi­
dera que esto es exagerar, porque existen enunciados que se refie­
ren a lo futuro no necesario (al futuro contingente) y que ahora no
están siendo aún ni verdaderos ni falsos. Su ejemplo es: «Mañana
habrá una batalla naval».
Un enunciado está compuesto de dos partes: la primera es el
nombre de la realidad de la que se habla. Es lo que «se pone por
debajo», lo que «subyace», o sea, el sujeto del enunciado. La otra
parte designa «lo que se dice del sujeto» (en griego, la categoría;
en latín, el predicado).
Hay discursos que, aun teniendo sentido completo, no son enun­
ciados, pues no pueden jamás ser ni verdaderos ni falsos. Los prin­
cipales ejemplos son la pregunta, la orden y el ruego. Vemos, por
otro lado, que los enunciados se componen de discursos que ya no
tienen sentido completo: el nombre y el verbo son los fundamenta­
les. El nombre designa el sujeto, y el verbo, el predicado.
No hay que creer que los enunciados (como tampoco las pre­
guntas o las órdenes) son griegos o latinos o españoles. Las pala­
bras de un determinado idioma más bien significan, por ejemplo,
un enunciado y sus partes. En otra dirección, tampoco debemos
identificar al enunciado con la situación misma de las cosas, con
la realidad, sino que también respecto de ésta el enunciado es un
signo suyo. Más bien sucede que los enunciados y sus partes se
encuentran de alguna manera en el alma de quien los piensa, o sea,
en el conocimiento que alguien tiene de la realidad. Pero las cosas
son tan difíciles que tampoco se debe identificar el enunciado con
El sistema del cosmos 91

un acontecimiento en el alma, porque este acontecimiento, por


ejemplo, el acto de conocer, no es exactamente lo mismo que la
verdad conocida (el enunciado verdadero). Cada hombre tiene que
llevar a cabo su propio acto de conocer, pero todos conocemos la
misma verdad.
Platón había comprendido que el sujeto es, en el caso principal,
una realidad individual o singular, y el predicado, en cambio, algo
común a muchos (un universal, como dicen los peripatéticos lati­
nos). Propiamente, como acabamos de ver, el sujeto es un indivi­
duo conocido, y el predicado un universal conocido. Yo puedo ha­
blar de un determinado caballo. Él es el sujeto del enunciado que
expreso yo, pero aún es más exacto decir que el sujeto es el caba­
llo como conocido por mí.
Esto significa que el conocimiento de una verdad supone cier­
tas operaciones que también, en sentido amplio, consideraremos
conocimientos; la primera de las cuales es, por ejemplo, ver el ca­
ballo (lo cual es previo a formular un enunciado verdadero sobre
él). Ver, oír, oler, gustar y tocar son las cinco formas básicas, según
Aristóteles, de este elemental «conocimiento» de los que ensegui­
da serán sujetos de enunciados. Son las cinco formas del sentir
(en griego, áisthesis; en castellano, sensación). Lo sensible, o sea,
lo que podemos sentir, son justamente los colores, los sonidos, los
olores, los sabores, amén de lo duro y lo blando, lo caliente y lo
frío, lo liso y lo rugoso, lo seco y lo húmedo (el tacto es, más bien,
un amplio conjunto de sensaciones, no una sola sensación).
Lo sensible es, en realidad, de tres tipos. Cuando algo sensible
sólo puede ser sentido por una vía o sensación, se llama propio de
esta sensación. Toda la lista de sensibles que acabamos de hacer
está constituida por sensibles propios.
Pero hay sensibles comunes a dos o más sentidos: la forma, el
tamaño, el movimiento o el reposo, el número.
Hasta aquí los sensibles estrictamente dichos (los aristotélicos
dicen mucho la expresión «de suyo»; en latín, per se). Como ve­
mos, el caballo de nuestro ejemplo no figura en la lista. Pero todos
decimos que vemos no sólo el color y el tamaño, sino, de alguna
manera, aunque sea impropia o accidental, el caballo entero.
92 Sócrates y herederos

Aristóteles dice que la sensación, en definitiva, nos da a cono­


cer un «esto de aquí», y que luego es el predicado el que aporta la
otra parte de conocimiento, tan importante que sin ella no pode­
mos saber, por ejemplo, la verdad de que «esto de aquí es un ca­
ballo». (Cuando ya hemos conseguido este enunciado, luego po­
demos obtener otros del estilo: «Este caballo mide metro y medio
de alto», «este caballo es blanco», «este caballo es el padre de
aquel potro», etc.).
Platón decía que el conocimiento del predicado es rememora­
ción del modelo cuya copia es el individuo sensible. La más im­
portante crítica de Aristóteles a su maestro consiste en negar la
doctrina de esta anámnesis, con todas las consecuencias que ello
supone luego. Aristóteles defiende que desde la sensación se lle­
ga al conocimiento de los universales que son predicados median­
te un ascenso (en griego, epagogué; en romance, inducción) gra­
dual, que en el caso del hombre es como sigue: Nosotros somos
capaces de retener las sensaciones de alguna manera. Tal es la ca­
pacidad de quedarnos con lo conocido incluso en su ausencia. En
romance se dice, muy adecuadamente, representación; Aristóteles
hablaba de fantasía, cuya traducción fue imaginación (la idea es
que, ausente la cosa real, nos quedamos con su imagen; ya no hay
presentación, pero sigue siendo posible la re-presentación).
La función de la fantasía o imaginación que ahora nos intere­
sa (porque tiene varias, de alguna de las cuales deriva el signifi­
cado actual de esta palabra en español) es lo que llamamos me­
moria. Nos acordamos de lo sentido, y así es en realidad como
empezamos a aprender (si no, la segunda sensación de algo equi­
valdría para nosotros a la primera, porque no nos habríamos que­
dado con nada).
El hombre que ha sentido muchas veces lo mismo y lo ha re­
cordado, se dice que tiene experiencia (en griego, empiria), que
es un experto o perito en eso que ha visto frecuentemente. Hasta
aquí -aunque mucho más defectuosamente- el conocimiento ani­
mal va a la par que el humano. También un perro está hecho a su
amo por un procedimiento similar a nuestra adquisición de expe­
riencia. En adelante, ya sólo describimos procesos humanos.
El sistema del cosmos 93

Y esto es debido a que el siguiente paso requiere un salto


esencial, que sólo la inteligencia puede dar. Nos estamos refi­
riendo a la diferencia que hay, por ejemplo, entre un hombre cual­
quiera que ha tenido la desgracia de ver muchas veces una epide­
mia de cierta enfermedad y un médico. El primero, debido a su
experiencia, suele saber reconocer los síntomas y quizá recuerda
cómo han retrocedido o desaparecido en otros casos. El médico
no tratará, en cambio, la enfermedad basándose sólo en datos de
ese tipo, sino porque sabe cómo hacerlo, fundamentalmente por­
que conoce las causas profundas de los síntomas (lo cual, ade­
más, le permite no confundirlos con otros síntomas parecidos).
Es muy distinto conocer hechos que conocer porqués de esos he­
chos. Los hechos están a la vista, pero los porqués, en general, no.
E incluso si el médico no es un verdadero conocedor científico
del cuerpo y las enfermedades, sino sólo ha sido adiestrado en el
arte de curar después de identificar bien los síntomas, aunque en­
tonces ignore los porqués (y apenas merezca que lo llamen mé­
dico), sigue teniendo una superioridad muy grande sobre el par­
ticular que ha estado presente en una epidemia.
Aristóteles reconoce que tanto el médico puramente práctico
(sólo tiene técnica, o sea, arte médica) como el científico (tiene, en
efecto, episteme, ciencia) han dado el salto que el animal nunca
podrá dar: de los singulares sensibles al universal inteligible (o sea,
objeto de la inteligencia). Éste es el verdadero «ascenso» de nivel,
gracias al cual se entra en el ámbito estrictamente dicho de la ver­
dad, que queda prohibido a los animales inferiores al hombre.
No ha sido demasiado explícito Aristóteles a la hora de des­
cribir cómo se realiza este salto que separa y señala la condición
humana. Cuando lo intenta, muestra cómo lo que el hombre hace
es prescindir (= abstraer) de los rasgos que diferencian un caso
sensible de otro caso sensible, para quedarse con lo que tienen to­
dos en común. Esto común (universal, o sea, uno respecto de va­
rios otros) nunca ha sido sentido de suyo, sino, justamente, «por
accidente», porque es como si viniera encerrado al alma del hom­
bre dentro de los ropajes de lo que sí es sensible (propio o co­
mún). Es lo que sucede con el ser-caballo, o sea, con lo que Pía-
94 Sócrates y herederos

tón llamaba idea, y para lo cual Aristóteles preferirá siempre el


nombre, también originalmente platónico, de forma. Así pues, la
forma «caballo» se obtiene por abstracción a partir de la sensa­
ción, mediando la fantasía. La forma inteligible fue llamada por
los peripatéticos latinos, usando la traducción de un término típi­
co de la filosofía estoica, el concepto (que literalmente significa
aquello con lo que la inteligencia queda preñada después de que
el hombre haya sentido y se haya elevado a lo inteligible).
Todo el conocimiento comienza, pues, por la sensación, pero
culmina cuando, obtenidos los conceptos, el entendimiento juzga
con verdad las cosas. La verdad consiste en que el juicio o enun­
ciado sostenga que están unidas las cosas (el sujeto y el predica­
do, o mejor aún: aquello a lo que se refiere el sujeto y aquello a
lo que se refiere el predicado) que en realidad lo están, o que es­
tán separadas las que en realidad lo están.
Una vez que alcanza el hombre juicios, compone también con
ellos argumentos (en griego, silogismos, o sea, reuniones de dis­
cursos) o razonamientos, que pueden ser válidos o no ya sólo por
su forma (la validez formal del silogismo es la tarea de los Ana­
líticos primeros). Entre los argumentos válidos, aquellos que tie­
nen además premisas verdaderas se denominan científicos o de­
mostraciones.
A la luz de lo que llevamos dicho acerca de sujetos y predica­
dos, se entiende que Aristóteles se concentrara en los que ahora
llamamos silogismos categóricos, o sea, aquellos cuyos enuncia­
dos son todos (tanto las premisas como la conclusión) enunciados
predicativos (de estructura sujeto-predicado). Las relaciones de
validez formal entre enunciados predicativos tienen sobre todo en
cuenta las que se llamaron con el tiempo relaciones de extensión
de los términos (el sujeto y el predicado son los términos del
enunciado predicativo). No es posible entrar en el detalle de la ló­
gica formal de Aristóteles, pero digamos siquiera que se parece
mucho a la actual lógica de términos.
En su teoría de la ciencia, Aristóteles reconocía la distinción
entre premisas primeras, inmediatas, indemostrables (los axiomas)
y otras que son demostradas en otro silogismo. Hay también pre­
El sistema del cosmos 95

misas que el maestro de una ciencia pide (postulados) a sus alum­


nos que empiecen por admitir, aunque no sean verdades inmedia­
tas y aunque seguramente se las podrá demostrar también.
Los axiomas se entiende que son también verdades sobre lo
necesario o verdades necesarias. Su condición de premisas pri­
meras (también se pueden llamar, en este sentido, principios de la
demostración) e inmediatas significa que son verdades evidentí­
simas, del estilo de que el todo es mayor que la parte, o de que
dos cantidades iguales a una tercera son iguales entre sí. Aristó­
teles llama a la facultad de la inteligencia por la que conocemos
verdades como los primeros principios inteligencia en acepción
estricta (ñus, en griego). Cuando un hombre reúne una clara inte­
ligencia a una poderosa capacidad demostrativa ejercida muchas
veces y vuelta ya un hábito, se dice que este hombre, que reúne la
inteligencia y la ciencia, posee sabiduría (sofía) en la materia de­
terminada de la que se trate. Aunque el sabio por excelencia es el
que reúna inteligencia y ciencia a propósito del tema con el que
se ocupa la filosofía primera.
Ahora bien, los predicados o categorías, lo que «se dice de un
sujeto», no está todo en el mismo nivel. Acerca de un «esto de
aquí», lo decisivo en orden al saber es poder responder a la pre­
gunta: ¿Qué es? Menos importante en general, desde el punto de
vista de la teoría, es responder a otra serie de cuestiones que tam­
bién nos pueden interesar sobre ese individuo, tales como: ¿Cuán­
to es? (o sea, ¿cómo es de grande?, ¿qué mide?, ¿qué pesa?), ¿có­
mo es o cuál es?, ¿en relación a qué está?, ¿dónde está?, ¿cuándo
está?, ¿qué hace?, ¿qué sufre?, ¿qué tiene?, ¿en qué posición es­
tá? Si hay alguna respuesta posible a la primera pregunta («¿qué es
esto de aquí?»), habrá entonces respuestas posibles a las demás, se­
guramente; en cambio, si no hay respuesta posible a «¿qué es?»,
tampoco la habrá para ninguna de las demás cuestiones.
Respondemos a la pregunta capital diciendo, por ejemplo: «Es­
to de aquí es un caballo». Ser un caballo, un caballo determina­
do, es algo que sólo le puede pasar a esto de aquí, o sea, a un in­
dividuo. A otro le pasará ser otro determinado caballo, pero no el
mismo. Aristóteles lo dice algo dificultosamente, cuando se re­
96 Sócrates y herederos

fiere a que la expresión «un cierto caballo» no es predicable ab­


solutamente de nada, como no sea en el caso de «un cierto caba­
llo es un cierto caballo», que no dice nada que haya que tomar en
cuenta. Se refiere también a que «un cierto caballo» es un sujeto
que en ningún caso puede predicarse más que de sí mismo. A es­
to que es sujeto y sólo sujeto, los peripatéticos lo denominan sus­
tancia. En su complicada terminología, sustancia es, pues, la pri­
mera de las categorías. Expresado con otras palabras también
difíciles: se puede decir de muchas realidades y de muchas ma­
neras que son, que existen, pero de nada se dice tan propia y ple­
namente como de una sustancia.
Para rematar la dificultad de la jerga peripatética, hay que sa­
ber aún que «un cierto caballo» es, en efecto, el término que de­
signa una sustancia primera o propiamente dicha, mientras que
el término «caballo» designa una sustancia impropiamente dicha,
una sustancia segunda. Las sustancias segundas son las especies
y los géneros con los que respondemos a la pregunta: «¿Qué es
esto de aquí?». Todo este lío para decir que nuestra respuesta pue­
de designar un universal o un individuo. Por ejemplo, son res­
puestas que designan universales, en el caso presente, todas éstas:
«Esto es caballo» (en griego esta frase es más comprensible que
en español), «esto es animal» (o «un animal»), «esto es ser vivo»
(o «un ser vivo»), «esto es una sustancia corporal» e incluso, sen­
cillamente, «esto es una sustancia». El «caballo» universal es la
especie propiamente dicha «bajo la que cae» este caballo indivi­
dual que estoy viendo. Las demás respuestas que hemos anotado
son todas también verdaderas, pero -como seguimos hoy dicien­
do en español- son demasiado genéricas o generales. Esta expre­
sión nuestra remonta al hecho de que la lógica aristotélica llama
géneros a todos esos universales «bajo los que cae» la especie
«última». De hecho, observamos que a medida que la lista avan­
za sus miembros son géneros más y más genéricos, más y más
universales. Todas las sustancias son sustancias, desde luego, pe­
ro no todas, quizá, tengan cuerpo; y no todas las que tienen cuer­
po están vivas, y no todas las que están vivas son animales, y no
todos los animales son caballos. El género más general se llama
El sistema del cosmos 97

también, para acabar de complicar las cosas, la categoría. El si­


guiente por debajo de él es su especie, la cual, a su vez, es géne­
ro de la siguiente especie, y así sucesivamente.
Se pasa de un género a una especie añadiendo una diferencia
{específica). Si al ser-sustancia le añado el tener-cuerpo, obtengo
la especie de las sustancias corporales o extensas, y si a la sus­
tancia extensa le añado eso diferencial que es el poseer alma o vi­
da, entonces obtengo la especie de los seres vivos, etc.
La terminología de los peripatéticos termina afirmando que
en la categoría de la sustancia, hay una escala determinada de gé­
neros y especies, hasta llegar al nivel de aquellas especies bajo las
cuales no encontramos ya sino individuos. Todos esos géneros y
especies son sustancias segundas, y sus individuos son las sustan­
cias primeras o propiamente tales.
Como se ve, las sustancias segundas (o sea, todo aquello ge­
nérico o específico que designan los términos con los que pode­
mos responder a la pregunta: ¿Qué es esto?, lanzada a una sus­
tancia primera) son todas universales.
Pues bien, una tesis fundamental del aristotelismo, crítica res­
pecto de Platón, es que nada universal existe propiamente. Lo
universal sólo existe en el alma, en el entendimiento que lo cono­
ce, pero no fuera del entendimiento, en la naturaleza.
Lo cual no quiere ya decir que sólo existen las sustancias pri­
meras, porque también, aunque de una manera derivada, existen
las realidades no universales (sino singulares) a las que se refie­
ren nuestras respuestas a todas las preguntas de la serie que escri­
bimos arriba.
Efectivamente, un hombre determinado (esta sustancia prime­
ra) es fundamental respecto de la realidad de su cantidad, su cua­
lidad, sus relaciones, su lugar en el espacio y en el tiempo, sus ac­
ciones y «pasiones», sus «hábitos» y posiciones, pero sería una
barbaridad decir que todas estas otras cosas no sustanciales no
existen en absoluto. Es una realidad muy importante, por ejem­
plo, el ser padre o el ser amigo, aunque estas cosas no sean sus­
tancias, sino relaciones. Las cualidades y los hábitos, lo que uno
hace y lo que le hacen, son también realidades, desde luego, pero
98 Sócrates y herederos

ninguna es una sustancia. El nombre general que Aristóteles usa


para todas estas realidades derivativas y no sustanciales, que se
nombran con términos de las categorías que no son la sustancia,
es accidente. La palabra griega que emplea Aristóteles significa
«lo que sobreviene», «lo que acompaña», y ése es también el sig­
nificado del latín accidens. Un accidente, sea de la categoría que
sea, tan sólo existe en una o varias sustancias. Una cualidad exis­
te en una sustancia, pero no puede subsistir por sí sola, sin el apo­
yo de alguna sustancia (por ejemplo, «un determinado saber grie­
go», que es una cualidad no universal sino singular, requiere, para
poder existir, apoyarse en un hombre determinado, en una sustan­
cia primera).
Dice, pues, Aristóteles que «ser» se dice de muchas formas; se
dice «análogamente», en una pluralidad de sentidos que no son
del todo equívocos, porque siempre tienen algo que ver unos con
otros. El sentido primero, fundamental y pleno es ser como sus­
tancia primera; derivativamente son también, cada cual a su mo­
do, todos los accidentes singulares. La sustancia subsiste por sí,
y los accidentes, en cambio, necesitan ser en una sustancia (po­
dríamos escribir que las sustancias son las realidades indepen­
dientes y los accidentes las dependientes).
No podemos dejar a un lado los universales, porque muchísi­
mos términos se refieren a ellos (y Platón, incluso, los había de­
clarado más reales que a los seres singulares). Sobre todo, como
hemos visto con cierto detalle, no hay ningún enunciado verdade­
ro que pueda pasarse sin términos universales en el predicado. Sin
embargo, si dijéramos que los universales también existen, esta­
ríamos ya forzando la analogía de los significados del ser. No es­
tán en el mismo caso que los accidentes singulares. Sustancias y
accidentes universales no existen sino dentro del ámbito de nues­
tro conocimiento, o sea, para nuestro entendimiento, y por decir­
lo de alguna manera, en él, pero nunca en la naturaleza de fuera
del entendimiento, o como se ha dicho luego en muchas ocasio­
nes, «extramental».
El problema es muy serio, puesto que, repetimos, las verdades
están siempre integradas por universales. Si digo, entonces, de un
El sistema del cosmos 99

sujeto algo universal, ¿cómo puedo decir la verdad si, al mismo


tiempo, sucede que nada universal existe fuera del entendimien­
to? La teoría de la verdad parece exigir la teoría platónica de las
ideas. Pero ésta, según el convencimiento de Aristóteles, es una
teoría imposible.
Ya Platón, en el Parménides, se había propuesto a sí mismo la
práctica totalidad de las objeciones posibles, sólo que había insis­
tido hasta el final en que la necesidad de las ideas exigía seguir
investigando para conseguir algún día resolver las dificultades
que por el momento se presentaban como insolubles. La principal
es la paradoja de que una idea tenga que permanecer a la vez fue­
ra del mundo temporal pero haciéndose presente en él.
Otra muy grave (en realidad, derivada de la fundamental) es la
que se conoce con el nombre de el tercer hombre. Consiste en que
una idea cumple el papel de elemento que unifica una clase de co­
sas; pero si de la idea se dice lo mismo que de sus individuos sin­
gulares (de lo bueno mismo se decía, de hecho, que era bueno, y
también de sus individuos singulares), entonces la idea parece caer
dentro de su propia extensión y se necesitará una tercera realidad
(ni la idea ni sus particulares) para pensar unificada esta nueva cla­
se donde hemos sumado los particulares más la idea. Si de los
hombres se dice que son hombres, pero de la idea de hombre tam­
bién se dice «hombre», necesito un «tercer hombre». Luego ocu­
rrirá que este tercer hombre caerá por las mismas razones en su
propia extensión, y precisaremos de un cuarto; al que le pasará lo
mismo, como al quinto, al sexto, etc. Así, para poder reunir una
clase de cosas, necesitamos, al parecer, infinitas ideas. Las infini­
tas realidades temporales, en vez de unificadas por una sola idea,
no son más dispersas y múltiples que estas infinitas ideas que ve­
mos surgir de la paradoja del «tercer hombre».
Una y otra vez ocurre que tenemos al final tantas ideas como
particulares temporales: infinitas ideas e infinitos particulares. Ya
lo habíamos visto al considerar el problema platónico de la «co­
munión» de las ideas de ideas. Pero esta situación convierte a las
ideas en inútiles para explicar la realidad; razón por la cual debe­
mos eliminarlas.
100 Sócrates y herederos

4. T eoría de la realidad

La física de Aristóteles es, como sabemos, la teoría de las rea­


lidades que tienen en ellas mismas el principio de sus cambios.
Tales realidades son, por cierto, sustancias (primeras).
Ha de haber tantos tipos de cambios posibles como categorías
existen, pero Aristóteles suele considerar sólo algunos especial­
mente importantes. Por ejemplo, el cambio de lugar, a saber, el
movimiento o traslación de una sustancia de un sitio a otro. Des­
pués, el cambio de cantidad, es decir, el aumento y la disminu­
ción. Luego, el cambio de cualidad, o sea, la alteración. Estos tres
tipos de cambios de accidentes (cambios accidentales) dejan in­
tacta la sustancia. Ella permanece siendo la misma cuando crece,
cuando aprende una lengua, cuando emigra a otra ciudad. Pero
existe también una clase de cambio que afecta a la sustancia mis­
ma: el nacer y el morir, que llaman los peripatéticos la generación
y la corrupción.
Ahora bien, en cualquier cambio -sea sustancial, como estos
últimos, sea accidental- tenemos que diferenciar algo que perma­
nece y algo que cambia. No podría ser verdad que «algo cambia»
si este algo no está (no es en algún sentido el mismo) antes y des­
pués de cambiar. Cambia, pues, una parte de una realidad, pero se
mantiene intacta en ese cambio otra parte de ella. Lo que subyace
es, como hemos visto en otro contexto, el sujeto. El sujeto estaba
siendo determinadamente algo, estaba siendo actualmente (en ac­
to) algo, pero se ve que podía ser también otra cosa, como se com­
prueba por el hecho de que ahora se ha transformado en ella. Este
poder ser no podemos decir que sea nada, ni mucho menos. Yo
ahora mismo no soy aún una persona que sepa ruso, pero es una
verdad importante sobre mí que, en principio, puedo llegar a sa­
berlo. En cambio, no puedo convertirme en un caracol y no pue­
do tampoco hacer que mi pasado se borre y no haya existido. To­
da realidad puede unas posibilidades y no puede otras. La palabra
potencia deriva de poder. Aristóteles dice, pues, que todo lo que
puede cambiar está en acto respecto de tales y cuales cosas (sé ac­
tualmente griego, por ejemplo), o sea, están ya siendo determina­
El sistema del cosmos 101

damente tales y cuales cosas; y a la vez, está en potencia, o sea,


puede ser muchas otras (y sus contrarios; porque, si nos fijamos,
veremos que toda potencia se refiere a un par de contrarios: lo que
puede calentarse, puede también enfriarse, por ejemplo).
Cambiar es, entonces, pasar de la potencia al acto, o sea, de­
jar de poder ser simplemente, para pasar a serlo de verdad. Lo que
ocurre es que al actualizar o realizar una potencia que teníamos,
perdemos cierto acto o actualidad. Si estoy en Madrid, puedo es­
tar en Pekín, pero sólo a condición de dejar de estar en Madrid.
Para hacer entender de un modo suficientemente completo la
teoría de lo que es cambiar, Aristóteles utiliza el ejemplo de la
elaboración de una estatua. Los principios explicativos del cam­
bio los llama causas de él, «responsables» de él, como se dice en
griego. Pues bien, sin madera en latín, materia) no se puede ha­
cer la estatua. He ahí la primera «causa» del cambio que supone
que aparezca una estatua en el mundo. Asimismo, la madera es
lo que, bien visto, no cambia en este proceso. Hay madera antes y
después de que sea hecha la estatua, porque es de madera el tron­
co que toma el escultor y es de madera la estatua que labra con es­
te tronco. La madera, pues, es el sujeto del cambio; y en general, a
lo que hace de sujeto inmóvil o incambiado en un cambio, lo lla­
man los aristotélicos la causa material de este cambio.
Sin la figura o forma final, no hay, desde luego, tampoco es­
tatua. Ésta, por ejemplo, lo es de Alejandro. La forma del tronco
ha quedado sustituida por la forma de Alejandro, plasmada por el
artista en la madera. Tenemos ahora la causa formal del cambio,
y echamos de ver, además, que la forma era el acto que tenía o en
el que estaba la madera antes de la transformación y, a su vez, el
acto (distinto) que tiene después de ella. La forma es lo que se ga­
na y se pierde en un cambio: forma de tronco, forma de Alejan­
dro (que sólo estaba potencialmente contenida en el tronco).
Sin escultor no hay tampoco estatua. Él es el agente, la causa
eficiente de la estatua. Pero aún menos hay estatua sin el pensa­
miento de la figura que debía terminar por adoptar el tronco en
manos del escultor. La causa final de todo el proceso consiste en
conseguir plasmar en la madera la forma que ya tiene en su ima­
102 Sócrates y herederos

ginación el escultor, que ya está en acto en él y sólo está poten­


cialmente en la madera que ha adquirido. La causa final es el por­
qué supremamente explicativo: la estatua se ha hecho para obte­
ner una figura de Alejandro en madera. Y sólo una sustancia en la
que está ya en acto el fin que se busca puede ser causa agente o
eficiente. Como insiste en repetir Aristóteles, nada puede ser sa­
cado de la potencia al acto si no es por algo que ya está en acto
respecto de eso mismo.
Los actos o formas, a la vista de las clases de cambio que hay,
han de dividirse en sustanciales y accidentales. En un cambio ac­
cidental se pierde y se gana cierta forma accidental, o sea, cierta
cantidad, cierta relación, cierta cualidad... En un cambio sustan­
cial, lo que se gana y lo que se pierde es, por el contrario, una fo r­
ma sustancial. En efecto, se genera un hombre y muere un hom­
bre, y cuando muere, lo que ocurre es que la misma materia pasa
a tener otra forma sustancial, porque ya no hay ahí delante, en ab­
soluto, un hombre.
Para poder entender que quepan generaciones y corrupciones,
o sea, cambios sustanciales, se hace entonces necesario pensar una
noción extraña y radical de «materia». En los cambios accidenta­
les veíamos que la causa material o materia o sujeto era la sustan­
cia, que simplemente cambia de accidentes o formas accidentales.
¿Qué es, sin embargo, el sujeto o materia de una transformación
sustancial? No puede ser una sustancia, luego no puede tampoco
tener ningún accidente. Estamos pensando en una materia que sea
únicamente eso: sujeto de cambio, pero nada más, o sea, que no
tenga forma ninguna, es decir, que no sea, como escribe Aristóte­
les, ni qué, ni cuánta, ni cuál, ni... Estamos pensando, para poder
entender los cambios sustanciales, en algo que no está en acto res­
pecto de nada y, por consiguiente, es pura potencia (de todo). Se
trata de un concepto límite, apenas pensable, porque únicamente
consta de negaciones y relaciones. No existe nada que sea sólo
materia y carezca de toda forma, por cuanto no existe nada que só­
lo sea posibilidades pero ninguna realidad. Y, sin embargo, tampo­
co esta materia primera, o sea, materia primordialmente materia,
porque no es más que materia, es lo mismo que el no ser o la nada
El sistema del cosmos 103

absoluta, debido a que necesitamos pensar en ella para entender


un cambio sustancial.
Decimos, pues, que una sustancia primera cualquiera de las
que nos rodean en el mundo es, en el fondo, cuando la analizamos
considerando que es susceptible de cambio sustancial, un com­
puesto de materia primera y forma sustancial. Esta doctrina so­
bre la naturaleza de las sustancias del mundo ha sido llamada hi-
lemorfismo, de las palabras griegas para materia y forma, que ya
conocemos. (Naturalmente, la sustancia no consta sólo de estos
dos componentes, ninguno de los cuales, en principio, puede sub­
sistir por sí solo y sin el otro; sino que también posee formas ac­
cidentales y está en potencia de cambios accidentales).
No es posible, pues, ninguna sustancia que esté hecha única­
mente de materia; en cambio, no sólo es posible, sino que es nece­
sario que exista una sustancia (y sólo una) que esté hecha de for­
ma y carezca de toda materia, o lo que es lo mismo, que sea puro
acto sin mezcla ninguna de potencia. Esta sustancia inmaterial, ac­
to puro, es el Dios de Aristóteles. La prueba de que ha de existir,
puesto que el mundo material existe (cosa que comprobamos sin­
tiéndolo), no es ya asunto de la física sino del saber que queda más
allá de ella, que transciende el mundo de la materia y el cambio (el
mundo físico) para subir hasta la causa última de todo él. Esta si­
tuación hace sospechar, por cierto, que Andrónico no llamó a los
libros que tratan de la sustancia y sus causas metafísicos por moti­
vos sólo de localización en el orden de su edición. Asimismo, aca­
bamos de justificar por qué Aristóteles llama a la metafísica, o sea,
a la indagación de la causa de toda la naturaleza, teología, es decir,
discurso acerca de Dios (además de filosofía primera).
La demostración de que, puesto que existe el mundo material,
tiene que existir una causa inmaterial de él, se basa en la idea de
la prioridad del acto sobre la potencia (y, precisamente, como ac­
to del agente y, al mismo tiempo, causa final de todo el proceso
de cambio). Un elemento muy importante de esta demostración
es que la causa del movimiento no puede moverse con el mismo
movimiento del que es causa. Si, por ejemplo, mi alma es mi na­
turaleza, o sea, el principio de mis actos que llevo dentro de mí,
104 Sócrates y herederos

cuando el alma hace que yo cambie de lugar ella no se traslada, si­


no que hace que mi cuerpo se traslade (tan sólo accidentalmente
decimos que, como el cuerpo se mueve, también el alma se mue­
ve). Por esto es por lo que nada es, propiamente hablando, causa
de sí mismo.
Así pues, el movimiento en el mundo se ha tenido que origi­
nar en un ser que mueve el mundo sin cambiar él mismo en abso­
luto (y, por consiguiente, desde toda la eternidad). Hay Dios y hay
mundo desde siempre, y el mundo se transforma porque Dios, in­
mutable, es la causa de sus transformaciones. Pero ¿cómo puede
serlo, si Dios no entra en contacto «físico» con el mundo, puesto
que decimos que no tiene materia ni está en potencia de nada? Te­
nemos que recurrir a que la causa final es el porqué más pleno y
explicativo. No es que Dios haya dado algo así como un primer
impulso o golpe a los cielos, sino que Él, que ni siquiera puede
conocer directamente los cambios del mundo (porque tendría que
cambiar según ellos se van produciendo), es el fin último de to­
das las realidades materiales. Dios es el objeto que aman y al que
buscan parecerse, cada cual a su modo, todas las sustancias mu­
tables. Y no se puede decir que lo amado no mueva intensísima-
mente al amante.
Aristóteles no consideraba que el mundo fuera un gran ser vi­
vo, como ocurría en el Timeo, sino sólo un armonioso conjunto de
sustancias en movimiento, distribuidas en dos grandes órdenes: el
mundo de la tierra o sublunar y el mundo supralunar. En este se­
gundo, dejándose guiar muy confiadamente por lo que la vista in­
dica, creía que únicamente existían perfectos movimientos circula­
res y constantes, que más que ser descritos por los astros lo son por
las esferas en las que éstos están engastados (la más baja de esta
esferas es la de la luna; hay luego una para cada planeta de los vi­
sibles sin telescopio, y otra para el sol; la más alta y lejana es aque­
lla en que están todas las estrellas fijas). Esta clase de movimiento
es señal de que las sustancias del cielo no están hechas de ninguno
de los cuatro elementos que nos son bien conocidos aquí, de la es­
fera de la luna para abajo, donde nada puede cambiar sólo en este
modo tan mínimo en que cambian los seres de los cielos.
El sistema del cosmos 105

En el mundo sublunar, en efecto, todo está compuesto de fue­


go, aire, agua y tierra, en combinaciones diferentes. Esta mezcla
hace que nada o casi nada ocupe su lugar natural. El del fuego
puro sería arriba de todo el aire, que quedaría, a su vez, por enci­
ma de toda el agua. El centro del universo, su punto más bajo, co­
rresponde a la tierra pura. Observamos que las cosas se mueven
naturalmente hacia lo alto o lo bajo, según posean su proporción
del elemento más ligero o más pesado; pero vemos asimismo que
en muchas ocasiones están sometidas a moverse con movimien­
to antinatural o forzoso y violento. Si lanzo a los aires una piedra,
su elevación es contraria al movimiento natural hacia el centro,
que inmediatamente comienza cuando cesa el efecto de mi vio­
lento impulso.

La naturaleza de las cosas sólo compuestas de los elementos


no es aún alma, como sí lo es, en cambio, la de los seres vivos.
Quiere decirse que el principio interior de movimiento no está ya
para éstos determinado por lo que su cuerpo tenga de tierra o
agua, sino por la acción del alma. Otra manera, ahora compren­
sible, de decir lo mismo es afirmar que el alma es la forma sus­
tancial de los seres vivos. A ella corresponde, como su materia, el
cuerpo, que viene a ser el instrumento en manos del alma o vita­
lidad del ser vivo.
Hay distintos tipos de alma, como se colige de las distintas
operaciones de las que son capaces unos y otros seres vivos. En
los más sencillos de todos, el alma hace que cumplan las funcio­
nes vitales elementales, y nada más: que se alimenten, crezcan y
se reproduzcan. Alude así a los vegetales, que tienen tan sólo lo
que se llama en latín alma vegetativa.
En seres ya más complejos, el alma es además principio de mo­
vimiento local. En ellos sucede, además, que el alma les hace sen­
tir y apetecer. El animal, dotado de alma sensitiva, no sólo siente
los sensibles exteriores a él, sino también se siente a sí mismo. Co­
mo sólo conoce rudimentariamente sensibles, sólo puede apetecer
(o rehuir) realidades sensibles. Y no es que el animal tenga dos al­
mas, una vegetativa y otra sensitiva, cada una principio de deter­
106 Sócrates y herederos

minadas acciones distintas. El alma sensitiva unitaria del animal


asume asimismo las funciones del alma meramente vegetativa.
El hombre tiene la diferencia específica de la racionalidad, o
sea, posee alma racional (que asume las funciones sensitivas y
vegetativas que llevamos a cabo). La forma sustancial del hombre
es su alma racional. El conocimiento y el apetito humanos están
determinados por este hecho.
En el hombre ocurre algo, por otra parte, extraordinario: que
no toda su alma está destinada a vivificar parte a parte el cuerpo,
sino que precisamente la razón, la inteligencia, que es la clave de
la sustancia que somos, no está correlacionada absolutamente ni
siquiera con el corazón; de hecho, Aristóteles no creía que el ce­
rebro desempeñara el papel de centro nervioso del cuerpo. Según
dicha lógica, no tiene por qué morir este «núcleo» del alma cuan­
do muere el hombre entero y se deshace su cuerpo. No es posible
ver sin los ojos, ni oír sin el instrumento o órgano de este sentido,
el oído, en buen estado. Pero probablemente sí se pueda entender
aun sin cuerpo.
La cuestión resulta muy complicada, pero guarda relación, so­
bre todo, con un problema que tuvimos que dejar a un lado al prin­
cipio de nuestras explicaciones: el de cómo es posible ascender de
lo singular sentido al concepto universal (siendo así que pensar
conceptos es la función más elemental de la inteligencia).
Aristóteles describe siempre el conocimiento como el padecer
una sustancia la acción de otra. El que conoce tiene que ser actua­
lizado cognoscitivamente por lo que conoce; si no, no se tratará de
conocimiento, sino de ficción. La realidad que conocemos actúa
eficazmente sobre nuestros sentidos, primero, y sobre nuestra in­
teligencia, después, para que podamos llegar a conocerla. Como
dice Aristóteles, nuestro entendimiento nace sin saber aún nada, o
sea, en pura potencia; pero luego, aprendiendo, puede hacerse «en
algún modo todas las cosas». Ahora bien, si sólo naciéramos con
el entendimiento en potencia y pasivo, ¿cómo explicar que consi­
gamos extraer lo universal abstrayéndolo de lo particular? Esto no
es pasividad, sino actividad, y además, parece que hay ya que sa­
ber qué se busca para empezar a buscarlo. ¿No es, pues, el enten­
El sistema del cosmos 107

dimiento el que toma la iniciativa para elaborar de tal modo el ma­


terial sentido que de ahí surja el concepto que quede plasmado en
el entendimiento en potencia como un primer acto suyo?
Es frecuente hablar de entendimiento agente y entendimiento
paciente para referirse, respectivamente, al entendimiento en cuan­
to que él se pone al trabajo sobre los sensibles y al entendimiento
en cuanto recibe los efectos de la elaboración de los sensibles y
«concibe» el concepto. Pero la idea misma de admitir el entendi­
miento agente parece ser un regreso a Platón: en vez de nacer co­
mo un papel en blanco desde el punto de vista del conocimiento (la
imagen, evidentemente, es de un aristotélico de otros tiempos muy
posteriores), el hombre parece ahora estar provisto desde siempre
de algo que sabe ya todo lo concebible y que no se ve en absoluto
que necesite ni corazón ni cerebro para estar pensando en acto.
No se saca del texto casi taquigráfico de Aristóteles ninguna
decisión perfectamente clara sobre este punto, objeto de enorme
controversia entre los peripatéticos de todas las épocas. En una
oportunidad, Aristóteles señala que el entendimiento agente vie­
ne al hombre «de puertas afuera», o sea, desde fuera. Lo cual se
ha interpretado muchas veces en el sentido de que procede de lo
alto, en este caso, del cielo o esfera de la luna.
La idea no es tan descabellada como pueda parecer al pronto.
En efecto, los hombres no somos de ninguna manera los seres
más perfectos del mundo, de modo que nuestra alma no es el cul­
men al que puede llegar el alma. Por encima de nosotros, en el
doble sentido de la palabra, están los seres divinos que pueblan
los cielos. Cabe imaginar que el alma de la esfera de la luna, aun
siendo la inferior de estas divinas almas celestiales, no está las­
trada con la rémora de un entendimiento paciente, originalmente
en blanco y en potencia de todos los conceptos de las cosas. La
inteligencia de ésta y de las demás esferas superiores será más
bien un entendimiento agente, si le damos un nombre que poda­
mos tomar del ámbito de nuestra experiencia.
Recordemos, por otra parte, la esencial limitación de nuestra
inteligencia: ella trata de pensar adecuadamente las sustancias
reales en cuanto tienen de inteligible, o sea de formal y activo (una
108 Sócrates y herederos

cosa sólo puede actuar sobre otra en virtud de su forma o acto, y


esta verdad se aplica a la inteligencia que trata de conocer: lo cog­
noscible no es lo material sino lo formal de las cosas). Pero aunque
ése sea su empeño, no consigue pasar de conocer conceptos uni­
versales, o sea, en el mejor de los casos, la especie última de la sus­
tancia primera objeto de su esfuerzo teórico. Si somos capaces de
conocer las dos partes de la especie última (a saber, su género y su
diferencia específica), entonces se dice que sabemos la definición
de la cosa. La definición es la verdadera meta a la que consigue
llegar la teoría del conocimiento de Aristóteles; pero la especie úl­
tima sigue siendo universal. Yo sé la definición del hombre («ani­
mal racional»), pero no conozco la forma sustancial incorporada
en la realidad de Sócrates (no puedo de ninguna manera definir a
Sócrates), justamente porque la materia es de suyo ininteligible, y
la forma, en el compuesto de materia y forma que es la sustancia
primera, está radicalmente complicada con la materia. La defini­
ción a la que llega por fin esta teoría de la verdad se dice que cap­
ta la esencia de la cosa definida, pero siempre en universalidad.
No nos hacemos ninguna idea demasiado clara de cómo pueda
ser el conocimiento en los casos de las inteligencias superiores a
la nuestra. Pero si saltamos hasta el Dios trascendente al último
cielo, hasta el Dios acto inmaterial puro, entonces comprendemos
que Él no puede estar, como inteligencia, más que en acto de todas
las realidades inteligibles, pero que, además, nunca las ha recibi­
do pasivamente y como desde fuera de sí mismo. De aquí que
Aristóteles afirme que sólo se puede pensar a Dios como la inteli­
gencia de sí misma, la inteligencia de la inteligencia (en la que es­
tán de alguna manera siempre en acto todas las formas cognosci­
bles, sólo que ahora sin mezcla material ninguna).

5. T eoría de la acción

Todavía nos falta alguna referencia a la filosofía práctica del


genio de Aristóteles. Su ética es una ética de la autorrealización,
que por encima de todo propone al hombre que llegue a ser pie-
El sistema del cosmos 109

namente quien ya es. Llamemos felicidad a este estado de consu­


mación de las posibilidades que se contienen en nuestra naturale­
za, caracterizada esencialmente, como sabemos, por la vitalidad
racional, por la inteligencia.
Pues bien, resulta imposible hablar de felicidad sin referirse al
gozo de bienes, de modo que el problema ético ha de tener que
ver con la cuestión de cómo conviene que orientemos, entre los
bienes posibles, la dirección central de nuestra existencia.
Si observamos nuestra acción, inmediatamente comprende­
mos que hemos de analizarla tomando en consideración lo que
con ella se persigue, o sea, los fines, los cuales siempre son teni­
dos por buenos en algún sentido, a saber, por objetivos dignos de
ser buscados.
Desde el principio se ve también que los fines están regular­
mente subordinados los unos a los otros, puesto que unos bienes
se desean o buscan con vistas a otros, es decir, como medios para
un fin mejor.
No cabe suponer que un bien se desea como medio para otro
bien que, a su vez, es nada más que medio para otro bien. Si no hu­
biera uno o varios fines últimos, no habría tampoco bienes subor­
dinados o intermedios, porque no habría acción: no empezaríamos
a actuar jamás. Esto nos permite descubrir que en el fondo de la
acción humana late un impulso natural que de suyo se orienta a al­
gún fin último, a algún bien supremo. Si así no fuera, la tendencia
natural del hombre, sin la cual éste no pude ser entendido en ab­
soluto, sería básicamente vana, vacía. Pero tal cosa no es posible:
la naturaleza humana posee al menos un fin propio, al que ella na­
turalmente tiende y por virtud del cual últimamente escogemos y
actuamos y queremos. El problema es que no ocurre que sea pre­
ciso que el fin de nuestra tendencia natural sea explícitamente co­
nocido. La situación de partida del hombre es la de un arquero que
tiene que hacer blanco en una diana que no está a su vista.
Vivo y actúo dominado por la tendencia inscrita en la naturale­
za humana, pero esta naturaleza no es sólo desiderativa, sino, ade­
más y principalmente, cognoscitiva, racional. Lo que quiero, he
de quererlo a través del concepto. De aquí la importancia decisiva
110 Sócrates y herederos

de que el hombre llegue cuanto antes a conocer suficientemente


por medio del concepto el fin auténtico de su tendencia natural.
Si se repasa la historia de los sistemas de moral que han sido
propuestos, y si se hace una encuesta de los modos de vida de los
hombres, se hallará que se presentan tres grandes fines últimos
posibles: el placer, la gloria y la virtud. Es verdad que los tres tie­
nen la estructura general de fines últimos; pero un análisis más fi­
no mostrará la clara superioridad de la virtud. Y enseguida se po­
drá ver que ni siquiera ella por sí sola satisface la plena idea de la
felicidad.
No es serio localizar en el placer la consumación de la natu­
raleza humana, puesto que el placer lo comparte el hombre con
las bestias y deja, por el contrario, fuera de consideración lo ori­
ginal, la diferencia específica del hombre respecto de los anima­
les irracionales.
La gloria, la fama, la honra, el éxito, la repercusión social sí es,
en cambio, un fin que sólo un ser racional puede perseguir como
fuente última del sentido entero de su vida. Pero se echa de ver en­
seguida que este fin no arraiga en quien lo goza tanto como en
aquellos que a él lo honran. Puede no haber nada realmente hono­
rable en el hombre admirado, de modo que la única realidad de la
gloria sea, precisamente, la admiración de muchos a uno solo que
no lo merece. Y por otra parte, la auténtica raíz individual del afán
de gloria es, en realidad, ver que en uno aprecian los demás un va­
lor que el hombre admirado y glorioso está muy lejos de tener cer­
teza de que lo posee. Si los demás lo dicen, es que algo tendré; di­
cho de otra forma, que tendré algún mérito verdadero, que también
poseería incluso si nadie me lo reconociera...
Este mérito verdadero y quizá secreto es, justamente, la virtud,
la excelencia, que muestra así ser el más «final» de los fines últi­
mos de nuestra vida. Y sin embargo, la mera virtud no es la ple­
nitud de la felicidad, puesto que nada más es un hábito y no un
acto. Un hábito se tiene, pero no necesariamente se ejerce o se
pone en acto; y la felicidad es acto propiamente. Por otra parte, la
virtud puede ser contrariada por el advenimiento de la desgracia,
por la presencia de dolores y reveses terribles. Aunque se ejerza
El sistema del cosmos 111

la virtud, puede ocurrir que la desgracia la abrume y la disminu­


ya. Por lo menos, sentimos que el ejercicio de la virtud aún esta­
ría en mayor plenitud de felicidad si pudiera tener todo su éxito,
si se diera sin contradicción, si alcanzara toda su repercusión po­
sible, incluso en el futuro lejanísimo. En alguna forma, la felici­
dad de un hombre tan sólo se puede decidir mirando las edades
futuras y viendo que su obra no fue destruida ni perjudicada por
la mala fama inmerecida. En realidad, para que la virtud alcance
el nivel supremo de la dicha, además de ser puesta en acto de la
manera más continua posible, necesita valerse de una serie de ins­
trumentos, cuya posesión no es ella misma fruto de nuestra per­
sonal virtud. Estos instrumentos son, en realidad, bienes exterio­
res o bienes de nuestro cuerpo, y no directamente, como la virtud
y su ejercicio, bienes de la vida o del alma, porque, de hecho, en­
tre tales instrumentos de la felicidad se cuentan los amigos, la ri­
queza, cierto poder político, el nacimiento favorable, la buena suer­
te con los hijos, e incluso factores tales como la belleza, la buena
voz, la simpatía, etc.
Hay, pues, un núcleo esencial de la felicidad que depende de
nosotros, de nuestra virtud y de la constancia en su ejercicio; pe­
ro hay otro factor, más externo, es verdad, pero también muy im­
portante, del que no somos jamás del todo dueños.
Asimismo, es verdad que la virtud activa y, sobre todo, una fe­
licidad provisional son bienes autosuficientes y dificilísimos de
perder, pero no es absolutamente imposible que hasta estas pose­
siones, las más estables entre todas las humanas, terminen por
alienarse (y sean espantosamente difíciles de recuperar).
El primer capítulo en cualquier consideración acerca de la fe­
licidad es, pues, a pesar de todo, el análisis de la virtud, o mejor
dicho, de las virtudes.
La vida o alma del hombre (que constituye la forma sustancial
de éste) es aquello que puede ser o no ser excelente en el sentido
que aquí se toma en cuenta. Pues bien, en el hombre hay funcio­
nes vitales no racionales y funciones vitales racionales, y entre las
primeras las hay que no contradicen lo racional ni tampoco lo
obedecen, y las hay a su vez que tienen justamente con lo racio­
112 Sócrates v herederos

nal esa extraña relación: lo obstaculizan o lo sirven, de modo que,


en todo caso, lo afectan y están a su escucha (se hacen oír en la
vida racional y caen en los alcances del poder de esta vida, que es
la específica del hombre). Esta zona vital no meramente vegeta­
tiva ni puramente racional es la vida desiderativa.
Las excelencias o virtudes de la vida vegetativa (tener unos bue­
nos pulmones, una espléndida presión arterial...) no se consideran
en la moral, pero sí, en cambio, las de la vida desiderativa y las de
la vida racional. Tan sólo el estudio de todas ellas y la precisa indi­
cación de cómo obtenerlas y cómo jerarquizarlas podrá dar paso a
una teoría y una práctica suficientemente rigurosas de la felicidad
en lo que tiene ésta de adquisición trabajosa para el hombre.
Las virtudes éticas o del carácter son las excelencias de la vi­
da desiderativa; las virtudes dianoéticas o intelectuales son las
excelencias de la vida racional pura. Estas segundas se adquieren
fundamentalmente mediante el aprendizaje; las primeras, en cam­
bio, sobre todo por la costumbre. En ningún caso la naturaleza ni
el azar proporcionan virtud, y sería muy aventurado decir que se
pueda ser alguna vez virtuoso por puro don del cielo. Se precisa
siempre trabajo, ejercicio, tiempo, experiencia. Lo único que sí se
posee por naturaleza es la capacidad de llegar a adquirir todas las
excelencias. Pero, en especial en el caso de las virtudes morales,
es primero al acto que la potencia, o sea, hay primero que actuar
como el hombre virtuoso para conseguir luego llegar a serlo real­
mente algún día. Aunque parezca paradójico, si no me comporto
como si ya poseyera la virtud correspondiente, jamás llegaré a te­
nerla. No puedo ser virtuoso si no empiezo por actuar del mismo
modo que quien ya lo es. Tal es el significado más importante de
la verdad que dice que la escuela de la virtud moral es, en primer
lugar, la costumbre, y no la mera enseñanza. La educación moral
empieza por habituarse o ejercitarse a actuar de determinada ma­
nera, aun sin comprender al principio que tal sea el mejor modo
de obrar y que lleve, en efecto, a la virtud y, a la larga, a la felici­
dad misma. Esta verdad puede también expresarse diciendo que
el criterio de la virtud es el propio hombre virtuoso, y no ningu­
na teoría sobre él. Por esta razón, la ciencia moral no puede pre-
El sistema del cosmos 113

tender el rigor de la matemática o la física; no en vano, la moral


siempre habla de acciones concretas de hombres en circunstan­
cias concretas, de hombres que buscan imitar las costumbres y,
por fin, del carácter moral de los hombres que es correcto llamar
virtuosos y aun dichosos. Habría ya que ser dichoso o virtuoso,
cuando menos, para poder escribir una ética; pero hay estricta ne­
cesidad de escribirla y, sobre todo, de seguir sus prescripciones
justamente cuando aún no se es ni virtuoso ni dichoso.
La indicación más general de la que ya disponemos para hablar
de las virtudes morales consiste en que todas ellas son formas de
sometimiento del deseo a la razón. Parece, entonces, sumamente
plausible afirmar que puesto que las tendencias naturales han de
servir para alguna finalidad intrínseca, pues existen, su someti­
miento a la razón consistirá en que no se las deje ni exagerar ni de­
pauperarse, sino que se las expanda moderadamente y se las inte­
gre a unas con otras de modo que todas juntas sirvan a los fines
evidentemente superiores de la vida del hombre: los racionales, o
sea, los diferenciales de nuestra alma. No se trata de suprimir as­
pectos del deseo, sino, por el contrario, de combinarlos todos en su
justa proporción.
Ahora bien, una tendencia natural se traduce en acciones de­
terminadas que, como tales expresiones de la tendencia, son de
suyo placenteras. Desde este punto de vista, se puede decir que el
combate peculiar de la vida moral consiste en que la razón mode­
re los placeres y los dolores que se siguen del ejercicio y de la re­
presión de los actos en los que procura traducirse toda tendencia
natural. Hay que llegar, por decirlo de otra manera, a gozar y su­
frir con lo que se debe gozar y sufrir según la razón y la virtud, y
no con aquello que goza y sufre el mero animal irracional que po­
demos casi llegar a ser (y por el que empieza obligadamente
nuestra historia personal en todos los casos).
Aún se pueden precisar más estas últimas ideas, pues una ten­
dencia se dirige de suyo no sólo a exteriorizarse en actos, sino a
constituirse en hábito constante. De lo que se trata en la vida mo­
ral es de conseguir los hábitos excelentes o virtuosos, que serán,
como la cima entre los dos valles, el ejercicio racional y modera­
114 Sócrates y herederos

do de los actos consiguientes a cada tendencia. Una virtud, como


sus dos vicios correspondientes, no es ni algo que se sufre ni al­
go que se hace, sino algo que se tiene y según lo cual se hace la
vida y se la sufre, o sea, un hábito.
El medio virtuoso del que estamos hablando no es, por cierto,
una media aritmética o simplemente objetiva, sino -como ya se
habrá entendido- una media individual, personal, circunstancia­
da, puesto que, por ejemplo, no todos los hombres, aunque ten­
gamos las mismas tendencias, hallamos el mismo placer en el de­
sarrollo de cualquiera de ellas. Cada uno está a cada momento en
una fase distinta de su educación moral y por ello necesita cos­
tumbres perfectamente apropiadas a esta situación suya. En mu­
chas ocasiones, por ejemplo, no se puede corregir un vicio ya ad­
quirido más que exagerando en el sentido de su vicio opuesto,
para que finalmente la tendencia compense su desarrollo habitual
y se establezca en la cumbre a la que personalmente puede acce­
der el hombre de que se trate. Incluso así, es evidente que habrá
para cada uno casi infinitos modos de fallar la cumbre y uno so­
lo de dar con ella.
Por otra parte, hemos incluido ya en nuestra descripción de la
virtud un factor que habrá que subrayar en la definición técnica
que inmediatamente propondremos: el hecho de que el hombre
elige a cada paso, según la audiencia que la razón tiene en los de­
seos, qué acción ejecutar entre varias posibles y, sobre todo, en­
tre varias deseadas.
Si tomamos esto también en cuenta, entonces se entiende ya
por entero la definición técnica en cuestión, que dice que toda vir­
tud moral es un hábito de escoger que da con el medio respecto de
nosotros (medio este que viene definido por la razón tal como el
hombre virtuoso -el prudente, dice Aristóteles, por razones que
enseguida se verán- haría su definición correspondiente).
Al repasar los aspectos de la vida desiderativa, nos encontra­
mos con un amplísimo catálogo de virtudes y de vicios, que no
siempre tienen nombres. Para ser breves, enumeremos, en el orden
del propio Aristóteles, las virtudes morales que a él le parecieron
principales: la valentía, la templanza, la liberalidad, la magnifi-
El sistema del cosmos 115

cencía, la magnanimidad, la mansedumbre, la veracidad, el buen


humor, la amicabilidad, la justicia...
Según lo anterior, un hombre que actúa bien es en todo mo­
mento y ocasión un hombre que sabe lo que se hace, que escoge
su acción a partir de este saber, que es capaz de actuar firmemen­
te siempre en el mismo sentido y que encuentra su placer en ele­
gir habitual y constantemente vivir así, es decir, conforme a lo
que su razón dicta a su deseo (y pase lo que pase con la gloria o
reputación, con los demás placeres que tanto se estiman, con el
dinero, etc.). Asimismo, es un hombre que ha sometido sus de­
seos a su razón con vistas al libre ejercicio de la vida racional, o
sea, al desarrollo de las virtudes dianoéticas, en cuyos actos ha de
consistir más directamente la felicidad verdadera.
Al observar desde esta perspectiva el problema de la vida mo­
ral, enseguida reconocemos que vale la pena analizar algo más
despacio ciertos lados de ella que todavía hemos pasado por alto.
Por ejemplo, no se puede decir que un hombre actúa en sentido
moral cuando se le hace violencia o cuando ignora algunas cosas
que resultan esenciales. Y otras veces deberá reconocerse que la
coacción y la ignorancia sólo son impedimentos, pero no exi­
mentes de la responsabilidad moral, es decir, que la acción ha si­
do un mixto peculiar entre acto moral y acto involuntario o sin
calificación moral posible.
Aristóteles no quiere resolver tampoco este tema de manera
excesivamente tajante. Por un lado, reconoce que hay cosas que
no deben hacerse aunque haya que entregar la vida a cambio; por
otro, reconoce que no se debe condenar a alguien que, por miedo,
por ejemplo, de males mayores, consiente en alguna acción a la
que se le coacciona. Pero salva un dato fundamental, que extien­
de también al caso de la eximente o atenuante por ignorancia: que
la acción objetivamente mala no haya gustado a su autor.
En cuanto a la ignorancia, se debe diferenciar su caso del de
aquel que simplemente está en una determinada ocasión ignoran­
te de lo que se hace (por ejemplo, borracho o ciego de furia). Es­
tos últimos ejemplos lo son de agravantes, no precisamente de
actos que deban disculparse.
116 Sócrates y herederos

Con todo, Aristóteles ha dejado dichas tantas cosas que deben


saberse bien para que el acto sea moralmente calificable, que ha
abierto de hecho el camino a la casuística posterior incluso en sus
manifestaciones laxistas. Habría, en efecto, que tener una clara
conciencia no sólo de quién actúa (esto es casi imposible igno­
rarlo) y qué hace, sino también de una larga serie de circunstan­
cias: respecto de qué y quién, cuándo y con qué, para qué exac­
tamente, cómo...
Actuar adrede, o sea, sin coacción ni ignorancia, no es aún, co­
mo sabemos, una descripción completa de la acción moralmente
calificable, sino tan sólo el primero de los rasgos que ha tenido en
cuenta la descripción que hemos ofrecido. (Aristóteles exagera
afirmando, por ejemplo, que también los niños actúan adrede, y
hasta los animales, pero no se los puede calificar moralmente).
Hace falta además la elección, que es una especie del genérico
actuar adrede o voluntariamente. Una especie sólo propia de la ac­
ción humana, porque supone la deliberación, que es imposible si
no se posee una razón.
La elección no se debe confundir con algunos otros fenóme­
nos de la vida humana que le están realmente muy próximos, co­
mo son la opinión o el querer. Parece, en efecto, que la elección
con la que termina una deliberación es simplemente una opinión,
una sentencia, o, por otra parte, una volición con la que culmina
esta misma sentencia. Pues bien, se puede querer incluso lo im­
posible, pero no se lo puede elegir (no tiene sentido decir que eli­
jo modificar el pasado, por más que lo quiera); se puede querer
algo que en absoluto está en la mano del que lo quiere, pero no
cabe elegir esto mismo (yo, por ejemplo, no elijo que el ganador
de las elecciones sea mi partido, por mucho que lo quiera); se
quiere ser dichoso, pero la verdad es que lo que elegimos es cada
vez algo mucho más modesto: este o aquel medio para conseguir
al final la dicha.
En cuanto a la opinión, de todo se opina, pero no todo se elige:
únicamente elegimos lo que realmente está a nuestro alcance. En
segundo lugar, la opinión es verdadera o falsa, mientras que la
elección es buena o mala en sentido moral. Y una elección mala
El sistema del cosmos 117

nos hace malos a nosotros mismos, igual que una buena contribu­
ye a hacemos buenos (no así las meras opiniones). Al opinar, sim­
plemente afirmamos que algo es o no es, que es así o de otro mo­
do; al elegir, lo que escogemos es hacer u omitir, tomar o rehuir.
Podemos, además, opinar lo que no sabemos bien, pero sólo debe­
mos decir que hemos escogido cuando lo hemos hecho muy a sa­
biendas (pues la elección es incompatible con lo repentino). En fin,
podemos, por desgracia, opinar perfectamente y elegir muy mal.
¿Sobre qué cosas cabe, pues, deliberación y, por lo mismo,
elección? Evidentemente, sólo sobre aquellas que están a nuestro
alcance hacer u omitir, pero no sobre lo eterno, ni sobre lo que es
físicamente necesario, ni tampoco sobre lo puramente azaroso o
casual. Ni siquiera deliberamos y escogemos acerca de todo lo
que los hombres pueden en general hacer u omitir, sino sólo so­
bre lo que cada uno de nosotros, en las circunstancias presentes,
deberá hacer o evitar.
En definitiva, el verdadero principio de la acción, su causa
eficiente, es la elección, cuyos principios, a su vez, son la razón,
de un lado, y la tendencia natural, del otro (y mejor sería decir: la
tendencia natural en cuanto ha sido ya objeto explícito de nuestra
volición). En efecto, la buena elección, de la que depende en rea­
lidad la virtud (y que a la vez es fruto de la virtud misma), tiene
como condiciones tanto la verdad racional como la corrección de
nuestra tendencia. (Llega Aristóteles a escribir que el hombre es
el principio llamado elección).
Si miramos ahora en la dirección de las virtudes referentes a
la forma superior de la vida humana, o sea, a las dianoéticas o in­
telectuales, reconoceremos inmediatamente que han de ser aque­
llos hábitos gracias a los cuales estemos en la verdad, tanto cuan­
do afirmemos como cuando neguemos (o sea, poseídos los cuales
quede excluida la posibilidad del error).
La vitalidad o alma racional puede ser considerada desde un
doble punto de vista, según que su objeto sean los seres necesa­
rios o que lo sean los seres contingentes, es decir, los seres que
podrían también ser distintos de como de hecho son. De lo nece­
sario, como sabemos, no cabe deliberación ni elección. Entre los
118 Sócrates y herederos

seres necesarios no se juega nuestra existencia moral. Respecto


de ellos sólo cabe la contemplación (la teoría). Las virtudes de la
pura teoría son la inteligencia (de los principios), la ciencia (de
los teoremas, o sea, de las verdades que se demuestran desde los
principios) y la suma de ambas: la sabiduría. El hombre sabio es
aquel que de modo habitual contempla la verdad de los seres ne­
cesarios (las esencias de las cosas, los cielos, la sustancia divina)
yendo con seguridad de los principios a las conclusiones más ale­
jadas, defendiendo la verdad, si es el caso, contra cualquier im­
pugnación o cualquier tergiversación.
Las cosas que pueden ser de un modo o de otro son aquellas
en las que el hombre puede intervenir o bien fabricándolas o ela­
borándolas, o bien sencillamente haciéndolas; dicho de otra for­
ma: las cosas que se pueden calificar de bien o mal hechas en el
doble sentido de la técnica y de la moral. Cuando poseemos la
verdad sobre las cosas que pueden ser fabricadas o elaboradas,
Aristóteles dice que estamos en posesión del arte o técnica co­
rrespondiente; cuando poseemos la verdad sobre las acciones del
ámbito moral, Aristóteles dice que hemos adquirido el hábito lla­
mado prudencia. Resulta evidente que la sabiduría y la prudencia,
en este orden, son las más altas virtudes intelectuales. Y está tam­
bién muy clara la descripción detallada de lo que sea la pruden­
cia: quien la tiene es quien delibera adecuadamente sobre cada
circunstancia de su acción y, en especial, sobre el fin último al
que debe dirigir toda su existencia.
Como se ve, no cabe ser prudente sin ser bueno, pero tampo­
co cabe ser bueno sin ser prudente. Quiero decir: la virtud moral,
puesto que supone la elección, la cual supone a su vez la delibe­
ración, no es posible sin la virtud de la prudencia; pero también
ocurre que sólo puede ser prudente quien se acostumbra a actuar
como actúan los buenos. Sólo delibera correctamente el que ha
empezado de hecho a dominar los excesos del deseo a los que na­
turalmente se vería llevado sólo por el atractivo del placer animal
y la repulsión del dolor animal.
Como cabe suponer, la prudencia alcanza su cima en la capa­
cidad de legislar para todo el Estado según lo que a todo él y a ca­
El sistema del cosmos 119

da uno de sus miembros conviene realmente hacer. Y entre lo que


llamamos cortamente prudencia, y que sólo se refiere a nosotros
mismos como individuos, y esta suprema forma de la prudencia
política hay aún la prudencia respecto de la casa o la familia (la
prudencia «económica») y las formas inferiores de la misma pru­
dencia política: la propia del juez al aplicar las leyes y la propia
de quienes deliberan sobre los asuntos del Estado.
Aristóteles termina sus consideraciones sobre la prudencia
comparándola con la sabiduría, como si se hallara respecto de és­
ta en una relación análoga a la que hay entre la salud y la medici­
na. El hombre ha de adquirir la prudencia si aspira realmente a la
sabiduría; un Dios sólo vivirá la sabiduría.
En cuanto a la sabiduría, y sobre todo en cuanto a la mejor par­
te de ella, que es la inteligencia, el elogio de Aristóteles no puede
ser más exaltado: o es ya divina o, por lo menos, habrá que decir
de ella que es la parte más divina que hay en nosotros. Efectiva­
mente, su acto es lo más poderoso que hallamos en la naturaleza
humana y también lo más placentero, y de suyo lo más constante
y autónomo. La inteligencia necesita sencillamente su eterno ob­
jeto; sin embargo, esto no ocurre con la justicia, con cualquier vir­
tud moral ni con la misma prudencia. Tales virtudes no se pueden
ejercer en cualquier momento, con independencia de todo, conti­
nuamente, sino que necesitan gran cantidad de otros factores, mu­
chos de los cuales son, además, precisamente objeto de explícito
combate por nuestra parte. Sólo entre los hombres y en medio de
las dificultades se puede ser virtuoso; pero aun sin hombres ni
conflictos se puede ser sabio. Y el gozo de la inteligencia, además,
va creciendo por sí mismo, como desde su centro, a medida que se
pone en acto. En verdad, aunque el hombre sea mortal y no deba
olvidarse de su condición, nada le conviene más que contemplar lo
inmortal y hacer cuanto esté en su mano para lograr vivir pare­
ciéndose así a Dios lo más posible.

Hasta aquí lo relativo a la ética. La política, por su parte, es una


necesaria ampliación de la ética debido al hecho de que el hombre
no puede alcanzar su entelequia más que en sociedad con otros
120 Sócrates y herederos

hombres, y sobre todo organizado en el Estado. La finalidad por la


que éste existe es, pues, el bien común de sus ciudadanos, que
tiende a ser la posibilidad de que un alto número de ellos realice la
plenitud de la naturaleza racional. Pero Aristóteles ha pensado que
el bien común del Estado queda fuera del alcance si no hay en él
esclavos y modos de vida distintos en unos y otros estamentos.
Un Estado aceptable puede, por lo demás, organizarse de mo­
do que el gobierno lo tenga en sus manos el pueblo entero (de los
hombres libres), unos pocos (los mejores) o uno solo. Respectiva­
mente, las formas de constitución aceptables son tanto las demo­
cráticas, como las aristocráticas y las monárquicas. Pero es difícil
que un Estado que sólo se gobierne por uno de estos sistemas, sin
alguna mezcla de otro, no llegue a pervertir su finalidad y desle­
gitimarse como demagógico, oligárquico o tiránico.
5

EL DOGMATISMO Y LA VIDA BUENA

1. LOS AMIGOS DE LO IDEAL Y DE PARMÉNIDES

Lo inclasificable de Sócrates resalta poderosamente sobre to­


do cuando se observa el conjunto de sus reflejos en la filosofía
del siglo IV Platón (y Aristóteles) desarrollan, evidentemente, la
doctrina socrática del eidos y conservan la noción fundamental de
que la filosofía es ante todo evos y responsabilidad individual por
la verdad; dicho con otras palabras, no cabe ninguna ontología sin
base ética, dado que ninguna pregunta es ni más urgente ni más
amplia que la que interroga por el bien, por el modo como debe
vivir el hombre. Pero conocemos -dejando a un lado las escasísi­
mas informaciones acerca de las Escuelas de Eretria y Elis, fun­
dada esta última por aquel Fedón al que hizo célebre su amigo
Platón titulando con su nombre el diálogo del día en que Sócrates
murió- al menos tres modos más en los que la personalidad enig­
mática del filósofo se reflejó en otras tantas escuelas (alguna de
las cuales sobrevivió siglos e influyó extraordinariamente en la
cultura del periodo helenista e incluso en el cristianismo).
La primera escuela se abre con Euclides de Mégara. Este pen­
sador, originario de la pequeña ciudad próxima a Atenas en la que
se refugió Platón a la muerte de Sócrates, indudablemente entre
los amigos filósofos que la habitaban, combinó el eleatismo, la
erística y el socratismo. Lo uno y único que existe es de naturale­
za ideal, o sea, eterno e inteligible, y es lo bueno mismo, en tor­
no al cual reflexionó y dialogó Sócrates a diario. La presunta, la
aparente realidad de lo sensible y particular, es esencialmente va-
122 Sócrates y herederos

ga, lábil, ininteligible. No tiene sentido ordenar lo ideal a lo sen­


sible; es decir, lo ideal no es participado o imitado por las apa­
riencias sensibles, porque es imposible una degradación así de lo
eterno. No debemos pensar que lo realmente real, lo perfecta­
mente inteligible y bueno, sea una extensa colección de formas
que nos permiten ordenar en clases lo sensible, como si cada una
recogiera una inteligibilidad de la que, bien analizado, carece eso
sensible. En consecuencia, es sólo una ilusión producida por la
variedad de las palabras el creer que hay múltiples realidades
eternas. Deberían su multiplicidad a la multiplicidad de lo sensi­
ble. Desconectado de ello, lo inteligible se reduce a unidad, por
más que el lenguaje la revista de muchos nombres y muchas ad­
jetivaciones.
Los «amigos de las ideas», como Platón quizá llama a Eucli-
des y su círculo en un pasaje de su Sofista, si lo son tan apasiona­
da y exclusivistamente como acabo de describir, concluyen en un
solo eidos de la misma estructura que el Uno-Ente de los eleáti-
cos. Y derivan dos series de secuelas interesantes. La primera, un
conjunto de argumentos tendentes todos a que se logre clara con­
ciencia de la vaguedad fatal de lo sensible múltiple; la segunda, la
afirmación de que sólo lo que está en acto (en energía) puede al­
go, o sea, está en potencia de algo. Esta tesis se dirige contra Aris­
tóteles, desde luego, y, por tanto, seguramente fue forjada por los
continuadores de Euclides, a los que, en cualquier caso, parece
que también se debe la mayoría de los argumentos sobre la in­
comprensibilidad de lo sensible. No significa que lo que está en
acto esté también en potencia, sino que niega toda realidad a al­
go así como lo posible: sólo lo activa y enérgicamente real es po­
sible. Nada es posible si no es real.
Es fácil ver que esta restricción de lo posible, que lo termina
haciendo coincidir con lo estrictamente real, se deduce directa­
mente del desprecio filosófico de lo sensible, o sea, de lo que su­
ponemos que cambia (quizá continuamente). Si sólo es lo que de­
finitivamente es, nada más que el acto existe, sólo él es real y sólo
él puede algo (a saber, ser lo que ya está siendo desde siempre y
para siempre).
El dogmatismo y la vida buena 123

En los argumentos que atacan de manera frontal el cambio no


encontramos apenas originalidades que no se conozcan desde Ze-
nón. Sin embargo, sí son nuevos los que procuran manifestar la
vaguedad sin esperanza de cura de todo lo aparente a los senti­
dos. Ése me parece que es, dentro del conjunto de estos materiales
erísticos, el sentido original del Mentiroso, que Diógenes Laercio
atribuye a Eubúlides de Mégara, a quien hace asimismo respon­
sable de las paradojas que vamos a ver a continuación. En la ver­
sión de Cicerón, este problema capital de la semántica se plantea
de la siguiente manera: «Si dices que mientes y dices la verdad,
mientes; pero dices que mientes y dices la verdad, o sea, mien­
tes». Una estela funeraria nos pone sobre aviso: «Soy Filetas de
Cos. Me hicieron morir el Mentiroso y las noches de insomnio
por su causa».
En el dominio de lo ideal único no puede aparecer -sólo en él
no puede aparecer- ni siquiera la posibilidad de uno que hable co­
mo este dialéctico terrible, del que hace memoria Pablo de Tarso
0Carta a Tito 1, 12), quien atribuye al arcaico poeta Epiménides
de Creta un verso, medio plagio de Hesíodo, que empieza dicien­
do: «Los cretenses siempre mienten...».
El argumento Electra ha dado también mucho quehacer a la
lógica de todos los siglos. Electra ve y conoce, claro está, a Ores­
tes que llega tras larga ausencia; pero, dado que no lo reconoce
hasta que él no se revela con pruebas irrefutables, al mismo tiem­
po no lo conoce cuando lo ve la primera vez. Cualquier objeto
sensible puede saberse e ignorarse al mismo tiempo. Hoy diría­
mos que si intentamos entender de modo puramente extensional
la frase: «Electra conoce este objeto», se da lugar a la antinomia.
Las percepciones de un mismo objeto difieren intensionalmente,
o sea, conceptualmente: dependen de la interpretación que se dé
en cada caso al objeto. Lo cual avala el escepticismo megárico
acerca de la realidad aparente de lo sensible.
El Sorites, o sea, el Montón: dos no son un montón; añadamos
un grano más, que tampoco es en sí un montón: tres no será un
montón. Pero si seguimos añadiendo no montones a no montones,
de pronto tenemos, no sabemos bien cuándo, en la terrible vague­
124 Sócrates y herederos

dad de las apariencias, un auténtico montón. Si restamos pelo a


pelo, obtendremos, a la inversa, el Calvo...
De otra índole -menos seria- es el Cornudo, que ya utiliza el
equívoco sexual que continúa vigente en el léxico de las lenguas
romances: «Cuanto no te has quitado, lo tienes; no te has quitado
los cuernos, luego los tienes». Recuerda al acertijo de los niños
que hablaban de piojos a Homero («Lo que hemos atrapado lo he­
mos dejado; lo que no hemos atrapado, lo traemos»), y el sabio,
en la malévola broma popular recogida por Heráclito, no se ente­
raba de lo que le decían. Recuerda, sobre todo, las preguntas cap­
ciosas de los abogados marrulleros: «¿Desde cuándo no pega el
acusado a su mujer?». Cualquier respuesta supone ya —otra vez la
maldición de los contornos difusos de todo lo sensible y múlti­
ple- una condenación de sí mismo como maltratador.
El argumento megárico más célebre es, sin embargo, el Sobe­
rano, que se atribuye, pese a este nombre triunfal, a Diodoro Cro-
no (el adjetivo del mote quiere decir viejo tonto). Epicteto lo enun­
cia de una manera nada clara. Dice que se establece una pugna si
afirmamos estas tres cosas, todas ellas plausibles, o sea, todas ellas
creídas en la vida corriente que se rige por los sentidos y hace po­
co caso de lo ideal: «Todo lo pasado es necesariamente verdade­
ro; de lo posible no se sigue lo imposible; es posible algo que ni es
verdadero ni lo será». Continúa Epicteto informándonos de que
Diodoro se decidió por la incompatibilidad entre la conjunción de
las dos primeras tesis y, por otro lado, la tercera; y como aquella
conjunción lo es de dos afirmaciones tan sumamente plausibles
que llegan a evidentes, se hace preciso rechazar la tesis tercera.
Zeller muestra el porqué: si admito que algo puede ser posible sin
que jamás llegue a ser real -lo que, insisto, parece la definición
misma de lo posible, al menos de lo lógicamente posible, según el
sentido común y el sentido de la lengua-, como también hay que
decir, desde luego, que lo real pasado antes de ser real fue posible
(ab esse adposse valet illatio, es buena la consecuencia que infie­
re de la realidad de algo su posibilidad), estaríamos diciendo, sin
darnos seguramente cuenta, que lo mismo que es necesario (una
vez pasado) podría no haber ocurrido (es no-necesario).
El dogmatismo y la vida buena 125

Por si acaso no se capta de inmediato, repitamos desde otro


punto de vista lo que parece haber dicho Diodoro (y Epicteto es­
taba a distancia de unos cuatrocientos años; lástima que las demás
fuentes antiguas mencionen el Soberano como cosa tan conocida
que no hace falta explicarla): yo, desde aquí, pensando en si ma­
ñana habrá o no un atentado suicida en Bagdad, considero que es
un hecho perfectamente posible. Tanto si ocurre mañana como si
no, lo doy por posible. Pongamos que ocurre. Todo lo pasado que­
da rígido en la necesidad: no cabe reformar el pasado; el pasa­
do es necesario. Dicho en los términos estrictos de nuestra lógica
megárica: si ocurre, entonces es que lo posible se ha vuelto real;
mejor dicho, se ha vuelto necesario. Pero eso, según el Viejo Ton­
to, como dirían sus enemigos (los escépticos, los epicúreos...),
significa que nunca ha sido posible que mañana no ocurriera el
atentado; simplemente, yo ignoraba la verdadera situación de lo
ontològico. Si hubiera sido posible que no ocurriera lo que ocu­
rrió, entonces, como una vez ha tenido lugar el atentado, debo de­
cir que es imposible que no haya tenido lugar, y habrá sucedido
una monstruosidad: que de lo posible se sigue lo imposible. Y se­
ñalemos una tercera perspectiva todavía: hoy es imposible que
Kennedy no haya muerto en Dallas en octubre del año 1963. Si en
agosto de 1963 era posible, entonces de lo posible se siguió lo im­
posible. En absoluto -respondería Diodoro-; lo único que pasaba
es que tú ignorabas qué era posible y qué no lo era. En definitiva,
lo posible es lo que se realiza ahora o en el futuro: lo que es y lo
que será. Eso si es que admitimos alguna pluralidad, alguna sen­
sibilidad, algún cambio. Quizá lo hacía Diodoro, porque el insul­
to «Crono» debe de aludir secundariamente a su preocupación
por el tiempo, que según el Soberano revela a los hombres lo po­
sible (y en la actualidad la cuestión se debate en un apartado es­
pecial de la lógica).
La última consecuencia es que lo real (presente y futuro, y por
lo mismo también pasado) es lo mismo que lo posible, aunque los
hombres digan otra cosa con frecuencia. Y si lo real es lo posible,
entonces lo irreal es lo imposible. De modo que lo real no sólo es
posible sino que, como opuesto de lo imposible, es también lo ne­
126 Sócrates y herederos

cesario. Consecuencia esta que quizá fue extraída ya sólo por Ze-
nón de Citio, el fundador del Pórtico o Estoicismo; aunque Zenón
no es discípulo de Diodoro sino de Estilpón, y las fechas de las
vidas de Zenón y Diodoro no hacen nada fácil la dependencia. Pe­
ro ya he dicho que nuestra información no llega a los pormenores
de modo fiable. Y además, lo que sí sabemos es que los sutiles
dialécticos de Mégara fueron coincidiendo cada vez más con al­
gunas tendencias básicas de la filosofía cínica. Las dos escuelas,
por vías distintas, prepararon la llegada del estoicismo. De hecho,
Zenón de Citio fue discípulo de personajes de ambos grupos (y
también del resto de las escuelas presentes en Atenas a finales del
siglo IV, sobre todo la Academia).

2. E l hedonismo y su curva declinante

Para el estudio de los otros sorprendentes reflejos de Sócrates


conviene tomar en consideración que la Academia Antigua (Es-
peusipo y Jenócrates son los dos primeros escolarcas, muerto Pla­
tón y emigrado Aristóteles) dividió el conjunto de las enseñanzas
filosóficas en Dialéctica, Física y Ética. Por regla general, en el
nuevo espíritu de sistema y escuela —escolástica y lección, más
que creación e investigación- se proponía al estudiante que si­
guiera este mismo orden en su aprendizaje. La Física trata de lo
real, de lo que ya espontáneamente está ahí siendo cuando co­
menzamos a sentir y pensar, incluida nuestra propia realidad; la
Ética, de lo que debe ser, de lo que podemos y debemos hacer y
evitar; la Dialéctica, -que pasó, seguramente en la Estoa, a deno­
minarse Lógica-, de nuestro conocimiento tanto de la naturaleza
como de la esfera de la acción o la libertad (aunque esta descrip­
ción no conviene a todos los sistemas escolares helenísticos). En
fin, como dicen las antiguas metáforas estoicas, el fruto es la Éti­
ca; el jardín, la Física; la cerca protectora, la Dialéctica. O tam­
bién, la yema es la Ética; la clara del huevo, la Física; la Lógica,
tan sólo la cáscara, imprescindible, desde luego, pero nada más
que introductoria a lo que cuenta de veras y es fecundo.
El dogmatismo y la vida buena 127

La división en estas tres disciplinas fue comúnmente aceptada


por la Antigüedad y aún la elogia Kant, evidentemente, con razón.
Aristipo de Cirene, de quien se dice que fue el primero de los
socráticos en ganar dinero con sus enseñanzas (incluso se habría
atrevido a tentar a Sócrates con dinero a cambio de diálogo; pero
seguramente ambas noticias no pasan de ser clásicas anécdotas
acomodadas con sana mala intención al carácter de una filosofía
peculiar, según ocurre con tanta frecuencia), se preocupó muy po­
co de cuanto no es la Ética. Se anticipaba así a los largos tiempos
postalejandrinos, cuando el Estado democrático sucumbió por si­
glos, de modo que la dicha privada pasó a ser el negocio esencial
del sabio, el único campo realmente dejado aún a la acción del fi­
lósofo. Por otra parte, prolongaba las tendencias de la Sofística y
establecía un puente entre ella y Epicuro. De hecho, la superiori­
dad del Jardín epicúreo sobre la Escuela de Cirene fue tan mani­
fiesta, que la vida de los hedonistas de viejo estilo duró menos que
la de las restantes tendencias de los que solemos llamar socráticos
menores. Aún así, la prolongación a lo largo de cierto espacio de
tiempo permite que los catálogos biográficos recojan entre los dis­
cípulos directos o indirectos de Aristipo a su propia hija y a perso­
najes tan especiales como Teodoro el Ateo (por otro nombre, el
Dios, según Diógenes Laercio) y a Hegesías el propagandista de la
eutanasia, el Peisithánatos, el que persuade a morir.
La opinión central de Aristipo es que debe el hombre concen­
trarse absoluta, rotundamente y cuanto antes en la cuestión del
bien y el mal, a saber, en la tarea de la plenitud, que es, a secas, la
dicha; o expresado más claramente: el placer.
El Sócrates del platónico Protágoras mostraba que sólo es
agradable, placentero, lo que realmente nos beneficia, es decir, lo
bueno; de modo que resulta un disparate de ignorantes afirmar
que el placer nos vence cuando nos apartamos de lo que realmen­
te nos conviene, de lo que de verdad nos haría dichosos. Y, en de­
finitiva, hasta las más exigentes doctrinas acerca del bien defini­
tivo post mortem han seguido siempre incluyendo (Kant mismo)
la dicha, el gozo, la felicidad sentida como tal, entre los frutos
que allí se dan sin escaseces.
128 Sócrates y herederos

Aristipo propuso analizar cuál sea el fin auténtico de la vida


recurriendo a aquello que ésta espontáneamente antes rechaza y
antes reclama, incluso cuando la cultura no ha intervenido toda­
vía. Confió, pues, en algo así como la inocencia y la suprema sa­
biduría de la vida, sólo que de la vida tal como nace, de la misma
vida animal que está después llamada a ser el soporte de la vida
racional. Aristóteles criticó luego este punto de partida, precisa­
mente porque iguala del todo al hombre con cualquier animal su­
perior, quizá con cualquier animal en absoluto.
La observación externa e interna reconoce que lo placentero
se escoge por sí mismo y lo doloroso se rehúye también por sí
mismo. No el placer total, que es cosa que ni conocemos, sino los
placeres parciales, los inmediatos.
Si nos reducimos a este objetivo, cree Aristipo que no nos es
posible establecer diferencias entre los placeres; por ejemplo, que
no podríamos decir que un placer es más intenso, más agradable,
que cualquier otro (el cual, ausente, debe ser comparado con el
presente por la memoria, y lo que los cirenaicos usan como canon
o criterio en este asunto es el gozo inmediato, el puro instante
presente delicioso: «Sólo es nuestro el presente»).
Resulta una contradicción aparente que haya sostenido tam­
bién Aristipo la superioridad de los placeres corporales sobre los
anímicos (y la simétrica superioridad de los dolores corporales
sobre los meramente espirituales). Seguramente lo que quería de­
cir es que un placer anímico no es sino la reflexión sobre otro cor­
poral, de manera que tan sólo éste es plenamente placer parcial
y momentáneo, o sea, aquello a lo que directamente se refiere la
doctrina que él propone. Y encontraba una prueba de ello en el
hecho de que los castigos de los criminales no son anímicos sino
físicos (empiezan por ser dolores «reales», de los cuales se pue­
den derivar, casi con certeza, torturas de índole moral).
En realidad, todo lo que positivamente se siente, todas las
afecciones en el presente puro, o son dolor (ponos) o son placer
(hedoné). No imaginemos que la ausencia de dolor es ya placer o
que la ausencia de placer es ya dolor; al contrario, la ausencia de
afección es precisamente insensibilidad. Los placeres y los dolo­
El dogmatismo y la vida buena 129

res no deben definirse, pues, con ningún medio que evoque la in­
sensibilidad o, menos aún, que se reduzca a ésta. Aristipo intenta
describir la positividad de los afectos primarios recurriendo a lla­
marlos movimientos: nuestra experiencia de ellos es la de un pro­
ceso, que diremos que es áspero en el dolor y suave (literalmente,
liso) en el placer. Estar gozando un placer real es algo así, según
un testimonio antiguo, como estar siendo mecidos por una ola apa­
cible, como navegar con viento favorable por mar llana. De aquí
que, si bien es preciso dominar el afecto y no dejarse dominar del
todo por él, esta superioridad del hombre que goza sobre su placer
no es la abstención, no consiste en la renuncia; sino que precisa­
mente está en usarlo conservando el timón, como sugiere la ima­
gen del oleaje adecuado para la travesía de la vida.
De donde se sigue que no necesariamente el sabio gozará más.
Es verdad que habrá desechado muchas estupideces sobre la vida
buena que suelen llevar a los ignorantes a malograr todos los pla­
ceres que se ofrecen; pero el mero conocimiento necesita ser com­
pletado con el ejercicio. Incluso el que sabe ya esto mismo, aún
precisa ejercitarse en el viaje del placer.
Otra ventaja del sabio verdadero es que contemplará un pano­
rama más amplio a propósito de lo que llamábamos, con los cire-
naicos, las partes o lo parcial del placer. Le será más fácil propor­
cionarse placeres más abarcantes que al que nunca ha pensado
profundamente en el problema. Y en lo que hace a rehuir los place­
res puramente ilusorios, sólo él habrá entendido a tiempo que, por
ejemplo, la envidia, el amor apasionado, la creencia en los dioses
(dando por supuesto que es inseparable de algún modo de temor
hacia ellos) y hasta el dinero son desdeñables (aunque este último
sea causa próxima de placeres y, por tanto, esté en mejores condi­
ciones de preferibilidad que los anteriores miembros de esta lista).
La enseñanza de Aristipo se radicaliza, de hecho, cuando lle­
gamos a las cuestiones de la Dialéctica y la Física. Parece que es­
te socrático heterodoxo fue comprendiendo paulatinamente que la
defensa de su teoría exigía sostener no sólo que el criterio de lo
verdadero es la afección gozosa, sino que, mucho más allá de es­
to y bien analizada la situación del conocimiento, sólo el placer y
130 Sócrates v herederos

el dolor presentes son realidades evidentes y, por tanto, las únicas


que debemos admitir. Saber algo de la realidad exterior (de la Fí­
sica, fuera de los límites estrechos de lo ético) tendría que empe­
zar por significar saber que hay fuera de nuestros afectos algo que
los causa y que precisamente es tal y como nosotros lo sentimos
en sus efectos dentro de nosotros mismos; pero no tenemos ningu­
na evidencia a este respecto. De hecho, ni siquiera sabemos si to­
dos sentimos o no exactamente lo mismo cuando lo describimos
con los mismos términos. En efecto, si el ámbito de la verdad se
reduce tan ferozmente, desde luego que lo universal e ideal queda
excluido de él.
Finalmente, si Aristipo había reconocido los beneficios he-
dónicos de la amistad, su seguidor, Teodoro el Ateo o el Dios, la
impugna como imposible. El sabio de Teodoro es ya plenamente
«autosuficiente» (autarkes), pues no necesita, ciertamente, de un
amigo estúpido; pero tampoco de otro sabio ni, por lo mismo, de
la amistad de un dios. Asimismo -justifiquemos aún más comple­
tamente el alias de Teodoro-, esta autosuficiencia lo coloca per­
fectamente por encima de las opiniones mojigatas e hipócritas de
la multitud ignorante respecto de la vida buena. Prolongando ten­
dencias ya presentes en el fundador de la escuela, Teodoro lleva la
indistinción de los placeres inmediatos hasta el extremo, paralela­
mente a lo que, por razones opuestas, habría dicho un cínico: el ro­
bo, el adulterio y la profanación de lo sagrado no son cosas malas
por naturaleza, aunque tampoco lo sean buenas; depende de la oca­
sión el que deban escogerse a veces...
No pasemos por alto que hubo también secuaces de la Escue­
la de Cirene cuyo realismo los abocó a una posición extremada­
mente difícil, cercana al epicureismo y hasta sombría. Tal fue el
caso de Hegesías, cuando reconoció que la dicha, en los términos
de Aristipo, era imposible (ya Teodoro había situado la sabiduría
en puesto más alto que el placer, como se puede adivinar por lo
poco que de él he referido). La vida, en la que Fortuna (Tyche) tie­
ne un papel enorme, está de suyo llena de molestias, y sobre todo
de carencias. Hasta el punto de que nada es por sí mismo placen­
tero o doloroso, sino que lo estimamos una cosa u otra por reía-
El dogmatismo y la vida buena 131

ción con nuestras carencias (cuyo sentimiento es, pues, anterior,


primordial). En este sentido, al insensato le estará siempre bien
vivir -¿qué sabe él?-; pero al sensato la vida le será algo indife­
rente y tendrá a veces que preferir la muerte.
He aquí una extraña combinación entre la autarquía del sabio
y su constante dependencia de la llegada del placer que apaga una
necesidad y una falta. La antinomia salta por completo a la vista
y el hedonismo de Aristipo declina en sus nietos filosóficos.

3. L as consecuencias de la imposibilidad de la predicación

En la semblanza biográfica con la que Diógenes Laercio em­


pieza a hablar de Antístenes, el fundador de la Escuela cínica en
Atenas, se nos dicen especialmente dos cosas: la primera, que es­
te filósofo venía ya influido por los trucos retóricos de Gorgias
cuando llegó a manos de la amistad de Sócrates; la segunda, que
nada admiró tanto en su maestro de la madurez como su fuerza,
su resistencia y su apatía, es decir, su mantenerse firme e igual en
las circunstancias aparentemente (para todos los demás) favora­
bles o desfavorables. Heracles, de quien La defensa de Sócrates
platónica ya dice que tiene por auténtico sucesor al filósofo iró­
nico, es la divinidad de Antístenes y el modelo de su peculiar imi­
tación de los incesantes trabajos socráticos en mitad de la plaza
pública. Y si hay que poner un ejemplo de alguien que no sólo ha­
blara sino que hiciera proezas políticas por añadidura, entonces
Ciro, el primer emperador persa, es el preferido de Antístenes. De
él podía leer en Jenofonte, otro amigo del círculo de los socráti­
cos que había tenido una interesante experiencia de guerrero en
Persia, la semileyenda de la formidable educación ascética que
había permitido a un desconocido, a una especie de Bonaparte de
la Antigüedad, alzarse con el mayor poder del mundo y ejercerlo
para beneficio dq la libertad de sus innumerables súbditos de cien
patrias diferentes.
La libertad del hombre perfectamente independiente, perfec­
tamente dueño de sí y dominador de las situaciones que trae y lie-
132 Sócrates y herederos

va la Fortuna, es el ideal de la vida, es la bondad misma, la pleni­


tud que es preciso conquistar. Y hay que llegar a ella con tanta pri­
sa que la cultura y el estudio de la naturaleza casi estorban. La
cultura erudita en especial, porque puede llenar al ignorante con
la carga tremenda de todas las ignorancias de otros, que a él solo
muy bien pueden no ocurrírsele jam ás...
Pero la simpleza hacía decir a Aristipo, fijándose en lo primi­
tivamente animal del hombre, que el placer particular del mo­
mento es el bien y el dolor particular el mal. Error extraordina­
rio, que ya indica que cierto estudio del dominio de lo moral es
sumamente importante. En realidad, abrazar la tendencia animal
al placer constituye la forma más rápida de privarse de toda de­
fensa cuando esa afección no nos toca, sino que tan sólo hay su­
frimientos o ansias y vacío. Antístenes decía «continuamente»,
según el mismo Diógenes, que «preferiría estar loco a estar go­
zando». Justamente lo contrario es lo que debe perseguir el hom­
bre: endurecerse en el ejercicio de la virtud hasta hacerse una
roca de indiferencia frente a los avatares de la fortuna que no do­
minamos. Y no cabe endurecerse más que trabajando, en la as-
cesis, en el ponos mismo (que si antes lo traducíamos por dolor,
ahora podemos traducirlo por trabajo, o en latín, studium, es­
fuerzo). Si se quiere decir de otro modo, los placeres tras los que
debe ir el hombre son los que siguen al trabajo, no los inmedia­
tos que lo preceden. Se tratará tan sólo de algo así como la satis­
facción del deber cumplido o el gozarse en la obra bien hecha.
Expresado en términos más precisos, conforme a las enseñanzas:
No cabe duda de que hay legítimo deleite en verse invulnerable
por el ejercicio a los males cotidianos. Y es tan importante esta
invulnerabilidad que en casi todos los recuerdos que se nos han
conservado de los filósofos cínicos a lo largo de los siglos se re­
gistra el dicho de que no hay más alternativa que o la razón o una
cuerda (para ahorcarse).
Ese ejercicio, por cierto, es tanto del cuerpo como del alma; y
presupone la aceptación de otra de las ironías socráticas, sólo que
aquí está tomada demasiado sin ironía: que la virtud es cosa en­
señable y aprendible.
El dogmatismo y la vida buena 133

Esta irreductible independencia del sabio cínico confrontado


con los vaivenes de la fortuna es el factor que más propiamente lo
acerca a la divinidad, porque un dios es del todo inaccesible a la
desgracia y no se deja ablandar por ningún placer. El dios no ne­
cesita de nada; el sabio cínico logra necesitar lo menos posible, y
eso mismo lo necesita muy poco. Como siempre es abandonar la
guardia ceder a todo agrado inmediato y no trabajoso, enseguida
se echa de ver qué gran cantidad de cosas consideradas bienes por
las gentes son despreciadas por el cínico: la riqueza, la alta cuna,
la buena reputación... Casi son sus contrarios los tenidos por au­
ténticos bienes (expresamente se decía de la mala reputación, del
desprecio de la multitud, que era un bien, ya que significaba una
liberación y quizá el comienzo de que se pusiera atención en la
rareza espectacular de la vida de perro que lleva el cínico en me­
dio de la ciudad).
Una consecuencia fácil de sacar es la que sigue. Lo que pien­
san los muchos, que precisamente es lo que reina en los usos, las
costumbres y hasta las leyes de la sociedad, es un error derivado
de que no han puesto en práctica el rudo ejercicio que cumple la
primera de las tareas imprescindibles de la vida humana: la de
desaprender los vicios (ta kaká apomatheín). Pero entonces, si las
convenciones de todos están tan mal fundadas, ¿dónde encontra­
mos la base sólida que enseña el modo de vida del filósofo? En la
doxografía no encontramos el término que se viene inmediata­
mente a la mente; tanto más cuanto que lo habían empleado los
sofistas siempre en este punto, y los había seguido en ello Demó-
crito. Me refiero a la palabra que desde el principio repitió Zenón
de Citio, el fundador de la Stoa, discípulo de los cínicos: la natu­
raleza. En las tradiciones sobre Diógenes, el más célebre cínico,
casi se dice ya lo mismo: que el único Estado bien organizado, y
el único, por tanto, del que se reconoce ciudadano el filósofo, es
la politeía en kosmoi, o sea, el Estado que es el mundo todo rec­
tamente ordenado.
El combate práctico, político, contra las convenciones sociales
falsas y acomodaticias, sólo aptas, según la Escuela, para echar a
perder la vida de los hombres -que no pasarían nunca de niños mi­
134 Sócrates y herederos

mados-, fue el sello característico de la actividad de los primeros


cínicos. Convirtieron en deber constante mostrar de la manera
más pública posible que hay que vivir despreciando y violando
todo eso equivocado. Y es notable que por este camino se reunie­
ron en cierto sentido con los cirenaicos.
Me refiero a que apreciaron en la vida animal inmediata un
modelo de práctica de la misma virtud a la que aspiraban: los pe­
rros de la calle, por ejemplo, con los que muy pronto los compa­
ró la gente (además, el gimnasio de Atenas donde Antístenes
abrió escuela se llamaba Kynosarges, y los perros son los kynes).
Los perros no atesoran lo que no necesitan, no aprecian los bie­
nes inauténticos, se restringen a satisfacer sus necesidades y, des­
de luego, no forman Estados con constituciones varias y enfren­
tadas. Se limitan a vivir en armonía con la politeía en kosmoi, por
más carentes de discurso e inteligencia que estén. Algo muy pa­
recido se propone el cínico, que fomenta el regreso del hombre a
la vida del buen salvaje esforzado, al que sólo da miedo y respe­
to lo verdaderamente amenazante. Y así, la propaganda cínica
tendió a promover la ruptura de todos los tabúes imaginables.
Ninguna necesidad requiere pudor ni retiro, ni menos represión.
Lo que se ha llamado en los años 60 del siglo XX el amor libre
formaba, por poner un ejemplo no excesivamente descarado, cha­
bacano o «cínico», parte expresa del programa de acción de Dio-
genes; y Zenón tuvo que sufrir una reeducación terrible en el des­
precio de qué dirán, como requisito primero de la adquisición de
la sabiduría.
Por cierto, la inviabilidad de una política cínica radical y unl­
versalizada fue una de las fuentes de la dulcificación estoica de
semejante programa. La convicción de que no había nada serio
que obtener de una posible ciudad futura toda ella sólo compues­
ta de seguidores del cinismo, resultó esencial para el origen del
estoicismo, el cual, como se entenderá fácilmente, estaba llama­
do a ser la filosofía de más repercusión general de entre todas las
que ensayó la Antigüedad.
¿Por qué este giro inesperable hacia la naturaleza inmediata,
cuando antes hemos hablado tanto de la inferioridad filosófica de
El dogmatismo y la vida buena 135

los cirenaicos, que la elegían en el momento de determinar lo que


es de veras el objetivo de la vida humana? La razón última se en­
cuentra en que aún existe otro parecido grande entre Antístenes y
Aristipo: si Euclides de Mégara era excesivamente amigo de las
ideas, estos otros dos socráticos son absolutamente enemigos de
ellas. No por las mismas razones, sin embargo.
Hemos revisado someramente lo poco de lógica, o sea, de teo­
ría del conocimiento que practicaba Aristipo. La de Antístenes
parece haber sido aún más seca; consistió en rechazar la legitimi­
dad de toda predicación, de todo discurso apofàntico o enuncia­
tivo, de todo logos. El lenguaje se reduce así a los puros nombres
de las cosas: una serie de nombres propios, en el fondo, sin inte­
rés para la filosofía (para la ética).
Esta tesis extrema parece haber tenido dos fundamentos. El
primero es que, como recuerda un escolio al comentario de Sim­
plicio a las Categorías aristotélicas, Antístenes solía decirle a Pla­
tón que veía el caballo pero no la equinidad. En este sentido, da­
ría la impresión de que Antístenes era tan partidario de la mera
sensación como criterio del conocimiento cuanto lo era Aristipo;
sin embargo, Antístenes dejaba a un lado el carácter de afecto do­
loroso o placentero que, según se desprende de la doxografía so­
bre los cirenaicos, era todo lo que realmente distinguía Aristipo
en el sentir. No resulta fácil vincular este sensualismo con la imi­
tación de Heracles, Ciro y Sócrates... Pero es verdad que si los
predicados son universales y nada universal se admite, entonces
la predicación es ilusoria como método de conocimiento.
El segundo fundamento del alogismo de los cínicos es más cu­
rioso. En toda predicación hay, según explican los académicos y
los peripatéticos, una síntesis entre dos realidades de algún mo­
do diferentes: el sujeto y el predicado (el hypokeímenon y la ca­
tegoría). Pero eso es tanto como decir que A es B, que A no es
sencillamente A sino, además, no A. Seguramente pensó Antíste­
nes que esta magia -acabo de mencionarlo- no es factible sin el
recurso de los universales. Una realidad es única y sencillamente
ella misma: no comparte realmente nada con otras; por tanto, es
una falsedad llamarla con el mismo nombre que a esas otras. So­
136 Sócrates y herederos

lo le conviene su nombre propio, que señala ya a todo lo que en


ella se contiene. La única predicación admisible sería la que se re­
mitiera a repetir que A es A, o a lo sumo analizara -sólo que sin
fuga a nada universal- el todo en sus partes y atribuyera cierta
cualidad perfectamente individual al todo perfectamente indivi­
dual él también. Repito: más una cadena de nombres que un jui­
cio predicativo.
Es evidente que echamos de menos piezas sin las que no po­
demos reconstruir más que una sombra imprecisa de la doctrina
cínica. Lo que poseemos no nos permite redondear una dialécti­
ca y una física que apoyen la ética correctamente; y por más que
se nos repita que los cínicos despreciaron cuanto no fuera la par­
te ética de la filosofía, incluso la comparación con los cirenaicos
y las necesidades internas al sistema nos fuerzan a esperar que
ese desprecio no fue tan completo.

4. C ambio cultural en el final del siglo IV a .C.

Al menos desde Pitágoras y Heráclito, el problema del bien, la


cuestión de la excelencia de la vida humana, se interpretaba en
Grecia de manera natural como algo necesariamente dentro del
ámbito del Estado. El hombre es, ante todo, ciudadano; por tan­
to, la ética culmina siempre en la política. En el pensamiento ar­
caico y clásico de Grecia, no tendría sentido la empresa de que el
individuo se dedicara a la búsqueda de la plenitud de sí mismo al
margen de la sociedad política en la que vive.
Justamente esto que unos años antes no tenía sentido todavía
para los pensadores helénicos es, sin embargo, el programa y el
ideal de la tercera escuela de filosofía fundada en Atenas, después
de la Academia platónica y el Liceo aristotélico. Me refiero al
Jardín, abierto por Epicuro de Samos junto a sus amigos, aproxi­
madamente en 305 a.C. Pero en gran medida, aunque con matices
muy interesantes, es también parte de la sustancia de otra escue­
la nueva que en esos mismos años se estableció en la ciudad: el
estoicismo.
El dogmatismo y la vida buena 137

No puede caber duda de que algún acontecimiento de prime­


ra magnitud sucedió en el escaso tiempo que separa la fundación
del Liceo y la del Jardín, porque sólo así se puede entender un
vuelco tan extraordinario de las convicciones morales básicas, sin
por ello dejar de reconocerle a Epicuro una gran originalidad. Por
otro lado, el cinismo y la Escuela de Cirene habían anticipado al­
gunos factores, quizá también en parte porque las circunstancias
políticas del siglo IV, aun antes de Alejandro, hacían vislumbrar
hacia qué se encaminaba la historia.
El acontecimiento extraordinario es, sin embargo, la serie de
repercusiones de la campaña oriental de Alejandro Magno, que
alcanzó la región del Indo después de la conquista de toda Asia
Menor, Siria, Palestina, Egipto, Mesopotamia, Persia y el actual
Afganistán. La importancia de esta campaña no fue la creación
del mayor imperio conocido hasta el momento (de hecho, el im­
perio colosal de Alejandro quedó dividido inmediatamente des­
pués de su muerte en varios reinos, cuyas nuevas dinastías funda­
ron los principales generales del ejército macedonio), sino tres
consecuencias que tuvieron un alcance mucho mayor:
1. Comenzó la fusión de culturas más importante que registra
la historia, de la que resultó una civilización nueva que conoce­
mos con el nombre de helenismo; porque si bien los factores
orientales impregnaron la cultura griega anterior, ésta aportó los
tonos decisivos al conjunto resultante. (Y así siguió siendo cuan­
do Roma se apoderó, en los siglos siguientes, de los reinos hele­
nísticos situados en la cuenca oriental del Mediterráneo).
2. Quedó definitivamente alterada la idea clásica helénica del
Estado que, en su esencia, se reducía a los límites de una ciudad
donde todos los hombres libres podían conocerse y participar di­
rectamente en el gobierno y la administración de lo público.
3. El absolutismo monárquico y teocrático de los imperios
orientales antiguos sirvió de inspiración a los nuevos gobernantes
(y se perpetuó pronto en el imperio romano).
La nueva situación requirió nuevas escuelas de filosofía y
grandes transformaciones en las ya fundadas el siglo anterior.
138 Sócrates y herederos

5. Q u e EL PLACER ES EL SER

La primera en el tiempo de las nuevas escuelas de Atenas fun­


dadas en tomo al 300 a.C. subraya absolutamente que la obtención
de la felicidad es la meta esencial tanto del hombre como de la fi­
losofía. Contra el privilegio de la vida teórica en la ética de Platón
y de Aristóteles, Epicuro sostenía que no es filosófico un enun­
ciado que no cure un mal humano. Su idea de la filosofía es, pues,
enteramente terapéutica y práctica. La medicina aspira a sanar el
cuerpo con medios materiales (brebajes, sangrías, amputaciones,
cauterizaciones); la filosofía aspira a sanar el alma con el solo ins­
trumento de los discursos.
En estos mismos años, la Academia practicaba la filosofía ya
mucho más escolarmente que Platón, y la pensaba dividida, re­
cuérdese, en tres grandes disciplinas: física, ética y dialéctica, que
estudian respectivamente lo que existe (la naturaleza), lo que de­
be existir y cómo se conoce tanto lo que existe como lo que debe
existir (y aun el propio conocimiento). Epicuro adapta esta divi­
sión de todos los temas posibles de la filosofía, sólo que otorga el
primado absolutamente a la ética sobre la física y la dialéctica (que
él llamó canónica, porque canon significa criterio -de la ver­
dad-). Como el único problema realmente serio es diagnosticar y
curar el sufrimiento del alma, habrá que pensar sobre la naturale­
za lo que mejor convenga para resolver ese problema. Nada, pues,
de valorar por sí la contemplación de la verdad puramente por la
verdad misma.
Por otra parte, como la filosofía es la única vía que conduce a
la solución de esta cuestión en la que nos jugamos todo, y además
tiene éxito, según afirma con su propio ejemplo Epicuro, resulta
imprescindible filosofar al modo del Jardín (y abandonar las de­
más escuelas y las otras formas de vivir). Resulta indiferente la
edad que se tenga en un preciso momento, el trabajo, la clase so­
cial, el sexo y la cultura. Niños y viejos, hombres y mujeres, li­
bres y siervos, griegos y bárbaros tienen que filosofar si desean
aquello que sin ninguna duda constituye el fin último de todos: li­
berarse del dolor radicalmente, para siempre. Muy al revés que en
El dogmatismo y la vida buena 139

la Academia, en el Jardín se suponía que seguramente un exceso


de cultura puede ser contraproducente para filosofar bien; no en
vano, las muchas lecturas en ocasiones entorpecen el conocimien­
to personal, directo de la realidad.
El epicureismo es el más impresionante en su coherencia y en
su hondura de los ensayos hechos por el pensamiento filosófico
para borrar lo constrictivo del deber y situar a éste en la pura lí­
nea continua de la espontaneidad de la vida en el mundo.
El primer aspecto de la doctrina de Epicuro no es, sin embar­
go, propio de la edad ingenua. Consiste en reconocer, absolu­
tamente y con todas sus consecuencias, que únicamente la tarea
moral tiene importancia absoluta, que únicamente la vida moral
es lo unum necessarium. El hombre piensa para actuar y en actuar
le va todo. Da la impresión de que buscamos la verdad por sí mis­
ma, simplemente para enterarnos de cómo son las cosas; de cómo
es el mundo; de cómo somos Dios, los otros hombres y nosotros
mismos. Mas tal cosa resulta una ilusión. La palabra verdad sólo
significa realmente como vehículo para el bien y puesta al servi­
cio del bien. Es verdadero lo que nos beneficia, y tanto más ver­
dadero cuanto más nos beneficia. Nadie persigue la verdad por sí
misma o por satisfacer una curiosidad. Cuando creemos que eso
es lo que ocurre, nos hemos olvidado de lo más esencial: la bús­
queda del bien.
El hombre piensa, en definitiva, porque existe el mal; dicho
con más precisión, porque existe el dolor, porque sufre. Dolor y
sufrimiento son la experiencia del mal como tal, y mal significa,
simplemente, lo rechazable, lo intransitable, lo que apaga la vida
o la dificulta. Lo que no podemos es tolerar el sufrimiento, y to­
das nuestras ideas y nuestras palabras son, en conclusión, recur­
sos para obtener lo único que vale: rodear el dolor, esquivarlo, no
entrar en su esfera.
Naturalmente, nada de esto tendría sentido si no fuera porque
la situación en la que nos encontramos ya, antes de pensar filosó­
ficamente, es el sufrimiento. El mal nos ha alcanzado desde siem­
pre, y por eso no hay hombre que no entienda la palabra dolor y
no comprenda que de lo que se trata es de huir de él. Pero, tam­
140 Sócrates y herederos

bién naturalmente, nada de esto tendría sentido si pensar y hablar


ya hubieran tenido éxito en el único objetivo que en realidad po­
seen: la salvación del hombre presa del mal.
Así pues, la lucha contra el Enemigo se puede llevar de dos
formas. La que primero y casi siempre se ensaya resulta, sorpren­
dentemente, inútil y hasta quizá contraproducente la mayor parte
de las veces. Resulta torpe y absurda. De hecho, hasta que llegó
Epicuro -de aquí que mereciera honores de dios, según sus adic­
tos salvados- nadie había afrontado el combate contra el mal co­
mo se debe, o sea, de la única manera en la que ha de tener éxito.
Quiere decirse que la torpeza y la absurdidad de tanta palabra y
tanto inútil gesto de sabiduría no sólo tienen que ver con la estu­
pidez. Sería demasiada magnificación de esta indudable parte de
la esencia de los hombres. Lo que hemos de pensar es que no con­
ducimos el combate de la vida con auténtico valor. No atacamos
directamente el corazón de la fiera; no somos tan valientes y tan
lúcidos como necesitamos serlo para vencer.
Con todo, ¿es sólo un problema de fortaleza y de lucidez o
sinceridad? De nuevo, si respondemos que sí, elevaríamos a un
rango altísimo la cobardía y la doblez de los hombres, por más
esenciales que nos sean.
A mi entender, Epicuro vio o entrevio que el hombre, que re­
conoce que no quiere sufrir -pues precisamente tal cosa es lo que
no quiere y de lo que, por tanto, huye como huiría un animal del
fuego-, en realidad sufre porque sí quiere. Deseamos y no desea­
mos liberarnos del dolor, y justamente mientras no reconocemos
que así estamos y que a esto debemos la situación en que nos ha­
llamos, no comienza el proceso real que conduce a nuestra libe­
ración o salvación.
Esta afirmación implica que es cierto que librarnos de sufrir
constituye el anhelo fundamental de toda nuestra existencia, mu­
cho más fuerte que el oscuro afán de dolor que también nos tra­
baja por dentro. Todo el epicureismo se apoya sobre la base firme
de que, en el momento en el que tomamos conciencia plena de
nuestra miseria y de cómo es la única vía practicable para resca­
tarnos a nosotros mismos de ella, cobramos el valor y la sinceri­
El dogmatismo y la vida buena 141

dad y la lucidez de los que estábamos realmente faltos antes. Pe­


ro es debido a que enseguida la existencia humana echa un velo
de ilusiones sobre su auténtica condición, como si la mejor espe­
ranza fuera no tener ninguna, con el fin de no verse ante el peli­
gro de perderla.
Las muchas ideas, las numerosas lecturas, incluso un amplio
círculo de contertulios son, por esto mismo y en el mejor de los
casos, un impedimento que no ayuda para lograr la plenitud de la
existencia. Como el mundo no ha sabido aún encontrar la receta
de la Medicina, cuanto más se impregna el hombre del espíritu
del mundo, más se aleja de la curación. Lo que no quiere decir,
sin embargo, que hayan de entender a Epicuro mejor los niños
que los viejos, porque el despejo de la mente de aquéllos se equi­
libra con su falta de experiencia del Enemigo. Más vale afirmar
que cualquier estado de la vida y cualquier edad son idóneos pa­
ra buscar salvación, o sea, para filosofar. No importa que se sea
libre o esclavo, mujer o varón, inteligente o tonto. Todos somos
en principio desdichados, y ninguno, excepto el que se esfuerce
por la verdad como el nuevo Sócrates que es Epicuro, o el que es­
cuche al Maestro, hemos despertado a lo que significa el umbral
de la salud: reconocer que somos desdichados porque hasta el
presente hemos querido oscuramente serlo.
Mi tesis de lector de Epicuro es, pues, que esta toma de con­
ciencia del inconsciente deseo de seguir sufriendo realiza la cura
de él, raíz última de todos nuestros males.
Pero las sanaciones mediante la palabra, el pensamiento y la
conciencia no se pueden cumplir de forma repentina, justamente
debido a que los significados habituales, naturales, de casi todas
las palabras y las ideas del hombre todavía enfermo en su incons­
ciente se encuentran teñidos por la enfermedad. Hay que cambiar
el sentido del lenguaje al que nos hemos acostumbrado, porque él
y su mundo están contaminados por el repugnante deseo de dolor.
Y semejante tarea no puede ser cosa de un día. Se hará preciso re­
correr las palabras esenciales de la lengua humana e irlas purifi­
cando una por una. Afortunadamente, no son tantas como expe­
riencias y términos tenemos a lo largo de nuestra vida. Epicuro
142 Sócrates y herederos

creyó que se limitan a cuatro, para cada una de las cuales prepa­
ró un remedio específico. Únicamente quien toma la Cuádruple
Medicina sale de la postración.

El instrumento fundamental de dolor que el hombre se da a sí


mismo tiene que ver, naturalmente, con tergiversar el principal
origen posible de dicha, y no es otro que un concepto distorsio­
nado de Dios.
No sufrimos sobre todo de dolores físicos o a causa de la lle­
gada del envejecimiento y la muerte, y tampoco por los duros ro­
ces de la convivencia (en la forma de desprestigio o incompren­
sión). No hay que despreciar todos estos focos de mal, pero no se
los puede comparar con el principal: el esperpento de Dios que
cada uno de nosotros, aún más que la sociedad a la que pertene­
cemos, forja a imagen de su propio miedo.
Ya sólo por el mérito de haber reconocido en la falsedad del
concepto vivido de Dios el más grave agente del mal, debe ocu­
par Epicuro un lugar de honor en la historia del pensamiento.
Tanto más cuanto que el remedio que prescribe para la enferme­
dad fundamental no es, en absoluto, la supresión de la idea de
Dios o la negación de su existencia, como han hecho sus lejanos
discípulos en el final de la Modernidad. Epicuro no cree que el
ateísmo cure al hombre, sino que lo lleva de una neurosis a otra.
En este sentido, no cabe exagerar la verdad de su tesis, ahora que
podemos empezar a constatar aquello que, en efecto, quiere de­
cir vivir en un mundo donde se reconoce plenamente que no hay
Dios. Observamos así que las múltiples enfermedades que son
causadas por la representación absurda de Dios, van siendo reem­
plazadas por las no menos terribles o variadas que trae consigo la
representación del mundo sin Dios.
Pero Epicuro no habría nunca admitido que se contestara su
postura acudiendo a que es evidente que las consecuencias noci­
vas de la existencia y de la inexistencia de Dios no prueban nada
sobre si existe o no. Justamente lo característico de su modo de
pensar es lo contrario: si la idea de Dios aporta dicha, entonces no
sólo es buena, sino natural e incluso necesaria; y sobre todo, en­
El dogmatismo y la vida buena 143

tonces es que Dios existe. Si sucediera, en cambio, que cualquier


noción de Dios se demostrara perjudicial para el bien del hombre,
entonces habría que eliminarla. Y obsérvese que ni siquiera basta
con postular que se crea que Dios existe o que se crea que no
existe, precisamente debido a que una creencia que sospeche que
carece de base en la realidad misma de las cosas no puede adqui­
rir la categoría de una auténtica creencia existencialmente asumi­
da. Ahora bien, sólo las creencias existencialmente asumidas pue­
den enfermar o sanar.
Y ¿cómo es que la primera medicina que necesitamos se refie­
re a aquello precisamente que no podemos nunca encontrarnos, en
el sentido más fuerte de esta palabra, en mitad del mundo? ¿No es
todo esto un típico galimatías idealista, irrealista, muy griego en
definitiva y muy apropiado para gentes que se llaman a sí mismas
con orgullo libres porque no están sometidas a la obligación de ga­
narse la vida trabajando? ¿De verdad Dios es lo que más preocupa
y más estropea la existencia de los hombres; y por ello mismo y al
mismo tiempo, lo que más puede ayudar a su plenitud?
Hacer verosímil que pueda tener razón Epicuro, de modo que
si Dios no existe, la primera medida de salud pública sea inven­
tarlo inmediatamente y servírselo a las masas para que mitiguen
su dolor, supone aceptar una de sus premisas más importantes,
cuya influencia se deja sentir, desde luego, a lo largo de toda la
Cuádruple Medicina. Y es que el dolor más terrible y peligroso no
es el del cuerpo sino el del alma.
Los términos en que se discute este problema dejan a un lado
el tema metafísico subyacente: la distinción o indistinción del
cuerpo y del alma en la realidad última de las cosas. De nuevo es­
tamos ante otro caso de la aplicación del peculiar método de Epi­
curo, que tiene tantas concomitancias -posiblemente ligadas a
contactos de hecho- con los procedimientos budistas. Ante no­
sotros hay un enfermo retorciéndose de dolor: nosotros mismos,
por ejemplo. Lo urgente no es descubrir al asesino que nos ha cla­
vado el puñal, o identificar la clase de arma con la que hemos si­
do heridos. Si perdemos tiempo en esas divagaciones, es muy po­
sible que nos llegue una muerte lamentable antes de que hayamos
144 Sócrates y herederos

progresado mucho. En todo caso, si conservamos la vida, no nos


remedia la puñalada que detengan al criminal. Está muy claro qué
es lo de veras urgente.
Se ha dicho que el sufrimiento del alma es peor que el del cuer­
po. La razón de que sea así la encuentra Epicuro en que el cuerpo
únicamente sufre el dolor presente, mientras que el alma extiende
su sufrimiento desde el presente al pasado y al futuro. El alma se
duele de los males cometidos en otro tiempo y, sobre todo, teme el
futuro. El miedo, que es evidente que se refiere a males que aún no
nos afectan pero que esperamos que nos llegarán un día, es el mo­
do peor del sufrimiento. De hecho, si cuando nos duele una parte
del cuerpo porque estamos enfermos, fuéramos capaces de conte­
ner nuestro pánico y de no sufrir sino el dolor que realmente nota­
mos en esa zona del cuerpo, disminuiríamos extraordinariamente
nuestras penas.
Imaginar males probables y temerlos es, pues, la tendencia hu­
mana que hemos de contener, persuadidos por la filosofía.
Hemos puesto aquí un ejemplo de tales males: el miedo a la
enfermedad y sus dolores. Pero, con ser éste un sufrimiento im­
portante para muchos hombres, Epicuro no pensó que le corres­
pondiera más que un modesto tercer lugar en la escala del dolor.
El primero, ya sabemos, era para el temor a los dioses, y el se­
gundo para el temor a la muerte. El cuarto puesto lo ocupa la de­
sesperanza respecto de que la felicidad se pueda obtener.
Epicuro fue uno de los filósofos que más escribieron en la An­
tigüedad. Sin embargo, apenas poseemos hoy más que tres cartas
y una especie de catecismo, o sea, de manual muy breve, donde
en forma aforística y en sólo cuarenta puntos se resume todo lo
esencial de las opiniones de la escuela, de modo que cualquiera
pueda recurrir a su memoria o llevarlo siempre encima, cuando la
necesidad obligue a consultarlo.

El hombre teme la furia de los dioses si cree que no los ha ser­


vido como ellos deseaban, pero también la teme aunque no sea
consciente de ninguna culpa ritual o moral, si los concibe como
poderes caprichosos y violentos, capaces de escogerlo como ob­
El dogmatismo y la vida buena 145

jeto de su ira en cualquier instante y sin razón alguna. Con todo,


el más formidable temor lo inspira la idea de que un tribunal de
dioses pueda juzgarnos después de muertos y condenarnos a su­
plicios inimaginables por un tiempo sin final.
¿No seria entonces el medio de liberación más seguro sostener
que no existen dioses de ninguna clase? Epicuro pensaba que no,
es decir, que el ateísmo deja también un poso de sufrimiento evi­
table. Su argumento principal para afirmar la existencia de dioses
se basaba en el consenso general de la humanidad sobre que en
verdad los hay. También consideraba que las visiones de dioses
en sueños (frecuentes en la Antigüedad, cuando se practicaba la
costumbre de dormir en determinados recintos sagrados para po­
der recibir la inspiración del dios del lugar) son una especie de
prueba empírica de su existencia. Pero ya sabemos que tales ar­
gumentos son utilizados por el epicureismo únicamente cuando
ya se ha decidido que conviene, para que el hombre se libere del
dolor, aceptar que hay dioses.
La razón principal, pues, como siempre, es de orden práctico:
conviene representarse realizada la máxima felicidad posible, pa­
ra creer más en que también nosotros la podemos alcanzar. Así
son los dioses de Epicuro: simplemente felices toda la vida, lo
cual implica que carecen de todo problema, es decir, que no son
afectados por nada ni nadie. Ellos no dan problema a nadie, pero
desde luego tampoco nadie les proporciona jamás ninguno a ellos.
En otras palabras, son cada uno absolutamente autosuficientes; no
necesitan de nada ni nadie y, en consecuencia, ni siquiera se ente­
ran de nada ni de nadie sino de su propia dicha. No se preocupan
del mundo, no lo conocen y, sobre todo, no se complican la exis­
tencia sabiendo nada de los hombres y viéndose en el caso de te­
ner que castigarlos o premiarlos.

La segunda fórmula de la Cuádruple Medicina combate el mie­


do a la muerte propia. Es estúpido temerla, porque cuando ella lle­
ga nosotros ya no estamos para experimentarla, y mientras noso­
tros estamos, ella sigue ausente. Aquello que no hemos de sentir,
es absurdo que nos atemorice.
146 Sócrates y herederos

Ya hemos considerado el punto tercero. Un enfermo crónico


que se limite a saber sentir tan sólo los dolores presentes, compro­
bará que son muchos más los ratos soportables que los insopor­
tables; e incluso en los periodos de crisis aguda de dolor, si logra­
mos controlar el miedo a que aumente éste, enseguida podremos
aprender a tolerarlos.
El cuarto nos previene contra envidiar a los dioses y despre­
ciar la felicidad que queda a nuestro alcance, puesto que entonces
tenderemos a no procurárnosla. Es verdad que los dioses dispo­
nen de una dicha inmortal; pero la nuestra, cuando sabemos ha­
cerla plena, es exactamente de la misma naturaleza y la misma in­
tensidad que la de ellos. Añadiendo la pérdida de todo temor a la
muerte, el resultado es que podemos nosotros también vivir la vi­
da misma de los dioses, aunque no seamos inmortales.
La explicación de cómo pueda ser esto la proporciona la teo­
ría sobre el bien. Platón había rechazado en varios lugares de sus
diálogos que cupiera defender que el placer es el bien, debido a
dos motivos principales. El primero es que no puede haber placer
sin dolor simultáneo: si no se sufre de sed, no hay placer ninguno
en beber; si no se experimenta una carencia dolorosa, no se pue­
de tampoco ir experimentando placer (que es el placer de calmar­
la poco a poco). El segundo motivo es que el plácer tiende de su­
yo a la hartura, que vuelve a ser un mal y que ya no se alivia con
más placer de la misma clase. El avaro goza de acaparar dinero
hasta la obsesión, y sufre entonces de una especie de crecimiento
de su placer al infinito que es todo menos placentero.
Epicuro, en cambio, defiende, muy consciente de las dificul­
tades, que el placer (en griego, hedoné, de donde hedonismo) es,
sin embargo, el bien, y por lo mismo el fin último de la vida. Lo
que ha ocurrido reiteradamente es que no se ha sabido captar ade­
cuadamente su naturaleza. Siempre se ha pensado en placeres ac­
tivos o en movimiento, es decir, que requieren esfuerzo para cal­
mar con ellos necesidades dolorosas, cuando la verdad es que el
placer realiza plenamente su esencia en reposo; esto significa,
sencillamente, que la ausencia de placeres activos proporciona la
perfecta ausencia de dolor. En otras palabras, el placer en movi­
El dogmatismo y la vida buena 147

miento es un medio para obtener la paz (la ataraxia, que quiere


decir ausencia de perturbación). Dicha situación, que es accesi­
ble para el hombre, por definición no puede, una vez en ella, har­
tar; y si el hombre es de veras sabio, no puede tampoco terminar­
se (ya hemos dicho que la muerte no se puede experimentar).
Los otros treinta y seis consejos básicos son de menos interés.
Destaca aquel que se ha convertido en lema de la filosofía del Jar­
dín: Vive oculto, sentencia que recuerda al sabio que no debe sa­
lir de su ataraxia para entrar en política ni debe enseñar a otros su
sabiduría, como no sean éstos sus amigos (un curioso consejo es,
precisamente, no dar nunca clase de filosofía para ganarse la vi­
da, a no ser en caso de extrema necesidad). Cuanto más autosufi-
ciente y despreocupado viva un hombre en el círculo de sus amis­
tades, mejor será (puesto que no hay otra virtud que conseguir la
ataraxia filosofando).

Ahora bien, la razón no sólo sirve para calcular los placeres


y diferenciarlos como hemos bosquejado, sino también para com­
pletar esta ética con una física y una canónica (una teoría del co­
nocimiento) que se le adapten perfectamente. Hacer física y lógi­
ca es también, en este sentido, sanador, siempre que no absorban
más energías que las precisas.
Ante todo, para poder defender la doctrina sobre la muerte
que ya conocemos, es necesario, según Epicuro, afirmar que el
alma es tan corporal como lo que llamamos cuerpo. La mejor es­
trategia es volver^ con algunos cambios, a la misma física que ha­
bían propuesto los cosmólogos atomistas. Todo es o vacío o cuer­
po, y los cuerpos se reducen a amalgamas de átomos (aunque el
término es inexacto, porque dos átomos no se unen nunca del to­
do), y los átomos, que son infinitos en cantidad, sólo se diferen­
cian unos de otros en tamaño, forma y posición. Por ejemplo, los
átomos del alma son ígneos y esféricos, y por eso impregnan tan
notablemente todas las partes del cuerpo (en cuanto algo sucede
en cualquiera de ellas, lo notamos, como si el alma estuviera di­
fundida por nuestro miembros). Los mismos dioses son también
compuestos de átomos.
148 Sócrates y herederos

En cambio, es indeseable, piensa Epicuro, la estricta necesi­


dad propugnada por el atomismo de Demócrito. Un mundo en el
que todo pasa como tiene que pasar según leyes impersonales e
inexorables, es un mundo sin libertad ni casualidad, cuya visión
nos abruma y angustia. Pero hay un recurso para escapar de esta
imagen productora de dolor: a Demócrito se le olvidó que hay
que justificar cómo es posible que empiecen a entrechocarse los
átomos que van cayendo por el vacío infinito. Sin embargo, es
evidente que se han encontrado unos con otros, puesto que han
formado este mundo y los infinitos simultáneos que tenemos que
suponer además. Pues bien, el comienzo de los mundos sólo es
concebible si al azar, caprichosamente, de cuando en cuando hay
algún átomo que deriva atravesándose en el camino recto de los
demás. Esta deriva imprevisible (clinamen, en latín -de hecho,
nuestra mejor fuente para la física del Jardín es el poema latino de
Lucrecio, siglo I a.C., Sobre la naturaleza de las cosas-) explica
el mundo a la vez que nos libera de la opresión de una física ex­
cesivamente necesaria. Epicuro llegó a pensar la muy moderna
idea de que caben teorías físicas alternativas, con la misma fuer­
za explicativa todas ellas; todas, pues, sólo probables. (Pero sus
razones no se parecen casi en nada a las que apoyan esta visión
del universo hoy).
Por otra parte, los dioses se ven favorecidos por el número in­
finito de los mundos azarosos, porque viven en los vacíos entre
unos y otros mundos (intermundia, en el poema de Lucrecio),
donde no pueden ser afectados por los sucesos de ningún lugar.
Al mismo tiempo, ellos, sin quererlo, se dan a conocer en el inte­
rior de, al menos, nuestro mundo, debido a que, como de todos
los cuerpos, también de los cuerpos divinos está permanentemen­
te manando un flujo de diminutas imágenes de ellos (un nuevo ti­
po especialísimo de átomos) susceptible de introducirse, por los
agujeros y canales apropiados, en los cuerpos de quienes los lle­
gan a conocer.
De hecho, esta teoría materialista del conocimiento es uno de
los capítulos más importantes de la canónica epicúrea. El otro
más destacado, muy consecuente con las demás partes de este sis­
El dogmatismo y la vida buena 149

tema, consiste en dar prioridad absoluta, como criterio de la ver­


dad, a la sensación (fundamentalmente, a la sensación de placer).
Las imagencillas de las cosas pueden muy bien llegar deformadas
hasta nuestro interior (hasta nuestra sensación) por haber chocado
con cuantos obstáculos se encuentran y haberse así deformado;
pero no hay error en atenerse estrictamente a lo sentido, sino en
juzgar sobre sus causas reales.
Hay un rasgo común a las escuelas helenísticas de filosofía que
aparece sumamente resaltado en el Jardín (y que tuvo que ver con
el hecho de que apenas evolucionara su doctrina durante los lar­
gos siglos que pervivió). Se trata de la existencia en cada escuela
de una serie de opiniones firmes características de ella (dogmas, se
dice en griego), que han de ser aceptadas por quien se hace adep­
to de la escuela. También en este rasgo nuevo se echa de ver el afán
de seguridad que las incertidumbres de un mundo muy nuevo pro­
ducía en los hombres.

6. L a vida consecuente según la naturaleza o la razón

En la época helenística, la gran escuela de filosofía dogmáti­


ca (o sea, convencida de haber alcanzado la plenitud de la verdad
y capaz de imponer esta verdad a sus adeptos) es el Pórtico (en
griego, Sioá, de donde deriva estoicismo). Su fundador, Zenón de
Citio, representa la primera figura no griega (era de ascendencia
fenicia) de la filosofía.
El curioso nombre de la escuela se debe a que Zenón, extran­
jero sin ciudadanía {meteco) en Atenas, imposibilitado de adqui­
rir propiedades en la ciudad, empezó a enseñar en una galería pú­
blica muy frecuentada, a la que la gente, debido a su decoración,
llamaba el Pórtico de las Pinturas. Este acontecimiento es muy
pocos años posterior al establecimiento del Jardín de Epicuro, que
estudiaremos después.
El estoicismo comparte con el epicureismo su concepción sis­
temática de la filosofía (repartida entre lógica -así empiezan a
llamarla Zenón y los suyos-, física y ética) y la preeminencia que
150 Sócrates y herederos

se concede a la ética. Sobre todo en los siglos del estoicismo ro­


mano, también esta escuela subordina a la concepción del sabio,
y a hacerlo posible en el mundo, sus investigaciones en las res­
tantes materias filosóficas.
El lema del estoico es: Vive conforme a la naturaleza, o a su
equivalente: Vive conforme a la razón. Lo que se logra de esta for­
ma es una versión de la felicidad parecida a la cínica (y a la epi­
cúrea): la apatía, literalmente «ausencia de pasiones»; otras veces,
y con más exactitud, se denominó eupatía, que viene a significar
«sentirse bien» (una especie de alegría tranquila, sin sobresalto
alguno, pase lo que pase). Los caminos para esta otra forma de im­
perturbabilidad son muy distintos de los de Epicuro desde el pun­
to de vista de la motivación, pero son semejantes en la vida coti­
diana. Se trata, en ambos casos, de garantizar al hombre que se
halla perdido en medio de las circunstancias turbulentas, el despo­
tismo de los tiranos y la desmesurada anchura que ha adquirido
el mundo, un alto grado de autosuficiencia (en griego, autarquía,
que quiere decir «ser el dueño de sí mismo»). En el estoicismo,
como en el precedente cínico, lo que importa es que el hombre se
baste a sí mismo, sean cualesquiera las circunstancias y los esta­
dos de la vida en que se vea. El estoicismo propugna un ideal de
libertad interior, aferrado a la verdad, la naturaleza y la razón, que
hunde sus raíces en la cosmología arcaica (sobre todo, en Herácli-
to); no obstante, dicho ideal estaba llamado a un triunfo histórico
extraordinario en la era cristiana y en la modernidad, gracias, pre­
cisamente, a la integración -frente al cinismo- de la razón y la cul­
tura dentro de la vida filosófica.
Y si no hay que dejarse alterar por nada de lo que suceda, se
debe a que siempre sucede lo que es necesario, o sea, lo único que
puede ocurrir. El que se rebela o el que sufre terriblemente por lo
que le pasa es un hombre que cree que las cosas podrían haber
ocurrido de otra manera, que había otras posibilidades que sim­
plemente no se han realizado. Pero no es así. Esta idea de que
siempre cabe más de una posibilidad resulta ilusoria, incluso irra­
cional, como trataba de probar el argumento megárico llamado el
Soberano; y Zenón había sido alumno de un adepto de la Escue­
El dogmatismo y la vida buena 151

la de Mégara. Recuérdese que este argumento pretendía demos­


trar que la única definición adecuada de lo posible reza así: Lo
que sucede más lo que sucederá; lo que es en acto, lo que está
siendo verdad, más cuanto lo será en el futuro (y, por extensión,
lo fue en el pasado).
Un importante fundamento de ello estriba en que cada hecho
del mundo o de la naturaleza responde siempre a un porqué, sólo
que es muy frecuente que los hombres lo ignoren. Nada sucede
sin causa, nada sucede sin una razón suficiente para haber ocurri­
do exactamente tal y como ocurrió y en el momento en que lo hi­
zo (siglos más tarde se conocerá a este principio como el de la ra­
zón suficiente). ¿Puede verdaderamente suceder algo respecto de
lo cual no tenga sentido planteamos el problema de sus causas, o
dicho con otras palabras, preguntarnos por qué ha pasado? Evi­
dentemente, no. Si un hecho sucede, la razón nos sugiere que in­
daguemos por qué ha sido precisamente él, y no otro cualquiera,
el hecho que ha ocurrido.
Esta perspectiva de los acontecimientos naturales los contem­
pla a todos formando una inmensa y única cadena en la que los
eslabones son todos necesarios, puesto que uno obliga a que su­
ceda el siguiente. Cada nuevo suceso constituye la razón, la cau­
sa, que hace necesario que enseguida ocurra el siguiente suceso.
Jamás se puede producir un hecho que escape de esta cadena de
hierro de la necesidad natural; y lo notable es, insistamos, que es­
ta inexorable necesidad natural es al mismo tiempo racional, en
el sentido de que sería absurdo, contrario a la razón, que a deter­
minado suceso le siguiera, como su efecto, uno diferente del que
realmente ocurre.
Zenón y sus seguidores dan entonces un paso más, que aún los
acerca a menor distancia de los cosmólogos arcaicos. Y es que
han sostenido que la naturaleza, esa gran cadena tan firmemente
soldada por la necesidad y la razón, lo es todo; ella es lo único
que hay, lo absoluto, lo que vive desde siempre y para siempre, a
saber, lo divino. Los seguidores modernos del estoicismo expre­
sarán este principio en los términos Dios o la Naturaleza, en el
sentido de que Dios es la Naturaleza misma.
152 Sócrates y herederos

En realidad, para ser más precisos, en este Todo único y nece­


sario hay que diferenciar lo Activo y lo Pasivo, que vienen a ser
las dos caras de Dios, y que es a lo que se debe que tantas veces
desconozcamos la verdad.
Lo pasivo semeja el cuerpo del mundo, y lo activo su alma.
Puesto que sólo existe la naturaleza, todo en ella es, en último tér­
mino, material o está vacío. Lo lleno o real consta de los cuatro
elementos de Empédocles y Aristóteles, entre los que el fuego,
como ya había visto Heráclito, es lo más activo (también el aire
participa de la actividad; agua y tierra son pasivos). El mundo
vuelve a ser aquí visto a la manera de un gran animal o ser vivo
divino, que el estoico se representa como una esfera finita en el
vacío infinito. La vitalidad de este divino animal universal, su al­
ma, es el fuego, que todo lo penetra y todo lo anima, y al que se
debe que se mantenga la unidad de la esfera.
Este fuego que todo lo hace, que es siempre actividad pura, es
también el espíritu inteligente, la razón divina, que ha ido al prin­
cipio convirtiéndose en los demás elementos y los ha dejado a to­
dos fecundados con los gérmenes de cuanto ha de irse producien­
do con estricta necesidad en todo el devenir del mundo. Estos
gérmenes de las cosas futuras, ya ahora presentes, y que termina­
rán por desarrollarse necesariamente, se denominan en romance
las razones seminales (en griego, logoi spermatikoí) de lo que na­
cerá algún día.
La imagen del ser vivo domina en tan gran medida esta física
que los estoicos llegaron a pensar que la madurez del mundo exi­
ge engendrar otro mundo; de manera que concibieron, repitiendo
otro motivo arcaico, que toda la naturaleza muere en un gran in­
cendio universal con el fin de renacer (y repetir de este modo el
ciclo en el que todas las cosas vuelven infinitas veces a suceder:
lo que un filósofo moderno, Friedrich Nietzsche, llamará el eter­
no retorno de lo mismo).
Otro punto capital de la física estoica es una reminiscencia de
Anaxímenes: la idea de que, si bien en todas las cosas hay su par­
te de fuego vital racional, que hace que los gérmenes se desarro­
llen por doquier y todo ocurra según la necesidad, en el hombre
El dogmatismo y la vida buena 153

esto es muy particularmente verdad. Hasta tal punto es así, que el


hombre es una auténtica imagen en pequeño del mundo. Respec­
to del universo {macrocosmos, «gran mundo ordenado»), el hom­
bre es el microcosmos (el «pequeño mundo ordenado»). Y lo es
debido a que en cada uno de nosotros no sólo hay fuego sino con­
ciencia racional. O sea, el hombre no sólo obedece, como lo ha­
cen todas las cosas, la ley de la naturaleza, sino que además pue­
de elevarse hasta su conocimiento: hasta adquirir la conciencia de
por qué él hace lo que hace y todas las cosas pasan como pasan y
todo actúa como actúa.
Dada la analogía entre microcosmos y macrocosmos, se sigue
que los estoicos concebían al fuego central, a la razón divina en
la naturaleza, consciente de sí misma. En cualquier caso, es cier­
to que la razón en el hombre se vuelve también consciente de ella
misma y alcanza a discernir las causas de las cosas y las leyes de
los acontecimientos naturales. De aquí que sea tan perfecta y tan
única la semejanza entre el hombre y el dios estoico. Por cierto,
de ella se colige que, de la misma manera que nosotros, con todo
nuestro conocimiento de las leyes naturales, no podemos modifi­
carlas, seguramente es así también con el divino fuego central,
cuyas chispas son las almas humanas.
Esta idea se expresa muy plásticamente en un ejemplo que
considero capital para entender el estoicismo. De hecho, esta fi­
losofía, que renació poderosamente en la edad moderna, tiene una
conciencia muy intensa de que el conocimiento de cualquier ver­
dad es conocimiento absoluto. Si un hombre conoce una verdad,
entonces ni Dios podría saberla mejor que él. La única diferencia
entre el conocimiento finito o humano y el divino o absoluto es
que Dios ve además todos los antecedentes y todas las secuelas de
esa verdad, mientras que el hombre no suele alcanzar a distinguir
más que unos pocos porqués de ella y unas pocas consecuencias.
De aquí que se afirme que nuestra alma viene a ser una chispa
desprendida del fuego divino central, o sea, de la misma natura­
leza, en definitiva, que dios mismo.
Pero volvamos a las repercusiones éticas de esta doctrina ge­
neral. Se entiende ahora mejor por qué el fin último se alcanza vi­
154 Sócrates y herederos

viendo conforme a la naturaleza (en curiosa anticipación de las


tendencias ecologistas contemporáneas). Lo esencial del hombre
es el alma activa, en la cual, a su vez, lo esencial es la razón por
la que conseguimos conocer la Razón divina, al menos parcial­
mente. La gran disyuntiva para un hombre (en esto el estoico se
dice discípulo de Sócrates) es, pues, la sabiduría o la ignorancia.
El sabio ajusta toda su vida a la razón y procura (y logra) contro­
lar con ella los factores irracionales de su ser (empezando por los
factores pasivos de su alma). El conocimiento es la virtud, la úni­
ca virtud; y la virtud es la felicidad. No existe otra felicidad que
la virtud. De ningún modo el placer es la felicidad.
Epicuro había llegado a afirmar que el sabio deja de experi­
mentar el dolor, y dio buen ejemplo de ello el día de su muerte,
escribiendo en paz a su amigo Metrodoro, a pesar de que estaba
siendo víctima de una terrible peritonitis, según parece. Los es­
toicos no son tan extremosos como para sostener que el sabio ya
no siente dolor alguno. Más en conformidad con la experiencia
cotidiana humana, creen, sin embargo, que la libertad racional in­
terior que podemos llegar a alcanzar gracias a la conciencia de la
ley eterna de la naturaleza es tan grande como para que podamos,
atrincherados en ella, afrontar siempre los peores sufrimientos. Si
debes, puedes.
La alternativa sabiduría - ignorancia podemos también repre­
sentárnosla con una imagen estoica célebre. El divino fuego ra­
cional es quien ha repartido aquellos lotes de los que hablaba Ho­
mero y que son el destino de cada cual. La Razón representa, en
este sentido, ciertamente el Destino, el Hado (fatum quiere decir,
en latín, «lo que está dicho», o sea, lo que está sentenciado que
ocurrirá, como cuando ahora solemos decir «lo que está escrito»),
y también la Providencia (al pie de la letra, el Pre-Conocimiento
de todo lo que pasará). Pues bien, el hombre sabio, para quien la
libertad es obedecer a este dios en todo, irá necesariamente, según
avanza en la vida, hasta donde está predeterminado que ha de ir
(quizá una enfermedad, un naufragio, la muerte en la batalla). Por
su parte, al hombre ignorante le ocurrirá exactamente lo mismo.
Todos siempre seremos conducidos por el Destino hasta donde es
El dogmatismo y la vida buena 155

preciso que nos lleve. Podemos agarrarnos de la mano de nuestro


guía y acompañarlo dulcemente, sin resistencia alguna, enten­
diendo la necesidad universal; o bien podemos gritar y patalear,
y hacer que entonces el Destino nos agarre él y nos arrastre por
todas las piedras del camino. Volentem fata ducunt, nolentem tra-
hunt: «Al que sí quiere, lo conducen los hados; al que no quiere,
lo arrastran».
¿Qué domina, pues, en el hombre ignorante? En realidad no
escapa de lo que está Dicho y sentenciado sobre él; sólo se rebe­
la impotentemente en su conciencia, en su falta de conocimiento,
que le hace concebir la ilusión de que todo podría haber sucedi­
do de otra manera, que no hay derecho a que le pase lo que está
ocurriendo... Es, entonces, literalmente esclavo no de lo activo en
él mismo (el fuego y la razón), sino de lo pasivo, de las pasiones.
El estoico cree que el miedo y la esperanza son ambos por igual
terribles, como lo son también el dolor y el placer. Estas cuatro
pasiones comparten el peligro de no dejamos entender el mundo
y hacernos vivir de ilusiones. En fin, el gozo de los placeres se
parece muy poco a la alegría auténtica de la eupatía.
He aquí, pues, explicado por qué la meta de la vida es la vir­
tud, perfectamente equivalente a la dicha; y por qué sobre todo la
virtud consiste en vivir no sólo de acuerdo con la naturaleza, si­
no también de acuerdo con Dios y, en último término, consigo
mismo: en perfecta consecuencia, que es el rasgo más socrático
de este sistema rígido.
Nada hay malo salvo el mal moral; nada hay que absoluta­
mente se desee por sí mismo, incondicionalmente, a través inclu­
so de cualquier sacrificio, que la honestas, o sea, el bien moral y
la sabiduría.
Pero si sólo nos quedamos en esta breve ontología de lo mo­
ral, será demasiado amplio y abigarrado el cajón de las cosas in­
diferentes, adiáphora, y la descripción de la vida quedará raquí­
tica, esquemática. De hecho, aunque todo sea indiferente, salvo la
virtud y el vicio, o sea, la sabiduría y la no-sabiduría (hablaremos
enseguida de la opinión y las otras formas de tal desgracia), hay
indiferentes que conviene rechazar y otros que conviene elegir o
156 Sócrates y herederos

hasta preferir, y sólo un grupo mucho menor es el que forma el


resto: el de lo absolutamente indiferente. Por ejemplo, el dolor no
debe buscarse sino rechazarse; no debe, siquiera, soportarse sin
reaccionar para mitigarlo. En principio, sufrirlo es contra natu-
ram y convendrá evitarlo en cuanto resulte posible. Y cosa análo­
ga diremos de algunos de los otros adiáphora más salientes: la vi­
da y la muerte, el trabajo penoso y el placer (obsérvese otra vez
la distancia respecto del cinismo y el hedonismo de primera hora
y la cercanía a sus desarrollos maduros), la riqueza y la pobreza,
la enfermedad y la salud. Ninguno de todos ellos nos hace ni ma­
lo ni bueno con su sola presencia; y en unos casos será uno pre­
ferible y en otros lo será el otro (la muerte misma puede llegar a
ser más digna del sabio que una vida esclava que inspire desespe­
ración en los ignorantes o que él mismo no considere adecuada a
su altura humana).
Con todo, la tesis poderosa del estoicismo fue originalmente
que la elección de las realidades de suyo indiferentes es más que
nada, aunque convenga elegirlas en ciertas circunstancias, para
evitar caer en su contrario, que es antinatural; pero esta preferen­
cia no contribuye positivamente en ningún sentido a la dicha vir­
tuosa. En términos técnicos: algo que se prefiere de esta manera
no llega a ser nunca el objeto de un deber propiamente dicho {ka-
thekon, officiuní).
Siendo así las cosas, es imposible subestimar la importancia
del conocimiento, única guía real o inmediata del hombre hacia el
bien. De hecho, para Zenón el alma no tiene las tres porciones
que en ella quería distinguir Platón. La maldad ha de ser tan sólo
la consecuencia de la pasividad (pathos) racional: un discurso que
sigue a un juicio equivocado; dicho con otras palabras, una espe­
cie de caída del nivel de racionalidad del alma.
Luego veremos cómo el asentimiento desempeña un papel ca­
pital en la teoría estoica del conocimiento, que ha pretendido que
es algo voluntario, que depende del sujeto siempre. Se entenderá
ahora que Zenón haya escrito que la sustancia misma del bien es
usar como se debe de las representaciones. Sentiremos involun­
tariamente, pero creeremos a voluntad, y sólo deberíamos aferrar
El dogmatismo y la vida buena 157

las representaciones que lo merecen porque no se podrían jamás


confundir con las falsas. Pero si decaemos de esta exigencia y nos
confiamos a lo que no nos apoyará firmemente, surgirán con ra­
pidez las enfermedades múltiples del alma, entre las cuales las
principales son el dolor, el miedo, el deseo y el placer. Cada vez
el juicio se nublará más; cada vez la pasión, la pasividad de lo ra­
cional, crecerá; cada vez se sufrirá estúpidamente más.
Pero entre las enfermedades del alma, según el estoicismo más
inflexible y antiguo, hay algunas que los hombres no solemos re­
conocer como tales sino tener por efectos y síntomas de la salud.
A Cicerón le gustó subrayar que en este caso se encuentra la mise­
ricordia: «El sabio nunca se mueve por el favor (gratia), nunca ig­
nora la falta de alguno; nadie es misericordioso sino el estúpido y
el hombre sin fundamento (stultum et levem)».
Cuando por fin el alma se cura de tantos males como la edu­
cación nos contagia, sólo sentimos todavía la cicatriz, las sombras
de las pasiones, pero no ya su dolor ni, sobre todo, su lastre. Y es­
taremos en el uso pleno y continuo de la virtud con el que soñó el
cínico. Nunca desfalleceremos ni un instante, ni aun en sueños.
Hasta por los rasgos del rostro y la figura, que deberán haber si­
do moldeados por el carácter moral a partir de cierta edad - y no
sólo por los sueños-, se reconocerá al sabio y al malo. El sabio
es grande porque puede llevar a cabo cuanto escoge y prefiere; es
robusto porque todo lo hace crecer; es invencible; ni se le puede
forzar a nada (antes sumergirás un odre lleno de aire) ni él real­
mente fuerza; ni es impedido ni impide; ni sufre ni hace violen­
cia; ni se enseñorea orgullosamente ni admite un señor por enci­
ma de sí. Todas las felicidades posibles le son propias, incluidos
el amor de los dioses, la realeza y hasta la crematística. Y sólo hay
frente a él el hombre que es todo su opuesto. En este sentido, om-
nia peccata paria, todos los vicios y todas las maldades están en
el mismo plano, son, en última instancia, iguales, igual de graves
y nocivos; absolutamente perjudiciales todos.
En el estoicismo antiguo, la visión de la humanidad era deso­
ladora: el aspirante a sabio (porque siempre se reconoció la in­
mensa dificultad de llegar a la sabiduría) se veía rodeado de la
158 Sócrates y herederos

multitud de los hombres que son malos porque son estúpidos.


Una vez que se consigue alcanzar el ideal del sabio, la virtud y la
eupatía ya no pueden perderse, y es evidente la escasez de hom­
bres tan grandes. En ellos, la ley eterna, que es la ley natural, se
ha convertido en ley de su existencia a través de la conciencia (a
la vez moral y teórica) que de ella han tenido, porque han conse­
guido dominar mediante la razón, como es debido y conforme a
naturaleza, las pasiones. Su intensa actividad en calma es real­
mente la de dios mismo, porque de veras quieren lo que quiere
dios y han entendido que todo está bien, que todo lo real es tal y
como debe ser.
Apenas habrá que señalar que el estoicismo, que ve a todos
los hombres, por otra parte, hermanos, todos compartiendo la
misma naturaleza, todos ciudadanos del mundo (<cosmopolitas),
se adaptó maravillosamente bien a las circunstancias políticas del
helenismo y, pasado el tiempo, del imperio romano. El dios estoi­
co (y por ello mismo, el sabio estoico, su imagen) es providencia
que cuida de cada ser en cada momento. Nada más lejos del Vive
oculto epicúreo. Pero, al mismo tiempo, la política del estoico es
muy literalmente fatalista: convierte en utopía la ausencia de to­
da utopía. Como es lógico, puede ser estoico lo mismo un escla­
vo (lo fue Epicteto, el gran maestro estoico del siglo I d.C.) que
un emperador (así, Marco Aurelio, siglo II d.C.), un boxeador (se
cuenta de Cleantes, siglo III a.C.) que un rico refinado (como Sé­
neca, siglo I d.C.).
La única rebelión -que no resulta fácil entender que sea con­
secuente en absoluto con los principios de la física estoica; aun­
que hay que recordar una vez más que la ética prevalece siempre
sobre la teoría de la naturaleza en esta época- concebida por el
estoico es el suicidio, que se piensa que es lícito y hasta obligato­
rio cuando las condiciones en que ha de vivirse son por completo
indignas del sabio.
La teoría estoica del conocimiento ha tenido amplísima reper­
cusión en la filosofía posterior (sobre todo, en la moderna). Ya se
entiende que el profundo dogmatismo estoico, que necesita justi­
ficar ante cualquier acontecimiento la racionalidad del mundo y
El dogmatismo y la vida buena 159

que un dios lo domina y controla, ha de sostener que los hombres


podemos alcanzar, como hemos venido diciendo, conciencia de
cómo son las cosas mismas reales y hasta de la ley eterna de la
naturaleza. El estoico ha defendido, pues, que entre una repre­
sentación que pueda ser falsa y otra que no pueda serlo ha de ha­
ber siempre una diferencia captable si dedicamos la suficiente
atención. No todas nuestras percepciones de las cosas pueden ser
falsas ni pueden confundirse con percepciones falsas, por más
ejemplos que aportemos de ilusiones sensoriales, alucinaciones,
sueños, deducciones incorrectas, teorías que se han demostrado
inconsistentes...
El estoicismo ha defendido que el criterio de la verdad de una
representación es la evidencia. Una representación realmente evi­
dente es una representación comprensiva (en griego, xm&fantasía
cataléptica), no tanto en el sentido de que por ella nosotros cap­
temos o agarremos la realidad de la cosa representada, sino más
bien en el sentido de que en ella la cosa real nos agarra a nosotros
inequívocamente (y no nos queda libertad ninguna para negarnos
a reconocer su evidencia).
La validez de semejante criterio depende en realidad de un
principio básico de la física estoica: la oikeíosis, o sea, la coper-
tenencia de todas las cosas; dicho literalmente: la familiaridad de
todo con todo, el hecho de que todo está en su casa dentro de la
Naturaleza divina y absoluta. Por esta razón, si la Naturaleza ha­
ce que veamos evidente algo, tenemos que aceptar que es verda­
deramente tal y como lo vemos, o estaremos negando de alguna
forma la divinidad de la Naturaleza. Si incluso la evidencia pu­
diera ser errónea, entonces existe una disfunción impensable en la
Naturaleza, podríamos nosotros traducir con cierta libertad.
La representación (phantasía, visum) es descrita como impre­
sión (typosis) en el alma, según la metáfora que hace de la con­
ciencia una cera blanda en la que deja el sello su impronta. La re­
presentación es, pues, un efecto de lo real exterior en el alma.
El paso segundo en el proceso del conocimiento, una vez que
se ha producido la sensación inicial, es el asentimiento del sujeto
a ella, si es que lo merece (<adsensus, synkatáthesis). Para que
160 Sócrates y herederos

quepa asentir a una representación sensible -siempre que se quie­


ra ser racional, claro-, debe ésta ser comprehendibile, katáleptos.
Es difícil traducir por «comprensible», dado que ya no notamos la
metáfora del asir tras este término, como sí sucedía aún cuando
Cicerón lo propuso. De hecho, la definición de la fantasía com­
prensible que el mismo Cicerón ofrece, más bien hace pensar en
la propiedad que Descartes -tan próximo a numerosos aspectos
de esta doctrina- llamaba claridad de la idea, sólo que un estoico
reserva el nombre de idea -ya entonces en sentido antiplatónico,
precursor del uso moderno y hoy corriente- para las representa­
ciones de la inteligencia. Y es que una representación sensible re­
sulta comprensible, o sea, merece de suyo que se la reciba asin­
tiendo a ella, si es que declara por sí misma de alguna manera, o
sea, anuncia con alguna clase de fidelidad y detalle, la realidad
que la ha causado (y entonces se la puede diferenciar de cualquier
otra representación sensible: ni está en la pura confusión, ni tam­
poco nos deja en ella).
La aprobación es la comprensión, la manu prehensio: el agarrar
la representación y retenerla (katálepsis). Siempre está en nuestro
poder asentir o no a una representación; en este sentido, el deber
del hombre racional y que sigue consecuentemente la naturaleza
consiste en dejarse captar y poseer por las representaciones cata-
lépticas aferrándolas.
Cicerón, que no es muy claro en su cuadro de la teoría estoi­
ca del conocimiento, sitúa de hecho a la comprehensio en medio
de la ignorancia (inscientia) y de la ciencia (.scientia). Es igno­
rante quien no comprende nada o quien asiente débilmente a una
representación, seguramente porque nota que no merece ella de
suyo otra cosa. Este segundo tipo peligrosísimo de la ignorancia
es la opinio, que no sólo resulta una criatura débil, asténica (im-
becilld) e inestable, sino que tiene un objeto que posee rasgos en
común con lo falso y lo desconocido. El lector se asombra de que
Cicerón considere tan racional al opinante, cuando la verdad es
que su asentimiento suele ser -de ahí el peor peligro de este esta­
do mental en orden al saber- tan vigoroso como el del conocedor,
aunque el objeto en el que se confía tan fuertemente tenga, en
El dogmatismo y la vida buena 161

efecto, comunidad con lo falso y lo desconocido... Cicerón esta­


ba, sin duda, pensando aquí en la insistencia con la que el estoi­
co (que ve cómo la más tozuda de las opiniones es susceptible de
caer ante nuevas evidencias, aunque admita la voluntariedad últi­
ma del dar o negar asentimiento) dice siempre que nada es más
impropio del sabio que tener meras opiniones, o sea, que poder
vacilar y errar, que poder arrepentirse. No; el sabio está en la fir­
me y constante adhesión a las verdades perfectamente asidas que
la naturaleza misma le ha ido imprimiendo -mientras él realmen­
te se ha dejado hacer y no ha estorbado- por la virtud de la uni­
versal oikeíosis.
La scientia es la comprensión que pasa la prueba de la crítica
racional y continúa en pie; es como el puño bien cerrado y corro­
borado por la presión del otro puño cerrado. Entre otras cosas (el
fuerte de Cicerón no es la dialéctica), en la ciencia ya no se mane­
jan fantasías sensibles, sino representaciones intelectuales, o sea,
notiones, ideas, ennoémata. Estos conceptos, paridos en la mente
por la acción de la impresión sensible «comprehendida», recogen
lo evidente, lo perfectamente claro, que es común a un grupo de
fantasías sensibles.
Además, el estoicismo, que no reconoce eide al modo de Platón
ni formas al de Aristóteles, se interesó muy consecuentemente por
las vinculaciones que se establecen entre los hechos, y esto lo con­
dujo a desarrollar poderosamente la que hoy llamamos lógica de
enunciados, que había sido descuidada en el Órganon aristotélico.

7. La investigación aparentemente interminable y el desa ­


simiento

Seguramente nada es tan comprensible como que, en el mismo


ambiente intelectual en el que se enfrentaron por siglos el Jardín
y el Pórtico, filosofías radicalmente dogmáticas las dos, surgiera
también la más tajante oposición global a ambas y a cualquier for­
ma dogmática de pensamiento, a saber: el escepticismo, más una
corriente que una escuela, como corresponde a su naturaleza.
162 Sócrates y herederos

Skepsis, de donde escepticismo, significa simplemente consi­


deración, examen, visión o investigación. Ya el nombre mismo
orienta sobre el carácter central de esta filosofía; así, en lugar de
creer que las cuestiones planteadas en ética o física se resuelven
de una vez para siempre, en lugar también de creer con el vulgo
que es mejor abstenerse de toda filosofía, el escéptico defiende
originalmente que es preciso filosofar, pero que las respuestas
que se han hallado a las preguntas de la filosofía (y de la vida) no
son todavía suficientemente buenas. Hay que seguir indagando.
En este sentido, lo peculiar del escéptico es un cierto rasgo iróni­
camente dogmático, que también recuerda profundamente a Só­
crates: Hay y habrá siempre, seguro, que seguir buscando. Aun­
que sea una contradicción, si se la toma de manera superficial, el
escéptico de la época helenística es el hombre que está seguro de
la insuficiencia de toda filosofía dogmática y, precisamente, po­
see todo un arsenal de argumentos solidísimos para destruir con
ellos, sin duda, las pretensiones de cualquier dogmático conoci­
do y por conocer.
En sus comienzos, el escepticismo helenístico estaba marcado
por la misma preocupación moral que era común también tanto a
epicúreos como a estoicos. Pirrón de Elis, que no escribió nada y
cuya doctrina se encuentra rodeada de oscuridades históricas, pa­
rece haber comprendido que sólo el hombre que cree firmemente
en la verdad y la realidad de alguna cosa puede sufrir. En efecto,
sólo si estoy convencido de que existe alguien amado puedo preo­
cuparme por cualquiera de los avatares de su vida, y sólo si creo
que existe algo que yo posea puedo estar intranquilo pensando si
no me será arrebatado.
En el siglo anterior, cuenta Aristóteles que un sofista había
llegado también a la conclusión de que no se sabe nada. Dicho in­
dividuo había comprendido que, dijera lo que dijera, expresaba de
algún modo al hablar alguna creencia, para la cual nunca estaría
justificado. En aquel tiempo, no era aún el problema moral el do­
minante; y aquel sofista, para no contradecirse y para no expo­
nerse a ser vergonzosamente refutado si hablaba, se sentó (eso sí)
en el lugar más público de Atenas y trató de llevar allí la vida «de
El dogmatismo y la vida buena 163

una planta». Lo más que hacía que pudiera tomarse por alguna
expresión, era mover de vez en cuando un dedo.
Pirrón de Elis (se habla de escepticismo pirrónico o pirronis­
mo, para referirse a su actitud), quizá recordando a aquel absurdo
sofista, proponía también la afasia, o sea, el silencio sobre todos
los temas. El hombre radicalmente desprendido de toda verdad y
toda realidad está libre de compromiso, sin pasión ni defensiva ni
ofensiva, en calma imperturbable y a salvo.
Resulta muy interesante saber que Pirrón participó en la expe­
dición de Alejandro y llegó hasta la India, donde admiró profun­
damente la vida de los «sabios desnudos» (probablemente, los jaí­
nas «revestidos de aire»), que le inspiró su posición. En realidad,
se está tentado a pensar, a la vista de las concomitancias entre
ciertos lados de las doctrinas helenísticas y las filosofías de la In­
dia antigua, que la influencia del contacto con la sabiduría orien­
tal no se limita al origen del pirronismo.
Unicamente los escépticos posteriores polemizaron con los fi­
lósofos dogmáticos contemporáneos. No propugnaron, por tanto,
la afasia, sino la abstención (en griego, epojé) de toda tesis. Y re­
sulta curioso que los que obraron de este modo fueron principal­
mente, en la mitad del siglo III y otra vez cien años más tarde, dos
escolarcas (o sea, presidentes) de la Academia, respectivamente,
Arcesilao.y Caméades. Por ellos, esta forma argumentada de es­
cepticismo se denomina muchas veces escepticismo académico.
El nombre que conviene, por su contenido, a las enseñanzas de
Caméades es el deprobabilismo.
En efecto, Caméades, en especial, a fin de cuentas sucesor de
Platón, no negaba que la verdad exista, sino sólo que el hombre
pueda conocerla con certeza. De aquí que estimara como propie­
dad imprescindible del sabio sencillamente la evitación del error.
Por lo demás, vivir requiere confiar en la alta probabilidad de al­
gunas opciones, frente a la escasa de otras.
Algunas de las más famosas armas escépticas {tropos o vuel­
tas) son las que siguen. Comencemos por algunos de los tropos de
un tal Agripa, ya del siglo II d.C., basados con frecuencia en pen­
sadores mucho más antiguos. El primero es de la cacofonía o dis­
164 Sócrates y herederos

cordancia de las opiniones. Si se supiera realmente algo, sería


imposible ver a los filósofos en desacuerdo sobre ello, pero éste
es precisamente el espectáculo diario.
El segundo es del regreso infinito en la cuestión del criterio de
la verdad, sobre todo en la forma propuesta por los estoicos. ¿Con
qué criterio sabré que mi criterio es válido? ¿No necesitaré luego
un criterio del criterio del criterio, y así sucesivamente?
El tercero subraya que el conocimiento de las cosas es siem­
pre relativo a nosotros, sus conocedores. Más que conocer la rea­
lidad, conocemos, en todo caso, cómo nos afecta en determinado
momento ella a nosotros.
El cuarto pone de relieve el carácter de pura hipótesis de cual­
quier premisa con la que iniciemos nuestras presuntas demostra­
ciones en la materia que sea. ¿Hemos probado, acaso, esta hipó­
tesis? Si tendríamos que haberlo hecho, hemos empezado mal;
pero si ascendemos a sus premisas, ¿acaso no son más que meras
hipótesis sin probar?
El quinto es el dialelo o dilema que se obtendría en todo in­
tento de escapar a la vez de los problemas segundo y cuarto: si no
hay regreso infinito en nuestros principios pero tampoco son me­
ras hipótesis, entonces es que todas nuestras demostraciones se
mueven en círculo, porque sólo queda que cierta conclusión de­
muestre los primeros principios de los que se ha seguido, después
de muchos silogismos.
Se echa de ver que el compilador de estos tropos (que son co­
mo otras tantas llaves en la lucha filosófica) partía de la base (pues­
ta siglos antes por Arcesilao) de que no cabe distinguir nunca in­
faliblemente una fantasía cataléptica de otra que no lo es, pero lo
parece. Esta cuestión fue muy debatida a lo largo de toda la histo­
ria del escepticismo académico. Ya Arcesilao utilizaba el argumen­
to del Montón (en griego, sorites): parece evidentísimo qué es un
montón y cuándo estamos en presencia de uno. Pero ¿cuántos gra­
nos de trigo, por ejemplo, hay que añadir o quitar para obtener o
perder un montón de ellos? Si no somos capaces de determinarlo,
entonces estamos reconociendo que los límites entre una represen­
tación evidente o cataléptica y otra que no lo es, son vagos.
El dogmatismo y la vida buena 165

Otro escéptico, Enesidemo, en siglo I d.C., reunió diez tropos


sobre ese mismo problema, varios de los cuales giran en torno al
hecho de que la diferencia de los órganos de la sensación que ve­
mos que hay entre los animales y el hombre y entre unos y otros
hombres, seguramente funda diferencias insalvables en las pro­
pias sensaciones de las cosas. Esto mismo se extiende después a
series de sensaciones que se diría que son de la misma especie,
pero que, según sea el estado de quien las tiene, hemos de califi­
car unas veces de percepciones y otras de alucinaciones, sueños,
ilusiones producidas por el apasionamiento, etc.
La forma más sutil del escepticismo polémico en la Antigüe­
dad fue la de Carnéades, que se basó en que el error de la doctri­
na estoica está en creer que se pueden tomar las representaciones
alguna vez realmente aisladas. Lo que ocurre en verdad es que to­
das van ligadas a otras, en formas muy diversas; por esta razón,
ninguna es plenamente una «fantasía cataléptica» y, sin embargo,
muchas son auténticamente probables. Ponía algunos ejemplos de
interés. Analicemos el fenómeno de la visión de una serpiente en
el camino de regreso a casa durante el crepúsculo. La inicial evi­
dencia desaparece si se ve «estorbada» por la inmovilidad de lo
que estamos viendo, incluso si sucede mientras tanto algo que ha­
bría obligado a la presunta serpiente a cambiar su posición. Así
sucede en muchas otras situaciones, cuando al análisis parte por
parte de lo que hemos visto al principio de golpe y globalmente
nos hace variar la primera interpretación. Y también sucede mu­
chas veces lo contrario que en el caso de la serpiente que no lo era
y los análisis que nos obligan a reformar nuestro juicio.
El espléndido ejemplo de Carnéades (él tampoco escribió, de
manera que los testimonios acerca de su doctrina son indirectos
y bastante alejados en el tiempo, pues, de hecho, los debemos a
Cicerón, I a.C., y a Sexto Empírico, II d.C.) es el siguiente: Ad­
meto ve volver del Hades, del reino de los muertos, a su querida
esposa Alcestes, que ha sido rescatada por Heracles (como nos
cuenta Eurípides en su Alcestes). No da crédito a sus ojos, a pe­
sar de que, por más que analice lo que ve, no halla rasgos que le
obliguen a modificar que le parece estar contemplando a Alces-
166 Sócrates y herederos

tes viva otra vez. Al contrario, a cada paso la contempla mejor.


No se deja dominar por la representación correcta, debido a que
se lo estorba la certeza de que Alcestes ha muerto y nadie regre­
sa del Hades.
Cuando el análisis y la no-obstaculización se aúnan, las vero­
similitudes se refuerzan, pero nada más puede llegar a obtener el
hombre. Sin embargo, esto sólo permite una vida en la abstención
del error, o sea, una verdadera vida humana; en ningún sentido el
remedo de la planta con el que, en el fondo, el viejo sofista ridi­
culizaba sin saberlo la dignidad del escepticismo.
6

FILOSOFÍA RELIGIOSA

1. L a B iblia y la filosofía . Introducción al pensamiento del


P rimer T estamento

Si se repasa el enorme arsenal de conceptos que se han ilumi­


nado en el periodo que va de Homero al escepticismo académico
del siglo II a.C., se observa que apenas hay problema ni esbozo de
solución a una cuestión clave de la filosofía que no se haya plan­
teado en Grecia y el helenismo.
Sólo destaca una laguna de primer orden, para la que única­
mente Sócrates, y en menor medida, Platón y el escepticismo, e
incluso el epicureismo, ha tenido oído: la libertad.
No la simple condición de eleuthería, o libertad que consiste
en poder vacar al cuidado de los asuntos públicos porque no ne­
cesita el varón ganarse la vida con su trabajo, sino la capacidad
misteriosa de arruinar la propia existencia hasta la aniquilación y
la desesperación total; o en el sentido contrario, acercarla a lo di­
vino sobrepasando lo que la filosofía griega considera límites na­
turales del ser del hombre. En el sentido negativo, la libertad ma­
logra lo presuntamente natural, de manera simétrica a como, en el
positivo, quiebra su barrera. En ambos casos, Hybris, que otros
modos no griegos de realizar la existencia admitieron como bien
reales y a los que, a partir del siglo I a.C., tuvo que atender el mis­
mo pensamiento helenístico.
El monoteísmo bíblico está precisamente basado en la acepta­
ción de que Dios es del todo libre: libre para crear o no el mundo,
libre para actuar de una u otra manera con él y en él. Esta idea no
168 Sócrates y herederos

se encuentra explícitamente, desde luego, más que a medida que


avanza la comprensión que de sí misma tuvo la antigua religión
del pueblo de Israel.
El fundamento de dicha forma de vida se encuentra en un
acontecimiento dentro de la historia: la liberación de un grupo de
esclavos hebreos de las manos del Faraón, probablemente en la
época en que Ramsés II, de la dinastía XVIII, construía sus nue­
vas ciudades en el Delta (ca. 1250 a.C.). Esta liberación del ma­
yor poder existente en el mundo de entonces fue experimentada
por aquel grupo - a cuyo frente iba Moisés, un hebreo de nombre
egipcio- como un milagro del todo inmerecido: un acto incom­
prensible de amor por ellos del Dios de sus antiguos padres del
tiempo del nomadismo; sólo que este Dios le había comunicado
a Moisés, cuando vivía desterrado en la península sinaítica, su ex­
traño nombre, no conocido por los patriarcas: Yahvé (en hebreo,
Yhwh), que se podría traducir como «El que soy, fui y seré».
A la libertad siguió de cerca la contrapartida de obligarse a un
modo de vida bajo los mandamientos contenidos en la instrucción
que muy pronto recibió Moisés de este Dios en la montaña del
desierto, mientras el pueblo contemplaba a los pies de ella la tem­
pestad de la revelación. El sentido básico de este compromiso del
pueblo con la Torá viene a ser el siguiente: Haz con los demás
hombres lo análogo a lo que yo he hecho contigo; a saber: No
asesinarás, no robarás, no mentirás...
Tras largas luchas, unos dos siglos después de entrar en Ca-
naán, David se apoderó de Jerusalén, último enclave fuerte de los
jebuseos. Inició entonces un reino de relativo esplendor, aprove­
chando la decadencia de los poderosos vecinos (Mesopotamia y
Egipto), que había de durar menos de cien años, puesto que se di­
vidió a la muerte de Salomón, su hijo, el constructor del primer
gran templo a Yahvé en Jerusalén. En estas décadas de apogeo po­
lítico comenzó la redacción de lo que fue luego la Biblia, cuya
tradición oral se remonta a épocas muy anteriores.
De hecho, las tradiciones de los Padres y del Dios de los Pa­
dres (sobre todo, Abrahán, Isaac y Jacob, cuyo hijo José bajó ya
a Egipto) retroceden a escenarios datables en el siglo XIX a.C. Su
Filosofía religiosa 169

Dios ordenó por entonces a Abrahán, que había emigrado a terri­


torio amorreo desde Ur en Caldea, separarse de la casa de su pa­
dre y marchar a Occidente sin destino prefijado. La confianza de
Abrahán en este Dios de la libertad, que prometía en cambio una
descendencia abundantísima e imperecedera, fue absoluta, inclu­
so cuando aparentemente Dios le solicitó el sacrificio del hijo que
había engendrado en la ancianidad por el que la promesa debía
empezar a cumplirse. De aquí la natural prolongación que lleva
del culto a este Dios (que recibe varios nombres: El-Shaddái, El-
Yon, Elohím, o sea, el Dios Alto, el Dios Supremo o el simple plu­
ral del término común semítico para la divinidad) al culto a Yahvé
(nombre que podría estar emparentado con el de algún dios ligado
a un culto extático del Sinaí).
La fundación de la monarquía davidica, después de un periodo
(el de la conquista parcial de Canaán) durante el que los líderes
del pueblo fueron jueces carismáticos del culto de Yahvé, marcó
un momento de gran cercanía a las religiones del entorno: Yahvé
se entiende que es extraordinariamente poderoso, pero, a fin de
cuentas, sólo o casi sólo el Dios del pueblo, que ahora ya no ins­
tiga a la peregrinación por los márgenes desérticos del país, sino
al establecimiento en él. Tener una dinastía carismàticamente ini­
ciada y un templo con un ritual de sacrificios comparable al de los
vecinos cananeos parecía justificar que el Dios de la Promesa per­
manecería para siempre incondicionalmente al lado de sus elegi­
dos. Pero en el norte del antiguo reino unido de David y Salomón,
las gentes rechazaron este cambio de vida y continuaron eligien­
do reyes carismáticos y prescindiendo del templo de Jerusalén.
Los profetas que allí surgieron (intérpretes acertados de los sig­
nos de los tiempos y de la voluntad divina que en ellos se refleja)
incitaron al pueblo a entender que el Dios de la Alianza requería
una exigente conducta moral o retiraría su apoyo; no en vano,
consideraban imposible rendir culto a Dios y mantener distancias
sociales enormes.
Las amenazas de los profetas de la conversión (principalmen­
te Amos y Oseas) no fueron escuchadas. En 721 a.C., los asirios
conquistaron el Reino del norte y, como acostumbraban, deste-
170 Sócrates y herederos

rraron a otras zonas de su imperio a las elites culturales y econó­


micas. Así terminó la historia de las diez tribus de entre los des­
cendientes de Jacob y José que habían integrado aquel Estado.
El Reino del sur (Judá y Benjamín, más la tribu de Leví, con­
sagrada al servicio del Templo) aprendió la lección y fundió su
teología con la de los profetas del norte (lo que sucedió, princi­
palmente, en la obra extraordinaria del Primer Isaías y de Mi-
queas). El culto sin justicia no era nada; la dinastía sin justicia,
tampoco. Con todo, de hecho, bastantes reyes de Judá fueron lla­
mativamente indignos.
La teología deuteronomista (por el nombre griego del quinto li­
bro de la Torá de Moisés, el Deuteronomio) presenta, en tomo a
600 a.C., una interpretación de la historia en la que la clave es el
diálogo entre el pueblo y Dios, y donde la infidelidad no queda im­
pune en ninguna parte -incluso fuera de los términos políticos de
Judá-, con el fin de que el trasgresor se purifique y cambie.
Pese a las advertencias de profetas como Jeremías, la política
torpe de alianzas de los reyes de Jerusalén acabó en el desastre de
571 a.C., cuando los babilonios destruyeron el Templo y proce­
dieron a la acostumbrada deportación. Con todo -he aquí el co­
mienzo del j u d a i s m o la teología deuteronomista, interpretada
ahora por profetas como Ezequiel, propició el fenómeno único de
la supervivencia de la religión de Yahvé en un exilio de casi se­
tenta años: los hijos no pagan la culpa de los padres; Yahvé, que
ha demostrado que utiliza para sus fines a los mismos dioses de
Babilonia, persigue con este rudo trato la conversión y la purifi­
cación del resto fiel de su pueblo; la restauración vendrá; Yahvé
no es sólo nuestro Dios entre los dioses de los pueblos, sino real­
mente el único Dios, que reina muy por encima de las potencias
a las que adoran las demás naciones.
Y ocurrió la restauración esperada y profetizada, aunque de
manera modestísima, con Ciro, que permitió la reconstrucción
del Templo al regreso de ese resto de judíos fieles a Jerusalén. El
nuevo pueblo, sin independencia política, se reunió alrededor de
su culto y sus libros y pasó a ser más y más una nación casi ex­
clusivamente religiosa. De este tiempo proceden la mayor parte
Filosofia religiosa 171

de las ediciones finales de la Torá, la recopilación de los Escritos


y los Profetas (TaNaJ., de las iniciales de Torá, Neviím y Ketu-
vim). Pero también una cierta espiritualidad de gueto cerrado, de
no mezcla y hasta de escisión entre el «pueblo de la tierra», igno­
rante de los mandamientos, y la elite reunida en Jerusalén.
Pasado el tiempo, Alejandro Magno conquistó sin violencia la
capital de Israel. El territorio del reino davídico pasó luego de los
Ptolomeos de Egipto a los Seléucidas de Siria. Como es natural, se
inició un proceso de sincretismo y aproximaciones culturales, en
las que el factor helenístico era el dominante. Un momento crucial
fue el ensayo de asimilación total del judaismo al sistema de vida
helenístico pretendido, con la complicidad de buena parte del cle­
ro alto, por Antíoco IV a mediados del siglo II a.C. Llegó el rey a
profanar el Santo de los Santos del Templo con la estatua de Zeus;
y cuando comprobó la resistencia de grandes estratos de pobla­
ción, no dudó en recurrir a la tortura y el asesinato. Por primera
vez, los fieles de Yahvé morían precisamente por su fe, por la san­
tificación del Nombre, como se habría de decir en los milenios por
venir. De este fenómeno más increíble que la misma suerte de Job
se extrajo una última lección teológica: es imposible que la fideli­
dad del hombre a Dios sea mayor que la del propio Dios, luego
existe vida más allá de la muerte martirial.
El judaismo, desde esta época, presentó una serie de divisio­
nes con las que sólo acabó traumáticamente Tito destruyendo el
Templo en 70 d.C. Los samaritanos se escinden del tronco judío;
pero también fariseos y esenios rompen, en medida prudente los
primeros o de modo radical los segundos, con los colaboracionis­
tas de la casta sacerdotal de Jerusalén (los saduceos). En los dos
siglos previos al nacimiento de Jesús, la secta esenia, por com­
pleto separada del Templo, elabora incluso su propia literatura
(reencontrada parcialmente en los hallazgos de las cuevas próxi­
mas a Qumrán, desde 1947).
Aparecen también la literatura apocalíptica y los grupos zelo-
tas, partidarios de la resistencia armada. La apocalíptica describe
la historia como una terrible decadencia, un progresivo avance del
mal, que debe conducir a que Dios mismo intervenga al final de
172 Sócrates y herederos

los tiempos, para establecer la paz del Mesías por medio del jui­
cio de los pueblos (que realizará, según el libro de Daniel, un Hi­
jo de hombre misterioso).
En el tiempo previo al nacimiento de Jesús, cuando la Biblia
se tradujo en Alejandría al griego (algo antes del año 100 a.C.), en
ciertos textos judíos helenísticos de los que no existe original
hebreo (y que terminaron por quedar excluidos del canon judío,
igual que, siglos adelante, del canon luterano), se inició la refle­
xión sobre las relaciones entre la visión bíblica de la realidad y la
de la filosofía griega. Leyendo el principio del capítulo decimo­
tercero de la llamada Sabiduría de Salomón, resulta imposible re­
petir el prejuicio de que no existen fragmentos filosóficos en el
gran conjunto de relatos, preceptos y oraciones que es el Libro de
los adoradores de Yahvé, este Dios cuya naturaleza tan sólo se
puede inferir realmente de su libertad para con el mundo y la his­
toria de los hombres.
En este texto judío del siglo I a.C. se declara en sustancia que
los hombres, si lograran la plenitud del esfuerzo de su razón na­
tural, deberían alcanzar el conocimiento de «El que es» (ho on
fue la traducción de Septuaginta para Yahvé, además de Kyrios, o
sea, Señor). El hombre parte en este ascenso de las realidades vi­
sibles, todas ellas buenas, como declaraba el relato de la Crea­
ción, y todas ellas objeto de profundo gozo. La inquietud de la in­
teligencia conduce a clasificar, en busca de lo perfecto y de lo
divino, todas estas bellezas que deleitan; pero aquí es donde se ve
que desfallecen, sin necesidad, las fuerzas de la razón. Al hombre
le gusta tanto el mundo que se rinde antes del ascenso definitivo,
y declara una y otra vez que Dios se identifica con alguna zona
especial de la Creación. Llegados a este punto, el texto repasa la
historia de la filosofía y menciona, evidentemente, a los estoicos,
a los aristotélicos, a Homero, a Tales y Anaximenes, a Heráclito;
hasta llegar a los platónicos. Estos últimos han subido más alto
que el resto: hasta la belleza misma, hasta lo bello mismo. Y sin
embargo, este objeto inteligible no es aún la sagrada trascenden­
cia de Dios. Dios es el creador de lo bello mismo y, a fortiori, el
creador del resto de lo real (inteligible y sensible).
Filosofia religiosa 173

Los hombres deberían subir por analogía hasta el Dios verda­


dero (sin que ello quiera necesariamente decir que tal conoci­
miento de Dios sea exhaustivo o tan rico como el que suministran
los relatos y los preceptos bíblicos). Esta analogía es una regla de
tres: lograr ver todo lo sensible más todo lo inteligible como la
obra de un Technites, de un Genesioürgos, el gran Arquitecto que
opera el devenir del mundo. Incluso si no se ha oído la Torá, es
vano por naturaleza, aunque a todos parezca un sabio, quien no
consigue emplear su razón para llegar hasta este punto de insupe­
rable altura.
El estoicismo medio, que constituye un desarrollo histórico si­
multáneo, había comprendido que ha de haber semillas delLogos
por todas partes; también, desde luego, en las escrituras y en las
sabidurías de los pueblos, todos los cuales, o prácticamente todos,
son más antiguos, por cierto, que los griegos. Aquí estriba el in­
terés por la interpretación alegórica de todos los poemas antiguos
y de cualquier resto sapiencial prehelenístico {alegoría ya indica
que se está diciendo otra cosa de la que superficial o literalmen­
te se comunica).
Hay, por consiguiente, un acuerdo entre estoicos y judíos en
este punto clave: Moisés, que es muy anterior a Platón, bien pu­
do superar a éste en sabiduría, e incluso lo más normal es que el
platonismo derive, por vías ocultas, de Moisés. Se entiende así
mejor que la Jojmá, la divina Sabiduría que dice el antiguo texto
bíblico de Proverbios que asistía a Yahvé cuando la creación del
mundo, se asimile con el Logos estoico de varias maneras muy
originales en este tiempo. La teología de los cristianos (que sería
mucho mejor llamar la filosofía de los cristianos) está así a punto
para comenzar su desarrollo. Filón dé Alejandría y Pablo comen­
tan, a cortísima distancia de tiempo, la Sabiduría de Salomón; por
su parte, el prólogo del Evangelio de Juan no es pensable sin las
doctrinas filónicas.
Desde el punto de vista de la historia de la filosofía, la Edad
helenística aparece bastante claramente dividida en dos periodos.
El segundo se puede considerar que comienza, aproximadamen­
te, en los mismos años en los que empieza la era común o Era
174 Sócrates y herederos

cristiana, que son también los primeros del principado en Roma,


o sea, del final de la República y el advenimiento de los empera­
dores de la familia de Julio César.
Esta fase segunda aparece marcada por las preocupaciones re­
ligiosas, comunes a la gente y a los pensadores. Es, por tanto, el
momento en el que se desarrollan los gérmenes orientales de la
cultura mezclada que era el helenismo, después de que durante
trescientos años hubieran prevalecido en la combinación los fac­
tores griegos.
Los cultos orientales, que comprendían con gran frecuencia
misterios en los que los fieles al participar experimentaban la cer­
teza de su eterna liberación de las miserias de la vida terrenal, im­
pregnan ahora la vida religiosa y hasta dan nueva vitalidad a filo­
sofías como la platónica o la pitagórica. Sólo ahora desarrollan
éstas sus aspectos más próximos a la religión.
La misma política imperial procura aunar la enorme variedad
religiosa del imperio no sólo en torno al culto del emperador, si­
no también propugnando fórmulas eclécticas, donde el estoicis­
mo y el platonismo aportan gran parte de los fundamentos inte­
lectuales necesarios. Los antiguos mitos se interpretan en clave
alegórica valiéndose de estos instrumentos filosóficos, con el ob­
jetivo de insuflar nueva vida en el politeísmo tradicional y orga­
nizar el panteón.
El judaismo, cuya visión moral y trascendente de Dios había
impresionado hondamente a muchos hombres hastiados de las vie­
jas concepciones de lo divino, ganaba prosélitos por doquier.

La expectativa apocalíptica y el esfuerzo fariseo por extender


lejos de Jerusalén el cumplimiento estricto de la Ley y su concre­
ta aplicación (mediante las adaptaciones que dieron luego lugar a
la Misná, siglo II d.C., y al Talmud, siglo VI), más la pureza ese-
nia adversaria de la corrupción del Templo, son algunos de los
factores que iluminan la irrupción histórica de Jesús de Nazaret.
El anuncio de Jesús fue la proximidad inmediata del reino de
Dios y la necesidad de la conversión de cada uno, para poder aco­
gerlo. En sus propias acciones de liberación del poder del mal (la
Filosofía religiosa 175

enfermedad, el pecado, la muerte) se transparentaba la entrada en


la historia del definitivo reino de Dios.
La muerte en la cruz de los esclavos, entregado Jesús al tribu­
nal romano por las autoridades del Templo (con la colaboración
parcial del Sanedrín), no terminó con la comunidad de los últimos
tiempos que él había fundado. Aunque los Doce se dispersaron (y
uno de ellos, quizá un zelota apocalíptico, fue quien traicionó a
Jesús), un acontecimiento que sacudió a todos en lo más hondo,
y que hubieron de interpretar como la experiencia personal y co­
mún de que Jesús estaba de nuevo vivo por la acción de Dios, los
reunió nuevamente e impulsó a la extensión de su nueva lectura
de las Escrituras.
En esta campaña fue esencial la conversión de Pablo, un fari­
seo celoso, antiguo enemigo de los cristianos, transformado en
apóstol decidido a interpretar la vida, muerte y resurrección de
Jesús como una superación de la Torá en la misma línea de la li­
bertad omnímoda de Yahvé. Su misión se dirigió -no sin tensio­
nes continuas y graves- sobre todo a los prosélitos, o sea, a los
paganos próximos a la sinagoga. Pablo sostuvo que no era preci­
so pasar por la Torá para llegar al seguimiento radical de Jesús,
aunque éste mismo no se hubiera dirigido más que a judíos y hu­
biera sido un judío observante.

2. F ilón de A lejandría

La combinación de pensamiento ecléctico helenístico (predo­


minantemente platónico-estoico-pitagórico) y judaismo da su es­
pecial carácter a la figura de Filón dé Alejandría, contemporáneo
de Jesús de Nazaret. Este fiel judío presenta sus creencias bajo el
ropaje y con los medios de la filosofía helenística, de modo que
procura hacer de su judaismo una síntesis filosófico-religiosa su­
perior a cualquier filosofía de escuela.
Las ideas más influyentes de esta síntesis son como sigue. An­
te todo, aparece en el horizonte de la filosofía helenística la no­
ción de la creación del mundo por un Dios que está del todo fue­
176 Sócrates y herederos

ra de él y que lo hace tan sólo porque así le parece mejor, pero no


porque su esencia le obligue. Así, Dios crea de la nada, lo que
significa, por ejemplo, que crea incluso la materia (a diferencia
del Demiurgo platónico) y que crea tan sólo desde sí mismo, sin
otro modelo que él mismo.
Justamente lo primero creado por Dios es, por así decirlo, el
plano ideal del mundo sensible y material, o sea, el conjunto de
las ideas que más adelante se plasmarán en los cuerpos. A este ar­
quetipo del mundo material lo llama Filón, por primera vez, mun­
do inteligible. El lugar supraceleste del Fedro pasa a ser, en este
sentido, el inicio de la obra de Dios.
Filón denomina también al mundo inteligible discurso, pala­
bra (logos), hijo primogénito del padre increado, segundo Dios,
imagen de Dios. Es decir, se lo representa como una sustancia, a
veces como una persona (,hipóstasis), como el ángel supremo. Es
la Sabiduría de Dios, primera criatura divina, por mediación de la
cual Dios hará luego el mundo material.
Es ya el Logos un mundo, aunque sea un hijo de Dios y un án­
gel. Dios, por decirlo de alguna manera, que no puede crear un
auténtico segundo Dios, empieza, sin embargo, creando lo que
nosotros sólo podemos interpretar como el conjunto bien ordena­
do de sus pensamientos respecto de nuestro mundo.
En el estoicismo de los últimos siglos precristianos, sobre to­
do en Posidonio de Apamea, del que conocemos, por desgracia,
una mínima parte de la obra, se había abierto paso la idea de que
la filosofía griega procedía en realidad de sabidurías mucho más
antiguas, como las de Egipto, Babilonia, Siria e Israel. Filón se
suma con gusto a esta tendencia y considera que Moisés, el fun­
dador de la religión de Israel, el escritor de los cinco primeros li­
bros de la Biblia {Pentateuco o Cinco rollos), en los que se narra
la creación y la ordenación del mundo y se instituye la ley moral,
es la fuente de la que Platón ha bebido.
Asimismo, el Logos filónico es, muy evidentemente, la razón
(ilogos, también) estoica, al mismo tiempo que la personificación
o hipostatización del lugar supraceleste de las ideas platónicas. Y
cumple una función de mediación entre el mundo material y Dios
Filosofía religiosa 177

trascendente, que a Filón le parecía absolutamente imprescindible.


Dios, el Padre del Logos, queda del lado de allá de toda posible in­
vestigación humana, en su misterio impenetrable. Pero este miste­
rio no se puede interpretar como si en el mundo sensible, a fin de
cuentas creación de Dios, no hubiera huella alguna de su origen.
Hay por todas partes estas huellas, como han sabido ver los pita­
góricos, los platónicos y los estoicos, porque hay por todas partes
verdades necesarias, leyes físicas y leyes morales. Ahora bien, ta­
les huellas no son directamente de Dios, sino nada más que indi­
rectamente. Así queda preservada su trascendencia, su (casi) abso­
luta diferencia respecto de la creación. Directamente, el mundo
material permite que nuestro conocimiento se eleve hasta el divi­
no Logos, a través, de hecho, de una serie de potencias inferiores,
de xana jerarquía de figuras intermedias entre Dios y el tiempo. En
efecto, Dios no sólo ha diseñado el modelo del mundo creando a
su hijo, el Logos, sino que se manifiesta también en su poder o po­
tencia de querer auténticamente crear el mundo material, y en la
de querer mantenerlo vigilado por su providencia, etc.
Los legisladores de los pueblos (y ninguna tarea revela más la
sabiduría de alguien que la de legislador) no han alcanzado nun­
ca el nivel de Moisés. Unos establecen sus leyes sin explicar por
qué han conocido su bondad y quizá hasta equivocándose; los
otros las justifican de manera insuficiente. En cambio, Moisés in­
cluye las pautas de la conducta humana comprensiblemente den­
tro de las pautas del comportamiento de toda la naturaleza. La
clave de ésta es la Torá, imagen de la Imagen de Dios, y de la cual
es imagen a su vez la letra del libro de Moisés. Ésta es al Logos
como la reproducción de un coloso en un anillo.

3. Análisis de algunos de los textos decisivos del Segundo


T estamento

La lectura del prólogo del Evangelio de Juan hará comprender


la importancia que el pensamiento de Filón tuvo para hacer posi­
ble la primera teología cristiana. Pero el cristianismo no es esen­
178 Sócrates y herederos

cialmente una filosofía sino una religión, aunque, desde luego,


una religión que pide una teología y hace pensar.
La religión no busca conocimiento, sino salvación; está basa­
da en una experiencia de índole muy peculiar, en la que el hom­
bre siente la presencia de una realidad ante la cual él mismo es, en
cierto modo, nada; una realidad misteriosa, tremenda y fascina­
dora, que contrasta infinitamente con la precariedad, la maldad y
la pobreza de sentido del hombre y del mundo cotidiano. El poli­
teísmo intenta acercar esta realidad salvadora multiplicando sus
manifestaciones; el monoteísmo resalta, en cambio, su diferencia
respecto de todo lo cotidiano. La forma particular en la que la
experiencia religiosa del judaismo se desarrolla es, sin embargo,
como ya sabemos, la revelación de Dios en medio de los aconte­
cimientos históricos, como un poder de liberación amoroso y jus­
ticiero, que toma la iniciativa sin que haya correspondencia entre
su acción y los méritos de aquellos a los que está dirigida, si bien
éstos deben conducirse en adelante con arreglo a un estricto có­
digo moral, so pena de hacer estéril la intervención salvadora de
Dios. Ésta tiende a redimir, en el final de los tiempos, mediante
la acción de un Ungido (Mesías, en hebreo; Cristo, en griego), to­
da la historia, y a reconciliar a los hombres tanto entre ellos co­
mo con la naturaleza.
En el régimen religioso politeísta no cabe, en realidad, el ateís­
mo (más que, en todo caso, en la forma del escepticismo pirróni­
co, que sin embargo no parece haber dado de hecho este fruto). En
el régimen religioso monoteísta, en cambio, se reconoce absoluta­
mente al hombre la posibilidad de prescindir de Dios, puesto que
nada en el mundo es divino, y la existencia humana puede, en prin­
cipio, reducirse al marco del trato con el mundo.
El cristianismo nació del judaismo a raíz de la predicación y
las obras de Jesús de Nazaret, condenado a la muerte en la cruz
de los esclavos criminales por el poder romano en Jerusalén, ha­
cia el año 30. En su expansión y adaptación al mundo helenístico
fue decisiva la actividad de Pablo de Tarso, durante la mitad del
siglo I. Fundamentalmente, el cristianismo radicaliza la tensión
mesiánica del judaismo, porque sostiene que Jesús es el Cristo de
Filosofía religiosa 179

Dios, a quien éste ha resucitado; lo que significa que, aunque no


todavía plenamente, la salvación definitiva de la historia, de la hu­
manidad y de la naturaleza ya de alguna manera está llegando, ha
comenzado a realizarse. Han empezado los últimos tiempos. El
amor de Dios se revela en el cuidado paternal por los pobres (en
la Biblia, «pobre» es quien no tiene otro socorro que Dios), en la
entrega desinteresada al otro, en promover la justicia (o sea, en
colaborar a la redención). Nada es tan propio de Dios como este
vaciamiento (kénosis) inconcebible que consiste en hacerse pre­
sente en la persona de un judío cualquiera, para revelar por medio
de ella su rostro definitivo; pero esta encamación de Dios orien­
ta irreversiblemente el tiempo histórico. Se trata de un aconteci­
miento único, irrepetible, que simplemente espera, como el gra­
no sembrado, la maduración y manifestación completa. Nada,
pues, tan alejado del orden eterno de infinitos mundos que reite­
ran, en un tiempo circular, según la necesidad de la naturaleza, to­
da la serie de sus fenómenos.
De aquí la extraordinaria tensión establecida desde el princi­
pio entre la sabiduría griega y la judeocristiana. Esta tensión, en
sus fases sucesivas, se ha convertido en adelante en el argumento
principal de la historia de la cultura (y de la filosofía).

El primer capítulo de la tensión a la que me acabo de referir lo


escribió el propio san Pablo, para quien la crítica filosófica del pa­
ganismo era un requisito fundamental del anuncio cristiano. En la
misma dirección, comentando, como había hecho Filón muy poco
antes, el texto del Libro de la sabiduría de Salomón que hemos ci­
tado, Pablo sostuvo también que era posible llegar a conocer la
existencia y la justicia de Dios a partir del conocimiento de las rea­
lidades del mundo, con lo que la ignorancia de estas verdades ab­
solutamente esenciales es una ignorancia en última instancia cul­
pable. Asimismo, la conciencia moral es testimonio interior de la
ley moral eterna. De este modo, la teología cristiana aceptaba de
entrada discutir filosóficamente con los pensadores helenísticos.
La lectura detenida de la segunda mitad del capítulo primero
de la Carta a los romanos de Pablo muestra, en el contexto de to­
180 Sócrates y herederos

da la Carta, que su esquema general parte del mismo punto que el


capítulo decimotercero del Libro de la sabiduría. Se empieza por
la sensación (aísthesis) de la belleza y la bondad del mundo; sin
embargo, es preciso pasar de esa manifestación creacional de lo
que cabía que se revelara de la esencia de Dios, al pensamiento de
todo ello (a lo noúmenon) bajo la forma primordial de que todas
las realidades son hechuras fabricadas por Dios (poiémata). Se
eleva así el hombre, por su inteligencia, en la dirección de lo di­
vino. Pero el pecado del hombre es primordialmente, en este sen­
tido, la hinchazón (káuchesis): el hombre que filosofa puede su­
frir la terrible ilusión de que está descubriendo lo divino por sus
solas fuerzas y hasta haciendo violencia al secreto de Dios (como
si cupiera acceder a Él aunque Él no quiera); y el hombre que si­
gue fielmente la Torá puede, de modo paralelo, creer, en su so­
berbia, que está ganando el cielo con las obras, con sus propios
méritos, y que ha de ganarlo quiera Dios o no quiera. La justicia,
la justificación (.dikaiosyne), no es efecto ni de las obras teóricas
ni de las prácticas. El hombre que se adentra en el cultivo de la fi­
losofía o en el cumplimiento de la Torá más bien debería adquirir
de manera progresiva más humildad. Si está en esa disposición,
quizá pueda acoger con confianza (.emuná,fides, pistis,fe) el anun­
cio (kérygma) de lo ocurrido con Jesús de Nazaret y, en definiti­
va, con Yahvé desde antiguo.
Este anuncio es esencial, precisamente porque Dios se mani­
fiesta en la historia como el Libre, además de como el Compasi­
vo y el Fiel (y, en última instancia, como dirá el evangelista Juan
comentando las Escrituras judías, como el Amor, Agape). Dios no
es, pues, objeto de mero conocimiento apriorístico, racional, que
prescinde de los hechos. Aunque la inteligencia sea imprescindi­
ble, también lo es ahora la proclamación del relato de Dios y, en
especial, la proclamación de que (en los términos del prólogo de
Juan) el Logos, que estaba en el principio junto a Dios y era Dios,
se ha hecho carne, ha sufrido el suplicio de la cruz y ha sido resu­
citado por Dios. Esta serie de acontecimientos no es anticipable
por la mera razón, pero tampoco es irracional o contrarracional. Se
convierte en piedra de tropiezo (skándalon) para el hombre hin­
Filosofía religiosa 181

chado por sus obras de sabiduría o de piedad. Para él, esta histo­
ria nueva de Dios es o blasfemia o necedad, pero, en todo caso, in­
compatible con su representación de Dios.
Lo que unánimemente proclama el Nuevo Testamento (sobre
todo, en los testimonios de Pablo y Juan) es que a la audición con
confianza del anuncio de la historia de Jesús le ha de seguir un
nuevo esfuerzo de la inteligencia, ansiosa, ahora más que nunca,
de penetrar en el significado de esta historia. Hay que subir de la
mera confianza inicial a la comprensión (en griego, gnosis)\ hay
que pasar de la leche de los infantes al alimento sólido de los
adultos. El lema agustiniano y anselmiano,/zrfe5 quaerens inte-
llectum, la confianza en busca de comprensión plena, es la fór­
mula misma de la filosofía cristiana (y judía) y, desde luego, la
clave del pensamiento medieval.
En el prólogo del Evangelio de Juan se dice también del Lo-
gos que es la Luz que ilumina a todo hombre que viene a este
mundo, pero que, aunque por El se han hecho todas las cosas, los
suyos no lo recibieron y el mundo se convirtió en el dominio de
la skotía, de la oscuridad. Tras la Creación, la Luz Verdadera, en
la que está también la Vida (la palabra podría aludir a la tercera
persona de la Trinidad cristiana, el Espíritu), emprende la recrea­
ción del mundo acampando carnalmente en él (la palabra skené,
tienda de campaña, tiene las mismas letras que shejiná, la Pre­
sencia de Dios en el mundo, de la que se había visto forzado a ha­
blar el judaismo precristiano).
Sarx, staurós, anástasis (carne, cruz, resurrección) son, pues,
los factores del paulino logos tou stauroü, discurso de la cruz. Pe­
ro sin la fuerza formidable de la oscuridad en la que se encuentra
el mundo, pese a haber sido creado por Dios bueno inicialmente,
esta novedad casi inconcebible de la historia de Dios no se enten­
dería. El mal queda, pues, subrayado poderosamente en el fondo
de la filosofía cristiana, que habla en Juan, por cierto, con pala­
bras que habían usado antes los textos esenios y el Avesta persa,
y que empezaban a ser corrientes en la gnosis heterodoxa.
A raíz de que la expectativa cristiana del inminente fin de la
historia apartó a la comunidad naciente del esfuerzo de guerra por
182 Sócrates y herederos

defender Jerusalén, desde el año 70 las relaciones de este grupo


con el resto del judaismo se rompieron. Ya antes, en 64, los alter­
cados en Roma a los que había dado lugar la predicación cristia­
na en el entorno de los prosélitos, sumados a las circunstancias
oscuras del incendio de la ciudad, llevaron al edicto de Nerón por
el que, desde 64 hasta 313, el cristianismo fue la única religio illi~
cita del imperio romano.
Esta situación no favoreció que las capas más cultas de la so­
ciedad se interesaran por la nueva doctrina, pero tuvo la ventaja de
dejar por siglos que ésta se desarrollara en libertad respecto de los
intereses del poder político. Ni siquiera fue posible, hasta 325, reu­
nir un sínodo universal de obispos (epískopos, inspector) que deci­
diera tajante y coactivamente sobre la ortodoxia o heterodoxia de
ninguna posición entre las muchas que fueron surgiendo.
Y es interesante observar, por fin, que la primera literatura
cristiana, las cartas de Pablo, se consideró muy pronto que nece­
sitaba ser complementada por relatos sobre la actividad terrenal y
la pasión de Jesús, temas ausentes en Pablo, quien sólo se intere­
saba por el sentido profundo de la cruz y la resurrección y los
avatares de la predicación. Pero lo extraordinario es que la Gran
Iglesia conservó hasta cuatro de tales relatos (los tres evangelios
sinópticos: Marcos, Mateo y Lucas, y el de Juan) sobre un mismo
hecho. Una pluralidad asombrosa de «filosofías» cristianas des­
de el primer momento.

4. Panorama global de los primeros siglos cristianos

Resulta relativamente sencillo esquematizar el complejísimo


cuadro de los primeros siglos cristianos si justamente se divide en
periodos de cien años. Siguiendo esta distribución, el siglo I está
caracterizado por la redacción de los escritos que con el tiempo
pasarán a constituir el canon del Nuevo Testamento. Ya en este
momento es visible una multiplicidad teológica que tiene su as­
pecto exterior más sobresaliente en el hecho casi asombroso de
que la Gran Iglesia haya redactado y conservado cuatro Evange­
Filosofia religiosa 183

lios claramente diferenciados y no siempre fáciles de poner en


concordancia: ni en lo que se refiere a los datos, ni en lo relativo
a los pensamientos.
Recuérdese que el orden cronológico está encabezado por la
actividad literaria del apóstol Pablo; sigue el denominado Docu­
mento Q o de los Dichos de Jesús; a continuación, Marcos; Ma­
teo y el corpus lucano (evangelio y Hechos), ya tras la cesura de
la destrucción del Templo de Jerusalén por los romanos (70 d.C.);
el resto de cartas pastorales, atribuidas o no a Pablo; el corpus
joánico (evangelio, cartas, apocalipsis), quizá ya después del año
100. Conservamos algunos escritos de esta hora primerísima que
no fueron recogidos en el canon aun siendo perfectamente ortodo­
xos. Entre ellos destaca la Didajé, o Enseñanza de los apóstoles.
En ella se exhorta a la comunidad a no dudar del fin inminente de
los tiempos, a prepararse para la llegada de la gran tribulación o
tentación que los precederá y a compartir los bienes perecederos,
ya que se tienen en común los eternos.
En este primer siglo se dibujan también los comienzos de las
tres modalidades de vida cristiana que podrán distinguirse en la
juventud de la nueva religión: el foco sirio y anatolio, el romano
y el alejandrino.
El acontecimiento histórico doble que marca más hondamen­
te este periodo es la ruptura con el judaismo y la declaración im­
perial de ilicitud del cristianismo.
Desde el año 100 al 150, por supuesto que esquemáticamen­
te, tiene lugar la primera gran crisis espiritual de la Iglesia na­
ciente. El problema fundamental surge de la misma novedad cris­
tiana, que pugna con el judeocristianismo, con la ruptura gnóstico
y marcionita y con el entusiasmo montañista. La literatura orto­
doxa de estos decenios es relativamente poco interesante, hasta el
advenimiento de los padres apologistas griegos (Aristides, Justi­
no, Taciano, Atenágoras), o sea, de los primeros defensores pú­
blicos de la bondad de la religión cristiana en su ortodoxia; algu­
no de ellos tuvo que pagar con su propia vida esta salida al terreno
abierto, a pesar de poner su confianza en las elevadas miras de los
emperadores cercanos a la filosofía estoica. Pero sobre todo es
184 Sócrates y herederos

Ireneo de Lyon, en la segunda mitad del siglo II (un oriental tam­


bién), quien eleva por primera vez a síntesis filosófico-teológica
la ortodoxia en formación.
En los inicios del siglo III surge la literatura cristiana latina.
Con todo, el cristianismo, extendido ya hasta los rincones del im­
perio romano pero aún ferozmente perseguido de tiempo en tiem­
po, alcanza en el Oriente de lengua griega la reunión de la orto­
doxia con la filosofía; es la época de la Escuela de Alejandría y
Cesárea (Clemente y Orígenes).
Siempre llevando lo esquemático al límite, cabe decir que el
siglo IV es el del debate en tomo a la divinidad de Cristo. La po­
lémica giró sobre todo en torno a la figura de Arrio, pero había
estado precedida por formas heréticas adopcionistas y monar-
quianas más antiguas, algunas ya iniciadas en el siglo II. Un se­
gundo fenómeno esencial del siglo IV es la declaración de licitud
del cristianismo (313) y, decenios adelante, su adopción por el
imperio como religión oficial de todo él, justo cuando se divide
en dos mitades (392). Surgen las diócesis, enseguida los patriar­
cados y, como efecto no deseado, los conflictos jurisdiccionales,
litúrgicos y políticos, que se mezclan ya siempre con el estado
global de las partes separadas del imperio en cada fase.
Se reúnen los primeros concilios ecuménicos y, en parte pre­
cisamente por estos intentos de acuerdo general, van marcándose
las líneas de las rupturas eclesiásticas, que podemos considerar
-de manera sintética y con vistas a una mayor claridad expositi­
va- el factor dominante del panorama del Oriente cristiano en los
siglos V y VI.
Por regla general, las partes sectarias o herejías no constitu­
yen en realidad el credo de ninguna de las iglesias apostólicas se­
paradas las unas de las otras. Se observa en todas partes que las
doctrinas realmente heréticas raramente fueron mantenidas -se ­
gún el estado de las pmebas históricas- por los hombres a los que
se atribuye el nacimiento de una cualquiera de estas particiones
de la unidad cristiana; mucho menos, por la iglesia independien­
te o semiindependiente que procede básicamente de su enseñan­
za. La doctrina auténticamente herética es más bien una exagera­
Filosofia religiosa 185

ción estilizada de la tendencia peculiar de un teólogo sobresalien­


te (que suele ser al mismo tiempo un jerarca de alguna de las se­
des patriarcales). Tal estilización es la que condena el concilio, y
lo más frecuente es que este anatema sea aceptado en todas las
iglesias, aunque matizado en cada una. Todas, en este sentido,
pretenden estar en la pura ortodoxia, y la verdad de esta idea se ha
reconocido en nuestra época numerosas veces, en acuerdos y de­
claraciones comunes de Roma y los patriarcados orientales im­
plicados en el problema de la distancia disciplinar desde antes de
Calcedonia (el IV concilio ecuménico, de 451) y, en contados ca­
sos, después de Calcedonia.
Superada en Oriente la crisis arriana desde el concilio de Ni-
cea (celebrado en el año 325), el problema teológico que causa
más divisiones pasa a ser paulatinamente cómo entender la divi­
nidad de Jesucristo en unión con su humanidad. Al debate trinita­
rio sucede el cristológico.
Conviene destacar, en primer lugar, los matices discrepantes
de los dos modelos básicos de la teología del Oriente: el antio-
queno y el alejandrino. Jerusalén y Constantinopla no tienen pro­
blemas doctrinales graves con Roma, salvo los que conciernen al
primado ministerial de la sede romana (respecto del patriarcado
de Constantinopla). Las iglesias que se escinden de la ortodoxia
greco-latina (la cual no se ha roto nunca del todo, a pesar de la
apariencia posterior a la crisis entre Humberto y Miguel Cerula-
rio, en el año 1054) son, de nuevo esquemáticamente, o bien de
tradición alejandrina (origenista, platónica), o bien de tradición
antioquena. Las primeras son las iglesias monofisitas; las segun­
das, las nestorianas. Y sin embargo, resulta de suma importancia
destacar la diferencia teológica que existe entre, por ejemplo, Eu-
tiques, el monje monofisita condenado en Calcedonia, y la doc­
trina que se matiza en iglesias como la armena, la jacobita, la
copta y la etíope. Nestorio quizá nunca fue propiamente un here­
je. De hecho, el condenado en Efeso (el III concilio ecuménico,
de 431) gracias al esfuerzo de Cirilo de Alejandría, se sintió rei­
vindicado por Calcedonia. La iglesia nestoriana, madre de todas
las posteriores, es más bien y sencillamente la iglesia cristiana del
186 Sócrates y herederos

imperio persa sasánida. Parecido origen político tienen las igle­


sias monofisitas que acabamos de mencionar.
La crisis entre Constantinopla y Roma conoció, en cambio,
dos momentos cruciales antes del citado año 1054, a saber: el lar­
go siglo de disputa sobre la iconoclastia (de 725 a 843) y el reco­
nocimiento de Carlomagno como emperador del Occidente (800),
con el que se mezcla el descubrimiento simultáneo del célebre fal­
so llamado la Donación de Constantino. De los mismos años ini­
ciales del siglo IX es la disputa del filioque, que alcanzó su punto
más virulento durante el patriarcado de Focio en Constantinopla,
unos decenios más tarde. Pero sin la presión musulmana y, sobre
todo, sin su resultante, las cruzadas, la ortodoxia no tendría por
qué haber llegado a un alejamiento tan pertinaz y prolongado en­
tre Roma y Constantinopla.

5. G nosticismo

En el comienzo de esta complicada trama histórica destacan


los problemas de los primeros doscientos años cristianos. Por
un lado, los ebionitas o judeocristianos rechazan la divinidad de
Jesucristo y se atienen a la ley mosaica; por otro, Marción y sus
secuaces consideran (ellos reúnen un primer canon del Nuevo
Testamento, aunque muy truncado) que el cristianismo que no
extrema la tensión paulina entre la ley y la gracia lograda por Je­
sucristo, no es más que contaminación judaica ilegítima. De acuer­
do con este criterio, solamente Lucas -y no completo- es evange­
lio aceptable. Para Marción, los propios acontecimientos de la
historia han mostrado que el judaismo vive ya sus últimos mo­
mentos; y con mucha razón, porque no puede ser más que un fal­
so dios el que haya hecho este horrible mundo y encima, contem­
plando su obra, se atreva a declararla buena. El Salvador no es ni
puede ser el Hijo de ese Padre. El sufrimiento mancha en lugar
de redimir. La divina figura (eón) del Salvador se ha apoderado de
Jesús de Nazaret en algún momento (el bautismo es el preferido
por este tipo de sectas gnósticos), ha enseñado la verdad que só­
Filosofia religiosa 187

lo los hombres naturalmente espirituales pueden recibir, y ha re­


gresado a la esfera divina antes de la Pasión (docetismo, la Pasión
ha afectado al Salvador sólo aparentemente).
Los gnósticos heterodoxos solían, como es lógico, rechazar
toda autoridad no estrictamente espiritual (en el sentido en que
ellos entendían este término) y toda norma de conducta proce­
dente del mundo de los hombres que no pasan de carnales o, a lo
sumo, de anímicos o psíquicos.
En las versiones elaboradas de esta metafísica ecléctica, que
combina factores persas, judíos, paganos y cristianos, o sea, en la
gnosis herética de Alejandría (sobre todo, en Valentín y sus discí­
pulos), el marcionismo se desarrolló en formas imaginativas real­
mente sobresalientes.
Las sectas gnósticas fueron numerosas y afectaron, antes que
nada, a la vida de la iglesia cristiana, aunque los orígenes del gnos­
ticismo no son sólo cristianos, sino también judíos, persas, egip­
cios y caldeos, además de griegos. Con todo, parece evidente que
la extraordinaria agitación religiosa aportada por la predicación
cristiana de la encarnación histórica del Hijo de Dios fue desenca­
denante en la proliferación de este conjunto de doctrinas.
Pero el gnosticismo, como fenómeno diferente de la teología
ortodoxa cristiana, se caracteriza por ciertos rasgos generales y
comunes que realmente lo distancian mucho de ésta. Ante todo,
diferencia tajantemente entre la instrucción elemental en los dog­
mas de la fe y la enseñanza esotérica y secreta, sólo apta para un
tipo de hombre esencialmente superior y destinado a la salvación
(el espiritual o, en griego, pneumático). No es la participación en
la fe y los sacramentos lo que conduce a la salvación, y mucho
menos lo es la bondad moral, sino la iniciación en esta sabiduría
secreta. No importa lo que se hace, sino lo que se conoce; lo cual
también significa que la revelación divina es mucho más la de
una doctrina sobre la vida misteriosa de Dios que la de un cami­
no práctico de amor y justicia para con todos los hombres.
En efecto, el gnosticismo tiene su núcleo en una combinación
de mito y especulación que merece más el nombre de teosofía que
el de teología, porque es una ciencia minuciosa de lo divino antes
188 Sócrates y herederos

que un discurso conscientemente humano sobre Dios. Y todas las


teosofías que la historia ha conocido después se remontan, en gra­
do mayor o menor, a las tendencias del gnosticismo antiguo.
El otro rasgo capital de este conjunto de sectas fue la atención
extraordinaria que prestaron a la realidad del mal en el mundo. Pa­
ra el gnóstico, el mundo sensible es esencialmente malo y sólo el
reino del espíritu es bueno. De aquí se dedujo, desde el principio,
que el Dios creador del mundo, Yahvé, el Dios del Primer Testa­
mento y el judaismo, no es en realidad Dios, sino a lo sumo, una
figura divina de orden inferior, que ha actuado insensatamente,
que se ha creído el Dios único por ignorancia de toda la esfera au­
ténticamente divina que existía por encima del lugar en el que él se
hallaba. En otros casos, se llega a demonizar a Yahvé.
El rechazo radical de lo sensible y del judaismo, central para el
cristianismo, derivó desde muy pronto a la redacción de nuevas es­
crituras sagradas y nuevas revelaciones, o de sistemas de interpre­
tación esotéricos del Segundo Testamento (donde el pitagorismo
encontró ancho campo, como ya sucedía en el mismo Filón).
A principios del siglo II, Marción no sólo rechazaba todo el
Primer Testamento, sino que expurgaba de los libros cristianos
multitud de lugares que estimaban positivamente la praxis, la his­
toria, los antecedentes judíos, la materia... Se llegaba, como es
natural, a afirmar que la crucifixión no había sido sufrida por el
Salvador, sino sólo por una apariencia suya.
De lo que el gnóstico sabía muchísimo era, en cambio, del Plé-
roma, o sea, del ámbito de lo divino. Para entender en qué sentido
era así, bastará con conocer que uno de los sistemas valentinia-
nos de Alejandría comienza con una primera pareja de figuras di­
vinas casi infinitamente misteriosas y alejadas de nuestro mundo:
el Abismo y el Silencio (que es femenino, Sigé, en griego). Sin ra­
zón alguna aducible, Abismo decide depositar una semilla del
mundo inteligible en el seno de su pareja, que engendra al Padre
de todo el resto del Pléroma, de cuyo movimiento inicial de reco­
nocimiento hacia sus creadores surge Verdad, su pareja, en la que
sigue la cadena de divinas generaciones (que en este preciso siste­
ma de origen egipcio están distinguidas en una Ogdóada, que se
Filosofici religiosa 189

amplía luego hasta completar el número de treinta habitantes del


ámbito divino). La última figura femenina es Sofía, la Sabiduría;
ella, justamente cuando la generosidad del Padre se disponía a di­
fundir por todo el Pléroma un conocimiento de su origen que evi­
tara los celos de no ser todos iguales a Abismo y Silencio, se lan­
za a vagar por el espacio de la divinidad, intentando ganarse por sí
sola ese conocimiento inaccesible. Al fin es reducida a calmarse,
pero las angustias, dolores y pasiones de su búsqueda y su vaga­
bundeo son realidades inconciliables con la paz y la perfección del
Pléroma y han de ser expulsadas definitivamente de él.
Es con estos restos de la pasión divina de la Sabiduría con lo
que terminarán constituyéndose tanto el cuerpo como el alma del
mundo, pero en la medida en que quedan partes de lo divino no
del todo impuras aquí abajo, una última figura, el Salvador, es al
final de los tiempos formada por todo el Pléroma y enviada a res­
catar esas partes perdidas. Naturalmente, cualquier drama que
ocurra en el mundo temporal, incluso el que tenga por protago­
nista al Salvador, estará siempre prefigurado por su arquetipo en
el mundo inteligible.
En resumidas cuentas, el mal del mundo es excesivo para que
pueda tener su origen el hombre. De hecho, los hombres estamos
sumidos en un drama universal del que no somos auténticos acto­
res libres, sino más bien peones pasivos. Tampoco puede tanto
mal originarse en Dios. Luego su principio debe estar más cerca
de Dios que del hombre, desde luego: en una pasión puramente
espiritual de alguna potencia muy cercana al Abismo Pre-Padre
de todas las cosas.

6. Los PRIMEROS PENSADORES DE LA GRAN IGLESIA

Sólo en la mitad del siglo II, en época de Marco Aurelio, el


emperador-filósofo, se atrevió el cristiano Justino a abrir una es­
cuela de filosofía en Roma. En su país de origen ya había entra­
do en contacto con cuantas escuelas filosóficas existían, y sólo el
platonismo le había agradado realmente; pero una conversación
190 Sócrates y herederos

con un anciano cristiano le hizo descubrir que la religión nacien­


te tenía sobre la filosofía de Platón una ventaja que lo persuadió
de su superioridad incluso filosófica. La clave se encontraba en
la historia, a la que suponía siempre en manos de la providencia
divina y orientada a un futuro de salvación que sólo Dios mismo
podía traer. El viejo cristiano convenció a Justino de que una teo­
ría como la de Platón no llegaba a tocar propiamente la realidad
histórica, además de que concedía demasiado a la naturaleza, to­
da ella realmente creación de Dios en absoluta dependencia de su
voluntad. Nada hay eterno ni inmortal sino tan sólo Dios y aque­
llas criaturas a las que alcance en ese sentido su gracia. El pre­
sunto filósofo suele ser, por otra parte, más bien un filólogo, un
amante de palabras, que un hombre que realiza lo verdadero en
su práctica cotidiana.
Análogamente a como Filón había defendido la superioridad
de la filosofía de Moisés sobre las demás, así también hacía Jus­
tino ahora con la filosofía cristiana, convencido de que cualquier
fragmento de verdad que se hallara en cualquier doctrina, griega
o bárbara, era parte de la verdad integral cristiana. Hay verdades
-pensaba- en muchos sistemas, pero en todos ellos estos signos
de la acción del Espíritu de Dios están incompletos, cuando no
desfigurados. (A Justino le parecía, por ejemplo, que muchos re­
latos mitológicos paganos, como, sobre todo, los referentes a Pro­
meteo y a Hércules, anticipaban acontecimientos y misterios cris­
tianos, y achacaba este hecho al ingenio de los demonios, que
habían tratado así de impedir que la novedad cristiana se atrajera
rápidamente la fe de las gentes).
Se conservan las actas del martirio de Justino, amén de sus es­
critos de defensa {apologías) del cristianismo, dirigidos a los em­
peradores, a fin de que levantaran la ilicitud de pertenecer a la
nueva religión. Estos testimonios muestran que Justino se identi­
ficó profundamente con Sócrates en su vida y en su muerte. En
realidad, el error básico de un hombre consiste en no aceptar que
su conocimiento de la verdad es aún parcial, y esto ocurrió antes
de Cristo, pero también puede repetirse después de él, que es la
única plena verdad.
Filosofia religiosa 191

Llama la atención que el discípulo de Justino, Taciano, que le


reemplazó en la cátedra de la escuela que había abierto en Roma,
sólo con variar algunos acentos en la doctrina general de su maes­
tro presentó ejemplarmente la cara contraria de la tensión entre
cristianismo y helenismo. Desde luego, como Filón y Justino se­
ñalaron, los filósofos griegos habían aprendido cuanto de bueno
sabían en la Biblia, pero entonces sus desfiguraciones y mutila­
ciones de la verdad les son imputables como otras tantas perver­
sidades, debidas a la maldad de que dan prueba sus vidas. Hasta
Sócrates prestaba fe a oscuros augurios y a sueños, y su ridicula
preocupación al morir era la deuda de un gallo contraída con el
dios de la medicina (por cierto, que para Taciano incluso la cien­
cia griega, y dentro de ella sobre todo la medicina, era más asun­
to de diablos que de sabiduría; pues únicamente la voluntad de
Dios cura y enferma).
Un siglo después, Tertuliano, el primero de los apologistas
cristianos en lengua latina, afirmará que los filósofos griegos son
los orígenes de todas las herejías surgidas en la iglesia cristiana.
En la tendencia de Justino se encuentran ante todo, en los si­
glos II y III, los representantes de la escuela cristiana de Alejan­
dría (Clemente y Orígenes). El primero de ellos llegó a escribir
que lo que el Primer Testamento había sido para Israel, era la fi­
losofía para los paganos. En los dos casos se trataba de la acción
de la Sabiduría divina, del Logos de Dios, sin el cual no se ha he­
cho nada de cuanto ha sido creado.
Ireneo de Lyon, que escribió en las últimas décadas del siglo II
y fue probablemente martirizado en la ciudad de las Galias donde
era obispo, alrededor de 202, fue el teólogo más importante de su
siglo (y es hoy especialmente actual y esperanzador). Su obra grie­
ga está en gran parte sólo conservada en traducción latina. Ireneo
no es un hombre del Occidente, sino que procedía de Esmirna, o al
menos allí había aprendido las bases de su cristianismo.
Ireneo defendió ante todo el sentido literal de la Escritura,
frente a las alegorías numerológicas, abstrusas y disparatadas, de
los gnósticos. Jesucristo no es un eón aparentemente humaniza­
do, sino verdaderamente Dios y hombre (aunque Ireneo aún per­
192 Sócrates y herederos

manece fuera de las polémicas sobre la Trinidad características


del siglo siguiente). La historia humana de Jesús es en sí misma
de máxima relevancia para la formación y la existencia del cris­
tiano (por cierto, Ireneo suponía que Jesús debió de haber vivido
una vida plena en edad, como corresponde a quien conviene que
conozca la condición humana en todas sus facetas relevantes;
imagina, pues, que Jesús sería crucificado cuando más o menos
hubiera alcanzado los cincuenta años).
El Hijo y el Espíritu son las manos del Padre misterioso, sus
canales de comunicación (creación, revelación, redención) con la
restante realidad. No hay eones interpuestos entre Dios y el mun­
do, ni la creación procede de las excrecencias de una mala pasión
de alguno de tales fantásticos eones semidivinos. O lo que es lo
mismo, el mal tiene su origen en el gran bien creado que es la li­
bertad: la libertad del ángel y la del hombre.
Dios, en efecto, creó sobre todo inteligencias capaces de co­
nocerlo y amarlo. El hombre fue hecho a Su imagen; mejor dicho,
a imagen de Su imagen, la cual es el Hijo, la Palabra o Sabidu­
ría de Dios. Quiere esto decir que el hombre en plenitud es Cristo,
no Adán. Adán era libre para poder cumplir el destino divino de
aproximarse a su arquetipo, el Cristo. Pero Adán, tentado por el
Diablo, pecó, y así detuvo el proceso de crecimiento hacia la ple­
na humanidad y se esclavizó voluntariamente a las fuerzas del
mal: el pecado y la muerte. Satán, un ángel, creado, como todos
los ángeles, en un nivel más alto que el hombre, pero sin posible
progreso hacia la Imagen de Dios, tentó a Adán precisamente por
envidiarle esta condición de criatura que está llamada a avanzar
hacia la divinización.
Pero Dios utiliza para sus fines incluso los poderes del mal; en
este sentido, el pecado, la conciencia de él, llena a la humanidad
del anhelo de una salvación que ya ella no puede lograr por sus
propios medios. La muerte ha sido vencida cuando Satán llevó
hasta sus profundidades, en la cruz, al Cristo que Dios resucitó.
La recapitulación o restauración de la Creación empieza al en­
carnarse el Hijo en Jesús: el Segundo Adán, viviendo entre los
hombres, termina ya, incluso antes de morir, con el reino de Sa­
Filosofia religiosa 193

tán y recupera la libertad por la que podemos de nuevo avanzar


con firme esperanza en la obra de renovar el mundo entero (sobre
todo, el mundo de las relaciones interpersonales).
Esta visión maravillosamente optimista del horizonte futuro
de la humanidad rescatada tenía en ireneo una base real impor­
tantísima: el hecho sorprendente de que la Iglesia, la comunidad
cristiana perseguida y semioculta, realizaba de modo suficiente­
mente auténtico los ideales existenciales derivados de la enseñan­
za y la vida de su fundador.
La minuciosa refutación del gnosticismo que hay en los libros
eruditos del Adversus haereses de Ireneo fue así la primera piedra
intelectual de la ortodoxia. Este mismo importantísimo padre de
la Iglesia enseñó cómo la sucesión apostólica de los obispos, o
sea, de los presidentes de las comunidades cultuales cristianas, es
un rasgo básico de la Gran Iglesia frente a las sectas que tratan de
innovar donde no hay por qué.

7. T ertuliano

Tertuliano, que habitaba en Roma en los mismos años, gusta­


ba de decir, siguiendo seguramente la cátedra de Taciano, que no
hay jefe de escuela de filosofía que no haya llegado a ser en el
presente cabeza y comienzo de una herejía.
Por fortuna, a la vez que Taciano se esforzaba por destruir la
apertura de la teología cristiana a la sabiduría pagana propugna­
da por Justino, en la ciudad de Alejandría Clemente se esforzaba
por defender, incluso con mayor énfasis que Justino, la teoría
contraria, que de hecho aprovechaba en sus propios escritos teo­
lógicos. Clemente sostenía que aquello que laTorá había sido pa­
ra los judíos respecto de Cristo, lo había sido a su vez el Logos
para los griegos: pedagogo, iniciador. La providencia había que­
rido servirse de esos dos medios, profundamente equivalentes,
distribuidos misteriosamente a dos pueblos distintos, de historias
paralelas que sólo habían confluido en los últimos siglos, después
de la campaña de Alejandro.
194 Sócrates y herederos

Para Justino y Clemente, hay, pues, santos filósofos, y el pri­


mero de ellos es Sócrates.
En esta encrucijada, Oriente se decantó, desde luego, por la
enseñanza de Clemente -incluso con las reticencias que se pro­
dujeron en la teología antioquena durante los dos siglos siguien­
tes-. Orígenes de Alejandría, heredero de esas ideas aun sin haber
llegado a ser discípulo directo de Clemente, se encuentra en el na­
cimiento de todas las tendencias teológicas, ortodoxas y hetero­
doxas, del cristianismo oriental, bien por influencia directa y va­
ria, bien por reacción.
La situación fue menos clara en el Occidente latino entre el
200 (Tertuliano) y el 400 (Agustín), pero también es verdad que
la teología latina fue en estos siglos menos densa que la griega,
permaneciendo bajo su influencia de variados modos.
Esta mayor vacilación que caracterizó al pensamiento occiden­
tal se debió a la obra del primer escritor latino cristiano realmente
importante: el abogado cartaginés, que ejerció en Roma durante
las últimas décadas del siglo II, Tertuliano.
Por tópico que sea atribuir apasionamiento a los pensadores
africanos de Roma, desde luego es un acierto por lo que respecta
a los casos destacados de Agustín y Tertuliano. No sé de ningún
hombre que, como Tertuliano, haya pertenecido sucesivamente a
cuatro religiones, aunque las tres últimas sean variantes del cris­
tianismo. Pagano hasta la madurez de sus cuarenta años; cristia­
no ortodoxo un tiempo breve, en torno al 200; montañista luego;
finalmente heterodoxo del mismo montañista, o sea, un pequeño
heresiarca él mismo.
El montañismo, que se difundió con amplitud sobre todo en la
zona occidental del imperio, es un fenómeno de celo y radicalis­
mo típico de los tiempos de persecución en cualquier iglesia.
Montano rechazaba la posibilidad de volver a vincular a la Gran
Iglesia a quienes se hubieran comportado indignamente ante la
delación y el riesgo, y por extensión, ante una forma cualquiera
de pecado público. El mismo se veía, junto a su pareja, como una
encarnación del Espíritu que ampliaba e intensificaba el mensaje
cristiano en sus rigores prácticos.
Filosofìa religiosa 195

Tertuliano escribía brillante y, como se acaba de recordar, apa­


sionadamente. Por ello mismo, sus tratados son ocasionales y de
estilo forense, contundentes y sumamente concretos. Suele decir­
se de él que había proclamado: Credo, quia absurdum, creo preci­
samente porque es absurdo eso que creo. Se le hace así campeón
del carácter irracional o, al menos, extrarracional del contenido de
lo cristiano, cosa que sólo es cierta en parte; o quizá lo es mucho
menos de lo que él mismo hubiera deseado. De hecho, la frase la­
tina que se acaba de citar no fue jamás escrita por él; pero sí hay
en sus textos expresiones parecidas, aunque interpretables de mo­
dos menos extremosos. Por ejemplo, Tertuliano fue un luchador
infatigable contra elpatripasianismo que defendía la herejía sabe-
liana, o sea, contra aceptar la tesis de que la Trinidad divina es más
bien una manera de presentación hacia lo humano de la unidad ab­
soluta de Dios, una de cuyas consecuencias es que el Padre mismo
sufre, y no sólo Cristo, en la cruz; no en vano, el propio Tertulia­
no acepta enfáticamente el sufrimiento del Hijo encarnado preci­
samente porque es algo que está más allá de lo meramente dedu-
cible por la razón de la esencia de Dios.
La preocupación antimodalista, o sea, positivamente defenso­
ra de la Trinidad de Dios, hizo escribir a Tertuliano fórmulas que,
reinterpretadas y pasadas al griego de los filósofos, se impusieron
desde el primer concilio ecuménico (Nicea, año 325, recién estre­
nada la licitud civil del cristianismo) y terminaron de consagrar­
se en los conflictos formidables del debate cristológico en el IV
concilio ecuménico (Calcedonia, año 451). Me refiero al uso de
los términos substantia y persona, según el cual hay en Dios una
única sustancia divina aunque tres personas, y en Cristo, una per­
sona pero dos sustancias (la divina que comparte con el Padre y
el Espíritu) y la humana plenamente tal y que comparte con cual­
quiera de nosotros.
Es interesante el benéfico equívoco que creó Tertuliano con
estas palabras en su escrito Contra Práxeas el patripasiano. En su
jerga típica de abogado, «sustancia» no quiere decir lo que en la
terminología de Aristóteles entendemos por tal; no es siquiera una
expresión ontologica. «Sustancia» básicamente es la propiedad de
196 Sócrates y herederos

alguien y el derecho que este alguien (la «persona» jurídica) tie­


ne a esa propiedad. Una «persona» no lo es, en este sentido, si no
tiene, es decir, posee, cierta «sustancia».
Así, por ejemplo, la sustancia de la persona del emperador es
el imperio. Trasladado al caso de Dios: la sustancia de Dios es la
totalidad de su potencia, capaz de crear, como lo hizo, este mun­
do, y capaz quién sabe de cuánto más. Esta sustancia, este status,
estapotestas, la comparten el Padre, el Hijo y el Espíritu: todo es
suyo simultáneamente. Pero ellos tres difieren en persona, gradus,
forma, species. Y ya las palabras «grado» y «aspecto» nos ponen
en la huella de que, para evitar el sabelianismo -la confusión de
las tres Personas en una sola-, Tertuliano tendía al error opuesto
(error reconocido tal universalmente desde Nicea; antes, la disci­
plina dogmática de una iglesia perseguida fue, evidente y necesa­
riamente, mucho más imprecisa y se atuvo a criterios tales como
la legitimidad de la descendencia apostólica de los obispos y pa­
triarcas y el consenso de la comunidad de fieles). Subrayaba tan­
to Tertuliano la distinción de las personas divinas (y era tan esca­
samente hombre educado en las finuras filosóficas) que caía en el
subordinacionismo. Por ejemplo, podía decir en ocasiones que
el Hijo no era coeterno con el Padre; o que estaba con éste en la
relación de dependencia en la que el sermo (la palabra pronuncia­
da) está respecto de la ratio (la inteligencia que la concibe y la
comprende ya antes de emitirla hacia lo externo).
Había en esta inclinación un hondo realismo respecto de la
carne de Cristo, frente a la propensión a su desprecio que carac­
terizaba a la mayoría de teologías próximas a la filosofía platóni­
ca. A Tertuliano le gustaba como filósofo Séneca, el estoico que
podía escribir casi como un cristiano de la paternal providencia
de Dios. Y el estoicismo, para el que toda realidad, incluso la di­
vina, últimamente es corporal, lo ayudaba a defender la crucial
importancia que tiene en la doctrina cristiana la encarnación de la
Palabra eterna. Sin esta encamación, queda fuera de la redención
el cuerpo humano; lo cual sólo es de recibo para quienes estén
dispuestos a aceptar que el cuerpo no forma plenamente parte de
la realidad del hombre.
Filosofia religiosa 197

Tertuliano, rabiosamente no docetista, furibundo enemigo de


todos aquellos que declaraban pura apariencia la carne y el dolor,
llegó a pensar en términos materiales incluso el mismo pecado de
Adán. Este autor lo veía como un contagio que hoy diríamos ge­
nético, extendido por y desde el primer padre a toda su genera­
ción, milenio tras milenio (error dogmático que se denomina tra-
ditcianismo). Y el mismo sesgo de su pensamiento lo llevaba a
sostener que la expresión neotestamentaria «hermanos del Se­
ñor» es tan literal que María perdió en el parto de Jesús su virgi­
nidad y engendró más tarde hijos de su marido.
Por otro lado, es sumamente típico del radicalismo de este pri­
mer teólogo fundamental latino el defender la imposibilidad de
que el cristiano se haga cómplice de los crímenes en los que se
sustenta irremediablemente el imperio humano. No debe partici­
par, desde luego, en los sacrificios de los ídolos; pero también es
idolatría mancharse con la sangre de las guerras de Roma.

8. O r íg e n e s

La distancia que quiso mantener Tertuliano respecto de los fi­


lósofos de la Grecia clásica y el helenismo fue lo que precisa­
mente se propusieron superar los teólogos de Alejandría del siglo
III. Para ellos, la apropiación crítica de la filosofía se convirtió en
un lugar central de su reflexión sobre el cristianismo. Clemente,
el fundador de la Escuela catequética (una especie de facultad de
teología cristiana en dos grados o ciclos formativos), considera­
ba la razón filosófica, y aún más precisamente el logos de los
griegos, tan pedagogo hacia Cristo como la Torá de Moisés. Si los
judíos habían tenido ésta, ios paganos, aquélla.
El afán por subrayar cómo la misma carne del hombre estuvo
asumida por el Salvador y, por tanto, incluida en la redención cu­
ya posibilidad abrió el Cristo, había conducido a Tertuliano a las
cercanías de la filosofía materialista estoica, cuando su uso con­
venía a los fines del teólogo. Orígenes, el pensador fundamental
entre los alejandrinos y uno de los hombres que más ha marcado
198 Sócrates y herederos

la historia espiritual del cristianismo (aunque las más de las veces


por reacción contra sus doctrinas particulares), realizó la aproxi­
mación entre cristianismo y platonismo de la que se alimentaron
los siguientes diez siglos al menos.
Este intento no deja de antemano de presentar extraordinarias
dificultades. Piénsese que la esencia del platonismo estriba en atri­
buir la más alta dignidad ontologica a lo eterno, que es lo ideal:
lo bello mismo, el ser mismo y, sobre todo, lo bueno mismo y lo
Uno. No una persona, sino una idea; no una vida -la de la inte­
ligencia, por ejemplo-, sino un objeto inmutable e intemporal. Lo
que más auténticamente es, es lo que no puede dejar de ser lo que
ya está siendo. Así se podría formular la tesis capital del plato­
nismo acerca del ser. En consecuencia, lo que no empieza, ni ter­
mina, ni cambia, ni vive, pero es, y es uno e idéntico a sí mismo,
es también lo más real (y lo más divino; más divino que los dio­
ses de Homero o de los órficos). La Trinidad de personas divinas,
la Encarnación de la Palabra, la Pasión del Hijo de Dios, la futu­
ra resurrección de la carne misma, parecen ser otras tantas difi­
cultades casi insuperables para la empresa de fundir lo más posi­
ble cristianismo y platonismo. Y sin embargo, en muchos rasgos
esenciales, la teología toda del siguiente milenio debe a Orígenes
-y no sólo en territorio cristiano- su constante interés por esta fi­
losofía. El neoplatonismo religioso, que en Alejandría fue profe­
sado primeramente por el gran profesor ágrafo Ammonio Sakkás,
maestro de Orígenes y de Plotino, cristiano repaganizado, fue la
base espiritual común de paganos, judíos, cristianos y musulma­
nes: hasta aproximadamente 1120, para el caso musulmán (Ave-
rroes), 1150 para el judío (Maimónides) y 1240 para el cristiano
(Alberto Magno).
Orígenes vivió de adolescente la muerte martirial de su padre.
La madre evitó con una astucia que el hijo sufriera la misma suer­
te. Y a los dieciocho años, y no habiendo sido discípulo directo de
Clemente, en torno a 202, tuvo que hacerse cargo de la enseñan­
za cristiana en Alejandría. Como era de buena posición económi­
ca, disponía de una biblioteca literario-filosófica que decidió ven­
der, como un factor más de su radical conversión a la vida de la
Filosofía religiosa 199

sabiduría cristiana y el ascetismo rigurosísimo. Otro factor fue su


autocastración, como medio extremo para evitar críticas, dado el
contacto con el alumnado femenino.
Varios años después, cuando se había hecho necesario abrir
incluso un ciclo avanzado de formación teológica (la distinción
entre filosofía y teología no existía; Orígenes, como Justino, sim­
plemente insiste en que el cristianismo es la doctrina de la verdad
más perfecta) y dejar en manos de discípulos (después, traidores)
la catequesis elemental, Orígenes emprendió el debate con el pla­
tonismo y el resto de la filosofía helenística, hasta el punto de
volver al banco escolar ante Ammonio por unos seis años.
La fama de exegeta de las Escrituras y filósofo lo obligó a via­
jar lejos de Alejandría en múltiples ocasiones, y en una de ellas, él,
que no había admitido orden sagrado alguno, se vio predicando y
enseñando a obispos de la provincia romana de Palestina. Los ce­
los de su propio metropolita comenzaron a ser cada vez más peli­
grosos, hasta el punto de encenderse definitivamente cuando, en
una segunda oportunidad del mismo tipo, los obispos palestinos
ordenaron a Orígenes presbítero. Las dificultades de jurisdicción
forzaron la emigración del sabio, en plena celebridad, a Cesárea
Marítima, centro de su vida desde entonces y sede segunda de su
escuela. El indiscreto mecenazgo de Ambrosio, un converso a la
Gran Iglesia desde la gnosis valentiniana, le hizo redactar libros,
desde esta época sobre todo, en número casi increíble. Las poste­
riores condenas -desde la solemne en época de Justiniano, a me­
diados del siglo VI, pero ya precedida por la animadversión de
exorigenistas famosos, como Jerónimo, en torno al 400- contribu­
yeron a la pérdida parcial de esta obra gigantesca y al hecho de
que alguna de sus piezas capitales (sobre todo, el Tratado de los
Principios, del tiempo de Alejandría) nos haya llegado casi sólo en
traducción latina. Traducción, además, cuyo autor, Rufino, con­
fiesa abiertamente haber adecuado a la ortodoxia de más de un si­
glo después de la muerte de Orígenes.
Muerte también martirial, quizá en 252, en la ciudad de Tiro,
de resultas, a la larga, de las torturas sufridas meses atrás en lo
más duro de la persecución de Decio.
200 Sócrates y herederos

El punto clave de la enseñanza de Orígenes es la variedad de


sentidos -en el fondo, inagotables- que se contiene, al mismo
tiempo y simétricamente, en cada obra de la Creación y en cada
detalle de la Revelación en la Escritura. Por debajo del sentido li­
teral se esconde el sentido moral, y más profundamente aún, el
número inagotable de los sentidos espirituales. Se trata de una es­
tructura que corresponde, respectivamente, a cómo el hombre es
carne, alma y espíritu. La investigación de los sentidos espiritua­
les debe dejarse guiar por la visión de conjunto de toda la Escri­
tura (y de toda la Creación), además de por la regla de la fe de la
comunidad eclesial. Las audacias se exigen tanto como el respe­
to a la fe de la Iglesia.
Dios Padre es el Uno absolutamente inconocible, reflejado en
la Imagen, ya sí conocible, que es el Hijo Eterno. Orígenes, teó­
logo antisabeliano, sostiene en este sentido una doctrina sobre la
Trinidad que aún sabe a subordinacionismo, pese al fuerte subra­
yado de la eternidad de la Persona del Hijo. A ello se debió, en
definitiva, el hecho de que tanto monofisitas como nestorianos
pudieran alegar en su favor la común dependencia de Orígenes.
Naturalmente, esta situación no benefició al prestigio ortodoxo
del antiguo maestro.
Ahora bien, dada la esencial inmutabilidad de Dios, que es
causa eterna suficiente de la Creación, habrá que admitir que és­
ta también es eterna, porque Dios no ha empezado en determina­
do tiempo a ser Padre y Creador, sino que lo es con independen­
cia del tiempo.
La materia, en cambio, según enseñaron los platónicos, es pu­
ra diversidad y puro cambio, o sea, está absolutamente en el do­
minio del tiempo. En consecuencia, no puede haber sido objeto
de la Creación eterna o primordial. Esta hubo de limitarse a aque­
llo no divino que está también elevado por encima del desgaste de
los tiempos, es decir, las inteligencias, las cuales fueron hechas
por Dios a fin de que se volvieran a contemplar su Imagen y par­
ticiparan de este modo de la plenitud y la dicha del Hijo en el Es­
píritu. Pero, desde luego, fueron creadas libres; y cierto número
de ellas enfocaron su curiosidad más a la multiplicidad de las
Filosofìa religiosa 201

criaturas que a la unidad del Hijo. Así fue como se «enfriaron», se


debilitaron en su condición espiritual y decayeron al nivel de al­
mas, en grados jerárquicos variados. Pero las almas sirven para la
vivificación de los cuerpos. Y Dios terminó entonces por realizar
la segunda Creación, dado que no todos los cuerpos están com­
puestos de éter inmutable sino de carne y hasta de más baja ma­
teria (las almas demoníacas han caído más abajo que las huma­
nas). El mundo de la materia no ha sido hecho sólo porque las
almas lo requerían, sino que tiene por fin el posible rescate de és­
tas, su regreso a la condición de inteligencias sumamente próxi­
mas a la contemplación y el calor del Hijo. La vida en la carne es
una prueba con vistas a la redención.
Con todo, la redención ya no es realmente viable por medios
puramente humanos: necesita de la intervención de gracia del
mismo Hijo, que se encarna y muere en la cruz para mostrar el
camino de la vuelta y para, además, abrirlo efectivamente con
su triunfo hasta de la muerte. La Palabra se une a una inteligen­
cia creada de entre las que no habían pecado y adopta luego un
cuerpo humano, en lo que tan sólo se puede entender como el
mayor de los milagros. El resultado no es un híbrido de Dios y
hombre, sino verdaderamente un Hombre que es Dios. Cuanto
se dice de Jesús, se dice del Hijo, y a la inversa (communicatio
idiomatum).
Orígenes no excluye la noción platónica y órfica de que quizá
el regreso al estado de bienaventuranza inicial exija varias reen­
carnaciones a cada inteligencia vuelta mera alma. El destino fi­
nal es, sin embargo, la recapitulación (apocatástasis) de todas las
inteligencias, su vuelta a la Cabeza, literalmente, que es la Pala­
bra divina. Cosa que, como no suprime la libertad espiritual, no
prohíbe tampoco que quizá tras este universo sigan en el tiempo
(tan largo como la eternidad, si se permite esta expresión) nuevos
mundos, nuevas caídas -pecado original preexistente a esta vida
nuestra en la carne como en una cárcel redentora-, nuevas reca­
pitulaciones. Al menos, sólo una vez se ha debido encarnar el Hi­
jo: la cruz y la resurrección sirven para la redención de este no
imposible número indefinido de mundos creados.
202 Sócrates y herederos

9. NESTORIANISMOY MONOFISISMO

En las décadas que siguieron a la muerte de Orígenes, Pablo


de Samosata desempeñó el cargo de patriarca en Antioquía. A lo
largo de aquel tiempo, esta ciudad, segunda cuna del cristianismo
doscientos años antes, permaneció bajo el poder político no de Ro­
ma sino de Palmira.
La significación de este obispo herético reside principalmen­
te en que en su enseñanza se ven con suma claridad las líneas
maestras de la tendencia teológica de la ciudad de la que fue pa­
triarca, y que, opuestas a la teología alejandrina, derivaron en el
siglo V en el nestorianismo -referencia principal de la Iglesia ara-
mea en territorio persa-.
Pablo sostuvo a la vez la unidad de Dios en forma «monar-
quiana» y la independencia de la persona humana del Cristo. Su
monarquianismo se suele denominar dinámico, porque la multi­
plicidad de aspectos de Dios que recoge la Gran Iglesia en su doc­
trina de la Trinidad son, para Pablo, sucesivas manifestaciones de
la relación de Dios con la Creación. En realidad, sólo el Padre es
Dios. Cuando se emplea la fórmula de que el Hijo y el Espíritu le
son consustanciales (.homoousioi), lo que hay que entender es que,
efectivamente, no son sino potencias del Dios Uno, y no realida­
des personales. El Hijo, por ejemplo, sólo existe desde la Encar­
nación, pero antes no es más que la sabiduría de Dios, que por
cierto habitó antes que en Cristo en Moisés y los profetas (pero en
ellos no nació por obra del Espíritu como un hombre). A los pro­
fetas los inspiró; en Cristo, en cambio, está como en un templo. Se
ha unido moralmente, como dos voluntades independientes -una
humana y otra divina- se pueden, desde luego, unir, y este hombre
absolutamente tal está, en ese sentido, movido por Dios y lleno de
Él como nadie antes lo estuvo y nadie lo volverá a estar.
No son coincidentes, pero esta interpretación de la encamación
y la Trinidad está próxima a llamada herejía apolinarista, de la que
casi participan hasta algunos de los Padres ortodoxos más célebres
(Atanasio, principalmente). La teoría es aquí que en Jesús el cuer­
po es humano y el alma es la Segunda Persona de la Trinidad. El
Filosofia religiosa 203

problema, evidentemente, es que, en tal caso, Cristo no es ni ver­


daderamente Dios ni verdaderamente hombre. A lo sumo (mono-
fisismo), es Dios sin ser hombre real. Y el alma humana, juzgada
en esta clase de doctrinas excesivamente indigna de Dios, queda
entonces al margen de la redención.
El monofisismo -más exactamente, fórmulas monofisitas atre­
vidas, alguna de las cuales se deben a ortodoxos importantes, co­
mo Cirilo de Alejandría-, o sea, la enseñanza que ve en Cristo a
Dios pero apenas al hombre, se convirtió en referencia doctrinal
de numerosas iglesias orientales que cayeron fuera de la órbita
política del imperio romano. Hubo casos (por ejemplo, Armenia,
desde el segundo tercio del siglo III, que se atuvo a determinadas
concepciones catalogadas mucho tiempo después de monofisi­
tas y, por consiguiente, heréticas) donde el despego jerárquico, la
autocefalia eclesial, fue el resultado al mismo tiempo de las cir­
cunstancias geopolíticas y de la imposibilidad de participar en
los sínodos imperiales que conocemos con el nombre de concilios
ecuménicos (esencialmente, los cuatro primeros, desde Nicea, año
325, hasta Calcedonia, año 451). En estos sínodos, bajo la presión
no siempre benéfica del emperador y sus urgencias políticas, se
condenó en primer lugar el subordinacionismo de Arrio (una mez­
cla de cristianismo y paganismo, que acercaba a Cristo a la condi­
ción de una deidad helenística) y luego, sucesivamente, el nesto-
rianismo y el monofisismo.
Desde el siglo V, y muchas veces a causa de la debilidad polí­
tica de Constantinopla y los avances de los persas, las iglesias
descendientes de Alejandría y de Antioquía (de tendencia mono-
fisita la primera y nestoriana la segunda) se fueron independizan­
do administrativamente de los patriarcados originales (evidente­
mente, aún más de la lejana y deprimida Roma). Así surgieron las
iglesias jacobita siria, copta y abisinia. Paralelamente, la parte de
la iglesia que continuó fiel al emperador se llamó, en todos estos
casos, melquita (mélek es el nombre del rey en las lenguas semí­
ticas, con mínimas variantes), o sea, ortodoxa.
Conviene insistir en que las diferencias entre las iglesias orien­
tales separadas y la Gran Iglesia (dejando a un lado la distancia
204 Sócrates y herederos

que se abre entre la Iglesia de Oriente y la de Occidente a partir del


año 1054, para la que seguramente, sin embargo, valdría lo mismo)
han sido mucho más de historia mutuamente alejada, de liturgia
distanciada, de jerarquía autónoma, que no de herejía. Los últimos
decenios lo han manifestado plenamente.
Después de estos siglos primeros de teología en régimen de
persecución, Occidente se revela esencialmente neoplatónico y es­
toico, en la dirección filosófica de sus especulaciones cristianas,
sobre todo debido a la enorme influencia ejercida por Agustín (fi­
nales del siglo IV y comienzos del V); por su parte, Oriente, cuyo
panorama es mucho más vario, se debate entre el neoplatonismo y
las tendencias antioquenas.
7

EL UNO Y LA SUPRAESENCIA

1. P lotino

A mediados del siglo III, Plotino realizó en su escuela de Ro­


ma una grandiosa y compleja síntesis de platonismo, factores re­
ligiosos orientales y eclecticismo helenístico, que modernamente
se ha denominado neoplatonismo.
Plotino participa de al menos dos de las preocupaciones de las
metafísicas o teosofías superpobladas de los gnósticos heterodo­
xos: estuvo muy imbuido de la idea de que la materia (o sea, lo
opuesto a la forma) es de suyo mala y, también, de la idea de que
es preciso establecer una serie de mediaciones entre el origen
trascendente y abismático de todas las realidades inteligibles y
sensibles y el mundo temporal y material en que vivimos. Ade­
más, aunque fue sin duda uno de los más grandes filósofos de to­
da la historia, comparte con los hombres de su tiempo una predo­
minante preocupación religiosa y hace culminar su propuesta de
pensamiento y vida en una experiencia de orden místico (imposi­
ble de alcanzar por medios que no sean filosóficos). Dado que
san Agustín siguió en filosofía sobre todo a Plotino, podemos
ahora limitarnos a reseñar algunas otras peculiaridades de éste
que no podían ser asimiladas por un teólogo cristiano.
Hay en la cima del sistema filosófico de Plotino una tríada
que guarda semejanza con las especulaciones gnósticas sobre el
Pléroma: lo Uno, la Inteligencia y el Alma. Ninguna de estas tres
hipóstasis corresponde exactamente al mundo inteligible de Fi­
lón, aunque el Alma es la más próxima, porque en ella piensa Pío-
206 Sócrates v herederos

tino reunidas las formas inteligibles del mundo sensible en tanto


que modelos de cuanto de vital y comprensible hay en el territo­
rio de la materia; pero, naturalmente, el Alma no es sólo esto, por­
que además es, como en el Fedro platónico, causa del movimien­
to del mundo sensible, gobernadora de todo él y una realidad que
se mueve a sí misma.
La Inteligencia es fundamentalmente parecida al Dios de Aris­
tóteles, puesto que es un ser que sólo conociéndose a sí mismo
conoce la totalidad de lo que se puede entender. Es anterior al Al­
ma, porque es más unitaria y carece de movimiento, o sea, está
más lejos de la materia y del tiempo.
Y sin embargo, el origen absoluto es lo Uno. A fin de cuentas,
en la Inteligencia hay duplicidad de sujeto y objeto. Lo Uno, en
cambio, se encuentra más allá del ser y de la inteligencia, o sea,
más allá de cuanto se puede entender. Lo Uno «se pone a sí mis­
mo», es lo bueno mismo que se establece a sí propio. De esta bon­
dad sobre el ser y lo inteligible se deriva todo, incluidas la Inteli­
gencia y el Alma. Sólo alguna metáfora puede servir para explicar
cómo; así, es algo semejante a un fuego intensísimo, que no pue­
de dejar de irradiar luz y calor sin por eso debilitarse en su núcleo
ni, en realidad, cambiar.
Cuanto mana de lo Uno le es inferior y no logra preservar su ab­
soluta unicidad. A cada paso que se da en la dirección de la mate­
ria, es como si la luz y el calor fueran debilitándose más y más.
Todo este sistema de grados jerarquizados hacia la dispersión,
el frío y la oscuridad de la materia está pensado, sobre todo, con
vistas a enseñar a las almas humanas el retomo especulativo ha­
cia la altura de lo Uno. Aparentemente, es imposible que un alma
pueda subir más arriba de donde está el Alma, pero el esfuerzo
amoroso, teórico y práctico a la vez, por buscar la reducción a lo
Uno se ve recompensado (así lo experimentó varias veces Ploti-
no mismo) en ciertos momentos por una auténtica salida del alma
fuera de su propia naturaleza (esto significa éxtasis). El gozo de
este acontecimiento inefable es el objetivo último de la filosofía,
que sólo después de la separación del alma y el cuerpo podrá en
realidad alcanzarse con mayor plenitud y duraderamente.
El Uno y la supraesencia 207

2, A g u s t ín

Puede ser considerado el primero de los grandes pensadores


cuya biografía tiene esencialmente que ver con su filosofía y su
teología; de hecho, como será frecuente a lo largo de la Edad Mo­
derna, su pensamiento es en gran medida reflexión sobre las ex­
periencias que marcaron su vida.
Nació en 354 en la provincia romana de África, en el actual
Túnez. Su familia estaba religiosamente dividida, ya que su ma­
dre, Mónica, se había hecho cristiana. Como estudiante destaca­
do y al que no faltaba el dinero, vivió con toda despreocupación
en Cartago, la capital, hasta que una lectura cambió su mente. El
libro que así lo trastornó fue un diálogo de Cicerón, pertenecien­
te al género protréptico, o sea, exhortativo (a dedicarse a la filo­
sofía), que abundó en toda la Antigüedad desde el platónico Eu-
tidemo. Este diálogo, Horiensio, cuenta desgraciadamente entre
las pocas piezas ciceronianas que se han perdido.
El nuevo entusiasmo por la sabiduría condujo a Agustín, muy
significativamente, a profesar una nueva religión universalmente
extendida, que procedía de Persia y dependía de los movimientos
gnósticos de los siglos anteriores: el maniqueísmo. Ya el zoroas-
trismo o mazdeísmo, la religión original persa surgida de la predi­
cación de Zaratustra (Zoroastro) quizá el siglo VII a.C., poseía una
fuerte tendencia dualista, que Mani, el fundador de la religión cu­
yo adepto fue Agustín, había exagerado. El mazdeísmo contra­
ponía, aunque no en pie de igualdad, una casi divinidad perver­
sa al supremo Dios bueno; el maniqueísmo veía el mundo como
un combate sin cuartel entre dos dioses, el del mal y el del bien (a
esto llamamos en este caso «dualismo»). Además, Mani afirmaba
que el hombre tenía que participar activamente en esta lucha res­
catando por todas partes las chispas de bien (de luz) diseminadas
y perdidas en medio de la oscuridad de la materia. Narraba, efec­
tivamente, un mito en el que se veía al primitivo Dios del bien ca­
si derrotado en el principio del mundo por su enemigo -después de
haber decidido entrar en combate contra él; lo que implica inde­
fectiblemente mezclas y pérdidas-. Pero el maniqueísmo, que con­
208 Sócrates y herederos

taba con el largo pasado de las especulaciones cosmológicas y teo-


sóficas desde el Timeo platónico hasta los sucesores de Plotino, se
comprometía también a explicar la naturaleza entera en las claves
de su gnosticismo dualista. Agustín, a quien la cuestión del mal an­
gustió siempre muy hondamente, quedó seducido ante las grandio­
sas promesas de sabiduría de aquel grupo, y precisamente sufrió
una decepción terrible cuando sus preguntas no fueron respondidas
en absoluto por un alto sacerdote de aquella grey, Fausto, en cuya
visita a Cartago él tenía puestas muchas esperanzas de orden cien­
tífico (sus compañeros de religión, que no sabían cómo resolver
sus dudas, le habían remitido siempre a aquella visita).
Como había permanecido bastantes años en lo que ahora tenía
que considerar un engaño lamentable, Agustín se convirtió en un
escéptico, o sea, un académico (en los Académicos de Cicerón, su
modelo como orador, podía encontrar amplios materiales antiguos
para apoyar su nueva tendencia). El escepticismo se combinó en su
vida con el reconocimiento público en su carrera de profesor de
retórica (experto en gramática, dialéctica, literatura y oratoria,
además de filosofía). Este éxito lo llevó de Africa a Italia y alcan­
zó su punto máximo en Milán, que en aquel momento, con el im­
perio dividido por Teodosio en Occidente y Oriente, y con el auge
de Constantinopla, superaba a la propia Roma.
El obispo cristiano de Milán era entonces san Ambrosio, el
mayor de los teólogos ortodoxos latinos anterior al propio Agus­
tín. Aunque hubo escaso contacto personal, la oratoria de Ambro­
sio fue uno de los factores que aproximaron a Agustín otra vez al
cristianismo de su infancia. Pero aún tuvo más influencia sobre su
ánimo el conocimiento de algunas traducciones latinas de textos
de las Enéadcis (las nueve series de breves tratados) de Plotino.
No sólo encontró en este platónico un arsenal de refutaciones del
escepticismo de sus otros maestros también platónicos, sino -se­
gún nos cuenta- la demostración de la existencia de realidades in­
materiales, en las que ni siquiera en su época de maniqueo había
podido creer.
El proceso de la conversión definitiva de Agustín al cristianis­
mo fue, sin embargo, prolongado. También de esto y del final
El Uno y la supraesencla 209

misterioso que tuvo (una experiencia de certeza en la fe inexpli­


cable, ocurrida en Ostia, el puerto de Roma) se hallan profundas
huellas en su pensamiento posterior.
Después de su conversión, e incluso antes del bautismo, Agus­
tín abandonó la cátedra de Milán, aprovechando una enfermedad,
y se retiró con un grupo de sus amigos (en él participaba también
su hijo natural, Adeodato) a la casa de campo de uno de ellos en
Casiciaco. Aquel retiro fue en realidad una larga serie de delibera­
ciones filosóficas, de las que conservamos las notas pulidas luego
literariamente. Una parte sustancial de la filosofía de Agustín se
encuentra ya en estos diálogos, algunos de los cuales fueron con­
tinuados meses y años después, y también recibieron los retoques
literarios imprescindibles.
Ambrosio bautizó a Agustín y a sus amigos en la Pascua del
año 387. Regresó luego Agustín a África, donde fundó una de las
primeras sociedades religiosas cristianas con una regla de vida
comunitaria (san Benito, el fundador de la orden benedictina, cu­
yos monjes fueron esenciales en la constitución de Europa duran­
te la Alta Edad Media, estableció su comunidad primera en Monte
Casino un siglo después de la muerte de Agustín).
Agustín fue elegido por el pueblo obispo de Hipona en 395, de
modo que los restantes treinta y cinco años de su vida estuvieron
dedicados sobre todo a tareas de gobierno eclesiástico y a contro­
versias doctrinales con grupos heréticos. En éstas y en sus tratados
de exégesis bíblica se encuentran, diseminados por todas partes,
fragmentos de su poderosa construcción teológica, que se expresó
con plenitud en tres obras célebres: el tratado Sobre la Trinidad, el
monumental conjunto de libros sobre filosofía y teología de la his­
toria Sobre la Ciudad de Dios y las Confesiones. Este último tex­
to, repleto de citas bíblicas y discusiones filosóficas y teológicas,
es un diálogo apasionado de Agustín con Dios. Agustín expone su
propia vida hasta la conversión como una serie de acontecimien­
tos en los que se refleja misteriosamente la gracia providencial de
Dios sobre él. La autobiografía de las búsquedas de Agustín fuera
del territorio de la que él consideró ya siempre la verdad, se con­
virtió así en un auténtico tratado filosófico-teológico, en el que el
210 Sócrates y herederos

tema central es la misma naturaleza humana en el continuo com­


bate de la libertad de escoger entre múltiples opciones, sólo una de
las cuales conduce secretamente a la plenitud.

La filosofía moderna, y sobre todo Descartes, ha recibido una


profunda influencia de Agustín, el padre de la Iglesia que, a la
vez, más configuró el pensamiento de toda la Edad Media.
El primer problema que abordaron los amigos reunidos en la
finca de Casiciaco fue si la verdad es accesible para el hombre o
debe éste conformarse con tan sólo la verosimilitud de los acadé­
micos. Los pasos y resultados del debate se encuentran recogidos
en los tres libros Contra los Académicos. En esencia, Agustín y su
círculo estiman absurda la idea de admitir verosimilitud alguna
('verisimile es, literalmente, lo que se parece a la verdad) si no se
conoce verdad ninguna. ¿Cómo se puede saber, si no es emplean­
do como modelo la verdad, qué se parece a ésta? El académico
podrá insistir denodadamente en que él no niega que haya la ver­
dad, sino que sólo duda y dudará siempre de haber accedido a
ella; con ello, sin embargo, está afirmando de hecho que sabe con
absoluta certeza la verdad autocontradictoria de que no se puede
saber con certeza ninguna verdad.
La misma actitud de reserva y suspensión (epojé) del acadé­
mico es una actitud ocultamente segura y hasta orgullosa. Él sa­
be a la perfección que se debe proseguir la búsqueda, sea cual sea
el resultado hallado; luego, por más que lo niegue, está aceptan­
do realmente el principio estoico de la representación evidente.
Lo está usando subrepticiamente de criterio para hallar faltas de
evidencia a multitud de opiniones, y muchas veces obra razona­
blemente. Sólo escamotea las condiciones que hacen posible su
empeño crítico.
No es tampoco cierto, como pretenden los académicos, que
hay más felicidad en buscar que en hallar y gozar de lo hallado.
Si de veras se estuviera condenado a buscar a sabiendas de que no
se encontrará nada, la empresa sería desesperada e infinitamente
tediosa. Otra vez ocurre que se confunde el hecho de hallar algu­
nas verdades ciertas con la pretensión desmesurada y antifilosó­
El Uno y la supraesencia 211

fica de saberlo ya todo a la perfección y poder dejar a un lado


cualquier investigación en lo futuro.
Asimismo, existen verdades de las que no cabe ninguna duda
y que siempre están supuestas en los tropos escépticos, sólo que
no confesadamente. Por ejemplo, aunque fuera cierto que no es
posible una perfecta seguridad en la distinción entre el sueño y la
vigilia, incluso en sueños una verdad aritmética sigue siendo una
verdad. «Tres por tres es nueve, aunque ronque todo el género hu­
mano». Y si tan sólo hubiera un mundo hecho de puras aparien­
cias e ilusiones, también en él valdrá que «un mundo y un mun­
do son dos mundos».
Lo mismo sucede con un repertorio muy importante de verda­
des de orden práctico y axiológico (es lo que Calderón de la Bar­
ca evocará repitiendo que el bien que se hace aun en sueños sigue
siendo, pese a todo, bien). Agustín ha prestado máxima atención
a lo largo de toda su obra (sobre todo en los diálogos, también al­
gunos de ellos de la primera época de su actividad de escritor, So­
bre la vida feliz y Sobre el libre albedrío) al principio axiológico
que afirma que lo incorruptible es mejor que lo que puede co­
rromperse; del que se sigue el principio práctico que ordena pre­
ferir lo primero a lo segundo.
Como se ve, las verdades matemáticas y morales, a las que los
platónicos siempre han dado preeminencia, son los recursos habi­
tuales de Agustín en su lucha existencial contra el escepticismo
(que, desde luego, creía últimamente inconciliable con su recien­
te adhesión al cristianismo). Pero aún hay otro argumento, del que
nacerá una gran parte de la filosofía moderna más de mil años
después. Y es que el sabio académico piensa que nada es tan in­
digno de él como equivocarse, y de aquí que elija la constante du­
da antes que arriesgar ni una sola afirmación. Cae con esto en un
equívoco muy ridículo, porque no se ha parado a considerar que
ya ha admitido así una certeza primera: la de su propia existencia
indudable. El dice que no puede afirmar nada, porque cabe que, si
lo hace, esté ya en el error, que es incompatible con la sabiduría;
pero la verdad es que «si me equivoco, existo». En definitiva, la
abstención del académico se sostiene sobre una tesis absoluta: que
212 Sócrates y herederos

él mismo existe sin la menor duda, pues a alguien que no existe no


hay peligro de que otro lo engañe ni él se engañe a sí mismo. Ha­
biendo tratado de seguir la máxima délfica y socrática: Conócete
a ti mismo, se ha desconocido cómicamente.
Hay, pues, verdades que conocemos con perfecta certeza. La
primera es la intuición directa de nuestro propio ser; las siguien­
tes, las verdades necesarias de la matemática; otras más son ver­
dades que sirven para ordenar la realidad en una jerarquía de va­
lores y bienes.
La preferibilidad de lo incorruptible y su valor superior van
muy vinculados a la meditación de Agustín y sus amigos acerca
del fin último de la vida humana, o sea, Sobre la vida feliz. En
efecto, el más terrible de los errores en el terreno práctico es po­
ner la meta de la vida en bienes cuyo disfrute pueda interrumpir­
se y perderse incluso contra toda la voluntad del que los está go­
zando. Es imposible estimar máximo bien a aquel cuyo goce no
está en mi mano prolongar indefinidamente. Porque la felicidad
no es simplemente la contemplación de un bien, sino que es su
posesión y su disfrute. Si el bien en cuestión es de suyo corrupti­
ble, puede siempre ocurrirle que termine, con independencia de
mis deseos sobre él; se sigue que la posesión de un bien perece­
dero es insegura y, por lo mismo, menos gozosa que la de un bien
imperecedero. Por tanto, un bien imperecedero, si es que existe,
ha de ser tal que, incapaz de todo cambio, yo sólo lo pueda per­
der por decisión mía, renunciando a poseerlo, pero jamás porque
él se me acabe entre las manos. Un bien imperecedero, inmutable,
es un bien eterno. ¿Hay alguno a nuestro alcance?
El camino para mostrar cuál haya de ser el fin último del hom­
bre vuelve a pasar por la meditación de la naturaleza de la verdad,
respaldada ahora por el examen de lo que es el hombre. Una ver­
dad cualquiera, incluso la que se refiere al suceso más fugaz, es,
si la pensamos detenidamente, una realidad eterna e incorrupti­
ble. Con todo, lo más sencillo consiste en asegurarse de que así
es, utilizando como ejemplos las verdades necesarias que ya co­
nocemos. No tiene sentido que un día, en el futuro, empiece a ser
verdad que los bienes corruptibles sean mejores que los incorrup-
El Uno y la supraesencia 213

tibies; tampoco tiene sentido que alguna vez en el pasado fuera


verdad tal disparate. En el mismo caso están las modestas verda­
des referentes a las relaciones entre los números. No hay que es­
perar impacientes a mañana para comprobar si seguirá o no sien­
do verdad que dos por dos es cuatro. La verdad que dice que es
absurdo afirmar que no hay verdades (porque esta tesis es ejem­
plo de lo que niega) es perfectamente intemporal.
Veamos ahora cómo y con qué conoce el hombre verdades, o
sea, objetos incorruptibles. En principio, el hombre dispone de
sentidos corporales, pero éstos captan meras cualidades sensibles,
propias y comunes, como dicen los peripatéticos, y no verdades.
Ahora bien, nuestro conocimiento de lo sensible, lo temporal y lo
material no se limita a las informaciones de los sentidos corporales.
Estas son coordinadas por una facultad sensorial que debemos pen­
sar interior respecto de los sentidos exteriores. Siento, o sea, perci­
bo la manzana porque soy capaz de coordinar las sensaciones de la
vista con las del tacto, el olfato, el gusto y el oído. Es evidente que
la vista se limita a ver, pero no siente lo que oigo ni la diferencia
entre colores y sonidos. Soy yo, no mi vista, quien discierne los co­
lores de los sonidos y quien sabe que está a la vez viendo y oyen­
do, y también quien refiere a la misma cosa sensible lo visto y lo
oído. Por así decir, hay un sentido que siente los sentidos corpora­
les y que es capaz de sentirse a sí mismo. Este sentido interior sien­
te, por ejemplo, que toco y no veo, y depende de él, entonces, que
desee yo abrir los ojos para remediar esta falta de sensación.
Recoge aquí Agustín, en realidad, a través de la síntesis neopla-
tónica, una tesis de la psicología de Aristóteles, que fue el primero
en subrayar las varias e importantísimas funciones que desempeña
esta conciencia sensible de nosotros mismos, por la que, por ejem­
plo, nos sentimos hambrientos, imaginamos la comida, estimamos
que tenemos ahora necesidad de ella, recordamos dónde la en­
contraremos, damos a nuestro cuerpo la orden de moverse en esa
dirección, coordinamos las informaciones sensoriales adecuadas
cuando abrimos el frigorífico y nos sentimos gozar cuando nues­
tra necesidad se va satisfaciendo. Pero la sensibilidad interior está
enteramente referida a realidades temporales y corruptibles.
214 Sócrates y herederos

Yendo más adentro de nosotros mismos, comprendemos ense­


guida que cuanto percibe y siente el sentido interior está recogido,
juzgado y entendido por nuestra inteligencia. Ella es, por ejemplo,
la que nos permite ahora elaborar esta teoría del hombre.
La función primera de la inteligencia es formar conceptos pa­
ra clasificar las informaciones sensibles, pero su pleno desarrollo
consiste en formular juicios y construir argumentos, en hacer teo­
ría y ciencia sobre cualquier asunto, sensible o no sensible. La in­
teligencia está, pues, referida a las verdades y sus relaciones co­
mo a su objeto propio; pero, además, se conoce a sí misma: es la
autoconciencia intelectual, no ya sensible, de nosotros mismos, a
la que se debe que sepamos, por ejemplo, aquella verdad de que
«si nos engañamos, es que existimos».
Repasemos nuestro recorrido. Lo hemos empezado fuera de
nosotros mismos, en ios cuerpos sensibles, que meramente son.
Inmediatamente hemos distinguido de ellos nuestra sensibilidad,
que no solamente «5 sino que, además, vive. Esta vida sensible
nuestra se hace cargo incluso de nuestro cuerpo, que también sa­
bemos que es porque lo tocamos, lo vemos y en él sentimos do­
lor, calor, vértigo, placer...
Ya con la vida sensible, que es una forma superior de ser, he­
mos penetrado en la región del alma; con todo, accedemos a un
grado más alto cuando llegamos a esta forma de la vida o del alma
que es la inteligencia (recuérdense las hipóstasis de Plotino). La in­
teligencia es como la vida de la vida, de la misma manera que la
vida es como el ser del ser (la inteligencia será, pues, el ser del ser
del ser). Porque, en efecto, no sólo hemos ido adentrándonos en
nosotros mismos al considerar que el sentido interior hace objetos
suyos a los sentidos externos (mientras que éstos no pueden ver ni
oír ni tocar el sentido interior) y que la inteligencia hace objeto su­
yo al sentido interior (que tampoco puede sentir, en cambio, la in­
teligencia). A la vez, según hemos andado hacia dentro de nosotros
hemos ido también ascendiendo, porque las reglas del orden impe­
recedero del mundo dictan que la vida (el alma) está por encima en
ser y valor del mero ser inanimado, y que la inteligencia está por
encima en ser y valor de la mera alma que siente sin entender.
El Uno y la supraesencia 215

Esta fundamental verdad de la jerarquía: ser, vida, inteligen­


cia, la comprobamos atendiendo al hecho de que la vida juzga el
mero ser al sentirlo y la inteligencia juzga la mera vida al enten­
derla. Pues los sentidos corporales no se limitan a sentir sus ob­
jetos propios o comunes, sino que, al mismo tiempo, realmente
los juzgan. De aquí que la sensación sea siempre o casi siempre
dolorosa o placentera. Por ejemplo, cuando vemos un espectácu­
lo de colores, apreciamos, es decir, juzgamos, si está bien o mal
combinado, si le falta algo o le sobra. Más aún, cuando escucha­
mos, nuestro oído echa en falta automáticamente la armonía o
disfruta con ella. Significa esto que nuestra vida sensible se alza
por encima de los cuerpos como un tribunal que de verdad tiene
autoridad sobre ellos. San Agustín, en sus importantísimos libros
Sobre la música, que han determinado los ritmos numéricos de
gran cantidad de obras incluso arquitectónicas en la Alta Edad
Media y han mantenido su influencia sobre los cánones renacen­
tistas, distingue varios tipos de números; de entre ellos, los supe­
riores son los numeri indicíales, que incorporados -por decirlo de
alguna manera- a nuestro oído Juzgan (de ahí su nombre) los nú­
meros sensibles que escuchamos. A la presencia de esos números
juzgantes en la sensibilidad externa se debe que un hombre que
no conoce en absoluto la teoría musical perciba inmediatamente
si hay armonía o cacofonía en lo que oye.
Por su parte, el sentido interior es evidente que juzga no ya las
cualidades sensibles externas, sino los propios sentidos corporales.
El, por ejemplo, se da cuenta de que vemos defectuosamente o he­
mos perdido oído, además de que, como hemos visto, juzga las si­
tuaciones carenciales o necesidades (hambre, sed, sueño, cansan­
cio) y es el que impulsa a ponerles remedio.
Aún más clara es la función de juez de todo lo sensible que
compete a la inteligencia, uno de cuyos cometidos consiste en en­
señarnos a posponer los goces sensibles a los goces espirituales (o
sea, de bienes incorruptibles).
Hemos, pues, sin duda, entrado en nosotros mismos y ascen­
dido hacia la cima de nosotros mismos. ¿Es ya nuestra inteligen­
cia la realidad suprema? En absoluto, porque ella está clarísima-
216 Sócrates y herederos

mente bajo la jurisdicción de otra realidad: está sometida al juicio


de otros. Estos otros son cada una de las verdades. En este terre­
no ya no va en paralelo el hecho de ser objeto de una facultad vi­
tal con el hecho de estar sometido a su juicio. Las verdades son el
objeto de la inteligencia humana, pero a la vez sus jueces. No es
nuestra inteligencia quien tiene autoridad sobre las verdades, si­
no al contrario. Nos podrá gustar o no que determinada verdad
sea verdad, pero lo decisivo es que conocerla es reconocer su su­
perioridad sobre nosotros. Es obedecerla. Podremos, por ejemplo,
enloquecer al recibir una noticia, porque perturba inmensamente
toda nuestra vida; lo que no está en nuestra mano es modificar ni
en lo más pequeño una sola verdad.
Del modo más sorprendente, las verdades que reconoce nues­
tra inteligencia se encuentran -no podemos decir otra cosa- más
dentro y más arriba que ella misma. ¿Son ya la cima del ser? To­
davía no. Por encima de las múltiples verdades está la verdad,
gracias a la cual son todas verdaderas; la verdad que no es ningu­
na de ellas, sino el modelo unitario de todas y la causa de que
existan y sean como son.
Al pasar la frontera entre nuestra inteligencia y las verdades,
hemos transpuesto el límite de la eternidad. Nuestra inteligencia
es finita, olvidadiza, torpe; por tanto, cambia y está todavía en el
tiempo. Ninguna verdad cambia. Todas son eternas. Pero todas
poseen una causa común, un Conocedor de todas que las instau­
ra en su carácter de verdaderas y que las ha ordenado a gobernar
y vitalizar el mundo sensible. Este Conocedor y Ordenador eter­
no, Maestro Interior de cada alma angélica y humana, porque es­
tá más dentro y más arriba que lo más íntimo y alto de cada una
de ellas, es ya sin duda Dios, la Sabiduría Eterna de Dios, la Pa­
labra de Dios. Se trata de la luz que ilumina a todo hombre (co­
mo dice el prólogo del Evangelio de Juan) desde encima del ápi­
ce del alma y más dentro que su interioridad más secreta. El es el
Ser puramente ser, sin mezcla de no ser ni de potencia: summa es-
sentía, summum esse, y a él aplicaremos de nuevo estas series rei­
teradas que antes ya usamos: es la inteligencia de la inteligencia,
la vida de la vida de la vida, etc.
El Uno y ¡a supraesencia 217

De esta manera, Agustín está interpretando a su vez dos textos


bíblicos capitales. En uno de ellos, del Evangelio de Juan, Jesús
dice de sí mismo: Yo soy la verdad y la vida. En otro, del Exodo,
ai preguntar Moisés al Dios desconocido, que se le revela y le or­
dena regresar a Egipto a liberar a los esclavos hebreos, cuál es su
nombre, Dios contesta: Yo soy El que soy (así, sobre todo, en las
versiones griega y latina de la Biblia). En consecuencia, la edifica­
ción del hombre, la experiencia mística de Dios, no puede sobre­
pasar, piensa Agustín, el ser. No puede trascender el ser para subir
al Uno de Platón y Plotino. Estos filósofos han conocido casi todas
las verdades del cristianismo. En ellos se encuentra incluso una
vislumbre de la Trinidad. Pero no han sabido nada de la Encarna­
ción, la Crucifixión y la Resurrección, y su tendencia a sobrepasar
el ser y la verdad no puede admitirla un pensador cristiano.
Pero Agustín reflexionó largamente sobre cómo es posible que
el hombre, que empieza ya siempre su camino hacia Dios disipa­
do o disperso entre los bienes sensibles, pueda volverse hacia sí
mismo y entrar y ascender por sí hasta el reconocimiento de la
iluminación del maestro interior.
En este punto utilizó su propia biografía en su doctrina. Él ha­
bía aceptado intelectualmente la verdad cristiana sin por eso con­
vertirse de corazón a ella, y había sido llevado hasta el puerto de
la tierra de la verdad por la serie de decepciones sufridas. El hom­
bre no es sólo la serie de facultades cognoscitivas que hemos exa­
minado en el gran argumento sobre la existencia y la naturaleza
de Dios, sino que es también y muy principalmente apetito sen­
sible y voluntad o apetito racional. De hecho, la Trinidad de Dios,
ya que ha servido de modelo único de la creación del mundo, se
ha de reflejar de alguna manera en cada ser creado. Así, por ejem­
plo, el alma del hombre, la imagen más perfecta de la Trinidad en
el dominio que conocemos bien, no es sólo inteligencia y volun­
tad, sino también memoria (la memoria es la imagen del Padre,
como la inteligencia lo es del Hijo y la voluntad del Espíritu). La
memoria es el fondo prácticamente insondable de nuestro ser, en
donde ha actuado originalmente Dios sembrando los gérmenes de
las verdades que más adelante podrá conocer parcialmente en ac­
218 Sócrates y herederos

to la inteligencia, una vez que la voluntad se mueva adecuada­


mente por los caminos que ésta le sugiere.
El error capital del maniqueísmo era atreverse a atribuir a
Dios mismo el origen del mal. La causa de este error ha de estar
en que el hombre no se atreve a la humildad de reconocer su pro­
pia responsabilidad. Como pasa regularmente, un pecado es la
verdadera causa de una equivocación teórica. Hay que empezar
por confesar que el mal no es ninguna realidad, ninguna esencia,
nada que haya salido ya así fabricado de las manos de Dios. La
creación entera ha de ser buena en la misma medida en que posee
ser. La materia no es mala de suyo, contra lo afirmado por Ploti-
no. Cada cosa en su orden propio participa de la verdad y la bon­
dad de su creador. Hay, pues, que admitir que era bueno crear al­
guna realidad que tuviera la tremenda potencia de perturbar de
algún modo el orden espléndido de lo creado, sin duda porque se
sigue un bien mucho mayor del hecho de que esta criatura singu­
lar restaure el orden que ella misma alteró.
El alma del ángel y del hombre, en tanto que está dotada de
voluntad, es esta esencia extraordinaria. La voluntad no puede,
sin embargo, querer el mal, puesto que éste no existe hasta que
ella no lo hace. Incluso después de su perversión, el mal no exis­
te tampoco como esencia real y no puede, por lo mismo, ser ele­
gido. Aparte de que nadie quiere lo malo como tal sino lo bueno,
o sea, lo que cree bueno porque así se lo dice su inteligencia. ¿De
dónde, entonces, surge el mal y en qué consiste?
La única solución posible a este problema es recordar que los
bienes están jerarquizados por sus propias esencias. Por tanto, si la
voluntad opta por un bien de grado inferior cuando podía haber ele­
gido un bien superior, no estará escogiendo lo malo, pero sí estará
optando mal. Desoye la voz de la inteligencia, que trata de recor­
darle la superioridad de lo eterno sobre lo corruptible. Pero ¿cómo
puede ser esto? De nuevo parece que el único medio para entender
lo que sucede es admitir que el deleite de lo temporal seduzca in­
debidamente a la voluntad. Ésta se halla eternamente ordenada a
gozar de Dios. Tal es su fin último, contra el que no puede rebelar­
se, porque así ha sido creada. No se movería a querer nada si no
El Uno y la supraesencia 219

fuera porque busca «descansar en Dios»; pero el hecho es que sus


movimientos reales no suelen encaminarse derechamente a la me­
ta, sino que se apartan de ella y pueden hasta errarla para siempre.
Por tanto, es como si en el hombre lucharan dos voluntades: una,
imposible de anular, que aspira a gozar de Dios; y otra que prefie­
re los bienes que se pueden perder cuando menos quiere uno per­
derlos y que, por consiguiente, está destinada a multitud de calami­
dades y dolores, pero se empeña en seguir poniendo la meta de sus
aspiraciones en el placer, el dinero o la fama (que fue de hecho el
último y más duro obstáculo para el propio Agustín).
Este exceso de deleite en los bienes, que aun siendo bienes de­
bieran haber sido ordenados a buscar a Dios, es llamado técnica­
mente por Agustín libido, y sólo en algunas ocasiones cupiditas
o codicia. De esta forma, el problema del origen del mal se renue­
va todavía una vez más: ¿De dónde procede la libido?
Para empezar, Agustín reconoce su presencia en todos los
hombres y desde los primeros instantes de la vida. Un lactante,
aunque esté ya saciado, tiende a impedir a su hermano gemelo
mamar. Un niño (el mismo Agustín), aunque disponga en su huer­
to de peras mucho mejores, prefiere invadir la pequeña propiedad
de su vecino pobre y robarle, por el puro placer de quebrantar la
ley. El adolescente Agustín no podía concebir la vida sin el placer
sexual, conviniera o no, fuera o no ordenado. El hombre maduro
temía la mella en su fama de profesor que se seguiría de su con­
versión pública al cristianismo, y temía, sobre todo, sentir luego
la exigencia de abandonar el éxito de la cátedra (donde lo que me­
nos importaba era la verdad de lo que se enseñara). La libido es,
pues, egoísmo, amor irracional de sí mismo por encima de todo
(y uno mismo es un bien menor, corruptible).
La libido universal e inicial en la vida humana fue explicada por
Agustín recurriendo al pecado original, inspirado -no forzado- al
primer hombre por el diablo y trasmitido luego de generación en
generación, misteriosamente, quizá por la vía de las razones semi­
nales estoicas. No parece posible penetrar en las causas que hicie­
ron posible la misma libido de Adán, el primer hombre, pero el tex­
to bíblico del Génesis habla de la tentación de ser como Dios.
220 Sócrates y herederos

Sin la gracia divina, no es plenamente posible la conversión de


la voluntad, el duro pero salvador regreso al reconocimiento del
divino orden. La providencia ha dispuesto que, por lo regular, la
vida desordenada esté llena de sufrimientos que pueden indicar
con eficacia la necesidad de variar su rumbo. Es consecuente con
el orden divino de las cosas que el mal moral, el pecado, lleve ya
en sí mismo su dolor, su castigo (el mal de pena o mal físico). En
fin, no hay dolor que no tenga su causa en el pecado.
En estas condiciones, la reordenación de la voluntad y la vida
no es vista ya por Agustín como algo que pueda ser efecto de la
mera filosofía, del diálogo socrático, de la enseñanza doctrinal que
se reciba en una o en otra escuela. Hay un requisito de orden prác­
tico para poder pensar con verdad. Pero además, esta bondad re­
cuperada, sin la cual el hombre no consigue en el fondo abrirse a
los beneficios del diálogo filosófico, sólo es posible por la acción
de la gracia de Dios, que aunque se ofrece por igual a todos los
hombres, providencialmente sólo es acogida por algunos.
Esta necesidad primordial de la gracia, la bondad moral e in­
cluso la conversión religiosa, constituye un lema esencial de la
doctrina de Agustín, que él tomaba de una traducción latina (en
realidad, incorrecta) de un texto del profeta Isaías: Nisi credide-
ritis, non intelligetis («A no ser que creáis, no entenderéis»).

Agustín murió cuando su sede episcopal estaba ya sitiada por


los vándalos, que terminaron tomándola y destruyendo la cristian­
dad africana occidental. Hacía veinte años que los godos habían
saqueado brutalmente Roma. Aquella sacudida suscitó una polé­
mica anticristiana a la que Agustín respondió con su tratado Sobre
la ciudad de Dios. No era cierto que la decadencia del imperio
coincidiera con el triunfo del cristianismo, al que no se debía nin­
gún motivo de degeneración social. Por una parte, el imperio no
era el centro de la historia ni su meta, sino que podía perfectamen­
te ser reemplazado por algo mucho mejor y grandioso que él, ins­
pirado en el cristianismo (para cuya difusión había sido un medio
excelente); por otra, los motivos de la ruina progresiva del imperio
de Occidente había que buscarlos en sus propios crímenes.
El Uno y la supraesencia 221

Agustín oponía una ciudad o sociedad terrena a otra celestial.


Ambas existen desde el principio y hasta el final de la historia, y
sus leyes respectivas son el amor de sí mismo y el amor de Dios.
En apariencia, la ciudad terrenal vence constantemente a la celes­
tial; pero realmente la providencia de Dios guía por entre todos
los peligros a esta segunda; sólo al final de la historia manifesta­
rá su triunfo y la separará definitivamente de su enemiga.
Este gran relato del arco completo de la historia, con su fe ra­
dical en que posee ésta un sentido que necesariamente se verá
cumplido, porque sobre ella, en cada momento, vela la providen­
cia de Dios (por misteriosos o desconcertantes que puedan ser los
medios de que se valga, vistos en la perspectiva humana), prepa­
ró la posibilidad de la Edad Media, vertebrada en Occidente en
torno a la Iglesia y el papado, y atravesada de intentos de restau­
ración del imperio en formas nuevas.
Indudablemente, hizo concebir a los habitantes del viejo impe­
rio invadido y fragmentado la esperanza de que la crisis terrible
que se estaba atravesando era medio para la consecución de un or­
den mejor en el futuro, como cualquier otra crisis. Además, Agus­
tín daba forma concreta a esa esperanza: la realización un poco
más perfecta de la ciudad de Dios en el interior de la historia.
Hubo que esperar cuatrocientos años a que Carlomagno, el rey
de los francos, fuera coronado emperador por el papa en Roma; y
cuando su imperio se desmembró sólo medio siglo después, fue
restablecido tras un lapso apenas mayor bajo la forma de Sacro
Imperio Romano-Germánico (que oficialmente perduró hasta la
Primera Guerra Mundial). Esta figura política resultaba profun­
damente ambigua, porque tendía naturalmente a arrogarse los ca­
racteres utópicos que sólo pertenecían a la Jerusalén celeste y re­
chazaba por principio ser considerada un nuevo rostro de la
Babilonia terrenal.
La duplicidad de «sociedades perfectas» que suponía la exis­
tencia de un papa y un emperador, de una iglesia y un imperio
que se decía cristiano, dio lugar a la tensión política más grave y
persistente de los siglos capitales de la Edad Media europea.
Ciertamente, el papa coronaba al emperador y podía excomul­
222 Sócrates y herederos

garlo (lo que eximía a los súbditos de toda obligación de obe­


diencia), y de hecho se llegó a este extremo; pero asimismo ca­
bía defender la posibilidad contraria: el predominio secular ple­
no del emperador y el confinamiento del papa a la jurisdicción
estrictamente espiritual (a pesar de que la condición de soberano
temporal del papa prácticamente impedía esta teoría tuviera éxi­
to). También se llegó al extremo de que los poderes seculares
atentaran contra el papa; no en vano, en el siglo XIV el rey de
Francia, aun no siendo el emperador, consiguió que el papa fuera
su rehén en Aviñón.
El cisma entre la iglesia romana y las iglesias enclavadas en el
imperio bizantino, consumado en el siglo XI, justamente antes del
auge de la cultura medieval europea, ayudó a simplificar los térmi­
nos del problema y colaboró a que Occidente iniciara, a fines de
ese mismo siglo, las guerras llamadas de cruzada, destinadas a re­
conquistar Tierra Santa del poder de los musulmanes, que habían
derrotado a los cristianos orientales. Estas cruentas campañas con­
tribuyeron a que Europa se abriera al conocimiento de otras socie­
dades y otras culturas y comenzara a elaborar posibilidades inte­
lectuales que la distanciaran cada vez más de la Antigüedad.

3. D e B o e c io a Juan E scoto

En el panorama filosófico, entre Agustín y el tiempo de la pri­


mera cruzada son muy contados los fenómenos reseñables.
En el siglo VI destaca la obra de Boecio, que tradujo y co­
mentó la primera parte del Órganon aristotélico y escribió algu­
nos trataditos de materias lógicas que orientaron la enseñanza
medieval posterior. La existencia de múltiples reinos germánicos
en el territorio de lo que había sido imperio romano de Occiden­
te impidió algo que fuera más allá del trabajo de conservación de
algunos elementos de la cultura de los siglos pasados, como es el
caso de la enciclopedia de Isidoro de Sevilla, Etimologías, en la
España visigoda, y un siglo después (principios del siglo VIII) de
Beda entre los anglos.
El Uno y la supmesencia 223

El llamado renacimiento carolingio, impulsado por el propio


emperador franco, ayudado por algunos monjes de procedencia ir­
landesa e inglesa, apenas sirvió para organizar algo mejor las en­
señanzas elementales: el trivium (gramática, dialéctica y retórica)
y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía). Sin
ellas no se consideraba posible llegar a los necesarios niveles de
comprensión de la Escritura y los Padres, objeto de los estudios
superiores, a los que apenas un pequeño círculo de religiosos (so­
bre todo, los monjes de las abadías benedictinas) y parte del alto
clero tenían auténtico acceso.
Pero en mitad del siglo ÍX, en la corte francesa de Carlos el
Calvo, aparece del modo más inesperado y abrupto un metafísi-
co original, del que dependen siglos más adelante algunas de las
tendencias heterodoxas (panteístas) del Medievo: Juan Escoto, o
sea, propiamente, el Irlandés (como a veces, reduplicativamente,
se le conoce, añadiendo a su nombre la palabra Erígena, o sea, de
nuevo, «irlandés»).
Este notable filósofo, aislado en mitad de los siglos más oscu­
ros de la historia del pensamiento, se hizo sobre todo eco de las
doctrinas místicas de un teólogo oriental que es el protagonista
de una de las historias de suplantación literaria más interesantes
e importantes de toda la historia. En efecto, entre las rarezas de
Juan Escoto estaba el conocimiento del griego, y una de sus ocu­
paciones mayores fue la traducción de algunos de los tratados del
teólogo oriental del que hablamos (y de Máximo, su discípulo).
No conocemos el verdadero nombre de aquel teólogo, porque él
mismo parece presentarse en uno de sus textos como Dionisio,
llamado Areopagita por haber sido el único converso que hizo san
Pablo cuando habló, como relatan los Hechos de los apóstoles, en
el Areópago de Atenas, ante el altar dedicado a un Dios aún des­
conocido. Sólo desde el siglo XIX se tiene la seguridad de que es­
te escritor griego -un gran místico, sin duda- no pudo vivir en el
siglo I y haber oído personalmente a san Pablo (ya Erasmo, en
el siglo XVI, lo había dudado). Desde entonces, los historiadores
lo llaman Pseudo-Dionisio Areopagita, o sea, el falso Dionisio.
De hecho, no hay huellas de sus doctrinas antes del año 500, y es
224 Sócrates v herederos

demasiado evidente que había aprendido mucho de los neoplató-


nicos posteriores a Plotino (Jámblico, Proclo, Damascio), de al­
gunos de los cuales, expulsados definitivamente del imperio de
Bizancio por Justiniano, que cerró la Academia de Atenas en 529,
pudo ser el contemporáneo o hasta el condiscípulo.
Es preciso imaginar la repercusión formidable que, desde la
traducción de Juan Escoto, hubo de tener la obra de Dionisio en
todo Occidente. De pronto se tenía en ella, según se pensaba, los
vestigios de las enseñanzas místicas del propio san Pablo, de las
que resultaba evidente que habían luego aprendido los últimos fi­
lósofos paganos. San Pablo se refiere a su propia experiencia mís­
tica, y he aquí que Dionisio la explica. La autoridad de estos tex­
tos se elevó hasta un rango cercano a la que tenía el canon del
Nuevo Testamento y sobrepasó a la de los Padres. Es verdad que
no todos los teólogos medievales dieron amplia entrada a las doc­
trinas de Dionisio, pero también es verdad que sin ellas no se ex­
plica un elemento esencial de la historia de la mística y la espe­
culación metafísica en Occidente.
Lo más característico de Dionisio es que, dado su neoplatonis­
mo, propone, contra lo que hemos visto en Agustín, superar, tras­
cender la misma noción de ser cuando se trata de concebir a Dios
y en la unión mística.
Las preocupaciones de Dionisio son esencialmente las de un
teólogo. Su problema no es tanto comprender el mundo como as­
cender a la comunión con Dios. Puesto que es cristiano, su guía
para tratar el problema de los nombres de Dios (así se titula uno
de sus textos) es la Escritura.
Judíos y cristianos habían heredado de los filósofos helenísti­
cos paganos algunas distinciones en el trabajo de la exégesis, que
fueron necesarias, como mencionamos arriba de pasada, para por
ejemplo adaptar a los dogmas estoicos o neoplatónicos los rela­
tos de la mitología. Era, pues, adquisición común de los intérpre­
tes de la Biblia que es preciso diferenciar el sentido literal o histó­
rico de sus libros, del sentido profundo o no explícito. Filón había
concedido un espacio amplísimo al sentido alegórico-moral en su
lectura de la Biblia. Esto significa que, por ejemplo, la historia de
El Uno y la sapraesencia 225

José, mucho más que tener la finalidad de informarnos acerca de


un viejísimo hebreo que fue vendido como esclavo en Egipto, ha­
bla de la aventura moral esencial a cada hombre. Los cristianos
también habían seguido en esto a Filón (los Padres Capadocios,
por ejemplo, son muy dados a la interpretación de la Biblia en
clave de alegoría moral), pero en ellos predomina, desde luego, la
llamada lectura tipológica del Primer Testamento, que se ha de­
nominado por siglos Antiguo Testamento. Tal lectura encuentra
constantes anticipaciones, pálidas imágenes del drama de Jesu­
cristo, en las narraciones hebreas antiguas.
Por cierto, la mística judía, la Cábala, cuyos antecedentes se
fraguan en los primeros siglos cristianos, se basa en la búsqueda
de sentidos esotéricos, gnósticos y teosóficos muchas veces, y se
vale de las numerologías neopitagóricas (o sea, del hecho de que
las letras hebreas son al mismo tiempo números).
Dionisio presta, por su parte, extrema atención a la diferencia
existente entre nombres «semejantes» y nombres «desemejantes»
que directa o indirectamente se atribuyen a Dios en la Biblia. Lla­
ma «semejantes» a los nombres que celebran perfecciones y las
predican de Dios; llama «desemejantes» a nombres que, en prin­
cipio, nadie diría que son apropiados para la apelación de Dios. Y
sin embargo, justamente estos nombres evidentemente extraños
(en un salmo Dionisio piensa que se dirige a Dios el nombre de
«gusano», por ejemplo) son los más útiles para quien de verdad se
quiere introducir en la teología (o sea, en el discurso sobre Dios).
De hecho, el uso de tales nombres despeja el peligro de creer es­
túpidamente que ya se tiene captada y atrapada la naturaleza de
Dios o alguno de sus atributos tal y como él es. Los nombres dese­
mejantes no pueden convertirse en ídolos para quien los emplea,
porque de suyo obligan a pasar más allá.
En general, Dionisio habría aceptado sin dudas la expresión de
Tomás de Aquino (seguramente inspirada por la autoridad del teó­
logo griego): propiamente, de Dios lo que se sabe es lo que él no
es. En la terminología de Dionisio, la teología afirmativa -aquella
que dice, por ejemplo, de Dios que es bondad suma, esencia suma,
pero sobre todo, con los nombres de la Biblia, creador, pastor, sal­
226 Sócrates y herederos

vador, etc.- debe ser trascendida en una sistemática teología nega­


tiva (en griego, apofática), que vaya negando uno por uno los atri­
butos que primero se han afirmado de Dios (también, desde luego,
los que haya pensado la filosofía).
La teología negativa, sin embargo, no conduce a la simple ne­
gación, sino que es el tránsito a una teología superlativa o hiper­
bólica, en la que, por ejemplo, Dios, más que ser sustancia o no
sustancia, será pensado como suprasustancia.
El último paso es, sin embargo, el silencio de la auténtica teo­
logía mística, o sea, de la experiencia de la unión en la que el hom­
bre es llevado por Dios literalmente fuera de sí y hasta él. Dios es
ante todo la oscuridad supralumínica a la que se esfuerza por subir
el teólogo trascendiendo lo sensible y lo inteligible, pero a la que
sólo accede por generosidad y gracia finales de Dios mismo.
Este aspecto central de la doctrina de Dionisio se completa
más adelante con una visión muy cercana a los neoplatónicos so­
bre las mediaciones que conducen de Dios, el Uno superesencial,
al mundo sensible. Estos grados inteligibles constituyen la jerar­
quía angélica (nueve órdenes de tales seres), prolongada luego en
la jerarquía eclesiástica (con sus órdenes también, que son como
escalones por los que baja el conocimiento de Dios hacia el cen­
tro de lo terrenal).
Pues bien, Juan Escoto propagó a su modo y desde su posi­
ción aislada estas doctrinas en el Occidente latino. Su largo diá­
logo Sobre la división de la Naturaleza trata del descenso gradual
desde Dios hasta la materia y el correlativo ascenso o retorno fi­
nal de todas las cosas a Dios. La división de la naturaleza, a la que
alude el título con el que se la conoce, distingue: 1) la naturaleza
que crea y no es creada, o sea, Dios suprasustancial y supraesen-
cial, abismo creador insondable; 2) la naturaleza que crea pero es
creada; 3) la naturaleza que es creada y no crea, o sea, el mundo
sensible y temporal; y 4) la naturaleza que ni crea ni es creada. ¿A
qué se pueden referir las divisiones segunda y cuarta?
La segunda es la sabiduría de Dios, modelo y causa del mundo
sensible, que, como en Filón, aunque aún más explícitamente, apa­
rece aquí subordinada a la Trinidad de Dios, puesto que el conjun-
El Uno y la supmesencia 227

to de las ideas arquetípicas de la creación ha sido, a su vez, creado.


Esto quiere decir que el dominio de lo inteligible es siempre domi­
nio de lo creado. Dios queda radicalmente más allá de las ideas.
La cuarta división vuelve a ser Dios, sólo que contemplado
ahora como causa final universal, en la que todo se ha de recapi­
tular alguna vez.
Pero la raíz de que Escoto haya podido ser una inspiración
panteísta para otros pensadores medievales, hasta el punto de que
su obra fue censurada trescientos años después de escrita, se de­
be fundamentalmente a la manera en que pensó cómo dependen
unas de otras estas divisiones generales de la naturaleza. Y es que,
en definitiva, todo lo que no es Dios, o sea, las ideas creativas del
mundo sensible y éste mismo, es teofanía o manifestación de Dios.
Por eso precisamente, como todo no es más que Dios mismo en
cuanto se expresa, en cuanto se expone ante sí, por decirlo de al­
guna manera, es por lo que resulta tan relativamente sencillo con­
cebir la reabsorción de toda la multiplicidad de los seres otra vez
en la insondable unidad de su creador. De alguna manera, Dios,
que no es antes de la Creación -puesto que se halla inmerso en su
unidad supraesencial-, se crea a sí mismo como ser creando. El
que no era ningún qué, se hace esencia en el despliegue de la Crea­
ción (la cual, por cierto, no preveía más que realidades inteligi­
bles y espirituales, hasta que el pecado de Adán acarreó que éste
hubiera de exiliarse del Paraíso; y este exilio es el orden mismo
de lo sensible, de modo próximo a como ya había concebido Orí­
genes la diseminación casi infinita de las realidades que apenas se
dejan entender).
En otro orden de cosas, Juan Escoto, convencido de que la di­
cha perfecta va estrechísimamente unida al conocimiento su­
premo, trató de desarrollar con coherencia la idea de que la Es­
critura y la Naturaleza son los dno vestimenta Christi, o sea, el
revestimiento doble, ocultamente simétrico, gracias al cual la Sa­
biduría divina y el Amor divinos se hacen presentes de un modo
que no desborde por completo la capacidad receptiva de los espí­
ritus creados y, en especial, del hombre. Así como en la Natura­
leza se halla el principio de la escala de la verdad para quien lo­
228 Sócrates y herederos

gra hallar su clave de interpretación, así también todas las artes


están encerradas en la Escritura, pero sólo para quien penetra en
su estudio con máximo afán, con amor extraordinario a la verdad.
A fin de cuentas, la dialéctica humana no es sólo humana: es la es­
tructura misma de lo real; así, los individuos se entienden en sus
especies y éstas en sus géneros, lo cual es debido a que los univer­
sales más altos son la causa real de los más bajos y de los indivi­
duos, y la realidad del efecto está supremamente, mejor aún que
en él mismo, en su causa.
Dentro de la coherencia del esfuerzo intelectual de Juan Esco­
to estuvo, por todo ello, el intento de poner de acuerdo las fuen­
tes de la tradición eclesiástica (los Padres) para poder leer más
hondamente, gracias a todos ellos, la Escritura. El principio que
guió este trabajo de concordancia -en cuya tradición se situaron,
siglos adelante, las Sentencias de Pedro Lombardo, o sea, el Líber
Sententiarum de los Padres- fue que la autoridad y la razón tienen
la misma fuente: la Sabiduría de Dios; pero la Sabiduría es la Ra­
zón misma, mientras que la autoridad no puede bastarse y debe
estar últimamente apoyada en la misma Razón.
TALMUD, ISLAM, KÀLAM

1. F undamentos del islam

No todo el monoteísmo de inspiración bíblica fue cristiano or­


todoxo o cristiano herético, a partir de 70 d.C. (el año de la des­
trucción del Templo de Jerusalén por las legiones de Tito). Pese a
lo improbable de tal cosa, y pese a los cálculos que en contra hizo
la primera teología cristiana, el judaismo, aunque ya sólo en su
forma farisaica, sobrevivió. Sus restos se reunieron en un nuevo,
alterado, sanedrín: la Asamblea de Yavné (en la costa de Palestina),
de donde surgió la necesidad de criticar severísimamente todas las
alternativas al fariseísmo (los minim), incluida la «desviación» de
los «nazarenos», tanto por razones religiosas como por razones
políticas. De hecho, sin embargo, estas medidas no detuvieron la
terrible segunda guerra judía, en época de Adriano, que terminó
con la peor de las derrotas en 135. Rabí Aquiba -personaje capi­
tal de la Misná, conjunto de textos jurídicos que iba formándose y
sería luego el centro del Talmud—consideró públicamente mesías
al jefe de la revuelta, Bar Kojbá. El resultado fue la muerte de to­
dos los protagonistas -el martirio de Aquiba se convirtió en un lu­
gar espiritual de primera importancia para el judaismo venidero-
y la desjudaización radical de la misma Jerusalén.
Los maestros de la Misná vivieron en su mayoría, como mu­
chos cristianos heterodoxos, dentro de los límites del imperio per­
sa sasánida. El Corán muestra la influencia de los contactos entre
los primeros monoteístas árabes y estos grupos religiosos condu­
cidos por las circunstancias a los márgenes del imperio romano.
230 Sócrates y herederos

El politeísmo preislámico en Arabia estaba impregnado de al­


gunas ideas que pasaron en formas varias a la espiritualidad mu­
sulmana. La principal de todas ellas era la importancia abruma­
dora del destino, del tiempo que todo lo consume y contra el que
nada puede hacerse. Como se sabe, islam significa, en primer tér­
mino, sumisión incondicional (a la voluntad omnipotente del Dios,
o sea, Al-lah). Por su parte, el nombre divino de Allah denomina­
ba a la divinidad principal del panteón y, señaladamente, el objeto
del culto mequí. Había ido convirtiéndose en toda Arabia en algo
próximo a un deas otiosus, demasiado elevado para el culto coti­
diano y popular, que necesitaba de otras figuras más cercanas --en­
tre las cuales eran muy populares en La Meca las hijas de Allah-.
Pero éste continuaba siendo el dios del alto cielo y la tempestad y
los casos más graves.
En otros puntos fértiles de la península desértica se habían
instalado cristianos y judíos. En el sur había habido una potente
penetración del monofisismo que imperaba en Etiopía; en el nor­
te existían grupos arríanos, además de nestorianos; pero también,
al parecer, había ebionitas o judeocristianos (de los que se sabe
que Elkasái, un árabe, fue líder principal). Últimamente se con­
cede mucha importancia a las semejanzas, a propósito de la teo­
logía de la historia, entre Mahoma y los ebionitas.
Mahoma (Mujámmad) era un miembro no prominente de la
tribu mequí de los coraichíes, que se encargaba del honor de man­
tener el culto en la Ka’ba, el antiquísimo santuario en que se ve­
neraba (y venera) la Piedra Negra. Huérfano muy temprano, Ma­
homa gozó de la protección de su poderoso tío, Abu Tálib, y de
las ventajas de su matrimonio con Jadicha, cuyas caravanas con­
dujo repetidas veces hacia Yazrib (la futura Medina, o sea, la Ciu­
dad -del Profeta-) y más al norte. Así pudo conocer formas reli­
giosas ajenas al culto que su tribu fomentaba en La Meca.
En torno a los cuarenta años de edad, retirado como un asceta
cristiano en una cueva cercana a La Meca, Mahoma recibió lo que
hubo de interpretar como la primera de las revelaciones que le ha­
cía el ángel Gabriel -repetidas luego regularmente hasta su muer­
te, más de veinte años después-. En lo esencial, Gabriel forzaba a
Talmud, islam, kálam 231

Mahoma a tragar las palabras de un libro que le traía de lo Alto,


con el fin de que él las repitiera (Qnr’án significa recitación) en­
tre las gentes. (La edición del Corán sólo se realizó en tiempos del
segundo sucesor de Mahoma, pero la copia de las profecías co­
menzó con toda probabilidad ya en el primer periodo mequí).
El monoteísmo estricto y simple de Mahoma -especie de ju­
daismo carente de la esencial mediación de la experiencia de la his­
toria salvífica- contravenía rasgos sustanciales tanto de la religión,
como de la política y el comercio de su tribu y del sistema básico
de las relaciones entre las tribus de Arabia. Interrumpía las cadenas
de las venganzas de sangre según el taitón, mas también arruinaba
la fuente principal de riqueza de los guardianes de la Ka’ba.
Las resistencias, muertos sus defensores más fuertes, obliga­
ron a Mahoma a huir a Medina (622 d.C., la hégira que marca el
principio de la era musulmana) junto a sus pocos partidarios.
La comunidad (nmma) en formación, que naturalmente trans­
cendía las diferencias tribales por mucho que las procurara respe­
tar, contó al principio con las tribus judías (árabes, por supuesto)
de Medina. Pero, para sorpresa del Profeta, el judaismo resolvió
enseguida no diluirse dentro de la umma. Las revelaciones de Ma­
homa consintieron entonces, en ciertos casos, persecuciones arte­
ras y gravísimas, y tiñeron de manera peculiar las relaciones del
Corán con el Libro más antiguo, o sea, la Biblia.
La guerra y los ardides llevaron a Mahoma al dominio de La
Meca y la reforma no sangrienta del culto del que él pasó a con­
siderar santuario primitivo de Ibrahím (Abrahán). De hecho, los
janifes eran, por entonces, personajes dispersos por Arabia que se
consagraban a un monoteísmo que ligaban con Ismael, el hijo de
la esclava Agar, primogénito de Abrahán, y Mahoma prolongó es­
ta tradición y la radicalizó.
Cuando Mahoma murió en Medina el año 10, la parte central
de Arabia estaba ya bajo su control. Abu Balcr, su suegro y suce­
sor, completó en pocos años la conquista; Umar, el tercero de los
califas bien guiados, realizó la asombrosa empresa de arruinar el
imperio persa, hacer retroceder a los bizantinos y ocupar incluso
Egipto. Pero ya este tercer jefe espiritual y secular del islam mu­
232 Sócrates y herederos

rió asesinado. Empezaba ia fitna, la guerra interna que originó el


primer gran conflicto espiritual, además de político, de la nueva
comunidad religiosa. Más adelante trataremos de ello.
Obsérvese, ante todo, que la autoridad del Corán está respalda­
da y respalda la autoridad del jacliz, o sea, de las tradiciones au­
ténticas de cuanto el Profeta hizo, dijo y omitió. El jadiz se fue
reuniendo y depurando (y acumulando) en época posterior, pero
tuvo siempre y continúa teniendo decisiva importancia en el con­
junto de la shciría, el camino legal de la vida musulmana. Maho-
ma no fue un hombre de tantos, colgado en una cruz en medio del
aparente fracaso y el abandono, sino un general victorioso y de po­
cos escrúpulos (su esposa predilecta, Aisha, admiraba la prontitud
con que Dios se apresuraba a revelar a Mahoma exactamente lo
que éste buscaba). Mahoma fue un triunfador que sólo en una par­
te de su vida conoció la angustia de la persecución y el riesgo del
fracaso: esa misma parte en la que en algún momento hubo de re­
tirar versículos satánicos, de falsa inspiración. Ya se entenderá la
importancia religiosa que esta situación de partida tiene.
Una idea central del Corán es que el islam es tan antiguo como
Adán. No hay pueblo de la tierra que no haya tenido sus profetas.
Pero Abrahán es el mayor entre los más antiguos. Su tradición,
continuada por Moisés y Jesús, pero ante todo por Ismael, no por
Jacob, está perturbada y desfigurada en los libros que guardan ju­
díos y cristianos. El islam es, en este sentido, la religión original,
la religión pura y universal de todos los hombres, que simplemen­
te llega a perfección, limpiándose de sus contaminaciones judías y
cristianas, en la predicación de Mahoma. Es éste un hombre, no la
encamación de Dios (de hecho, los seres humanos sin pecado son
María y Jesús), pero es el Sello de la Profecía. (Donde se ve tam­
bién la posible repercusión del montañismo cristiano heterodoxo
en la interpretación que de sí mismo tenía Mahoma).
En esta forma primitiva, sencilla y perfecta de monoteísmo,
los cinco Pilares sobre los que todo se sostiene eliminan el bosque
de los preceptos de la Ley Oral judía y hasta de la Torá (alguno de
cuyos rasgos se preservan, sin embargo), y convierten a las dis­
cusiones trinitarias en problemas superfluos de mentes heréticas
Talmud, islam, kàlam 233

(de asociadores de otras realidades con Dios; y el shirk, la aso­


ciación, es el paradigma del error fatal en el islam).
El primer pilar, que recuerda mucho a la confesión del shemá
Israel, es el testimonio, la shahada. Pronunciándolo ante un juez
coránico es como se convierte alguien en musulmán, y su repeti­
ción formular es básica en la existencia del creyente: No hay más
dios que el Dios, y Mahoma es el profeta del Dios.
El segundo pilar es la oración (salat) diaria, cinco veces, en las
coyunturas básicas de la luz, pero sin coincidir con ellas como si se
estuviera adorando al sol o a la luna. La recitación de la fátiha, de
la apertura de la primera azora del Corán es una parte capital de es­
te deber constante, que ha de cumplirse sobre suelo sagrado (por
ello las esteras de oración), descalzo y tras las abluciones de puri­
ficación (con agua o arena). Se reza por la mañana, al mediodía (es
central el mediodía del viernes, que congrega en la mezquita -h e­
cha sobre el modelo de la casa del Profeta en Medina- a la comu­
nidad de orantes), al caer la tarde, al empezar la noche y al acostar­
se. La voz del muecín incita a este continuo recuerdo de Dios, que
obliga, en principio, sólo a los varones. Desde el conflicto con los
judíos de Medina, la dirección de la oración no es la de Jerusalén,
sino la de La Meca (y la quibla de las mezquitas pretende siempre
esta misma orientación). Jerusalén (.Al-quds, o sea, sencillamen­
te La Santa) es la ciudad desde cuya Roca (hoy bajo la Cúpula de
Oro) salta el Profeta a los umbrales del cielo en su viaje místico.
La limosna (.zakat) es el tercer pilar. Como en la tradición cris­
tiana oriental, se trata aquí de algo más profundo que el socorro
voluntario y quizá esporádico a los pobres de la comunidad. Es
un deber regulado, como el antiguo diezmo judío, que inicia en la
comunidad de los bienes terrenales.
El ayuno, concentrado en el mes de ramadán, es la cuarta se­
ñal de pertenencia al islam. No se puede tomar ni agua (de nue­
vo, con excepciones para enfermos, mujeres menstruantes...) en
las horas de sol, como reflejo cotidiano del poder absoluto y om­
nímodo de Dios, que empezó a conceder su Corán en este mes. El
cual termina con una fiesta general donde se sacrifica el cordero,
de evidentes reminiscencias pascuales.
234 Sócrates y herederos

Este sacrificio del cordero cierra también -coincidiendo en el


tiempo, desde luego- el hayy, la peregrinación a La Meca, que
debe hacerse siquiera una vez en la vida y no de cualquier mane­
ra devocional, sino en precisamente ramadán y de acuerdo con un
estricto ritual (que incluye los siete giros al principio y al final, en
torno a la Ka’ba, más la ruta entre dos colinas mequíes y la lapi­
dación simbólica del Satán, Iblis). Cabe realizar por representa­
ción el hayy.
En resumen, el que hace el acto de sumisión perfecta y defini­
tiva al Dios único y se compromete a esta sencilla vida (a la que
irán sumándose rituales y, sobre todo, prescripciones jurídicas
muy variadas) carece de todo intermediario entre él y el Dios que
lo creó directamente de un coágulo de sangre y está ahora más cer­
ca de mí que mi propia yugular. El musulmán debe ser su lugarte­
niente (jalifa), su representante en la tierra, a la que debe someter
y mejorar según la sharía. Tiene una responsabilidad individual di­
rectísima: actuar como delegado de Dios en la tierra, ordenando el
bien y prohibiendo el mal.
De este modo, es imposible diferenciar lo civil y lo eclesiásti­
co en país de mayoría musulmana. Las minorías, si son gentes del
Libro, quedan como a la espera de su plena conversión, en la con­
dición del dimmí, que paga un cuantioso tributo compensatorio,
que no puede participar de las campañas de guerra del islam, pe­
ro que, a cambio, mantiene su vida en el marco jurídico de su pro­
pia comunidad religiosa. Las contemplaciones con otros idólatras
no son tantas.
Y es que el yihad, el ímpetu para extender el islam por todo el
mundo, como acabamos de ver es inherente a esta forma de vida,
aunque no figure expresamente como sexto pilar de la nmma. Se
entiende que lo primero de este esfuerzo por Dios ha de realizar­
lo el creyente sobre sí mismo.
En definitiva, la humanidad se reparte entre la Casa de la Paz y
la Casa de la Guerra. El juicio de Dios, objeto constante de las azo­
ras del Corán, condenará a quienes hayan quedado fuera de Dar
as-Salam, Casa de la Paz, porque no hayan seguido por el camino
que marca el islam puro.
Talmud, islam, kálam 235

2 . LOS CONFLICTOS INTELECTUALES DE LOS PRIMEROS SIGLOS


IS L Á M IC O S

El primer gran conflicto que conoció el islam -y el más impor­


tante de toda su historia- fue la guerra civil, la fitna, desencade­
nada el año 40 de la hégira. Desde el 10 hasta aquel momento,
habían dirigido los destinos de la comunidad (umma) los cuatro
califas bien guiados o califas santos (<califa significa «lugartenien­
te»): Abú Bakr, Umar, Uzmán y Alí. Pero ya Umar, el gran con­
quistador y organizador del nuevo imperio -en muchos casos, si­
guiendo los ejemplos administrativos de los persas sasánidas y los
bizantinos- había sido asesinado por un esclavo, lo que provocó la
primera situación de escándalo casi imposible de asimilar en la co­
munidad naciente. Uzmán, editor primero del Corán, también mu­
rió asesinado; en su caso se debió a la tensión generada por las
prerrogativas que los clanes mequíes insistían en arrogarse frente
a las novedades jurídicas del islam. Alí, de la familia del profeta,
vio su trono discutido por el grupo familiar de Uzmán y se avino
a un arbitraje con Omeya que le resultó desastroso.
La facción de Alí (,shiatAlí, de donde chillas) no admitió que
la sucesión califal recayera en Omeya; pero tampoco muchos otros
musulmanes vieron con buenos ojos ni, primeramente, el arbitra­
je, ni menos, después, la guerra. Por ejemplo, los jarichíes, el pue­
blo del Paraíso, sostuvieron con perfecto extremismo que quien
comete un pecado grave, se excluye de la comunidad (y en este ca­
so estaban tanto los partidarios de Alí como los de Omeya: todos
son el pueblo del Infierno). La facción más opuesta, los murchíes,
defendían que hasta los peores pecadores continúan siendo miem­
bros de la comunidad, puesto que las obras no lo son todo en ma­
teria de fe. Semejante laxismo los destinó a ser condenados por
herejía en el siglo ÍII de la hégira.
El chiísmo fue militarmente derrotado enseguida por el grupo
mayoritario, los partidarios de la sunna, del camino amplio, que
pensaban que, en efecto, los pecadores no se separaban ya sólo por
su pecado de la comunidad, pero quedaban destinados a penas tras
el juicio final, como quienes pasan a un escalón inferior en la je­
236 Sócrates y herederos

rarquía de los creyentes. La batalla de Kerbala, en el actual Iraq, y


la muerte de los descendientes directos del Profeta a través de Alí
(en especial, la de Husain), marca el destino político del chiísmo:
minoritario, sojuzgado, semisecreto. Pero marca también su teolo­
gía del sacrificio y del encubrimiento de la verdad respecto del
ámbito público. Esta tendencia vino reforzada por la atención que
prestaron los dirigentes chiítas al sentido esotérico del Corán, ex­
puesto por el imam principal, amigo de Dios, capaz de desarrollar
de modo original y vinculante la doctrina musulmana.
Las dos principales ramas del chiísmo reconocen, respectiva­
mente, la autoridad de los siete o de los doce primeros jefes reli­
giosos o imames (chiísmo septimano, ismailismo; chiísmo duo-
decimano, que es hoy mayoritario). A partir de ese momento, el
imam se oculta y permanece oculto hasta el presente. El chiísmo
espera, de modo semejante al mesianismo judeocristiano, la reve­
lación del imam (el mahdí), que ni siquiera se produjo en los con­
tados momentos de éxito político (como fue el del califato fatimí
de Egipto, en el siglo IV hégida).
Un cuarto partido que deriva del conflicto gravísimo de la fit-
na es el de los mutazilíes, o sea, los que se separan, los que no
quieren ni pueden decidir sobre la condición de los pecadores,
precisamente porque les reconocen una libertad que tan sólo ellos
pensaron tan fuertemente. De este grupo de opinión procede, con
el tiempo, la teología, mejor dicho, la apologética musulmana, el
kalam (los que la practican son los mutakalimíes). Una primera
forma de este estilo de pensar fue el qadarismo, defensor a ul­
tranza del libre albedrío humano. Una opinión que, como ense­
guida veremos, no prosperó en el islam sunní posterior.
El káfir («cafre», en nuestra lengua) es el idólatra, el infiel por
antonomasia, cuyo pecado esencial se ha considerado siempre la
asociación (,shirk), o sea, reunir con Dios a otras figuras de rango
asimismo divino (evidentemente, el ejemplo perfecto es la Trini­
dad cristiana). No tan lejos de la comunidad (iimma) se encuentran
el innovador (pronto los «filósofos» pasaron bajo este peligroso
concepto) y el apóstata. Pero ocurrió, en parte debido a la veloci­
dad y la extensión de las conquistas, que muchos infieles atenidos
Talmud, islam, kálam 237

al Libro (a las Escrituras bíblicas, de las que, como se recordará,


el islam admite la autenticidad de la profecía pero también la ma­
nipulación posterior de los transmisores de ella) fueron legalmen­
te amparados por una condición jurídica (la de dimmí) que los ex­
cluía del servicio militar y no los forzaba a la conversión -como
en un compás de espera-, pero los sometía a impuestos graves,
muy útiles para el continuado esfuerzo militar que dirigía la mino­
ría árabe en tierras tan lejanas como España.
El sunnismo vive en la sharía, que expresa la voluntad de
Dios, y que podría entenderse como la ley, abarcante de todos los
aspectos de la existencia, interpretada según alguna de las escue­
las de jurisprudencia y derecho que terminaron por subsistir, con
el carácter de únicas auténticas, a los pocos siglos de prolifera­
ción de muftíes y qadíes especializados en estas cuestiones.
Una parte importantísima de esta ley está constituida por las
tradiciones (jadiz) del profeta: de sus hechos, dichos y hasta omi­
siones. De modo que el derecho musulmán ifiqh) incluye unos
complejos prolegómenos sobre la línea más o menos segura de
transmisión de estos materiales.
Los juristas empleaban inicialmente con profusión la argu­
mentación analógica, para aplicar a los nuevos casos que se pre­
sentaban lo que hallaban en el Libro y el jadiz. Si no encontraban
en el pasado nada que les permitiera una analogía, se valían tam­
bién de la decisión personal, con vistas a promover lo más conve­
niente. Poco a poco, el consenso de la comunidad o de los espe­
cialistas en derecho de ella pasó a sedimentar la jurisprudencia y
ser un elemento decisivo de su posterior desarrollo.
Desgraciadamente, las tendencias racionalistas en derecho,
juntamente con las defensas del libre albedrío y de la filosofía, re­
trocedieron siempre más en la historia del sunnismo. Por ejemplo,
en lo que se refiere al fiq h , la escuela más antigua (pero hoy mi­
noritaria), la de Abú Hanifa, era comparativamente mucho más
proclive al uso libre de la razón en sus sentencias que las escue­
las más modernas (los malikíes, aún relativamente abiertos; los
shafües, ya mucho más entregados a la investigación erudita de
las cadenas de tradición del jadiz; hasta llegar a los janbalitas,
255 Sócrates y herederos

que prefieren por principio un jadiz dudoso a una buena analogía


racional; pero Ibn Janbal, el fundador de esta escuela hoy quizá
ya mayoritaria -y origen del moderno wahabismo, doctrina señe­
ra de la Arabia Saudí actual-, alardeaba de saber de memoria más
de un millón de jadices...).
Asimismo, desde el siglo VI hégida, apenas se reconoce que
existan todavía juristas que creen propiamente jurisprudencia.
A partir del V aparecen las madrasas, financiadas por el go­
bierno para formar administrativos (mientras que las mezquitas,
anteriores, desde luego, eran privadas, a base de donaciones, y
formaban juristas para toda la comunidad).
Desde el punto de vista de las controversias teológicas y filo­
sóficas de los primeros siglos, de hecho, cuando las guerras civi­
les terminaron, las cuestiones que pasaron a primer término fueron
principalmente: la referente a los atributos divinos, la que tenía que
ver con el carácter creado o increado del Corán y la que afrontaba
el problema general de las relaciones entre razón y revelación.
Los puntos de acuerdo de las primeras escuelas de kalám fue­
ron: 1) La eternidad es el atributo capital de Dios. No hay otros
atributos eternos, porque serían otros tantos dioses; o sea, Dios es
sabio, poderoso y vivo -estos tres predicados son los primeros
candidatos a atributos- por su esencia misma, pero no que fueran
atributos eternos suyos ciencia, poder y vida. 2) El Corán se creó
en un lugar y se compone de letras, y desaparece, como cualquier
accidente local. Lo contrario sería politeísmo. 3) No se puede ver
a Dios ni en el paraíso, porque hay que interpretar metafórica­
mente los versículos que atribuyen a Dios cualquier rasgo antro­
pomórfico. Los mutakcilimíes llamaban a este primer conjunto de
tesis profesar la unidad y la unicidad (at-tawjíd) de Dios.
Las siguientes tesis importantes, más tarde impugnadas por la
teología de Al-Asharí, Algazel y sus seguidores (es decir, la teolo­
gía ortodoxa hasta hoy), son: 4) El hombre es capaz de crear sus
actos, tanto buenos como malos; merece así recompensa o castigo
en el otro mundo. Si Dios hubiera creado la injusticia, sería injus­
to. Si, por ejemplo, el Corán fuera increado, el destino de los pue­
blos que en él se mencionan habría estado predeterminado. 5) Hay
Talmud, islam, kàlam 239

recompensa en el otro mundo, pero también hay un destino no ple­


namente infernal para el creyente que muere sin arrepentirse de un
pecado muy grave -un paralelo del purgatorio católico-. 6) A prio-
ri respecto de la revelación hay que conocer el bien y el mal. 7) El
imam puede ser libremente elegido por la comunidad.
Al-Asharí, siglo III, empezó refutando a los janbalitas, pues­
to que defendió que, aunque de manera global y no detallada, los
temas del kalám están en el Corán, y el Profeta empleó también,
por ejemplo, la analogía. La especulación racional en materia de
religión es un deber establecido por la misma religión. Pero re­
pentinamente se pasó al campo de los adversarios del racionalis­
mo, ante la imposibilidad de entender la providencia de Dios. En
consecuencia, pasó a sostener la nueva doctrina apoyada por el
califato: el carácter increado y perfecto del Corán; al mismo tiem­
po, admitió que sólo Dios actúa en realidad, de modo que al hom­
bre no le queda más parte de iniciativa sobre sus actos que la de
apropiárselos, o como él decía, «adquirirlos».
Por esa misma época de decisiones importantísimas para el fu­
turo del islam sunní, comenzó el amplio desarrollo de la mística
musulmana, es decir, del sufismo (llamado así por el traje de re­
miendos de lana azul característico de los ascetas místicos). Bajo
la guía de su jeque, los ascetas sufíes se dedicaban al recuerdo de
Dios (en letanías extáticas basadas en los noventa y nueve nombres
coránicos de Dios), a la práctica de la confianza absoluta en Dios
y del amor a Él, y finalmente al ascenso a estados de experiencia
propiamente mística, en los cuales el orante se siente sumergido en
el mar de la divinidad y absorbido en él sin restos de yo.

3. L a filosofía en tierras del islam , hasta Averroes

Coincidiendo prácticamente con la reunión de las escuelas de


París en la primera universidad (cosa que ocurrió el año 1200),
entran en la vida cultural del Occidente cristiano y en latín la obra
íntegra de Aristóteles y las ciencias (medicina, astronomía, mate­
máticas) griegas, musulmanas y judías, también traducidas. A la
240 Sócrates y herederos

vez que Aristóteles, aparecen en Occidente latinizados los gran­


des comentarios y los tratados filosóficos que han compuesto en
los últimos siglos los estudiosos islámicos y judíos. Hay que te­
ner muy en cuenta que entre los escritos de Aristóteles se intro­
ducen también, como si fueran del propio filósofo, algunos tex­
tos neoplatónicos (la llamada Teología de Aristóteles y el Libro
sobre las causas), cuyo papel en Oriente puede ser comparado
con el del Pseudo-Dionisio en Occidente, porque indujeron a una
interpretación global de la metafísica de Aristóteles que, natural­
mente, era en realidad un extraño modo de sincretismo entre ten­
dencias filosóficas diferentes.
Las escuelas de traductores actuaron sobre todo en España (To­
ledo y Córdoba) y Sicilia (Palermo), donde sabios de lengua árabe
y de lengua hebrea, conocedores del latín o el romance vulgar, co­
laboraron durante muchos años, sobre todo en el siglo XII.
Que Aristóteles y la ciencia helenística (Galeno, Arquíme-
des...) tuvieran que recorrer este camino sorprendente se debe a
varios factores. El primero de todos fue el refugio, en el siglo VI,
cuando fueron cerradas las escuelas paganas en el imperio bizan­
tino, de muchos sabios en el imperio persa, de religión mayorita-
riamente mazdeísta. En el territorio de Siria, objeto de disputa
continua entre los emperadores sasánidas y los bizantinos, vivía
también un buen número de comunidades cristianas heterodoxas,
entre las cuales era más fácil el refugio de libros y personas. Per-
sia, Siria, Egipto y Palestina fueron conquistadas por los árabes e
islamizadas rápidamente, durante los siglos VII y VIII.
En el siglo IX, ya doscientos años después de algunas de las
rupturas históricas de mayores consecuencias dentro del islam, tu­
vo lugar la primera gran polémica teológica de la nueva religión
universal; en dicha polémica desempeñó un papel muy importante
la filosofía griega, traducida al árabe por las comunidades sirias en
donde se había conservado. Los ecos de esta polémica (paralela a
la habida entre dialécticos y antidialécticos en el siglo XI occiden­
tal) no se apagaron en el lejano Al-Ándalus hasta el siglo XII.
Por otra parte, los califas abbasidas, fundadores de Bagdad, se
interesaron tanto por la medicina y la astrología que favorecieron,
Talmud, islam, kálam 241

incluso en su propia corte, la actividad de los traductores en estos


campos. Algunos de los más importantes pensadores persas mu­
sulmanes fueron grandes médicos (Avicena, sobre todo), y lo mis­
mo ocurrió con figuras judías (también interesadas en la codifica­
ción de las leyes rituales de su comunidad) como Maimónides.
Como ya hemos visto, la teología musulmana (kalám, «pala­
bra») estuvo focalizada en los primeros siglos del islam por la
cuestión del carácter creado o increado del Corán. Suponer crea­
ción de Dios al Corán es, evidentemente, entregarlo en mucha ma­
yor medida a la interpretación de los hombres que suponerlo in­
creado (lo cual equivale, en cierto sentido, a pensar que el Libro
es análogo a la encamación de Dios mismo). También sabemos ya
que, en la primera mitad del siglo IX, los califas de Bagdad im­
pusieron la doctrina de la creación del Corán y favorecieron a los
teólogos denominados mutazilitas; pero variaron absolutamente de
postura a partir de 850, y pasaron entonces a favorecer a los asa-
ríes, partidarios de una especie de fideísmo radical, basado en que
el Corán es palabra de Dios increada. Hasta el presente, la teolo­
gía sunnita es de impronta asarí.
Estas alternativas violentas explican en gran medida por qué la
filosofía islámica neoplatónica (aunque se creía aristotélica, debi­
do a las confusiones con los libros apócrifos a los que nos hemos
referido) es sólo una fase relativamente breve del pensamiento
musulmán, que dura en Oriente apenas hasta el ataque de Algazel
(teólogo asarí de fines del siglo XI), y en Occidente hasta la muer­
te de Averroes (final del siglo XII).
Las doctrinas más características de estos pensadores son, sin
duda, como sigue. Desde Alkindi (segunda mitad del siglo IX), la
interpretación del aristotélico entendimiento agente que prevale­
ce es la del comentarista antiguo Alejandro de Afrodisia, el cual
considera que este entendimiento es único para todos los hombres
y está vinculado, como vida suya, al cielo más próximo a la tie­
rra central, que es la esfera de la luna. Se entiende aquí que el en­
tendimiento agente es, desde luego, aquel que se encuentra en ac­
to respecto de todos los conceptos que nuestro entendimiento en
potencia es capaz de alcanzar. El entendimiento agente está, pues,
242 Sócrates y herederos

pensando explícitamente y desde siempre todos los conceptos que


trabajosamente nosotros vamos ganando por abstracción, a partir
de la sensibilidad, a lo largo de toda la vida. Precisamente, nues­
tro ir conociendo los conceptos se explica en última instancia por
la iluminación que sobre cada uno de nuestros entendimientos
ejerce el único entendimiento agente (en una mezcla peculiar, co­
mo se ve, de aristotelismo y neoplatonismo, que pervivirá en al­
gunos de los grandes escolásticos occidentales).
Avicena, por ejemplo, distingue toda una serie de entendimien­
tos. Cuando nace el hombre, está por completo desprovisto del
pensamiento en acto de ningún concepto (entendimiento en poten­
cia absoluta). Una vez que hemos recibido las primeras sensacio­
nes y guardamos en la fantasía los primeros recuerdos, estamos ya
«en potencia fácil» de entender algo (entendimiento posible). Una
vez que hemos formado conceptos, hablaremos del entendimiento
adquirido, que no coincide con el que poseen los profetas, para los
cuales la comprensión es mucho más profunda y constante y ha
podido seguir vías más directas que las nuestras (entendimiento
habitual o santo). Pero ni siquiera un profeta se iguala aún con el
entendimiento agente. (Por otra parte, lo único inmortal en el hom­
bre es, seguramente, el entendimiento adquirido, el cual se sume
en la unidad del entendimiento agente tras nuestra muerte, como
ascendiendo al primer cielo).
Justamente la segunda doctrina característica del conjunto de
estos pensadores es la pluralidad de las esferas celestes, desde el
cielo más alto hasta la esfera sublunar, que es allí donde vivimos
en el cuerpo. Cada sucesivo cielo está compuesto de cuerpo (el
astro que vemos y la esfera misma en la que va engastado), alma
(o sea, la vida de ese cuerpo) e inteligencia (el ángel que recibe de
lo alto la iluminación por la que vive el cielo donde se halla y que
transmite debilitada esa misma iluminación hacia abajo).
Averroes únicamente podía explicar los movimientos aparen­
tes de los astros en el cielo nocturno recurriendo a treinta y ocho
de estas esferas.
Avicena exponía esta gran escala jerarquizada de los seres uti­
lizando los mecanismos del conocimiento. Como Aristóteles decía
Talmud, islam, kálam 243

en la Metafísica, el único acto perfecto que podemos suponer en


Dios, que es una sustancia puramente inteligible, es el de conocer­
se a sí mismo. El resultado, o sea, el conocimiento, es lo primero
causado; pero su perfección de ser es aún tanta, que se trata no de
un objeto sino de un sujeto, una sustancia también inteligible: la
Primera Inteligencia. En cuanto es creada, se vuelve hacia su crea­
dor, y este acto suyo de conocer a su causa es lo que engendra la
Segunda Inteligencia. Pero la Primera Inteligencia se piensa tam­
bién a sí misma como siendo necesaria debido a la causa, Dios,
que la ha creado, y este segundo pensamiento tiene como efecto el
Alma del Primer Cielo. El tercer pensamiento de la Primera Inte­
ligencia es el conocimiento de ella misma como un ser meramen­
te posible, antes de que Dios la creara. De este tercer pensamiento
nace el cuerpo del primer cielo.
La serie se repite con la Segunda Inteligencia y todas las que
la siguen. Siempre hay tres actos de conocimiento: el dirigido a la
Inteligencia inmediatamente más alta y los dos en los que una In­
teligencia se piensa a sí misma, primero como necesaria y luego
como posible. Los efectos son los mismos caso a caso, hasta que
se llega a la última de las Inteligencias, cuyo primer acto no tie­
ne ya la fuerza de causar otra inteligencia separada, sino sólo la
multiplicidad de las formas inteligibles que serán las de las cosas
materiales y las que podrán asimilar, iluminados por esta Inteli­
gencia última (el Entendimiento Agente) los entendimientos po­
tenciales humanos. (Todo este proceso es el de la teología de Pre­
cio, un neoplatónico del siglo V, aunque Avicena no tenía noticia
de él y creía estar comentando a Aristóteles).
La tercera idea capital de los metafísicos musulmanes neopla-
tónicos consistió en el brillante esfuerzo por pensar en términos
aristotélicos la diferencia entre Dios y toda la creación. Alfarabi,
en la primera mitad del siglo X, propuso por primera vez la con­
cepción de que esta diferencia tan sólo puede ser entendida reco­
nociendo que las esencias de las cosas creadas nunca incluyen la
existencia de estas cosas. Avicena, enseguida, elaboró una demos­
tración de la existencia de Dios como único ser necesario, o sea, el
único cuya esencia ya contiene su existencia. Dios no puede, por
244 Sócrates y herederos

su esencia misma, no existir. En cambio, cualquier otra cosa, in­


cluida la Primera Inteligencia, podría, por su sola esencia, no ha­
ber existido. Si existe es únicamente porque ha sido causada por el
único ser que necesariamente ha de existir.
La fórmula en que Alfarabi y Avicena recogen este pensa­
miento es que la existencia es un accidente de la esencia.
La audacia de Averroes (a quien simplemente llaman el Co­
mentador los escolásticos cristianos, dada la extensión y la pericia
de los trabajos que dedicó a su admiradísimo Aristóteles) llegó al
extremo de proponer, en la distancia del califato de Córdoba, la su­
perioridad de la filosofía sobre la teología (lo cual no dejó de aca­
rrearle problemas cuando la situación política fue violentamente
alterada por los almohades). Hay hombres -asegura este peculiar
gnóstico musulmán- a los que la verdad sólo puede llegar en la
forma de la exhortación, del sermón con repercusiones afectivas
inmediatas; se trata de los hombres a los que bastan la fe y la reli­
gión. Otros tienen algunas exigencias intelectuales más, porque
son sensibles a las objeciones contra la fe. Gustan entonces de la
defensa racional, o sea, de la apologética, y también emplean lue­
go su tiempo en esclarecer racionalmente los contenidos de lo que
creen; se trata de los hombres dialécticos o teólogos. Pero existe
además un tercer tipo de intérprete de las Escrituras: el filósofo, o
sea, aquel hombre al que sólo la demostración lo satisface. Éste po­
see una entrada privilegiada, superior, para los menos y mejores,
en el ámbito del conocimiento de Dios y sus obras. La demostra­
ción es su regia de lectura de todas las cosas. Averroes escribió
que, en su opinión, Aristóteles había sido «la regla y el arquetipo
que halló la naturaleza para manifestar el extremo de la perfección
humana»; y también que «la doctrina de Aristóteles es la verdad
suprema, porque su entendimiento fue el entendimiento humano
en su perfección... Nos lo dio la divina providencia a fin de que
sepamos cuanto puede saberse».
9

LA FILOSOFÍA TRIUNFANTE

1. D ialécticos y antidialéctícos . L a controversia de los


UNIVERSALES

Hasta el final del siglo XI, no vuelve a haber acontecimientos


de importancia en la historia de la filosofía europea, muy al con­
trario, como luego veremos, de lo que estaba sucediendo en la
parte oriental del enorme territorio conquistado por el islam. Fue­
ron muchas las razones para esta decadencia de la cultura. Por
una parte, el imperio carolingio se dividió demasiado pronto; por
otra, las invasiones vikingas y húngaras y la debilidad de los bi­
zantinos parecían preparar el final de los siglos cristianos (a pe­
sar de que en Cluny se inició, ya en el siglo X, una vital reforma
de la orden benedictina).
En las décadas finales del siglo XI, se está a punto de iniciar
las guerras de cruzada, la riqueza empieza a crecer, las devasta­
doras incursiones normandas del siglo X están aplacadas, las re­
formas interiores del monacato han dado sus frutos y el feudalis­
mo se extiende, el conflicto entre el emperador y el papa conoce
sus primeros momentos de gravísima tensión. También en la en­
señanza de la teología surgen las primeras tensiones interesantes:
hay clérigos que utilizan la dialéctica temerariamente en la inter­
pretación de los sacramentos y los dogmas. Por ejemplo, un tal
Berengario suscitó una dura controversia sobre los problemas ló­
gicos que algunas teorías acerca de la eucaristía presentaban. Si
se hablaba muy confiadamente del cambio de sustancia del pan
y el vino en cuerpo y sangre de Cristo, ¿había derecho a decir
246 Sócrates y herederos

que seguían siendo pan y vino después de la consagración euca-


rística? El problema importante era el de los límites y los dere­
chos del uso de las ciencias profanas (el trivium y el quadrivium)
en el pensamiento de los dogmas religiosos. Se habla de la polé­
mica entre dialécticos y antidialécticos para referirse, respectiva­
mente, a quienes defienden y a quienes atacan el ilimitado em­
pleo de la lógica en la teología. Entre los antidialécticos destacó
Pedro Damián, cuya expresión sobre el carácter servil de la lógi­
ca respecto de la teología (aquélla debería ser ancilla, criada, de
ésta) se ha hecho famosa. Suele conocerse con el nombre ds f i ­
deísmo toda actitud que, como la de Pedro Damián, o condena o
declara subordinado radicalmente a la fe el uso de la razón en
materia de teología. Pedro Damián llevó su crítica radicalmente
lejos, convencido de que la dialéctica humana no podía nada en
absoluto contra la arbitraria omnipotencia de Dios, capaz de re­
formar el mismo pasado. Los hombres imaginamos que conoce­
mos las leyes de la naturaleza, cuando apenas estamos autoriza­
dos por nuestra razón a ciertas previsiones a lo sumo probables,
siempre, en definitiva, dependientes de que Dios no haya dis­
puesto de otra manera el curso de los acontecimientos, contra
nuestras expectativas.
En otros asuntos, las ideas de este monje fideísta no fueron
más suaves. En su opinión, sólo la vida del claustro podía ofrecer
algún asiento real y sólido a la empresa de la sabiduría. El cuer­
po queda profundamente malparado en lo que hace a la búsqueda
de la verdad y la virtud. Y paralelamente a como sólo el argu­
mento de autoridad es realmente un argumento -dada la insonda-
bilidad de la voluntad divina que acabo de mencionar-, así tam­
bién debe entenderse que sólo la autoridad papal es en la tierra
plena autoridad: la imperial depende del todo de que sirva a los
fines del destino eterno del hombre y esté de hecho consagrada
por el papa. La gracia es a la naturaleza como la autoridad ecle­
siástica es a la civil.
Se alcanza de este modo la cima teórica del llamado agustinis-
mo político, que conduce derechamente de la coronación de Car-
lomagno a los intentos teocráticos de Gregorio VII (antes, el mon­
La filosofici triunfante 247

je Hildebrando) y a la posibilidad -realizada andando el tiempo-


de que la excomunión eclesiástica dejara sin autoridad de ninguna
clase al emperador.
Evidentemente, la controversia era, en el fondo, la contrapo­
sición razón - fe, y sólo podían tener éxito las posiciones media­
doras, en un orbe intelectual en el que el cristianismo era un sim­
ple dato de partida, algo con lo que desde luego se contaba, y que
precisaba desarrollar su propia ciencia teológica.
Es conveniente encuadrar el análisis de estas posiciones den­
tro de la más célebre cuestión en disputa a lo largo de los siglos
XI-XIV: el problema de los universales.
Este problema no es otro que el de dilucidar si en la realidad
existen como sustancias cosas universales o no. Y puesto que
«cosa» se dice en latín res, se denomina realistas a quienes de­
fienden que, en efecto, existen plenamente sustancias universa­
les. Quienes lo niegan pueden distribuirse en dos grupos: cabe
sostener que lo único universal que se da en nuestra experiencia
son ciertos nombres {nomina, en latín) del lenguaje, que, induda­
blemente, se refieren a una pluralidad de individuos, como suce­
de con la palabra «hombre». Estos antirrealistas se conocen co­
mo nominalistas. Pero también resulta posible negar el realismo
en la cuestión de los universales reconociendo que, además de los
nombres universales, existen también conceptos universales en el
entendimiento. Se habla de conceptualismo para rotular esta ter­
cera posibilidad.
Debería, sin embargo, precisarse que los antirrealistas de la
Edad Media lo han sido casi siempre por haber negado que hu­
biera fuera del entendimiento de Dios también realidades univer­
sales, pero no por haber pretendido que tampoco hay realidades
universales en el entendimiento de Dios. La gran mayoría de los
pensadores medievales reconocen un punto básico a la metafísi­
ca platónica: que las cosas sensibles creadas han sido hechas se­
gún los modelos ejemplares universales y subsistentes por toda
la eternidad que se contienen en el entendimiento de Dios, en el
Logos, en el Verbo o Sabiduría de Dios (así, pues, en la Segunda
Persona de la Trinidad).
248 Sócrates y herederos

Por ejemplo, Juan Escoto es un realista en el sentido más pro­


pio, porque, como hemos visto, consideró que las ideas ejemplares
de las cosas sensibles existen como sustancias universales creadas,
y no como modelos increados pensados eternamente por Dios. En­
seguida veremos, en cambio, cómo Pedro Abelardo, a quien se tie­
ne por el más importante de los nominalistas, mantiene que exis­
ten ideas divinas de cuanto ha sido creado; y Tomás de Aquino,
que podría ser clasificado entre los conceptualistas, piensa en este
punto lo mismo.
La relación entre el problema de los universales y la contro­
versia de dialécticos y antidialécticos está en que el nominalismo
radical, que ya tuvo en Roscelino, a fines del siglo XI, sus defen­
sores, no puede dar cuenta racional alguna del dogma de la Trini­
dad y pasa a defender el triteísmo. La Trinidad divina es, en la or­
todoxia, un solo Dios sustancialmente, pero en tres personas. Por
ejemplo, en Cristo, la Segunda Persona, sostiene el canon dogmá­
tico del concilio de Calcedonia (siglo V) que se da la unión per­
sonal o hipostática de dos naturalezas: la divina y la humana; o
sea, que es realmente Dios y realmente hombre en una sola per­
sona. Pero si Cristo (y el Espíritu) comparten naturaleza con el
Padre, es que esta naturaleza es universal (es una y la misma res­
pecto de varios o en varios, que, como se recordará, es el signifi­
cado de «universal»).
Roscelino tal vez no quería en absoluto defender que hay tres
Dioses, pero su exageración en la defensa del nominalismo condu­
jo a la condena de su doctrina como necesariamente triteísta. Por
cierto, ya es de este dialéctico del siglo XI la célebre afirmación de
que las pretendidas sustancias universales no son más que soplos
de voz (flatus vocis), o sea, puras palabras que se dicen.
Téngase en cuenta que Porfirio -cuyas primeras líneas de la
Introducción a las Categorías de Aristóteles (.Isagogué), en la tra­
ducción de Boecio, suministran los datos del problema- afirma­
ba que, aunque iba a tratar de definir y clasificar los géneros, las
especies, los propios, las diferencias, los accidentes, dejaría sin
determinar sin estos universales subsisten o no (o sea, si son sus­
tancias, sustancias propiamente dichas o primeras, en el vocabu­
La filosofìa triunfante 249

lario de Aristóteles); y en caso de que subsistan (que era, en defi­


nitiva, lo que admitía el neoplatonismo), si son corporales o no;
y, en este segundo caso, si subsisten fuera de los cuerpos o incor­
poradas. Este modo de plantear las cosas hace más comprensible
la oposición de las respuestas.

2. A nselmo

Anselmo de Aosta (1033-1109) encontraba tantos problemas


peligrosos en el fideísmo de los antidialécticos como en el ingenuo
racionalismo de los dialécticos. Comprendió profundamente que
no había nada más contrario al espíritu de Agustín y el conjunto de
los Padres (las excepciones de hombres como Tertuliano y Tacia-
no no importaban tanto, porque no fueron apoyadas por la Iglesia
ni ellos fueron declarados Padres de ella) que dar de lado a la ra­
zón en el interior de la religión. Muy al contrario, puesto que la
razón es el distintivo del hombre, es su diferencia específica, su
único privilegio ontològico, ha de ser precisamente ella quien más
próxima llegue a estar de Dios, si es debidamente aplicada. Ha de
ser la razón lo que ante todo rinda culto a Dios en el hombre. El le­
ma bajo el que debe ponerse la actividad intelectual de Anselmo es
el subtítulo de su más famoso tratado: Fides quaerens intellectum,
la fe que busca la inteligencia, que se esfuerza por llegar a ser in­
teligencia. En definitiva, como se dice en las cartas de Pablo, en la
fe: ella es el principal y el inicial modo del conocimiento de Dios
mientras el hombre peregrina por la vida terrenal, pues sólo se co­
noce oscura, enigmáticamente y como en un reflejo; pero, como
también dicen las cartas de Juan, en la vida redimida de después de
la muerte y el juicio final, veremos a Dios cara a cara. La teología
ha de ser entendida, pues, como el esfuerzo, ya ahora, por ascen­
der de la oscuridad a la claridad racional en el conocimiento del ser
supremo y su creación. Y esto queda dicho que es absolutamente
imposible de realizar si se desprecia o se rebaja el valor de la razón
y, por tanto, de la ciencia que habla de los criterios de su uso en la
investigación de la verdad, que es la dialéctica.
250 Sócrates y herederos

El entusiasmo racional de san Anselmo fue aún mucho más


allá que el de san Agustín, y tiene pocos paralelos en la historia
del pensamiento cristiano. Ciertamente, san Anselmo no preten­
dió que la dialéctica pudiera reducir y hasta anular el carácter de
misterio que tienen los dogmas cristianos, pero sí que llevó sus
pretensiones al punto extremo de creer que la filosofía no sólo
deshará las objeciones que se presenten contra la verdad del mis­
terio dogmático, sino que puede demostrar que es necesario en to­
dos los casos reconocer por fe esta verdad. Anselmo, por ejemplo,
aplicó este principio a la prueba de Por qué Dios se hizo hombre
(así el título de uno de sus escritos), donde defiende que éste era
el único medio de redimir a la humanidad del peso del pecado
adánico y reabrirle las puertas del cielo.
Las dos obras de Anselmo más relevantes para la historia de la
filosofía son el Monologio (cosa que significa lo mismo que So-
liloquio, como se tituló un famoso resultado de las actividades de
Agustín en Casiciaco) y el Proslogio. En el primero de estos li­
bros, Anselmo sistematiza con gran rigor lógico las pruebas con­
tenidas en Agustín acerca de la existencia y la naturaleza de Dios,
donde, naturalmente, la demostración que asciende de las verda­
des a la verdad ocupa el primer plano. Pero la fama del Proslogio
ha eclipsado la del otro trabajo.
En este segundo libro, también compuesto pensando en los
monjes de la abadía benedictina normanda de Bec, a cuyo frente
estaba Anselmo (después sus actividades literarias se vieron inte­
rrumpidas por el nombramiento de arzobispo de Canterbury, en
un momento muy delicado de las relaciones entre el poder secu­
lar y el eclesiástico), se presenta un único argumento que, por su
sencillez y su radicalidad, aún debe expresar mejor, según cree
Anselmo, la esencia del camino agustiniano hacia Dios.
El argumento hoy es siempre denominado «ontològico», pero
fue Kant quien inventó esta apelación, setecientos años después
de la escritura del Proslogio. En dicho argumento, como se va a
ver más adelante, el realismo de los universales desarrolla su má­
xima potencia metafísica, aunado a la inspiración mística de im­
pronta neoplatónica.
La filosofia triunfante 251

En resumen y de forma sencilla, el argumento de Anselmo di­


ce que es de evidencia inmediata que Dios existe, porque quien
piensa en él ya necesariamente lo ha de reconocer existente. En
otras palabras: basta la idea de Dios para demostrar su existencia.
Y puesto que es tanta y tan inmediata la evidencia de que Dios
existe, sólo el necio (insipiens, dice la Biblia Vulgata latina), como
se escribe en dos salmos, puede creer que Dios no existe.
En efecto, el concepto de Dios es el de «aquel ser mayor que el
cual ningún otro puede ser pensado» (fórmula que, por cierto, se
encuentra casi a la letra ya en san Agustín, además de equivaler a
su repetida expresión summa essentid). Es esta idea de Dios la que
tiene todo el mundo, incluidos el ateo y el que duda si Dios exis­
te. El ateo no se preocupa por negar que exista un ángel podero­
sísimo, sino precisamente Dios; o sea, no niega que exista un ser
muy grande, sino el ser más grande que se pueda pensar.
Por tanto, ateos, escépticos y creyentes de todos los credos tie­
nen en sus inteligencias esta misma idea cuando piensan en Dios.
Pues bien, si ahora intentamos negar que exista el ser mayor que el
cual ninguno puede ser pensado, acabamos de caer en flagrante
contradicción, porque esta negación implica necesariamente pen­
sar un ser aún mayor que éste. En efecto, si negamos de Dios la
existencia, es que podemos pensar en algo aún mayor, porque exis­
tiera, además de existir en nuestro entendimiento y nada más que
en él, también en la realidad de fuera de nuestro entendimiento.
Negar la existencia es, en definitiva, limitar lo supremo, lo in­
compatible con todo límite. El que dice «Dios no existe» está di­
ciendo en verdad: «El ser mayor que el cual no se puede pensar
otro no es el ser mayor que el cual no se puede pensar otro». Si el
Dios en el que pienso no existe, es que aún no he pensado en Dios,
aunque haya usado su nombre.
Es evidente que el argumento se apoya en el hecho de que exis­
tir en el entendimiento es ya existir verdadera y plenamente, o sea,
en el realismo de los universales.
No se debe descuidar tampoco el factor de mística de estilo
agustiniano-neoplatónico que interviene en que a Anselmo le pa­
rezca este razonamiento la evidencia misma. Antes de que pueda
252 Sócrates y herederos

surtir efecto alguno, antes de que pueda ser ni siquiera formula­


do, ha tenido que realizar el hombre que lo utilizará el retorno a
sí mismo y el ascenso dentro de sí, tanto en sentido contemplati­
vo como moral, que hemos descrito al referirnos a los pensadores
de los que Anselmo es sucesor. El llamado «argumento ontològi­
co» trata de expresar el autotrascendimiento de la razón humana
hacia la verdad que la ilumina y que es, como dice la extraordi­
naria fórmula de Agustín, interior intimo meo et superior summo
meo, o sea, más íntimo que mi mayor intimidad y más alto que lo
más alto que hay en mí.

3. P edro A belardo

Pedro Abelardo, contemporáneo de Anselmo pero bastante


más joven que él, marca con su sello y con las polémicas que su
vida y obra levantaron, la primera mitad del siglo XII. Él es el pri­
mero de los filósofos europeos que, después de muchos siglos,
intentó resolver un puro problema de filosofía sin prácticamente
atender a sus consecuencias para la teología (a la que, por otra
parte, dedicó gran atención en otras fases de su trabajo y siendo
ya monje). Este problema es el de los universales, y la genialidad
de Abelardo fue que, no disponiendo más que de mínimas infor­
maciones sobre la lógica y la ontología de Aristóteles, tuvo que
crear por sí mismo los instrumentos conceptuales con los que
afrontarlo, y tuvo en esto un éxito que atestigua ampliamente la
historia posterior del nominalismo.
Abelardo vivió en la primera parte de su existencia la vida del
profesor de celebridad universal, que derrotaba a sus antiguos
maestros (como el realista Guillermo de Champeaux) y absorbía
sus escuelas, y por el que viajaban a París gentes de todo Occi­
dente. Siendo el presidente de las escuelas de París (núcleo de la
futura primera universidad), le fue encomendada la formación fi­
losófica de Eloísa, pariente de un alto clérigo de la catedral. Los
amores y la boda secreta de Abelardo y Eloísa (secreta porque
ella no quería perjudicar con el matrimonio la gloria futura del
La filosofia triunfante 253

que pensaba que habría de ser gran teólogo) desencadenaron un


atentado contra el maestro que terminó en su castración y poste­
rior renuncia a su carrera civil. El apasionado epistolario de su
mujer, cada vez menos dispuesta a aceptar las renuncias de Abe­
lardo, da una idea sumamente interesante de los conflictos espi­
rituales en la Alta Edad Media.
La postura tomada por Abelardo fue la primera que histórica­
mente recibió en la época el título de nominalista, pero, como se
va a ver, se trata de un nominalismo moderado y limitado por va­
rias concesiones muy importantes al realismo.
Ante todo, Abelardo posee un argumento decisivo contra la rea­
lidad sustancial plena de los géneros (y las especies). Y es que si
un género existe, entonces no podemos pretender que también
existe integrado como parte en sus especies, porque éstas le aña­
den diferencias que son entre ellas absolutamente incompatibles.
Ahora bien, de nada se puede decir con verdad un par de predica­
dos lógicamente incompatibles. Si «animal» es una realidad, no
puede luego en «animal racional» y «animal irracional». Una co­
sa que de verdad lo sea no puede jamás predicarse de otra. Las
sustancias son, precisamente, los sujetos que nada más pueden ha­
cer función de sujetos.
Los universales, que siempre son predicables de varios, han de
ser entendidos como instrumentos humanos para clasificar las
sustancias, o sea, como conceptos humanos (pero, eso sí, válidos
para la misión que les está asignada y con vistas a la cual los for­
mamos). No son ni pueden ser meros nombres, porque esta tesis
equivale a negar todo valor al conocimiento, que precisa emplear
en cada verdad algún predicado.
Dada esta situación complicada, Abelardo estableció, en pri­
mer lugar, que todo cuanto existe en la realidad del mundo es in­
dividual (ya sea sustancia, ya sea accidente). En segundo lugar,
que nuestro conocimiento empieza por la sensibilidad, ante la cual
sólo se presentan realidades individuales. Pero, en tercer lugar, el
entendimiento consigue pasar de los individuos sensibles a los
conceptos específicos y genéricos (y Abelardo no disponía de
los Analíticos posteriores, ni de la Metafísica, ni del tratado Sobre
254 Sócrates y herederos

el alma). Aunque no existan propia y plenamente las especies y


los géneros, sí hay estados comunes a muchos individuos, y estos
estados son la base real para la abstracción de los universales por
parte de la inteligencia, y la condición que permite que los indivi­
duos se puedan clasificar en verdaderos grupos diferenciados. En
quinto lugar, Abelardo concedía que los estados comunes en que
se ven muchas sustancias tienen su fundamento en las ideas uni­
versales divinas, que son el instrumento no sólo de la creación del
mundo sino del conocimiento que Dios tiene de éste (no podemos
suponer a Dios teniendo experiencias sensoriales de las cosas y
abstrayendo trabajosamente conceptos universales).
En otras palabras, es verdad que muchas sustancias individua­
les, aunque no compartan una realidad universal llamada la espe­
cie «hombre», están todas en el mismo estado: en el de ser-hom­
bre. Desde el punto de vista del conocimiento, esto empieza por
significar que se parecen entre ellas, aunque nada de una se en­
cuentre idéntico en otra. Este parecido se capta en la sensibilidad
y puede dar lugar a la abstracción del concepto si el hombre que
la realiza desatiende las diferencias sensibles entre las cosas que
se asemejan y sólo se fija precisamente en aquello en lo que se
parecen. Finalmente, los conceptos abstraídos según este meca­
nismo psicológico son los significados de los nombres universa­
les que empleamos en el lugar gramatical del predicado cuando
juzgamos enunciados acerca de las cosas.
Abelardo consiguió, pues, reconstruir algunos de los princi­
pios fundamentales de la ontología de Aristóteles, a quien siguió
aun sin haber podido saber exactamente qué había dicho, por ca­
recer de textos. Y en los tramos en los que su información era de­
masiado escasa, supo elaborar soluciones muy ingeniosas, en las
que combina la dosis de platonismo que continuaba pareciendo
evidentemente necesaria para cualquier sistema filosófico defen­
dido por un intelectual cristiano.
En cuestiones de ética, Abelardo también recuerda a algunos
rasgos de la filosofía kantiana, porque es radicalmente enemigo
de todo consecuencialismo y partidario de que todo el bien o el
mal de la acción se encuentra en la intención con que se la hace
La filosofía triunfante 255

-nunca, en cambio, en sus frutos-. Ahonda así algunas famosas


expresiones de Agustín sobre el problema. Nadie hace ni el bien
ni el mal más que a sabiendas de que lo son; y contra la propia
conciencia no se ha de ir jamás -aunque, naturalmente, no sea
ella simplemente la fuente de la verdad moral, sino que lo es la
voluntad de Dios, que podemos tratar de reconocer afinando
nuestra percepción de lo correcto y lo incorrecto-. Los mismos
perseguidores de Cristo, aunque hicieron la peor de las acciones,
aún habrían sido peores si hubieran trasgredido su conciencia, en
caso de que ésta les dictara, por horrible ignorancia, que debían
persistir en su enemiga del mismo Bien encamado.

4. B ernardo de C laraval

El principal motor de la reforma cisterciense de la orden de


san Benito fue un duro adversario de Abelardo y un teórico de la
mística de primera importancia. En la filosofía conviene hacer
mención de sus doctrinas sobre todo en el punto que se refiere en
ellas al pecado original y su consecuencia. San Bernardo expuso
en este asunto un elaborado elenco de distinciones que es lamen­
table que no retuviera, siglos adelante, la Reforma.
Tales distinciones se basan en concebir que la imagen no es lo
mismo que la semejanza en la célebre expresión del capítulo ini­
cial del Génesis, cuando Dios se dice a sí mismo: Hagamos al
hombre a nuestra imagen y semejanza.
La semejanza, que es más perfecta y próxima al original que la
imagen, es lo que realmente hemos perdido en el pecado de Adán
y no hemos recobrado ni siquiera tras la primera venida de Cristo.
En lo esencial, tanto la imagen como la semejanza hacen referen­
cia a la voluntad, más aún que a la inteligencia, porque Dios es pri­
mordialmente amor, y el amor es cosa de la voluntad libre. De
hecho, sólo por la vía del amor logra el hombre ascender hasta la
contemplación, la iluminación y, por fin, la unión mística con Dios.
Pues bien, la imago Dei la conservamos en nuestra voluntad,
porque poseemos todavía, después del pecado, en la situación de
256 Sócrates y herederos

caída, como ktomines viatores, el libre albedrío y la libertad ele­


mental de coacción. Incluso si se nos mueve la mano para que rea­
licemos con ella un crimen, podemos resistir interiormente a és­
ta y a cualquier coacción, en principio, por violenta que sea. No
seremos nosotros los autores del crimen si por dentro hemos re­
sistido, aunque por fuera no hayamos podido dejar de contribuir a
que se llevara a término. Y sobre todo, bajo coacción o sin ella,
somos capaces de reflexión moral y de aprobar o desaprobar nues­
tras acciones fijando la mirada en la ley moral. Aun si pecamos, no
perdemos del todo la lucidez de la conciencia moral, y esta san­
ción íntima, que puede concordar con la verdad moral, es propia­
mente el libre albedrío (libertas a consilió).
En cambio, ningún hombre está líbre del pecado y de la mise­
ria. La libertas a peccato, evidentemente, consistiría en que hu­
biera llegado un punto, en la dura lucha moral, a partir del cual ya
no pudiéramos sucumbir a ninguna tentación; pero no nos ocurre
nunca así. La libertas a miseria, también decaída tras el pecado,
es la imposibilidad de llevar hasta el final sin grave problema to­
do el bien que reconocemos, que aprobamos y que, al parecer, es­
tá en nuestras manos. La verdadera desgracia es no conseguir ja­
más la perfecta coherencia con nuestros ideales.
10

LA FILOSOFÍA EN LA UNIVERSIDAD
Y LA CRISIS DEL OCCIDENTE

1. L a estructura de la universidad medieval

En las primeras décadas del siglo XIII, a la vez que la univer­


sidad de París comienza a existir (la seguirán muy pronto Bolo­
nia, Oxford y Salamanca) y la literatura en árabe pasa al latín y se
difunde por Europa, la herejía de los cataros o puros suscita una
doble resistencia encarnizada. Por una parte, se produce una au­
téntica guerra de cruzada en la Occitania, sólo que esta vez entre
cristianos europeos, que se encuentran divididos estirpe por estir­
pe (como sucede con la aristocracia del reino de Aragón). Los al-
bigenses (nombre que también reciben los cátaros, por ser Albi su
capital) terminan por ser derrotados en medio de tremendas ma­
tanzas. Sus doctrinas eran una nueva derivación del gnosticismo,
que había retoñado importado desde las zonas balcánicas del im­
perio bizantino por los movimientos de gentes que las cruzadas
habían facilitado.
Asimismo, la crisis herética y el contacto más constante entre
los cristianos occidentales y los pueblos del Oriente da origen a
movimientos de renovación religiosa e intelectual muy potentes.
Fuera de los muros de las abadías benedictinas (varias veces re­
formadas: Cluny en el siglo X; el Císter, en el XII), aparecen los
hermanos o frailes, las congregaciones de mendicantes que regre­
san a la pobreza evangélica y los esfuerzos misioneros (Francisco
de Asís y sus compañeros, además de las compañías anarquis­
tas de los fraticelli italianos; Domingo de Guzmán y los domini-
255 Sócrates y herederos

eos). San Francisco intentó directamente la conversión de los mu­


sulmanes; santo Domingo quiso reforzar las defensas intelectua­
les del cristianismo ortodoxo, a la vista de la impresionante ex­
tensión del catarismo.
La vitalidad extraordinaria de las universidades, sobre todo la
de París, que se concentró en la teología, como Bolonia lo hacía
en el derecho, atrajo a las nuevas órdenes hacia estos centros, fa­
voreciendo además la creación de sus propios estudios (los de los
dominicos, más dedicados corporativamente al trabajo intelectual
que los franciscanos, fueron también focos de pensamiento muy
importantes; destacan, por ejemplo, los estudios generales de Co­
lonia y Nápoles). En 1215 se ordenaron los estatutos de la uni­
versidad de París, y apenas diez años después obtenía cátedra de
teología el franciscano Alejandro de Hales. La resistencia de los
clérigos regulares de la ciudad fue, sin embargo, muy dura y creó
serios problemas a los dos profesores más destacados del siglo: el
franciscano Juan de Fidanza, llamado Buenaventura, y su amigo,
el dominico Tomás de Aquino.
Las escuelas (de donde escolástica) se organizaron de un mo­
do que conviene conocer en sus líneas maestras, puesto que in­
fluyó fuertemente en la literatura filosófica de la época. Las fa­
cultades eran cuatro: teología, derecho, medicina y artes. Las tres
primeras eran, por así decirlo, de segundo nivel, porque sólo se
podía ingresar en ellas tras obtener el bachillerato en la facultad
de artes. En ésta se estudiaban, naturalmente, las siete artes libe­
rales, es decir, el trivium y el quadrivium. Pero la dialéctica pasó
ahora a predominar extraordinariamente, hasta el punto de que
los estudios literarios y la calidad de la prosa latina cultivada por
los maestros universitarios decayeron a la vez y gravemente (lo
que justificó luego que se hablara de un renacimiento de las bue­
nas letras clásicas a partir del siglo XIV en Italia).
A pesar de repetidos vetos solemnes, los libros de Aristóteles,
conocidos ya en su integridad, pasaron a ser el fondo de todos los
trabajos de la facultad de artes. Por cierto, las traducciones eran de
una literalidad exagerada: cada palabra griega iba vertida por una
latina, en el orden mismo de la frase original, sin apenas preocupa-
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 259

ción por reorganizarla sintácticamente a fin de hacerla comprensi­


ble. Boecio y algunos maestros del siglo XII también pertenecían
a los programas de estudio, y los maestros tenían en cuenta, con
absoluta naturalidad, los comentarios de musulmanes y judíos.
La enseñanza estaba organizada en torno a las lecciones y las
disputas en todas las facultades. Una lectio es, como dice ya su
nombre, una lectura; en realidad, una lectura parafraseada. Había
que leer los textos previstos en el programa, de los que huelga de­
cir que no era nada fácil proveerse de una copia, antes de la in­
vención de la imprenta. Con gran frecuencia (quincenalmente, en
principio) se organizaba una disputa, o sea, la solución de una
pregunta (quaestio) cuyas posibles respuestas discutían primero
los estudiantes, presentando toda clase de objeciones a cualquier
proposición que surgiera de entre ellos. El maestro era el encarga­
do de resolver (solutio) definitivamente la cuestión, para lo cual
tomaba en cuenta todos los argumentos expresados. Y dos veces
al año, en Navidad y Pascua, el aula se abría a cuantas personas
de la ciudad quisieran asistir activa o pasivamente a la disputa,
que en dicha oportunidad versaba sobre cualquier tema que allí
mismo, por su especial interés en la coyuntura del solemne en­
cuentro, se planteara. «Cualquiera» se dice en latín quodlibet, así
que a las cuestiones de estas disputas extraordinarias y públicas,
principal ocasión de contacto entre la sociedad y la universidad,
se las llama quodlibetales.
En la facultad de teología, la base de la enseñanza la formaba
la colección de sentencias de los Padres, reunidas temáticamente
el siglo anterior por Pedro Lombardo. Pedro Abelardo había in­
troducido los hábitos de la dialéctica en la lectura y el comenta­
rio de los Padres: sobre cada cuestión posible, empezaba por aten­
der a la solución positiva {sic) y negativa {non) que se hallaba en
los Padres. Los trabajos posteriores con este método del sí y el no
sobre los materiales del Libro de las Sentencias de Pedro Lom­
bardo, dieron lugar a la estructura clásica de las Sumas o Com­
pendios. En los grandes maestros de la teología escolástica halla­
mos por lo regular sus primeros comentarios al manual de Pedro
Lombardo; y seguidamente, como sucede con santo Tomás, la
260 Sócrates y herederos

elaboración avanzada de todas las cuestiones dispuestas por te­


mas en las sumas. En efecto, los capítulos de uno cualquiera de
estos compendios son qaaestiones, como en la disputatio de la es­
cuela. En cada cuestión se analiza cada parte, o sea, cada miem­
bro, que en latín se dice artículo. Se empieza por proponer una
hipótesis de solución a lo que el artículo pregunta y se recogen en
primer lugar las autoridades a favor y en contra de la hipótesis.
Aquí es notabilísimo como el maestro de teología acoge juntos
textos bíblicos, patrísticos y paganos (griegos, musulmanes y ju­
díos), tanto en la zona del sí como en la del no respecto de su hi­
pótesis. Pero no es la autoridad lo que puede zanjar una cuestión,
sino sólo el argumento, que se considera el auténtico cuerpo del
artículo. Ahora bien, tampoco se condena a la perfecta irraciona­
lidad a aquellas autoridades contra las que se acaba por juzgar el
problema. Después del cuerpo del artículo se pasa a resolver con
amplia generosidad cómo cabe que grandes hombres hayan pen­
sado de otro modo que el que la razón nos obliga a todos a adop­
tar. Es muy raro encontrar radicalmente refutada a alguna autori­
dad. Casi es tan raro como hallar la más pequeña jactancia de
originalidad en el autor del texto. A fin de cuentas, su solución
personal a la cuestión debatida no solamente es la de la razón
igual para todos, sino que de alguna manera ha sido ya siempre
anticipada por algún sabio del pasado, cristiano o no cristiano.
Hasta los más mayores logros filosóficos de un escolástico apa­
recen atribuidos a otro hombre y, muy comúnmente, a varios, en
contextos diferentes (como ocurre con el punto crucial, original
de Tomás de Aquino, en la cuestión de la diferencia entre la esen­
cia y la existencia).
Hay también ocasiones para redactar los que seguramente son
los resultados o los ecos de una cuestión quodlibetal, con inde­
pendencia de los compendios. Y las hay asimismo para responder
con algún opúsculo (o sea, obrilla) a una consulta particular, qui­
zá formulada por un alumno o un compañero de congregación
que no entiende algún punto.
Esta estructura de la vida universitaria era, además, profunda­
mente absorbente. Hay que tener en cuenta que los estatutos de
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 261

París mandaban que la carrera regular de quien aspirara a la cima


(ser maestro en la facultad de teología) había de durar nada me­
nos que veinticuatro años. A los cinco requeridos para el bachi­
llerato en artes y los seis del bachillerato teológico había que aña­
dir los años de prácticas intermedios que llevaban a la maestría
correspondiente (y, por ejemplo, en la facultad de teología se era
primeramente bachiller en Biblia y sólo luego en Sentencias). Ta­
maña preparación exigía dedicarse por completo a la universidad,
para lo que se requería una vida aún más concentrada en el traba­
jo intelectual que la de un clérigo regular. De aquí el éxito de los
hermanos de las órdenes mendicantes.
Como es natural, y dado que los principales pensadores me­
dievales fueron maestros escolásticos a partir de 1200, los filóso­
fos no se encuentran entre los maestros en artes, sino más bien
entre los maestros en teología, a pesar de que, como se habrá no­
tado, la organización de la facultad de artes y sus enseñanzas fa­
vorecía el uso puro de la razón, sin vínculos directos con los ser­
vicios que pudiera luego prestar a la teología. Son, de hecho, muy
raros los casos de filósofos célebres que no adquirieran los gra­
dos de la facultad superior.
Una de estas excepciones fue Sigerio de Brabante, que preci­
samente fue cabeza de los llamados averroístas latinos en el siglo
XII. La tendencia de este averroísmo se consideraba doblemente
peligrosa, en la perspectiva ortodoxa, porque la unicidad del en­
tendimiento agente plantea graves problemas a la defensa de la
inmortalidad del alma individual (para no hablar de la inmortali­
dad en alma y cuerpo, con la que todo neoplatonismo es en prin­
cipio incompatible). Además, los averroístas latinos, que perdu­
raron hasta el Renacimiento, sobre todo en algunos estudios y
universidades italianas, fueron siempre acusados de ser partidarios
de la teoría de la doble verdad. Este precario refugio de heterodo­
xias consiste en sostener, en lejano recuerdo de la tesis del filóso­
fo de Córdoba sobre la superioridad de la filosofía en la interpre­
tación de la Escritura, que algo puede ser verdad demostrativa o
filosóficamente pero no serlo en la perspectiva de la fe y la teolo­
gía revelada (y a la inversa).
262 Sócrates y herederos

Se trata, ya se ve, de una combinación inestable de fideísmo y


racionalismo, que muy rara vez fue empleada en los términos du­
ros en los que sus adversarios la combatieron.
En todo caso, la asimilación del pensamiento de Averroes, el
Comentador por excelencia del Filósofo por excelencia (Aristóte­
les), pero liberándolo de problemas con el dogma, fue uno de los
retos y estímulos constantes de la facultad de teología. Era real­
mente complicado tener por la mayor autoridad teológica a Agus­
tín, a la vez que por la mayor autoridad filosófica a Aristóteles.

2. B uenaventura y la metafísica de la escuela franciscana

Las dos grandes versiones clásicas de esta mixtura entre teo­


logía ortodoxa, agustinismo y aristotelismo son las de los amigos
Buenaventura y Tomás, tan opuestos sin embargo doctrinalmente.
Estuvieron unidos incluso en los problemas políticos de la univer­
sidad, y la obra de cada uno de ellos se convirtió en la base de algo
semejante, en los siglos siguientes, a lo que habían sido las escue­
las de filosofía helenística: franciscanos y dominicos anduvieron
en adelante divididos en un repertorio de tesis filosóficas que ya
habían separado a las dos cabezas de sus respectivos partidos.
Buenaventura de Bagnoregio (1221-1274) fue uno de los pri­
meros maestros de teología de París y, también, uno de los prime­
ros generales de la orden franciscana (el séptimo sucesor de san
Francisco). En la cátedra reemplazó a la persona de quien había si­
do discípulo, Alejandro de Hales, primer fraile menor que llegaba
a semejante posición de privilegio en la universidad. En la termi­
nología escolástica, Buenaventura recibe el apelativo de doctor se­
ráfico,, debido a la analogía que establece su obra más conocida, el
Itinerario de la mente hacia Dios, entre los ascensos espirituales
(ascéticos, especulativos y místicos) y las seis alas que cubren el
cuerpo de las criaturas angélicas, llamadas serafines en la visión
del profeta Isaías.
Sólo «el hombre de deseos» del que habla el libro bíblico de
Daniel se introduce en el camino de regreso y ascenso que, des­
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 263

de Agustín, es la vía clásica de la experiencia espiritual. Ahora


bien, Buenaventura, que quizá es el pensador que más clara y ex­
plícitamente ha creído ver a la divinidad presente en todas las co­
sas sin que su sistema sea panteísta, está convencido de que estos
deseos los inflama, además de la oración, «el fulgor de la especu­
lación, por la que la mente se vuelve de forma directísima e in­
tensísima hacia los rayos de la luz» (que son, desde luego, los de
la verdad que ilumina desde dentro y arriba, por acción del maes­
tro interior, a todo el hombre). De nuevo, el entusiasmo racional
de Anselmo se hace aquí presente, aunque con la precisión típi­
ca de todo el agustinismo: antes que de ninguna otra cosa habrá
que asegurarse de que el espejo de la mente (de aquí especula­
cióni, que significa reflejar puramente la realidad) esté limpio; es
decir, hay prerrequisitos esenciales, de orden práctico, tanto mo­
ral como religioso, para que el ansia de realidad que inspiran al
hombre las cosas pueda llevarse a plenitud.
En cuanto al objeto último del deseo esencial en el que consis­
te un hombre, Buenaventura no duda de que ha de ser el goce del
supremo bien, otra vez medido según los criterios de Agustín. Pe­
ro como este bien se encuentra, ciertamente, muy por encima del
nivel de realidad en el que está plantado el hombre, por mucho que
éste suba por esfuerzo personal hasta la cima de sí mismo, aún le
faltará una distancia infinita que recorrer, y sólo la podrá pasar
transcendiéndose en virtud del apoyo, de la gracia procedente de
Dios. Unicamente aquel que reconozca humildemente que necesi­
ta de ésta y la implore, podrá quizá recibirla. Así, otra vez, vemos
cómo Buenaventura reúne los motivos que se diría que son más
discrepantes: la confianza en sí mismo del hombre que medita li­
bre y solo, con la humildad ascética del mendicante.
El componente aristotélico de este pensamiento permite afir­
mar rotundamente, en medida mucho mayor y más clara que co­
mo sucede en Anselmo y Agustín, que «la totalidad misma de las
cosas es la escala del ascenso a Dios». En esta totalidad se inclu­
yen los cuerpos materiales, que también son vestigios de Dios; si
bien las imágenes propiamente dichas de Dios tan sólo lo son las
realidades espirituales. La naturaleza entera, que había sido cele-
264 Sócrates y herederos

brada como hermana del hombre parte a parte por san Francisco,
es, en efecto, huella constante de la divinidad, aunque esté limi­
tada a reflejarla como el atardecer refleja la plenitud solar.
Pero es que todas las cosas existen de un modo triple: en la ma­
teria, en la inteligencia y en el arte eterna. Esta enumeración es,
desde luego, una ordenación jerárquica, de menor a mayor. Quiere
decirse que una forma aristotélica cualquiera existe o bien infor­
mando cierta materia; o bien, como conocida, en la mente de un
hombre; o bien, ya antes de la creación, en la divina inteligencia
que se proponía hacer el mundo. La divina arte es la explicación
última de la estructura del mundo, y el conocimiento humano tie­
ne el privilegio de poder reproducir, abstraídas de la materia, como
si estuvieran a medio camino de ser devueltas a su origen, las for­
mas de las cosas. Buenaventura es, pues, realista en la cuestión de
los universales y, al mismo tiempo, como sucedía en los metafísi-
cos musulmanes, partidario de explicar el conocimiento tanto por
la abstracción como, sobre todo, por la iluminación.
Si se considera con alguna atención este triple modo de la
existencia de las cosas, se comprende enseguida por qué Buena­
ventura defiende tajantemente la validez del argumento del Pros-
logio sobre la existencia de Dios, e incluso lo hace en una forma
que vuelve en realidad superfluo todo argumento. La evidencia de
que existe Dios se impone a cualquier mente reflexiva deslum­
brantemente, cree Buenaventura. En efecto, nuestro conocimien­
to no se iguala a las ideas divinas, como acabamos de ver. Sólo
consigue, iluminado por éstas, que son eternamente las causas
ejemplares tanto de las cosas exteriores como de nuestro conoci­
miento, abstraer de la materia las formas. Todo lo que es eterno es
divino, así que todas las verdades y todas las ideas están en Dios
y su sabiduría, no en nosotros, sobre quienes constantemente ejer­
cen, sin embargo, su influencia ontologica y epistemológica. Por
consiguiente, elevarse al conocimiento de la eternidad es ya haber
sido sacado de sí mismo extáticamente. Todo aquel que entiende
que su comprensión del mundo está operada sobre todo por la ac­
ción de las ideas eternas, si además comprende que la idea del ser
puro es la primera y principal de todas ellas, más que realizar el
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 265

argumento de Anselmo es que intuye inmediatamente que la exis­


tencia del ser puro y sumo es la más elemental de todas las certe­
zas de la inteligencia.
Que la eternidad es el privilegio ontológico de Dios y nada
más que de él, ya había sido una tesis frecuente en el kalám y en
la filosofía judía de su misma tendencia (que se había elaborado
en dominios del islam y, casi siempre, en lengua árabe). De esta
idea había extraído un metafísico y poeta judío español, Ben Ga-
birol, el siglo antes, la doctrina de la pluralidad de las formas,
que hizo suya toda la escuela franciscana. Esta curiosa doctrina
trata de formular en términos especulativos el gran problema que
había preocupado en su tiempo a Alfarabi y a Avicena: al com­
pletar a Aristóteles admitiendo un Dios creador trascendente res­
pecto de su creación, ¿cómo hay que pensar su diferencia frente
a toda ésta? Ben Gabirol, llamado por los escolásticos Avicebrón
(ignoraban, incluso, su condición de judío y pensaban que era un
musulmán), había captado esta diferencia propugnando que todo
lo que no es Dios ha de estar ya fuera de la eternidad, ha de ser
susceptible, pues, de cambios; ahora bien, los cambios suponen
potencia, o sea, materia. Se sigue que todo cuanto no es Dios es
material, incluso los ángeles de las esferas celestiales o inteligen­
cias. Ocurre que las que llamamos sustancias espirituales poseen
una materia también espiritual, de modo que son siempre com­
puestos de forma y materia. Como Aristóteles decía, sólo Dios es
acto puro, pura forma.
No es una consecuencia directa, pero sí es verdad que esta te­
sis abona el reconocimiento de la pluralidad de formas, porque
tiende a ver en cualquier realidad elemental ya siempre su propia
materia y su propia forma. Tiende a hacer por completo relativos
los conceptos de materia y forma al contexto en el que se los esté
empleando.
Por ejemplo, en el hombre la forma sustancial y principal, en la
jerarquía de sus muchas formas, es, desde luego, el alma racional;
pero no por eso se debe decir que el cuerpo carece de una forma de
su corporalidad. Más aún, Buenaventura, como muchos neoplato-
nizantes, creía que la luz era la forma de la corporeidad en general,
266 Sócrates y herederos

porque todo lo que es cuerpo es visible, y nada es visible sin la luz;


pero admitía, además, que luego cada elemento del mundo posee
su propia forma peculiar (acuosa, ígnea, térrea, aérea, etérea) y que
también tienen su forma los mixtos de estos elementos: la carne, la
uña, el pelo, la piedra, el hueso, la sangre... ¿Cómo, si no, va a po­
der existir sangre, por ejemplo, manando fuera del organismo vivo
en el que hace un momento cumplía su plena función? Sigue sien­
do sangre la sangre fuera de mi cuerpo, o sea, sigue conservando
su forma peculiar; y si se descompusiera en sus elementos, vería­
mos entonces como siempre cada uno estuvo conservando su for­
ma, aunque haya sido capaz el compuesto de forma y materia de
recibir además gran número de formas superiores.
Es, evidentemente, mucho más sencillo defender la inmorta­
lidad del alma individual contando con la pluralidad de formas
que cuando se reconoce en ella la única forma sustancial de todo
el cuerpo material organizado, a la manera de los aristotélicos es­
trictos (por ejemplo, Tomás de Aquino). En esta segunda teoría
se la hace depender muchísimo más profundamente del cuerpo,
porque viene a ser la vitalidad de éste. En la doctrina de Gabirol,
Buenaventura y la escuela franciscana en general, la vitalidad de
cada parte del cuerpo está ya asegurada por la forma peculiar
de esa parte, de ese mixto o de ese elemento. El alma es la vitali­
dad del conjunto armónico, que manda sobre todo él y lo aúna.
Pero también es verdad que se reconoce aquí, contra Agustín, que
la materia del hombre es también humana a su modo inferior. El
hombre no es sólo en realidad su alma. Y esto, por otra parte, ha­
ce menos difícil que en Agustín la comprensión del dogma cris­
tiano de la resurrección de la carne.

3. T omás de A quino y el aristotelismo cristiano

Tomás de Aquino (1225-1274), de familia aristocrática italia­


na que se opuso a su vocación de dominico hasta el punto de en­
cerrarlo en una mazmorra de la que escapó, tras año y medio de
prisión, arriesgando la vida, estudió sobre todo en París y Colo­
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 267

nia, con el maestro Alberto Magno. Fue éste un aristotélico mu­


cho más estricto que los maestros franciscanos contemporáneos,
y un hombre que se interesó profundamente por las investigacio­
nes biológicas.
De 1252 a 1256, Tomás desempeñó en la universidad de París
los oficios docentes que correspondían, respectivamente, al ba­
chiller en Biblia y en Sentencias, y fue entonces cuando comen­
zó su ingente labor literaria. El primero de sus opúsculos, Sobre
el ente y la esencia, contiene ya la clave de su innovación metafí­
sica respecto de Aristóteles y de Avicena, aunque el joven autor
no se atribuye a sí mismo nada que se parezca a una originalidad.
Así fue siempre el trabajo de Tomás. No deja de haber algún Pa­
dre o algún filósofo pagano que hubiera adelantado lo esencial de
sus brillantes soluciones novedosas a la extraordinaria cantidad
de problemas que discutió.
El éxito y la capacidad del profesor eran sobresalientes, y la
universidad le concedió la plenitud de la licencia de enseñar, o sea,
el grado de maestro en teología, cuatro años antes de cumplir la
edad mínima que fijaban los estatutos (treinta y cinco años). Un
curso entero hubo de esperar Tomás, hasta que el papa doblegó
con una intervención personal la resistencia de los maestros que
no pertenecían a las órdenes mendicantes. En este asunto, la espe­
ra fue compartida con Buenaventura, igualmente rechazado.
Sólo un par de años después, el papa quiso tener de maestro a
Tomás en su propio estudio, que andaba itinerante, como la corte
pontificia, de una en otra ciudad de Italia. Los viajes continuos no
ralentizaron la actividad de escritor de Tomás, para la cual contaba
con varios secretarios amanuenses, que tomaban al dictado cuestio­
nes destinadas, muchas veces, a compendios o disputas diferentes.
Organizó, entretanto, los estudios generales de su orden en Ro­
ma y Nápoles, regresó a París, rechazó abadías y obispados con tal
de continuar su trabajo... Antes de los cincuenta años, de camino
a un concilio por orden del papa, murió. En la última fase de su
vida, la experiencia mística disminuyó su interés por concluir el
Compendio de teología, la Suma teológica, que fue completada
por uno de sus discípulos.
268 Sócrates y herederos

Los escritos de Tomás abarcan todos los géneros que son de es­
perar de un profesor escolástico. Están siempre redactados con
asombrosa claridad y un afán no menos impresionante de salvar la
proposición del pensador al que ha de terminar oponiéndose.
Tomás comentó la práctica totalidad de los libros aristotélicos
línea a línea. Cada capítulo de la traducción latina que hizo prepa­
rar nueva a un hermano de su orden (Guillermo de Moerbeke) es
esquematizado, cada palabra trata de ser explicada, cada paso que
da Aristóteles se justifica de un modo tan perfecto que el lector no
consigue, con frecuencia, creer que el propio Aristóteles viera tan
claramente la necesidad de cada articulación en el conjunto. Pero
Tomás hizo lo mismo con la totalidad de los cuatro libros de sen­
tencias de Pedro Lombardo, con buena parte de Boecio y Dioni­
sio, con alguno de los apócrifos neoplatónicos que los musulma­
nes habían estimado de la mano de Aristóteles.
Entre las disputas redactadas, las más importantes son las ex­
tensísimas Sobre la verdad, Sobre el mal, Sobre la potencia, Sobre
el alma. Además de los opúsculos, de los que ya hemos mencio­
nado el más interesante, sobre todo escribió Tomás las dos monu­
mentales Sumas, Teológica y Contra los gentiles. El título de esta
segunda alude al afán apologético bajo el que está concebida. No
se dirige a cristianos, sino a judíos y musulmanes, con los que se
intentaba cada vez más entrar en polémica. Por consiguiente, To­
más no recurre en este compendio de toda la metafísica a autori­
dades teológicas, sino, por principio, únicamente a argumentos
compartióles por todos.
Sin embargo, la Suma teológica seguramente es el escrito me­
dieval donde la filosofía, aun como «preámbulo de la fe», alcanza
su punto más alto de claridad y hondura. Los temas de este pode­
roso libro de varios miles de páginas están ordenados teológica­
mente, partiendo de la consideración de Dios (por eso el pórtico de
la Suma está dedicado a los problemas de la existencia y los atri­
butos de Dios), siguiendo por los sectores de la creación en orden
de dignidad decreciente, pasando luego a la moral y terminando en
el cristianismo estrictamente tal. Incluso en los problemas que pa­
recerían ser más exclusivos de la teología, los conceptos filosófi-
La filosofia en la universidad y la crisis del Occidente 269

eos tienen ancho campo en la base de la discusión. Si hay, por


ejemplo, que tratar de la eternidad de Dios, es preciso comenzar
por saber qué es el tiempo y cuáles sus modos, para separar con
claridad de él este atributo que Dios se ha reservado para sí.
Los obstáculos en el camino del Doctor angélico no fueron
sólo los que ya hemos contado. Su doctrina, tan consecuentemen­
te aristotélica en sus fundamentos filosóficos, tuvo que producir
la impresión de que Dios se distanciaba de repente del mundo del
hombre; de que el ascenso a Él era, si se aceptaba a Tomás, mu­
cho más largo, más difícil y más precario de como se había pen­
sado desde los orígenes mismos de la teología cristiana. La dife­
rencia con un contemporáneo como Buenaventura era realmente
grande. La enseñanza franciscana correspondía mucho mejor a las
tradiciones intelectuales y religiosas desde, al menos, san Agustín,
aunque introdujera novedades. De aquí que una serie de tesis to­
mistas fueran incluidas por el obispo de París, sólo tres años des­
pués de la muerte de Tomás, en un catálogo de proposiciones que
debían ser rechazadas, donde les hacían compañía los principios
de los averroístas latinos, a los que, sin embargo, el tomismo se
oponía radicalmente.

Ya el primero de los problemas de la Suma teológica tenía que


sonar difícil a oídos tradicionales, porque, por primera vez, Tomás
distinguía tajantemente entre el ámbito de la razón y el de la fe re­
ligiosa. Es cierto que la cumbre de la verdad es el conocimiento
que Dios tiene de sí mismo, del cual sólo es un reflejo el que de él
poseen las inteligencias angélicas y las almas de los hombres biena­
venturados tras la muerte, del cual, a su vez, es un reflejo la reve­
lación de Dios en la historia, y un reflejo más bajo el conocimien­
to metafísico mientras vivimos corporalmente; pero esta escala,
descrita en términos platónicos, ya no se corresponde con una doc­
trina de la iluminación ni, en realidad, se atiene a los principios on-
tológicos del neoplatonismo. No sólo no se puede resolver racio­
nalmente el misterio revelado, sino que tampoco cabe demostrar
que debe ser aceptada con fe su revelación. Sólo es posible destruir
racionalmente las objeciones de los adversarios.
270 Sócrates y herederos

Hay, por tanto, verdades reveladas para las que no vale real­
mente o exhaustivamente el principio fides quaerens intellectum,
mientras el hombre habita en la tierra. Hay otras, en cambio, que
podrían haber sido descubiertas por la sola razón. Si Dios las ha
revelado, ha sido porque así convenía, o sea, porque hubiera re­
sultado muy injusto y muy peligroso para la salvación eterna de
muchos hombres dejar a la razón todo el tiempo preciso para ma­
durar hasta hallar la demostración (por ejemplo, de que Dios exis­
te y es justo, que es el mínimo que san Pablo piensa que se exige
de cualquiera en el divino juicio). El hombre se halla demasiado
forzado por las condiciones normales de su existencia a trabajar
y a cuidar de su familia y de su comunidad, y es también dema­
siado perezoso y poco inteligente, como para que Dios no abrevie
con su gracia el camino hasta los hombres de las verdades más
imprescindibles.
Pero esta distinción entre lo revelado y lo accesible a la razón
no tiene nada que ver, digan lo que digan los adversarios, con la
doctrina averroísta de la doble verdad, porque todas las verdades,
como hace un instante decíamos, proceden de Dios últimamente,
y Dios no se puede contradecir. Aunque no haya continuidad sin
ruptura entre ciertas verdades reveladas y las verdades al alcance
de la razón humana encarnada, no hay tampoco ninguna incom­
patibilidad entre unas y otras. La razón y la fe están en la misma
relación que la naturaleza y la gracia: razón y naturaleza están
presupuestas en su plenitud por la acción de la fe y la gracia. La
aceptación con fe de la revelación no puede, por principio, me­
noscabar en absoluto la razón, sino engrandecerla y estimularla;
así también, la gracia no perjudica los derechos de la naturaleza
ni la estropea en ninguna manera, sino que la viene a perfeccio­
nar más allá de lo que ella por sí sola podría llegar a conseguir.
Tomás ha escrito párrafos admirables sobre el gozo de pensar y
sobre el gozo añadido de pensar bajo la superior iluminación de
la fe. Su idea esencial es aquí que sólo una razón que ha procura­
do primero su plenitud como tal puede luego adentrarse prove­
chosamente en el discurso cuyas premisas sean verdades positi­
vamente reveladas. Naturalmente que, por otra parte, la bondad
La filosofía, en la universidad y la crisis del Occidente 271

moral sigue siendo un concomitante imprescindible, más que un


requisito, en la auténtica búsqueda de la verdad.
Este principio, que reclama por todas partes la perfección de
lo natural en su orden propio, y que distingue con cuidado tanto
el orden de lo sobrenatural como -si podemos decirlo así- la so­
breperfección de lo natural, es capital para la correcta compren­
sión del tomismo. Se aplica de la manera más armoniosa en todos
los sectores, justamente porque está en la consecuencia del aris-
totelismo cristianizado, como vamos a ver.

En efecto, el conocimiento humano no sólo empieza en la sen­


sibilidad, sino que, de algún modo, no puede trascender radical­
mente de lo sensible. Es lo que se sigue de admitir un principio
fundamental de Aristóteles: que el acto de nuestro entendimiento
es el acto mismo de la cosa conocida, o sea, que la forma conoci­
da es la misma forma real, aunque en la cosa está físicamente y en
nuestro entendimiento está objetiva o intencionalmente. Si así no
fuera, jamás conoceríamos realmente nada, porque lo que conoce­
ríamos sería, por ejemplo, sólo una imagen de lo real, pero no lo
real mismo. Pues bien, dado que estamos sometidos a la necesidad
de abstraer las formas inteligibles de la materia junto con la cual
las recibimos en la sensibilidad, y no poseemos ningún concep­
to que no proceda del proceso de abstracción, tenemos que con­
cluir que nuestro entendimiento está de suyo ordenado al conoci­
miento de las formas que son los actos de las realidades materiales
del mundo. La verdad lógica, o sea, la verdad de nuestro entendi­
miento cuando juzga, consiste en adecuarse a las cosas.
Pero ésta no es la única perspectiva posible sobre la verdad. In­
cluso en el lenguaje cotidiano atribuimos el adjetivo «verdadero»
a cosas que no son tan sólo los enunciados. Elablamos de los ami­
gos verdaderos o del oro verdadero, y es muy razonable que lo ha­
gamos así, porque si las cosas mismas no fueran inteligibles o
comprensibles, o sea, verdaderas, sería inútil el esfuerzo del juicio
por adaptarse a ellas. Quedarían siempre fuera de nuestro alcance
tal como son en ellas mismas. Si no somos escépticos, supondre­
mos lo contrario. Pero ¿a qué se debe este admirable acuerdo, es­
272 Sócrates y herederos

te poder ir en paralelo el entendimiento y las cosas? ¿Por qué son,


en definitiva, comprensibles las realidades? Tomás tiene argumen­
tos -que enseguida expondremos- para pensar que toda la reali­
dad, incluido el entendimiento humano, ha sido creada por Dios.
Es a la común fuente a lo que se debe que quepa adecuación del
entendimiento y las cosas, o sea, verdad. Pero esto significa, en­
tonces, que hay aquí que enmendar con Platón a Aristóteles: hay
ideas divinas que son las causas ejemplares eternas de las cosas.
Para que el juicio humano pueda ser verdadero (verdad lógica), la
condición es que las cosas reales a las que él ha de adecuarse es­
tén, por su parte, adecuadas a un tercero: al entendimiento divino.
Esta es la verdad ontològica, la verdad de los seres, y no simple­
mente del juicio humano, que se define, pues, a la inversa que la
verdad lógica. La verdad ontologica es la adecuación de las cosas
al entendimiento (de Dios que se dispone a crearlas). Recuérdese
la existencia de las cosas en la divina arte, de la que hablaba Bue­
naventura, porque éste es uno de los puntos en que están filosófi­
camente más cercanos los dos grandes escolásticos.
Todo lo que es, es, por tanto, verdadero. Únicamente el juicio
humano puede ser falso, aunque por extensión llamemos también
falsas a aquellas cosas que se presentan induciéndonos a error
(como el falso amigo).

«Ente» y «verdadero» no completan la lista de los predicados


que se tienen que decir absolutamente de todo (hasta un juicio ló­
gicamente falso es un auténtico o verdadero juicio, en sentido on­
tologico). Uno más es «bueno», pues todo lo real no ha sido sólo
pensado por la sabiduría divina desde la eternidad, sino que tam­
bién ha sido querido por la voluntad de Dios, y «bueno» es lo mis­
mo que «apetecible» o «deseable» (véase el acuerdo con Agustín).
Cuando un predicado no sólo se dice de todas las cosas del
mismo género (de la misma categoría), sino de todas las de todas
las categorías, es que transciende los géneros supremos, es tras­
cendental. «Ente», «verdadero», «bueno», «uno» y «otro» (todo es
otro que cualquier otra cosa) son, por tanto, los predicados trans­
cendentales.
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 273

Tenemos, hasta aquí, que el conocimiento humano se extiende,


además de a lo sensible, a las formas abstractas y a estos especia­
les productos de la abstracción que son los transcendentales (la
materia es de suyo ininteligible). Si hemos dicho que todo cae ba­
jo la extensión de estos conceptos desmesuradamente universales,
¿no admitiremos también el argumento de Anselmo en el Proslo-
gio acerca de la existencia de Dios? ¿No estamos ya pensando a
Dios, además de pensar la creación?
La respuesta de Tomás es negativa. La trascendencia de Dios
respecto de su creación es tan absoluta, que nuestros conceptos ne­
cesitan cierta transformación, para que nos atrevamos a creer que
captan también la naturaleza de Dios. En realidad, no hay un solo
predicado que se diga exactamente con el mismo sentido de Dios
y de sus criaturas (unívocamente del uno y las otras). Pero si pasá­
ramos por esto al extremo contrario, o sea, a creer que los concep­
tos no nos sirven absolutamente para nada a la hora de pensar a
Dios, estaríamos otra vez en el escepticismo y, en consecuencia, o
en el ateísmo o en un fideísmo profundamente inconsecuente e
irracional. La única posibilidad de solución ha de estar en alguna
forma de la analogía, que aplicaremos después de haber llevado
hasta la extrema hipérbole cada concepto que intentemos aplicar a
Dios (vía de la eminencia), e incluso únicamente si somos muy
conscientes de que de Dios sólo sabemos estrictamente lo que él
no es (por lo cual, la vía de la negación, la teología negativa de
inspiración dionisiana, es también muy relevante en el esfuerzo
de atribuir concepto humano alguno a Dios, aunque tales concep­
tos sean los nombres que para él emplea la Escritura).
En un ejemplo concreto, primero seleccionaremos aquellos
conceptos que se dejen llevar al máximo sin contradicción. Así
ocurre con «bueno», pero no con «cuadrado», y por esto a nadie se
le ocurre decir que Dios tiene esta figura, pero sí que Dios es bue­
no y, mejor, que Dios es máxima o sumamente bueno. A la vez,
debemos mantener muy presente que la bondad de Dios no es co­
mo ninguna bondad humana, sino que más bien es no-bondad, si
la miramos en nuestra perspectiva (o sea, es bondad misteriosa y
distinta, o suprabondad, como gustaba de decir Dionisio). En de­
274 Sócrates y herederos

finitiva, más bien deberemos decir que Dios es al mundo análoga­


mente a como es para quienes lo rodean un hombre ilimitadamen­
te bondadoso {analogía de proporcionalidad).
Pero Tomás ha tratado también este mismo problema con to­
da generalidad basándose en cuáles son los argumentos raciona­
les para demostrar que Dios existe, porque es inevitable que en
ellos se utilicen ciertos conceptos para pensar a Dios, los cuales
delimitarán, en realidad, el ámbito total de los que, pasados a tra­
vés de la eminencia, la negación y la analogía, nos permiten algún
conocimiento indirecto de la naturaleza de Dios aun sin contar
con la revelación.

Tomás reduce a cinco las vías para probar la existencia de


Dios, y es tan significativo lo que en ellas afirma como lo que
niega o deja sin mención.
El punto de partida común de las vías es el conocimiento sen­
sible y su correlato, el mundo material. El ascenso de la razón pu­
ra hacia Dios comienza siempre por la exploración de la natura­
leza. En ella se descubren aspectos que (rasgo también común a
todas las vías) obligan a considerarla en su conjunto como efecto
de una cierta causa que no se encuentra en el mismo grado del ser,
sino que es superior. Ciertamente, si toda la naturaleza sensible,
globalmente considerada, fuerza a la razón a estimarla un efecto,
sería vano buscar la causa de la totalidad de la naturaleza sensible
dentro de ella misma, en alguna realidad sensible. Del efecto a la
causa remontamos, por decirlo de algún modo, la corriente de los
grados del ser, o sea, ascendemos a un nivel de mayor dignidad.
Tomás no encuentra la multiplicidad de niveles que prolifera en
los sistemas de impronta neoplatónica, sino que el nivel de la cau­
sa total del mundo es ya el nivel donde se halla solo Dios.
Otro problema es que el mundo entero, efecto de la causa tras­
cendente y divina, haya sido creado en el tiempo o exista desde
siempre, en un tiempo tan sin principio ni fin como la eternidad de
Dios. Realmente, en el mundo, siempre que vemos que la causa
de una cosa está ya completamente dada, o sea, que están puestas
todas las circunstancias cuya suma constituye la condición sufi-
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 275

dente de otra cosa, vemos también producirse inevitablemente es­


ta segunda cosa. Dios es la condición suficiente y la causa del mun­
do, en una pluralidad de sentidos que ahora descubriremos, yen­
do vía por vía hasta Él; luego si la condición suficiente del mundo
está dada desde toda la eternidad, ¿no tendrá el mundo mismo que
haber sido efecto eterno de su causa? Así había razonado, por
ejemplo, Averroes, y Tomás se acoge en este punto, como en mu­
chos otros, más bien a la solución de la dificultad que había pro­
puesto el filósofo judío Maimónides (un gran aristotélico de la
misma época y la misma patria -Córdoba- que Averroes): no se
puede en realidad demostrar ni que el mundo sea un efecto eterno
de Dios ni que haya sido creado en el tiempo, porque, en definiti­
va, no conocemos más que analógicamente la acción de Dios co­
mo causa. Es un dato revelado, en el primer libro de la Biblia, que
el mundo fue creado en el tiempo. (La noción de causa no debe
predicarse de Dios y de las realidades creadas unívocamente, aun­
que sea de hecho el imprescindible trampolín que la razón usa pa­
ra poder comprender el mundo en su totalidad como un efecto).
Pues bien, el mundo en su totalidad se comprende como un
efecto en cinco aspectos:
La primera vía, que Tomás considera la más evidente, toma
como punto de partida el fenómeno que caracteriza de una mane­
ra más peculiar y más directa a toda la naturaleza (recuérdese la
concepción de Aristóteles sobre ella): el cambio, el movimiento.
Nada hay estrictamente inmutable en la naturaleza. Podrá haber,
a lo sumo, cosas que no cambien desde la creación hasta el fin del
mundo, pero incluso éstas podrían cambiar en cualquier momen­
to. Ahora bien, cambiar es ser sacada una realidad de la potencia
al acto por otra realidad que ya está en ese acto mismo, y nada,
pues, se cambia a sí mismo (en todo caso, una parte de una cosa
puede hacer que otra parte de la misma cosa cambie, pero nada
está a la vez en potencia y en acto de lo mismo simultáneamente).
No hay nada que sea el motor y lo movido, a la vez, en un cambio
cualquiera. Luego todo lo que es movido requiere un motor dis­
tinto de sí mismo. Buscarlo dentro del ámbito de la naturaleza es
condenarnos de antemano a que siempre nos falte aún el motor de
276 Sócrates y herederos

toda ella, que por estar en acto y carecer de toda potencia, no se­
rá a la vez algo movido. Este primer motor en acto puro no pue­
de pertenecer a la naturaleza, y todo el que llega a pensarlo com­
prende que se trata de Dios.
La segunda vía es muy parecida a la primera, sólo que en vez
de emplear el par de conceptos motor y movido, utiliza el de cau­
sa eficiente o agente. Sea cual sea el tipo de cambio que observe­
mos en el mundo, no deja nunca de tener una causa eficiente. Po­
demos intentar remontar desde el cambio de las cosas en la esfera
sublunar al cambio de las cosas en las esferas de los cielos y has­
ta el movimiento circular, perfecto, del último cielo, como causa
agente de los restantes cambios. Pero terminaremos por entender
que esta búsqueda, como en la primera vía nos ha sucedido, está
condenada al fracaso. Se requiere una causa agente de la natura­
leza entera como efecto suyo, y en cuanto la mente alcanza este
concepto, comprende que está empezando a pensar a Dios.
La tercera vía lleva directamente al corazón de la metafísica
de Tomás. El fenómeno sensible e indudable del que parte es que
todo nace y todo muere, o sea, que las realidades naturales no
existen necesaria sino contingentemente. Tomás dice exactamen­
te que las cosas del mundo son possibilia esse et non esse, o sea,
que les es posible existir y les es posible no existir. Con esta fra­
se las caracteriza en su ser, es decir, cuando una cosa está exis­
tiendo, no por eso ha cambiado tan radicalmente que deje de ser
un «posible respecto del existir y el no existir», como se ve por el
hecho de que puede no existir, porque puede morir (y, de hecho,
morirá). Si algo que puede morir está ahora existiendo, necesa­
riamente está existiendo; sí, pero esto no significa que haya sido
de veras necesario que empezara a existir. Era contingente que
empezara a existir, era contingente que existiera, luego sigue sien­
do una contingencia, una no-necesidad el hecho de que exista
ahora. En otras palabras, incluso cuando estamos existiendo, no
hemos atrapado la existencia como una propiedad de nuestra
esencia, sino que a cada instante la podemos perder.
Los metafísicos musulmanes habían propuesto entender la exis­
tencia como un accidente de la esencia, y aunque Tomás, según va­
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 277

mos a comprobar, modifica profundamente esta idea, el fenóme­


no que estamos considerando en el punto de partida de la tercera
vía es el mismo que Alfarabi y Avicena habían notado cuando ha­
blaron así. De lo que se trata es de la diferencia más importante
que separa la filosofía griega de la filosofía de inspiración bíbli­
ca; entre los griegos, la naturaleza existe desde siempre, tenga o
no una causa divina, o sea, es eterna, aunque quizá en la forma
del eterno retorno de lo mismo; entre los metafísicos de inspira­
ción bíblica, la naturaleza está ya entendida desde el primer mo­
mento como contingente, como creada, como una totalidad que
no tiene en sí misma derecho eterno a ser, sino que ha recibido de
otro graciosamente el ser.
Dado que nada natural deja jamás de ser un mero «posible res­
pecto del existir y el no existir», si quisiéramos comprender el
mundo únicamente desde él mismo, nos veríamos abocados a de­
cir que un ser meramente posible, o sea, un ser meramente en po­
tencia (de existir) se sacó un día a sí mismo de la potencia al acto
y empezó a existir. Pero esto es absurdo, porque nada que no esté
ya en acto puede ejercer acción ninguna. Si todo fuera nada más
que posible respecto del existir, nunca habría existido en acto na­
da, luego ahora seguiría sin existir nada. Es evidente que ahora
existimos muchas realidades, todas meros «posibles respecto del
existir», porque hemos nacido y moriremos; luego se sigue que ha
habido (y hay) un ser diferente a todos los de la naturaleza, porque
posee de derecho, como propiedad de su misma esencia, la exis­
tencia: un ser que es necesario respecto del existir, o sea, que no
puede no existir. Y todos comprendemos inmediatamente que he­
mos empezado así a hablar de Dios.
El núcleo de la metafísica tomista es, en efecto, la idea de que
existe, ciertamente, una diferencia real entre la esencia y la exis­
tencia en todas las cosas creadas. Sólo en Dios se identifican su
esencia y su existencia. Pero esta distinción real no se debe en­
tender como siendo la existencia un accidente de la esencia, sino
más bien al contrario; la existencia es acto y la esencia es poten­
cia de ese acto. La existencia se comporta respecto de la esencia
como la forma respecto de la materia y el acto respecto de la po­
278 Sócrates y herederos

tencia. Las cosas creadas existen limitada, contingentemente, por­


que no pueden recibir el acto de la existencia más que con la pre­
cariedad que les dicta su esencia. Lo que sólo es fuego, no puede
pretender existir más que como corresponde a tal esencia: encen­
diéndose y apagándose. En cambio, cuando la existencia lo es de
una esencia que es la suma de la perfección, una esencia en la que
no caben negaciones ni límites, entonces la existencia es necesa­
ria. Es, incluso, el acto pleno de esa esencia. Dios existe con esta
indecible plenitud esencial. En Dios no hay nada que esté muer­
to y quede relegado al pasado, y tampoco nada que aún no haya
nacido y se reserve para el futuro: Dios está absolutamente vivo
en todos los respectos. Por esto es eterno. (Boecio había definido
clásicamente la eternidad como la posesión total, simultánea y
perfecta de cuanto se es).
Parece que se ha alcanzado así un acuerdo completo con san
Agustín, san Anselmo o san Buenaventura: Dios es el ser necesa­
rio respecto del existir, o sea, en él se identifican la esencia y la
existencia, porque le es esencial existir y la esencia de Dios está
máximamente unificada (no consiste en una porción de atributos
separados y distintos). Luego con pensar la esencia de Dios, con­
cluiremos necesariamente que existe. Y, sin embargo, Tomás, que
admite lo primero, no concede esto último, porque sería tanto co­
mo que nosotros nos atribuyéramos el conocimiento de Dios por
dentro. La realidad es que sólo conocemos de Dios auténticamen­
te sus efectos, y estamos por completo obligados a pensar a fondo
el mundo, si queremos conseguir, con fiabilidad racional, remon­
tarnos (negativa, eminente y analógicamente) a la causa universal.
En otras palabras, la misma experiencia de Dios, incluida la expe­
riencia mística, aparece en Tomás radicalmente mediada por la ló­
gica, la ciencia y la metafísica, no menos que por la moral. Su­
mergirse en lo mundanal no es apartarse de Dios, sino que, al
contrario, es aspirar real y trabajosamente a su conocimiento. Es
verdad que existe en el hombre un deseo natural de Dios, pero él
solo no prueba que Dios exista, y si la razón no lo ilumina, está so­
metido al riesgo de confundir su verdadera meta con cualquier
otro fin que no sea digno de la naturaleza humana.
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 279

La cuarta vía reconoce su parte al platonismo en la metafísica


cristiana: hay grados de perfección en las cosas creadas, como ha­
bíamos nosotros observado cuando hablamos de vía de la eminen­
cia. Hay bondad y belleza, por ejemplo, que, aunque no se dan
nunca perfectas en el mundo, son de suyo perfecciones porque
pueden elevarse a lo infinito sin absurdo (y lo mismo sucede con
los restantes predicados transcendentales, porque, en realidad, to­
das las esencias participan en su grado de alguna perfección -de
unidad, de ser, de verdad.. Pero un grado inferior de una per­
fección no puede existir sino por participación o imitación del gra­
do sumo. Cuando pensamos en la perfección absoluta, pensamos
en Dios. (Si en la tercera vía se habla de la existencia como acto
creado, como participación graciosa en la existencia perfecta de
Dios, en la cuarta se habla de las esencias como creadas).
La quinta vía es la que considera el conjunto del mundo orien­
tado a una finalidad, como cada cosa natural vive certeramente
orientada a su fin propio. Todo en el mundo está ordenado, pero
este orden empieza por el hecho de que cada ser en concreto, aun­
que carezca de toda conciencia, vive según la forma de su especie
y para determinados fines, que él persigue como si los conociera
perfectamente. La estructura de cada ser es la más conveniente
para su adaptación a la vida que ha de llevar. «Pero lo que no tie­
ne conocimiento no puede moverse hacia un fin, a menos que es­
té dirigido por alguien dotado de conocimiento, como la flecha
está dirigida por el arquero». Existe, pues, un ser inteligente, cu­
yo poder no alcanza sólo a diseñar tan perfectamente el mundo
entero, sino también a dirigir todas las cosas naturales a su propio
fin. El mundo es en manos de Dios como la flecha en manos de
un arquero infalible. Dios es el fin último de la creación, pero lo
es por mediación de que cada cosa realice el fin peculiar para el
que ha sido creada.
En este armonioso universo, la voluntad libre de hombres y
ángeles es el fruto más perfecto, pero también el riesgo mayor
que ha tomado Dios. El fin de la naturaleza, por ejemplo, es la
perfección del entendimiento y la voluntad (sobre la que puede
actuar la gracia elevando a un destino sobrenatural de comunidad
280 Sócrates y herederos

con Dios mismo al hombre), pero tales perfecciones lo son hasta


tal punto que sólo se logran si nosotros mismos actuamos libre­
mente en ese sentido. Si malogramos nuestro fin, inscrito en nues­
tra esencia, seremos para siempre desdichados; pero es la ley mis­
ma de nuestra naturaleza la que ordena que no podemos alcanzar
la dicha y la realización de nuestra esencia más que si lo queremos
nosotros mismos libre y racionalmente.
Como en los problemas de la física, también en los de la ética
y la política Tomás está en profundo acuerdo con Aristóteles. Hay,
sin embargo, entre ellos discrepancias inevitables. Por ejemplo,
en la teoría política, dada la importancia dramática que para el
cristiano tiene el bien común, como condición de posibilidad del
ejercicio pleno de la libertad, Tomás, que ya no piensa en absolu­
to que haya hombres que no puedan pasar de la condición de es­
clavos (todo hombre posee ahora la misma vocación natural y so­
brenatural), es partidario, en casos límite, del tiranicidio, o sea, de
la rebelión, incluso violenta, contra el tirano.
Otro ejemplo capital de discrepancia respecto del Filósofo es
que Tomás, precisamente debido a las diferencias entre la visión
cristiana y la griega del hombre, considera que el entendimiento
agente es individual y el alma humana, creada directamente por
Dios una vez que el cuerpo que ha de recibirla está suficiente­
mente formado en el interior de la madre, es naturalmente inmor­
tal. Tomás se opone por completo a la doctrina franciscana de la
pluralidad de las formas, pero piensa que las funciones del alma
racional y libre, por mucho que ésta sea la entera y única forma
sustancial del hombre, no dependen absolutamente ni todas de los
órganos del cuerpo. Lo que, sin embargo, es verdad es que un al­
ma determinada ha sido hecha para vivificar precisamente el cuer­
po al que anima mientras dura la unión sustancial entre ambos. El
estado de separación que sigue a la muerte no es el mejor, no es
el más natural, para el alma, que reclama de suyo, en cierto modo,
la resurrección de aquella carne que le está destinada (aunque la
existencia futura del hombre en el reino de Dios no puede pensar­
se que incluirá las mismas actividades corporales que ahora, debi­
do a que será un estado de gracia que nos es desconocido).
La filoso fía en la universidad y la crisis del Occidente 281

4. D uns E scoto

Juan Duns Escoto (1266-1308), éste sí escocés de nacimien­


to, llamado el Doctor sutil por la finura extraordinaria de sus dis­
tinciones y la profundidad de su fuerza especulativa, fue francis­
cano y estudió en Cambridge, Oxford y París. Enseñó en las dos
últimas universidades y, como Alberto Magno, murió en Colonia.
Su breve y agitada vida (no ajena a los conflictos crecientes entre
los poderes seculares y el papado) no le dejó culminar ninguna
suma. En la madurez, sus escritos aún tuvieron casi siempre la
forma de reportationes, o sea, de composiciones de los alumnos
sobre lo enseñado por el profesor, que se redactaban con aproba­
ción final de éste; o de ordinationes, es decir, dictados del maes­
tro. De esta segunda clase, e incompleta, es su obra mayor, que
simplemente trata de ser otro comentario más a las Sentencias: el
Opus oxoniense, la «Obra de Oxford».
Apenas una generación después de Tomás y Buenaventura, es­
te franciscano escocés, bien formado en las ciencias en las escue­
las inglesas, impugnó a la vez las dos síntesis magistrales de aris-
totelismo y agustinismo que lo habían precedido por tan poco
tiempo. Por fidelidad a la tendencia de su orden, guardó alguna
proximidad mayor con las tesis clásicas que en ésta se defendían,
pero, aun así, abandonó otras tan importantes como la pluralidad
de las formas, la iluminación y las razones seminales.
Aún fue menos tomista. La crítica a Tomás es, de hecho, uno
de los rasgos típicos de este pensador. No concuerda con el maes­
tro dominico ni siquiera en el problema de la delimitación de la ra­
zón y la fe. Pero además sostuvo la prioridad de la voluntad sobre
el entendimiento y la todavía más sorprendente doctrina de que las
diferencias individuales, en vez de deberse, como Aristóteles y To­
más habían enseñado, a la materia, se deben a la forma, pues cada
individuo de una especie posee, efectivamente, una forma peculiar
suya, la que le hace éste preciso. En castellano tendríamos que in­
ventar el neologismo estidad, que en latín se dice haecceitas.
Con Juan Duns empieza a romperse la continuidad propugna­
da tan armoniosa y gozosamente por Tomás entre la fe cristiana y
282 Sócrates y herederos

la razón. La autonomía que ya Tomás concedía a ambas pasa aho­


ra a ser una distancia insalvable, que se irá ahondando rápida­
mente en la siguiente generación, por obra de Guillermo de Oc-
cam. No faltaban razones muy profundas para la propuesta de
Duns. Seguramente se habrá reparado en que resulta asombroso
que la filosofía de inspiración bíblica, desde el mismo Filón de
Alejandría, haya prestado más bien poca atención a los aspectos
más radicalmente nuevos de la concepción bíblica del mundo si
se la contrasta con la griega. Los acontecimientos históricos, las
personas, los lugares son decisivos en la historia de la revelación
divina, tal como la entiende la Biblia. Los individuos, precisa­
mente las «estidades», tienen el mayor relieve posible, empezan­
do, desde luego, por la historia real, localizada en el tiempo y en
el espacio, en absoluto mítica, de Jesús de Nazaret. Pero hasta el
momento, este lado esencial del judaismo y del cristianismo (mu­
cho menos evidente en el islam) no vemos que haya sido tomado
en consideración con todas sus consecuencias. Únicamente he­
mos presenciado ensayos muy generales de filosofía y teología de
la historia, en los que ha seguido predominando lo necesario y
universal sobre lo individual.
Duns Escoto intentó una síntesis de teología y filosofía donde
se reconociera, en primer lugar, que los hitos de la historia bíbli­
ca de la salvación son actos absolutamente libres de la voluntad
de Dios. Este reconocimiento comporta la renuncia a la posibili­
dad de que la razón pueda anticiparlos (y ni siquiera aclararlos de
veras, una vez que los recibe por la fe como ya dados). Una ver­
dad revelada y objeto de la fe, puesto que se refiere a una acción
libérrima de Dios, no es objeto de la razón jamás.
Duns sostenía que la libertad es siempre un comienzo absoluto
de lo que ella realiza y una perfección tan grande y tan incapaz de
ser fundada en otra, que en Dios mismo se debe pensar que su per­
fección absoluta no es sino libertad absoluta. El único límite que
admite la voluntad de Dios no es en realidad límite alguno, porque
es la imposibilidad de hacer o modificar la propia esencia de Dios
(Dios no es libre para dejar de ser absolutamente libre). Pero todo
el resto, incluidas las que tantos pensadores helenizantes han con­
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 283

siderado verdades estrictamente necesarias, es un efecto libre de


la voluntad omnímoda de Dios. Aparentemente, las verdades de la
matemática y la ética, como subrayaba Agustín, son plenamente
necesarias. Duns, como a su vez repetirán muchos filósofos mo­
dernos, piensa, en cambio, que su misma necesidad ha sido queri­
da por Dios. Si Dios las hubiera querido distintas, estas verdades
serían distintas, con la sola excepción de los tres primeros manda­
mientos del Decálogo, que se refieren a la veneración de Dios. Por­
que no es que Dios quiera el bien por ser el bien, sino que lo que
Dios quiere es el bien simplemente porque Dios lo quiere.
En el hombre, desde luego, también la voluntad es lo mejor.
Frente a la práctica totalidad de la tradición filosófica, Duns Es­
coto propugna que la razón debe ponerse al servicio de la volun­
tad, y no al revés. Y es así porque sólo el amor, como fruto de la
pura libertad, puede consumar la esencia del hombre y constituir
su fin último. Pensamos para amar, en vez de que amemos para
conocer; y si no queremos pensar, nuestra inteligencia no llegará
más que a nociones elementales y oscuras. La misma vida en el
cielo no debe ser representada como decía Tomás (visión biena­
venturada de Dios), sino como amor y libertad, sólo que sin la po­
sibilidad del mal moral.
Es interesante que esta apreciación tan fuerte de la voluntad
(que tiene algunos antecedentes: por ejemplo, Ben Gabirol) no
haya ido en Duns Escoto de la mano del escepticismo. De nuevo,
el motivo de que no haya sido así es muy profundo. Dios ha que­
rido y, en consecuencia, ha conocido a cada individuo creado, no
sólo a cada especie creada. La consecuencia es que hasta la ma­
teria tiene que ser por principio inteligible, o sea, tiene que estar
siempre ya actualizada: tiene que no ser pura potencia, sino po­
seer alguna formalidad. ¿Por qué hemos de pensar que la razón
humana, que empieza a conocer por la sensibilidad, va a tener que
quedar impedida de conocer, precisamente, el ser-esto, la «esti-
dad» del individuo, cuando de suyo es inteligible?
Esta consecuencia es notabilísima, porque aúna el voluntaris­
mo con el racionalismo de un modo sumamente agudo. Cada co­
sa sensible es por principio un objeto que la inteligencia puede
284 Sócrates y herederos

explorar exhaustivamente; pero, al mismo tiempo, el mundo en­


tero no está basado en la inteligencia divina sino en el divino
amor, y todo él es contingente.
Justamente la contingencia del mundo entero proporciona la
única prueba racional de la existencia de Dios que admite Duns
Escoto (y que tiene un claro antecedente en Avicena). El meca­
nismo de esta prueba, que no es nada fácil, puede explicarse co­
mo sigue.
Influido por su estima de la matemática, Duns proponía anali­
zar los aspectos complicados de cada cuestión reduciéndolos a
conceptos simples, y pensaba que el más sencillo de todos los con­
ceptos es, precisamente, el de ser, el de ente, que se encuentra pre­
dicado unívocamente de todas las realidades de todos tipos, o sea,
que es concebido por nosotros como el mínimo que entendemos a
propósito absolutamente de todo, incluido Dios. Un mínimo, efec­
tivamente, porque si sólo decimos de algo que es un ente, hemos
tenido que prescindir, para hacerlo, de tomar en consideración de
qué modo es un ente. No se puede ser ente, en efecto, más que en
algún modo, y los dos más abarcantes o primeros son finito e in­
finito. Pero, así como estamos perfectamente seguros de que exis­
ten entes finitos, ¿lo estamos también de que existe un ente -sólo
uno es realmente posible- que sea infinito? Tenemos que recono­
cer que del ente infinito no hay evidencia inmediata. Si existe, re­
quiere prueba.
Esta es también un prodigio de ingenio, porque Duns Esco­
to se pone las cosas extraordinariamente difíciles. Si deseamos
demostrar la existencia o la inexistencia del ente infinito, el dato
de partida debe ser plenamente necesario Hemos afirmado, sin
embargo, que todo lo que existe depende de la voluntad libre de
Dios, luego no es necesario. Parece que buscaremos en vano la
base que hemos pedido para nuestra demostración. Pero hay que
fijarse en un punto que es fácil que pase desapercibido: si el mun­
do existe contingentemente, es, sin embargo, absolutamente ne­
cesario que podía existir. De suyo, el mundo es, por tanto, como
decía Tomás en la tercera vía, un possibile esse. Ahora bien, los
entes meramente posibles exigen una causa de su posibilidad (re­
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 285

petimos que lo que sólo es posible no puede ejercer acto alguno,


luego no puede ser causa de nada). La causa de la posibilidad del
mundo ha de ser el ente necesario. Ahora bien, el ente necesario
únicamente puede ser el ente infinito, porque carece de posibili­
dades no actualizadas, o sea, de límites.
Pero Duns Escoto es muy consciente respecto de que esta prue­
ba racional pura (sin contacto real con la sensibilidad, sino a prio-
ri, independiente de ésta) de la existencia del ente infinito es nada
más que la cima de la metafísica, pero queda en un nivel radical­
mente inferior al que nos permite el conocimiento de fe. Decir de
Dios que es el ente infinito es decir casi blasfemamente poco.
Se podrá comprobar en qué gran medida muchas de las tesis de
Descartes, más de trescientos años después de la muerte de este
genial y audaz filósofo y teólogo, repiten las de Duns Escoto.
En la lógica del desarrollo de su pensamiento estaba que el vo­
luntarismo avanzara cada vez más sobre el conjunto y fuera asimi­
lándoselo. Por ejemplo, algunos de sus discípulos en el siglo XIV
(incluido el arzobispo de Canterbury, Tomás Bradwardine) afir­
maron que los actos libres del hombre dependen radicalmente
también de las decisiones insondables de la voluntad divina, lo que
convierte al libre albedrío humano en el albedrío servil del que ha­
bló Lutero (a quien la doctrina llega, en línea muy directa, a través
de la herejía de Juan Wiclef).

5. G uillermo de O ccam

Guillermo de Occam (1298-1349), franciscano también, ahon­


dó en el sentido del nominalismo las tesis de Escoto en la genera­
ción siguiente. Es llamado en la jerga de los escolásticos Venerabi-
lis Inceptor, el venerable principiante, porque académicamente no
pasó del primer grado en los estudios, o sea, del bachillerato en ar­
tes (por Oxford). La causa fundamental de que no pudiera pasar
más adelante fueron las tensiones y suspicacias levantadas por sus
opiniones en cuanto empezó a comentar, él también, las Senten­
cias. Ya a los veinticinco años fue llamado a responder de acusa-
286 Sócrates y herederos

dones de herejía a la corte papal de Aviñón, de la que escapó, tras


cuatro años detenido en su convento. Llegó en su fuga a territorio
imperial y participó desde él libremente en la polémica antipapal
dirigida por Luis de Baviera, el emperador excomulgado (como
pronto lo estuvo asimismo Occam). Las prohibiciones de sus doc­
trinas en la universidad de París no hicieron mayor efecto que el
de las condenas de algunas tesis tomistas setenta años antes. Estas
doctrinas han quedado recogidas en la Exposición áurea, la Suma
de toda la lógica, el Comentario a las Sentencias, Exposición de
la Física (de Aristóteles, se entiende) y las Siete cuestiones quodli-
betales. Occam también escribió tratados directamente teológicos
y libelos contra el papa.
El nominalismo voluntarista de Occam, propugnado por otros
maestros contemporáneos en formas mitigadas, pasó a ser, aun­
que parezca sorprendente, la filosofía en boga en las escuelas du­
rante el resto del siglo XIV Las cátedras universitarias se fueron
especializando, también sorprendentemente, en unas o en otras
escuelas de pensamiento, de modo que en este y ios dos siglos si­
guientes podía un estudiante asistir a las clases de «nominales»,
a la cátedra de Durando (el nombre de otro célebre maestro del
XIV) o a las cátedras tomistas y escotistas, normalmente sin salir
de su universidad (así sucedía, por ejemplo, en la de Salamanca
aún a lo largo de la primera mitad del XVII).
El voluntarismo y el nominalismo tienen en Occam la misma
raíz teológica que en Escoto, y también comportan las conse­
cuencias respecto de la cuestión de la relación entre la fe y la ra­
zón que hemos observado al estudiar a Escoto. Este es un mundo
en el que Dios ha ejercido y ejerce una libertad omnímoda. Nada
limita la omnipotencia de Dios, y, desde luego, no lo hacen las su­
puestas esencias de las cosas, que en realidad han sido queridas y
diseñadas libérrimamente por Dios. Todo podría haber sido de
otra manera si Dios lo hubiera decidido así. Incluso la restricción
de Escoto sobre que Dios no podría cambiar los tres primeros
mandamientos del Decálogo es demasiado: si Dios hubiera opta­
do por ello, hasta maldecirlo podría haber sido el camino de la
salvación para el hombre.
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 287

Occam tan sólo reconocía dos barreras para la voluntad pode­


rosa de Dios. La primera es aquel que Leibniz llamó luego prin­
cipio de contradicción: Dios no incurre en contradicción, no ha­
ce (no puede hacer) que, por ejemplo, lo que ha pasado no haya
pasado. Tal cosa sería, en efecto, un absurdo puro y, además, vio­
laría la segunda barrera: Dios no puede revocar el orden que tie­
ne decidido (de acuerdo con el cual sucedió el pasado que no pue­
de Dios ya querer transformar).
La radicalidad del voluntarismo es la que lleva a Occam hasta
el nominalismo, como sucederá con algunos pensadores modernos
que lo siguen a siglos de distancia. Hasta tal punto cada aconte­
cimiento y cada ser son deseo directo de Dios, y hasta tal punto la
serie de las cosas es también puro y directo deseo de Dios, que re­
sulta perfectamente inútil e inconveniente interponer entre la vo­
luntad divina y los individuos reales ninguna red de universales (de
especies que sean esencias de los individuos). Se ha hablado luego
mucho de la navaja de Occam, precisamente para referirse al prin­
cipio que en este caso aplica tajantemente: Entia non sunt multi-
plicanda praeter necessitatem, no hay que multiplicar los entes
sin necesidad. Fuera, pues, con los géneros y las especies y las
esencias. Sólo Dios y los individuos reales. Pero si quitamos to­
da esencia, eliminamos la distinción entre la forma sustancial y la
materia en los individuos, y con ella se volatiliza asimismo el par
acto-potencia como clave de la explicación de la realidad física. Y
si no necesitamos especies, no necesitamos el entendimiento agen­
te que desempeñe el papel activo en la abstracción.
En estas condiciones, el problema del conocimiento se con­
centra en cómo son conocidos los individuos. Lo son directa, in­
tuitivamente, sensiblemente. Hay de ellos experiencia, ya sea ex­
terna (de los demás individuos), ya sea interna (de mí mismo).
Por cierto, la experiencia no alcanza a descubrir sustancias, sino
nada más que cualidades y accidentes de los individuos (lo que
significa que también la idea de sustancia es cercenada por la na­
vaja del filósofo).
En cuanto a las relaciones (causales, por ejemplo) en las que
se encuentren unos individuos respecto de otros, la experiencia no
288 Sócrates y herederos

pasará de indicarnos la probabilidad de ellas. La experiencia es


incapaz de certeza sobre este punto.
Y no hay que hablar de remontar racionalmente de los indivi­
duos a Dios, que no es objeto de experiencia sensorial ni de ex­
periencia interna. Lo único que cabe en este terreno es, una vez
que se ha reconocido la radical contingencia de todas las realida­
des, exigir una causa universal de ellas que las conserve siendo,
o sea, un ser divino que haga que no se hundan a cada paso en la
nada, puesto que de suyo las criaturas no tienen consistencia on-
tológica como para conservarse existiendo.
En realidad, sólo existen la ciencia experimental del mundo
sensible, por una parte, y, por la otra, las verdades reveladas (y su
sistematización en la teología). La metafísica, en cambio, es una
ficción griega, que se vuelve imposible e idolátrica en suelo cris­
tiano, porque sólo puede ayudar a hacer vacilante y entregar a la
discusión de las escuelas la verdad de la fe, y, sobre todo, a desdi­
bujar hasta dejar irreconocible la imagen auténtica de Dios.
Con todo, resulta interesante que por vías parecidas a las que
empleó Pedro Abelardo, Occam no haya prescindido absoluta­
mente de los conceptos, a la hora de describir cómo es el conoci­
miento. Comprende que los usos de los términos universales del
lenguaje van respaldados por el uso de conceptos (da lo mismo
expresar una verdad en latín que en lengua vernácula), que no son
más que ficciones derivadas de la experiencia. No están, sin em­
bargo, en el mismo plano que las palabras. Una palabra es un sig­
no arbitrario de una pluralidad de cosas, y un concepto es un sím­
bolo natural de esa misma pluralidad (que se forma en nuestra
mente por un proceso como el que describió Abelardo). Cuando
de algo tan sólo sé su nombre, no puedo decir que lo conozca en
absoluto; así también, cuando de algo únicamente sé su concep­
to (sin haberlo formado a partir de mi propia experiencia), tam­
poco tengo más que un signo que no me informa de nada propia­
mente de la cosa. El humo es igualmente signo natural del fuego,
pero quien sólo experimenta el humo no sabe en realidad nada to­
davía del fuego.
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 289

6. P r ec u r so r es m e d ie v a l e s de la c o n c e p c ió n m o d ern a d el

U N IV E R S O

La formación de Occam en Oxford fue clave para que brotaran


en él varias de las concepciones ya descritas; de hecho, durante el
siglo XIII se desarrolló en dicha universidad una interesante escue­
la de pensamiento muy atenta a las ciencias y a la experiencia. Allí
Roger Bacon (1210-1292), su principal exponente, usó por prime­
ra vez el término (y el concepto) de ciencia experimental, aunque
sus logros no igualaron, ni de lejos, sus visionarias anticipaciones
de los que serían frutos posteriores de la ciencia moderna.
Bacon fue franciscano y tampoco se vio libre de sospechas, po­
lémica y condenas. Tuvo la suerte extraordinaria, sin embargo, de
que durante casi cuatro años de su madurez intelectual el papa rei­
nante fuera un antiguo discípulo suyo, que desde luego le permitió
una breve tregua en las dificultades. Una parte de la epistemología
de Occam deriva de las ideas de Bacon. Había distinguido éste tres
fuentes del conocimiento: la autoridad, la razón y la experiencia
(externa e interna). La excesiva confianza en la autoridad, que es,
evidentemente, la más impura y peligrosa de tales fuentes, es una
de las raíces del estado de ignorancia generalizada y grave en que
Bacon veía a la humanidad de su época (las otras son el apego a lo
habitual y tradicional, y la vanidad de aparentar que se sabe lo que
en realidad se ignora). En cuanto a la razón, no llega más que a
probar conclusiones, pero precisa que las premisas se las suminis­
tre la fuente capital del conocimiento: la experiencia.
Ya este franciscano del siglo XIÍÍ, como repetirá trescientos
años después Francis Bacon, atribuía a la ciencia experimental
del futuro el mérito principal de poner la naturaleza al servicio de
las necesidades que ha de cubrir el hombre; y se daba cuenta de
que la posesión de este instrumento eficacísimo terminaría por
ser origen del mayor poder en la sociedad.
Por otra parte, los franciscanos de Oxford, precursores lejanos
de la ciencia moderna, lo fueron muy destacadamente en otro sen­
tido todavía: ellos iniciaron la aplicación de la matemática a todos
los campos de estudio, desde la física y la lógica a la teología.
290 Sócrates y herederos

La aplicación de la matemática a la física fue aumentando fa­


vorecida por el declive constante del prestigio de la física de Aris­
tóteles, del que hemos conocido lados importantes al estudiar a
los grandes filósofos voluntaristas del siglo XIV
El fenómeno al que con preferencia se dedican esfuerzos ma­
temáticos es el movimiento en el espacio, que, evidentemente, es
más sencillo de cuantificar (y de hacer compatible con el nomi­
nalismo) que el cambio sustancial o el cualitativo.
Un tremendo agujero explicativo en la física de Aristóteles es el
relativo a la causa del movimiento violento, si se tiene en cuenta
que Aristóteles pensaba que lo movido sólo se mueve cuando el
motor está en contacto inmediato con él. ¿Qué ocurre, entonces,
cuando lanzamos un objeto pesado al aire? Nuestro brazo, nuestra
mano parecen, desde luego, ser los motores en el movimiento vio­
lento del cuerpo hacia arriba, pero necesitaremos decir que nues­
tra mano movió, a la vez que ese cuerpo que hemos tirado, el aire,
y que la parte de aire que empujamos al principio empuja luego a
otra, que hace lo mismo con la siguiente, etc., de modo que es el ai­
re en tomo al cuerpo lanzado el motor mientras dura su vuelo.
Mas esta ingeniosa teoría fracasa cuando comparamos el corto
vuelo de una pluma con el largo de una piedra, lanzadas ambas por
el mismo brazo e idéntica fuerza. ¿Qué ocurre entonces?
Algunos pensadores del siglo XIV idearon la doctrina del ím­
petu, o sea, el impulso recibido por el cuerpo al ser lanzado (algo
así como el motor que el brazo incorpora a la piedra). Según Juan
Buridán, el creador de la teoría, el ímpetu recibido es proporcio­
nal no sólo a la velocidad que hemos impreso a la piedra o la plu­
ma, sino a la cantidad de materia que contienen.
Si se combina esta hipótesis con la anticipación por Occam de
la ley de la inercia (igual que no se requiere una causa para que se
prolongue el descanso de un cuerpo que no se mueve, tampoco
deberíamos pedir una causa para explicar por qué se sigue mo­
viendo un cuerpo que ya se estaba moviendo), el ímpetu recibido
por los cielos de Dios en la creación hace ahora superfluas las in­
teligencias de las esferas y, por lo mismo, comporta una hondísi­
ma transformación en la imagen del mundo.
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 291

Gracias a esto, Nicolás de Oresme, un maestro de teología en


la universidad de París en el siglo XIV, partidario del nominalis­
mo, como la mayoría de sus colegas por entonces, anticipó no ya
a Galileo, como los hombres que acabamos de recordar, sino a
Copérnico. En efecto, liberados de la teología o la angelología de
los cielos supralunares, podemos dedicarnos a plantear hipótesis
absolutamente novedosas (desde el tiempo de los primeros pita­
góricos) para la explicación del complejo fenómeno de los movi­
mientos de los astros. La más sorprendente es la del citado maes­
tro de teología: que sea la tierra, en vez del cielo o los cielos,
quien se mueve. Quizá la explicación resulte así más simple. No
hay ya ningún prejuicio metafísico que impida pasar a la compro­
bación, con las matemáticas por instrumento.

7. N ic o l á s d e C u sa

El mayor filósofo del siglo XV fue Nicolás de Cusa (1401-


1464). Ya no se trata de un escolástico, sino de un cardenal de la
iglesia romana, profundamente preocupado por sus problemas doc­
trinales y políticos (por ejemplo, el fin del llamado pequeño cisma
de Occidente). Este pensador, formado en Italia y en su patria, Ale­
mania, lector de místicos y neoplatónicos, conocía bien las ciencias
(sobre todo, la matemática) y escribía con elegancia, influido por el
regreso renacentista a las buenas letras (al latín clásico).
Dios está básicamente concebido por el Cusano como el ente
infinito. Ahora bien, respecto de lo que es infinito, al hombre no
le cabe más que ignorancia docta, porque no puede encontrar cri­
terios con los que sondear la infinitud (al revés de lo que le suce­
de con las cosas finitas, siempre al final comparables con alguna
unidad de medida). Ignorancia, pero docta, porque la situación,
descrita más de cerca es como sigue.
La verdad consiste, en el fondo, en una unidad absoluta. Si pen­
samos que conocemos bien algo, pero ignoramos realidades que
están relacionadas con ese algo, nuestra creencia es infundada. La
verdad es la infinita verdad de todas las cosas al mismo tiempo: de
292 Sócrates y herederos

Dios y de cada miembro del mundo. No es que lo ignoremos todo,


pero debemos decir que nuestra situación respecto de la verdad es
la de un aproximarnos sin término, sin llegada posible a lo infini­
to. La verdad siempre es, en relación con las «verdades» que ya
poseemos, como la circunferencia respecto de un determinado po­
lígono inscrito en ella. Si vamos aprendiendo, es como si fuéramos
añadiendo ángulos al polígono, y su parecido con la circunferencia
va realmente creciendo, aunque no exista la esperanza de que pa­
semos por este camino de una clase de figura a la otra.
La imagen de la circunferencia y el polígono puede también
ayudar a entender cómo hay que representarse la infinitud de Dios:
en él las oposiciones que se observan en la creación están supera­
das, trascendidas. Dios, como máximo absoluto, es la coincidencia
de los opuestos, o sea, aquel ser en el que ya no se oponen los ras­
gos de las cosas que en el mundo son incompatibles.
Así sucede, en realidad, con cualquier máximo: en él se anu­
lan las oposiciones que están siempre presentes en cuanto no es
el máximo. Si a una circunferencia le incrementamos el radio al
infinito, coincidirá con su opuesto: con la recta. Y en el círculo
que esta circunferencia máxima determina ocurrirá, además, que
cualquier punto será centro (y su opuesto), que el diámetro será el
radio, pero también la cuerda y también el arco. En la circunfe­
rencia máxima, las oposiciones de la geometría desembocan en
una general coincidencia.
El Cusano llama entendimiento, contra los usos habituales de
la palabra, a la facultad cognoscitiva por la que acabamos de reco­
nocer, más allá de los sentidos y de la «razón», la naturaleza de lo
infinito. El entendimiento intuye su objeto en cierto modo, tras­
cendiendo el mismo principio de contradicción, que reina, sin em­
bargo, en la esfera de la razón (y en la de la sensibilidad).
Es evidente que se está así rozando el panteísmo, pues como
acabamos de notar en el caso de la circunferencia máxima, al ser
Dios el máximo de los máximos, ocurrirá que todos los seres esta­
rán incluidos e identificados en él. Y así se atreve a afirmarlo, en
efecto, Nicolás de Cusa. Dios es la complicación de todo el univer­
so, y el universo es la explicación de Dios. No hay, sin embargo,
La filosofía en la universidad y la crisis del Occidente 293

panteísmo, porque es claro que el estado de las cosas en el mundo


no es el mismo que su estado en la unidad coimplicadora de Dios.
Ahora existimos fuera unos de los otros y opuestos todos a todos de
mil modos. Tal situación es la imagen de la verdad en lo absoluto.
El universo es, pues, sólo imagen de Dios (recuérdese cuántas doc­
trinas antiguas coinciden con el Cusano en este resultado).
Pero aún no hemos sacado la más profunda consecuencia de
nuestras premisas. Y es que no sólo es imagen de Dios el univer­
so globalmente tomado, sino también, necesariamente, cada rea­
lidad en él. Lo que comporta, además, que cada cosa sea a su vez
un reflejo del mundo entero. En el lenguaje espléndido pero difí­
cil del Cusano, Dios está contraído en el mundo y el mundo está
contraído en cada cosa. Lo cual sucederá multiplicado vertigino­
samente en el hombre o, mejor, en cualquier criatura que esté do­
tada de conocimiento racional y «entendimiento», pues en ella no
solamente se contraen Dios y el mundo una vez, por decirlo de al­
guna manera, sino tantas como ideas de las cosas piense.

8. G iordano B runo

Giordano Bruno (1548-1600) fue el más original de los filóso­


fos del siglo XVI. Le tocó vivir el triste momento en que, ante el
surgimiento de la nueva ciencia y la proliferación de ataques a la
metafísica heredada y a la teología que dependía en exceso de ella,
la inercia del poder y una torcida versión de lo que supone estar en
la verdad impulsaron a las peores fuerzas retardatarias de las igle­
sias cristianas a la represión, cada vez más violenta, de lo que ca­
da una estimó herético. Piénsese en el desastre de las guerras con­
fesionales que asolaron Europa física y moralmente a raíz de la
Reforma luterana y de los enfrentamientos entre las iglesias pro­
testantes disidentes de Lutero.
Bruno, que había sido fraile dominico, vivió entre los calvinis­
tas franceses y los luteranos alemanes, pero terminó en la hogue­
ra en Roma, después de años de resistirse en la cárcel a la retrac­
tación, dando ejemplo del furor heroico que propugnaba su ética.
294 Sócrates v herederos

Conviene tratar ahora de este metafísico panteísta, dada su cer­


canía al sistema del Cusano. En efecto, la clave de la metafísica
de Bruno es la insistencia en que la infinitud del universo (para él
axiomática) no es compatible con existir, por así decir, al lado de
una segunda infinitud: la de Dios trascendente. Cusa había habla­
do de la explicación y contracción de Dios, al haber comprendido
que el universo precisaba una causa infinita. Si ahora se parte de la
infinitud del mundo, la cuestión de su causa no nos llevará a tras­
cender del infinito, pues tal cosa es estrictamente imposible.
Estaremos muy cerca de los términos y las aclaraciones de Cu­
sa, pero no cabrá duda de que Bruno es panteísta. La causa del uni­
verso, a la manera de los antiguos estoicos, no se puede compren­
der más que como el alma del cuerpo infinito del mundo; o, en
términos aristotélicos, diremos que Dios es la forma de la materia
del mundo. El cuerpo de Dios es la naturaleza como efecto {natu­
ra naturata, la naturaleza que ha sido engendrada); su vida o alma,
o sea, Dios, es la misma naturaleza, pero en su aspecto causal y ac­
tivo (natura natnrans, la naturaleza que engendra).
El panteísmo es incompatible con la defensa del libre albedrío
o de la inmortalidad del alma, puesto que cada aparente individuo
es en realidad una teofanía, una manifestación parcial, una expre­
sión de Dios o la Naturaleza, que es lo único propiamente real y
actuante. La moral de quien se sabe porción de Dios coincide gran­
demente con la estoica. El hombre que se inspira en su filosófica
conciencia de divinidad posee en sí una inagotable fuente de cuan­
tos heroicos furores le exija una sociedad que no le comprende.
No por eso debe anunciarse a todos esta doctrina. Bruno reco­
nocía que la religión, que vive de la noción de Dios trascendente
y, por tanto, fomenta la conciencia de la libertad y el anhelo de la
inmortalidad personal, es muy necesaria como estímulo de la ac­
ción moral en los hombres que no se pueden elevar a la visión fi­
losófica de las cosas. Quiere decirse que, en recuerdo de los siem­
pre latentemente presentes averroístas, Bruno intentó acogerse a
la teoría de la doble verdad.
En realidad, su ideal hubiera sido fundar una religión del Uno
y Todo divino, una resurrección de algunas formas sincréticas de
La filosofia en la universidad y la crisis del Occidente 295

religiosidad que fueron de hecho intentadas seriamente en los si­


glos finales de la Antigüedad. El espectáculo de la locura de in­
tolerancias mutuas que vivía tanto tiempo Europa repercutió po­
derosamente en este hombre que esperaba el advenimiento de una
sociedad nueva, a partir del dramático cambio en la visión global
del mundo que, paralelamente a los cismas sangrientos, se estaba
desarrollando por encima de las controversias.

9. P reocupaciones teológicas y políticas del R enacimiento

Comparados con Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, los filó­


sofos de los siglos XV y XVI resultan poco interesantes y novedo­
sos. El renacimiento fue en filosofía más un largo tiempo de ensa­
yos variados, complementando los avances de la nueva ciencia,
que una época de logros. Junto a las tendencias escolásticas, domi­
nantes en las universidades, resurgen todas las posibilidades clási­
cas, alentadas no sólo por el redescubrimiento de los textos, el co­
nocimiento generalizado del griego, el nacimiento de la imprenta,
sino también y además, por el amplio y difuso movimiento llama­
do humanismo. Los humanistas estuvieron a menudo integrados en
las universidades (Italia es ahora el centro cultural de Europa), pe­
ro muchas veces quedaron al margen de ellas, o bien reunidos en
instituciones como la Academia platónica de Florencia (creación
de los tiranos Mèdici), o bien viviendo la existencia de artistas o
sabios que disfrutan del mecenazgo de algún príncipe.
El gusto por la belleza de la forma caracteriza a los humanistas,
los cuales simultáneamente podían muy bien ser en filosofía parti­
darios de alguna tradición medieval. Pero además de este renaci­
miento de la poesía y la retórica, que se debe comparar con el avan­
ce en libertad experimentado por las artes plásticas, el humanismo
se vincula a un cambio global en el interés de los pensadores: una
atención absorbente hacia el mundo, que relega los problemas teo­
lógicos a un segundo plano, siendo sin embargo raros los casos de
ateísmo (incluso escépticos como Montaigne, en el siglo XVI, sue­
len pertenecer explícitamente a alguna confesión cristiana).
296 Sócrates y herederos

Inevitablemente, el humanismo trae también consigo la apari­


ción de la conciencia histórica o, al menos, el interés explícito por
el conocimiento histórico. El tiempo nuevo se sentía superior al
inmediato anterior, al que empieza a denominar Edad Media, lla­
mando despectivamente gótica, o sea, bárbara, de los godos (que
arrasaron Roma), a su arte más característica.
Sin esta conciencia histórica, apenas es concebible la ruptura
de la cristiandad a la que se arriesgó Lutero en nombre de la ne­
cesidad de regresar, por encima de los tiempos medios, a los que
él estimaba orígenes puros del cristianismo: al libre examen de la
Escritura por la fe y la conciencia personales (sin la mediación
imprescindible de la tradición de la iglesia); a la abolición del sa­
cerdocio, las órdenes religiosas y el papado (dentro de un progra­
ma de restricción del número de los sacramentos); a la teología
paulina de la justificación por la sola fe. Todo ello era perfecta­
mente compatible con la traducción de la Biblia a las lenguas ver­
náculas (y con los comienzos de la filología bíblica).
Platón fue el filósofo más comentado e influyente entre los hu­
manistas, ya que ahora pudo ser conocido enteramente (en parte,
porque Bizancio, a punto de caer en poder de los otomanos, trasla­
dó su cultura a Occidente; en este punto destaca el trabajo de Mar-
silio Ficino, 1433-1499, en la Academia de Florencia). A su vez
renacieron el estoicismo, el epicureismo y el escepticismo. Asimis­
mo, los aristotélicos de tendencia averroísta cobraron actualidad al
enfrentarse con los de tradición escolástica (el más profundo de los
cuales fue el cardenal Cayetano). Por su parte, los seguidores del
eclecticismo se vieron favorecidos por el nuevo auge de Cicerón, el
principal maestro de oratoria clásico (aquí se sitúa el poco original,
pero espléndido escritor, Luis Vives, 1492-1540).
Especial interés revisten las obras dedicadas a la filosofía jurí­
dica y política de Francisco de Vitoria (1480-1546) y Nicolás Ma-
quiavelo (1469-1527). El primero de ellos fue quizá el más rele­
vante de los catedráticos de la antigua universidad de Salamanca.
Era dominico y teólogo de orientación tomista. El problema que lo
hizo justamente célebre fue la controversia sobre el trato que de­
bían recibir los llamados indios, o sea, los indígenas de la recién
La filosofici en la universidad y la crisis del Occidente 297

descubierta América. Dado el gran impacto que causó este descu­


brimiento en la conciencia europea, era necesario justificar la con­
dición humana de los hombres que habían permanecido al margen
de lo que se consideraba el único mundo habitado (la Ecumene);
también era preciso determinar el valor de sus religiones, puesto
que desafiaba por completo la idea tradicional de la providencia de
Dios el que aquellos hombres se hubieran visto en la imposibilidad
del conocimiento de Cristo hasta entonces.
Vitoria contribuyó decisivamente a admitir, incluso en las le­
yes españolas (aunque ya tarde, dada la depredación sucedida en
los primeros decenios de la conquista), la más universalista y hu­
manitaria visión de los indios que cabía concebir en su siglo, pa­
ra lo cual creó, en buena medida, el derecho de gentes, o sea, el
derecho internacional.
Maquiavelo es, por su parte, un pensador de tendencia muy
distinta, un continuador de las tradiciones políticas medievales fa­
vorables al emperador y adversarias del predominio secular del
papado. Las circunstancias de la vida de Maquiavelo dan a esta
herencia un sesgo nuevo, porque fueron las del nacimiento de los
nuevos estados-nación (Francia, triunfadora de la Guerra de Cien
Años a mediados del XV, y España, unificada política y religio­
samente a finales del siglo, ambos estados puede decirse que fue­
ron los primeros modelos de tales nuevas unidades políticas).
Justamente el modo en el que los Reyes Católicos unificaron
España (empleando la guerra, la represión de la herejía y la expul­
sión violenta de las comunidades de otra religión, además de im­
pulsando empresas de expansión exterior) era admirado por Ma­
quiavelo como un modelo de lo que es preciso en política. En ella
se subsumen los deberes de la moral del individuo a los fines, muy
superiores, del Estado nacional, que se encontrará tanto más certe­
ramente dirigido cuanto más monárquica y absolutista sea la es­
tructura de la administración del poder en él. El príncipe absoluto
(Elpríncipe es el título de la más célebre obra de Maquiavelo) de­
be conocer la razón de Estado y emplear todo su poder en subor­
dinar a ella las actividades de todos los súbditos. La razón de Es­
tado particular de cada nación pasa por delante de cualquier interés
298 Sócrates y herederos

privado y cualquier exención de los deberes correspondientes, en


esta anticipación del totalitarismo de siglos después.
Como ha solido ser el caso en los pensadores políticos que han
auspiciado el absolutismo, Maquiavelo basa su doctrina, por una
parte, en la necesidad de estudiar lo político como un objeto del
todo peculiar, sometido a leyes propias, y que no hay que confun­
dir, sobre todo, con lo moral; y, por otra parte, en una valoración
de conjunto sobre la condición ética del hombre claramente pesi­
mista. Los hombres, abandonados a lo que ellos harían sin fuerte
sujeción al príncipe, convertirían muy pronto el Estado en un caos,
y esta situación repercutiría muy lamentable en las condiciones de
vida de todos y cada uno.
En este sentido, Maquiavelo es el modelo del pensador políti­
co enemigo de las utopías -de las que justamente conoció el re­
nacimiento algunas muy célebres, como las de Campanella o To­
más Moro-, en nombre del puro realismo consistente en atenerse
a los hechos que la historia testimonia a diario en las relaciones
entre los hombres y los Estados. Sin embargo, la finalidad leja­
nísima a la que sirve el príncipe absoluto de sus descripciones y
loas, ha de ser hasta cierto punto utópica, porque no se trata del
egoísmo ni de un hombre ni de una nación. Aunque nada más sea
que en el horizonte brumoso, Maquiavelo alaba no al Estado que
él dice conocer tan bien y tan sin piedad, sino a la república de
hombres libres que quizá fue Roma alguna vez.
La virtud del príncipe, a la que Maquiavelo presta gran aten­
ción, retoma el sentido que la palabra (areté o excelencia) tenía en
los sofistas presocráticos y se separa por completo, incluso escan­
dalosamente, de cualquier noción moral de «virtud». El retrato del
príncipe «virtuoso» es más bien el de un tirano extraordinaria­
mente astuto y carente de escrúpulos, que no se hace la menor ilu­
sión sobre la bondad de los súbditos y su prontitud en el cumpli­
miento de sus obligaciones. Es atrincherado en este carácter como
se ha de enfrentar al voluble y «femenino» azar, a la fortuna, que
tiene poder sobre demasiadas cosas humanas.
EPÍLOGO

El maquiavelismo se realizó del modo más aparatoso en la his­


toria de Occidente en la época de las guerras confesionales, que,
desencadenadas entre el emperador y muchos de los príncipes ale­
manes, a raíz de la aparición de Lutero, llenan casi ciento cin­
cuenta años de dolor y miseria para casi toda Europa, hasta el fi­
nal provisional y espiritualmente lamentabilísimo que significó la
Paz de Westfalia, en 1648. El nuevo principio geopolítico que se
impuso sobre el Viejo Mundo se puede cifrar en la fórmula: Cuius
regio, eius religio, o sea, que debe aceptar el súbdito la misma con­
fesión cristiana que su príncipe (si es que no sucede, como fue el
caso célebre de Enrique IV de Francia, que antes el príncipe se ha
apresurado a cambiar su confesión por la del pueblo sobre el que
se dispone a reinar...). Ni las asambleas teológicas, ni las reunio­
nes de la Dieta imperial, ni los campos de batalla, ni los crímenes
masivos más espantosos, pudieron devolver la unidad espiritual a
Europa. Nuevas fórmulas filosóficas se hacían precisas para in­
tentar este logro, que a los ojos de todos se antojaba absolutamen­
te esencial, urgentísimo.
Pero contar esta segunda parte de nuestra historia espiritual
común es más bien relatar qué sucedió con Descartes y herede­
ros, a partir de la mitad del siglo XVII, y esta compleja trama,
aun reducida a su hilo esencial, exige un segundo volumen.
Por cierto, una de las dificultades más graves de esta segunda
parte de mi narración será la que se presentará cuando describa sus
últimos y extraordinarios (y muy diversos) avalares en el siglo XX.
Se planteará entonces el problema de si, en definitiva, los herede­
ros de Descartes lo son también de Sócrates. Para algunos pensa­
300 Epilogo

dores recientes y de amplia resonancia, cuanto depende de Sócra­


tes y de Descartes es, a fin de cuentas, un espacio de decadencia
que, cerrado sólo ahora, en nuestro presente, obliga a reabrir y per­
feccionar la página presocrática y prebiblíca de nuestra herencia.
Yo no he titulado mi cuento a humo de pajas, precisamente, sino
con plena conciencia de que existe y florece esta comprensión de
las cosas con la que de ningún modo estoy de acuerdo. Es Sócra­
tes -y en su versión nueva, Kierkegaard- quien sobrevive a los po­
sibles fracasos de las vías sin éxito de la filosofía postcartesiana.
Superar la barbarie del siglo XX sólo se podrá soñar si de ninguna
manera se concede ninguna clase de victoria postuma a las fuerzas
que realmente la desencadenaron y que, desde luego, son antiso­
cráticas y antibíblicas hasta la raíz.
Todo lo ocurrido en el pensamiento filosófico hasta el Renaci­
miento es o bello o instructivo en sus defectos. Es privilegio de las
edades narcisistas posteriores contener también masas de cultura
próximas a la filosofía y con pretensión de filosóficas, de las que
sólo se aprende por la vía de la negación. Para ellas, la socrática
prueba se vuelve un asunto tan dramático, por lo menos, como
cuando cerca del viejo sabio se cernía ya la bebida venenosa.
B IB L IO G R A F ÍA ,
C R O N O L O G ÍA E ÍN D IC E S
BIBLIOGRAFÍA COMENTADA

Al acabar este libro, permítame el lector que le recomiende más


obras en las que continuar su trabajo con un sentido muy próximo al
de mi ensayo. De aquí que me atreva en varios momentos a mencionar
textos escritos por mí. Pero tenga, por favor, muy en cuenta este con­
sejo: no conviene detenerse a explorar estas recomendaciones y ver de
primera mano su valor antes de haber leído y meditado todo este libro
hasta el fin. Precisamente una de las originalidades de mi introducción
filosófica a la historia de nuestra filosofía está en la consistencia de su
relato. Si el hilo se interrumpe buscando ampliaciones antes de haber
sido recorrido íntegramente, se perderá sin remedio, con el resultado
de que el lector no habrá avanzado gran cosa al fin y yo lamentaré,
desde luego, haber dado pie, sin querer, a que él se haya extraviado por
los vericuetos de los mil libros que aquí y allí le he mencionado.

1. L a idea y un mapa

La visión sistemática de la filosofía que aquí resumo aparece ple­


namente desarrollada en mi libro: Del dolor, la verdad y el bien (Sa­
lamanca, Sígueme, 2006). En lo que se refiere al orden de la historia
de la filosofía occidental, se encontrarán ampliaciones en mi Intro­
ducción a la Teoría de la verdad (Madrid, Síntesis, 1999).
Las dos mejores introducciones a la filosofía de orientación histó­
rica que conozco son españolas: la de Manuel García Morente (Lec­
ciones preliminares de filosofía, 1937, con numerosas reediciones en
varias casas editoriales) y la de Felipe Martínez Marzoa {Historia de
la filosofía I-II, Madrid, Istmo, 1973).

2. D el mito a la naturaleza

Conviene meditar los fragmentos de los primeros pensadores grie­


gos leyéndolos directamente. Los textos esenciales de los filósofos pre­
socráticos los he retraducido, en su gran mayoría, en mi De Homero a
304 Bibliografía comentada

Sócrates. Invitación a la filosofía (Salamanca, Sígueme, 2004). Otros


más se hallarán en: De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos
(trad. A. Bernabé, Madrid, Alianza, varias reimpresiones).
Los tratados generales de mayor interés son: G. S. Kirk, J. E. Ra-
ven y M. Schofield, Losfilósofos presocráticos (Madrid, Gredos,21987)
y W. K. C. Guthríe, Historia de la filosofía griega (Madrid, Gredos,
1986ss, en seis volúmenes, que no llegan más allá de Aristóteles porque
la muerte impidió al autor finalizar su enorme esfuerzo). En todos ellos
se encontrará cuanta bibliografía pueda desearse. También: C. Eggers
Lan et al., Losfilósofos presocráticos I-III (Madrid, Gredos, 1978ss).
Otros libros de máximo interés para cuanto se refiere a la filosofía
griega de la Edad Arcaica: O. Gigon, Los orígenes de lafilosofía grie­
ga. De Hesíodo a Parménides (Madrid, Gredos, 1971): W. Jaeger, La
teología de los primeros filósofos griegos (México, Fondo de Cultura,
41982); F. M. Cornford, Principium sapientiae. Los orígenes del pen­
samiento filosófico griego (Madrid, Visor, 1988); B. Snell, Las fuentes
del pensamiento europeo (Madrid, Razón y Fe, 1965, reimpreso en El
Acantilado en 2007).
Se puede ampliar la información sobre los antecedentes y paralelos
órficos del pitagorismo sobre todo en: A. Bernabé, Hierós logos. Poe­
sía órfica sobre los dioses, el alma y el más allá (Madrid, Akal, 2003).
Para los misterios arcaicos y sus mitos y sus reflejos literarios, ver
G. Colli, La sabiduría griega I (Madrid, Trotta, 1995). También: K.
Kerényi, La religión antigua (Barcelona, Herder, 1998); E. R. Dodds,
Los griegos y lo irracional (Madrid, Alianza, 1960); W. Burkert, Cul­
tos mistéricos antiguos (Madrid, Trotta, 2005).
Pero lo que ante todo se debe hacer es leer directamente a Home­
ro, a Hesíodo, a los líricos de primera hora, a los trágicos... Dispone­
mos en español de la Biblioteca Clásica Gredos, en la editorial del
mismo nombre, ahora absorbida por RBA. En esta Biblioteca está en
proceso de traducir la práctica totalidad del legado literario greco-ro­
mano (¡como quien se prepara para el desierto cultural de una nueva
Edad Media!). Aunque haya bastantes casos en los que la maravillosa
calidad literaria de los originales no se refleja más que muy modesta­
mente en nuestra lengua, los trabajos siempre se han encomendado a
especialistas, de modo que, en general, son muy fiables.
Sucede así con todos los escritores cuyo estudio abarca este capí­
tulo segundo. Es imprescindible estudiar el canto I de la Ilíada, el can­
to Xi de la Odisea, la Teogonia hesiódica (para la cual hay una mara­
Bibliografia comentada 305

villosa edición bilingüe, debida a Paola Vianello de Córdova, en la


Universidad Nacional Autónoma de México, 2007), la Orestíada de
Esquilo, la Ántígona de Sófocles, las Bacantes de Eurípides. Los líri­
cos se pueden estudiar más fácilmente en la excelente edición bilingüe
de Juan Ferraté (Barcelona, El Acantilado, 2000).
Acompaña con gran fruto el estudio de esta literatura el gran tex­
to de H. Fránkel, Poesía y filosofía de la Grecia arcaica (Madrid, Vi­
sor, 1993).
Para la comprensión de la mitología resulta muy estimulante H. A.
Frankfort, El pensamiento prefilosófico (México, Fondo de Cultura,
1977). Un análisis más complejo se extraerá de: G. S. Kirk, La natura­
leza de los mitos griegos (Barcelona, Lábor, 1992); J. P. Vernant, Mito y
pensamiento en la Grecia antigua (Barcelona, Ariel,21985); M. Detien-
ne, La invención de la mitología (Barcelona, Península, 1985); F. Nietz-
sche, El nacimiento de la tragedia del espíritu de la música (Madrid,
Alianza, 1973); W. Jaeger, Paideia (México, Fondo de Cultura, 1948ss).

3. E scepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica

El conocimiento de Sócrates, Platón y la sofística puede muy bien


comenzar con mi edición bilingüe comentada de La Defensa de Sócra­
tes (Salamanca, Sígueme, 2005) y continuar con ios análisis de los diá­
logos socráticos que ofrezco en El bien perfecto (Salamanca, Sígueme,
2008) y con mi ensayo Filosofa socrática (Salamanca, Sígueme, 2005).
Para no abrumar con la inmensidad de la bibliografía existente,
concentro en sólo éstas las recomendaciones más inmediatas: J. Bur-
net y A. E. Taylor, Varia socrática (México, UNAM, 1990); W. D.
Ross, La teoría de las ideas de Platón (Madrid, Cátedra, 1986); E. A.
Havelock, Prefacio a Platón (Madrid, Visor, 1994); A. Grube, El pen­
samiento de Platón (Madrid, Gredos, 1983). Lo que de veras importa
es leer directamente Gritón, Eutifrón, Lisis, Banquete, Fedón, Fedro,
República II y V-VIII. Comento la esencia de Teeteto en mi ya men­
cionada Introducción a la Teoría de la verdad.

4 . E l sistema del cosmos


Leer directamente a Aristóteles es empresa ardua, que aconsejo em­
pezar por la Etica a Nicómaco (en la edición de Gredos y, mejor, en la
edición francesa de Vrín, ampliamente comentada). De Metafisica hay
que conocer los libros I, IV, VII-IX y XII (de nuevo, quien lea francés
306 Bibliografía comentada

hará bien en ir a la versión comentada de J. Tricot en Vrin, y quien lea


inglés, a los comentarios de W. D. Ross en Oxford University Press).
Los primeros capítulos de Categorías y Sobre la Interpretación resul­
tan imprescindibles; lo es también el muy complejo Sobre el alma.
Lo más enjundioso de la literatura secundaria será para el princi­
piante J. Moreau, Aristóteles y su escuela (Buenos Aires, Eudeba, 1972).
Luego podrá atreverse con tres clásicos traducidos: P. Aubenque, El pro­
blema del ser en Aristóteles (Madrid, Taurus, 1974); I. Düring, Aristóte­
les (México, Fondo de Cultura, 1990); W. Jaeger, Aristóteles (México,
Fondo de Cultura, 1947).

5. E l dogmatismo y la vida buena

Como no disponemos de una edición española verdaderamente fia­


ble del centón de noticias de Diógenes Laercio, que nos ha conservado
la mayoría de los apasionantes textos de los socráticos menores y los
epicúreos, habrá de recurrirse en español a: E. Acosta, Filósofos cíni­
cos y drénateos (Barcelona, Círculo de Lectores, 1997) y a las traduc­
ciones contenidas en C. García Gual y E. Acosta, Ética de Epicuro: La
génesis de una moral utilitaria (Barcelona, Seix Barral, 1974). Afortu­
nadamente, tenemos una versión buena del poema epicúreo de Lucre­
cio: De rerum natura (trad. E. Valentí, Barcelona, Bosch, 1976).
Para los textos estoicos, además de los dos primeros volúmenes de
Fragmentos de la Biblioteca Clásica Gredos, se emplearán fundamen­
talmente las traducciones de Cicerón de esa misma Biblioteca. Será
difícil que el lector no se entusiasme con las Disputaciones tuscula-
nas, el tratado Sobre la naturaleza de los dioses o Del supremo bien y
del supremo mal. Lo mismo le sucederá con las Epístolas morales a
Lucilio, de Séneca (edición Gredos).
Los fragmentos escépticos, además, se escogerán de entre los Es­
bozos pirrónicos de Sexto Empírico (Madrid, Gredos, 1993).
Para problemas de lógica y epistemología, consúltese mi traduc­
ción de B. Mates, Lógica de los estoicos (Madrid, Tecnos, 1985).
Un tratamiento global de los problemas de este vasto complejo de
estudios se encuentra en A. A. Long, La filosofía helenística (Madrid,
Alianza, 1977). Más interesante y más especializado es: J. M. Rist, La
filosofía estoica (Barcelona, Crítica, 1995). Y más atractivos: M. Nuss-
baum, Terapia del deseo (Barcelona, Paidós, 2003); P. Hadot, Ejercicios
espirituales y filosofía antigua (trad. J. Palacio, Madrid, Siruela, 2006).
Bibliografía comentada 307

6. F ilosofía religiosa

La Biblia debe estudiarse, en español, en la versión Cantera-Iglesias


(BAC Maior). Libros esenciales para acercarse filosóficamente a ella:
W. Zimmerli, Manual de teología del Antiguo Testamento (trad. A. Pi-
ñero, Madrid, Cristiandad, 1980); J. Vermeylen, El Dios de la promesa
y el Dios de la alianza (trad. A. Ortiz, Santander, Sal Terrae, 1990); R.
Albertz, Historia de la Religión de Israel en Tiempos del Antiguo Testa­
mento I-II (trad. D. Mínguez, Madrid, Trotta, 1999); W. Brueggemann,
Teología del Antiguo Testamento (Salamanca, Sígueme, 2007); W. D.
Davies, Aproximación al Nuevo Testamento (trad. I Valiente: Madrid,
Cristiandad, 1979); R. Bultmann, Teología del Nuevo Testamento (trad.
V A. Martínez de Lapera, Salamanca, Sígueme, 21987). En la perspec­
tiva de cómo se ha desarrollado el pensamiento judío a lo largo de su
historia, incluyendo el Holocausto, me atrevo a recomendar mi libro La
compasión y la catástrofe (Salamanca, Sígueme, 2007) y el Tratado de
las lágrimas, de Catherine Chalier (Salamanca, Sígueme, 2008).
También interesarán: C. Tresmontant, Ensayo sobre el pensamien­
to hebreo (Madrid, Taurus, 1962); W. Jaeger, Cristianismo primitivo y
paideia griega (México, Fondo de Cultura, 1965); E. R. Dodds, Paga­
nos y cristianos en una época de angustia (Madrid, Cristiandad, 1975);
O. Gigon, La cultura antigua y el cristianismo (Madrid, Gredos, 1970).
Para leer directamente a Filón, hay que seguir recurriendo, en cas­
tellano, a los cinco tomos de su traducción completa, debida a X M.
Triviño (Buenos Aires, 1975-1976). Al principiante le bastará con co­
nocer los comienzos de los primeros dos tratados: los que versan so­
bre la creación del mundo y sobre el modo en que Moisés legisló.
El primer volumen de X L. González, Historia del pensamiento
cristiano (Miami, Caribe, 1992) informa con gran acierto sobre lo po­
co de patrología que hemos visto arriba. Los textos originales no son fá­
ciles de encontrar hoy en buenas versiones. Se pueden utilizar las edi­
ciones de D. Ruiz Bueno en la BAC: tanto sus Padres apostólicos como
sus Padres apologistas griegos. El Apologético de Tertuliano está ya en
Gredos. Para leer directamente el informe de Ireneo sobre ellos, se pue­
de usar Los gnósticos, de X Montserrat, en Clásicos Gredos (1983).
Clemente de Alejandría está largamente editado en Ciudad Nueva.
Esta misma editorial ha hecho algunos esfuerzos respecto de Basilio,
Gregorio de Nisa, Gregorio de Nacianzo y Orígenes, pero, sobre todo en
lo que concierne a este último, las cosas dejan aún mucho que desear.
308 Bibliografía comentada

7. E l Uno y la supraesencia

Esta vez sólo hay una recomendación muy sencilla: leer atenta­
mente los diez libros primeros de las Confesiones de Agustín, en, por
ejemplo, la reciente traducción de Ciudad Nueva.
Todo Plotino está admirablemente traducido por J. ígal en Credos;
todo Dionisio se puede ver en una versión de BAC; Juan Escoto aca­
ba de ser muy bien traducido en Pamplona, Eunsa. Pero nada como fa­
miliarizarse con el libro básico de Agustín. La biografía de P. Brown
sobre este autor, o el libro de Hannah Arendt sobre su doctrina del
amor, son ampliaciones sumamente recomendables.

8. Talmud, islam, kálam


En España ha habido una gran escuela de arabistas a lo largo del si­
glo XX, de la que han surgido también importantes estudiosos del pen­
samiento islámico y judío en la Edad Media (téngase en cuenta que una
parte muy importante de la filosofía judía medieval se escribió en ára­
be y en España). Destacan los nombres de M. Asín Palacios, M. Cruz
Hernández, J. Lomba y R. Ramón. Sus tratados y traducciones son de
gran utilidad. En 2006, C. Segovia ha traducido en Biblioteca Nueva,
Madrid, a ALAsh’arí. El Discurso decisivo de Averroes está traducido
al francés por A. de Libera en edición de bolsillo; las Confesiones de
Algazel las tradujo E. Tornero (Madrid, Alianza, 1989).
En la recepción contemporánea del pensamiento musulmán resulta
fundamental H. Corbín, parte de cuya obra ha sido también traducida.
Sobre el pensamiento judío en la Edad Media, la situación es más
precaria. Se debe recurrir a J. M. Millás, además de a los mencionados
Lomba y Ramón. De la Guía de perplejos se pueden utilizar las ver­
siones de D. Gonzalo y de J. Suárez. Sobre esta figura clave de la Edad
Media puede, además, leerse a Heschel y Orián. Para el conjunto del
pensamiento judío medieval hay, en cambio, que dirigirse a los trata­
dos no traducidos de Guttmann o Agus. Para la cábala y sus antece­
dentes, véanse los capítulos iniciales de J. H. Laenen, La mística judía
(trad. X. Pikaza y A. Alba, Madrid, Trotta, 2006).

9. La filosofía triunfante
El conocimiento de la filosofía cristiana medieval pasa, sin duda y
sin remedio, por la lectura de Étienne Gilson. Este pensador original
Bibliografia comentada 309

-tomista existencia!, podría quizá llamársele-, muerto en los 90 del


siglo pasado, ha escrito libros espléndidos sobre Agustín, Buenaven­
tura, Tomás, Bernardo, Duns Escoto, Dante, Abelardo, Avicena, el Es­
píritu de la Filosofía Medieval, el conjunto de toda ella y su influen­
cia en la formación de los problemas y los términos de la filosofía
moderna.
De aquí al último párrafo de este ensayo, el nombre de Gilson
acompaña siempre cualquier recomendación acerca de cualquiera de
los problemas o las personas que he tratado, a pesar de que mí propio
punto de vísta sistemático difiera considerablemente del gran maestro.
Para san Anselmo, lo mejor es leer el Proslogion, si no se puede
hacer en latín, en la traducción publicada en Tecnos. R. Rovira y M.
Pérez de Laborda han escrito textos interesantes sobre el argumento
ontologico. Un análisis profundo exige recurrir a D. Henrich, que no
ha sido traducido. Para las versiones contemporáneas del argumento
es una autoridad en España E. Romerales.
Hay ediciones españolas manejables tanto de las cartas entre Abe­
lardo y Eloísa (Alianza) como de la Historia calamitatum (Pentalfa).
También ha editado P. Santidrián en Tecnos el libro principal de Abe­
lardo sobre filosofía moral. San Bernardo ha sido editado hace poco
integralmente en la BAC. Interesan, sobre todo, los tratados conteni­
dos en el volumen I.

10. La filosofía en la universidad y la crisis del O ccidente

Las lecturas directas de las fuentes se pueden hacer, por lo que res­
pecta a san Buenaventura, santo Tomás y Juan Duns, en las ediciones
de la BAC, preferiblemente en las más recientes (sobre todo, la Suma
teológica hay que consultarla en la edición de la serie Maior o sólo en
latín, y mucho mejor si se hace en esta segunda forma, dadas las serias
deficiencias de la traducción). La Biblioteca de Pensamiento Medie­
val y Renacentista de Eunsa viene publicando en los últimos años tra­
ducciones de Tomás: Sobre el ente y la esencia, Cuestiones disputadas
sobre el alma, Comentarios al «De interpretatione», la «Ética a Nicó-
maco», «De sensu», «De memoria», la «Física» y la «Política» de
Aristóteles, Exposición del «Liber de causis», Cuestión disputada so­
bre las virtudes. De san Buenaventura se deberían consultar al menos
las primeras Cuestiones disputadas sobre la ciencia de Cristo, en la
edición del Instituto teológico Franciscano de Murcia.
310 Bibliografía comentada

Para el estudio de Tomás de Aquino, la bibliografía secundaria más


interesante es la debida a Jacques Maritain, Karl Rahner (.Espíritu en
el mundo), Cornelio Fabro, Étienne Gilson, A. D. Sertillanges, G. M.
Manser y G. Lafont (de quien he traducido su breve La sabiduría y la
profecía en Salamanca, Sígueme, 2007).
Lo más útil sobre Guillermo de Occam es el Cambridge Compa-
nion to Ockham, editado en 1999 por P. V Spade. Ilustra muy concen­
tradamente Ph. Boehner en su antología bilingüe (latín-inglés): Oc­
kham, Philosophical Writings (Edimburgo, Nelson, 1957).
En BAC se podrán leer las obras del Dante, incluso con el texto
italiano de la Comedia.
De las traducciones de obras de Eckhart al castellano, destacan las
de Amador Vega, en Siruela: El fruto de la nada y otros escritos.
Las traducciones del Cusano que más interesan son las de sus tra­
tados breves acerca de La visión de Dios (Pamplona,31999) y El prin­
cipio (Pamplona, 1994). También existe una versión española más an­
tigua del De docta ignorantia. Hay versiones nuevas, en la Biblioteca
Eunsa de Pensamiento Medieval y Renacentista, del De idiota, del De
possest y de La cumbre de la teoría. El mejor especialista en español
en Nicolás de Cusa es Mariano Álvarez Gómez, algunos de cuyos me­
jores trabajos sólo se han publicado en alemán, pero del que tenemos
en español, sobre todo, su reciente recopilación de ensayos: Pensa­
miento del ser y espera de Dios (Salamanca, Sígueme, 2004). Véase el
capítulo correspondiente en W. Schulz, El Dios de la metafísica mo­
derna (para este historiador, el Cusano es ya el primer capítulo, sal­
tando por encima de buena parte del pensamiento renacentista, de la
filosofía moderna).
Del infinito, el universo y los mundos, de Bruno, fue traducido por
Miguel Ángel Granada, profundo conocedor de la filosofía renacen­
tista entre nosotros, en Madrid, Alianza, 2001.
El príncipe, de Maquiavelo, ha tenido infinidad de ediciones en es­
pañol, la más interesante de las cuales quizá sea la de A. Tursi (Bue­
nos Aires, Biblos, 2003).
CRONOLOGÍA

EDAD ANTIGUA

Homero (siglo VIII a.C.)


Hesíodo (segunda mitad del siglo VlII-primera del VII a.C.)

1. P resocráticos: siglos VITV a.C.

Tales de Mileto (612-546) Anaxàgoras (500-428)


Anaximandro de Mileto (610-545) Zenón de Elea (490-430)
Anaximenes de Mileto (585-524) Meliso de Samos (siglo V)
Jenófanes de Colofón (580-475) Empédocles (483-430)
Leucipo (450-370)
Pitágoras de Samos (570-480)
Democrito (460-370)
Heráclito de Éfeso (544-480) Aristipo de Cirene (435-350)
Parmenides de Elea (515-440) Diógenes el Cinico (412-423)

2. F ilosofía clásica: siglos V-IV a.C.


Protàgoras (480-401) Platón (427-347)
Gorgias (483-375) Aristóteles (384-322)
Sócrates (469-399)34

3. F ilosofía helenística: siglos IV-II a.C.


Pirrón de Elis (365-275) Euclides de Megara (325-265)
Epicuro (341-270) Arcesilao (316-242)
Zenón de Citio (341-260)

4. F ilosofía romana: siglos I a.C.-II d.C.

Cicerón (106-43 a.C.) Epicteto (55-135 d.C.)


Séneca (4 a.C.-65 d.C.) Marco Aurelio (121-180 d.C.)
312 Cronología

5. P rimera filosofía judeocristiana: siglos I a.C.-IV d.C.


Filón de Alejandría (25 a.C.-50d.C.) Tertuliano (155-230)
Pablo de Tarso (mitad del siglo I) Clemente de Alejandría (fin siglo II)
Marción (85-165) Orígenes(185-254)
Justino (mitad del siglo II) Agustín de Hipona (354-430)
Ireneo de Lyon (130-202) Pseudo-Dionisio (entre siglos IV-V)

6. N eoplatonismo: siglos III-V d.C.


Amonio Saccas (175-245) Jámblico (250-325)
Plotino (205-269) Proclo (410-485)
Porfirio (232-304)

EDAD MEDIA
7. A lta E dad M edia : siglos V-XII

Boecio (480-542) Pedro Damián (1007-1072)


Isidoro de Sevilla (560-635) Ben Gabirol (1021-1058)
Mahoma (570-632) Anselmo de Aosta (1033-1109)
Máximo el Confesor (580-662) Pedro Abelardo (1079-1142)
Beda el Venerable (672-735) Bernardo de Claraval (1091-1133)
Juan Escoto Erígena (810-877) Pedro Lombardo (1100-1160)
Alfarabi (872-950) Averroes (1126-1198)
Avicena (980-1037) Maimónides (1135-1204)

8. B aja E dad M edia : siglos XIII-XIV


Alejandro de Hales (1185-1245) Tomás de Aquino (1225-1274)
Alberto Magno (1200-1280) Juan Eckhart (1260-1328)
Sigerio de Bramante (1240-1285) Juan Duns Escoto (1266-1308)
Roger Bacon (1214-1294) Guillermo de Occam (1285-1349)
Buenaventura (1221-1274) Nicolás de Oresme (1323-1382)

EDAD MODERNA
9. R enacimiento: siglos XV-XVI
Nicolás de Cusa (1401-1464) Francisco de Vitoria (1480-1546)
Erasmo de Rotterdam (1465-1536) Michel de Montaigne (1533-1592)
Maquiavelo (1469-1527) Giordano Bruno (1548-1600)
Nicolás Copérnico (1473-1543) Francisco Suárez (1548-1617)
Lutero (1483-1546) Francis Bacon (1561-1626)
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Abrahán: 168s, 23 ls Anaxágoras: 53s


Abu Bakr: 231, 235 Anaximandro de Mileto: 22, 34-
Abú Hanifa: 237 45,61
AbuTálib: 230 Anaximenes de Mileto: 18, 42-
Adeodato: 209 43, 46s, 152, 172
Adriano, emperador: 229 Andronico de Rodas: 87, 89, 103
Agar, esclava de Abrahán: 231 Anselmo de Aosta: 249-252,263,
Agripa: 163 265, 273, 278
Agustín de Hipona: 194, 204s, Antifonte: 63s
207-222, 224, 249-252, 255, Antioco IV Epífanes: 171
263,266,269, 272,278,283 Antistenes: 131s, 134s
Aisha, esposa de Mahoma: 232 Aquiba, rabí: 229
Al-Asharí: 238 Arcesilao: 163s
Alberto Magno: 87, 198, 267, Aristides: 183
281 Aristipo de Cirene: 127-131, 135
Alejandro de Afrodisia: 87, 241 Aristófanes: 63, 65
Alejandro de Hales: 258, 262 Aristóteles: 19, 22, 33, 42, 53,
Alejandro Magno: 85s, 1Oís, 85-120, 126, 128, 138, 152,
137, 163, 171, 193 161s, 195,213,239-244,248s,
Alfarabi: 243s, 265, 277 252, 254, 258, 262, 265, 267s,
Algazel; 238, 241 271s, 275,280s, 286, 290
Ali: 235s Arquimedes: 240
Alkindi: 241 Arrio: 184, 203
Ambrosio de Milán: 208s Atanasio: 202
Ambrosio, mecenas de Oríge­ Atenágoras: 183
nes: 199 Averroes: 87,239-244,262, 275
Ammonio Sakkás: 198s Avicena: 241-244,265,267,277,
Amos: 169 284
314 Indice onomástico

Bacon, F.: 289 Diodoro Crono: 124-126


Bacon, R.: 289 Diógenes Laercio: 123, 127,131-
Bar Kojbá: 229 133
Beda el Venerable: 222 Domingo de Guzmán: 257s
Ben Gabirol: 265s, 283 Duns Escoto, J.: 281-285, 285
Benito de Nursia: 209, 255 Einstein, A.: 54
Berengario: 247 Elkasái: 230
Bergson, H.: 54 Eloísa: 252
Bernardo de Claraval: 255s Empédocles: 53s, 152
Boecio: 87, 222-225, 248, 259, Enesidemo: 165
268,278 Epicteto: 124s, 158
Bradwardine, T.: 285 Epicuro: 22, 62, 127, 136-150,
Brentano, F.: 87 154
Buenaventura de Bagnoregio: Epiménides de Creta: 123
258, 262-266, 269, 278,281 Escoto Erígena, Juan: 223-229,
Buridán, J.: 290 248
Calderón de la Barca: 211 Espeusipo: 126
Calióles: 63s Esquilo: 32
Campanella, T.: 298 Eubúlides de Mégara: 123
Carlomagno: 186, 221, 246 Euclides de Mégara: 12Is, 135
Carlos el Calvo: 223 Eutiques: 185
Carnéades: 163, 165 Ezequiel: 170
Cayetano, cardenal: 296 Fausto: 208
Cicerón, M.T.: 87, 123,157-161, Fedón: 121
165,207s, 296 Fidias: 57
Cirilo de Alejandría: 185, 203 Filipo de Macedonia: 85s
Ciro de Persia: 131, 135, 170 Filón de Alejandría: 173, 175-
Cleantes: 158 177,179,188, 190s, 224s, 282
Clemente: 184, 191, 193s, 197s Focio de Constantinopla: 186
Critias: 63 s Francisco de Asís: 257s, 262,
Damascio: 224 264
Daniel: 172, 262 Francisco Suárez: 87
David: 168s Galeno: 240
Decio, emperador: 199 Galileo Galilei: 291
Demócrito: 54s, 148 Giordano Bruno: 293-295
Demóstenes: 86 Gorgias: 63s, 70, 131
Descartes, R.: 19,160,210,285, Gregorio VII: 246
299s Guillermo de Champeaux: 252
ín d ic e o n o m á stic o 315

Guillermo de Moerbeke: 268 Leibniz, G. W.: 54, 287


Guillermo de Occam: 282, 285- Leucipo: 54s
288 Locke, J.: 54
Hegesías: 127, 130 Lucrecio: 148
Heidegger, M.: 40 Luis de Baviera: 286
Heráclito: 18,38, 48- 50, 51-53, Lutero, M.: 285, 293, 296, 299
56, 124, 136, 152, 172 Mahoma: 230-235
Hesíodo: 26, 28-33, 34, 38, 123 Maimónides: 198, 241, 275
Hildebrando: 247 Maní: 207
Hipias: 62s Maquiavelo, N.: 297-300
Homero: 25-28, 30s, 34, 38s, 41, Marción: 186-189
46, 57, 60, 124, 167, 172,198 Marco Aurelio: 158, 178
Humberto: 185 María: 197, 232
Husain: 236
Marsilio Ficino: 296
Husserl, E.: 14
Máximo, discípulo de Pseudo-
Ibn Janbal: 238 Dionisio: 223
Ireneo de Lyon: 184, 191-193 Meliso de Samos: 52, 55
Isaac: 168 Metrodoro: 154
Isaías: 170, 220, 262 Miguel Cerulario: 185
Isidoro de Sevilla: 222 Miqueas: 170
Ismael, hijo de Agar: 23 ls Moisés: 168,170,173,176s, 190,
197, 202,217, 232
Jacob: 168, 170, 232
Ménica, madre de Agustín: 207
Jadicha, mujer de Mahoma: 230
Montaigne, M. de: 295
Jámblico: 224
Moro, T.: 298
Jenócrates: 126
Jenófanes de Colofón: 43 Nestorio: 185
Jenofonte: 131 Nicolás de Cusa: 291-293, 294s
Jerónimo de Estridón: 199 Nicolás de Oresme: 291
Jesucristo: 171s, 174s, 178-197, Nietzsche, F.: 152
201-203, 217, 225, 232, 245,
248, 255, 282, 297 Omeya: 235
José, hijo de Jacob: 168s, 225 Orígenes: 184, 191, 194,197-201
Julio César: 174 Oseas: 196
Justiniano, emperador: 199,224 Ovidio: 28
Justino: 187, 189-194, 199
Pablo de Samosata: 202
Kant, I.: 22, 127, 250, 254 Pablo de Tarso: 123, 173, 175,
Kierkegaard, S.: 300 178s, 181-183, 223s, 249,270
316 índice onomástico

Parménides: 18, 48, 50-52, 53- Sigerio de Brabante: 261


55, 80, 9 9 ,121-126 Simplicio: 87, 135
Pedro Abelardo: 87, 248, 252- Sócrates: 18, 20, 22, 27, 39, 60,
255, 259, 288 62-69, 70-72, 77s, 80s, 86,
Pedro Damián: 246 108,121,126s, 131,135,141,
Pedro Lombardo: 228, 259, 268 154, 167, 190, 194, 299
Pirrón de Elis: 162s Sófocles: 32
Pitágoras: 44-48, 49, 136
Taciano: 183, 191, 193, 249
Platón: 18, 22, 33, 39s, 58-65,
Tales de Mileto: 42, 52, 172
70-84, 85-87, 91s, 94, 97-99,
Teilhard de Chardin, R: 54
107, 121 s, 136, 146,156, 161,
Teodoro el Ateo: 127, 130
163, 167, 173, 176, 190, 196,
Teodosio, emperador: 208
217, 272
Tertuliano: 191, 193-197, 249
Plotino: 198, 205s, 208, 214,
Tito, emperador: 171, 229
217, 224
Tomás de Aquino: 87, 225, 248,
Porfirio: 87, 248
Posidonio de Apamea: 176 258-262, 266-284
Proclo: 224, 243 Trasimaco: 63
Protágoras: 21 s, 57-62, 63s, 77, Umar: 231, 235
127 Uzmán: 235
Pseudo-Dionisio Areopagita:
223-226, 240, 273 Valentín: 187
Vitoria, E de: 296s
Ramsés II: 168 Vives, L.: 296
Roscelino: 248
Rufino: 199 Wiclef, I: 285

Safo: 32 Zaratustra: 207


Salomón: 168s, 172s, 179 Zenón de Citio: 126, 133s, 149-
Séneca: 158, 196 156
Sexto Empírico: 165 Zenón de Elea: 22, 55s, 63, 123
ÍNDICE GENERAL

P rólogo .......................................................................................... 9

1. L a IDEA Y UN MAPA ............................................................................... 13


1. Idea de la filosofía y del filósofo .................................. 13
2. La tradición de Occidente.............................................. 16
3. Criterios para clasificar la tradición occidental: las nave­
gaciones de la teoría de la verdad.................................. 17
4. Más criterios: el mal contra el que se piensa................. 19

2. D e l m it o a l a n a t u r a l e z a ................................................ 23
1. El mito .............................................................................. 23
2. La poesía griega arcaica: Homero .................................... 25
3. La poesía griega arcaica: Hesíodo y su descendencia li­
teraria ............................................................................. 28
4. La primera navegación filosófica.................................. 33
5. Cómo se progresa en filosofía....................................... 41
6. La purificación de la vida humana ................................ 44
7. La tensión interna de la fisiología primitiva.................. 48
8. Hacia el escepticismo .................................................... 52

3. E scepticismo, pensamiento interrogativo y metafísica . 57


1. Protágoras y el nihilismo ............................................... 57
2. El desarrollo de la sofística ........................................... 62
3. La filosofía y el martirio ............................................... 65
4. El nacimiento de la metafísica....................................... 71

4. El s i s t e m a d e l c o s m o s ..................................................... 85
1. Los trabajos de Aristóteles............................................. 85
2. Mapa del sistema ........................................................... 87
318 Indice general

3. Teoría de la verdad......................................................... 90
4. Teoría de la realidad ...................................................... 100
5. Teoría de la acción......................................................... 108

5. E l dogmatismo y la vida bu en a ........................................... 121


1. Los amigos de lo ideal y de Parménides ....................... 121
2. El hedonismo y su curva declinante .............................. 126
3. Las consecuencias de la imposibilidad de la predicación 131
4. Cambio cultural en el final del siglo IV a.C................... 136
5. Que el placer es el s e r .................................................... 138
6. La vida consecuente según la naturaleza o la razón...... 149
7. La investigación aparentemente interminable y el desa­
simiento ......................................................................... 161

6. F ilosofía religiosa ........................................................... 167


1. La Biblia y la filosofía: Introducción al pensamiento del
Primer Testamento ......................................................... 167
2. Filón de Alejandría ........................................................ 175
3. Análisis de algunos textos decisivos del Segundo Testa­
mento ............................................................................. 177
4. Panorama global de los primerossiglos cristianos......... 182
5. Gnosticismo................................................................... 186
6. Los primeros pensadores de la Gran Iglesia.................. 189
7. Tertuliano....................................................................... 193
8. Orígenes......................................................................... 197
9. Nestorianismo y monofisismo....................................... 202

7. E l U no y la supraesencia ..................................................... 205

1. Plotino............................................................................ 205
2. Agustín .......................................................................... 207
3. De Boecio a Juan Escoto ............................................... 222

8. Talmud, islam, kálam ...................................................... 229


1. Fundamentos del islam .................................................. 229
2. Los conflictos intelectuales de los primeros siglos islá­
micos .............................................................................. 235
3. La filosofía en tierras del islam,hasta Averroes............. 240
Indice general 319

9. LA FILOSOFÍA TRIUNFANTE ................................................... 245


1. Dialécticos y antidialécticos. La controversia de los uni­
versales ........................................................................... 245
2. Anselmo......................................................................... 249
3. Pedro Abelardo .............................................................. 252
4. Bernardo de Claraval ..................................................... 255

10. La filosofía en la universidad y la crisis del O cci­


dente ............................................................................. 257
1. La estructura de la universidad medieval ...................... 257
2. Buenaventura y la metafísica de la escuela franciscana . 262
3. Tomás de Aquino y el aristotelismo cristiano................ 266
4. Duns Escoto................................................................... 281
5. Guillermo de Occam ..................................................... 285
6. Precursores medievales de la concepción moderna del
universo ......................................................................... 289
7. Nicolás de C usa............................................................. 291
8. Giordano Bruno............................................................. 293
9. Preocupaciones teológicas y políticasdel Renacimiento 295

E pílo g o ............................................................................................ 299

Bibliografía comentada .......................................................... 303


Cronología .............................................................................. 311
Indice onomástico................................................................... 313
H erm eneia 85

ada generación necesita evocar con sus


propias palabras los acontecim ientos, los persona­
jes y las ideas que han co nfig urado la tra d ició n en la
que habita. Sin reflexionar sobre la historia y desde
la historia, resulta d ifíc il situarse en el presente y
com prender los nervios fundam entales que carac­
terizan una determ inada época.

En este sentid o, reviste un v a lo r in e stim a b le


presentar ante los ojos del p rin cip ia n te el desarro­
llo v iv o de la filosofía en sus avances y retrocesos a
lo largo del tiem po, narrar la filosofía de tal manera
que sea posible apasionarse con ella y sus p o s ib ili­
dades. La in ic ia c ió n realm ente filo só fica a la filo s o ­
fía y su historia ha de ser, pues, una escuela esencial
de I ibertad, responsabi I idad y gozo.

Sócrates y herederos constituye la prim era par­


te de esta sugerente in tro d u cció n a la filo sofía o c c i­
dental, cuya co n tin uación tendrá por títu lo Descar­
tes y herederos.

M ig u e l G arcía-B aró es d o c to r en filo s o fía . D e­


sempeña su labor docente com o catedrático de esta
m ateria en la U niversidad de C om illas (M adrid) y
com o profesor en la Escuela de f¡ losofía de M adrid.

PVP: 20.00 €
ISBN: 978-84-301-1712-3

■ b | e D IC IO N E S SIGUEME

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