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CAPÍTULO 1

VISIÓN DE CONJUNTO
(DESDE GÉNESIS HASTA
MALAQUÍAS)

El desarrollo histórico del trato de Dios con su pueblo del Anti-


guo Testamento es en sí mismo una verdad emocionante. Especial-
mente cuando nos damos cuenta de que la historia del pueblo de
Dios que se desarrolla en la Palabra de Dios es también nuestra
propia historia, si hemos creído en el Señor. Nosotros somos tam-
bién pueblo de Dios. Lo que él le dijo a su pueblo hace miles de
años tiene ciertamente una gran significación para nosotros hoy en
día, porque Dios nunca cambia, y la necesidad que de Él tiene su
pueblo tampoco cambiará jamás. Ni cambiará tampoco la naturale-
za humana, a no ser por la gracia de Dios. En realidad, la revela-
ción del Antiguo Testamento es la narración de cómo Dios ha cam-
biado a una muchedumbre de pecadores, transformándolos en pro-
piedad suya, escogida entre los pueblos de la tierra. Puesto que esa
labor comenzada en el Edén continúa hoy en día, la nube de testi-
gos de los milenios pasados tiene mucho que decirnos a los de hoy.
El libro del Génesis nos habla sobre los orígenes del pueblo de
Dios sobre la tierra. Nos cuenta sobre el propósito creador de Dios,
y cómo creó ordenadamente todas las cosas, buenas y para su
gloria. En Él se recoge la entrada del pecado en la vida del hombre,
junto con la consiguiente pérdida de su amistad con Dios, que a su
vez lo condujo al sufrimiento y al juicio. La crónica de la perversión

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El plan de Dios en el Antiguo Testamento

del hombre que trajo como consecuencia el juicio terrible del diluvio
da testimonio de la necesidad que el hombre tiene de Dios y de su
gracia y salvación. Así, la idea de Dios como Salvador, que propor-
ciona esperanza a través de su gracia, se convierte en una de las
grandes doctrinas del Génesis y de toda la Palabra de Dios.
A través de todo el Antiguo Testamento podemos seguir una de
las señales distintivas de los hijos de Dios, a saber, aquella sensa-
ción de necesidad de él. Vemos así cómo Jacob, Moisés, David, y
Ezequías, entre muchos otros fieles, aprenden a confiar en Dios
por encima de todo, y a buscar en él las respuestas a todas las
perplejidades y pruebas de la vida.
Este es el pueblo de Dios, cuyos miembros son llamados uno a
uno a pertenecer a la familia de Dios, y señalados por su fe en él.
Así es como Dios llama a los que han de ser suyos, y este llamado
aparece por vez primera en el Génesis.
Abraham, Isaac, Jacob, Judá, y sus hermanos, son todos llama-
dos a la fe en Dios. También vemos cómo la fe que ha entrado por
la gracia de Dios en los corazones de los miembros de su pueblo
crece en cada uno de ellos. En ninguna otra parte del Antiguo o del
Nuevo Testamento ofrece la Escritura una visión más clara del
crecimiento de la fe en un hombre que cuando presenta el creci-
miento de la fe de Abraham.
Al mismo tiempo vemos cómo se va desarrollando otra cuali-
dad esencial del pueblo de Dios. El amor nace y crece en los que
por naturaleza eran pecadores hostiles luego que la gracia de Dios
efectúa su obra en sus corazones. Y así vemos a la familia de
Jacob, egoísta y beligerante, unirse más profundamente con lazos
de amor a través de las dificultades y las pruebas. Lo notamos de
manera especial en dos hombres del Génesis, Judá y José.
Además de la fe y el amor, otra marcada característica de los
hijos de Dios que se ve con frecuencia cada vez mayor en la Escri-
tura es la esperanza. Esta esperanza le llega al pueblo de Dios,

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Visión de conjunto

especialmente a Abraham y a sus hijos, a través de las promesas


de Dios. Dichas promesas abarcan principalmente dos grandes
esperanzas: la esperanza de una simiente (una multitud de descen-
dientes), y la esperanza de una herencia (un lugar permanente don-
de vivir en la presencia de Dios).
En el Antiguo Testamento; vemos cómo se desarrollan ambos
conceptos. La promesa de una simiente, dada por primera vez en
Génesis 3.15, donde es llamada «la simiente de la mujer», es reno-
vada posteriormente a Abraham. Se le da un hijo, Isaac, a través
del cual se canalizan todas las promesas de Dios. Se le asegura que
esa descendencia terminará convirtiéndose en una multitud. Y, como
señala el Nuevo Testamento, la simiente prometida a Abraham cul-
mina en una persona: el Cristo (Gá 3.16) .
De igual manera, la herencia prometida primeramente a
Abraham es la tierra de Canaán, tierra de promisión donde habrá
de habitar su descendencia. En la época de Josué la posesión se
convierte en una realidad, y en la de David, mil años después de
Abraham, crece hasta alcanzar desde el río de Egipto hasta el
Eufrates. Sin embargo, Israel a causa de su pecado, no es capaz de
retener su posesión, y el imperio se va hundiendo, hasta que la
misma Jerusalén cae en manos del enemigo.
En los días de la decadencia en particular el Señor comienza a
mostrarles un nuevo concepto, la esperanza de un nuevo cielo y
una nueva tierra, de una nueva Jerusalén. Ahora los ojos del pueblo
de Dios se levantan para esperar una herencia que no se desvane-
cerá, y hacia esa misma esperanza sigue señalando el Nuevo Tes-
tamento (1 P 1.3,4; Ap 21 y 22). Aunque la llamamos «esperanza
nueva», el escritor de la Epístola a los Hebreos aclara bien que aun
Abraham llevó consigo esta elevada esperanza hasta su muerte, y
lo mismo sucedió con los demás creyentes del Antiguo Testamento
(Heb 11.9,10,13-16).

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El plan de Dios en el Antiguo Testamento

Es necesario añadir una última observación con respecto al


pueblo de Dios cuando, en los días de Abraham, comenzó a estar
consciente de su llamamiento. El propósito de Dios no era sola-
mente derramar sus bendiciones sobre ellos sino también que se
convirtieran en un pueblo santo. Debían honrarlo y glorificarlo con
sus vidas, en medio de los hombres de la tierra. Para que pudieran
hacer esto, Dios los llamó a vivir una vida que lo honrara a través
de la obediencia a su Palabra.
Una de las expresiones más claras de este continuo deseo de
Dios para su pueblo se encuentra en Génesis 18.19, donde el Señor
habla del principal propósito por el cual había llamado a Abraham.
Dice el Señor: «Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa
después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y
juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado
acerca de él». Aquí vemos expresado llanamente que Dios, al esco-
ger primero a Abraham y llamarlo, tenía la intención de que tanto él
como su descendencia vivieran con una fidelidad tal que reflejaran la
voluntad de Dios en sus vidas. La realización misma de las bendicio-
nes que Dios había prometido a su pueblo dependía de si resultaba
evidente en sus vidas que eran verdaderos hijos suyos. Los términos
«justicia» y «juicio» usados aquí describen a través de toda la Escri-
tura las altas esperanzas que Dios tenía puestas en su pueblo. Nunca
suavizó sus exigencias, y a través de todo el período de la revelación
del Antiguo Testamento reclamó continuamente de sus hijos esta
vida y estos niveles de exigencia. Profeta tras profeta midió Israel a
través de esas exigencias de justicia y juicio.
Hay un momento en el que el Señor le dice a Abraham: «Anda
delante de mí y sé perfecto» (Gn 17. 1). Dios nunca altera ni suavi-
za estas exigencias. Así vemos a Jesús decir mucho más tarde a
sus discípulos: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre
que está en los cielos es perfecto» (Mt 5.48). No puede haber
exigencia mayor para el pueblo de Dios.

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Visión de conjunto

Más tarde, el Señor les dijo en el monte Sinaí a los que habían
salido de Egipto que ellos eran su pueblo santo. Inmediatamente
después de esta declaración, que está en el capítulo 19 del Éxodo,
en el siguiente capítulo, el 20, les dio a conocer su voluntad bajo la
forma de los Diez Mandamientos. Estos fueron, por tanto, dados al
pueblo de Dios como expresión de la clase de vida que él quería
que manifestaran al mundo.
A continuación de estas reglas específicas de conducta, que
abarcan la totalidad de la voluntad revelada de Dios y que exponen
más a fondo la voluntad de Dios con respecto a su pueblo, es decir,
el «hacer justicia y juicio», Dios les dio un gran número de ejemplos
o «juicios» que afectan a todos los aspectos de la vida. Así, siguien-
do el Éxodo, en el capítulo 21 les da numerosos ejemplos tomados
de la vida diaria y les enseña cómo toda faceta de su vida debe
reflejar un esfuerzo conscientes por hacer la voluntad de Dios (los
Diez Mandamientos).
Es aquí también donde Dios describe al pueblo los sacrificios o
los medios de hacer que se dé cuenta de sus pecados y de su
consiguiente necesidad del perdón divino. El pueblo no daría la talla
de las altas normas establecidas por Dios. Por lo tanto, Dios les dio
los sacrificios para impresionarlos con esta realidad y, al mismo
tiempo, con la seriedad misma del pecado. Este debería romper el
corazón de los hijos de Dios y hacerlo contrito ante él; así aprende-
rían a confiar en él. La totalidad del sistema sacrificial fue el medio
que usó el Antiguo Testamento para humillar al pueblo de Dios y
enseñarle a confiar en él. Además de todo eso, el sistema señalaba
la necesidad de un salvador que pudiera rescatarlos del pecado.
El tabernáculo, introducido también en este período de la revela-
ción, fue diseñado para mostrar al pueblo de Dios su necesidad espi-
ritual y para llevarlo a confiar en el Salvador que Dios habría de en-
viarle. En sí mismo era un esquema de la obra de Cristo, como testifi-
ca posteriormente el autor de la Epístola a los Hebreos (Heb 9 y 10).

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El plan de Dios en el Antiguo Testamento

El libro del Génesis recoge también el inicio de la obra de Sata-


nás, el gran enemigo de Dios y de su pueblo. A medida que se
revelan el plan y el propósito de Dios para con su pueblo, se ve a
Satanás en total oposición a los mismos y teniendo éxito cuando
provoca al hombre, creado por Dios, a adoptar el mismo corazón
rebelde y la misma naturaleza que él poseía. El Génesis recoge la
tentación y la caída del hombre y el origen de los hijos de Satanás,
los cuales continúan oponiéndose, a través de toda la historia de la
redención, a Dios y a su familia, los hijos de Dios.
Satanás comienza en el Edén, pero no se detiene allí. Después de
la caída, vemos a Caín, descendencia de Satanás, oponerse a Abel,
quien, no obstante ser su hermano según la carne, era alguien total-
mente ajeno a él en asuntos espirituales. Caín, como su padre el dia-
blo, intenta destruir al hijo de Dios y logra matar al justo Abel, pero no
puede frustrar el plan divino. Tan pronto como muere Abel, Dios hace
surgir de Adán y Eva otro hijo, Set, en cuyos días, los hijos de Dios
comenzaron a buscar al Señor. Es así como aparecen y se desarrollan
las dos sucesiones de seres humanos en la superficie de la tierra.
Desde el punto de vista de Dios, nunca ha habido más que dos
clases de hombres: los hijos de Dios y los hijos de Satanás. La
trayectoria de ambos grupos puede seguirse a través de todo el
Antiguo y el Nuevo Testamento, y sus respectivas categorías per-
manecen en realidad hasta nuestros días. Gran parte de las rique-
zas de la Palabra de Dios la vemos en la revelación bíblica con
respecto a la naturaleza de los hijos de Dios y los hijos de Satanás,
y el trato que Dios da a cada uno de ellos.
La oposición de Satanás continúa incluso después del diluvio.
Así encontramos, por ejemplo, que Abraham y sus hijos se enfren-
tan con la continua hostilidad de la descendencia de Satanás que
vive en Canaán. Más tarde, en Egipto, la malvada oposición de la
simiente de Satanás en la persona del faraón y los egipcios es bien
evidente. Cuando Israel sale de Egipto y se dirige de nuevo hacia

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Visión de conjunto

Monte Sinaí

Canaán, esta hostilidad de los enemigos de Dios aumenta. Toda la


historia de Israel está repleta de enemigos.
Trágicamente vemos cómo los hijos de Satanás se van infil-
trando gradualmente en la familia del pueblo de Dios, la iglesia del
Antiguo Testamento. Pronto habrá tantos incrédulos como creyen-
tes, o quizá aun más, en la iglesia, el cuerpo visible del pueblo de
Dios. En el Antiguo Testamento las hostilidades culminan con la
caída de Jerusalén y la consiguiente cautividad en Babilonia. Pero
la enemistad no termina ahí. Después del regreso, encontramos a
Jerusalén y a Judea llenas de enemigos del pueblo de Dios.
En los tiempos del Nuevo Testamento la iglesia se ve penetra-
da de nuevo por los no creyentes. Los agentes de Satanás en la
iglesia, la mayoría de los judíos de la época de Jesús, se alían final-
mente con el poder secular de Roma para expresar el máximo de
su hostilidad con la crucifixión del mismo Jesucristo, Hijo de Dios.
El Nuevo Testamento abunda aun más con respecto a la conti-
nua hostilidad entre el pueblo de Dios y los hijos de Satanás. Esto lo
vemos vivamente descrito en el capítulo doce del Apocalipsis.

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El plan de Dios en el Antiguo Testamento

Al señalar estos importantes temas en el Génesis, hemos mostra-


do también cómo están presentes a todo lo largo del Antiguo Testa-
mento: la necesidad que tiene el hombre de Dios; el llamado del pue-
blo de Dios; la labor opositora de Satanás. La Escritura traza después
la historia del trato de Dios con su pueblo en la historia de Israel.
Dicha historia ha sido escrita teniendo como fondo la del mundo secu-
lar. El surgimiento y la caída de las naciones y de los grandes imperios
están entretejidos en el plano posterior de la historia bíblica. La obra
de Dios para redimir a su pueblo no fue algo aislado de la realidad
cotidiana de la historia que se desarrollaba alrededor de Israel.
La historia del pueblo de Dios resulta ser la compilación de los
éxitos y fracasos de Israel, que dependen de su mayor o menor
obediencia a su Señor.
Cuando Israel heredó la tierra de Canaán, tuvo éxito y prospe-
ró en ella solo mientras se mantuvo sujeto a la Palabra y a la volun-
tad de Dios. Cuando los padres comenzaron a dejar de preocupar-
se por instruir a sus hijos de acuerdo con el deseo expreso de Dios
manifestado en Deuteronomio 6.4ss, toda la nación sufrió. Así lo
leemos en el recuento de los trágicos días de los jueces.
Cuando el pueblo era quebrantado por sus enemigos, y alcan-
zaba el punto extremo de la desesperación, Dios hacía surgir hom-
bres del estilo de Samuel y David, quienes le hablaban de volverse
a él. Los ejemplos de caudillaje de Saúl y de David muestran el
marcado contraste que existe entre un pastor del rebaño de Dios
que es infiel y otro que es fiel, confrontación que es típica de toda la
historia del Antiguo Testamento.
Cuando fallan los dirigentes, como sucedió en los tiempos de
Salomón y sus sucesores, los trágicos resultados afectan a toda la
iglesia, y todos sufren, tanto los pecadores como los santos. Tanto
la descendencia de Satanás en Israel como los creyentes verdade-
ros sufren las consecuencias de las infidelidades de Israel.

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Visión de conjunto

Para contrarrestar la mala influencia de Salomón y de otros


como él, que llevaron a Israel por caminos de perdición, ciertos
escritores anónimos de la Palabra de Dios les hicieron resistencia
escribiendo obras como el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés.
El estudio de dichos libros muestra lo devastadora que puede ser la
infidelidad de los líderes para toda la iglesia.
También para contrarrestar la mala influencia de Salomón y sus
malvados sucesores al trono de Israel, Dios hizo surgir una continua
oleada de profetas. Estos profetas se enfrentaron valientemente a la
hostilidad de la falta de fe que existía en Israel para exhortar a aque-
llos que confiaban en Dios a continuar siéndole fieles.
Desde Joel en el siglo noveno antes de Cristo, quien previene
contra la decadencia espiritual, mientras el gozo de servir a Dios
desaparece de los corazones del pueblo; a través de todo el siglo
octavo, con el gran número de profetas que denuncian los pecados
sociales y las injusticias de sus días; y hasta los siglos séptimo y
sexto, con su deterioro espiritual, Dios envía profeta tras profeta para
que llamen al pueblo al arrepentimiento y al regreso a su Señor.
Amós reprende su falta de amor mutuo, mientras que Oseas
describe su falta de amor a Dios. Jonás representa la aversión de
algunos de los verdaderos hijos de Dios a obedecerle y someterse a
sus designios redentores para con los hombres. Jeremías enfoca la
condición pecadora de los corazones en el pueblo, y señala con
esperanza una solución definitiva que vendrá de parte de Dios: el
cambio de corazón.
En la cautividad, profetas como Ezequiel y Daniel dan testimo-
nio de la gracia continua de Dios y de cómo él sostiene a quienes
ponen en él toda su confianza.
La doctrina del remanente, que fue presentada en el siglo octa-
vo por los profetas Amós e Isaías, y desarrollada posteriormente
por los profetas Jeremías y Ezequiel, muestra que aunque el pueblo

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El plan de Dios en el Antiguo Testamento

de Dios deberá pasar por grandes pruebas y terribles juicios, Dios


preservará a todos aquellos que pongan su confianza en él. En
ningún otro lugar tenemos una expresión mejor y más ferviente de
esta esperanza que en el profeta Habacuc, cuyo ministerio se de-
sarrolla en la época de la caída de Jerusalén.
El remanente del pueblo de Dios regresó de veras a su tierra.
De la cautividad de Babilonia salió el gran contingente de todos
aquellos que querían hacer la voluntad de Dios. Este remanente
regresó a Jerusalén y reconstruyó su templo y sus muros. Esta
época está marcada por un gran amor por la Palabra de Dios, y en
especial por la Ley de Moisés. Es un período de reavivamiento y de
regreso, o al menos, de un gran deseo de regresar a los altos nive-
les de exigencia que Dios había fijado para su pueblo en la Ley de
Moisés.
Durante todo este tiempo, de avivamiento o decadencia espiri-
tual del pueblo de Dios según se narra en el Antiguo Testamento,
hay continuamente salmos, cantos, y proverbios que expresan la fe
de los hijos de Dios que vivieron a través de todas esas épocas. Los
autores de la mayoría de esos escritos nos son desconocidos. Pero
puesto que han sido conservados en la Palabra de Dios, sabemos
que lo que expresan, como cualquiera otra porción de las Escritu-
ras, es Palabra de Dios.
Job manifiesta la fe de un hijo de Dios, probada en la confronta-
ción con pruebas sumamente difíciles, pérdidas y sufrimientos. Es un
testimonio de la longanimidad de Dios, comunicada a su vez a un hijo
suyo, dándole fuerzas para mantenerse en su fe, aun en los momen-
tos en que las personas más cercanas a él estaban en duda.
Los Salmos recogen en forma bella la fe de muchos de los hijos
de Dios, además de David, el gran salmista. Quizá el Salmo prime-
ro es el que mejor ejemplifica el contenido de todo el libro. Presenta
la justicia del pueblo de Dios, en contraste con la maldad de los que
no tienen fe. Aquí, como en muchos otros lugares, el hijo de Dios se

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Visión de conjunto

describe como un árbol trasplantado junto a corrientes de aguas de


gracia y de la Palabra de Dios. Da su fruto a su tiempo y su hoja no
cae. Ilustra maravillosamente la dependencia absoluta de los hijos
de Dios en la Palabra y el poder sustentador de ese Dios. La pone
también en fuerte contraste con la estéril vida del malvado, y su
inevitable final sin esperanza y sin herencia.
Hemos esquematizado aquí solo brevemente el desarrollo del
contenido del mensaje que Dios presentó a su pueblo en el Antiguo
Testamento. Ello basta para demostrar la gran importancia que tie-
ne este antiguo mensaje de Dios para su pueblo de hoy en día. La
validez siempre actual de la Palabra de Dios fue elocuentemente
expresada por el mismo Jesús cuando le hablaba a su propia gene-
ración. En cierta ocasión les replicó a los fariseos: «Abraham vues-
tro padre se gozó de que había de ver mi día, y lo vio, y se gozó....
Antes que Abraham fuese, yo soy» (Jn 8.56,58). Como afirma tam-
bién el autor de la Epístola a los Hebreos: «Jesucristo es el mismo
ayer, y hoy, y por los siglos» (Heb 13.8). El Cristo eterno hace que
la Palabra de Dios sea siempre para el pueblo de Dios algo impor-
tante y de sabor contemporáneo.
En los capítulos siguientes, pues, haremos algo más que estudiar
la vida de un pueblo antiguo y aprender cosas sobre el mismo. Vamos
a estudiar la revelación que hace Dios mismo sobre su verdad y su
voluntad con respecto a su pueblo, no solo el pueblo de las épocas
antiguas sino el de todos los tiempos. En este estudio tenemos mucho
que aprender para nuestros días y para nuestra vida cotidiana.

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