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VISIÓN DE CONJUNTO
(DESDE GÉNESIS HASTA
MALAQUÍAS)
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El plan de Dios en el Antiguo Testamento
del hombre que trajo como consecuencia el juicio terrible del diluvio
da testimonio de la necesidad que el hombre tiene de Dios y de su
gracia y salvación. Así, la idea de Dios como Salvador, que propor-
ciona esperanza a través de su gracia, se convierte en una de las
grandes doctrinas del Génesis y de toda la Palabra de Dios.
A través de todo el Antiguo Testamento podemos seguir una de
las señales distintivas de los hijos de Dios, a saber, aquella sensa-
ción de necesidad de él. Vemos así cómo Jacob, Moisés, David, y
Ezequías, entre muchos otros fieles, aprenden a confiar en Dios
por encima de todo, y a buscar en él las respuestas a todas las
perplejidades y pruebas de la vida.
Este es el pueblo de Dios, cuyos miembros son llamados uno a
uno a pertenecer a la familia de Dios, y señalados por su fe en él.
Así es como Dios llama a los que han de ser suyos, y este llamado
aparece por vez primera en el Génesis.
Abraham, Isaac, Jacob, Judá, y sus hermanos, son todos llama-
dos a la fe en Dios. También vemos cómo la fe que ha entrado por
la gracia de Dios en los corazones de los miembros de su pueblo
crece en cada uno de ellos. En ninguna otra parte del Antiguo o del
Nuevo Testamento ofrece la Escritura una visión más clara del
crecimiento de la fe en un hombre que cuando presenta el creci-
miento de la fe de Abraham.
Al mismo tiempo vemos cómo se va desarrollando otra cuali-
dad esencial del pueblo de Dios. El amor nace y crece en los que
por naturaleza eran pecadores hostiles luego que la gracia de Dios
efectúa su obra en sus corazones. Y así vemos a la familia de
Jacob, egoísta y beligerante, unirse más profundamente con lazos
de amor a través de las dificultades y las pruebas. Lo notamos de
manera especial en dos hombres del Génesis, Judá y José.
Además de la fe y el amor, otra marcada característica de los
hijos de Dios que se ve con frecuencia cada vez mayor en la Escri-
tura es la esperanza. Esta esperanza le llega al pueblo de Dios,
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Más tarde, el Señor les dijo en el monte Sinaí a los que habían
salido de Egipto que ellos eran su pueblo santo. Inmediatamente
después de esta declaración, que está en el capítulo 19 del Éxodo,
en el siguiente capítulo, el 20, les dio a conocer su voluntad bajo la
forma de los Diez Mandamientos. Estos fueron, por tanto, dados al
pueblo de Dios como expresión de la clase de vida que él quería
que manifestaran al mundo.
A continuación de estas reglas específicas de conducta, que
abarcan la totalidad de la voluntad revelada de Dios y que exponen
más a fondo la voluntad de Dios con respecto a su pueblo, es decir,
el «hacer justicia y juicio», Dios les dio un gran número de ejemplos
o «juicios» que afectan a todos los aspectos de la vida. Así, siguien-
do el Éxodo, en el capítulo 21 les da numerosos ejemplos tomados
de la vida diaria y les enseña cómo toda faceta de su vida debe
reflejar un esfuerzo conscientes por hacer la voluntad de Dios (los
Diez Mandamientos).
Es aquí también donde Dios describe al pueblo los sacrificios o
los medios de hacer que se dé cuenta de sus pecados y de su
consiguiente necesidad del perdón divino. El pueblo no daría la talla
de las altas normas establecidas por Dios. Por lo tanto, Dios les dio
los sacrificios para impresionarlos con esta realidad y, al mismo
tiempo, con la seriedad misma del pecado. Este debería romper el
corazón de los hijos de Dios y hacerlo contrito ante él; así aprende-
rían a confiar en él. La totalidad del sistema sacrificial fue el medio
que usó el Antiguo Testamento para humillar al pueblo de Dios y
enseñarle a confiar en él. Además de todo eso, el sistema señalaba
la necesidad de un salvador que pudiera rescatarlos del pecado.
El tabernáculo, introducido también en este período de la revela-
ción, fue diseñado para mostrar al pueblo de Dios su necesidad espi-
ritual y para llevarlo a confiar en el Salvador que Dios habría de en-
viarle. En sí mismo era un esquema de la obra de Cristo, como testifi-
ca posteriormente el autor de la Epístola a los Hebreos (Heb 9 y 10).
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