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bos, etc.

Refiere como cosa absolutamente cierta que un hermanito suyo «murió de un mal en la
rodilla causado por embrujamiento» (per veneficia in genu); que no lejos de Eisleben vio él a
varios endemoniados, especialmente a uno que jugaba con el diablo y le metía la mano en la
boca; que en Sajonia existían «muchas brujas, que hechizaban a los animales y a los hombres,
particularmente a los niños, y dañaban a los sembrados con granizadas y tormentas»; que,
estudiando él en Eisenach, oyó contar que una hermosa y casta mujer de aquella ciudad había
parido un lirón o ratón (Glis, Maus); que bajo las aguas del lago de Pubelsberg, en el condado de
Mansfeld, se hallaban prisioneros muchos diablos, los cuales provocan terribles tempestades si
alguien los molesta tirándoles alguna piedra.
Como los demonios habitan en los lagos, en los ríos, en el mar, de ahí que el hombre no tenga
en el elemento acuático tanto poder como en el terrestre. Los baños fluviales son peligrosos aun
en verano; por eso Lutero juzgaba más prudente bañarse en casa. Cuando los espíritus malignos
se transforman en gatos, monos o en otros bichos, tienen la misma fuerza, no mayor, que esos
animales. La explicación de que los loros y papagayos pronuncien palabras y de que los micos
remeden los gestos del hombre, es que dentro de ellos está el demonio. De los demonios íncubos
y de las mujerzuelas (Teufelshuren) que de ellos pueden engendrar hijos no le cabe la menor
duda. Admite como hecho muy real las conversaciones del Dr. Fausto —personaje histórico
nacido hacia 1480— con el diablo. Éste engaña frecuentemente a los hombres con ilusiones de la
fantasía, como en el caso de un monje que se comió media carretada de heno, y en el de un
hombre de Nordhausen que se tragó el carro con el carretero y con el caballo, mas luego se vio
que era un engaño demoníaco.
Todo lo pantanoso, lo malsano, lo mefítico, según Lutero, tenía relación con el espíritu
maligno. Más de una vez se alucinó en su vida, creyendo ver y oír a Satán, en forma de perro o de
cerdo, que se acercaba a molestarle y a disputar con él. No siempre se trataba de alucinamiento;
en ocasiones era solamente una falsa interpretación de un fenómeno natural. Dado el humorismo
burlón con que solía conversar con tales fantasmas y quimeras, más bien que de demonios, parece
tratarse de pobres diablejos de folklore.
Relatos espantables y leyendas supersticiosas llegarían a sus oídos por la noche, después de
cenar, de labios de su propio padre, pues sabido es que entre los mineros, que trabajaban en las
tenebrosas entrañas de la tierra, entre tímidas luces parpadeantes y sombras movedizas, cundían
fácilmente las más absurdas creencias en seres misteriosos, en espectros y estantiguas.
Mas no todo lo que oía el niño eran cosas de susto. Con la alegría de los demás chiquillos de
su edad escuchó cuentos alegres, jugó y retozó con sus compañeros en la plaza y en el campo,
participó en las fiestas populares y religiosas, que eran frecuentísimas.
También aprendió en el seno de su familia lecciones útiles y provechosas, historias
consoladoras, ejemplos de virtud cristiana. En Cuaresma, en Pascua de Resurrección, en
Pentecostés, en Navidad, en las principales festividades litúrgicas, oiría hablar y predicar de
Cristo, nuestro Salvador; de la Virgen María, Madre de Dios y Abogada nuestra; de los apóstoles
y santos, especialmente de San Pedro, de San Juan, de San Martín, de San Jorge, patrono de su
parroquia, y de Santa Ana, cuyo culto se propagaba mucho en aquellos días, particularmente
entre los mineros; tanto que el mismo Lutero dirá en 1518 que «esta Santa es ahora casi más
ensalzada que la bienaventurada Virgen María».
Con sus padres y hermanos frecuentaría la iglesia parroquial todos los días festivos para oír la
misa solemne por la mañana y las vísperas por la tarde. Y sería su madre la que en casa le
enseñaría a rezar, en su jugosa lengua germánica, el padrenuestro, el avemaría, la salve, el credo,
las oraciones de la mañana y de la noche. En la escuela pública las aprendería en latín.

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