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EDITORA JUVENIL-

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H. ALMENDROS

PASTEUR Y FINLAY

EDITORA J U V E N I L / EDITORIAL NACIONAL DE CUBA


ILUSTRACIONES / VALLMAJOR

Comprado a-

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Impreso en Cuba
Printed in Cuba

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PASTEUR
gran héroe del mundo
(1822 -1895)
. .en la serena paz de los laboratorios y de las bibliotecas
No hace muchos años, una revista invitó a todos
los franceses a que contestaran esta pregunta:
¿Quién ha sido el más grande héroe de Francia?
Muchos franceses se pusieron a pensar para respon-
der, porque Francia ha tenido muchos hombres he-
roicos en su larga historia.
¿Dijeron los franceses que el más grande héroe de
Francia había sido un valeroso general, un gran rey,
un distinguido político, un explorador audaz . . .?
No; los franceses dieron su voto a un hombre sen-
cillo y humilde. Ese hombre bueno y sabio fue Luis
Pasteur. ¿El más grande héroe de Francia? Sí, un héroe,
porque con su trabajo logró hacer más que nadie por
proteger la salud y la vida de los hombres.
¿Quién fue Luis Pasteur? ¿Qué hizo en su vida Luis
Pasteur?

Infancia y juventud

Nació en Dole, pueblo del este de Francia, donde


sus padres tenían un pequeño negocio de curtidores.
Pasó luego la familia a vivir en Arbois, pueblecito
entre nubes y montañas, y allí fue Luis a la escuela y
vivió su niñez feliz, de vida tranquila, de juegos, de
gozo del limpio aire del campo que a veces bajaba frío
de la nieve de las cumbres.
No era alto el pequeño Luis, pero era robusto como
un campesino. Ayudaba en el trabajo a su piadre y, en

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la escuela, ¡ah! qué cuidadoso y cumplidor alumno era
en la escuela..
—¿A qué piensa usted doctor dedicar a su hijo?
—le preguntaban al padre de Luis. Y él respondía: *
—¿No ven lo bien que pinta ese chico? Hace ya re-
tratos y cuadros muy bonitos. Yo creo que será pintor.
Quizás llegue a ser un gran artista.
Y era verdad que Luis pintaba bien, pero su in- ¡
teligencia y aquellos buenos maestros que tuvo cuando
fue mayor, lo guiaron por otros caminos. Cursó la se-
gunda enseñanza en una ciudad próxima, y ya entonces
se distinguió por su talento y su constancia en el tra-
bajo aquel joven estudiante que tenía un poco el as-
pecto de un muchacho de campo.
Reduciendo los gastos de la casa, los padres de Luis
se dispusieron a ayudar a su hijo, y Luis se fue a París.
Allí dio lecciones en un colegio para mantenerse con
su propio trabajo, y estudió en la Sorbona con muy
buenos maestros, como Dumas, el más grande químico
de Francia en aquel tiempo.
A los veinticinco años recibió Luis Pasteur el di-
ploma de doctor en Química y comenzó a trabajar
como profesor en colegios y universidades. Era profesor
joven, pero ya famoso por su mucho saber Sus alumnos
lo admiraban y se sentían atraídos por el entusiasmo
que ponía en el estudio. Y todos lo querían porque
era bueno y era sabio.

Pasteur descubre lo que hacen los microbios t

Un día fueron a ver al joven químico unos coseche-


ros de vino.
—Profesor Pasteur, venimos a pedirle su ayuda. Es-
tamos alarmados. No se sabe por qué los vinos se
vuelven agrios y ya no sirven. Toda nuestra producción
está en peligro. Usted que sabe tanto podría descubrir
el misterio y podría salvar de la ruina esta gran indus-
tria de Francia.
Pasteur visitó las bodegas; lo miró y lo observó
todo y se llevó a su laboratorio muchas muestras de
vinos todavía buenos y de vinos echados a perder.
El joven profesor estudiaba y pensaba. Pasaba
horas y horas haciendo pruebas y reflexionando en
aquello, que parecía misterioso. ¿Por qué el jugo de la
uva fermenta y se convierte en vino? ¿Por qué el vino
se vuelve luego agrio? ¿Por qué se corta la leche y se
agria también? ¿Por qué la leche se convierte en queso?
¿Por qué se pudren las carnes y muchos otros alimentos?
No era posible que todas aquellas sustancias se trans-
formasen por sí solas; tenía que haber algo que las hi-
ciera cambiar; algo que no vemos, que no se deja des-
cubrir fácilmente y qfle nadie sabe lo que es.
Pasteur mira, busca día tras día. Deja fermentar
jugos de frutas en tubos de vidrio, deja que se vuelvan
agrios los vinos en otros tubos, observa, analiza, piensa. . .
Mira y vuelve a mirar cien veces unas gotas en el mi-
croscopio. Por fin llega a distinguir algo. En el micros-
copio se ve. . . sí, es algo raro. Aquí y allá se percibe
apenas algo como unas esférulas transparentes, juntas,
en fila. . . Parecen diminutos collares rotos. En el jugo
recién sacado de la uva se ven pocos, pero luego, con-
forme pasan las horas, hay más y más; hay muchísimos.
Sí, Pasteur va a decir lo que ha descubierto. Muchos
no lo creerán, pero él está seguro. Lo que él ha visto
al microscopio son seres vivos, tan sumamente pequeños
que no se ven a simple vista; pero son seres vivos, son
microbios.

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—Y ¿de dónde salen tantos microbios? —preguntaban
con burla los que no comprendían ni querían creer.
Y Pasteur explicaba:
—Esos seres pequeñísimos, plantitas o animales mi-
croscópicos, están en todos sitios: en el aire, en las
aguas, en todo lo que nos rodea. Unos son animales y
otros, plantas; pero los microbios más abundantes son
plantas, a las que llamamos bacterias. Estas bacterias
que yo he visto, esos pequeñísimos hongos no nacen
ahí, en el jugo de uva, sino que caen en él, porque están
en el aire. Como se reproducen con gran rapidez, hora
tras hora, por pocos que caigan se vuelven muchísimos
al cabo de días; millares, millones. . . Para alimentarse
y reproducirse toman algunas sustancias del jugo azu-
carado de las frutas y dejan otras, y así los jugos dulces
se transforman en vino, o los vinos se tornan agrios.
T o d o eso lo hacen esas bacterias.
Lo mismo pasa con la leche. Lo mismo ocurre con
las cosas que se pudren. Se pudren porque se apoderan
de ellas las bacterias y las descomponen.
Lo que decía Pasteur en aquel tiempo en que se
sabía muy poco de los microbios, parecía una idea rara.
Hasta muchos hombres de ciencia pensaban que todo
aquello eran invenciones y fantasías. Pero Pasteur probó
que su descubrimiento era cierto. Había observado
también que muchas bacterias se reproducen mejor
donde hay un poco de calor, y que no pueden vivir a
la temperatura del hielo y a temperaturas un poco altas.
Llamó entonces a los cosecheros y les dijo:
—Lo que tienen ustedes que hacer es calentar el
vino hasta 63 grados. A esa temperatura mueren las bac-
terias que lo vuelven agrio.

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Así lo hicieron, y los vinos no se agriaron, y de esa
manera se salvó la gran industria que había estado en
peligro.
Desde entonces ya se sabe que ésta es una manera de
librar de bacterias los vinos, la leche y muchos otros ali-
mentos: calentar hasta 60 grados, y luego tapar bien las
botellas para que no vuelvan a entrar los microbios, y
dejar enfriar. Esto es lo que se llama pasteurizar o, mejor,
pasterizar, que quiere decir emplear el procedimiento
que descubrió Pasteur para conservar algunos alimentos.

Cazador de microbios
Era asombroso lo que había descubierto el joven
químico. Los microbios habían existido siempre, pode-
rosos e invisibles, y el hombre casi no sabía nada de
ellos. Era como si, de pronto, apareciera un mundo
nuevo hasta entonces ignorado: el mundo de los seres
pequeñísimos, invisibles.
Pasteur se convirtió en gran explorador y cazador de
ese mundo en que los diminutos seres, unos buenos y
otros malos para la vida del hombre, tienen que ser
sorprendidos a través de las lentes del microscopio.
No era cazador caprichoso; no se pasaba días y no-
ches, sin reposo, buscando por diversión aquella caza;
Pasteur había descubierto también que muchas de las
enfermedades que padecen los animales y que padece
el hombre son producidas por microbios enemigos que
entran en el organismo y se apoderan de él y lo enve-
nenan y enferman.
Cuando más empeñado estaba en su trabajo sufrió
Pasteur una hemorragia cerebral. Era todavía joven;
cuarenta y cinco años tenía y la muerte lo anduvo ron-
dando de cerca.

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Su gran fuerza de voluntad se sobrepuso a esta des-
gracia. No decayó su ánimo. Trabajosamente hizo se-
guir medio lado de su cuerpo paralizado y continuó asis-
tiendo a su laboratorio con dos médicos compañeros y
amigos. Había declarado la guerra a los microbios que
eran gérmenes de enfermedades, y se ilusionaba con
llegar a vencerlos a todos. Era preciso trabajar mucho
para descubrir todos los gérmenes, y luego había que
inventar la manera de destruirlos o de impedirles que
hicieran daño.
¡Tremendo problema! ¿Cómo conseguir dominar a
esos seres invisibles? ¿Cómo impedirles que fueran tan
dañinos? ¿Se les podría presentar de frente algún ene-
migo que los destruyera o les quitara su poder?
Pasteur y sus ayudantes hacían pruebas, descubrían
gérmenes de enfermedades, los conservaban en tubos
de vidrio con líquidos para que siguieran viviendo,
imaginaban maneras de debilitarlos o de acabar con
ellos como si fueran invisibles fieras.

Descubridor de vacunas
Un día les dijo Pasteur a sus ayudantes:
—Inyecten a esos dos pollos aquellos gérmenes del
cólera de las aves que tenemos tanto tiempo guardados.
Ya deben haberse debilitado mucho en ese tiempo.
Los dos pollos enfermaron débilmente y sanaron en-
seguida.
Poco después volvió a decir Pasteur:
—Inyecten ahora a esos dos pollos y a otros seis este
germen fresco.del cólera.
A los dos días Pasteur miraba con asombro el resul-
tado: todos los pollos habían muerto, menos los dos
que habían tenido anteriormente la enfermedad débil.
Los ojos de Pasteur se iluminaron de gozo. ¡Ya está!
Hemos descubierto algo de capital importancia: cuando

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un enfermo sana, su cuerpo queda protegido, defendido
o inmunizado por tiempo más o menos largo contra la
enfermedad que sufrió.
Lo que había descubierto Pasteur tiene esta expli-
cación: cuando los gérmenes entran en nuestro cuerpo,
se multiplican rápidamente y producen sustancias ve-
nenosas, o toxinas, de las que se va cargando la sangre.
El organismo se siente atacado como una plaza fuerte
por un enemigo. En cuanto comienza el ataque, el or-
ganismo se dispone a defenderse, y empieza a producir
unas sustancias que tratan de destruir las toxinas. Si el
organismo produce la suficiente cantidad defensiva
de antitoxinas, los gérmenes atacantes son vencidos y
no pasa adelante la enfermedad. Y ocurre además algo
admirable; y es que, cuando el cuerpo se defiende y
vence el ataque de los gérmenes, queda en la sangre
buena cantidad de antitoxinas, que allí permanece como
centinela contra otros gérmenes que puedan atacar.
Y Pasteur pensó:
Si yo inyecto en un organismo microbios debilitados,
se producirá una enfermedad débil y sin peligro, y de
esa manera el cuerpo producirá en la sangre como una
fuerte defensa contra otros gérmenes de esa enfermedad
que puedan llegar. El organismo estará así protegido.
Pasteur acababa de encontrar la defensa contra en-
fermedades, por medio de la vacuna, pues las vacunas
actúan así.

Pasteur prueba lo que ha descubierto


Las gentes de aquel tiempo no querían creer lo que
Pasteur decía. Los mismos médicos se resistían a admitir
unas ideas que parecían tan fantásticas. Pero Pasteur
tuvo ocasión de ofrecer una prueba que causó el asom-
bro de todos.

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Morían en gran cantidad las ovejas de los rebaños,
atacadas de carbunco. Pasteur y sus ayudantes habían
trabajado varios años para descubrir el germen de aquel
mal; les había inyectado a unos carneros gérmenes de-
bilitados, y los animales habían resistido muy bien.
Pasteur anunció que las ovejas que fueran así vacunadas
no contraerían el carbunco.
Los veterinarios se burlaban de aquellas seguridades
de Pasteur y lo desafiaron a que demostrara pública-
mente lo que afirmaba.
—Sí, vamos a hacer la prueba —dijo Pasteur—. Hay
que convencerlos para que se dispongan, ya sin dudas, a
salvar vidas con mis procedimientos.
La prueba se llevó a cabo en la ciudad de Melún,
cerca de París. Se juntaron allí muchos campesinos y
muchos hombres de ciencia. En unos rediles, en el cam-
po, se habían reunido cincuenta ovejas, y a veinticinco
de ellas les inyectaron gérmenes débiles los ayudantes
de Pasteur. Ninguna de las vacunadas murió, y conti-
nuaron en los rediles como las demás. Poco tiempo
después inyectaron buena cantidad de gérmenes a todas
las ovejas; a las vacunadas y a las no vacunadas. ¿Qué
pasaría ahora?
Dos días después fueron juntos al campo muchos
médicos, veterinarios, políticos, periodistas. . . Algunos
iban con el deseo ele asistir al fracaso de aquel profesor
a quien se le ocurrían ideas raras. Pasteur iba también,
con sus ayudantes.
Gran sorpresa y general asombro cuando llegaron
todos a los rediles. Sólo estaban vivas las ovejas que ha-
bían sido vacunadas; las demás habían muerto atacadas
de carbunco.

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La vacuna antirrábica
Los adversarios de Pasteur eran muchos, pero cada
día aumentaba el número de los que admitían los des-
cubrimientos del sabio y empezaban a trabajar con él.
Ni la parálisis, ni las desgracias familiares aparta-
ban a Pasteur del apasionado y constante trabajo de
su laboratorio. Habían pasado los años, ya no era joven,
y tenía que aprovechar el tiempo para poder salvar a
la humanidad de los peligros de las enfermedades.
Le preocupaba un terrible mal del que guardaba
recuerdo imborrable. Desde su infancia no había po-
dido olvidar los sufrimientos y la muerte espantosa de
unos niños, allá en Arbois, mordidos por perros rabiosos.
¡La rabia! ¡La rabia cruel e incurable!
Trabajaba, dormía poco, hablaba poco; desde el ama-
necer trabajaba. Recogía la baba de los perros enfer-
mos de rabia. No encontraba en ella microbios, pero
allí estaba con seguridad la sustancia, el virus que pro-
ducía el mal al entrar en la sangre con el mordisco de
los animales enfermos. Al fin consiguió recoger el virus
y pudo debilitarlo; luego lo inyectó en unos perros.
—Estos perros así vacunados —dijo Pasteur-— han que-
dado defendidos y no sufrirán el terrible mal aunque
les muerdan los perros rabiosos.
Los médicos comprobaron que era cierto lo que
Pasteur afirmaba, y todo el mundo se entusiasmó al
saber que había un remedio para la horrible enfermedad.
Pasteur sentía una honda preocupación. En su po-
der tenía algo que no era la vacuna del carbunco para los
animales, sino el virus debilitado de la rabia.
Y este virus tendría que ser inyectado en alguna oca-
sión en niños mordidos, en seres humanos. ¿No se pon-
dría así en peligro la vida de las personas?

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Un día se presentó en el laboratorio de Pasteur una
mujer con un niño en la mano. La mujer imploró con
gesto de angustia:
—¡Salve usted a ' m i hijo, doctor! ¡Mi pobre niño!
Le mordió un perro rabioso hace dos días, allá en nues-
tro pueblo de Alsacia! ¡Mire todo el cuerpo herido!
¡Sálvelo, doctor, por lo que más quiera! —y la madre
gemía y lloraba sin consuelo..
Se sintió conmovido el anciano, y la duda le inquie-
taba como nunca. ¿Podría curarlo? ¿Sería peligroso para
las personas su tratamiento? Y, por otra parte, aquella
pobre criatura estaba de seguro condenada a una muerte
horrible.
—¿Cómo te llamas, niño?
—José Meister. Me llamo José Meister, señor. Y en
los ojos del pequeño alsaciano había una triste luz de
esperanza.
Pasteur hizo quedar al niño en su casa. Semanas en-
teras estuvo a su lado cuidándolo, inquieto y vigilante
de los efectos de una inyección tras otra. Por fin. . .
El niño José Meister regresó con su madre a su
pueblo, sin la menor señal de enfermedad. Estaba
salvado.
Por el mundo se corrió la noticia. ¡El doctor Pasteur
ha descubierto la manera de curar la rabia! Y vinieron
gentes de todos los países a pedir la ayuda salvadora del
sabio.
De Rusia llegaron diecinueve campesinos mordidos
por un lobo rabioso. Cruzaron por las calles de París,
envueltos en pieles, tristes y abatidos, como un cortejo
de condenados a muerte.
—¡Se m o r i r á n . . . se morirán! —comentaban emo-
cionados los que los veían pasar—. Les mordió el lobo
rabioso hace dos semanas. . .

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Y no murieron. Fueron tratados por Pasteur y, de
diecinueve, se salvaron dieciséis.
T o d o el mundo; hombres sabios, hombres podero-
sos, gentes del pueblo, sintieron la emoción y el orgullo
de que existiera aquel anciano sabio y bueno que tra-
bajaba tanto para librar la vida de enfermedades. Y
Francia se sintió y sigue sintiéndose orgullosa de su
preclaro hijo. Luis Pasteur, al que tiene por su más
grande héroe.

Palabras de Pasteur a los hombres de estudio


Admirado por todos, continuó el sabio su larga vida
de trabajo. En una sesión en que se le rindió homenaje
en la Sorbona cuando cumplió 70 años, pudo leer apenas,
con voz ya casi apagada, palabras dirigidas a los hombres
estudiosos, que es un gozo recordar. Decía:
"Vivid en la serena paz de los laboratorios y las bi-
bliotecas. Preguntaos ante todo: ¿qué he hecho por
saber más? Y cuando hayáis adelantado en vuestro ca-
mino, interrógaos nuevamente: ¿qué he hecho por mi
patria? Hasta el día en que podáis sentir la dicha in-
finita de pensar que habéis contribuido en algo al pro-
greso y al bien de la humanidad".

15
FINLAY
vencedor de la fiebre amarilla
(1833-1915)
fe*v
:•..

El doctor Finlay tenía razón


Finlay nació en Cuba, y Cuba se siente orgullosa
d e s e r la patria de un hombre como él, que es también
orgullo del mundo.
/ Porque Finlay fue un médico bueiío y sabio; uno
de esos admirables hombres que viven en el constante
afán de hacer algún bien a los demás; uno de esos
hombres para los que no hay mayor riqueza que la
satisfacción de trabajar para hacer o descubrir algo que
sea bueno para la humanidad. Así era el sencillo y sabio
médico cubano./ .
fKsDe padre inglés y de madre francesa nació Carlos
Juan Finlay.MVIédico también el padre, vino a América
movido por el deseo de ayudar a la grande aventura
que alentaba Bolívar para libertar a los pueblos ame-
ricanos. De Inglaterra salió para unirse a la empresa
de los libertadores, y el naufragio del barco lo llevó a
la isla de Trinidad, desde donde pasó luego a Cuba.
Aquí fijó su residencia.
En Cuba, en la ciudad de Camagüey, nació Carlos
J. Finlay, y al poco tiempo, temiendo las enfermedades
y epidemias muy frecuentes entonces en las ciudades, se
trasladó la familia a un pueblecito campesino próximo a
La Habana. Allí, en pleno campo, pasó sus primeros
años el pequeño Carlos.
Cuando el pequeño tiene doce años, los padres de-
ciden que vaya a estudiar a colegios de Europa, y Carlos

19
va a Inglaterra con su hermano Eduardo, algo mayor
que él, y estudia en Francia y en Alemania.
Regresa el joven Finlay de Europa y va a estudiar
medicina a una universidad dé los Estados Unidos / De
22 años vuelve a Cuba, graduado de médico. En aquel
tiempo Pasteür era profesor en París.
-y Carlos J. Finlay ha sido buen estudiante; se ha ga-
nado el cariño de sus profesores, y alguno de ellos que
conoce bien el valor del joven, lo anima para que se
quede a trabajar en los Estados Unidos. Pero Carlos
desea regresar a La Habana, donde ahora vive su fa-
milia, para trabajar en Cuba, azotada de terribles en-
fermedades y necesitada de médicos.
o.Por el año 1885 ya está Finlay en La Habana, ayu-
dando en el trabajo a sus padres. El estado sanitario de
la Isla es malo. Hay enfermedades que se llevan muchas
vidas y, entre ellas, el terrible vómito negro, la fiebre
amarilla, que en algunas épocas es un cruel azote de
muerte contra el que nada pueden médicos ni medicinas.
El nuevo médico se entrega al trabajo de su profe-
sión, año tras año, en La Habana, donde se va recono-
ciendo su competencia y su generosidad. Alguna epi-
demia de cólera lo ocupa en la cura de los enfermos y
en la observación y el estudio de lo que pudiera provo-
carla, y es el primero que da la voz de alarma por al-
gunas zanjas de aguas contaminadas, y aconseja que no
se emplee el agua o que se hierva y se filtre.
Ya el doctor Finlay es conocido por su cultura, por
su bondad y por su competencia como médico. Ingresa
en la Academia de Ciencias Médicas de La Habana, don-
de presenta y lee trabajos sobre sus observaciones y
estudios de la fiebre amarilla. La fiebre amarilla, ex-
tendida por muchas regiones del mundo, se presenta de
cuando en cuando en La Habana y en otros lugares de

20
Cuba, y nadie sabe cómo se extiende y se transmite de
unos a otros, ni cómo se cura. Médicos cubanos y mé-
dicos de otros países se sienten confusos de no poder
descubrir el misterio de la enfermedad.

¿Cómo se transmite la fiebre amarilla?


El doctor Finlay sigue visitando los enfermos del
terrible mal. Piensa siempre en él, en la manera como
se presenta y se transmite; observa, compara, refle-
xiona . . . Conoce muy bien los descubrimientos que
ha hecho Pasteur en Francia, demostrando que hay en-
fermedades que se producen por gérmenes, por seres
microscópicos que se introducen en la sangre e infectan
el organismo. Conoce bien todo eso y lo relaciona con
sus observaciones y con los resultados de unas pruebas
que ha hecho.
Una idea que a todos les puede parecer un poco
rara, comienza a hacerse clara para él y ocupa constan-
temente su atención: la fiebre amarilla no se transmite
ni por el aire, ni por la ropa de los enfermos, ni por la
suciedad; en los barrios más limpios hay tantos casos,
y aún más, de enfermedad que en los barrios más pobres
y sucios. Tiene que haber alguien que traspasa el mal
de los enfermos a los sanos, y ese alguien, ese agente
transmisor y culpable se esconde, p se disfraza, o actúa
de manera que nadie se da cuenta y nadie puede descu-
brirlo. Pero Finlay le va siguiendo la pista; ha sospe-
chado de él, y ya no deja de observarlo, y no lo pierde
de vista y lo persigue hasta darle caza.
Finlay relacionó algunas cosas que a nadie le ha-
bían llamado la atención: los casos de fiebre amarilla
aumentaban cuando aumentaba la invasión de una clase
especial de mosquitos que él había visto y observado;
además, esos mosquitos no viven en los pueblos situa-

21
dos en lugares altos, no llegan a volar hasta allí, y en
esas regiones altas donde no llegan los mosquitos no
hay fiebre amarilla?
La idea de que fuese el mosquito el que transmitía
la terrible enfermedad le fue pareciendo cada día más
cierta. No dudó más; se dedicó a observar y estudiar
la vida de aquel mosquito con manchas grises en el
cuerpo, al que llamó culex mosquito;1 se dedicó a ex-
perimentar meses y meses; sorprendió en los mosquite-
ros de las casas los mosquitos que habían picado a un
enfermo de fiebre amarilla y los llevó luego a picar a
personas sanas. Estas personas que habían sido picadas
una sola vez, contraían una fiebre amarilla débil. Al
doctor Finlay le pareció evidente que, al clavar el mos-
quito su fina trompa en la piel para chupar la sangre
del enfermo, sacaba en sus lancetas partículas de esa
sangre con el germen de la enfermedad, que luego
pasaba a la sangre del individuo a quien picara. No le
cabía duda. Las pruebas que había hecho lo indicaban
muy claro. Podía preverse, como consecuencia, que si
una persona era picada no por uno, sino por varios
mosquitos infectados, contraería la fiebre amarilla en
su grado más grave. Y también era natural pensar que,
si se hacía una campaña a fondo para acabar con los
mosquitos culex, la fiebre amarilla desaparecería no
sólo de La Habana y otras ciudades de Cuba, sino de
todos los lugares de la tierra donde se siguiera ese
consejo.

¡Pero eso es una tontería!


T o d o esto que pensaba y había descubierto, lo dijo
el doctor Finlay en congresos médicos de los Estados
Unidos y en la Academia de Ciencias Médicas de La
Habana, pero los médicos que lo oyeron en uno y otro
1
Fue llamado después Stegomya Fasciata,

22
m
JVfíNfL 0£ ÜACÍENDA
B I B L O T E C A
sitio no le hicieron caso. Oían con una sonrisa Burlona
aquellas ideas, y olvidaban luego las "rarezas" del mé-
dico cubano.
Pero Finlay no era un hombre vulgar que concibe
ideas y emprende trabajos a los que no dedica su vida.
Él creía firmemente que sus investigaciones podrían
servir para salvar a la humanidad de crueles epidemias,
y no se iba a desanimar porque no lo comprendieran los
demás y hasta lo miraban con burla. Él sabía muy bien
la importancia de su trabajo y tenía que llevarlo adelan-
te. Aunque su atención se repartía también en investi-
gaciones de otras enfermedades, no dejaría ya en ade-
lante de hablar y de exponer en congresos y reuniones
de médicos su teoría de la transmisión de la fiebre ama-
rilla por el culex mosquito. Día vendría en que se
tendría que admitir su verdad.
En distintas épocas llegan a Cuba una, dos, tres co-
misiones de médicos norteamericanos para estudiar las
causas y la propagación de la fiebre amarilla. Los Es-
tados Unidos van a desarrollar sus planes de penetración
interesada en los demás países de América, y enferme-
dades como la fiebre amarilla son graves obstáculos que
necesitan eliminar.
Las comisiones de médicos norteamericanos trabajan,
observan, estudian; pero no consiguen descubrir nada.
El doctor Finlay se presenta a esas comisiones y les ha-
bla de su teoría de la transmisión de la enfermedad por
el mosquito. Y los doctores lo oyen hablar, pero no le
hacen el menor caso. En congresos médicos mundiales
celebrados en Estados Unidos y en Europa, Finlay in-
forma de sus observaciones y descubrimientos, pero
nadie atiende a lo que explica ese hombre al cual ya
le llaman con tono de burla "el hombre de los mos-
quitos".

23
Y el doctor Finlay tenía razón
Terminada la guerra de la independencia de Cuba,
en la que Finlay sirvió como médico del ejército liber-
tador, Estados Unidos envió a la Isla una cuarta co-
misión de médicos notables, con el encargo de estudiar
la fiebre amarilla y proponer los medios de acabar con
la epidemia. Circunstancias hábilmente preparadas de
aquella guerra determinaron que nuestro país fuera
presa fácil para los Estados Unidos. Volcados aquí los
intereses y las ambiciones imperialistas del poderoso
país, era preciso para sus planes eliminar inconvenientes
tan graves como la horrible enfermedad. También era
grave inconveniente para otras empresas de la misma
índole. Diez años había empleado una compañía fran-
cesa en los trabajos para abrir el canal de Panamá, y
tuvo que desistir y abandonarlos, sin poder vencer gra-
ves dificultades; entre ellas, la fiebre amarilla, que
acababa con obreros y técnicos. Los Estados Unidos lo
compraron todo y se dispusieron a llevar a cabo la em-
presa. Para ello tenían que acabar con la mortífera peste.
La cuarta comisión de médicos norteamericanos que
vino a Cuba terminada la guerra, organizó las secciones
sanitarias en todo el país; ordenó medidas para la pre-
vención de enfermedades, sobre todo de la fiebre ama-
rilla; llevó a cabo una gran tarea de limpieza y de hi-
giene en La Habana; gastó buenas sumas en todos esos
trabajos; organizó la atención de los médicos; aisló a
ios enfermos; extremó todos los cuidados . . . ; pero la
epidemia no cesaba, sino que más bien iba en aumento.
La comisión de médicos norteamericanos se sentía
desorientada; había fracasado todo lo que había hecho,
y, no sabiendo ya qué otra cosa intentar, acordó, como
un recurso más, aunque sin fe en él, oír aquella rara
teoría de que tanto hablaba el humilde doctor Finlay.

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Diecinueve años hacía que aquel médico cubano
había descubierto una verdad capaz de salvar muchas
vidas, y era ahora, al cabo de tanto tiempo, cuando se
presentaba en su casa una comisión de médicos nota-
bles a solicitar de él explicaciones y consejos.
El doctor Finlay informa, explica, entrega todos los
datos que tiene sobre sus experimentos; entrega huevos
que tiene guardados del culex mosquito... Se siente
feliz. ¡Al fin va a ser comprobado su descubrimiento!
¡Al fin se podrá vencer la fiebre amarilla!
Comenzaron los trabajos sin grandes esperanzas, pues
aún era mucha la resistencia a tomar en serio las ideas del
médico cubano; la curiosidad se mantenía más bien por
ver fracasar la teoría y continuar la burla. Sin embargo,
uno de los médicos de la comisión norteamericana, el
doctor Lazear, se hizo cargo de las investigacines con
verdadero interés y espíritu científico. El doctor Lazear
seleccionó a los que se prestaron voluntarios al experi-
mento, y comenzaron las inoculaciones por picaduras de
mosquitos.
Los resultados confirmaban la teoría de Finlay. Uno
de los médicos norteamericanos, el doctor Carroll, se
resistía a aceptarla, y para mostrar que para él aquello
no tenía fundamento, se dejó picar por un mosquito.
A los tres días el doctor Carroll se sintió enfermo: una
fiebre amarilla no grave, de la que tardó más de un mes
en restablecerse.

Héroes de la ciencia
El doctor Lazear estaba ya seguro de que la transmi-
sión del mal por el mosquito era cierta; pero quiso aún
hacer una prueba en la que fuese él mismo el que se
expusiera al peligro. El doctor Lazear se dejó picar por
uno de los mosquitos que guardaba en un tubo para

25
los experimentos, y a los cuatro días se sintió atacado
de fiebre; uno de los casos más violentos de fiebre ama-
rilla. A los siete días falleció el doctor Lazear. Fue uno
de los hombres heroicos que exponen y dan su vida para
eme después se puedan salvar muchas otras. Fue un
héroe de la ciencia, lo mismo que la joven enfermera
norteamericana, que también se prestó voluntaria a ser
inoculada por u n mosquito y ofreció también su vida.
Las ideas de Finlay habían sido comprobadas; el
nombre del médico cubano trascendió las fronteras, y
en todos los países se le reconoció como el de los sabios
descubridores de grandes bienes para la humanidad^ en
todos los países, menos en los Estados Unidos. El doctor
Reed, presidente de aquella comisión de médicos que
pudo comprobar la teoría de Finlay, ocultó el nombre
del descubridor y atribuyó el éxito a la comisión que
él dirigió. Luego, todo ha sido resistencia a reconocer
la gloria del sabio cubano. Sin embargo, los verdaderos
hombres de ciencia se han interesado siempre por los
trabajos del doctor Finlay, y en los congresos científicos
y en la historia de la medicina el nombre de Finlay
es el del vencedor de la fiebre amarilla.
. \ Las autoridades norteamericanas, en el período en
que se hicieron cargo del gobierno de Cuba, pusieron
en práctica los consejos de Finlay: ¡Guerra a muerte al
mosquito! ¡Destruir las larvas de los insectos en los
pantanos y dondequiera que haya aguas estancadas'} Y
la obra de saneamiento se puso en práctica: se roció pe-
tróleo en abundancia en los charcos, en los sumideros,
en cualquier lugar húmedo, criadero de mosquitos. El
mismo año 1901, en que comenzó la campaña, no hubo
en La Habana más que 18 casos de fiebre amarilla, de
centenares que solía haber en años anteriores, y en los
años sucesivos la rebelde enfermedad desapareció.

26
Las consecuencias de este hermoso triunfo se exten-
dieron rápidamente. Los norteamericanos emplearon en
Panamá los mismos medios que habían empleado en
Cuba y, una vez acabada la fiebre amarilla, llevaron a
cabo la obra de abrir el canal.
El doctor Finlay fue honrado en su patria en sesiones
solemnes dedicadas a él, en la misma Academia en la
que 31 años antes había expuesto sus descubrimientos
sin ser escuchado. Él, al constituirse la República, fue
designado Jefe del Departamento de Sanidad y Presi-
dente de honor de la Junta Nacional de Sanidad. Nadie
con más altos méritos que él.
Admirado y reverenciado por todos, en el descanso
de su brava jornada de trabajo, tranquilo de su continua
lucha por la verdad, anciano, rodeado de sus hijos y
de sus nietos, acabó la hermosa vida del doctor Carlos
J. Finlay, el año 1915. Y el día 3 de diciembre, en que
nació, se celebra el Día de la Medicina Americana y
el Día del Médico Cubano, en memoria de Finlay, uno
de los hijos preclaros de América. ^

27
i
Esta obra PASTEUR Y FINLAY se ter-
minó de imprimir eí día í% de marzo
de 1965, Año de la Agricultura, en
la Unidad 206-01 de la E.C.A.G.

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