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era bajo fraéTico N25 HrsTORIA ANT gun Gana CriSTamisnng Care ane, J Erame 162 \Carvida:coridianarenRomaen-el-apogeodel:imperio, qué, hacia la mitad del siglo 11 de nuestra era, las letras lati- nas comenzaron a morir. Temblamos ante la suerte de una civilizacién cuyas laboriosas excentricidades presagian su de- crepitud; nos asusta pensar en la inanicién a la que se vera condenada una juventud que no tendria otro alimento inte- lectual que la podrida y seca pitanza que le proporcionaba el desatino de sus maestros. Por temor a parecer ignorantes, por afan de asombrar y deslumbrar, prefirieron recurrir a las citas antes que a su propia reflexidn, a las voces lejanas, cuyo tono ya estaba modulado, antes que a su propia voz, a la afectacion antes que a la sinceridad, y a las muecas gro- tescas y contorsiones antes que a intentar hallar algo autén- ticamente innovador. Por una pasion enfermiza hacia lo in- sdlito y lo extraordinario, consideraban el sentido comun como una tara, las experiencias de la vida como meras de- bilidades y su espectaculo casi como la encarnacién de la fealdad. Pero la vida comenz6 a cobrarse su venganza con estos renegados y la mayoria de los romanos empezaron a cansarse de las sandeces de escuela. Los mas desenfadados confundieron el drama con la parodia, de la que acabaron hastiados, y resueltos a dudar Y a reirse de todo, como le ocurrié a Luciano, o a desinteresarse de cualquier forma de cultura, limitaron su horizonte a la inmediata satisfaccién de sus placeres y sus necesidades **. Los mas curiosos y mas no- bles, decepcionados pero no desalentados, buscaron en las religiones salvadoras una respuesta a las preguntas que la misteriosa realidad imponia a su Pensamiento, el sosiego para las aspiraciones de unas almas que, ni la abortada cien- cia, ni la extenuada literatura de los gral habjan logrado satisfacer. mMaticos y retdricos, Un gran acontecimiento espiritual va a dominar la his- toria del Imperio: el advenimiento de una religién personal, consecuencia de la conquista de Roma por la mistica de “hee La educacion, la cultura y las creencias: luces y sombras 163 Oriente. Aparentemente, el Panteén romano permanecia in- mutable; desde hacia siglos se seguian celebrando las cere- monias, segtin la costumbre ancestral, en las fechas previstas por los pontifices en el calendario sagrado. Sin embargo, el espiritu de los hombres ya no estaba con sus dioses, y si bien es cierto que conservaban seguidores, no lo es menos que carecian de fieles. Quiza por sus indiferentes dioses y sus incoloros mitos, simples fabulaciones sugeridas por los detalles de la topografia latina o pobres calcos de los dioses del Olympo griego; por sus frias oraciones, formuladas en el mismo estilo en que redactaban los contratos y las leyes; por su falta de curiosidad metafisica y su indiferencia por los valores morales, 0 por lo estrecho o superficial de su campo de accién, restringido a servir a los intereses de la Urbs y al desarrollo de una determinada politica 5°, la reali- dad es que la religion romana, con su acompasada frialdad y su prosaico utilitarismo, helaba cualquier resto de fe. En la Roma del siglo 11 de nuestra era, la religion oficial servia todo lo mas para animar a los soldados ante los peligros de la guerra y a los campesinos cuando azovahan las inclemen- cias del tiempo. No cabe duda de que las festividades religiosas, subven- cionadas por las finanzas publicas, gozaban del clamor po- pular; pero Gaston Boissier peca de excesivo optimismo cuando ensalza la piedad de los romanos, Entre los festejos que mis gustaban a las gentes sencillas, es evidente que es- taban las fiestas religiosas, porque «eran alegres, bulliciosas y parecian pertenecerles» °°. Pero no deberfamos hacernos ilusiones sobre los sentimientos que les despertaban tales fes- tividades. Por su aficin a las borracheras y a los bailes que, con motivo de la fiesta de Anna Perenna, se realizaban to- dos Jos afios en la orilla del Tiber, no debemos deducir que sentian una sincera e iluminada adoracién por esta antigua diosa latina; serfa tan imprudente como medir el alcance y la profundidad del catolicismo de Paris por la afluencia de parisinos al Réveillon. Sin embargo, no faltan indicios de la constancia con la que la burguesia romana sigui0 cumplien- do en los tiempos del Imperio sus deberes hacia las divini- Te La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio dades Feconocidas por el Estado. Por ejemplo, un «conser- vador> como Juvenal, que dice despreciar las supersticiones extranjeras, en un primer momento aparece profundamente unido a la religion nacional y, con el tiempo, parece seguir amandola de una forma sincera, ya que su satira XII comien- za con la bella descripcién de uno de sus sacrificios en la Triada Capitolina. «Mas dulce que el aniversario de mi na- cimiento me es, Corvinus, este dia en que el altar de hierba espera con aire de fiesta a los animales prometidos a los dio- ses. Llevo a la Reina un cordero blanco como la nieve; otro, de vell6n semejante, le ofreceré a la diosa que en los com- bates se cubre con Ia mascara de la Gorgona libica. Mas alla, reservada a Jupiter Tarpeyo, una victima impetuosa tiende y sacude su cuerda y agita su testuz amenazante, becerro ya bravo, maduro para los templos y para el altar, al que habra de regar un vino puro, criatura que ya se avergiienza de ma- mar de la ubre materna y con su cornamenta incipiente hos- tga el tronco de los Arboles. Si gozara de una fortuna tan grande como mi amor, traeria al sacrificio un toro mas gran- de que Hispulla, pues quiero festejar el regreso de un amigo que atin tiembla por los terribles peligros que ha debido co- rrer y esta asombrado de permanecer con vida...» 5” Pero releamos atentamente estos exquisitos versos. No esa los dioses a quienes dirige su profundo fervor: los de- dica a ensalzar el paisaje campestre donde se Prepara la ofrenda, a los animales domésticos que va a inmolar y cuya belleza aprecia como Propietario y poeta Ys sobre todo, al amigo cuyo inesperado regreso quiere festejar, ofreciéndole en esta clara y apetecible descripcién el humo del festin al embargo, las di- la Roca Tarpeya. Es posible, incluso, qu a , e Juvenal tuviera di- ficultades para describir a sus dioses; p uede que sus rasgos 165 7" se le hubieran borrado y no fueran para él mas que entida- des que relegaba a la mitologia, pues «no es cierto que haya en ningun lugar unos manes y un reino subterranco, ni una barca de Caronte, ni ranas negras en la sima de Estigia, ni que una sola barca sea suficiente para transbordar tantos mi- les de muertos; ya ni los nifios lo eran, excepto aquellos que atin no tienen edad para pagar su entrada a los Baitos...» ** Juvenal no era el tinico en mostrar escepticismo. Este se habia apoderado de la gente sencilla hasta tal punto que aquellos que ain tenian fe deploraban la indiferencia que mostraban la mayoria de los ciudadanos hacia unos dioses que, por falta de trabajo, se habian convertido en «holgaza- nes» —pedes lanatos. Las grandes damas —stolatae— ya «no se preocupan mas de Jupiter que de un mal espiritu» *°; los mas importantes y mas conformistas contemporaneos de Ju- venal tampoco les prestan mayor atenci6n. Si bien «practi caban» tanto como él, grandes hombres como Ticito o Pli- nio el Joven no «crefan» mucho més. Tacito, pretor con Do- miciano y cénsul y proconsul de Asia con Trajano, hubo de oficiar muchas ceremonias del politeismo oficial; por otra parte, su aversién por los judios no era menor que la que mostraba Juvenal. Pero esto solo pone de manifiesto su te6- rica ortodoxia, ya que no es la creencia judia en un «Dios eterno y supremo, irrepresentable e inmortal» lo que parece abominar. Y en su Germania deja traslucir su admiracién por esa tribu barbara que se niega a encarcelar a sus dioses en el interior de unas murallas y a representarlos bajo forma humana por temor a ultrajar su grandeza, que prefiere con- sagrar su culto en los bosques y montes de su territorio, «identificando esas misteriosas soledades donde acuden a adorarlos sin verles con la idea misma de la divinidad». Esta simpatia inconfesada por las creencias de ambos pueblos es lo que nos revela en TAcito a un pagano descreido °°. Su amigo Plinio el Joven no muestra menor desapego ha- cia unas formas religiosas a cuyas costumbres y gestos se so- mete por consideraci6n a la antigitedad de su tradicién y por la autoridad del Estado que las ha consagrado, pero a las que niega la intima entrega de su espiritu. Gaston Boissier ras La educacién, la cultura y las creencias: luces y somb 166 . La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio cita, como dees Prueba de la religiosidad de Plinio, la carta don- eas ioe ara amigo Romans el encanto que, a la som- no y el viejo Eee pai ee manantial de Clitum- los *!, Eg een lo donde een local dicta sus ordcu- ceases que se trata de una pagina agradable, pero ma vena que los versos de Juvenal antes ci- tados. Como aquéllos es refrescante, y como ellos expresa la dulce emocién que inspira a los amantes de la naturaleza la contemplacién de un paisaje bello. Pero le tienen sin cui- dado los cultos a Jos que esta destinado el lugar y termina de describirlo con un trazo fugaz que esboza a los devotos que acuden a realizar sus ritos: «Alli, Romanus, podras ins- truirte, pues se pueden leer numerosas inscripciones, en ho- nor de la fuente y del dios, grabadas por muy diversas gen- tes sobre las columnas y los muros. Habra muchas que pro- vocaran tu asombro. Algunas te hardn reir. O quiza, siendo educado como ti eres, no te rias de ninguna.» * En otro pa- saje de su correspondencia, Plinio dice estar dispuesto a re- construir un templete dedicado a Ceres, situado en su pro- piedad de Toscana, siguiendo los consejos solicitados al aruspex. Sin embargo, la manera en que comunica este pro- yecto a su arquitecto indica menos una veneracién por la diosa que una solicitud para con los fieles. Plinio habla de la adquisicion de una nueva Ceres, pues «a la actual, de ma- dera y antiquisima, le falta mas de un pedazo». Pero lo que mas le preocupa es la construccién de una columnata pré- xima al santuario: pues, hasta el presente, los visitantes no han hallado en sus proximidades «ningun cobijo contra el sol y la lluvia» ®. Comprobamos que, mas que el favor de Ceres, Plinio desea el de sus campesinos; y los desvelos que se toma para facilitar las peregrinaciones de estas gentes no dicen mas en favor de sus intimas convicciones que lo que decian de Voltaire los suyos por el sefiorfo de Ferney. Por lo demas, hay otros modos de demostrar la profun- da indiferencia de Plinio hacia unos cultos que slo respe- taba externamente. Repasemos la carta en la que anuncia su reciente incorporacién honorifica al colegio de los augures. La alegria que le produce es absolutamente terrenal. Sdlo de . vas 167 La educacion, la cultura y las creencias: luces ¥ somb: pasada alude al poder sagrado que este cargo le confiere —sacerdotium plane sacrum—; apenas menciona el incom- parable privilegio de poder interpretar los signos de la vo- luntad divina, de poder instruir a los magistrados 0 al mis- mo emperador, o de poder revelar los auspicios. Al contra- rio, lo que le parece encomiable de su nueva dignidad, cuya responsabilidad sobrenatural hubiera sido acogida por un hombre devoto en medio del éxtasis y del jabilo, es que se le ha concedido de forma vitalicia —insigne est quod non adimitur viventi—, que le ha sido confiado por recomenda- cién de Trajano, que Jo ha ocupado en sustitucién de Fron- tino y que el orador por excelencia, M. Tulio Cicerén, antafio habia sido investido con el mismo honor “. La sa- tisfaccién de Plinio no tiene nada de religiosa. Es la de un cortesano, un hombre mundano, un letrado y un descrefdo. Plinio esta exultante por haber sido nombrado augur, casi del mismo modo que un escritor lo esta en la actualidad cuando ingresa en la «Academia»; y es que, bien mirado, los sacerdocios oficiales romanos eran para sus dignatarios «un puesto de académico». E] ardor que el culto imperial habia suscitado en sus co- mienzos se habia enfriado, y ya no era mas que la pieza me- jor y la mas engrasada de la gran maquina oficial, que se- guia funcionando por inercia. El alma ya no tenia lugar en ella. La caida de Nerén, con quien desaparecia la familia de Augusto, le habia asestado un golpe irreversible al privarle del soporte dindstico al que estaba vinculada, en las monar- quias de los Diadocos, la divinizacién de los basileis. El ad- venedizo Vespasiano, que sonaba con fundar una nueva di- nastia, podia simular poderes de taumaturgo en Egipto, pero en Roma no se atrevia a alardear de su car4cter divino. Ya conocemos la broma que sobre su préxima apoteosis tuvo el valor de hacer cuando agonizaba: «Siento», dijo riendo, «que me estoy convirtiendo en dios» °°. El asesinato de su hijo Domiciano, quien, olvidando sus origenes, se habfa atri- buido incluso en Italia el titulo de «Sefor y Dios», dominus et deus, muestra hasta qué punto estaba justificado el escep- ticismo paterno. La religién imperial habria podido sobre- 168 La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio Bei ee del «Nerén calvo» * si hubiera dispues- ars nte fortuna como para enriquecer a sus preto- Y colmar al populacho de la Urbs. Pero-la religién de Vespasiano fue despreciada cuando el pueblo se dio cuenta © que, si unas sublevaciones militares habian logrado hacer emperadores, también bastaba con una conspiracién de pa- lacio para derrocar al emperador que pretendia ser dios. Con los primeros Antoninos la religién ya no es sino un pretex- to para las comilonas, un simbolo de lealtad y un deber cons- titucional. Al dia siguiente de su nombramiento, Trajano proclamé divino —divus— al difunto Nerva, su padre adop- tivo, pero tuvo la precaucién de situar el acontecimiento en un plano de humana credibilidad. Reserv para los muertos los honores de la apoteosis, ofreciendo con ello una recom- pensa suprema del Estado a sus fieles servidores; y, dejando a su panegirista la tarea de precisar en esta formalidad su vi- sidn laica de la administracién del Estado, consiguid que Pli- nio el Joven declarara a los Patres que la prueba definitiva de la divinidad de un César difunto residia en la excelencia de su sucesor —certissima divinitatis fides est bonus succes- sor. Trajano también modificara la férmula de las oraciones ptblicas dirigidas a los dioses para rogar por su vida y su salud, precisando que las oraciones sdlo serfan escuchadas mientras el emperador fuera un buen gobernante para la Re- publica y actuara en beneficio de todos: si bene rem publi- cam et ex utilitate omnium rexerit °°. Seria un error no reconocer la generosa inspiracién de una politica semejante. Pero, al mismo tiempo, también lo seria pensar que el pueblo la acogia en medio del entusias- mo general, Los tiempos ya no eran aquellos en que el ven- cedor de la batalla de Actium, que habia puesto fin a las gue- rras civiles y habia logrado para Roma la paz y un imperio universal, recibia como homenaje el titulo de Augusto y el reconocimiento de su condicién divina, ante el entusiasmo de las masas y el canto de los poetas. No eran los tiempos en que la credulidad popular aseguraba ver, en la estela de * Hace alusién al emperador Vespasiano. (N. de la T.) 169° : as La educacion, la cultura y las creencias: luces ¥ sombri un cometa, la marcha del dios César, padre de] Tnpenc bee el firmamento. Ni tampoco aquéllos en que, desde el ma humilde ciudadano hasta el principe heredero, todos atri- buian a los divinos auspicios de Tiberio el éxito de la estra- tegia de los generales, del mismo modo que en nuestra €po- ca un almirante japonés atribuiria al espiritu del «mikado» la victoria de Tsoushima. En la época en la que nos situa- mos, la persona y la historia del principe vuelven a estar en un plano humano. Aunque, quizé por tradicién y por exi- gencias del ceremonial, los humildes stbditos seguian invo- cando «la divina casa» ©” y las «celestes decisiones» del Cé- sar, la mayoria de los romanos comprendian que ya no se podia hablar de «casa imperial» en su sentido estricto. Los ms realistas, movidos por la gratitud, alababan en el empe- rador «su infatigable solicitud por los intereses de la huma- nidad» °*. Pero los mismos principes, soberanos al servicio del Estado, sabian que su rango era el m4ximo honor al que podian aspirar. Trajano tenia tan poco interés en rodear sus actos de un halo sobrenatural que, ya proclamado emperador, se vana- gloriaba de haber vencido a los germanos antes de llegar al poder, cuando nadie podia atin Ilamarle hijo de dios: nec- dum dei filius (erat) ©. No hay mas que leer su panegirico para darnos cuenta: la monarquia que él inauguré se descri- be en cada pagina como la mejor de las republicas. Con ella se instaurara, respetando la terminologia de los reinados pre- cedentes, un régimen nuevo en el que por vez primera, se- gtin palabras de Tacito, armonizan principado y libertad, pero en el que, por una fatal consecuencia, la religién impe- rial acabara por perder, al menos para Roma y su Senado, su primitiva transcendencia y terminara secularizandose. Y a pesar de la posterior ofensiva del despotismo ilustrado, ni la socarrona familiaridad de Adriano, ni la devocién de An- tonino Pio, ni el estoico abandono de Marco Aurelio a los designios de la Providencia, lograran despertar en los cora- zones la emocién que el culto de Augusto despertara. 17 La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio El Progreso de las misticas orientales Sin embargo, la fe no habia desaparecido en Roma, ni si- quiera se habia debilitado. Al contrario. A medida que las carencias de una educacién irracional y ficticia empobrecian y dejaban sin recursos a la poblacién romana, la fe ensan- chaba sus dominios y su intensidad se acrecentaba. La tinica diferencia es que habia cambiado de direccién y de objeto. Habia abandonado el politeismo oficial y se habia refugiado en los «pequenos cultos» de las sectas filoséficas y las co- fradias donde se celebraban los misterios de los dioses orien- tales. En ellos los fieles recibian respuesta a sus preguntas y mitigaban sus inquietudes; en ellos encontraban explicacién al mundo, reglas de conducta y alivio ante el mal y la muer- te. Asi pues, en el siglo 11 de nuestra era asistimos a la pa radoja segtin la cual Roma comienza a tener una vida reli- giosa, en el sentido en que hoy la entendemos, en el mismo momento en que su religién oficial empieza a morir en sus conciencias. Esta transformaci6n, fraguada mucho tiempo atras y con una proyecci6n irreversible, es obra de la influencia helenis- tica a la que Roma venjia cediendo desde hacia dos siglos sin darse cuenta; en este proceso la revelacién de los dogmas orientales y la ensefianza de las filosofias griegas llegaron a interrelacionarse. En el siglo I1, las filosofias vetadas oficial- mente asumen en Roma el papel y los imperativos de una religi6n, oficiada por unos maestros que son auténticos di- rectores espirituales de unos adeptos a los que regulan todas sus actividades, desde el corte de barba hasta la vestimenta. Aun en el caso de que, como el epicureismo, nieguen la vida en el més alla y concedan sélo a los Inmortales la inactivi- dad de una vida en los intermundos, estas doctrinas se afir- man como liberadoras de la muerte y sus temores, y pro- ponen la celebracion de unas fiestas piadosas en las que los «fundadores» son los «héroes», con unos himnos y sacrifj- cios similares a los de las ceremonias religiosas 7°. Incluso si quienes las predican son griegos o romanos que hablan y es- criben en griego, en su dialéctica existe un trasfondo de es- La educacién, la cultura y las creencias: Inces y sombras 171 peculacion oriental. Joseph Bidez demostré todo lo que el estoicismo debe, no sdélo a los semitas que lo propagaron, sino a las creencias semiticas 7!; y el neopitagorismo profe- sado en la Urbs por Nigidius Figulus estaba profundamente influido por el pensamiento alejandrino 7. Por otra parte, las semejanzas que Franz Cumont senalé entre cultos de tan distinto origen como el de Cibeles y Attis, el de Mithra, el de Baal y la Dea Syria 0 el de Isis y Serapis, son demasiado numerosas y precisas como para no ver en ellas una misma influencia comin. Ya vinieran de Anatolia o de Persia, de Siria o de Egipto, ya fueran masculinas o femeninas, tuvie- ran ritos sangrientos o incruentos, las divinidades «orienta- les» que nos encontramos en el Imperio romano ofrecen ras- gos idénticos y se basan en conceptos que se complementan y parecen intercambiables. Son dioses que, lejos de perma- necer impasibles, sufren, mucren y resucitan; dioses cuyos mitos abarcan el Cosmos y encierran en ellos su secreto; dio- ses cuya patria astral domina todas las patrias del mundo y que prometen s6lo a sus iniciados, pero sin distincién de na- cionalidad 0 condicién, una proteccién proporcional al gra- do de pureza de cada uno de ellos. Pero en vano nos esforzamos en buscar las analogias que prueban la preestablecida armonia entre quienes las adora- ban y las mentalidades orientales que las habian creado. Lo cierto es que ninguna de estas religiones pisé suelo italiano sin antes pasar una larga estancia en suelo griego 0 con cul- tura helénica. Importadas con los demas elementos helenis- ticos tras la conquista de Alejandria, llegaron a Roma una vez aligeradas de su bagaje m4s grosero y en cambio carga- das de filosofia cosmopolita 7°. De ahi procede su tono uni- forme, la acomodaci6n a un simbolismo que apenas varia de una a otra y la reduccién de sus mitos a la idea de una di- vinidad universal. De aqui también su subordinacién a la as- trologia, manifestada claramente en Ja radiada corona de At- tis en Ostia, en la mayoria de las mithraea o en el techo del santuario de Bel en Palmira, donde el Aguila de Zeus des- pliega sus alas en un circulo de constelaciones zodiacales. También es esa la raz6n de que los romanos se convirtieran 172 La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio aaa’ eligiones orientales, no slo porque el Oriente tenia Tiqueza mistica y estaba poblado de dioses, sino porque la civilizacién helenistica de la que Roma estaba im- buida habia moldeado todos los nuevos cultos segun la pro- Pia imagen y la propia inclinacién espiritual. En el siglo 11 d. C. estos cultos proliferaban en la Urbs. Los de Anatolia se habjan integrado con la reforma de la li- turgia a Cibeles y Attis decretada por el emperador Clau- dio. Proscritos con Tiberio, los cultos egipcios tuvieron su lugar oficial en tiempos de Caligula. E] templo de Isis, des- truido por un incendio en el aiio 80 d. C., fue reconstruido por Domiciano sin escatimar lujo alguno, tal como lo testi- monian los obeliscos que atin se conservan en el lugar des- tinado a Minerva 0 en sus inmediatos alrededores, delante del Panteon, y las colosales esculturas del Nilo y del Tiber que se repartieron los museos del Vaticano y del Louvre. A mediados del siglo 1, Hadad y su paredrus Artagatis, la di- vinidad siria a la que Neron, que negaba todas las demas, consintié en rendir culto, tuvieron su templo, hallado por Paul Gauckler en 1907 en la orilla derecha del Tiber, bajo el Lucus Furinae, en el monte Janiculo. Finalmente, en la época flavia se construyeron santuarios en honor de Mithra tanto en Roma como en Capua ”*. La multitud de escuelas que entonces rendian culto a estas dispares divinidades no slo coexistian sin problemas, sino que se asociaban para conseguir nuevos adeptos. Al parecer, los fieles de Attis y de Mithra en Ostia pagaron con fondos comunes el terreno en donde se erigieron los edificios de sus respectivos cultos. En el templo del Janiculo, convivian los idolos sirios con las estatuas de dioses griegos y egipcios 7°. Eran muchas menos las rivalidades que las afinidades entre estas religiones. Unas y Otras estaban oficiadas por sacerdotes cuidadosamente cle- gidos de entre la multitud de adeptos, cuya doctrina se apoyaba en la revelacién y en el prestigio que les otorga- ba su modo de vida y su singular atuendo. Casi todas impo- nian a sus fieles una ceremonia de iniciacion y la obligacién periddica de un régimen mds o menos ascético. Y todas traducian, cada cual a su manera, las mismas sefales astra- 173 La educacién, la cultura y las creencias: luces y sombras A 4 A ; e- les, el mismo monoteismo y el mismo mensaje de esp: ranza. . dos: ‘Aquellos que no se dejaban seducir por estas nuevas trinas las metian a todas en el mismo saco de sospechoso ren- cor. Por ejemplo, Juvenal, furioso al ver como desembocaba en el Tiber el caudal de supersticiones del Orontes sirio, bra- ma contra todas ellas sin distincion. Aprovechando que Ti- berio habia expulsado a los devotos de Isis por el escandalo que supuso un caso de adulterio preparado por las intrigas de algunos de ellos, Juvenal vapulea indiscriminadamente a todos los sacerdotes orientales y los tacha de charlatanes y estafadores, caldeos, comagenos, frigios 0 isiacos «vestidos de lino y con el craneo rapado, que recorren las calles cu- biertos por la mascara de Anubis y riéndose solapadamente de la compuncién popular» 76, No se cansa de denunciar la desvergonzada estafa que supone su oficio; «por un pringo- so ganso o un rancio pastel», conceden la indulgencia de sus dioses a los crédulos pecadores; en nombre de sus dones proféticos y de sus facultades adivinatorias, prometen «a aquélla un amante buen mozo y a ésta el magnifico testa- mento de un rico nacendado sin hijos» 77, Prorrumpe en amenazas contra su obscenidad, ya sea injuriando al sinies- tro cortejo de la Madre de los Dioses, de la que nace «un inmenso eunuco de venerable rostro para sus infames su- bordinados» 78, o denunciando «lo que ocurre en sus mis- terios cuando la flauta hace latir las entranas y, bajo la in- fluencia de la trompeta y del vino, fuera de si, las Ménades de Priapo mesan sus cabellos y lanzan alaridos» 7°, Tiene que contener la risa cuando ve las penitencias y las mortifi- caciones a las que beatos y beatas se someten con sombrio arrebato: aquella que «al amanecer, en pleno invierno», rom- pe «el hielo del Tiber para sumergirse en el agua tres ve- ces...» y, «desnuda y tiritando» se arrastra después «por todo el campo de Tarquino el Soberbio sobre sus ensangrentadas rodillas»; 0 esa otra que, «a las Srdenes de Io», viaja «hasta los confines de Egipto para buscar en la torrida Meroe el agua que habré de llevar para rociar el templo de Isis» ®°, Esta inagotable inexorabilidad no debe sorprendernos. 174 La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio Pevenal traduce, con la fuerza que le permite su talento, la mGtsien natural de Jos «viejos romanos», misoneistas y xe- Paes eae repudiaban toda exuberancia como st sees movimin Serceate y que hubieran querido regu a los file civic os de la fe segin la prudente ordenanza de un des- ico o militar, Pero, desde nuestra actual perspectiva, Sus prejuicios nos parecen terriblemente injustos. En primer lugar, reprochan slo a las religiones orientales unas supers- uciones que se remontan mucho mis atras de la intrusion del Oriente en la historia romana y que se desarrollaron, en muchas Ocasiones, fuera de ellas. Ademas, cegados por su encarnizamiento contra estos cultos, no tuvieron en cuenta el Progreso moral que, a pesar de sus excesos y sus errores, constituyeron para la sociedad romana. Asi, la ciencia de la adivinacién, que desde siempre se ha- bia practicado en Roma, recibié un nuevo impulso gracias a los conocimientos de astrologia de los cultos orientales. Consecuencia de un politeismo que, desde Homero, enca- denaba al mismisimo Jupiter al capricho del Destino, las ce- remonias auspiciadoras y los vaticinios eran indispensables en la ciudad. Los romanos, indiferentes cuando no hostiles a las religiones extranjeras, recurrian sin pudor ni descon- fianza a estos métodos, hasta tal punto que los poderes pu- blicos no dudaban en castigar a los adivinos que ejercian sin autorizacion. Por ello, cuando Juvenal se burla de los fieles caldeos que tiemblan de pavor ante el anuncio de las con- junciones de Saturno, o de la necia que, enferma y postrada, «no quiere tomar alimento mas que a la hora establecida por Petosiris» ®1, lo tinico que hace es ponerse orejeras para no ver que, en cualquiera de las capas de la sociedad romana, los indiferentes y los impios eran presa de la misma credu- lidad y las mismas manfas que él censura en los devotos re- ligiosos. El advenedizo Trimalcién obliga a sus invitados a cenar delante de un centro de mesa que representa el zodia- co y se jacta ante ellos de haber nacido «bajo el signo del cangrejo», ese signo eminentemente favorable al que le debe «el seguir manteniéndose firme y poseer bienes tanto en tie- rra como en la mar»; mAs tarde escucha boquiabierto histo- bras 175 La educacion, la cultura y las creencias: luces y $07” i i ‘0 oye el canto de rias de vampiros y de fantasmas, ¥ cuando oy un gallo en mitad de su jarana nocturna, se pr assorne i estremece ante el mal presagio *. Y por mucho que sub mos en la escala social, los ejemplos no son menos signi} cativos. A pesar de sus discretas reservas y de ciertas ironias que se le escapan, Tacito no se atreve a negar tajantemente Ja verdad de los «prodigios» que menciona de un modo tan escrupuloso como sus antecesores, y confiesa no atreverse a eludir ni tratar de fabulas unos hechos «establecidos por la tradicién» *. A casi todos los romanos de su entorno les acosan las mismas preocupaciones. Suetonio se nos muestra trastornado a causa de un suefio y cree que es sefial de que perderd el proceso que tiene entre manos. Regulus, el odio- so adversario de Plinio en los estrados, recurre al horésco- po y a los auspicios para saber si alcanzaré la celebridad y recibira alguna herencia. Plinio el Joven califica de pueril la oniromancia y mas tarde cita a Homero para sentenciar que, en cualquier caso y fueran cuales fueren los suefos que ator- menten su descanso, él tiene como «el mejor de los presa- gios aquél que indique defender la patria». No obstante, se molesta en recurrir al vice-imperator, el consul Licinius Sura, a cuyo talento de hombre de guerra se habia sumado la re- putacion de ser un pozo de sabiduria, y le pregunta por es- crito lo que procede pensar de los espectros y de los fantas- mas reales, en los que se ha visto obligado a creer por una serie de hechos que narra con todo detalle **. Su carta sobre este tema seria una prueba suficiente para ponernos en guar- dia contra los apasionados ataques de Juvenal. Leyendo las necedades que urden su argumento, es posible que nos mos- tremos indulgentes hacia los métodos adivinatorios que uti- lizaban los estoicos, basados en la inmanente accion de la Providencia, o hacia el ocultismo y la liturgia que las reli- giones orientales practicaban en pro de la exaltacién de las almas. Pues seria initil negar la superioridad de las religiones orientales sobre la inerte teologia romana. No cabe duda de que ritos como el taurobolium ala Gran Madre, o el cortejo del pino arrancado, evocacién de la mutilacién de Attis, te- 17 . La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio oe paras y de impidicos 0, como se dijo, que aaa regusto a matadero y a lugar de perdi- cion» ™. Pero no por ello fue menor su accidn tonificante y bienhechora sobre los individuos, a quienes clevé por enci- ma de su condicién. Y para convencernos no tenemos mas que remitirnos al riguroso andlisis que hizo Franz Cu- mont *6. Las religiones orientales deslumbraban a los fieles por el brillo de sus fiestas y la pompa de sus procesiones, les embrujaban con sus languidos cAnticos y su embriaga- dora misica. Ya se debiera a la tensién nerviosa que provo- can las prolongadas mortificaciones y los obsesivos estados contemplativos, ya fuera por el heretismo de sus vertigino- sas danzas, ya porque ingirieran bebidas fermentadas tras un periodo de abstinencia, lo cierto es que estas fiestas se cele- braban en un estado de éxtasis en el que «el alma, liberada de las ataduras del cuerpo y del dolor, se sum{a en el deli- rio». Franz Cumont observa con acierto que en el misticis- mo es facil deslizarse «de lo sublime a lo depravado». Pero, a pesar de las depravaciones inherentes a estos cultos natu- tistas, los misticismos orientales de la Urbs, influidos por la filosofia griega y la disciplina romana, supieron formarse un ideal y elevar los espiritus hacia esas altas regiones en las que el encuentro del perfecto saber, de la mas pura virtud y de la victoria sobre el dolor ffsico, el pecado y la muerte, hacen posible el cumplimiento de las promesas divinas. Por falsa que fuera la ciencia incorporada a la «gnosis» de cada una de ellas, el hecho es que excitaba y calmaba al mismo tiem- po la sed de saber de sus iniciados. A las abluciones y lus- traciones prescritas, ellas afiaden la renuncia y el ascetismo para alcanzar la paz interior; y, asegurando que la liturgia carecia de efectividad si no iba acompafada de devocién, preparan el terreno para profetizar la futura entrada de sus fieles en las esferas del Cielo, donde moran los dioses de per- petuo renacer. De este modo pusieron en marcha un movi- miento espiritual que atrajo a las conciencias mas escépticas. Los mis cultivados espiritus de la Urbs, incluidos aque- llos que se sentian mas alejados de la mistica oriental, em- pezaban a pensar que el favor divino, mas que obtenerse, ha- ire La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio nian algo de barbaros y de imptdicos 0, como se dijo, que fesprendian «un regusto a matadero y a lugar de perdi- cién» **. Pero no por ello fue menor su accién tonificante y bienhechora sobre los individuos, a quienes clevé por enci- ma de su condicion, Y Para convencernos no tenemos mas gue remitirnos al riguroso anilisis que hizo Franz Cu- mont ®6. Las religiones orientales deslumbraban a los fieles por el brillo de sus fiestas y la pompa de sus procesiones, les embrujaban con sus languidos cAnticos y su embriaga- dora musica. Ya se debiera a la tensi6n nerviosa que provo- can las Prolongadas mortificaciones y los obsesivos estados contemplativos, ya fuera por el heretismo de sus vertigino- sas danzas, ya porque ingirieran bebidas fermentadas tras un periodo de abstinencia, lo cierto es que estas fiestas se cele- braban en un estado de éxtasis en el que «el alma, liberada de las ataduras del cuerpo y del dolor, se sumia en el deli- rio». Franz Cumont observa con acierto que en el misticis- mo es facil deslizarse «de lo sublime a lo depravado». Pero, a pesar de las depravaciones inherentes a estos cultos natu- ristas, los misticismos orientales de la Urbs, influidos por la filosofia griega y la disciplina romana, supieron formarse un ideal y elevar los espiritus hacia esas altas regiones en las que el encuentro del perfecto saber, de la mas pura virtud y de la victoria sobre el dolor fisico, el pecado y la muerte, hacen posible el cumplimiento de las promesas divinas. Por falsa que fuera la ciencia incorporada a la «gnosis» de cada una de ellas, el hecho es que excitaba y calmaba al mismo tiem- po la sed de saber de sus iniciados. A las abluciones y lus- traciones prescritas, ellas afiaden la renuncia y el ascetismo para alcanzar la paz interior; Y» asegurando que la liturgia carecia de efectividad si no iba acompanada de devocién, preparan el terreno para profetizar la futura entrada de sus fieles en las esferas del Cielo, donde moran los dioses de per- petuo renacer. De este modo pusieron en marcha un movi- miento espiritual que atrajo a las conciencias mas escépticas. Los mas cultivados espiritus de la Urbs, incluidos aque- llos que se sentian mas alejados de la mistica oriental, em- pezaban a pensar que el favor divino, mas que obtenerse, ha- bi 177 La educacin, la cultura y las creencias: luces y SOMPTAS uvenal aplaca su ira en la se- bre es mas querido por sus a comienzos de la se- bia que merecerlo. Y mientras J renalconviction ide quetelibom dioses que por si mismo» *”, Persio, a ‘ gunda mitad del siglo 1, esta convencido de que los dioses —a quienes no rinde mayor culto— sdlo le exigen «un alma en la que reinen armoniosamente el derecho profano y el de- recho sagrado, un espiritu purificado hasta en sus mas ocul- tos pliegues, un corazén colmado de honesta generosi- dad» **, Y Estacio, en los tiempos de Domiciano, formula implicitamente un acto de fe basado en el poder absoluto de la religién personal: «Pobre como soy, ¢de qué modo po- dria yo satisfacer a los dioses? No, no lo lograria aunque Umbria me ofreciera la riqueza de sus valles y las praderas del Clitumno me brindaran sus toros blancos como la nie- ve; y, sin embargo, los dioses me han agradecido muchas ve- ces la ofrenda, que sobre un monticulo de hierba, les hacia de un poco de sal y de harina.» *? Los poetas de entonces, fieles intérpretes de sus contemporaneos, consideraron los favores divinos como la recompensa a la virtud de los hom- bres. En la lengua del siglo U, la palabra latina salus, que an- tano habia designado el concepto univoco de salud fisica, empez6 a adquirir una significacién moral y escatoldégica que abarcaba los conceptos de liberacién del alma en la tierra y salvacion en la vida eterna. Este significado trascendente de salud se extiende desde los cultos orientales a todas las es- cuelas religiosas de la antigiiedad romana. Es la idea que late en la religidn que Adriano instauré en honor de Antinoo, el bello esclavo bitinio que sacrificé su vida en Egipto para salvar la del emperador ”°. Es el lazo que une a las cofradias formadas por los dendrophori * de Cibeles y de Attis °', es- pecialmente en Bovilas, en los tiempos de Antonino Pio. Y también la idea que subyace en los colegios funerarios que, en el reinado de Adriano, se convirtieron en una gran fami- lia que aglutinaba a los plebeyos y esclavos de Lanuvium Colegio de sacerdotes dedicado al culto de Cibeles que en las fies- tas en honor de la diosa Wevaban arbustos y ramas. (N. de la T.) 178 . La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio y rendia culto a dos divinidades: Diana, protectora de los muertos, y Antinoo. El término adquiere tanto prestigio que son muchas las escuelas que lo utilizan en su denominacion Para ofrecer una imagen de esperanza: collegium salutare. Es tal su fuerza que ni los principes pueden sustraerse a ella. A pesar de que en las monedas y monumentos aparecen con la dignidad de los dioses Olimpicos, el Augusto como Mar- te, de quien descienden los fundadores de la Urbs, y la Au- gusta Como Venus, madre de los Césares y del pueblo ro- mano *°, y que su santidad se ve fortalecida por las nume- rosas y antiguas leyendas latinas, los principes ya no estan seguros de que la protocolaria apoteosis concedida por el Se- nado sea suficiente para lograr la «salud» sobrenatural a la que, no obstante, aspiran como cualquier mortal. Después de que Adriano erigiera estatuas, templos y ciudades en ho- nor de Antinoo, y antes de que Cémodo entrara a formar parte de la congregacién de Mithra *, Antonino Pio testi- moniaba, con el transparente lenguaje de las leyendas de sus monedas, que Faustina, la esposa que habia perdido al co- mienzo de su reinado, cuyo templo en el foro atin conserva su simbolico friso, habia subido al cielo en el carro de Ci- beles, bajo la proteccién de la Madre de los Dioses, la Se- fiora de la Salud: Mater deum salutatis 9°. Es evidente que, de la confluencia de las misticas orientales y la sabiduria ro- mana, nacieron y crecieron sobre las ruinas del Panteén nue- vas y fecundas creencias. Observamos cémo comienza a sur- gir en el seno del deteriorado paganismo una incipiente «eco- nomia» por la que el hombre recibe su salvacién a cambio de sus méritos y la ayuda divina. De este modo, por unos hechos casuales que los agnésticos califican de determinis- mo histérico y en los que los creyentes, como Bossuet, ven la divina intervencién de la Providencia, en Roma empez6 a crearse el clima propicio para la expansién de un cristia- nismo cuya Iglesia era ya lo suficientemente sdlida como para que en Roma se cavaran los primeros cementerios co- lectivos y para que llegaran hasta el trono, en la voz de sus apologistas, el ejemplo y las orientaciones de sus fieles. L a br 179 a educacion, la cultura y las creencias: luces ¥ $07 ras Advenimiento del cristianismo Marcial o Juvenal lo sos- es, a pesar de que ni Estacio, ve Ae Hf Joven no hiciera en sus haran; a pesar de que Plinio el s § Peartas alsin alguna a los problemas que habia a lle Bitinia °; a pesar de que TAcito y Suetonio hablaran le el de oidas, el primero utilizando injuriosos cae que excluian cualquier signo de objetividad, y el segundo de un modo tan confuso que resultan evidentes las lagunas de e informacion y su falta de perspicacia *”, lo cierto es que la «cristiandad» romana se remonta al reinado de Claudio (41-54) 8, y que en los tiempos de Ner6n es ya lo bastante importante como para que este emperador instigara al pue- blo contra ellos al culparles del incendio de la Urbs en el afio 64, y como consecuencia llevara a cabo la primera per- secucién y acabara sometiéndoles a atroces y refinados su- plicios. Pero el cristianismo siguid creciendo en la sombra con una asombrosa rapidez. Este hecho quiza se explique no tanto por la importancia de la Urbs en el mundo, sino por el desarrollo de la colonia judia, asentada con el be- neplacito de Julio César, en la ciudad. Ya en los primeros tiempos del Imperio se mostraba tan inquieta y era tan nu- merosa que Tiberio se vio obligado a actuar contra ella y a exiliar a Cerdefia a 4.000 de sus miembros. Con ella, el cris- tianismo que salié de Jerusalén penetré en Roma, quebran- tando su unidad y enfrentando a los defensores de la anti- gua ley con los adeptos a la fe nueva. La religién de los ju- dios atraia a numerosos romanos, seducidos por la grandeza de su monoteismo y la belleza del Decdlogo. La religién de los cristianos resplandecia con la misma intensidad que otras religiones, pero ademés divulgaba un espléndido mensaje de redencién y de fraternidad, y este hecho hizo que se impu- siera su proselitismo. Visto desde la distancia que nos otor- ga el tiempo, es posible que en un principio los romanos la confundieran entre tantas nuevas misticas y que los exabrup- tos lanzados por Juvenal contra todos los judios cayeran también sobre los cristianos, ya que unos y otros estaban obligados por los mandamientos de Dios y segufan las mis- 180 La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio mas Costumbres plo de Jerusalén Antoninos, la « de la «Sinagoga, raza ni color, e: °°. Pero después de la destruccién del Tem- en el aio 70, con la llegada de los primeros Iglesia» comenzé a distinguirse claramente », y su propaganda, que no tenfa en cuenta nseguida suplanté a la judia. Naturalmente, no podriamos establecer una cifra precisa de las conversiones al cristianismo que se dieron en Roma; Pero seria un error creer que sélo se convertian los plebe- yos. Las Epistolas de San Pablo, dirigidas a aquéllos de sus hermanos que estan en la casa del César —in domo Caesa- ris—, demuestran que el apéstol tenia discipulos entre la ser- vidumbre del emperador, entre unos esclavos y libertos que, a pesar de su aparente humildad, estaban entre los mas po- derosos servidores del régimen '°°. También tenemos prue- bas de que, algunos afios mas tarde, la Iglesia cristiana ya ha- bia echado sus redes entre las clases dominantes. TAcito nos cuenta que Pomponia Graecina, esposa del consul Aulus Plautius, el conquistador de Bretafia que vivid bajo el man- dato de Nerén y murié ya en tiempos de los Flavios, fue acu- sada de pertenecer a «una religién proscrita y extranjera» a causa de su austeridad, su tristeza y su atuendo de duelo. Dion Cassius y Suetonio nos relatan que Domiciano persi- guid y condené a muerte a M. Acilius Glabrio, cénsul en el ano 91, por un delito de ateismo; también persiguis a unos primos segundos, Flavius Clemens, cénsul en el aio 9S,a quien condené a la pena capital, y su mujer Flavia Domiti- la, quien fue exiliada a la isla de Pandataria '', Por Ultimo, Tacito sefala en sus Historias que el propio hermano de Ves- pasiano, Flavius Sabinus, prefecto de la Urbs «cuando Ne- r6n convirtié a los cristianos en antorchas vivientes para ilu- minar sus jardines», al parecer estuvo obsesionado al final de su vida por el horror de la sangre derramada 1°, En efecto, ninguno de estos textos indica expresamente que hubiera alguno de los grandes personajes romanos en- tre los cristianos de Roma. Pero es licito que, como Emile Male, nos preguntemos si Flavius Sabinus, obsesionado y moderado al final de su vida, no se habria convertido a la nueva religion ante el valor de los primeros martires roma- 181 La educacion, la cultura y las creencias: luces y sombras ; wanise nos '°3, Y es atin mas probable que sé cera ee ee mo cuando citan la ilicita adhesin de Pomponia Graccit a una religion extranjera o cuando se formu ja la ‘a am de ateismo de unos romanos cuya fe parecia alejarles a pal siblemente de los deberes hacia los falsos dioses del politeis mo oficial. En el caso de Flavius Clemens y de Flavia Do- mitila la posibilidad es atin mayor, ya que una sobrina a ésta, segtin testimonio de Eusebio, fue recluida en la isla de Pontia por un delito de cristianismo '*. Sea como fuere, yi suponiendo que con una actitud radicalmente critica nos atrevamos a retroceder hasta el segundo tercio del siglo Il y descendamos a la catacumba de Priscila, donde sobrevive el recuerdo de la familia de Acilius Glabrio, a la cripta de Lu- cina, donde fue hallada una inscripcién griega con el nom- bre de un tal Pomponius Graecinus, y a la tumba de Domi- tila, cuyo solo nombre evoca el irresistible recuerdo de las victimas de Domiciano, es imposible apartar de nosotros el Ppresentimiento de que a finales del siglo I fueron muchas las conversiones de romanos al cristianismo, segiin todos los in- dicios que nos ofrece De Rossi '°°. No cabe duda de que, en los circulos de los grandes personajes de entonces, hubo muchos romanos que, sobre todo en el reinado de Adriano (117-138), tuvieron el valor de acudir a la llamada de Cristo y Hegaron a nutrir las filas de su «Iglesia». Es cierto que los romanos convertidos de la Urbs aan eran una minoria que atraia las reticencias de la mayoria y la hostilidad del poder. En efecto, los seguidores de Jesu- cristo ya no cumplian con las practicas religiosas tradiciona- les; ademas, colmados por la idea de una patria celestial, ol- vidaban su origen romano y se consideraban exclusivamen- te cristianos, lo que hacia que les tildaran de desertores y enemigos publicos '°*. Pero los castigos a los que su intran- sigencia les exponia, si no la muerte, como en el caso del papa Telesforo en los tiempos de Adriano, eran demasiado incoherentes como para lograr su exterminio; por otra par- te, el valor con que lo soportaron terminé despertando la ad- miracién de sus adversarios. Mas que la serie de Apologias que inaugurara Quadratus bajo el principado de Adriano, lo 182 as 4a vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio que en realidad a martires, la fuer: que discurrian 1 s€ cuenta de las los misterios pay sobrevivir, los !°7 en ¢: su doc polite yud6 a su progreso fue el heroismo de sus za de su Credo y la palidez evangélica en us vidas. Incluso aquellos que lograron dar- analogias existentes entre el cristianismo y ganos, tuvieron que aceptar que para poder el cristianismo se habia visto obligado a superar- ualquiera de sus aspectos. Los cristianos oponian trina de un Dios unico, soberano y paternal frente al smo de los dioses greco-romanos 0 al monoteismo di- fuso de las religiones orientales, Frente a las distintas idola- trias, ya estuvieran o no atenuadas por la metafisica del éter divino y la eternidad de los planetas, la nueva religién prac- ticaba un culto espiritual, despojado de aberraciones astro- légicas, sacrificios sangrientos y dudosas iniciaciones, y ofre- cia un bautismo de agua pura, la bondad de las oraciones y la hermandad de una cena celebrada en comunidad. Como los misterios paganos, recurria a los libros sagrados para dar respuesta al origen de las cosas y al destino de los hombres; pero el redentor cuya «buena nueva» predicaba, en lugar de perderse, inasible y ambiguo, en el laberinto de la mitolo- gia, se habia encarnado milagrosamente en la figura de Je- sts, el hijo de Dios. Al igual que cualquiera de los otros cul- tos, garantizaba la vida después de la muerte; pero, en vez de prometer el abismo silencioso de la eternidad sideral, pro- metia la resurrecci6n individual ya vivida por Cristo. Por ul- timo, igual que todas las religiones obligaba a los creyentes al cumplimiento de unas normas; pero, sin excluir la con- templaci6n, el ascetismo y el éxtasis, los relegaba a un se- gundo plano y fundamentaba su norma en la caridad y el amor al prdjimo, como ordenaban los evangelios. Estos eran sin duda los atractivos de la nueva religion. Los cristianos eran todos hermanos, y de este modo se ha- cian llamar. Sus reuniones recibian el nombre de «Agapes», palabra que en griego significa amor. Continuamente se ayu- daban los unos a los otros «sin estrépito ni arrogancia». «Los* consejos, ensefianzas y ayudas materiales» pasaban de co- munidad en comunidad, y «todo ello», como escribe Du- chesne, «se realizaba de un modo mucho mas vital que en La educacion, la cultura y las creencias: luces y sombras 183 cualquier congregacion pagana. Debieron ser muchos los que pensaran: jQué simple y pura es su religién! ;Cuan grande es su confianza en Dios y en sus promesas! ;Cémo se aman entre si y qué felices parecen juntos!» 1° Es probable que en el siglo I de nuestra era este goz0 evangélico atin no alcanzara mas que a algunos grupos ais- lados entre el enorme gentio de la ciudad; pero, sin duda, era ya contagioso y habia comenzado a transformar la exis- tencia de miles de personas. Este es un aspecto que no de- bemos olvidar si queremos comprender Ja vida romana de aquella época. La Iglesia aun no era visible, pero es evidente que su presencia se hacia notar, que ya daba resultados. Poco a poco y en un sordo proceso, fue adquiriendo grandes pro- piedades curativas. En secreto elaboré los remedios que po- dian acabar con la enfermedad que minaba a la civilizaci6n de la Urbs. En nombre de un nuevo ideal, restauré antiguas virtudes olvidadas 0 perdidas: la dignidad y el valor del hom- bre, la unidad familiar y la importancia de una verdadera moral en la conducta de los adultos y en la educacién de sus hijos. Adem4s, impregné las relaciones entre los hombres de una humanidad que nunca las duras sociedades antiguas ha- bian conocido. En esta Roma de Jos Antoninos, cuya apa- rente grandeza ya no puede ocultar los sintomas de descom- posicién interna que acabara arruinando su poder y dilapi- dando sus riquezas, lo que primero nos llama la atencién es el hormigueo de las multitudes a los pies de la majestad im- perial, la fiebre del dinero, el lujoso escaparate tras el que se esconden sus miserias, la prodigalidad de los espectaculos donde la poblacién se despereza y atiza sus malos instintos, la futilidad de unos divertimentos intelectuales que hacian de una parte de la juventud seres anémicos y el frenesi de los goces carnales con que se embrutecian los demas. Pero ni el excesivo fulgor ni las sombras siniestras habrian de ocultar la trémula claridad que iba iluminando a las almas elegidas como el alba incipiente de un mundo nuevo.

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