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Diversidad, multiculturalismos e identidades:


perspectivas de género.

Mary Nash, Universidad de Barcelona

(Publicado en: Nash, Mary. Marre, Diana (Eds.) Multiculturalismos y género: perspectivas
interdisciplinarias Barcelona. Edicions Bellaterra, 2001)

La comunidad científica internacional ha deparado una creciente atención


a las categorías analíticas de diversidad, multiculturalismo y a la
construcción de identidades en las últimas décadas. Hoy en día, a
umbrales del siglo XXI, muchos de estos conceptos son de uso habitual y
se han incorporado en el lenguaje popular para expresar los hechos
diferenciales de signo cultural y describir las condiciones de vida y las
experiencias colectivas de numerosos grupos y comunidades en el mundo
actual de la globalización. La explosión multicultural, impulsada
inicialmente por los discursos culturales y políticos de relaciones de raza
(race relations) en Gran Bretaña desde los años sesenta, junto con las
políticas multiculturales de Canadá y Australia de los años setenta, fue
fortalecida por los aportes realizados en los Estados Unidos,
particularmente desde el campo educativo en los años ochenta, habiendo
adquirido en los noventa una dimensión europea. El multiculturalismo en
sus diferentes interpretaciones representa la respuesta de la sociedad
occidental a políticas anteriores de signo asimilacionista. Frente a la
evidencia del fracaso del “melting pot” basado en la asimilación cultural
de inmigrantes y minorías étnicas de las pautas de la cultura hegemónica
de la sociedad de acogida, el multiculturalismo contempla la existencia de
la diversidad cultural en el seno de la sociedad. Pretende asimismo
elaborar políticas de reconocimiento de sus diversas expresiones y
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establecer bases para la igualdad de oportunidades. En la actualidad, el


multiculturalismo en clave plural ha alcanzado tal arraigo social que en
1997 el científico social Nathan Glazer, de la Universidad de Harvard,
apeló a la frase “Todos somos socialistas ahora”, de Sir William Harcourt
en 1889, pero reconvertida en la contundente afirmación: “Todos somos
multiculturalistas ahora” que utilizó como título de su libro más reciente
N. Glazer, (1998).
La nueva Europa se ha convertido en un escenario de expresiones
plurales multiculturales donde complejas realidades culturales se
insertan y se entrecruzan en una diversidad de tradiciones políticas,
sociales, religiosas y de género. Herencia en parte de una sociedad
postcolonial y, a la vez, de las oleadas migratorias, emigratorias e
inmigratorias del último siglo, la problemática de la diversidad cultural y
del multiculturalismo constituye uno de los grandes temas de debate
abierto en la sociedad actual. El antropólogo Gerd Baumann señalaba en
un reciente estudio el reto que hoy tienen que resolver los estudiosos y la
propia sociedad europea, a saber, el enigma del multiculturalismo G.
Baumann, (1999). Pero si bien parece que se pueda alegar un creciente
interés de políticos, científicos sociales, agentes sociales y los/las
ciudadanos de a pie por el multiculturalismo, también es cierto que se
sigue produciendo y reproduciendo una visión sesgada e incompleta del
mismo ya que aún no se ha incorporado a su análisis, de forma
sistemática, una perspectiva de género ni tampoco se suele incluir la
mirada y las vivencias de las mujeres en tanto uno de los elementos
específicos que marcan la experiencia plural de la multiculturalidad. El
análisis de género y la inclusión de las mujeres como agentes centrales de
las experiencias de la multiculturalidad constituyen una dimensión
ausente o periférica en el debate en torno al multiculturalismo. Su
integración efectiva representa un reto significativo para el desarrollo de
un modelo democrático multicultural.
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La invisibilidad de las mujeres y la falta de reconocimiento de la


necesidad de integrar una perspectiva de género han marcado nuestra
visión del multiculturalismo, reproduciendo esquemas de subalternidad,
falta de subjetividad femenina y visiones culturales estereotipadas de
diversidad cultural en clave femenina. Si bien algunos autores como
Kincheloe y Steinberg entienden que los estudios de las mujeres
representan una parte fundamental del enfoque multicultural, J.
Kincheloe y S.R. Steinberg, (1999), aún estamos lejos de su inclusión
sistemática en estudios y, más aún, en políticas. Además, tampoco se ha
conseguido establecer una visión del multiculturalismo que contemple al
género como perspectiva integrante y transversal de análisis. Este ensayo
pretende aportar algunos elementos de reflexión sobre el
multiculturalismo desde esa perspectiva, es decir, en clave de la
diversidad de género, en la certeza de que la misma facilitará su mejor
entendimiento.

El género como categoría analítica transversal

Numerosos estudios han señalado el impacto del sistema de género en la


articulación de la modernización en la sociedad contemporánea. El
concepto de género se refiere a la organización social de la diferencia sexual
y de la reproducción biológica. El sistema de género representa un complejo
conjunto de relaciones y procesos socioculturales que son, a su vez,
históricos en la articulación de su perfil característico. Se trata de una
construcción social realizada a través de representaciones culturales de la
diferencia sexual, a la que se concibe como producto social y no de la
naturaleza. El género se define en función de las características normativas
que masculino y femenino tienen en la sociedad y en la creación de una
identidad subjetiva y de las relaciones de poder existentes entre hombres y
mujeres. Al entender la construcción del género como proceso
sociocultural, como historiadora encuentro insostenible esa visión
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esencialista de signo biosocial como clave analítica de la situación de las


mujeres. Mi lectura de género parte de una creación social y no biológica de
las ideas y los valores normativos que enuncian los roles respectivos de
mujeres y hombres en la sociedad. En palabras de Joan Scott, el género
representa "la articulación (metafórica e institucional) en contextos
específicos de las concepciones sociales de la diferencia sexual", J. Scott,
(1989: 84.).

Es innegable que el género parte de la noción de una diferencia sexual


derivada de una biología diferenciada, pero se centra especialmente en la
construcción social de esta diferencia. Es por ello que creo que las
normativas que codifican el ámbito de actividad y el rol social de la mujer
se sitúan en las estructuras sociales y en las normas culturales y , por lo
tanto, pueden ser modificadas en función del desarrollo socioeconómico-
político de una sociedad. Los sistemas de valores, creencias, costumbres
y tradiciones son los elementos constitutivos de las pautas de conducta
apropiada de género. De tal modo considero que la organización de la
diferencia sexual obedece a complejos factores sociales, culturales,
históricos, económicos y políticos que en absoluto pueden reducirse a
una visión determinista de signo biologista de la diferencia de género.
Tampoco puede contemplarse como elemento sectorial aislado de
dinámicas socioculturales propias de una sociedad determinada.
Representa, al contrario, una construcción social y cultural que se forma
a partir de un complejo entramado de roles, expectativas, marcos
sociales, formas de sociabilidad y procesos de socialización. Al definir a
las relaciones de género como un proceso histórico de signo relacional
que, a la vez, se insertan en un complejo juego de relaciones sociales de
poder, queda clara la propuesta de este texto de entender lo multicultural
desde una perspectiva transversal de género inscrita en un universo de
diversidades y de relaciones de poder características del mundo
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contemporáneo y con evidentes posibilidades de modificación a partir de


la mirada que se asuma.

En un marco analítico centrado en la diversidad, la diferencia de género


se inscribe también en los discursos de alteridad, de definición del otro/a,
en la formación de subjetividades individuales y colectivas o en su
expresión como identidades. Este abordaje metodológico implica una
mirada decisiva a las fronteras de las diversidades. Se interesa por las
definiciones abiertas donde se constituyen, se desmarcan o desaparecen
las diferencias así como también por descifrar los discursos,
representaciones culturales y prácticas sociales que delinean la visión del
otro/a y su reconstitución a través del reflejo de esta mirada. Desde la
perspectiva de las políticas de reconocimiento que Taylor aplicó, en su
obra clásica, a la diversidad cultural, C. Taylor, (1994) cabe plantear su
vigencia de las políticas de reconocimiento en las complicidades
socioculturales de definición o reconocimiento del otro/a en términos de
género, etnicidad y diversidad cultural.

Diversidad cultural, experiencia histórica y el reconocimiento de los


sujetos históricos

Desde la perspectiva de la experiencia individual y colectiva de mujeres y


hombres de diversos grupos de diferentes países, su proyecto de vida se
ha configurado a partir de vivencias culturales de diversidad, hibridez y
multiculturalismo. La experiencia denominada hoy como
multiculturalismo tiene una amplia dimensión histórica a pesar de que
no se había conceptualizado hasta hace sólo unas décadas en esos
términos de análisis por las ciencias sociales. Sin ir más lejos, en los
Estados Unidos, que llegó más tarde a los planteamientos multiculturales
que la vecina Canadá L. Foster, P. Herzog, (1994), hasta mediados de los
años ochenta se utilizaban los términos pluralismo cultural o educación
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intercultural para describir la respuesta de la sociedad estadounidense a


la diversidad cultural GLAZER (1997: 8). Asimismo, la limitación de la
aplicación de ciertas categorías de análisis de la diversidad no sólo se
advierte en términos espaciales sino también temporales puesto que
considero que esas categorías analíticas no pueden limitarse sólo al
periodo más actual de la globalización, ya que precisamente desde el siglo
XIX la nueva sociedad moderna industrial se asentó, entre otros factores,
sobre la base de grandes migraciones, desplazamientos culturales y en
comunidades basadas en identidades de diáspora y en el intercambio
cultural desde la diversidad, Nash, (en prensa).

En términos demográficos y culturales, países como los Estados Unidos


V. Yans-McLaughlin, (1990) o Argentina, D. Marre, (1999), H. Gaggiotti,
(1994), en tanto que territorios receptores de inmensos flujos migratorios
con influencia en el asentamiento de su población y en la construcción de
sus identidades nacionales, han vivido desde el siglo XIX el desarrollo de
culturas transnacionales multiculturales. También lo han hecho países
como Irlanda e Italia desde la experiencia inversa en tanto que sociedades
exportadores de grandes contingentes de emigrantes. Como
consecuencia, al menos en el caso de Irlanda, la sociedad se ha sostenido
en una identidad de diáspora inherente a su identidad nacional, como
destacó hace unos años la Presidenta Mary Robinson B. Gray, (2000). Así,
el intercambio cultural desde la hibridez, la subjetividad cultural
diaspórica o la diversidad cultural, ha caracterizado hace más de un siglo
la trayectoria cultural de diversos estados nación, trayectoria que, a su
vez, también tiene una lectura de género, R. Cohen (1997).

Las meta narrativas tradicionales de la modernidad y del progreso


construídas desde el siglo XIX operaron en gran medida a partir de
procesos identitarios formulados en términos de género y de raza. La
construcción cultural de la diferencia humana desde ambas claves se
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convirtió en uno de los elementos constitutivos de la modernidad y de la


identificación de actores con incapacidad de transformación histórica y,
por tanto, no asimilables a las pautas de subjetividad histórica.

El discurso en torno a la raza como principio explicativo de un orden socio-


político jerarquizado se convirtió en un imaginario colectivo popular de
amplia resonancia y en un valor clave de la cultura occidental a partir del
siglo XIX y, como tal, en mecanismo de legitimación de un orden político de
signo colonial e imperialista. La representación cultural de la diferencia en
términos de categorías raciales quedó claro en el discurso colonial que
caracterizó al “otro” - los pueblos colonizados - en grupos étnicos de una
naturaleza supuestamente inferior. Frente a ellos, el hombre blanco
categorizado como de raza superior, debía, en palabras del poeta Kipling,
asumir la carga del hombre blanco, ("the white man's burden") de "civilizar"
a esos pueblos colonizados. El discurso de raza, entonces, sirvió para
asentar la mentalidad colonial y para justificar la expansión imperial de los
países occidentales en el ámbito mundial J.A. Mangan, (1990); V. Ware,
(1992).

En la construcción de la modernidad, el desarrollo del discurso de raza y


de género respondió a lógicas semejantes. Se basó en la representación
cultural de la diferencia y en la cristalización del “otro” a partir del
establecimiento de una diferencia absoluta de supuesta base biológica a
la que se adjudicó el carácter de rasgo natural. La naturalización de la
diferencia y el esencialismo biológico implícito en su representación
cultural son factores decisivos en la construcción social de la noción de
raza y del discurso de género del imaginario colectivo. La "biologización
del pensamiento social", en términos de Wieviorka, M. Wieviorka, (1992),
convirtió al discurso de raza y a sus representaciones culturales en mito
justificativo de valores culturales discriminatorios. De la misma manera,
el esencialismo biológico funcionó en el discurso de género como
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dispositivo simbólico en que asentar un régimen de representaciones


culturales funcional para establecer una jerarquización de la supuesta
diferencia natural entre hombres y mujeres. Ambas representaciones
culturales presentaron -y presentan- a la diferencia de raza y de sexo en
términos de una diferencia natural irreductible que permite, a su vez, una
oposición de inferior a superior también de base natural. De esta manera
han actuado también como configuradores de prácticas sociales que
niegan la categoría de sujetos históricos a determinados colectivos
identificados como el “otro”, es decir, no blancos o mujeres, aquellos que
se ubican fuera de la norma con que se define al hombre blanco
occidental como único sujeto histórico universal.

La representación del “Hombre Blanco Europeo” como norma y sujeto


universal del pensamiento político y social occidental se constituyó, en
gran medida, en referente definitorio de los “otros”. El discurso de la
alteridad elaborado por el Conde de Gobineau en su obra Ensayo sobre la
desigualdad de las razas humanas (1853) identificó a las “razas” no
blancas y a las mujeres como los “otros” inferiores, estableciendo,
tempranamente uno de los elementos claves de la configuración de las
pautas culturales de la nueva Europa moderna industrial, es decir, la
nueva Europa: la premisa de la desigualdad y su correspondiente
jerarquización de los seres humanos. Además, el hecho de centrarse en la
figura del “Hombre Europeo”, contribuyó a construir a los demás "otros"
en términos de una relación jerarquizada respecto de cada grupo. Como
ha señalado Amina Mama, este posicionamiento diferencial jerarquizado
dejó como consecuencia la tendencia de privilegiar el hecho diferencial en
torno a un único eje sea de género, etnicidad o diversidad cultural, A.
Mama (1995). La percepción binaria de la construcción de la alteridad
oculta, sin duda, la complejidad de las relaciones de poder y el
reconocimiento del complejo entramado de género, raza y clase que juega
en el reconocimiento de los sujetos históricos y, también, de la diversidad
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cultural en clave de igualdad. Asimismo, ha dificultado el desarrollo de un


enfoque analítico transversal en el estudio de esa misma diversidad.

Rescribir la historia desde la categoría analítica de la racialización de las


diferencias étnicas, F. Anthias, N. Yuval-Davis (1992), y desde el eje
interpretativo de la naturalización de las categorías sociales, constituye, a
mi modo de ver, una dimensión crucial para repensar paradigmas
estándares y marcos analíticos de la subjetividad histórica y de
interpretación actual de la diversidad cultural. En este sentido, se puede
sugerir que la continua utilización del pensamiento biosocial y el recurso a
la naturalización de las categorías sociales siguen operando como
mecanismo de negación de la completa subjetividad histórica a colectivos
como mujeres, minorías étnicas o inmigrantes y de devaluación de su
capacidad de ejercicio ciudadano, P. Chattterjee, (1996); E. Said, (1996).

En el siglo XIX, época de nacionalismos y de expansión colonial e


imperialista, el desarrollo del estudio científico sobre la diferencia humana
y la diferenciación hereditaria fomentó un amplio debate europeo acerca de
la desigualdad racial en el que la idea de raza se incluyó tanto en los
debates políticos como en los estudios académicos. Las ciencias médicas y
la antropología ofrecieron una amplia fundamentación científica a las
argumentaciones ideológicas sobre la noción de raza que enmascaraba un
racismo claro. De hecho, tanto en el siglo XIX como en el siglo XX la
cobertura científica del discurso de raza fue significativa y, con ella, la
autoridad moderna legitimadora que el mundo científico concedió a
posturas fundamentalmente ideológicas que justificaban la desigualdad.

De igual modo, médicos y científicos se afanaron en establecer


definiciones científicas de la feminidad y de la identidad de género que
legitimaban la desigualdad entre hombres y mujeres. De la misma manera
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que el discurso de raza propuso trasladar diferencias étnicas a categorías


culturales jerarquizadas de inferioridad /superioridad, el discurso de
género de diferencia sexual se articuló también a partir de la traslación de
la diferencia de sexo al plano cultural ideológico y de la justificación de un
orden jerárquico de género basado en la subordinación de la mujer. De
hecho, la comprensión del proceso según el cual las diferencias biológicas
de las personas se trasladan a categorías sociales y culturales de
diferenciación racial o sexual representa, a mi modo de ver, un enfoque
decisivo para la comprensión de las dificultades que se hallan en el proceso
de reconocimiento de nuevos sujetos históricos como las mujeres, minorías
étnicas o inmigrantes y, junto a ello, en la consolidación de una sociedad
multicultural. El pensamiento biosocial que define a las mujeres en
función de su biología y de la reproducción, actúa como mecanismo de
control social que convierte en natural la exclusión de las mujeres de la
subjetividad histórica, del mismo modo que las diferencias culturales
racializadas pueden determinar la subalternidad histórica de colectivos y
pueblos que no encajan en la norma supuestamente universal de blanco
occidental como sujeto histórico y político. Estas pautas culturales
inherentes a la cultura occidental han operado y siguen operando para
mantener los mecanismos socioculturales de inclusión/exclusión y de
desigualdades sociales y de género en la sociedad multicultural actual.

Modernidad, diversidades y la construcción de identidades

En términos socio-culturales puede señalarse, que la nueva sociedad


industrial moderna occidental tiene a la diversidad cultural como algo
inherente a su propia configuración. En el siglo XIX, de la mano del
industrialismo, la vida occidental experimentó profundas
transformaciones a través de la integración de nuevos sectores
procedentes del mundo rural en sucesivos flujos inmigratorios y, a finales
de siglo, de masivos desplazamientos intercontinentales de población. En
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el caso de las nuevas ciudades industriales, sus nuevos habitantes, con


un "background" cultural y lingüístico diverso, trasladaron a la ciudad
formas culturales diversas que abrieron procesos de asentamiento
caracterizados por una expresión identitaria de pluralidad y diversidad.
Incluidos en una perspectiva identitaria de clase social, esos movimientos
migratorios, a diferencia de los actuales, no fueron contemplados de
forma decisiva desde la categoría de la diversidad cultural.

La desestabilización de las pautas tradicionales de comportamiento


colectivo basado en valores culturales y códigos de comportamiento más
relacionados con el parentesco y las formas de sociabilidad rurales, dejó
paso a la lenta incorporación de nuevos valores y formas de sociabilidad
relacionados con las dinámicas laborales, sociales y de género inherentes
al mundo urbano contemporáneo. La sociedad industrial del siglo XIX y
gran parte del siglo XX quedó marcada por la adquisición de nuevos
hábitos políticos, sociales y culturales. Las condiciones de vida, la cultura
del trabajo y la consolidación de un proceso identitario en torno al perfil
de la clase trabajadora, generaron formas de sociabilidad y estrategias de
resistencia típicas de la nueva cultura obrera, J. Rule, (1990). Generadas
en espacios sociales tan diversos como los talleres y las fábricas, los
cafés, los centros culturales, los sindicatos, las calles, plazas y barrios
obreros, los lavaderos, los mercados o los lugares de ocio, las nuevas y
plurales formas de sociabilidad actuaron como marco de referencia capaz
de crear señas de identidad entre grupos sociales diversos, de
procedencia territorial y cultural diferente M. Agullon (1992), C. Serrano
(1996). Creados como lugares de encuentro desde la diversidad, los
espacios sociales urbanos funcionaron, en los términos en que Homi
Bhabha caracterizó al postcolonialismo, como espacios de contacto
intercultural, H. Bhabha, (1994). Estos espacios sociales fueron el
escenario colectivo de encuentro, de contestación y acomodo, de dominio
o subalternidad, de contacto o conflicto de culturas diferentes, Pratt
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(1991). Como espacios urbanos, facilitaron la creación de nuevas pautas


de interacción, de diálogo o de conflicto de los grupos inmigrados y
también de la sociedad receptora y de los/las trabajadores con su nuevo
entorno social urbano. Los espacios urbanos actuaron como ámbitos de
circulación y de intercambio que permitieron establecer pautas de
actuación colectiva desde la diversidad cultural y la identidad colectiva
obrera. Así, podían actuar como ejes de expresión de la oposición obrera,
del movimiento de las mujeres y de otros movimientos sociales desde sus
diversas expresiones culturales, pero también como ámbitos de
adecuación cultural o política desde las diversidades culturales, de género
o de clase, J. Paniagua, J.A. Piqueras, V. Sanz, (1999).

Globalización y multiculturalismo: el fin de la homogeneización


cultural

La tensión entre las meta narrativas tradicionales de la modernidad y del


progreso, y las visiones postmodernas de las dinámicas culturales y
sociales que cuestionan las categorías universales, ha abierto un campo
creativo de reflexión, de debate teórico y político que tiene como punto de
referencia obligada el significado del multiculturalismo y de las políticas
de identidad en la sociedad global actual de la diversidad.

Varios son los temas que configuran esta complejidad cultural y


económica global. Frente a la mirada englobante de pretensiones
universalistas, el contexto local y las políticas de identidad proponen una
alternativa en el reconocimiento de la diversidad y de las diferencias
culturales, étnicas, religiosas o de género. Frente a un pensamiento único
que se nutrió de una noción universal de la condición humana que ignoró
las diferencias y la diversidad de la experiencia colectiva de las personas
en el ámbito mundial, el desarrollo de las corrientes del pensamiento
postcolonial, de los estudios de las mujeres y de los estudios culturales
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han obligado a un replanteamiento de una categoría universal de hombre


o mujer, común a toda la humanidad.

La descolonización y los procesos culturales emergentes en su seno


cuestionaron desde hace décadas la primacía del modelo hegemónico
occidental del hombre blanco europeo como el sujeto único del
pensamiento político universal. Al cuestionar la autoridad del
pensamiento masculino occidental, los movimientos sociales de derechos
civiles, de poder negro, del feminismo, de los movimientos de
descolonización y de otras fuerzas sociales más recientes, desarrollados
desde el multiculturalismo, han puesto de relieve la complejidad de las
relaciones jerárquicas de poder que pueden sostenerse en supuestos
plurales de las diferencias, de signo étnico, de raza, o de género o de
religión. El pensamiento postcolonial y los estudios culturales han dejado
claro que las nociones universales deben repensarse. Además, el reto del
nuevo siglo XXI sigue siendo el de definir los derechos humanos en
términos capaces de sostener el principio de la igualdad a partir del
reconocimiento de la diversidad. Desde esta perspectiva, se ha abierto
una reflexión sobre la categoría misma de "derechos humanos
universales" en el mundo globalizado de hoy y la implicación del concepto
de ciudadanía en sociedades donde operan mecanismos de exclusión de
sectores crecientes de minorías que no gozan de los derechos de
ciudadanía, B. Sousa Santos (1997).

En este contexto, es obligatorio repensar la noción de identidad fija.


Queda pendiente el establecimiento de los múltiples significados que las
identidades pueden alcanzar en contextos distintos y en diversas
relaciones. De hecho, desde los estudios culturales se ha ido planteando
la construcción socio-cultural de las identidades que se fundamentan en
términos de etnicidad, religión, o de género, como categorías que
traspasan el tiempo, los lugares, y los contextos. El proceso de
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constitución de identidades culturales no es el mismo en el contexto,


espacio y estrategias de Norte/ Sur, centro/periferia, en sociedades con
un pasado colonial, y ni siquiera en el contexto territorial de la Unión
Europea. Tampoco es lo mismo en las sociedades asiáticas, africanas,
latinoamericanas u occidentales, ni en el mundo urbano o rural o en el
marco de culturas religiosas distintas. El hablar en plural de las
personas con la constatación de sus diferencias, diferencias de género,
de raza, de edad, de ubicación territorial Norte \ sur, de clase social o de
formación cultural y educativa, evitan presupuestos universalistas sobre
la globalidad de la experiencia humana. Al mismo tiempo, permite
detectar las diferencias y agendas distintas que construyen diferentes
colectivos sociales a partir de las experiencias vividas. Facilita la
identificación en cada momento y contexto concreto de las iniciativas en
común y la subjetividad colectiva de las experiencias generales.

En el contexto actual de globalización, el reconocimiento del


multiculturalismo permite la definición del concepto cultura en términos
de diversidad y de identificación de la variabilidad cultural, tanto en el
ámbito local como en el ámbito global. La caída del muro de Berlín en
1989 y, con él, la desaparición del bloque comunista que había
articulado la expresión de sus fronteras política y económicas con el
mundo capitalista occidental, han generado, en la última década del siglo
XX, una transformación significativa de los horizontes de la política. Este
cambio de parámetros políticos ha suscitado diversas reflexiones en torno
“al fin de la historia”, en palabras de Fukuyama, al desaparecer los
escenarios de confrontación política que predominaban en la segunda
mitad del siglo XX F. Fukuyama, (1992). Esta situación ha impulsado
otras propuestas interpretativas para el desplazamiento de las fronteras
de la conflictividad en el siglo XXI a ámbitos culturales definidos por lo
religioso, según ha argumentado Samuel P. Huntington, en su visión del
choque de civilizaciones del futuro S.P. Huntington, (1997). Desde su
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perspectiva, el panorama político internacional se caracterizará por la


desaparición de la política y la reaparición de las religiones como ejes de
los espacios de interacción socio-cultural y de conflictividad del nuevo
siglo. En esta línea interpretativa, en el contexto de la Europa actual,
Tore Bjorgo ha sostenido recientemente que la diferencia expresada desde
la identidad religiosa representa un poderoso artífice para identificar en
términos de alteridad a colectivos de inmigrantes en Europa por su
identidad como musulmanes, T. Bjorgo, (1997). Desde su perspectiva,
entre las elites occidentales, el Islam ha sustituido al comunismo como la
amenaza principal a la civilización occidental. Los estudiosos culturales
han argumentado, además, que los espacios de conflictividad se ubican
hoy en día en las fronteras de las diferencias culturales en tanto que
ámbitos de negociación social y política que sustituyen a las
confrontaciones en clave política predominantes de la época de la post
guerra mundial.

A nivel económico, los procesos de globalización a inicios del nuevo siglo


XXI han generado una serie de cambios decisivos a dimensión planetaria
con la consolidación de dinámicas mundiales de intercambio de
imágenes, mercancías, personas e ideas, A. Gordon, C. Newfield, (1996).
La economía de mercado globalizado del capitalismo tardío y el
ciberespacio marcan los parámetros del mundo actual, del mismo modo
que la expansión colonial europea y la penetración del capitalismo
desafiaron las fronteras geográficas y culturales del mundo no occidental
a finales del siglo XIX. La reestructuración de la economía mundial junto
con el impacto de los medios de comunicación y la generalización del
ciberespacio han generado tendencias globales de signo complementarias
pero también contradictorias.

De entrada, la dinámica de la mundialización ha conllevado procesos de


universalización y de homogeneización cultural. La globalización de las
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industrias culturales en el ámbito mundial ha fomentado la


homogeneización del consumo de cultura que traspasa las fronteras de
los estados nacionales, cuya identidad y ámbito de actuación está en
permanente proceso de redefinición, en espacios territoriales donde las
fronteras geográficas nacionales se difuminan por la apertura de
mercados cada vez más globales en ámbitos tan distantes como la Unión
Europea, la NAFTA o el Mercosur. Artefactos culturales como la música,
el cine, la publicidad, los videoclips, o las series televisivas configuran los
referentes audiovisuales de las nuevas generaciones que consumen, en
gran medida, productos culturales que traspasan sus fronteras
nacionales.

Refiriéndose al contexto de los nacionalismos emergentes del siglo XIX,


el clásico estudio de Benedict Anderson propuso el concepto de
“comunidad imaginaria” como fórmula que permite desarrollar la
experiencia de pertenencia a un grupo determinado que, paralelamente
genera mecanismos de exclusión de la comunidad creada, B. Anderson,
(1993). También destaca la importancia de los artefactos culturales como
la emergencia de la prensa en la consolidación identitaria de los
nacionalismos. Inclusión y exclusión constituyen elementos claves en las
políticas de identidad en la actualidad y, ello se efectúa a menudo a
partir de la definición del otro y de dinámicas de identidad. En este
sentido, el consumo de productos culturales y la mirada del otro son
fundamentales en la creación de mecanismos de integración o de
exclusión que faciliten la pertenencia a una comunidad, a una aldea
global. La globalización de la coca cola, de la música, de los programas
televisivos y de otros artefactos culturales fomentan el espejismo de la
construcción artificial de una “comunidad imaginaria” en el ámbito
global, de referentes culturales aparentemente universales en el marco de
un proyecto económico único en un mundo globalizado de desiguales
recursos económicos y culturales. Del mismo modo que el capitalismo,
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en términos de Anderson, permitió desde el siglo XIX vincular la idea de


civilización universal con la de nación, el capitalismo tardío del
ciberespacio, orienta el proceso de construcción de un ideario cultural
universal en el ámbito del planeta, B. Anderson (1993).

La contrapartida de esta dinámica de homogeneización en las últimas


décadas, es, de forma paradójica, la aparición de una tendencia a la
fragmentación que se manifiesta a través del resurgimiento de la
diversidad. Frente a los proyectos culturales homogeneizadores, la
afirmación de la diferencia o, mejor dicho, de las diferencias, se expresa
en términos plurales a partir de diversas instancias, de diversidad
religiosa, política, estética, étnica o de género. Desde esta perspectiva,
las diversidades culturales se manifiestan como expresión dinámica de
significados que se construyen de forma diversa en contextos específicos.
En este contexto, las políticas de identidad son claves en el proceso de
construcción de identidades colectivas que parten del reconocimiento de
la diversidad. Según Melucci, A. Melucci (1994), los nuevos movimientos
sociales surgidos a partir de la década de los años 1960, como el
feminismo o los movimientos de derechos civiles junto con muchas
políticas actuales, se sostienen a partir del paradigma de la diferencia y
del desarrollo de políticas de identidad, elementos decisivos también en el
impulso de políticas de igualdad de oportunidades o de acción afirmativa
para minorías y mujeres en Canadá, los Estados Unidos y en la Unión
Europea durante más de una década. El marco de referencia de la
diversidad, sostenida a partir de la construcción de identidades
colectivas diferentes, plurales y a veces contestadas, se ha convertido hoy
en uno de los ejes de las dinámicas socio-políticas del mundo actual.
Frente a la globalización sin fronteras territoriales R. Ilson, W.
Dissanayake (1996); J. Borja, M. Castells, (1998), espacios sociales como
las ciudades representan fronteras delimitadas aunque abiertas, que
albergan a la comunidad local y los procesos identitarios de inclusión
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/exclusión. Frente a la identidad de clase y la cultura del trabajo de


épocas anteriores, las nuevas prácticas culturales colectivas actuales se
sostienen en parámetros más cercanos a las identidades culturales
colectivas.

En la actualidad, las ciudades postindustriales, postmodernas, se


caracterizan, o al menos deberían hacerlo, por el reconocimiento de la
pluralidad, de la diversidad cultural y de las identidades múltiples. En el
marco urbano actual, a menudo ejemplificado como “crisol de culturas”,
la identidad de clase social y de cultura de trabajo han dado paso a la
priorización del peso identitario de la diversidad cultural. La precarización
del trabajo remunerado junto a la paulatina desaparición de una cultura
de trabajo desplazada por una cultura más atomizada del consumo, ha
significado la emergencia de señas de identidad, tanto sociales como
individuales, que ya no se configuran sólo a partir de representaciones
culturales construidas evocando a referentes más tradicionales como las
clases sociales o el trabajo. En un contexto en el cual el paro prolongado
y la movilidad laboral se han convertido en elementos habituales de la
experiencia laboral de los varones, la fábrica o las reuniones sindicales ya
no configuran el universo de sociabilidad masculina, ni tampoco sólo en
el mercado o la plaza se encuentran las mujeres que se hallan cada vez
más integradas en el mercado laboral. La pluralidad identitaria y
organizativa de la ciudad postindustrial refleja la complejidad del mundo
urbano actual imposible reducir a categorías analíticas tradicionales de
signo exclusivamente social.

La globalización del multicultulturalismo ha llevado a autores como Yunas


Samad a proponer que la conexión global-local representa el contexto en el
cual se produce una redefinición del multiculturalismo en términos locales,
Y. Samad (1997). Argumenta que no existe un paradigma único del
19

multiculturalismo sino que se debe reinterpretar a escala local para


dilucidar sus características y variaciones. En este contexto local, el reto no
se reduce sólo a lograr el reconocimiento cultural, objetivo expresado en la
clásica obra de Taylor, C. Taylor (1994), sino a establecer los términos
políticos que sirven para facilitar o reducir el acceso a todas las
oportunidades de vida, J. Rex, (1987). Así, el multiculturalismo se expresa
también en términos sociales y de igualdad de oportunidades.
20

Diversidad cultural y debates multiculturales.

La explosión multicultural ha llevado a una cierta simplificación del


fenómeno y conceptos vinculados con el multiculturalismo, a la vez que
ha ignorado a menudo, un entendimiento del multiculturalismo como
proceso de dinámicas sociales y culturales con un fuerte arraigo histórico
y con dimensión de género. El debate actual sobre el multiculturalismo
es amplio y complejo. Hay una multiplicidad de enfoques y perspectivas
en su teorización que ha llevado a una pluralidad de perspectivas que
contribuyen a la comprensión de las formulaciones teóricas sobre
cuestiones de raza, etnicidad, género, clase y sexualidad. De hecho, las
perspectivas divergentes reflejan la voluntad de contemplar la diversidad
y, por tanto, el rechazo de una visión homogeneizadora y totalizadora del
multiculturalismo.

En este sentido, las visiones postmodernas de las dinámicas culturales y


sociales que cuestionan las categorías universales homogeneizantes han
abierto un campo de reflexión y de debate político que tiene como punto
de referencia obligado el significado del multiculturalismo y de las
políticas de identidad de la sociedad global actual de la diversidad. Desde
esta perspectiva, cabe plantear que la idea de homogeneización cultural
pertenece al pasado, a tiempos de una sociedad industrial de hegemonía
cultural y religiosa de Occidente. Un debate en el que también es central
la crítica a la construcción de lo cultural como algo homogéneo con claras
fronteras y el cuestionamiento de la noción de identidad como fija y
estable, supuestamente anclada en contextos culturales específicos.
Como ha señalado Avtar Brah las diferencias, el pluralismo y la hibridad
son algunos de los términos más debatidos de nuestra época, Brah,
(1996: 95), un debate que muestra la fluidez y dinamismo de las
construcciones culturales e identitarias.
21

Frente a la visión rígida ahistórica de un mosaico inconexo de culturas,


entre las múltiples propuestas de definición del multiculturalismo, me
interesa señalar aquellas que tienen en cuenta una visión dinámica,
relacional y compleja del mismo. Según algunos autores, el
multiculturalismo es el resultado político de las luchas y negociaciones
colectivas en relación con las diferencias culturales, étnicas y raciales,
Modood, Werbner, (1997) y también de género, Fraser (1997). Desde esta
perspectiva, se trata de un proceso dinámico, plural que en absoluto puede
reducirse a interpretaciones únicas o visiones homogéneas. Si bien en
lengua castellana, se suele referir en singular al multiculturalismo, las
múltiples dimensiones y definiciones del mismo quedan mejor reflejadas
desde el plural: multiculturalismos. En este sentido la propuesta de Tariq
Modood y Pnina Werbner de interpretar el multiculturalismo en el marco
de la Nueva Europa como un fenómeno múltiple, fluido y de continua
contestación, abre la posibilidad interpretativa de entenderlo como proceso
relacional, dinámico y contextualizado. Se trata de una visión compleja del
multiculturalismo en tanto que “negociación y trascendencia de la
diferencia y de la alteridad en escalas diferentes, desde lo comunal y local al
nacional y supranacional”, Modood, Werbner (1997:7). Los diversos niveles
de relación y de renegociación del multiculturalismo permiten una
contextualización específica y un análisis dinámico de los procesos de
articulación de las relaciones multiculturales, es decir, aquellos
particularmente adecuados a una visión del multiculturalismo como
proceso social y cultural de dimensiones históricas.
Para otros autores, el multiculturalismo se puede definir como un reto al
eurocentrismo que pretende forzar a la heterogeneidad cultural europea a
adoptar una expresión de cultura única, paradigmática de una visión de
Europa como centro de gravedad y “realidad ontológica al resto de las
sombras del mundo”, Shohat, Stam, (1994: 2). Al cuestionar una visión del
mundo desde el punto de vista privilegiado de Europa y expresión de
22

logros como la ciencia, el humanismo o el progreso, esta propuesta


multicultural pretende cuestionar una visión negativa del "otro", de la
cultura no occidental en términos de sus deficiencias, reales o imaginadas,
para crear una perspectiva crítica, abierta y policéntrica del
multiculturalismo como expresión plural de otros universos y propuestas
culturales.

El multiculturalismo crítico implica una visión integradora que pretende


entender los mecanismos de opresión y discriminación, o de libertad y
reconocimiento en múltiples sitios y dimensiones. Para Kincheloe y
Steinberg la pedagogía de un multiculturalismo crítico significa
reflexionar en torno a los múltiples mecanismos de articulación de las
opresiones raciales, de clase social, y de género que se producen y
reproducen a través de la construcción de conocimientos, valores e
identidades en una multitud de ámbitos sociales, Kincheloe y Steinberg
(1999). Este planteamiento abre nuevos horizontes interpretativos para el
multiculturalismo al entender sus manifestaciones no sólo en términos
de etnicidad sino también de clase social y de género. Una visión que,
además, atribuye la tarea de construcción de un multiculturalismo crítico
al conjunto de la sociedad. Así, si bien sectores específicos como
educadores o la administración pública desempeñan un rol decisivo en
este terreno, cambiar la noción de multiculturalismo implica el
protagonismo activo del conjunto de la sociedad. La pedagogía del
multiculturalismo no se limita ni mucho menos, por tanto, al ámbito de la
escuela, sino que implica a la sociedad en su conjunto, en una dinámica
relacionada con la justicia social, el desarrollo de la ciudadanía, la
democracia participativa y la eliminación del sexismo. A su vez, este
enfoque integral abre perspectivas significativas para nuestra sociedad
en el sentido de valorar la necesidad de crear puentes de actuación desde
ámbitos distintos y colectivos sociales amplios.
23

Al plantear los procesos discriminatorios de forma más global, como algo


inherente a [en] las estructuras sociales y culturales, la superación de las
prácticas discriminatorias implica una apuesta integradora de todos los
agentes sociales e individuales. El significado de la diferencia cultural se
construye según las circunstancias políticas, sociales y culturales. Con
impactos desiguales en función del marco de la cultura política y civil,
historia y reconocimiento de diferencias existentes en cada sociedad, el
triángulo del multiculturalismo, según Baumann, se constituiría a partir
de los ejes de la nación estado, la religión y la etnicidad, Baumann (1999)
con grandes contradicciones entre las opciones de derechos civiles,
políticas identitarias y reconocimiento de las diversidades. Así, las
demandas de acomodación política de las comunidades culturales de
diversidad de género, étnica o cultural pueden generar políticas
compensatorias de un trato desigual que, a su vez, puede entrar en
conflicto con los principios igualitarios de trato igual para los ciudadanos.
Asimismo, también queda claro que el reconocimiento de la diversidad y
de los derechos políticos y culturales de minorías afecta a menudo a
colectivos que no gozan de la categoría de ciudadanía. Frente a la lógica
de un multiculturalismo enfocado desde la riqueza de la diversidad
cultural, sus adversarios han evocado la crítica de la "cultura de la
queja", en palabras de Robert Hughes, Hughes (1994) o de la "escuela del
resentimiento", H. Bloom (1996) para denunciar el victimismo y las
demandas de políticas compensatorias. No obstante, la larga historia de
desigualdad y falta de reconocimiento cultural significa que las minorías
culturales y las mujeres están en una situación de desigualdad frente al
predominio homogeneizador del grupo cultural mayoritario.

Representaciones culturales y la construcción de la otredad.

Se ha puesto de relieve a menudo que las identidades étnicas y de


colectivos de inmigrantes o de mujeres son fruto de una construcción
24

cultural. En este sentido, el imaginario colectivo que se construye desde


la subjetividad política y desde la mirada del otro implica a toda la
sociedad en la construcción diaria de ese imaginario y en la creación de la
diferencia. Las representaciones culturales de la otredad juegan un papel
decisivo en la visualización y perfil de la diversidad cultural. La imagen
del otro se consolida a partir de una representación mental, de un
imaginario colectivo, mediante imágenes, ritos y múltiples dispositivos
simbólicos, de manera que estos registros culturales no sólo enuncien,
sino que, a la vez, reafirmen las diferencias, Nash (1995).

Frente a visiones específicas de la articulación identitaria, la cultura


puede concebirse como un producto de creencias y de modelos
conceptuales de la sociedad que moldea las prácticas cotidianas mientras
la construcción de identidades colectivas se entiende como dinámica
procesal y relacional en constante proceso de construcción, readaptación
o negación, sostenida, además, en bases que pueden ser plurales y
contestadas. Stuart Hall ha destacado el gran impacto del sistema de
representaciones en la configuración de la sociedad actual. Según su
punto de vista, las representaciones tienen que ver con lo cultural, pero,
sobre todo, con el significado que dan a la cultura porque transmiten
valores que son colectivos, compartidos, que construyen imágenes,
nociones y mentalidades, respecto a otros colectivos, Hall (1997). Cabe
recordar que las representaciones culturales constituyen un proceso
dinámico de orden histórico. No se trata de elementos estáticos ni
inmutables sino de sistemas de representación que se cambian y se
reelaboran a nivel de imágenes, modelos, creencias y valores en cada
contexto y tiempo. Así, las representaciones culturales e imágenes de la
alteridad representa un elemento clave en la dinámica de configuración
de la sociedad multicultural actual de la diversidad. Atribuyen
significados compartidos a las cosas, los procesos y a las personas e
influyen de forma singular en el desarrollo de prácticas sociales.
25

La pervivencia de imágenes y representaciones culturales negativas en los


medios de comunicación, considera a los/las inmigrantes como un
colectivo subalterno y desigual, presentan una imagen de atraso y de
inferioridad de las sociedades de origen, refuerza mecanismos de
prácticas sociales discriminatorias y, a la vez, construye la imagen de
otras culturas en términos negativos que impiden el desarrollo del respeto
a la diversidad cultural. El predominio de la subalternidad, atribuída a
los colectivos de inmigrantes y la transmisión de una imagen de la
sociedad de origen caracterizada por el atraso cultural, social, religioso o
económico, es decisivo en la implantación de una visión negativa del
otro/a. La consideración generalizada de la inmigración y de la otredad
cultural en términos negativos ha alcanzado una dimensión europea,
Wrench, Solomos (1993). Se trata de un mecanismo sumamente eficaz
que dificulta el desarrollo de una sociedad multicultural basada en el
respeto a las culturas minoritarias ya que fomenta una visión negativa
de los colectivos de inmigrantes y de las minorías étnicas que se
fundamenta en su relación con la delincuencia, situaciones de ilegalidad,
de marginalidad o de inferioridad cultural. Por ejemplo, en el caso de
España, a menudo las percepciones erróneas o estereotipadas,
transmitidas por los medios de comunicación no reflejan la realidad ni
la diversidad o riqueza de la experiencia de la mayoría de los inmigrantes.

Una mirada crítica a las políticas multiculturales implica el


reconocimiento de la existencia de planteamientos multiculturales que a
menudo se han caracterizado por una voluntad política de neutralizar
conflictos sociales o de distraer la atención de las minorías de realidades
sociales de injusticia a partir de un reconocimiento trivializado y
mercantilizado de las diferencias culturales. En este sentido, la
comercialización de la diversidad étnica, el etnoturismo o el folklorismo
celebratorio en clave identitaria, han contribuido poco a la realización del
26

concepto básico del multiculturalismo como proceso de creación de los


fundamentos para el reconocimiento igualitario de la cultura del otro/a.
Además, el análisis de políticas oficiales o estatales multiculturales en
diferentes países ha puesto de relieve el posicionamiento de
determinados grupos políticos y sociales frente a comunidades de
inmigrantes y minorías étnicas establecidas en el país. Así, por ejemplo,
en el Reino Unido de la post guerra mundial, las políticas asimilacionistas
dieron paso a políticas de relaciones de raza, las llamadas race relations,
impulsadas en 1966 por Roy Jenkins en búsqueda de una política de
integración de las minorías étnicas basada en la igualdad de
oportunidades y el reconocimiento de la diversidad cultural. No obstante,
las minorías asiáticas y caribeñas en su proceso de movilización desde la
identidad colectiva de signo cultural, pusieron de relieve los problemas
sustanciales de estas políticas por carecer esas minorías étnicas de una
fuerte base igualitaria, tanto en términos sociales como culturales en
relación con la sociedad británica, Brah (1996:25-27).
El paso del estatuto de inmigrante a ciudadano con derechos semejantes,
en igualdad de condiciones y de reconocimiento de la otredad en términos
de respeto, configura el núcleo de más difícil alcance del
multiculturalismo en la actualidad. Aunque autores como John Rex han
abogado por una visión del multiculturalismo como forma mejorada del
estado de bienestar social en el sentido de que el reconocimiento de la
diversidad cultural enriquece y fortalece la democracia, Rex (1995),
también se ha señalado que uno de los grandes problemas de la eficacia
de las políticas multiculturales es el reconocimiento de una legitimidad de
signo recíproco a las diversas culturas existentes en una sociedad. Por
otra parte, sigue siendo problemática la realización de los plenos derechos
ciudadanos en la práctica, por un lado, y la respuesta social a las
necesidades especificas de comunidades étnicas y grupos sociales por
otro, ya que este terreno se mueve en los limites de lo público / privado.
27

Género y multiculturalismo.

Para Nancy Fraser el problema de las políticas culturales es la tendencia


a centrarse en una política unidimensional que deja de lado la vertiente
de la justicia social. En este sentido, desde su posicionamiento dentro de
la tendencia democrática radical en los EE.UU., hace hincapié en la
necesidad de compaginar las políticas de reconocimiento con las
injusticias de redistribución. Su visión crítica del multiculturalismo
alinea las políticas de identidad con las políticas sociales, Fraser (1999).
Asimismo contempla la equidad de género y la redistribución justa.
Reconocedora de la múltiple afiliación de las mujeres y de sus
identidades plurales, propone que no sólo el género sino también la
"raza”, etnia, nacionalidad, sexualidad y la clase social sean también
objetos de la teoría feminista. Su propuesta multicultural pretende ubicar
las diferencias tanto en términos culturales como sociales. Así, cuestiona
la visión de la diferencia predominante en los Estados Unidos, como si
perteneciera de forma exclusiva a la cultura, para abogar por la necesidad
de vincular los problemas relativos a la diversidad con las desigualdades
culturales y materiales ancladas también en las diferencias de poder
entre grupos y relaciones de dominación y subordinación. De igual forma,
la igualdad social y de género informan su visión del multiculturalismo.

Frente a planteamientos esencializadores de cultura, el multiculturalismo


aboga por las afiliaciones múltiples y plurales de adscripción de una
pluralidad de identidades, de cultura híbridas, complejas y en constante
proceso de transformación capaces de dar respuestas a las plurales
experiencias de género, etnicidad y diversidad cultural en la sociedad de
hoy. Desde esta perspectiva, se ha argumentado a favor del potencial
subversivo de políticas sociales de multiculturalismo que introducen una
nueva política de identidades basada en la noción de comunidad cultural,
28

Caglar (1997.171). Frente a la tendencia popular de etnicizar las


diferencias culturales, al marcar límites entre los individuos y los grupos
y, de paso, congelar las diferencias culturales entre los colectivos en
términos étnicos, cabe retomar la noción de la heterogeneidad cultural
para contemplar las divergencias culturales incluso en el seno de
comunidades de por sí definidas como comunidades étnicas.
Uno de los peligros de la esencialización de las identidades culturales es
el de asignar una homogeneidad cultural que impide florecer las
diferencias y diversidad en el seno del propio grupo, así como también
establecer como interlocutores de comunidades étnicas, a personas que
no necesariamente son representativas del conjunto del grupo. En este
sentido, se ha puesto de relieve que a menudo la experiencia colectiva de
las mujeres o su agenda específica no quedan necesariamente reflejadas
en las habituales manifestaciones de muchas comunidades. De allá la
necesidad de dar voz y espacio de representación a las mujeres de todos
los colectivos para fomentar también el reconocimiento de su diferencia
de género. A veces la unidad mítica de las comunidades imaginadas en el
ámbito étnico y de género divide el mundo en circuitos de inclusión/
exclusión, tanto desde la perspectiva de la propia comunidad como
también desde la mirada del resto de la sociedad.

Nira Yuval-Davis ha argumentado que el género, clase, política y otras


diferencias juegan un rol central en la construcción de políticas étnicas
especificas a la vez que distintos proyectos étnicos de una misma
comunidad también pueden reflejar luchas internas para la consecución
de una posición hegemónica en el grupo, Yuval-Davis (1997). Al detectar
el funcionamiento de mecanismos naturalizadores de índole biosocial en
la identificación y mantenimiento en el poder de determinados grupos,
advierte en torno a la necesidad de comprender que la etnicidad no
puede reducirse a una cultura. Asimismo, la cultura tampoco puede
entenderse como una categoría fija mientras el género desempeña un
29

papel significativo en el posicionamiento de individuos y de grupos frente


a la diversidad cultural.

En el terreno de la experiencia colectiva de las mujeres desde la


diversidad cultural, cabe resaltar un primer campo de dificultades: la
invisibilidad de las mujeres inmigradas o de minorías étnicas y la
transmisión de estereotipos de su perfil. La perduración de un modelo
exclusivamente masculino que informa el enfoque popular del fenómeno
migratorio conlleva una visión sesgada que niega la diversidad de género
en su seno. En este sentido, son muy escasas las referencias a las
mujeres inmigrantes como colectivo en los medios de comunicación. Esta
invisibilidad contrasta con los datos de los años noventa, cuando las
mujeres ya constituían una mayoría de los inmigrantes procedente de
América Latina y Central, C. Gregorio Gil (1998). Los datos del año 2000
señalan la continua feminización del hecho migratorio e incluso en
España las cifras más recientes ponen de relieve el alto porcentaje de
inmigrantes que son mujeres ya que representan el 60% de inmigración
de América Latina, el 40% de Asia y el 15% de África ( La Vanguardia, 29
octubre 2000).

Desde un modelo democrático multicultural, queda clara la necesidad de


contemplar que el reto de la multiculturalidad significa integrar la
dimensión de género en su expresión social y cultural. No obstante, la
creciente tendencia a la feminización de la inmigración no se adecúa de
ninguna manera con el imaginario colectivo y las representaciones
culturales vigentes la ignora. Además, en la medida que se transmite una
imagen de una mujer inmigrante, pervive el modelo tradicional de mujer
casada, dependiente y marginada de la sociedad; imagen que hace
invisible el perfil cada vez más predominante de mujer joven, soltera,
dinámica que busca su integración en el mercado laboral. Esta visión
clásica proyecta la imagen de una mujer inmigrada analfabeta, sumisa,
30

con escasa cultura cuando hay muchas mujeres inmigrantes con una
elevada formación profesional y educativa según su procedencia. La
paradoja existe, por tanto, entre realidad social y representación cultural
en la doble clave de género y de inmigrante.

Existe otro elemento significativo en la habitual construcción de la


imagen de las mujeres inmigrantes en España: la falsa homogenización
cultural y étnica de este colectivo. Frente a la realidad de la importante
dimensión de la inmigración de mujeres de América Latina, aparece otro
juego de invisibilidades y de exclusión, ya que se suele identificar al
prototipo de mujer inmigrada con la mujer procedente de países árabes y
de religión musulmana. Así, encontramos que el argumento aplicado por
Tore Bjorgo, Bjorgo (1997) para Gran Bretaña y Europa tiene, en el caso
de España, una lectura de género en la definición de mujer inmigrante
categorizada desde la religión musulmana. La identidad religiosa y sus
expresiones externas representan un artífice para identificar en términos
de alteridad de género a las mujeres inmigrantes produciendo a su vez
una homogeneización religiosa que en absoluto refleja la heterogeneidad
cultural, religiosa, y de género de los diversos colectivos de mujeres
inmigrantes en España.

Segun Edward Said, a menudo el interés por el orientalismo o lo exótico


constituye el eje identificador de los signos externos de identidad de la
diferencia, Said (1996). Meyda Yegenoglu, en la obra Colonial Fantasies,
Yegenoglu (1998), argumenta que la misma fascinación de Occidente por
el velo se puede atribuir a la vigencia de una identidad colonial
hegemónica. Cree que hay una estrecha relación entre diferencia sexual y
diferencia cultural que la mirada occidental simboliza con el velo.
Además,
31

se produce una única lectura del velo en clave de alteridad cultural y de


subordinación que olvida el uso cambiante y las estrategias espaciales
que se emplean en relación a su uso, Aixalà (2000).

La exclusión de las mujeres de la expresión de la voz de grupos étnicos o


la homogeneización de las relaciones interculturales desde el punto de
vista de una cultura masculina predominante dificulta el proceso de
asentamiento de una cultura democrática intercultural. Asimismo,
tradicionalmente, la construcción de las relaciones de Estado en el
dominio privado, en los ámbitos de la familia y del matrimonio, había
determinado hasta hace poco en las sociedades occidentales el status de
ciudadanía de las mujeres en la esfera privada, Pateman (1988). Ha
constituido un factor explicativo significativo en la continua existencia de
un déficit democrático en cuanto a la representación equitativa de las
mujeres en los ámbitos de representación política y del poder. Asimismo,
en las sociedades multiculturales, la posición de las mujeres tanto en la
sociedad de acogida como en las comunidades étnicas incluye una
dimensión de poder y de relaciones de género que a menudo no quedan
visibles en la articulación de las pautas de negociación intercultural
Woollet, Marshall, Nicolson, Dosanjh (1994). Así, del mismo modo que el
multiculturalismo implica un cuestionamiento de la homogeneidad
cultural, también obliga a retar la homogeneización de una cultura
masculina, y, por tanto, a establecer canales de reconocimiento de
autoridad y credibilidad a las voces plurales de las mujeres. El reto de la
sociedad multicultural consiste, no solo en elaborar procesos políticos y
culturales que faciliten el respeto y reconocimiento de las diversidades
culturales, sino también en reelaborar también los contenidos del
contrato de género desde las experiencias de la diversidad.
32

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