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INFORMACION HISTORICA DE GIRON – SANTANDER

SIGLO XXXII

Don Sancho Girón, de borrascosa memoria, tomó el mando de este Nuevo Reino en
febrero de 1630, bajo el título usado entonces de presidente, y gastó los ocho años que le
duró el gobierno en querellas y contrapunteos con el clero, y aun con las monjas, pues
arrasó el monasterio de Carmelitas de Leiva para manifestar que era hombre capaz de
habérselas con todo linaje de estorbos.

Nada hizo de provecho, salvo la fundación de una ciudad en tierras confinantes con los
indios Chitareros, 51 leguas de distancia directa casi al N.-N.-E. de Santafé, dando
comisión para ello en 1631 a Francisco Mantilla de los Ríos, quien la desempeñó bastante
mal, pues la ciudad anduvo mudando de asiento, pero sin mudar el nombre de Girón,
impuesto en honra del presidente, hasta que el año de 1653 don Juan Fernández de
Córdova mandó fundarla definitivamente donde hoy está, llamándola San Juan de Girón,
por el santo de un padrino y el apellido del otro.

Queda sobre la margen izquierda del río que de Piedecuesta viene denominado del Oro, y
en adelante Lebrija, para concluir hacia el norte su carrera por territorio de Ocaña,
cayendo bien caudaloso al Magdalena. Situada esta ciudad en la extremidad S.-O. del
valle aurífero de Bucaramanga, la rodean grandes barrancas de arena y cantos rodados,
y la oprimen los áridos declivios de la serranía inmediata, que irradian el calor del sol, en
términos de marcar 29° el termómetro centígrado a las once del día, siendo la altura sobre
el nivel del mar 707 metros. Un pensamiento de minería, no de agricultura ni comercio,
determinó la elección del lugar; así, desde que surgieron a su alrededor pueblos rivales de
aquella industria, Girón se paralizó, como lo demuestra su caserío decadente y antiguo,
que, lejos de agrandarse por construcciones modernas, pierde cada día lo que le
arrebatan, por una parte el río no contenido en sus irrupciones sobre la estrecha vega, y
por otra el tiempo que marca su tránsito con deterioros y ruinas pocas veces reparadas.

Pero esta decadencia no pasa del casco de la ciudad, siendo en cierta manera efecto de
su desventajosa situación: el cantón prospera en población y riquezas. En el censo de
1843 resultó con 10.460 habitantes, y en el de 1850 con 12.570; de modo que en siete
años hubo un aumento de 2.110 residentes, no obstante las emigraciones accidentales
que alcanzaron a 1.211 individuos. Los datos de riqueza suministraron en el último año
citado los siguientes valores para la exportación: oro, 27.500 pesos; tabaco, 120,000;
cacao, 24.000; sombreros nacuma, 112.000; panela, sagú y algodón, 4.620; total, 288.620
pesos. La agricultura produjo en nueve especies de frutos menores destinados al
consumo interior y apreciados a los ínfimos precios de los mercados locales (1), 43.900
pesos. Hubo, pues, en aquel año, un movimiento de valores por 332.520 pesos, que,
suponiéndolos repartidos con igualdad entre los adultos numerados en el censo de 1850,
como concurrentes a la producción, a cada uno le corresponderían $ 38,5. Y no es
enteramente hipotética esta repartición, pues allí la propiedad territorial se halla
sobremanera fraccionada, y por consiguiente el bienestar es general y los moradores
gastan cierto lujo en los alimentos, que no es común en nuestros jornaleros.

"La ciudad de San Juan de Girón del río del Oro, resonante por este eco, escribía Oviedo
en 1750, es corta pero con buenas casas de teja, buena iglesia (2) y dos capillas. Tiene
su gobernador y su Concejo pleno de alcaldes, y bastantes sacerdotes clérigos. Su
temperamento muy cálido, por estar en un arenal, a la ribera del río y arrimada a un cerro.
Padece de continuo el mal francés y calenturas. Sus naturales, así hombres como
mujeres, son bien apersonados, de genios vivos, cortesanos y piadosos; pero también
son ingenios litigiosos y temistas unos con otros, y aunque ligados por parentescos,
siempre se están compitiendo con discordias que fomentan por cualquier cosa". ¿Cómo
no ver en estos rasgos el retrato fiel de una ciudad española? Cíen años transcurridos, no
han bastado para modificar las costumbres tanto como la época nueva lo requiere. Ni el
"Concejo pleno de alcaldes", ni los "bastantes sacerdotes clérigos", ni la factoría de
tabacos, radicada en aquel lugar por mucho tiempo, lo han sacado de la inercia que lo
mata desde hace más de dos siglos. Piedecuesta y Bucaramanga, nacidos ayer, se
engrandecen por el activo trabajo y el comercio: San Juan de Girón, semejante a las
familias antiguas, que, lejos de hacer valer su patrimonio lo cercenan para vivir hoy, no
pensando en mañana, soporta con admirable quietud los embates del río sin oponerle
diques para salvar las casas, y dormido en las ideas y recuerdos estériles de lo pasado,
camina insensiblemente a la nada.

El territorio de este cantón se extiende hacia el norte por espacio de 18 leguas, a manera
de manga cerrada al principio por los ríos Lebrija y Sogamoso, y más adelante por aquél y
el Magdalena, terminando en el caño del Chocó, límite común a Soto y Ocaña. Una parte
de dicha manga está llena de cerros y picachos eminentes; la otra se desarrolla en
planicies pantanosas sobre la ribera derecha del Magdalena; y entrambas permanecen
desiertas desde poco más allá de Girón. Las fiebres reinantes bajo la sombra de los
apiñados bosques y en las vegas cenagosas de los ríos, ahuyentan de allí al hombre
blanco, cuya raza parece proscrita para siempre de esas regiones. Igualmente desierta y
solitaria es la vasta porción de tierras montuosas que pertenecen al cantón Bucaramanga
desde esta villa para el norte hasta el espinazo de Las Jurisdicciones, país regado por
multitud de torrentes y catorce ríos que bajan de las serranías colosales del oriente,
despeñándose al Lebrija. Entre los complicados estribos de esta serranía quedan
Rionegro, ceñido y como aislado por selvas de majestuosa belleza, Matanza y Suratá,
situados sobre la hoya del río así llamado. Tona, bañado por los hielos del vecino páramo,
y finalmente, Baja y Vetas, solares de las antiguas minas de oro nativo que en tiempos no
muy remotos dieron enormes cantidades del codiciado metal.

Hay entre Bucaramanga y Matanza casi ocho leguas de fragoso camino, yendo siempre
por las riberas de Suratá, que rompe sus aguas contra las peñas y ensordece con el
perenne ruido. Al principio es la marcha por el llano de Bucaramanga, terreno de
transporte perfectamente caracterizado hasta la cortadura del río Tona, desde la cual en
adelante avanza el camino por la hoya del Suratá, estrechada entre cerros esquistosos
revolcados por las avenidas de este río que recoge las aguas vertientes de los páramos
Rico, Santurbán, Angostura y Botija, formando en el invierno crecientes desastrosas por
su volumen y la velocidad que traen. A trechos se anda bajo la sombra de caracolíes y
arbustos cargados de olorosas flores, entre frescor y verdura; a trechos por descampados
ardientes, sin vegetación ni abrigo, empobrecida la tierra por el irracional sistema de
incendiar los rnatorrales para limpiarlas. Dos leguas al occidente del páramo Rico se
desparraman las serranías formando un seno en que vienen a confluir cuatro ríos, cuyos
aluviones acumulados han dado origen a una extensa vega y proporcionado cómodo
asiento para los pueblos de Matanza y Suratá, distantes uno de otro legua y media,
habitados por agricultores y reducidos a sus propios recursos, por no llegar hasta ellos el
movimiento vivificador del comercio. El primero de estos pueblos tuvo la fortuna de poseer
un buen cura en el presbítero Agustín Parra, quien a principios del corriente siglo edificó la
bella iglesia parroquial, y habiendo comprado buena cantidad de tierras de labor, dispuso
al morir que se repartiesen por lotes pequeños entre los vecinos pobres y honrados,
resolución verdaderamente piadosa, que bien ejecutada desde el principio habría
cambiado la faz de la parroquia, desterrando la pobreza y remediando el abatimiento de
muchos; mas, por desgracia, sobrevinieron intrigas y enredos forenses que no reprimidos
a tiempo han desvirtuado el benéfico legado y convirtiéndolo en fuente de rencillas e
injusticias.

La cumbre del páramo Rico se levanta 4.200 metros sobre el nivel del mar, y es una masa
metalífera de cuarzo micáceo reposando sobre rocas graníticas y coronadas por terreno
de transición muy abundante en mica. Suratá queda 960 metros más abajo, y Matanza
794, encima de un suelo detrítico enriquecido con los despojos minerales del páramo; allí
el carbón, el cuarzo hialino, el oro de aluvión, constituyen bancos, o yacen diseminados
en los esquistos manganesíferos que las aguas les han sobrepuesto, acarreados por
entre los pliegues del paramillo de Botij a y del remoto de Cachirí, cuyas crestas
descarnadas suben a 4.220 metros sobre el mar. Caminadas dos y media leguas al
oriente de Suratá, costeando el río de La Baja y trepando cerros fragosos, se llega a este
primer asiento de las minas, puesto a 2.460 metros de altura, entre cerros de rápidas
faldas, torrentes ruidosos, montes devastados, excavaciones, miseria y desenfre139
nados vicios.

Al ver aquellas casas pajizas, de presurosa construcción, encaramadas en los riscos


donde pudo formarse pronto un pequeño plano para cubrirlo con cañas y palma sobre
horcones cualesquiera, la modesta capilla poco usada, la carencia de sementeras en los
alrededores y el preferente lugar ocupado por las tiendas de licores y el juego de bolos, se
adivinan las costumbres de una población compuesta de los rezagos de otras comarcas,
atraídos por la sed de las ganancias aleatorias que exaltan la cabeza del minero como la
del jugador. Mujeres desgreñadas, de audaz mirada y libres movimientos, niñas con el
rostro marchito por los precoces desórdenes, hombres y muchachos tirando con desdén
pesos fuertes sobre la arena del juego de bolos y atravesando apuestas en un lenguaje
desnudo de toda fórmula decente; y cuando es la noche, riñas, borracheras y
maldiciones... tal es el cuadro que presenta este desdichado pueblo, tan opuesto al de los
lugares agrícolas, en que moran la sobriedad, la quietud y la inocencia, compañeras del
sencillo estanciero. Detestadas sean las riquezas que así corrompen, y pluguiese a Dios
que las entrañas de los cerros negaran el lucro adquirido en las tinieblas, para que el
hombre buscase las comodidades de la vida labrando los campos en presencia del cielo,
purificándose al respirar el ambiente de la mañana, y acordándose de su Creador, en las
solemnes horas del anochecer.

Las minas de La Baja tuvieron su época floreciente bajo el dominio español, ejecutándose
en ellas grandes trabajos de que todavía se conservan restos, y mereciendo especiales
providencias de fomento dictadas por el virrey Caballero, a mediados del siglo pasado.
Dejáronlas cegar después, pero la fama de los tesoros extraídos de un socavón llamado
Pie de Gallo, atrajo en tiempo de Colombia una compañía inglesa que tomó a su cargo
labrarlas de nuevo. Consumió pródigamente muchos millares de pesos en gastos
desordenados y aún ridículos, como fueron la remesa de carniceros con gran sueldo y de
cargamentos de cabos de madera para las palas y azadones, finalizando por abandonar
la empresa en manos de otros especuladores que llevaron las cosas al extremo contrario.
Las máquinas se abandonaron a la intemperie, los trabajos siguieron flojamente y al
acaso, dejóse de remunerar con puntualidad a los peones, y éstos se desquitaron
robando los filones y nidos de oro, uno de los cuales, recientemente descubierto, se cree
que contenía 25.000 pesos de mineral puro. La empresa, pues, desfallece y amenaza
ruina en fuerza de su desgobierno, y la nulidad en que ha caído no la deja figurar entre los
establecimientos productivos. Otro tanto sucede con el asiento de Vetas, puesto a tres
leguas al S.-E. de La Baja, en un escalón reducido que hace la vertiente occidental del
páramo Santurbán, helado por las escarchas de éste y por un frío de 12° centígrados que
le proporciona su situación a 3.378 metros sobre el nivel del mar. Doce ranchos pajizos en
torno de una mala iglesia y 616 habitantes en el pueblo y campos inmediatos, dan idea de
lo que será esta dependencia minera de La Baja.

Retrocedimos a Suratá y seguimos al norte, atravesando el río Peralonso para continuar


en demanda de la fundación de Cachirí por la vertiente oriental del paramillo de Botijas,
largo estribo arrojado hacia atrás por el ramal de Santurbán, que se prolonga de sur a
norte sin cambiar de rumbo hasta empatarse con la serranía de Las Jurisdicciones, antes
de la cual forma el temido páramo de Cachirí. Comienzan por este lado los bosques de
robles, derechos los troncos y limpios como pilares, sosteniendo una bóveda verdeoscura
que sombrea el suelo alfombrado de hojas secas, sin matorrales que impidan verlo con
todas las sinuosidades de las colinas y laderas; bellos árboles que alcanzan su completo
desarrollo desde que arraigan a 2.000 metros de altura sobre el mar, y tornan a perderlo
cuando llegan a la región de los páramos.

El país cubierto de esquistos arcillosos-talcosos que asoman francamente en las


eminencias, dejando ver en las profundidades capas de micaesquisto metamórfico
subyacente, ofrece una muestra clara del terreno de transición, primera y única que se me
presentó de esta manera en nuestra excursión por las provincias del norte; de ahí en
adelante desaparece bajo los estratos de calizas y areniscas pertenecientes a la
formación carbonífera manifiesta de las serranías de Escatalá y Santiago; la frondosidad
de la vegetación aumenta, y al mismo tiempo los torrentes de aguas cristalinas que
alegran y fertilizan la tierra, nacen los pastos nutritivos al abatir el bosque, y dondequiera
que el agricultor hinca el arado halla remunerado su trabajo con abundantes cosechas.

Transpuesto el paramillo de Botija descendimos a las pedregosas riberas del Cachirí,


pasando el cual se encuentra la casa de la fundación así llamada. Treinta y cuatro años
antes, por el mes de febrero, fueron los alrededores de aquella casa teatro de
adversidades para los granadinos republicanos. El coronel español Calzada, que desde
su salida de Barinas, en octubre de 1815, había sufrido recios contratiempos durante una
marcha de dos meses por los llanos de Casanare y al través de los Andes hasta llegar a
Pamplona, logró rehacerse en esta ciudad y organizar un cuerpo de 2.200 hombres, con
los cuales emprendió marcha sobre Ocaña, pasando el páramo Santurbán para caer a
Suratá. Los republicanos, en número de 2.500 reclutas, que no tuvieron tiempo de
disciplinar en Piedecuesta el general Rovira y el coronel Santander, que los mandaban, se
dirigieron al encuentro de los realistas con la esperanza de desbaratarlos antes de que
fueran auxiliados por los expedicionarios españoles, dueños del Magdalena y la costa. No
esperó Calzada el ataque, sino que levantando el campo atravesó el páramo de Cachirí y
se situó en Ramírez. El jefe granadino, desvanecido con la derrota de un cuerpo de
observación que el enemigo había dejado en el páramo, debilitó sus fuerzas enviando
destacamentos a Pamplona y Cúcuta, en términos de quedarse con poco más de mil
hombres, cuando las de su contrario acababan de recibir considerable aumento;
contramarcharon éstas, y sorprendiendo a Rovira en las casas de Cachirí, donde
vanamente intentó defenderse apoyado en el cerro de Botija, lo derrotaron tan de veras,
que apenas 30 hombres reunidos llegaron prófugos a Matanza. "Las consecuencias de la
pérdida de esta batalla fueron funestísimas para la Nueva Granada. Hasta Santafé no
había tropas algunas, y en esta capital solo existían pequeños cuerpos. Tampoco tenía el
gobierno fusiles con qué poder armar nuevos soldados. Esto, añadido a la profunda
impresión que hizo en las Provincias Unidas la toma de Cartagena, que se había sabido
con certeza poco antes de aquella época, llenó de consternación a los republicanos, que
ya no veían esperanza de resistir a los españoles, o de salvarse por la fuga de su bárbaro
furor".(3)

Ahora reinaban el silencio y la paz en aquellos lugares; y al abrigo de la casa, llena de


fardos y frutos que varios trajineros conducían a las provincias del interior, oíamos de
boca del canoso dueño la relación de esta catástrofe, presenciada por él, la dispersión
desastrosa, y el encarnizamiento con que fueron perseguidos y alanceados los infelices
fugitivos. La tierra granadina recibió con gratitud la sangre de estos sus buenos hijos;
desde entonces se hizo imposible que la tiranía la hollase por largo tiempo.

En la casa de Cachirí se apartan tres caminos: uno se dirige a las riberas del río Escatalá
para continuar en busca de sus cabeceras, costeando las vertientes occidentales del
páramo, cuyos estribos fragosos corta sucesivamente; otro se abre a mano izquierda y
conduce al sitio de Vagaloma para quebrar de repente al sur hasta Rionegro y
Bucaramanga, por cerros, soledades y asperezas continuas; el tercero toma la mano
derecha, trepa al páramo de Cachirí, siguiéndolo por espacio de cinco leguas, y se une al
primero cerca del sitio llamado La Carrera; camino desierto, enfadoso, batido por
ventarrones glaciales que en la estación de las lluvias son insoportables, peligrando la
vida de los transeúntes y de las recuas. Elegimos el de Escatalá para determinar la hoya
de este río, y desde luego comenzamos a subir y bajar por cuestas rápidas los altos
estribos cubiertos de robles majestuosos, claros debajo, entrelazados encima, resonantes
con el eco de nuestras voces, el ruido multiplicado de los torrentes y los confusos trinos
de innumerables pájaros nunca espantados por el cazador.

Tan lenta hubo de ser nuestra marcha, sin poderlo remediar, que al declinar el sol no
teníamos andadas más de tres leguas. La tarde nos sorprendió junto a un ranchito a cuya
puerta estaba sentada una mujer en afanosa conversación con el más pequeño de sus
hijos acostado en el regazo, en tanto que los dos mayores corrían por el césped,
alborotados, reprendiendo a un marrano que les había hurtado la mazorca de maíz,
destinada tal vez a su merienda, y brincaba burlándolos con la presa en el hocico. Nuestra
llegada perturbó aquella escena de paz doméstica: el marrano huyó a gozar del disputado
botín; los chicos se ampararon de la madre, los ojos dilatados, el pecho jadeante y las
bocas entreabiertas con la expresión de la risa paralizada al punto que nos vieron
aparecer en medio de sus juegos.

Casa, fogón y agua de la fuente, era todo lo que la mujer podía proporcionarnos, ofrecido
con la mejor voluntad del mundo, y repetidos perdones que nos pedía por no tener más
que dar. Su buen corazón no se acordaba de la propia estrechez de recursos sino cuando
le impedía obsequiarnos, no con la mira de recibir paga, pues la rechazaba, sino por el
placer de la hospitalidad, virtud tan arraigada en los estancieros pobres, como vacilante o
anulada en los gamonales y aristócratas de monterilla.

La falta de pasto para las bestias y aposento para nosotros nos compelió a caminar media
legua más adelante, hasta la cumbre que llaman Yarumal, donde, a 2.533 metros de
altura, hay una sabaneta resguardada en torno por el monte. Allí determinamos sentar
nuestros reales y pasar la noche. Cortamos varas y hojas de palmiche con las cuales
fabricamos una barraca para resguardar los instrumentos y libros. Después cada cual se
proporcionó dos horquetas pequeñas, que, clavadas a corta distancia, recibieron una
vara, sobre la cual se tendió el caucho de modo que cubriera el espacio de suelo
necesario para cama del propietario, terminando con esto la construcción de las casas,
que a decir verdad nos inspiraban mezquina confianza, pues el inmediato páramo enviaba
ráfagas de viento alarmantes que amenazaban llevarse los techos. Una magnífica
hoguera templaba el frío de 10° con que vino la noche, y los sordos truenos retumbando
al occidente en la inconmensurable profundidad de la hoya del Magdalena, nos advertían
que nos hallábamos sobre la región de las tempestades, pero también cercanos a la de
los hielos y huracanes engendrados en la cima de los Andes. Las nubes pasaban rápidas
velándonos las estrellas, cuyo brillo esplendente solía llegarnos por las momentáneas
roturas del importuno velo: todo callaba, excepto las chicharras del monte y el follaje de
los árboles sacudidos a intervalos; y tal es la majestad del silencio en estas serranías
agrestes cuando la noche las sumerge en su densa oscuridad, que la voz del hombre se
deprime hasta el tono bajo al conversar, cual si por instinto se respetara el solemne
reposo de la naturaleza. La hora del sueño nos encontró sentados sobre el césped a la
rojiza luz de la hoguera y hablando de nuestra virgen América, tan sola hoy, tan bella,
cuya grandeza futura bosqueja la imaginación sin hallarle límites.

Cuatro leguas se anduvieron al día siguiente para llegar al sitio de La Carrera, siempre
por la sombra de bosques en que abundan los helechos arbóreos y las orquídeas de
extrañas y perfumadas flores. Otro día de marcha nos llevó a la hacienda de Ramírez, fin
del territorio de Soto y principio del de Ocaña, desde la inmediata cumbre de
Jurisdicciones. Dionos hospedaje franco el dueño de la hacienda, señor Ignacio Gutiérrez,
anciano de 72 años de edad, que la fundó y la vivía con su respetable compañera.
Ocupan las casas los tres lados de un cuadrilongo: a la derecha, la espaciosa cocina y
cuartos para las herramientas y peones que son tratados patriarcalmente, como miembros
de la familia; a la izquierda, la bien provista pero poco variada despensa, y los almacenes
de granos; al frente el cuerpo principal resguardado por largos corredores, y compuesto
de sala y dormitorio nada más, grandes cual naves de iglesia.

La sala recibe luz y buen golpe de viento por dos puertas fronteras, y en ella, recostado a
la pared, campea del suelo al techo un labrado altar de la Dolorosa, cuajado de claveles
blancos y rojos, con florones de relumbrante mica; varios cueros sin curtir y montones de
maíz completaban el ajuar. El del dormitorio nunca lo vi, pues la noche la pasamos en la
sala, tendidos sobre el santo suelo a presencia de la Dolorosa, que hubo de dispensarnos
esta llaneza. Diez y seis años de recio trabajo personal había empleado el señor Gutiérrez
en descuajar extensos bosques y fundar aquella excelente hacienda poblada de ganado
mayor. Hombre todo de fibras y huesos, se mantenía derecho a pesar del tiempo, y
conservaba todavía el pobre y derrotado traje de peón con que arribó a la soledad de los
montes domados por el constante trabajo. Dotólo Dios de claro entendimiento para no
envanecerse con su actual riqueza, ni olvidar la honrada humildad de su condición
anterior, y esta misma filosofía genial le acompañaba en sus juicios sobre el mundo y los
acontecimientos, mirándolos bajo su aspecto positivo. Me habló con interés de la reciente
provincia de Ocaña, que íbamos a visitar, y recuerdo que resumió sus observaciones en
una comparación no muy distante de la verdad; "Ocaña, dijo, se me parece a un
matrimonio de gente moza que ha gastado en muebles de lujo su corto haber, y sigue
contrayendo empeños para sostener el aparato, quedándose vacía la despensa: digo
esto, porque veo mucho tren de empleados, mucha contribución apurada y ningunos
caminos, que son la despensa de los pueblos. Ellos aprenderán, añadió, porque no hay
mejor escuela que la de un hombre pobre gobernándose a sí mismo".

Tiene la provincia de Soto un área de 249 leguas cuadradas, de ellas 113 desiertas. Los
ríos Sogamoso y Lebrija le dan fácil acceso al Magdalena, contra el cual se recuestan 64
leguas cuadradas de tierras inmejorables para cría de ganados y plantaciones de café,
caña, cacao y añil, pero aun no desmontadas ni utilizadas. El oro, los sombreros jipijapa,
el tabaco y el cacao, que reunidos forman un valor primitivo de 365.000 pesos en la
producción anual, son la riqueza exportable de la provincia y la medida de sus cambios
con el extranjero. Como se ve, la agricultura no concurre sino con dos ramos, pudiendo
suministrar cinco muy valiosos en el comercio exterior: ella está en la infancia, lo mismo
que la minería, cuyos rendimientos en el valle aurífero de Bucaramanga y Girón serían
centuplicados si surtieran de abundante agua los lavaderos, lo que obtendrían con menos
de 30.000 pesos de gasto; no hay espíritu de asociación entre los empresarios, y esto los
anula.

En las 136 leguas de territorio ocupado viven 54.758 individuos, resultando 402 habitantes
por legua cuadrada, o bien, 220 respecto del territorio total, relación que manifiesta la
causa de hallarse todavía en embrión la agricultura, y aun por nacer las artes que de ella
se derivan; pero también se infiere a priori que los medios de existencia deben
superabundar. Si para comprobar esto consultamos las tablas del movimiento de
población en 1850, hallamos que en efecto las supervivencias excedieron a las
defunciones en 957 individuos. Nacieron 1.774, es decir, uno por cada 30,8; fallecieron
817, o sea uno por cada 17 habitantes, de manera que la mortalidad está con la
fecundidad en relación de 1 a 2,5, duplicándose los casos favorables al aumento de la
población. Que será rápido lo demuestra un solo hecho, y es que la relación entre nacidos
y muertos varió en el espacio de un año, aumentando los primeros y disminuyendo los
segundos (4), resultado de la mayor suma de comodidades que el transcurso del tiempo
acumula día por día en la provincia.

Hay en ella 11.900 niños en edad de asistir a la escuela, y reciben este beneficio 525,
permaneciendo en absoluta ignorancia 11.375. Solo 42 niñas se educan, y hay 5.766
desde 7 hasta 14 años.

La pluma se resiste a continuar este análisis desconsolador. He aquí los frutos de 20 años
de centralismo en un solo ramo, y el que parecía menos descuidado de la administración
pública. Sin embargo, ¡esperemos! Las ideas marchan, los pueblos se agitan y piden ya la
gestión de sus propios negocios: las viejas barreras crujen por todas partes, y caerán:
¡esperemos!

Por ejemplo, el maíz, base del alimento popular en estas regiones, vale $ 2.00 la carga, o
2 reales la arroba; el frisol 6 reales fanega; el arroz 5 reales arroba; el plátano a real el
racimo; la carne de 6 a 8 reales arroba; y en esta y aun menor proporción los demás
frutos de importancia secundaria. La cual reedificó y agrandó en 1795 el inmejorable cura
doctor Felipe Salgar, cuya memoria debe ser eterna en Girón José Manuel Restrepo.
Historia de la Revolución de la Nueva Granada.

En 1851 nacieron 1.996. y murieron 794. Quedando un residuo favorable de 1.202. la


mayor parte varones. La población aumentó en razón de 1 por cada 43, o sea el 2.37 por
100

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