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Montier, quien por entonces tenía 33 años y trabajaba en la sede londinense del banco, decidió
distribuir un informe poco ortodoxo. Para empezar, casi no incluía números, ni ecuaciones, ni series
estadísticas, como es habitual en este tipo de publicaciones. Tampoco recomendaba acciones, ni
bonos, ni ningún otro tipo de inversión. Montier le aconsejaba a sus clientes tener más sexo, dormir
bien y aumentar la frecuencia de encuentros con amigos.
Que tales reflexiones aparezcan en una carta formal a inversores y no en un libro de filosofía hindú
o de autoayuda puede resultar llamativo, pero Montier no fue tildado de loco por sus colegas, y
continuó la semana siguiente escribiendo sus informes, esta vez con un tono más convencional. Al
fin y al cabo, sus consejos sobre el sexo y la amistad estaban basados en estudios econométricos con
centenares de miles de datos muestrales y en una línea teórica en ascenso, desarrollada muy
recientemente: la economía de la felicidad. A su vez, esta subdisciplina es un desprendimiento de
otra rama relativamente nueva, aunque con una tradición más robusta, que fue bautizada como “la
economía del comportamiento”, y que se nutre de herramientas y datos que vienen de la psicología.
Se trató, en definitiva, de un episodio emergente de uno de los fenómenos más fascinantes que se
hayan producido en la economía en las últimas décadas: el de la expansión de esta disciplina a
tierras salvajes, nunca antes exploradas. De pronto, cada vez más analistas se encuentran hablando
de temas que hasta hace poco eran impensables para la profesión. La inflación, el desempleo y otras
variables macroeconómicas ya no monopolizan los análisis de académicos. Ahora también se habla
de orgasmos sexuales, penales de fútbol y todo tipo de eventos de la vida cotidiana. Nadie se
escandaliza si en un congreso importante de la profesión se discute un trabajo sobre “la economía
de la empatía y la lectura de la mente”, o si una publicación especializada (journal) prestigiosa
publica un sesudo modelo teórico que analiza cuánta lluvia es necesaria para disuadir a una persona
de salir a correr o de hacer gimnasia.
En la superficie, lo primero que se advierte sobre esta explosión temática es que está volviendo a la
economía más divertida y menos acartonada. Sin embargo, esto es apenas un síntoma (bienvenido,
desde ya) de un fenómeno mucho más profundo, que está llevando a replantear los supuestos más
asentados de la economía tradicional, y que mantiene a la comunidad de académicos y de analistas
en estado de perplejidad.
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La primera referencia que viene a la mente cuando se habla de economía “de cosas raras” son los
trabajos que a partir de fines de los años 60 realizó el Premio Nobel Gary Becker. Pero mientras que
Becker se limitó a aplicar algunas herramientas tradicionales de la economía a temas no
convencionales hasta entonces, como el crimen o el matrimonio, la reciente revolución incorpora
una mayor riqueza de enfoques, porque está basada, en buena medida, en los aportes de otras
ciencias, como la psicología, la neurobiología o la física; algo que está provocando que intelectuales
de formación académica muy distinta, y hasta formas de razonar radicalmente diferentes,
interactúen y produzcan estudios multidisciplinarios cuyas conclusiones tienen una riqueza que
hace mucho tiempo no se veía en la “ciencia sombría” (dismal science), como se bautizó a la
economía hace un par de siglos. De hecho, en recientes entrevistas, Becker, profesor de Chicago y
neoclásico hasta la médula, criticó duramente las nuevas vertientes que mezclan a la economía con
otras ciencias.
“Durante mucho tiempo, la economía exportó sus métodos y herramientas a otros campos; ahora
estamos en la otra etapa del ciclo, en la que la economía está importando cada vez más
conocimientos”, dice Daniel Heymann, economista jefe de la Cepal y uno de los analistas más
respetados en el ámbito académico. Como sucede en la economía real, es casi imposible mantener
un superávit eterno de cuenta corriente.
El capítulo 5 cuenta los últimos avances de la econofísica, la fusión de ciencias que tiene más
recorrido acumulado (los físicos llevan décadas cruzando la frontera de la economía), pero que en
los últimos tiempos está experimentando una revival gracias al impulso que le están dando nuevas
teorías, como la matemática de redes.
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Con la base de esta primera parte, el resto del libro se divide en ejes temáticos, que además
incorporan estudios que parten de instrumentos más clásicos, como la teoría de los juegos o simples
regresiones. La segunda parte abre con una “picada” de investigaciones sobre distintos asuntos de la
vida cotidiana, para luego repasar lo último de lo último en materia de economía del crimen, del
matrimonio y (en lo que debe explicar el 99% de la demanda de este libro) del deporte y del sexo.
Esto nos va a permitir hablar de pornografía, orgasmos y orgías con total impunidad, dado que se
trata de “investigaciones académicas”. Algo así como llevar una Play Boy a la secundaria con su
tapa arrancada y reemplazada por una portada de la revista Ciencia Hoy.
El capítulo 11, “Tuttifruttinomics”, es un top ten de rarezas que, por alguna u otra razón, no fueron
incluidas en las secciones anteriores. Allí hay de todo, desde la economía de las leyendas urbanas
hasta testeos para averiguar por qué las personas altas tienden a ganar mejores sueldos que los
petisos.
El libro cierra con el capítulo 12, “La Argentina insólita”, una mezcla de epílogo y análisis de la
última megacrisis local como laboratorio de investigación para las líneas teóricas que se mostraron
en las secciones anteriores. Como se verá, el cóctel que mezcla a la historia económica argentina
reciente con las nuevas ramas de estudio, tiene un potencial gigantesco. Campos como el de la
economía del comportamiento, de la felicidad o de la neuroeconomía pueden ayudar a contestar el
que tal vez sea el gran dilema no resuelto de la saga económica argentina de los últimos quince
años: ¿Por qué tantos estuvieron tan equivocados durante tanto tiempo?
Hasta hace pocos años, la economía de lo insólito ocupaba un lugar marginal en los congresos y
publicaciones de la profesión. Constituía más una nota al pie de color, que se incluía para darle un
toque “alternativo” o de apertura mental al evento o journal en cuestión. Pero ya no. Hoy por hoy
los temas no tradicionales cuentan en su haber con premios de prestigio (incluido el Nobel a Daniel
Kahneman, el padre de la economía del comportamiento, en el 2002), cátedras, centros de estudio y
congresos propios. Y lo que es más importante: los jóvenes graduados se están volcando
masivamente a los campos nuevos a la hora de elegir sus temas de tesis e investigación. Esto quiere
decir que de acá a dos o tres años estas cuestiones ocuparán más espacio todavía.
Hay una razón obvia para explicar esta tendencia: es mucho más tentador, para un recién graduado,
el aporte que puede hacerse en terrenos relativamente vírgenes, como la neuroeconomía, donde está
todo por descubrirse, que en áreas tradicionales ya “saturadas”.
Aunque siguen apareciendo aportes valiosos, la economía convencional hace rato que viene
mostrando algunos signos de agotamiento. El premio Nobel 2004, el último entregado antes de la
aparición de este libro, fue para el noruego Finn Kydland y para el estadounidense Edward Prescott.
Los trabajos que motivaron el reconocimiento de la Academia Sueca, “Reglas antes que
discrecionalidad: la inconsistencia de los planes óptimos” y “El tiempo para construir y las
fluctuaciones agregadas” fueron escritos, respectivamente… ¡en 1977 y 1982! Más de veinte años
atrás, Sylvia Nassar, ex editora del New York Times y autora de la novela Una mente brillante (que
luego dio lugar a la película homónima, sobre la vida de John Nash) cuenta que en los altos círculos
académicos se considera que la lista de economistas que hicieron aportes trascendentes y
verdaderamente merecieron el Nobel se agotó hace varios años, y que en los últimos tiempos, con
algunas excepciones, el reconocimiento termina recayendo en candidatos de segunda línea.
Es cierto, también, que puede haber un incentivo más pragmático y menos noble para explicar esta
explosión temática de la economía. En Europa y, especialmente, en los Estados Unidos, existe este
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fenómeno que en la jerga de las universidades se conoce como “publish or perish”: publicar o
perecer. Las chances de un aumento de sueldo o de una oferta de trabajo en una universidad de más
prestigio están directamente relacionadas con la cantidad de artículos (papers) que publica un
economista. Y cuanto más prestigioso el journal, mejor. En última instancia, una vez sorteado un
tortuoso camino de aprobación en el cual un comité de árbitros revisa más que nada aspectos
formales, los criterios de selección de los editores de una revista académica no son muy distintos
que los de un medio gráfico masivo. Esto es, se privilegian los temas de color y aquellos que poseen
conclusiones contraintuitivas. A las publicaciones especializadas también les interesa generar
debate, ampliar su campo de lectores y ser citadas por los medios más grandes.
Para poner un ejemplo que se verá en el capítulo de sexo, un trabajo de un recién graduado de la
Universidad de Minesotta como Hugo Mialon jamás hubiera tenido la repercusión que tuvo, en
forma tan meteórica, si en lugar de elegir a los orgasmos como tema de investigación hubiera
optado por la inflación o el mercado cambiario.
La dinámica mediática puede ser importante, pero no es ni por asomo el principal motor de esta
revolución que se está produciendo en la economía. Los estudios académicos representan una parte
mínima de las citas a economistas en los medios masivos de comunicación. La gran mayoría de las
consultas y opiniones del gremio tienen que ver con pronósticos o explicaciones puntuales de por
qué subió o bajó tal variable (el dólar, los precios, la desocupación, etc). Un fenómeno que fue
bautizado como “la trampa de la estupidez” (stupidity trap) por Deidre Mc Kloskey, una brillante
economista que, antes de cambiarse de sexo, se llamaba Donald (¿quién dijo que los economistas no
son gente interesante?). Además, varios de los hallazgos comentados en este libro no surgieron a
partir de un afán por figurar, ni mucho menos. En el campo de la econofísica, por ejemplo, se da un
fenómeno contrario: los avances se producen en un marco de total indiferencia por parte de los
medios de comunicación. En alguna medida porque se trata de estudios difíciles de traducir para los
lectores no especializados, pero también porque a los autores no les interesa en lo más mínimo
convertirse en estrellas de los medios.
En 1996, un año antes de morir, el periodista y novelista Osvaldo Soriano contó, en una de las
columnas de contratapa que escribía para el diario Página/12, que a su regreso de un breve viaje se
había tirado en el sillón de su living a ver televisión. Miró un rato el programa de Mariano
Grondona, Hora Clave, en el cual se había destinado un bloque entero para que cuatro economistas
discutieran las consecuencias del efecto tequila. Fue una escena tan pero tan aburrida que Soriano
aseguró que los cuatro analistas “tenían la capacidad de dormir un caballo sin tocarlo”. Si Soriano
resucitara, probablemente no tendría que volver a pasar por semejante martirio: hace rato que los
canales de aire no invitan a economistas al piso. Cuando aparecen, el rating cae en picada. Está
comprobado empíricamente. Los economistas quedaron relegados a los canales de cable, y aun allí
los productores tratan de evitarlos, cuando pueden.
“Hay una distancia cada vez más grande entre los economistas y el resto de la sociedad”, cuenta
Arjo Klamer, profesor de la Universidad de Rotterdam, experto en metodología y uno de los
observadores más interesantes y críticos de las “tribus económicas” en la actualidad. En 1983,
Klamer escribió Conversaciones con los economistas, un libro para el cual entrevistó a los
académicos más reconocidos de la época.
Para el profesor de Rotterdam, existe un lenguaje, que denominó “econospeak”, hablado por los
economistas y totalmente ajeno al resto de los mortales.
En la Argentina, este divorcio entre los economistas y el resto de la sociedad se profundizó con la
crisis del 2001- 2002, que provocó un retroceso brusco en relación al inmenso protagonismo que
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habían ganado los economistas (especialmente los ortodoxos) en la década del 90 (más de medio
gabinete del inicio de la gestión de Fernando De la Rúa estaba ocupado por economistas). Después
de la devaluación, tras un período en el cual la profesión fue literalmente barrida de los medios y
del debate público, poco a poco comienza a concretarse un “operativo regreso”, con caras y
discursos nuevos, más algún que otro reciclado.
Discutir temas no tradicionales, más cercanos a la vida cotidiana de una audiencia no especializada,
tal vez sea una buena forma (no la única, obviamente) de contribuir a profundizar la reconciliación
de los economistas con el resto de la sociedad. No se está sugiriendo que de golpe todos los
analistas dejen de hablar de la macro y se pongan a debatir sobre sexo o felicidad (aunque sería
divertido, ¿no?), sino que abrir el rango de la discusión y no considerar a los nuevos temas como
“poco serios” puede resultar muy provechoso para levantar las acciones de un gremio que viene
castigado.
Al respecto, hay un “experimento natural”, imperfecto, pero que vale la pena mencionar. En el
diario Clarín se firman las notas con una dirección de correo electrónico abajo, a través del cual
llegan comentarios de los lectores. No es una medida inequívoca de la reacción a una nota, porque
cuando a uno le gusta o le molesta lo que dice un artículo lo más probable es que ni se moleste en
mandarle un mensaje al autor a través de Internet. Pero puede resultar una aproximación algo
forzada al interés que suscita determinado asunto. Durante el 2003, 2004 y 2005, en las semanas
posteriores a una nota de tapa de domingo en el Suplemento Económico de Clarín sobre temas
macroeconómicos tradicionales (tipo de cambio, mercado laboral, precios, etc.), mi casilla de
mensajes recibidos mostraba comentarios de unos pocos lectores que hacían acotaciones. La
mayoría, quejas de gente furiosa atrapada en el corralito que no toleraba cualquier comentario que
fuera más contemplativo que el de “asesinar” (periodísticamente) a las autoridades económicas de
turno.
Otra nota de tapa, titulada “Economía de la vida cotidiana”, del domingo 4 de julio del 2004, en la
que se daba cuenta de algunos descubrimientos interesantes de los nuevos territorios, saturó la
casilla de correo electrónico, con mensajes de lectores interesados en conocer más datos del tema. Y
algo similar sucedió cada vez que se abordó el tópico desde artículos más cortos. La diferencia
estadística de reacciones positivas de temas novedosos vs. asuntos más convencionales resultó
apabullante, y fue el factor que en definitiva disparó la idea de escribir un libro que dé cuenta del
fenómeno en forma más amplia.
El entusiasmo fue aún mayor del lado de las fuentes; cincuenta autores de más de 300 papers
analizados fueron contactados directamente para profundizar el entramado de los capítulos de este
libro. La mayoría de ellos tiene agendas apretadísimas, pero casi nadie se negó a hacerse un tiempo
para conversar in extenso sobre la economía de lo insólito. Ni siquiera los economistas consultados
que no trabajan full time en la academia. A David Sekiguchi, un analista argentino del banco
Deutsche, con base en Nueva York, es muy difícil “sacarle” una frase sobre coyuntura o sobre
mercados para una nota del diario. Pero cuando le comenté del proyecto del libro y le pedí que me
contara qué herramientas de la física se están usando más en Wall Street, la colaboración fue
inmediata. Es mucho más fácil contactar por correo electrónico a Steven Levitt, profesor de la
Universidad de Chicago ––para muchos el economista menor de 40 años más brillante que hay hoy
en los Estados Unidos y muy probable futuro ganador del Nobel––, que a un secretario de segunda
línea del Ministerio de Economía de la Argentina.
Es esta pasión por descubrir y expandir las fronteras del conocimiento lo que termina dando lugar a
las principales atracciones del viaje que se propone en los capítulos que siguen. Un viaje que sólo es
posible en esos momentos que ocurren cada varias décadas en la historia de las ciencias, en las que
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el paradigma dominante se ve desafiado, lo cual genera una enorme efervescencia intelectual. “No
sabemos qué es lo que va a pasar”, cuenta Roland Bénabou, un profesor de Princeton que aplica
modelos económicos a situaciones de la vida cotidiana, “lo que sí sabemos es que estamos viviendo
un período muy fértil en el campo de las ideas económicas, en el cual se lanzan miles de semillas, y
eventualmente algunas germinarán. Y eso, ya de por sí, es muy excitante”. O, al menos, carece de la
capacidad de dormir a un caballo sin tocarlo.
S. C.
Abril de 2005