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I.- PUEBLO INDIO.

- Se describe a Puquio, “pueblo indio” conformado por cuatro ayllus o barrios indios:
Pichk’achuri, K’ayau, K’ollana y Chaupi. Entre ellos existían competencias para demostrar quienes
sobresalían más. Los mistis o principales del pueblo (blancos y mestizos) habían invadido el pueblo ya hacía
mucho tiempo atrás, constituyendo un barrio que después fue conocido como el jirón Bolívar.

II.- EL DESPOJO.- En este capítulo se describe los abusos y robos que realizaban los mistis contra los indios.
Les arrebataban sus tierras mediante argucias legales y convertían terrenos tradicionalmente dedicados al
cultivo de papa y trigo en alfalfares para alimentar al ganado, pues la venta de carne era más rentable.
Incluso invadieron las tierras altas o puna, obligando a los indios de esa zona a entregarles ganado y a
trabajar la tierra como peones.
III.- WAKAWAK’RAS, TROMPETAS DE LA TIERRA.- Al acercarse las fiestas patrias del 28 de julio empiezan a
oírse en el pueblo el sonido de los wakawak’ras, trompetas indias hechas de cuernos de toro y que
anunciaban las corridas de toros al estilo indio (toropukllay). Se comentaba que para esta ocasión el ayllu de
K’ayau se había comprometido a traer al toro Misitu, animal montaraz que vivía en la puna, al cual hasta
entonces nadie había podido sacarle de su querencia.
IV.- K’AYAU.- Los del ayllu K’ayau lograron convencer al hacendado don Julián Arangüena para que les
cediera al Misitu, que pasteaba en las tierras altas de su propiedad. Todos celebraron el acontecimiento y
en el pueblo no se hablaba sino de las próximas corridas que prometían ser todo un acontecimiento. Hasta
mistis como el negociante don Pancho Jiménez se alegran, más no el Subprefecto, quien consideraba las
fiestas como algo bárbaro y pagano.
V.- EL CIRCULAR.- El Subprefecto anuncia la llegada de un circular de parte del Gobierno por la cual se
prohibían en toda la República las corridas de toro al “estilo indio”, a fin de evitar muertos y heridos. Los
vecinos principales se dividen ante tal noticia: unos, encabezados por don Demetrio Cáceres, están de
acuerdo con abolir lo que consideran una costumbre salvaje, mientras que otros, a través de la voz de don
Pancho, solicitan que al menos se permita ese año celebrar por última vez las corridas según la costumbre
india, pues los preparativos ya estaban avanzados. El Subprefecto se muestra inflexible y advierte que
castigará a quien se atreva contradecirle. Don Pancho es encarcelado, acusado de revoltoso. Las autoridades
municipales aceptan lo ordenado en la circular y como alternativa se acuerda la contratación de un torero
profesional en Lima, a fin de realizar corridas al estilo “civilizado”, es decir, español.
VI.- LA AUTORIDAD.- Enterados de la prohibición, los indios se reúnen en masa en la plaza principal, donde
el alcalde y el vicario logran tranquilizarlos, garantizándoles que de todas maneras habría turupukllay. El
Subprefecto hace traer a su despacho a don Pancho, con quien tiene una conversación muy accidentada; al
final lo suelta, advirtiéndole que no azuzara a los indios, pues de lo contrario volvería a prisión. Cuando ya
estaba don Pancho retirándose, caminando en medio de la plaza, el Subprefecto ordena al Sargento que le
dispare por la espalda, pero el Sargento se niega a realizar tal villanía. Este capítulo nos muestra
descarnadamente la degeneración moral de las autoridades enviadas desde la capital.
VII.- LOS “SERRANOS”.- En este capítulo se describe la migración de miles de lucaninos hacia la capital, lo
cual fue posible gracias a la carretera de Puquio a Nazca, que los mismos puquianos construyeron en solo 28
días, dirigidos por el Vicario o cura del pueblo. La mayoría de los inmigrantes andinos trabajan como obreros,
empleados y sirvientes, e invaden terrenos en los arenales donde construyen viviendas precarias, aunque
también llegan a Lima algunos mistis adinerados quienes instalan negocios y compran terrenos para vivienda
en zonas residenciales. En general son tratados despectivamente por los limeños y llamados “serranos” a
modo de insulto. Los lucaninos residentes en Lima forman una asociación para defenderse y apoyar a sus
coterráneos, el Centro Unión Lucanas. Su presidente es el estudiante Escobar, un mestizo de Puquio,
influenciado por el pensamiento de José Carlos Mariátegui, sociólogo marxista.
VIII.- EL MISITU.- En este capítulo se cuenta sobre el toro Misitu, que era un ser cuasi legendario, pues los
indios decían que no tenía padre ni madre sino que había surgido de un remolino de las aguas de la laguna
Torkok’ocha; su fama sobrepasaba los límites de la provincia de Lucanas. Vivía en la puna o zona alta,
abrigado por los queñuales de Negro mayo, en K’oñani. El hacendado don Julián Arangüena había intentado
capturarlo, sin lograrlo, por lo que decidió regalarlo, primero a los habitantes de K’oñani y finalmente a los
de K’ayau.
IX.- LA VÍSPERA.- El Subprefecto llamó a su despacho a los principales vecinos para acordar la manera
prudente de hacer cumplir la circular sin causar el malestar de los indios. Uno de los vecinos, don Demetrio,
le informa del plan del Vicario: harían construir un pequeño coso en la plaza de Pichk’achuri y se convencería
a los pobladores que era mejor espectar allí el evento, en vez de usar todo el pampón de la plaza. También
se les persuadiría de evitar el uso de dinamita y el ingreso del público a la arena, a fin de evitar muertos y
heridos. Se informa también que ya en Lima el Centro de Lucanas había contratado a un torero español para
enviarlo a Puquio. El Subprefecto acepta todos estos planes; el Vicario cumple entonces su parte y convence
a los varayok’s indios de construir un pequeño coso con troncos de eucaliptos.
X.- EL AUKI.- El narrador explica la relación y la veneración que tienen los puquianos hacia los espíritus de
los cerros, especialmente hacia el auki (jefe) K’arwarasu, padre de todas la montañas de Lucanas. Los del
ayllu de K’ayau se encomiendan a él para lograr la captura del Misitu. Encabezados por el varayok alcalde
suben a su cumbre y entierran una ofrenda. De regreso les acompaña el layka (brujo) de Chipau, quien se
ofrece a guiarlos a capturar al toro. Los de K’ayau logran lacear al Misitu y lo llevan a rastras hacia el coso de
Puquio. El layka es destripado por el toro y su muerte se entiende como un sacrificio de sangre para
compensar el favor otorgado por el auki.
XI.- YAWAR FIESTA.- El día de la festividad patria apareció una multitud inmensa en Puquio, proveniente de
toda la provincia de Lucanas e incluso de otros lugares más lejanos, para ver el evento taurino que se
realizaría en el coso armado en la plaza de Pichk’achuri. Mientras tanto, don Pancho y don Julián fueron
encerrados en la cárcel por órdenes del Subprefecto, para evitar que revolvieran a los indios. El coso rebalsó
y muchos se quedaron en las afueras, insistiendo ingresar vanamente. Apareció el Misitu en la Plaza y de
inmediato ingresó el torero Ibarito II, quien ante la música de los wakawak’ras y el canto lúgubre de las
mujeres, sintió inseguridad. Al principio capeó bien, pero luego el toro buscó su cuerpo y trató de arrollarlo,
aunque pudo escapar y refugiarse en los escondederos. Ello provocó la burla de los indios, quienes exigieron
que salieran a torear los suyos: el Wallpa, el Honrao, el Raura, el K’encho. El primero en ingresar fue Wallpa,
quien luego de dos hábiles capeadas, fue alcanzado por el toro, que incrustó uno de sus cuernos en su ingle,
clavándolo en uno de los troncos de la cerca. Los demás toreros indios lograron con gran esfuerzo separar al
toro del cuerpo de Wallpa. El varayo’k alcalde de K’ayau alcanzó un cartucho de dinamita al Raura, con el
que finalmente hirieron mortalmente al toro, mientras que Wallpa sangraba a borbotones por la pierna
hasta inundar el suelo con su sangre. El alcalde le dijo entonces al Subprefecto que así eran sus fiestas,
el yawar punchay verdadero.

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