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INTRODUCCIÓN A LA HISTORIA (UAM)

TEMA 1: ¿QUÉ ES LA HISTORIA? (APUNTES


OFRECIDOS DIRECTAMENTE POR EL PROFESOR)

RUIZ PRO, JUAN 12-13


Tema 1. ¿QUÉ ES LA HISTORIA?

1.- Significados de historia e historiografía

a) Conceptos básicos

El pasado es el conjunto de hechos, procesos, acontecimientos, situaciones…,


anteriores en el tiempo a los que los observamos. El DRAE dice de manera
sucinta que es “el tiempo que pasó” y que son “las cosas que sucedieron en él”.
El tiempo pasado y las cosas que en él sucedieron son infinitos.

Por ello, de nadie se puede decir que conozca el pasado. Cuando de al-
guien se dice que sabe historia, se está diciendo en realidad que conoce he-
chos pasados, que identifica nombres propios individuales y colectivos, que es
capaz de ordenarlos en el tiempo y sobre todo que es capaz de presentarlos en
relatos –textos dotados de unidad interna porque dan cuenta de un suceso o
de un proceso, que se hallan organizados cronológicamente- mediante el uso
de conceptos y teorías, interpretaciones de sentidos y explicaciones de relacio-
nes causales. Los que saben mucha historia conocen bien los discursos sobre
el pasado: a esos discursos es a lo que llamamos la historia, por más que a
veces confundamos en nuestro lenguaje el pasado con los discursos que tratan
de retratarlo.

Un tercer sentido de la palabra historia (además de los hechos del pasa-


do y los discursos sobre el pasado) es el que coincide con el concepto de his-
toriografía, esto es: el saber sometido a determinadas reglas aceptadas –una
disciplina– que estudia los restos del pasado para construir la historia, o sea,
para construir discursos sobre el pasado.

Las personas especializadas en historiografía, los que se dedican profe-


sionalmente a construir la historia, son los historiadores. Son unos profesiona-
les con un rasgo especial: a diferencia de otras profesiones, el reconocimiento
de su profesionalidad no se halla regulada legalmente. En nuestra sociedad
historiadores son los que lo quieren ser y son reconocidos como tales. Ese re-
conocimiento no parte de unas condiciones formales aceptadas universalmente
desde el punto de vista de los estudios, la titulación o las obras producidas –
aunque todo ello condicione en diferente grado la pertenencia a la comunidad
de historiadores.

No obstante ese carácter difuso, el reconocimiento reviste cierta impor-


tancia porque otorga legitimidad (aceptación social como justo o apropiado) a
las personas y a sus textos (su visión del pasado). Ser reconocido como histo-
riador y que un discurso sea reconocido como historia tiene relevancia social
porque los discursos historiográficos dan cuenta de muchos hechos de nuestro
presente, les otorgan sentido e incluso justificación: señalan razones e interpre-
taciones de por qué una frontera está donde está, de dónde viene el “nosotros”
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en que nos reconocemos, por qué una ley electoral es como es, por qué la ri-
queza está repartida como lo está, por qué una identidad o una conducta se-
xuales son vistas de una u otra forma… De ahí que la capacidad de hacer y
difundir historia no sea secundaria y el reconocimiento de alguien como histo-
riador, como constructor legítimo del pasado, tenga consecuencias.

Pero, a diferencia de lo que ocurre con otros saberes, ese reconocimien-


to casi nunca es unánime, ni siquiera lo es entre los historiadores. Un hecho
que se deriva de la pluralidad interna de los historiadores, pero también de la
existencia otras muchas miradas sobre el pasado. Casi podríamos decir que a
todos los seres humanos les interesa el pasado o alguna parte del pasado,
porque sin esa visión de los orígenes no pueden entenderse a sí mismos. In-
teresarse por el pasado no es lo mismo que tener conciencia histórica: com-
prender el presente como fruto de un pasado, que desborda el horizonte de
acontecimientos y personas conocidos directamente y cuyos procesos se ha-
llaban sometido a otras condiciones materiales, sociales, culturales... Pero, sea
más o menos amplio el alcance del pasado al que accedan y tengan o no con-
ciencia histórica, los seres humanos necesitan relatos y explicaciones de lo
sucedido.

Como comprender el pasado constituye una actividad estratégica para


vivir, todos los hombres construyen sus historias y por lo tanto no son los histo-
riadores las únicas personas que elaboran relatos, discursos, interpretaciones o
explicaciones del pasado. Tampoco tienen la exclusiva de la conciencia históri-
ca. Ni siquiera son los únicos que difunden la historia entre los demás. Lo que
hasta fechas recientes diferenciaba la actividad del historiador, de otros cons-
tructores de historia, era que los historiadores aceptaban que su tarea se halla-
ba sometida a reglas, que constituía una disciplina (un saber organizado con-
forme a determinadas reglas). Esa disciplina poseía idealmente algunos ras-
gos:

1. La exigencia de que los hechos del pasado seleccionados como funda-


mento de la historiografía fueran ciertos o al menos verosímiles: que se
correspondiesen con los restos del pasado (las fuentes de todo tipo). La
historiografía es una disciplina factual.

2. La exigencia que las fuentes fuesen auténticas, es decir, que tuviesen


el origen que les atribuyen quienes las descubrían y empleaban; y que
fueran útiles para el fin que se persiguiese, que tuviesen rasgos que las
convirtieran en pruebas racionalmente fiables de los hechos para cuya
verificación se presentasen. La historiografía se fundaba en pruebas ob-
tenidas a partir de fuentes susceptibles de crítica racional.

3. La exigencia de que los relatos, discursos, interpretaciones y explicacio-


nes del pasado estuviesen sometidos a razonamientos lógicos, explíci-
tos y compatibles con otros las aportaciones de otros saberes.

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A ello habría que añadir que los historiadores tenían una visión acumulativa de
sus conocimientos y sostenían que la historiografía produce conocimientos
provisionales, que cambian en el tiempo (son en sí históricos).

Hemos utilizado el pasado en esta simplificación de los denominadores


comunes de la disciplina porque, pese a que muchos historiadores sigan com-
partiendo esas reglas, ya no todos lo hacen.

Estas reglas básicas –y otras distintas que iréis descubriendo a lo largo


de la carrera– no implican que la historia sea verdadera en el sentido de que
cuente el pasado tal como fue,

1º. porque el pasado es por definición inabarcable;

2º. porque no podemos acceder a él; y

3º. porque si lo hiciésemos, tampoco podríamos comprobar buena parte de


nuestras afirmaciones, ya que muchas van más allá de lo observable di-
rectamente, son el resultado de nuestra aplicación de categorías no visi-
bles y de conceptos abstractos.

La pretensión de convertir la verdad en el centro de la tarea del historia-


dor era el objetivo de Leopold von Ranke (1795-1886), el académico alemán
habitualmente reconocido como fundador de la disciplina universitaria, de lo
que él llamaba historia, cuya finalidad –sostenía– era contar el pasado “como
sucedió realmente” (wie es eigentlich gewesen). Esa pretensión, junto con la
afirmación rankeana de que de la acumulación de hechos históricos surgen las
teorías e interpretaciones históricas, siguen además siendo el norte de la his-
toriografía empirista, positivista o, según nuevas clasificaciones, recons-
truccionista.

Pero los historiadores constructivistas entienden que esa pretensión es


imposible. Cualquier historia es una selección de hechos y una selección de
conceptos, secuencias lógicas y teorías. Las teorías, explícitas o no, justifican
la selección de hechos y los unen entre sí en un relato. Por lo tanto ninguna
historia es verdad porque no es ni puede ser completa, no puede abarcar los
hechos infinitos y sus infinitas relaciones ni tener en cuenta a todos los seres
humanos ni escrutar las razones de sus actos, ni tampoco puede tener en
cuenta todos los conceptos, secuencias lógicas y teorías posibles (no sólo por-
que sean muchas sino porque son a menudo incompatibles entre sí). Los histo-
riadores son, por otra parte, sujetos históricos, portadores de perspectivas tem-
porales cambiantes, y su percepción se halla sesgada por sus circunstancias
sociales, sus identidades… Además el lenguaje con el describimos los hechos
no es tampoco un cristal transparente y media nuestro acceso a la realidad.
Nuestras descripciones de los hechos, incluso las que se encuentran más ajus-
tadas a éstos, se fundan en empleos concretos del lenguaje que crean deter-
minadas representaciones de la realidad.

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Los historiadores constructivistas, aceptan la existencia de todas estas
mediaciones (teóricas, históricas, lingüísticas) y afirman que los historiadores
construyen la historia –no la descubren ni la reconstruyen– y que no hay relatos
verdaderos del pasado.

Más allá de la historiografía constructivista se puede identificar una ver-


sión radical, hasta el punto de que podemos identificarla como una historio-
grafía diferenciada, conocida como historiografía posmoderna o postsocial.
Esta tendencia parte del hecho de que no tenemos acceso directo a ninguna
“realidad histórica objetiva”, sino un acceso mediado por el lenguaje; por tanto,
hay que renunciar al viejo objetivo de establecer cuáles fueron los hechos del
pasado o a reconstruir con ellos una “realidad histórica” o una “verdad objetiva”,
y limitarse a analizar los discursos procedentes de los distintos grupos e indivi-
duos, atendiendo a la subjetividad con la que toda realidad es construida y per-
cibida por su protagonistas; al hacerlo, los historiadores deben ser conscientes
de que también están elaborando meros discursos plurales, subjetivos y condi-
cionados por el lenguaje al que recurren.

La diferencia entre el constructivismo y el posmodernismo es de grado:


la versión más radical (posmodernismo) se muestra más relativista; en tanto
que la más moderada (constructivismo) admite que no todos los discursos son
igualmente válidos, que la historia no son sólo relatos, y que merece la pena
mantenerse fieles a las reglas básicas de la disciplina histórica en cuanto al
valor probatorio de las fuentes, el rigor teórico y metodológico, el debate entre
historiadores, etc., ya que de su mantenimiento procede un aumento del cono-
cimiento.

b) Analogías y diferencias entre los relatos de ficción y los relatos historiográfi-


cos

En la medida en que la historia es un género literario –además de poseer tam-


bién otras facetas–, lo que hacen los historiadores presenta algunas similitudes
con lo que hacen los escritores de ficción:

1º. Por su discurrir temporal y por la presencia de hechos, personas y acon-


tecimientos conectados entre sí, la historia tiende a adoptar la forma de
narración, de un relato con una trama interna que vincula entre sí los
hechos descritos. Desde ese punto de vista los relatos historiográficos y
los relatos de ficción son idénticos.

2º. También lo son desde la perspectiva de que el relato de ficción quiere a


menudo resultar verosímil o creíble, por lo que ensambla sus hechos
mediante artificios retóricos que le otorgan credibilidad.

3º. En tercer lugar, algunos relatos de ficción tratan no sólo de ser verosími-
les sino también de corresponder con la realidad pasada, citan hechos
comprobables y para ello el autor se documenta.

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Pero hay también algunas diferencias significativas:

1º. La presencia de ensayos demostrativos (no narrativos) en historiografía:


hay en la historia un componente de ciencia social, que a veces llega a
ser predominante y da lugar a una historia-ciencia social, historia guiada
por problemas y que busca regularidades.

2º. La falta de libertad o el sometimiento a la reglas disciplinares:

a. El historiador se halla sometido por las reglas de la disciplina a no


introducir hechos no comprobables (sin fuentes documentales,
orales o materiales) en su relato o explicación; y si lo hace, debe
señalar explícitamente que se trata de hipótesis “pendientes de
comprobación”.
b. El historiador debe señalar el origen preciso de su información y
criticar las limitaciones de sus fuentes.
c. El historiador debe aclarar explícitamente los conceptos que apli-
ca cuando no sean de uso común y dar cuenta de sus referencias
teóricas.

3º. El historiador tiene un compromiso ético de no alterar los textos que ci-
ta, omitir información, distorsionar la información presentada… a sabien-
das. Busca la verdad por más que su búsqueda tenga un objetivo inal-
canzable. Sus armas retóricas no deben nunca utilizarse en contra de
ese compromiso personal.

c) La historia y las ciencias sociales

Además de tener un pie en la literatura (como género literario), la historia tiene


otro pie en la ciencia (como ciencia social). La discusión sobre si la historia es
una ciencia o no lo es, ha sido muy común entre los historiadores y continúa en
nuestros días.

En el sentir común de mucha gente, incluidos muchos científicos, se en-


tiende como ciencia un saber objetivo sobre la realidad, que avanza mediante
la verificación o falsación de hipótesis, a través de experimentos y otros medios
de prueba. Su objetivo último es descubrir las leyes que rigen el cosmos en
todos sus niveles y vertientes y su resultado inmediato son soluciones concre-
tas a problemas inmediatos a los que se enfrentan los seres humanos (la tec-
nología).

Frente a esta definición más o menos genérica, que propone un saber


superior y unitario en sus reglas, los historiadores y los filósofos de la ciencia
han puesto de manifiesto que el conocimiento científico es plural (hay muchas
formas de hacer ciencia), histórico (las definiciones de lo científico cambian en
el tiempo), mediado por sus constructores (que son seres históricos, están por
tanto condicionado por el tiempo en el que viven y se expresan con un lenguaje
que incide sobre sus preguntas y sus respuestas) y abierto (de límites impreci-
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sos). Además el conocimiento científico no avanza de forma lineal mediante la
verificación o la falsación de hipótesis –que no siempre es factible– y la ciencia
no precede a la tecnología sino que a menudo ocurre al revés e incluso puede
suceder que determinadas tecnologías funcionen a pesar de las previsiones de
la ciencia en un momento dado.

Sin embargo, el conocimiento científico puede ser distinguido de manera


aproximada de otras formas de conocimiento, por su adecuación a unas pro-
piedades básicas: racionalidad (la ciencia está constituida por ideas elaboradas
y explícitas que pueden combinarse por medio de algún conjunto de reglas ló-
gicas); objetividad (el conocimiento en el caso de las ciencias factuales tiene su
referencia en un objeto real, con el que pretende concordar de manera com-
probable); sistematicidad (cualquier campo científico ha de ser compatible con
las disciplinas científicas próximas e interactuar con ellas).

No existe una frontera tajante entre lo científico y lo no científico, pues lo


primero es más bien un tipo ideal, inexistente en la práctica social. Sin embargo
las propiedades de ese tipo ideal nos permiten distinguir en cierto grado los
diferentes saberes posibles y, sobre esa base, evaluar y graduar su pertinencia
para distintos fines. Esta concepción flexible de la ciencia puede ser común a
las ciencias sociales y a las físico-naturales.

Las ciencias sociales –como la historia– se ocupan del estudio de las


sociedades humanas, es decir: se preocupan por la forma en que los hombres
se relacionan unos con otros y se vinculan formando grupos. Ello implica aten-
der a múltiples aspectos de la realidad social que también son considerados
por otras disciplinas: por ejemplo, las ciencias sociales nos hablan sobre el po-
der y las instituciones, materias que también son objeto de las ciencias políticas
y del derecho; o sobre la comunicación entre los individuos, en donde compar-
ten el terreno con la lingüística y la semiótica; o de las actividades productivas y
la distribución de la riqueza, asuntos centrales de la economía. ¿Qué es enton-
ces lo que distingue a las ciencias sociales? Probablemente se pueda decir que
es un cierto sentido de la globalidad, del que carecen las otras disciplinas men-
cionadas, todas ellas con objetos de estudio más acotados. Las ciencias socia-
les, como la historia, se interesan virtualmente por la totalidad de los fenóme-
nos que afectan a la vida del hombre en sociedad; y, en consecuencia, resaltan
la interrelación entre fenómenos de tipo cultural, económico, político, militar,
religioso, científico, técnico, demográfico, biológico, etc.
Si esto es lo que asemeja a la historia y a las ciencias sociales, las fron-
teras entre ambos campos están cada vez menos claras (y de hecho, pueden
encontrarse muchas investigaciones recientes que sería difícil clasificar con
claridad como históricas o como sociológicas, ya que son a la vez ambas co-
sas). Un acercamiento a esa línea de separación entre historia y ciencias socia-
les nos llevaría a decir que la diferencia –siempre difusa– puede deberse a dos
razones:

1ª. Una diferencia de objeto: La historia se interesa por las sociedades hu-
manas de todos los tiempos, que considera relevantes e interesantes en
sí mismas. Las ciencias sociales se interesan por las sociedades actua-
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les y sólo prestan atención a sociedades del pasado en la medida en
que éstas puedan ayudar a comprender aspectos del presente. Más
exactamente, las ciencias sociales han centrado su atención sobre las
sociedades modernas y sobre los procesos de cambio que nos han lle-
vado a ser como somos; y rara vez se adentran en el pasado más allá
de los inicios de la modernidad, si no es para buscar elementos de com-
paración o de contraste que resalten más claramente los rasgos caracte-
rísticos del mundo moderno.

2ª. Una diferencia de método: La historia surgió como un género literario y,


en consecuencia, sus métodos tradicionales tienen que ver con la forma
de organizar la narración de los acontecimientos y la descripción de los
datos de manera que produzcan un efecto convincente en el lector; con
el paso del tiempo, las exigencias de objetividad y certeza que han ido
separando a la historia de la literatura han llevado a mejorar los métodos
de crítica de las fuentes y de análisis de los documentos, pero no ha ha-
bido innovaciones metodológicas de otro tipo (si excluimos las que se
han producido, precisamente, al aplicar los historiadores modelos, méto-
dos y teorías de las ciencias sociales vecinas, ya en tiempos recientes).
Por el contrario, las ciencias sociales (sociología, antropología, psico-
logía) son disciplinas mucho más jóvenes que la historia, han definido su
personalidad en los últimos dos siglos mediante el empleo de métodos
específicos de investigación.

Las ciencias sociales surgieron como un intento de comprender los


grandes cambios que sacudieron al mundo occidental en los siglos XVIII y XIX,
y que dieron lugar al mundo moderno y a sus estructuras sociales característi-
cas (capitalismo, industrialización, urbanización, democracia liberal, sociedad
de clases...). Para comprender estos procesos complejos y sus consecuencias,
también complejas, en la vida actual, los científicos sociales buscaron la forma
de superar el conocimiento meramente intuitivo o de sentido común, estable-
ciendo métodos rigurosos como los empleados en las ciencias físicas y natura-
les desde la “revolución científica” del siglo XVII.

Esta aspiración de llegar a un conocimiento riguroso, objetivo y sistemá-


tico es lo que ha llevado a dar el nombre de ciencias a estas disciplinas. Pero
no hay que llevar demasiado lejos esta analogía con las ciencias físicas y natu-
rales, pues si bien las ciencias sociales aspiran a emular el grado de rigor de
aquéllas, sus métodos han de ser diferentes, en la medida en que son diferen-
tes sus objetos de estudio. Las ciencias sociales se diferencian de las ciencias
propiamente dichas en dos aspectos, al menos:

1ª. Una diferencia de método: por lo general, las ciencias físicas y na-
turales se basan en la experimentación, mientras que ésta no
suele ser factible en las ciencias sociales o bien ocupa un lugar
muy marginal entre los métodos empleados (sólo la psicología
social puede recurrir de forma general a la experimentación).

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2ª. Una diferencia de objeto: el objeto de las ciencias sociales, o sea,
los seres humanos y los grupos sociales, son, a la vez que objeto,
sujeto y destinatario de sus trabajos y conclusiones. En conse-
cuencia, lo que los científicos sociales dicen acaba influyendo so-
bre la sociedad, provocando cambios en el propio objeto de estu-
dio; nada parecido ocurre con los objetos inertes que estudian las
ciencias físicas y naturales, que no pueden ser conscientes de los
avances de la ciencia ni reaccionar ante ellos.

Por estas cuatro últimas razones, las ciencias sociales se enfrentan a serios
problemas para reunir la condición de objetividad, es decir, para lograr enun-
ciados comprobables sobre la realidad que les sirve de referencia. El elemento
diferencial que supone la dificultades para realizar experimentos, unido al he-
cho de que el objeto de estudio –los seres humanos– realiza un aprendizaje en
el curso del estudio mismo, multiplica las mediaciones del saber sociocientífico,
por más que tales mediaciones también existan en el ámbito de la ciencia físi-
co-natural e incluso en el de las ciencias formales. De ambas limitaciones se
deriva que prácticamente no existan en las ciencias sociales proposiciones con
rango de leyes científicas: coexisten paradigmas diversos, y no hay acuerdo de
mínimos sobre lo que se puede saber de la sociedad. Desde la afirmación de la
racionalidad, la objetividad y la sistematicidad, no hay forma de resolver el pro-
blema implícito en este pluralismo epistemológico, pero se puede evitar su di-
solución (que es lo que hace el relativismo extremo), al fijar el campo del deba-
te posible.

En cuanto a la historia, la separan de la ciencia propiamente dicha algu-


nos rasgos característicos adicionales a los que hemos mencionado para las
ciencias sociales. La historia se limita al estudio de fenómenos del pasado –
incluso la llamada historia del presente, que lo que hace es estudiar un pasado
muy próximo a nosotros–, esta autolimitación temporal del historiador lo coloca
en una posición peculiar en todos los terrenos. De entrada no pretende dar
pronósticos, por lo que pierde utilidad política inmediata, aunque su discurso
sea una fuente insustituible de legitimidad. En segundo lugar la realidad de la
que pretende dar cuenta es una realidad desaparecida, a la que nunca podrá
acceder. En tercer lugar, la definición temporal de la historiografía implica una
ambivalencia, puesto que permite incluir en la misma comunidad a quienes re-
construyen hechos sociales sin aspiraciones teóricas (que no sin categorías
teóricas, forzosamente presentes), es decir, a quienes sólo pretender narrar
hechos excepcionales o describir fenómenos únicos del pasado, y a quienes,
por el contrario, entienden que la identificación de hechos históricos constituye
un paso dentro de un procedimiento encaminado a detectar regularidades y a
elaborar modelos, o, desde una versión diferente de las ciencias sociales, a
construir interpretaciones. La delimitación temporal del objeto de la historio-
grafía no redunda por tanto en su carácter no científico, en el sentido que a la
ciencia se ha otorgado aquí, pero si otorga rasgos excepcionales a su práctica
dentro de las peculiaridades aludidas de las ciencias sociales.

La historiografía no sólo genera un conocimiento mediado histórica, per-


sonal y teóricamente (como todas las demás ciencias sociales), sino que se
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puede construir –los profesionales de la historiografía admiten de hecho que se
construya– desde la renuncia directa a la teorización de sus problemas y sus
métodos, empleando directamente el lenguaje común y el sentido común de su
entorno. La subjetividad real de la investigación y la de la propia literatura a que
da lugar, no es sin embargo incompatible con la voluntad de objetividad –la
búsqueda de concordancia comprobable, fáctica, entre el conocimiento y el
objeto de conocimiento– que era, junto con la delimitación temporal, el mínimo
común denominador de la historiografía hasta la aparición del relativismo pos-
modernista. Los historiadores pueden discutir, pese a sus discrepancias epis-
temológicas y de intereses, sobre la base del código común de la crítica de las
fuentes, además de hacerlo respecto a la sintaxis de sus proposiciones. Pero,
desde luego, la afirmación de que las referencias materiales y su tratamiento
metodológicamente correcto permiten acceder a la realidad que ya no es, cons-
tituye una débil base para socavar la profunda heterogeneidad de los productos
historiográficos, que ha contribuido a poner de manifiesto la crítica posmoder-
na.

2.- Formas de explicar, acotar y presentar el tiempo histórico

a) Objetividad y subjetividad del tiempo

El factor tiempo es la dimensión clave para el historiador, su materia propia: la


perspectiva temporal en el acercamiento al estudio de los fenómenos humanos
y sociales es lo que diferencia al enfoque histórico de otros enfoques posibles
sobre los mismos fenómenos (como el que hacen otras ciencias sociales).
Marc Bloch definió la historia como “la ciencia de los hombres en el tiempo”.

Sin embargo, el tiempo no tiene el mismo sentido para todas las perso-
nas ni en todas las épocas. Normalmente confundimos el tiempo con la medida
del tiempo. Y tenemos asumida una concepción del tiempo que es propia de
la cultura y la época a la que pertenecemos.

Frente al tiempo astronómico y el tiempo convencional que miden los re-


lojes y los calendarios, cabría oponer otros sentidos del tiempo, como el tiempo
subjetivo que viene de la percepción que experimenta cada persona sobre la
duración de las cosas. De manera que, más allá de la posibilidad de concebir
un tiempo objetivo (que sería asunto de la física), para las ciencias humanas y
sociales resulta evidente la existencia de un tiempo subjetivo, condicionado
por los instrumentos mentales con los que se piensa, se mide y se percibe el
tiempo por los seres humanos.

De ahí surge un concepto que a nosotros nos interesa especialmente: el


de tiempo histórico. Se trata del tiempo vivido, el tiempo de la experiencia
humana en el que ésta se hace inteligible. Y viene definido por algunos rasgos
fundamentales:

• La irreversibilidad: la experiencia humana discurre siempre en una sola


dirección temporal, no es posible volver atrás; ni siquiera se detiene el
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tiempo nunca, avanza siempre. De ahí que el relato o la narración (forma
lingüística que expresa el curso de los acontecimientos en el tiempo) sea
el soporte fundamental de la explicación histórica; hasta el punto de que
en ocasiones los historiadores caigan en el abuso de pensar que han
explicado un proceso o un fenómeno simplemente con “contarlo”. Por-
que se da por sobreentendido que cada fenómeno histórico encuentra
su explicación en los anteriores, y al exponer el encadenamiento sucesi-
vo de una serie de acontecimientos se está dando la clave para com-
prender sus relaciones de causa y efecto.

• La continuidad: el tiempo no da “saltos”, no hay vacíos en la historia. El


curso de la historia humana avanza sin solución de continuidad a lo lar-
go de un hilo temporal que no se detiene nunca. De ahí la dificultad que
plantea el hacer inteligible esta sucesión inacabable de hechos, si no es
introduciendo en ellos una simplificación que los ordene, por la vía de la
periodización.

• El cambio: la experiencia humana es la de un continuo cambio de cada


individuo y de todo lo que le rodea (“todo fluye”). De hecho, a diferencia
de otros científicos sociales, el historiador no estudia tanto hechos o da-
tos estáticos (aislando artificialmente las observaciones del factor tiem-
po), sino procesos, es decir, secuencias completas de cambio a las que
tratamos de dar un sentido y una explicación. La observación de cómo
cambia la realidad humana a medida que transcurre el tiempo es la ma-
teria de estudio de la historia.

• La duración: Aunque la realidad cambia constantemente, no todos los


aspectos de la realidad cambian al mismo ritmo, ni percibimos todos los
cambios con la misma sensación de novedad. De manera que hay as-
pectos de la realidad que tienen una mayor permanencia, o como le lla-
mó Braudel, una mayor duración. Por ejemplo, las medidas que dictan
los gobiernos cambian continuamente (cada día hay nuevas leyes y de-
cretos), pero los gobiernos mismos cambian menos (o duran más), los
partidos a los que pertenecen duran más todavía, el sistema político en
el que se insertan probablemente es también de mayor duración, el país
en el que viven es otra realidad aún más perdurable, y el espacio geo-
gráfico en el que ese país se asienta parece inmóvil, porque pertenece a
la muy larga duración del tiempo geológico. Para el historiador es vital
distinguir todos esos ritmos de cambio que se superponen, aplicar a ca-
da tipo de procesos de cambio los métodos de observación adecuados
según su ritmo, y evaluar en cada momento histórico cuánto hay de
cambio y cuánto de continuidad o permanencia con los momentos ante-
riores.

Así pues, el tiempo histórico es muy distinto del tiempo físico o del
tiempo convencional que miden los calendarios. Es un tiempo ordenado ló-
gicamente en función de la intensidad de los procesos de cambio y de las
permanencias, acotado por “hitos” cronológicos o momentos significativos
que permiten distinguir periodos históricos de duración desigual, sobre la
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base de que cada periodo mantiene una cierta coherencia interna (hay un
grado importante de continuidad) y se distingue tanto del periodo anterior
como del siguiente por rupturas o cambios muy significativos, que hacen en-
trar a la sociedad en “otro tiempo” u “otra era”.

Quienes han vivido estos momentos de cambios tan intensos que


permiten considerar que se está pasando a otra época han tenido esa per-
cepción de que el mundo que conocían estaba desapareciendo y todo a su
alrededor era novedad y transformación (es decir, que no es sólo el ojo del
historiador posterior el que aprecia estas discontinuidades en el tiempo his-
tórico, sino que los protagonistas vivieron esa impresión de aceleración del
tiempo histórico). Un ejemplo sería el de las grandes revoluciones, como la
Revolución francesa, un periodo breve (1789-1799 aproximadamente), en el
cual todos los que lo vivieron tuvieron una clara noción de que estaban en-
trando en un mundo nuevo. O, por poner un caso español, la transición a la
democracia después de la muerte de Franco, también se vivió como un pro-
ceso de cambio intenso que daba paso a otra época, después de casi 40
años de relativa inmovilidad.

b) Las medidas del tiempo y las cronologías.

Nuestra idea del tiempo tiene que ver con la presencia continua del reloj y del
calendario en nuestra civilización. Pero estos dos objetos son fruto de un cierto
estado de la tecnología, de una cierta cultura e incluso con influencias religio-
sas (¿por qué dividir el día en dos bloques de 12 horas cada uno? ¿Y el año en
12 meses de tamaño desigual? ¿Y nuestra vida en años?).

Cada civilización ha tenido sus propios sistemas de medida del tiempo,


de los que nos quedan distintos tipos de calendario. Por ejemplo:

Ø La era cristiana, es decir, el cómputo de los años a partir del nacimiento


de Jesucristo, que hoy tenemos naturalizada como si fuera la manera
“normal” de medir el tiempo, es sólo una entre las formas posibles de
compartimentar y contar periodos de tiempo, que lógicamente está liga-
da a una religión, a una civilización y a una cultura concretas. Apareció
en el siglo VI en Roma, por obra de un abad que sustituyó así la "era de
Diocleciano" utilizada hasta entonces. Su autor, calculó que el nacimien-
to de Cristo debió de producirse el 25 de diciembre del año 753 de la era
de Roma, con lo que el primer año de la era cristiana vendría a corres-
ponder al 754 ab Urbe condita. Este cálculo se adoptó y, a pesar de ha-
ber sido reconocido como erróneo, el cómputo de los años resultante –la
"era cristiana"– se ha extendido por todo el mundo hasta la actualidad.
En España se introdujo la era cristiana desde comienzos del siglo VII en
escritos de cronistas e historiadores; su uso en documentos públicos no
comenzó hasta el siglo XIV.
Durante la Edad Media hubo diversos estilos en la utilización de la
era cristiana, como el “estilo de la Encarnación” o el “estilo de la Navi-
dad”. Ya en la Edad Moderna acabó por unificarse la cronología según el
procedimiento que se mantiene hoy en día, comenzando el año el 1 de
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enero, que es lo que se llama estilo de la Circuncisión o estilo moderno
y, al parecer, data de una antigua costumbre romana, nunca perdida
completamente en España durante la Edad Media. A veces se marcaba
expresamente mediante la fórmula anno Circumcisionis. Su implantación
definitiva data de comienzos del siglo XVI en Navarra, de comienzos del
XVII en Aragón, Valencia, Portugal y la Corona de Castilla, y de finales
del XVIII en Cataluña.

Ø Sin embargo, esa manera nuestra de medir el tiempo no es universal.


Por ejemplo, durante la época romana se emplearon diversas formas de
contar los años, la más importante de las cuales fue la "era de Roma",
que contaba los años a partir de la fecha supuesta de fundación de la
ciudad (era indicada con la mención ab Urbe condita). Hay que indicar
que esta era no tenía carácter oficial, por lo que no fue utilizada en la da-
tación de las leyes ni en los monumentos públicos; en esos casos es
más frecuente encontrar las fechas referidas a la serie de los cónsules y
de los emperadores ("era de los cónsules", utilizada desde el 509 a.C).
En cuanto al calendario que acompañaba a estos sistemas de nume-
ración de los años, hay que recordar la existencia de un calendario ro-
mano primitivo con años de diez meses que sumaban 304 días. Luego
hubo varias reformas en el calendario, hasta llegar al de Julio César, que
continúa en vigor hoy en día.
Una peculiaridad importante de la forma de fechar entre los romanos
era la división del mes en tres periodos: las Calendas (primer día del
mes), las Nonas (el día 5, salvo en los meses de marzo, mayo, julio y oc-
tubre, que correspondían al día 7) y los Idus (día 13, excepto en los me-
ses señalados, que correspondían al 15). Esta irregularidad procedía del
calendario romano primitivo, y no fue corregida en la reforma de Julio
César.
El cómputo de los días se hacía mencionando los días que faltaban
para el siguiente de los hitos señalados del mes (Nonas o Idus) o para
las Calendas del mes siguiente (en el último tramo del mes). Por ejem-
plo: el primer día del año se denominaba Calendas Januarii; el segundo
ya era el día cuarto antes de las Nonas (IV Nonas Januarii); el 14 de
enero era el día decimonono antes de las Calendas de febrero (XIX Ca-
lendas Februarii). Durante la época visigoda se fue adoptando la cos-
tumbre de llamar a los días del mes por su número de orden, como se
hace en la actualidad, costumbre que convivió con el sistema romano de
Calendas, Nonas e Idus.

Ø También es importante señalar que en todo el mundo islámico se em-


plea la llamada era musulmana, que cuenta los años a partir de la hégira
o huida de Mahoma de La Meca, que tuvo lugar en el año 622 d.C. La
correspondencia de las fechas de la era musulmana con las de la era
cristiana resulta muy complicada debido al uso de calendarios diferentes.
El calendario musulmán es de tipo lunar: el año tiene 354 días, de mane-
ra que resulta más corto que en el calendario cristiano en 11 días; y 33
años musulmanes equivalen a 32 años cristianos. Para recuperar el
avance anual de 8 horas, 48 minutos y 33 segundos con respecto al ci-
12  

 
clo lunar, se añade un día al último mes en algunos años, llamados bi-
siestos. Por último, hay que tener en cuenta el detalle de que los días
musulmanes empiezan a contarse con la puesta del sol, con lo que co-
mienzan unas seis horas antes que los días del calendario cristiano de la
misma zona.

Ø Podríamos seguir añadiendo ejemplos, porque cada época y cada cultu-


ra tiene su propia manera de organizar la medida del tiempo: así existe
una era hispánica aplicada en la península ibérica en la Edad Media;
existe un calendario eclesiástico distinto del calendario civil; existe una
era judía; un calendario chino, etc.

Valgan estos ejemplos simplemente para mostrar la enorme variedad de for-


mas de medir el tiempo que han existido a lo largo de la historia y que aún exis-
ten. Y la consiguiente dificultad técnica que se encuentran los historiadores pa-
ra establecer la cronología exacta de los acontecimientos y la correspondencia
entre cronologías de países diferentes.

Lo importante no es tanto conocer al detalle todas estas formas conven-


cionales de medir el tiempo, sino comprender que detrás de cada una de ellas
hay elementos culturales muy arraigados –como una concepción del cosmos,
frecuentemente asociada a una religión– y que, por lo tanto, cada cultura tiene
su propia manera de concebir el tiempo: el tiempo es un concepto cultural-
mente determinado. Por no poner más que un ejemplo, la concepción lineal
del tiempo, que a nosotros nos parece natural, está ligada a la tradición religio-
sa judeo-cristina, mientras que en la antigua Grecia predominaba una concep-
ción cíclica del tiempo. Y esa concepción lineal propia de la cultura cristiana, es
la que ha hecho posible nociones como la de progreso, que tanta relevancia ha
tenido en Occidente desde el siglo XVIII (la idea de que el transcurso del tiem-
po impulsa a la humanidad en una dirección determinada, de mejora continua e
ilimitada en su bienestar y su felicidad).

c) Periodizaciones de la historia

Por todo lo dicho hasta ahora, resulta fácil imaginar que a lo largo del tiempo ha
habido muchas periodizaciones de la historia, es decir, muchas formas de divi-
dir la historia de la humanidad en función de hitos o acontecimientos que resul-
taban relevantes para cada autor o para cada sociedad. Las más abundantes
han sido las periodizaciones de tipo político, vinculadas a los cambios del po-
der: considerar que cada reinado es un periodo histórico singular es algo co-
mún a muchas culturas; y tomar los cambios de dinastía o de régimen político
como hito fundamental para distinguir un periodo anterior y otro posterior, ha
sido también una costumbre muy extendida. En estas formas de compartimen-
tar el tiempo para establecer periodos cronológicos se hace evidente el papel
que muchas veces se ha atribuido a la historia como fuente de legitimación del
poder (imponiendo, por ejemplo, el ritmo de los cambios en el poder como es-
quema general del curso de la vida de toda la sociedad).

13  

 
Con la consolidación de la historia como disciplina académica, la organi-
zación del trabajo hizo que en Europa se implantase una división que ha aca-
bado por asumirse: el tiempo se divide en Historia y Prehistoria (con la apari-
ción de la escritura en torno al 3200 a.C. como hito que divide ambos perio-
dos). Y cada uno de estos grandes bloques, a su vez, se subdividió en varios
periodos:

Ø La Prehistoria, según los materiales predominantes en la cultura mate-


rial de cada época, en Edad de Piedra (luego dividida en Paleolítico,
Mesolítico y Neolítico) y Edad de los Metales (dividida en Calcolítico o
Edad del Cobre, Edad del Bronce y Edad del Hierro).

Ø La Historia propiamente dicha, en tres periodos, que luego se ampliaron


a cuatro:

o Edad Antigua (desde la aparición de la escritura hasta la caída de


Roma en el 476 d.C.)

o Edad Media (desde la caída de Roma hasta la toma de Constanti-


nopla por los turcos en 1453)

o Edad Moderna (desde esa fecha en adelante). Posteriormente, la


Edad Moderna se separó en dos, estableciendo que a partir de la
Revolución francesa (1789) Europa entraba en la Edad Contem-
poránea, que duraría hasta nuestros días. No obstante, esta dis-
tinción entre Edad Moderna (de mediados del siglo XV a finales
del XVIII) y Edad Contemporánea (siglos XIX, XX y XXI) es propia
de Europa continental, mientras que en mundo anglosajón no ha
sido asumida, y siguen manteniendo el concepto de Historia mo-
derna para todo el periodo que va del siglo XV en adelante (nor-
malmente, se especifica “Edad moderna temprana” para referirse
a los siglos XV al XVIII; pero la expresión “Edad contemporánea”
se reserva en los países anglosajones para la época más recien-
te, desde el final de la Segunda Guerra Mundial en adelante).

La primera y más evidente crítica que se puede hacer a estas periodizaciones


es que implican unos prejuicios insostenibles. Parten de una concepción de la
modernidad occidental, la cual aparecería desde el Renacimiento, caracteri-
zaría a esos “tiempos modernos” (tiempos de progreso y de racionalidad) y se
iría imponiendo desde el siglo XV o XVI hasta la actualidad, algo muy discuti-
ble. En línea con esa interpretación, la Antigüedad sería un largo periodo de
casi 4.000 años, en el que se sentaron las semillas de la civilización, y una he-
rencia cultural que debe ser recuperada por los “modernos”; mientras que la
Edad Media, otro largo periodo de 1.000 años, sería un periodo oscuro inter-
medio de estancamiento o de retroceso de la humanidad. Tales concepciones,
que estuvieron presentes en el origen de la periodización académica de la his-
toria, resultan inaceptables hoy en día; pero la periodización resultante ha so-
brevivido como una convención útil para crear especialidades académicas y

14  

 
comunidades científicas; y ha arraigado en la creación de instituciones y hábi-
tos, de manera que resulta muy difícil cambiarla.

d) Evoluciones, revoluciones, transiciones

Por último, merece la pena pararse a considerar las distintas formas que adop-
ta el cambio histórico, unas más rápidas e intensas que otras. El cambio de un
periodo a otro, de una época a otra, viene marcado por fenómenos históricos
de muy distinto tipo, entre los que cabe destacar por su importancia aquellos a
los que aplicamos el concepto de Revolución.

Una revolución es un cambio profundo, que altera las estructuras fun-


damentales de una sociedad y que supone una ruptura radical con el pasado. A
veces viene ligado a un proceso violento y rápido de transformación del poder o
a la irrupción de masas sometidas que se rebelan contra el orden establecido
(por ejemplo, la Revolución francesa de 1789 o la Revolución rusa de 1917);
pero otras veces llamamos revolución a un proceso relativamente largo, por el
alcance de las transformaciones que implica; así, por ejemplo, hablamos de la
revolución neolítica para referirnos al gran cambio que supuso la aparición de
la agricultura y la ganadería; o de la revolución científica del siglo XVII, la revo-
lución industrial de los siglos XVIII-XIX, etc.

Es muy importante no confundir este concepto historiográfico de revolu-


ción, que los historiadores manejan con mucho cuidado, de otras formas de
cambio brusco en el poder político que no tienen ese grado de transformación
profunda, como pueden ser las guerras de independencia, los golpes de Esta-
do, conspiraciones palaciegas, pronunciamientos, etc. Y también de otras mo-
dalidades de movimientos sociales contestatarios que no consiguen –o tal vez
ni siquiera pretenden– modificar profundamente el orden establecido (por
ejemplo: motines, algaradas, huelgas, rebeliones). En el tema 3 del programa
se estudiarán con precisión algunos de estos conceptos de uso común entre
los historiadores.

Cuando el cambio de una situación a otra no es suficientemente brusco,


sino gradual, y además no viene acompañado de una confrontación violenta,
no solemos hablar de revolución (salvo, a veces, en sentido figurado, como con
la revolución científica o la revolución industrial). Si el cambio no es violento y
se extiende a lo largo del tiempo, más bien hablamos de evolución o transi-
ción; y entonces la periodización del cambio resulta menos evidente, y obliga
al historiador a matizar más, a estar muy atento a cuál es el punto en el que los
cambios lentos y graduales que se han acumulado alcanzan un punto tal que
nos permite pensar que se ha entrado en un periodo nuevo. Un ejemplo clásico
es el de la historia moderna de Gran Bretaña. Después de la llamada Revolu-
ción inglesa del siglo XVII, se estableció un cierto grado de estabilidad institu-
cional y los cambios que marcaron los siglos XVIII, XIX y XX en Gran Bretaña
fueron mucho más graduales que en la Europa continental: mientras que en
Francia o Alemania la periodización histórica está marcada por revoluciones y
guerras, en Gran Bretaña hay una evolución que los historiadores comparti-
mentan según diversos criterios.
15  

 
3.- La historiografía ¿una disciplina occidental?

La creación de la historia como disciplina académica plenamente reconocida e


institucionalizada tuvo lugar en Europa y América en el siglo XIX; fue un proce-
so vinculado a la creación de los Estados nacionales occidentales y a la nece-
sidad que éstos tenían de legitimarse sobre la base de un relato histórico que
pudiera considerarse plenamente fiable, por venir del ejercicio profesional de la
investigación histórica, equiparable a una ciencia. Como ese proceso tuvo lugar
al mismo tiempo que los países occidentales imponían su dominación al resto
del mundo mediante el fenómeno que conocemos como imperialismo, la histo-
ria alcanzó su “mayoría de edad” con dos características que la marcaron:

1º. Por un lado, que las concepciones de la historia propias de la cultura oc-
cidental se impusieron al resto del mundo, formando parte de un fenó-
meno más amplio de hegemonía occidental, en virtud del cual las demás
zonas del mundo se vieron forzada a adoptar formas de pensar y de en-
tender el mundo que les eran ajenas, y que procedían de Europa (los
principios políticos del constitucionalismo liberal y del Estado-nación, los
principios económicos del capitalismo, etc.)

2º. Por otro lado, la historia que se imponía desde Occidente al resto del
mundo estaba imbuida de la noción de superioridad de lo occidental, que
era la base de todo el sistema imperialista. De esta manera, el relato de
la historia de la humanidad pasó a ser un relato eurocéntrico, en el que
los hitos fundamentales, las periodizaciones y los fenómenos más des-
tacados eran los que habían afectado a Europa, incluso si se estudiaban
desde países remotos de Asia o África. La evolución histórica de los paí-
ses occidentales se entendía como la “evolución normal”, mientras que
los restantes países se consideraban “excepciones” o casos anómalos,
en un discurso histórico encaminado a justificar por qué tales países se
habían quedado más “atrasados” y habían sido objeto de dominación
por Occidente.

Esta lacra del eurocentrismo ha afectado a la historia hasta nuestros días (no
es difícil apreciarla si se repasa el índice de muchos libros que supuestamente
estudian la historia “universal”). Un ejemplo muy claro es la periodización domi-
nante en la disciplina histórica (esta que acabamos de presentar de Historia
antigua, medieval, moderna y contemporánea): los hitos que señalan el princi-
pio y el fin de cada una de estas eras históricas es relevante exclusivamente
para Europa (caída de Roma, caída de Constantinopla, revolución francesa),
mientras que no tienen ningún significado para la historia de China, la India,
Japón o la mayor parte de África). Un concepto como el de “Edad Media” no
encaja con la evolución histórica de estos países; ni tampoco el de “Edad Mo-
derna”, que supone que en torno al siglo XV o XVI debió de iniciarse una época
claramente distinta de modernización de las estructuras políticas, sociales,
económicas y culturales. Los hitos y los periodos que serían relevantes para la
historia de Asia y África son otros, que los historiadores occidentales ignoran y
que los historiadores asiáticos y africanos están empezando a recuperar en
tiempos recientes. Incluso las periodizaciones de la Prehistoria están pensadas
16  

 
para el mundo mediterráneo y europeo, y sirven mal para organizar el estudio
de la América precolombina, por ejemplo.

a) Los pueblos “sin historia”

Este eurocentrismo no afecta sólo a la historia, sino que es una característica


de la cultura occidental en su conjunto, caracterizada durante mucho tiempo
por una especie de complejo de superioridad que ha servido para legitimar las
diversas formas de imperialismo.

Lo característico de la cultura occidental de los siglos XVIII, XIX y XX ha


sido pensar que la historia sólo podía y debía estudiar la evolución de las pro-
pias sociedades occidentales. Mientras que, más allá de Europa y América lo
que existían eran realidades tan radicalmente distintas de la occidental que de-
bían ser estudiadas por otras disciplinas. El estudio de los pueblos que se so-
metían a la dominación colonial de Europa no sería objeto de la historia, sino
de otras dos disciplinas creadas ad hoc:

A. Por un lado, la antropología, especializada en el estudio de los pueblos


no occidentales, y particularmente de los que no poseen registros docu-
mentales escritos de su pasado. La antropología (y su predecesora, la
etnografía) parten de concebir al otro como un objeto extraño que hay
que descodificar, pero no como un sujeto histórico, ya que se considera-
ba que eran pueblos atrasados, inmóviles, aferrados a sus tradiciones,
en los que el cambio y el progreso no eran relevantes, es decir, verdade-
ros “pueblos sin historia”. Así se veía a la mayor parte de África y Ocea-
nía, así como algunas regiones de Asia y a los pueblos nativos de Amé-
rica.

B. Sin embargo, en su expansión imperialista los occidentales toparon tam-


bién con regiones de tal grado de desarrollo cultural y con un pasado tan
rico que difícilmente podían ser equiparados a los pueblos “ágrafos” o
“salvajes” que estudiaban los primeros antropólogos. Este era, particu-
larmente, el caso de China, Japón, la India, Persia, Turquía y los países
árabes. Para estudiar estos países se ideó otra disciplina supuestamen-
te científica, el orientalismo, que apartaba a esos países del curso ge-
neral de la historia –marcado por la evolución de Occidente –para situar-
los como objetos extraños bajo el foco de una ciencia especial que diera
razón de sus peculiaridades.

b) La historia postcolonial

Este estado de cosas que hemos descrito empezó a hacer crisis en la medida
en que empezó a resquebrajarse la dominación imperialista de Occidente sobre
el resto del mundo, con los procesos de descolonización. Un movimiento de
rebelión intelectual contra las categorías mentales occidentales que dominaban
la vida de los países de Asia, África y Oceanía acompañó a los movimientos
por la emancipación política de esos países.

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Sin embargo, muy pronto se vio que la conquista de la independencia
política tenía algo de ilusoria, puesto que, después de haber recuperado la so-
beranía y de haberse marchado las autoridades coloniales occidentales, los
nuevos países “independientes” seguían sometidos a formas más sutiles de
dominación. Algunas de ellas resultaron evidentes enseguida, como la depen-
dencia económica de las excolonias pobres frente a las antiguas metrópolis
ricas, dependencia económica que imponía también un sometimiento político
indirecto, en un fenómeno que se conoce como neocolonialismo. La depen-
dencia cultural se hizo también evidente, pues las nuevas naciones seguían
pensando su propia identidad y su lugar en el mundo a través de conceptos y
esquemas procedentes de la cultura occidental.

La rebelión contra este estado de cosas ha venido ligada a nuevas prác-


ticas historiográficas que intentan corregir los viejos vicios del eurocentrismo y
el abuso que suponía construir la historia del mundo como prolongación de la
historia de Occidente. Básicamente son dos corrientes historiográficas las que
avanzan en esa dirección:

A. Por un lado, hay una historia poscolonial, que forma parte de un fenó-
meno intelectual más amplio, que se denomina pensamiento poscolonial
o simplemente poscolonialismo. La historia poscolonial procede de los
países no occidentales en los que se intenta escribir una historia propia,
con sus propios conceptos, modelos y periodizaciones, finalmente libe-
rada del peso de la experiencia europea como paradigma de evolución
“normal” con el que compararse. Hoy en día, esa revisión de la historia
apartándose de prejuicios imperialistas y eurocéntricos no es exclusiva
de los historiadores de Asia, África y Oceanía, sino que está también
presente en el trabajo de muchos historiadores europeos y americanos.1
En el siguiente tema del programa relacionaremos este tipo de historia
“poscolonial” con un movimiento surgido más directamente del ámbito de
los historiadores, como son los estudios subalternos.

B. Por otro lado, la historia mundial o World History, que pretende con-
templar la historia de la humanidad en su conjunto, atendiendo sobre to-
do a las interdependencias, las influencias mutuas y los fenómenos glo-
bales, en contra del viejo prejuicio de que la historia del mundo sea
equivalente a una suma de historias nacionales singulares, y de que una
región del mundo (Europa o bien Occidente en general) tenga más rele-
vancia que otras y deba centrarse en ella la atención para explicar las
grandes tendencias mundiales (de esta “historia mundial” se hablará
más en el tema 4 del programa).

                                                                                                                       
1
El libro de Edward Said Orientalismo, publicado en 1970, y del que tenéis que leer un
fragmento para la siguiente clase práctica, es considerado por muchos como uno de
los mayores exponentes e iniciadores de este tipo de estudios poscoloniales. Y Said
sería un buen ejemplo de algo que hay que subrayar: que los estudios poscoloniales
se han desarrollado fundamentalmente en el ámbito de los estudios literarios y de la
filosofía, con una repercusión en la historia que todavía es minoritaria si se compara
con la pervivencia de la hegemonía de los prejuicios occidentalistas o eurocéntricos.
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