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18/10/2018 Ojo con él | Babelia | EL PAÍS

PENSAMIENTO / EN OTRAS PALABRAS ›

Ojo con él
Los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, reunidos en su libro 'Campo de
retamas', no son los residuos superficiales de su prosa, sino que brillan
por sí solos
JOSÉ LUIS PARDO

15 MAY 2015 - 10:17 COT

Rafael Sánchez Ferlosio, en su casa de Madrid.


LUIS SEVILLANO

Decía Nietzsche que los aforismos deben ser cumbres, de tal manera que la lectura
de un libro de sentencias habría de causar en el espíritu la impresión de ir saltando
de pico en pico, prescindiendo del trabajo afanoso y arriesgado de la subida y del
interminable y tedioso proceso de descenso, de tal modo que quien lee se vea
siempre sorprendido por la fórmula, no sabiendo nunca “cómo ha llegado allí” ni
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tampoco cómo podrá coronar la cumbre siguiente sin despeinarse, con el mismo
gesto elegante y despreocupado con el que David Niven y Cantinflas, en la versión
cinematográfica de La vuelta al mundo en ochenta días, utilizan al pasar junto a ellas
la providencial nieve de las montañas para enfriar una botella de champán que,
cómo no, llevaba preparada en la despensa del globo. En este sentido, puede que los
aforismos de Nietzsche pertenezcan a la misma estirpe que los de La Rochefoucauld
e incluso que los de Lichtenberg, pero está claro que su linaje no es el mismo que el
de los pecios de Rafael Sánchez Ferlosio, espléndidamente reunidos en su último
libro, Campo de retamas.

El hecho de que un pecio sea, técnicamente, el resto de un naufragio, nos indica


solamente que no es una “sentencia”, término que —para empezar, en su acepción
judicial— sugiere la confección de un veredicto resolutorio e inapelable, aunque nos
hurte toda la larga y compleja instrucción del sumario que ha llevado a esa
conclusión. Una sentencia es siempre un éxito, la salida terminante y acabada de un
proceso (pues un proceso judicial interminable, sin declaración de culpabilidad o de
inocencia y sin reparto de responsabilidades, como los que a menudo parecen tener
lugar en nuestros tribunales, va siempre acompañado, para nosotros, de una
resonancia angustiosa y kafkiana de fracaso, de expectativas insatisfechas). Los
pecios de Sánchez Ferlosio tienen más bien el aire de un comienzo, de un incipit, de
una incoación de final incierto que, ciertamente, arroja una luz sobre el asunto que
trata, pero no es la del relámpago o el fogonazo de una iluminación deslumbrante y
definitiva que localiza en la oscuridad el blanco posible de un disparo, sino más bien
la de “una bombilla temblorosa e impávida, desafiando la ominosa noche, en la
ciudad bajo los bombarderos”, como dice uno de ellos. Y, si algún parentesco se les
hubiera de buscar, sería más bien con escritos del tipo de las Voces de Antonio
Porchia (“La verdad tiene muy pocos amigos, y los muy pocos amigos que tiene son
suicidas”) o de los Pensamientos despeinados de Stanislaw Jerzy Lec (“Es difícil
andar con la cabeza alta sin darse aires”).

Lo subordinado se insubordina contra lo principal; los desvíos


aparentemente secundarios son lo más importante

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Se ha dicho a veces que los pecios de Sánchez Ferlosio son como “la otra cara” de su
escritura, la vertiente paratáctica, breve, directa e inmediata de una prosa
habitualmente cargada de subordinaciones, intrincados vericuetos y prolijos
apéndices que dibujan un mapa de pensamiento lleno de laberintos. Pero es posible
que esta contraposición sea en sí misma artificial, como la que su autor denuncia a
menudo en el presuntuoso contraste entre lo profundo y lo superficial. Quiero decir
que estos pecios no son los residuos “superficiales” de una prosa que, en otras
manifestaciones, enunciaría un pensamiento más “profundo”, no son maneras
comprimidas de expresar lo que en otros textos se dice con mayor escrupulosidad.
Es más, ni siquiera creo que pueda decirse que son construcciones sintácticas
“directas”. Si en algún sentido son “restos” de algo, podría sostenerse que son más
bien frases subordinadas sueltas y perdidas de su contexto, al que han dejado de
necesitar para brillar por sí solas como esa bombilla temblorosa recién citada, frases
accesorias emancipadas de su conexión con la principal como retamas que, en lugar
de ofrecerse como simple combustible para hornos que cocinan discursos de relleno
o masticables para lectores iracundos, se convierten en extrañas flores de racimo,
formaciones de malas hierbas que adquieren una inesperada belleza, “flores del
mal” de un conocimiento impensado. Y en ese punto muestran un elemento
fundamental del “método” de esta escritura, a saber, que en ella lo subordinado se
insubordina contra lo presuntamente principal y adquiere un protagonismo
inhabitual, que los desvíos aparentemente secundarios son en ella lo más
importante, y el “argumento” general solamente un pretexto, como cuando su autor
“comenta” textos periodísticos, coplas populares o fórmulas ideológico-
propagandísticas. Y si lo de “método” hay que ponerlo entre comillas es porque esta
transformación no ocurre nunca de modo deliberado, sino que acontece justamente
como un naufragio que arruina el equilibrio argumental o al menos lo torpedea, como
el resultado imprevisible pero irremediable que impide al jardinero podar del todo las
excrecencias improductivas que invaden los cultivos, porque a menudo encuentra
algo más y algo diferente de lo que creía estar buscando. La escritura de Sánchez
Ferlosio nunca es “profunda” en el sentido de “oscura” o de “solemne”; puede ser
difícil, pero nunca abandona la claridad.

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También por ello es corriente, tanto a propósito de los pecios como de los ensayos,
subrayar la “originalidad” de Sánchez Ferlosio, extremo este que con razón suele
indignarle. Porque su obra está tan vinculada a la trama viva de nuestra tradición
cultural que exhibe siempre la inconfundible condición de lo impersonalmente
originario, sin tener que depender para nada de la “originalidad” literaria
característica del estilo personal, invariablemente obsesionada por la novedad y la
distinción. Pero es completamente injusto hacer de Ferlosio un escritor “raro”,
“heterodoxo” o (aún peor) “maldito”. Alguien dijo una vez que todas las grandes
obras están escritas en una suerte de “lengua extranjera”, y no hay mayor elogio
para un escritor que decir de él que ha sido capaz de mostrarnos nuestra lengua
como si fuera otra, de hacernos sentir extraños a lo que decimos de tan inadvertido
como nos pasa; pero en este caso no hay dudas de que esa lengua extranjera es el
castellano llano, cuyo cuidado no consiste en salvaguardas académicas, sino en el
ejercicio sistemático y continuado de la lengua para decir a alguien algo acerca de
algo. Y, en este punto, Sánchez Ferlosio sigue siendo un ejemplo cabal de lo que
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significa ser un escritor. Que eso se haya convertido en una “rareza” debería, como
decía cierto usuario de las tarjetas black pillado in fraganti, hacernos reflexionar.

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