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CARAS Y CARETAS

Cristo y el Mundo no sólo no se llevan bien sino que son de signo contrario. Así
al menos parece acentuarlo constantemente san Juan en su Evangelio. Él vino al
Mundo y el Mundo no lo recibió, lo rechazó y se opuso diametralmente a sus
enseñanzas.

A riesgo de caer en una legendaria falacia, no es descaminado al menos


sospechar entonces que, si el mundo está tan infecto, todo cuanto elogie y exalte este
zeitgeist, el “espíritu de nuestro tiempo”, probablemente no sea un valor sino un anti-
valor, no sea una virtud sino un defecto. El peligroso silogismo dice algo así como: si lo
que el Evangelio propone, ellos lo rechazan, lo que ellos encomien será muy
probablemente contrario al Evangelio.

Esto viene a cuento del Evangelio de hoy, donde el Señor pareciera estar “en
plena sintonía” con el sentir del mundo. Si Cristo dice de poner la otra mejilla, el
mundo le dice: ah no, de ninguna manera; si el Señor insiste en orar siempre, el mundo
le dirá: ¡que ponga los pies en la tierra y se deje de narcotraficar el opio del pueblo! Si
Jesús propone no reclamar lo que dimos prestado, se le dirá: eso es ser un tarado, un
buenudo, un bobo. Y si nos dice de comer su Carne y beber su Sangre —como los
últimos domingos— el mundo no lo dudará un instante y lo declarará un loco, un
lunático, un vendedor de disparates.

Ahora, si Cristo objeta la hipocresía: ah, vaya sorpresa, el Zeitgeist virará


abruptamente su antipatía y con amplia sonrisa dirá: al fin, ¡ahí sí que estamos de
acuerdo!

Pues permítanme dudar seriamente de ese supuesto acuerdo.


Con la paz, por caso, había ocurrido algo semejante. Pero Cristo se esmeró en
desambiguar el tópico y aclaró con todas las letras: les doy MI paz, no como la da o
como la entiende el mundo.
Y creo yo que hoy podría decir algo parecido respecto a la hipocresía. Objeta un
modo de entender la hipocresía, que no es el modo en que la entiende el mundo.

Veamos un poco qué sea la hipocresía, qué acepciones admite y dónde está el
punto de fisura entre la denuncia de Cristo y la del mundo, en esta cuestión.
El término griego hipócrites (más acá de sus vericuetos etimológicos) dice sin
más “actor”, “intérprete”, en el sentido teatral. Y en absoluto tenía una carga
peyorativa. Hipócrita es el que asume un rol, juega un papel, ejecuta un libreto ajeno,
que pone “en acto” (que actúa).
Está claro cómo esta función tan loable se torna una disfunción cuando en vez
de ejercerlo sobre un escenario se lo hace bajando de él, en la vida cotidiana, la vida
“real” (volveremos sobre estas comillas).
De ahí surge el término en su uso peyorativo. Como solemos decirle a quien
obra con fingimiento: ¡no seas artista! Hipócrita pasó a ser, así, aquel que aparenta lo
que no es, el que simula, el embustero. El que es por dentro una cosa y por fuera otra.
La impostura —título de una valiosa obra de Bernanos— es eso: manifestar por fuera
una realidad que no condice con el propio interior, procurando disimular tal distancia.

Al mundo esto le parece horrendo, tétrico, universalmente fustigable. Vivimos


en una cultura que elogia la autenticidad, la que entiende como “ser-uno-mismo”, sin
fingimientos; que elogia la espontaneidad como genuino antónimo de la impostación.
Hoy se alienta vivamente a vivir sin forzar ni torcer lo que por sí mismo emerge desde
el hondón de uno hacia la superficie del gesto, de la palabra, de la mirada. Se hace
alarde de la naturalidad, de la sinceridad, de la franqueza. Y esto, contra todo estilo de
hipocresía, que consiste —dicen— en denegar este libre tránsito del fondo a la
superficie del yo.

Y acá es donde la aparente coincidencia entre Evangelio y Mundo muestra la


hilacha y delata el punto de confusión.

Pues para nosotros —para el Evangelio— el interior del hombre está enfermo.
De allí brotan espontáneamente todo tipo de malicias. Dejar sin más expuesto a los
cuatro vientos ese hondón es como dejar a un pozo cloacal emanar sus hedores sin
tapujos.
Como hiciera con la desambiguación de la paz, podría haber hoy dicho: yo les
digo, no sean hipócritas; pero no como lo entiende el mundo. La hipocresía que ustedes
han de evitar es la de fingir, simular que tal actuación sea sin más vuestro ser interior.
Hipócrita es aquel que, actuando, hiciera creer que no lo está, que le es natural ese rol.

Pues no lo es.
Es un rol —un libreto, un personaje— que le es dado.
Y que le atañe asumir y performar del mejor modo posible.
Nuestra misión en el mundo es actuar el Evangelio, como un buen actor hace de
Otelo.

Nuestra vida cristiana es una vindicación del original hipocretés griego, del que
sabe colocar encima de su deforme rostro la mascarilla (prosophón) de la Persona de
Cristo y “hacer-las-veces-de”. Mientras la farisaica cultura moderna nos grita: ¡sacáte la
careta!, el Maestro nos alienta a perseverar con ella puesta, a “simular” (valga su
etimología) la vida de Cristo, imitando cada uno de sus gestos, de sus miradas, de sus
timbres, de sus parlamentos.
Pues es en la medida que conservamos la mascarilla puesta y repasamos día a
día el sacro libreto, que nuestra vida “real” va siendo absorbida por la “actuada”. El
personaje se come a la persona; el santo, al hombre viejo.

Si la Escritura y la Tradición han insistido tanto en aquello de “revestirse de


Cristo”, bien cabe aplicarlo no sólo al ropaje, sino a los rasgos faciales: “enmascararse
de Cristo”. Al punto de hacerlo decir al salmista: “Tu Rostro portaré, Señor, no me
niegues tu Rostro”. Y no como una mera ficción, sino en la certeza —esa que tanto les
cuesta asumir a los protestantes— de que esta sacra mascarilla, de tanto llevarla puesta,
se adhiera de tal modo a nosotros que selle y recubra nuestros viejos rasgos y nos
otorgue los suyos como una segunda natura.

Recuerdo siempre un consejo curioso de mi padre cuando era chico y no


lograba conciliar el sueño. Sentado en mi cama me decía: ahora cerrá los ojos y “hacéte
el dormido”: verás que te terminás durmiendo.

Fingir viene de fíngere que significa modelar, dar forma a algo. Finjamos los
mismos sentimientos de Cristo Jesús; finjamos la Mente de Cristo; finjamos sus gestos y
opciones… hasta que podamos decir, como san Pablo: ya no actúo yo, es directamente
Cristo el que actúa en mí.

¿No logras ser humilde? Actúa como tal, y lo serás. ¿No te sale ser manso,
afable, cordial? Procede de esa manera, y lo serás. ¿No sabes bien si tienes o no tienes
Fe? Ni te ocupes en medirla; simplemente actúa como si la tuvieras, grande como para
mover montañas. ¿No hallas impulsos interiores de piedad y devoción? Poco importa;
tú tan sólo junta tus manos, como un cascanueces, apriétalas sobre tu pecho y mira con
intensidad el Sagrario: si asumes con minucioso esmero tu rol de orante… terminarás
siéndolo. La hipocresía no es solo el tributo que el vicio le rinde a la virtud —como
dijera Mark Twain— sino algo más: es el camino para que el vicio se transfigure en
aquello que tributa.

Pirandello tiene aquella formidable obra llamada “Seis personajes en busca de


un autor”, donde en un ensayo de teatro, los seis actores, huérfanos de libretista, han
de buscar el libreto por el adentro mismo de la obra en ejecución… No en sí mismos,
sino en la obra, claro. Obra que es el Teatro del mundo, como decía Calderón.-
Es un poco en lo que insiste Bertold Brecht —y tantos otros— respecto al
personaje en la obra de teatro: si el actor le cede la identidad, la obra cobra un realismo
indefectible. No se trata tanto de que el actor se “compenetre” en el personaje
(insistencia de Ionesco) cuanto de que, por el contrario, lo libere, lo deje ser.
Deponiendo él (el actor) su identidad (su “espontaneidad” digamos) para dejar-ser al
Cristo que nos vive por dentro.

No seamos hipócritas negando la distancia real entre nuestra penosa persona y


el personaje que nos atañe. Seamos más bien hipócretes, haciendo lo mejor posible
nuestro papel, nuestro rol. Que cada madrugada, inclinados sobre el divino Libreto,
podamos repasar nuestro parlamento para salir a escena y actuarlo con arte. Y crezca
nuestra confianza al otorgársenos la facilidad adicional de dársenos a comer el Libreto
e incluso a comer al ipsísimo Autor del Libreto. Así las cosas, es de esperar que,
finalmente, no nos salga tan mal el papel de santos.

Diego de Jesús

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