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Manuel Pardo y Lavalle

Manuel Justo Pardo y Lavalle (Lima, 9 de agosto de 1834 - ibídem, 16 de noviembre de 1878)
fue un economista y político peruano que ocupó la alcaldía de Lima en el período
de 1869 a 1870, y la presidencia del Perú en el período constitucional de 1872a 1876, siendo el
primer presidente civil constitucional de la historia republicana.
Fue el primer Alcalde de Lima en convertirse luego en Presidente de la República del Perú.
Hijo del político y escritor Felipe Pardo y Aliaga y de Petronila de Lavalle y Cavero, nació en la
casa ubicada en la esquina de las calles San José y Santa Apolonia, en Lima. Perteneciente a
una familia ligada a la clase dominante colonial, se educó en Chile y Europa, sobre todo
en Barcelona y París, demostrando preferencias por los estudios de economía. En 1864 el
presidente Juan Antonio Pezet le confió una misión en Europa para gestionar un empréstito. Al
volver, fue nombrado ministro de Hacienda de la dictadura de Mariano Ignacio Prado en 1865.
Director de la Sociedad de Beneficencia Pública en 1868, alcalde de Lima de 1869 a 1871,
fundador del Partido Civil en 1871, con el que postuló y ganó la presidencia de la República en
1872. Ya en el poder, halló un agudo déficit fiscal, que intentó remediar con una prudente alza
de impuestos, el estanco del salitre y la revisión de los contratos de la venta del guano. Pero la
crisis económica se agravó y el país quedó al borde de la bancarrota. Firmó también el Tratado
de Alianza Defensiva con Bolivia de 1873 (que luego serviría de argumento a Chile para
desencadenar la Guerra del Pacífico) y descuidó la defensa nacional, cancelando la
construcción de dos navíos blindados, mientras que Chile se armaba peligrosamente, llegando
a superar el poderío bélico del Perú. De otro lado, implementó importantes reformas en el plano
de la educación pública y apoyó la cultura intelectual. Terminado su mandato pasó a Chile, de
donde retornó al ser elegido senador por Junín ante el Congreso de la República del Perú.
Nombrado presidente de la Cámara de Senadores, murió asesinado de un balazo en la espalda
a manos de un sargento mayor (comandante) del ejército. Contaba apenas con 44 años de
edad. Su hijo, José Pardo y Barreda, llegó a ser dos veces Presidente del Perú (1904-1908 y
1915-1919).
“Discípulos misioneros”

La lectura de las últimas cartas del papa Francisco, incluso el Mensaje que ha entregado a la Iglesia con motivo

de la Jornada de este año, junto a su discurso a los directores nacionales de OMP el pasado 1 de junio, nos

lleva a comprobar que hay motivos sobrados para asumir las preocupaciones que promovieron la publicación

de la Maximum illud de Benedicto XV, cuyo centenario celebraremos el próximo año. No es el momento ni el

espacio para enumerar o analizar lo que es reiteradamente recordado por Francisco, pero sí para desvelar

alguna de sus preocupaciones por las que el Papa invita, más aún, urge a la Iglesia a una renovación profunda

en el ámbito de la misión.

De la recurrente repetición de expresiones de carácter misionero que han hecho fortuna en el lenguaje eclesial

merece la pena destacar la de “discípulos misioneros”, felizmente acuñada en Aparecida, que ilumina esta

Jornada del Domund y justifica su propuesta: “Cambia el mundo”. “Discípulos” es la condición esencial de

quien se ha sentido llamado a tomar parte en el anuncio del Evangelio, movido por esa “pasión por Jesús” que

es la misión. Este es, en definitiva, el mandato del Señor: “haced discípulos”. A la hermosa realidad del

discipulado se suma la de ser “misioneros”, que no es un simple adjetivo de operatividad, sino la expresión de

quien tiene “pasión por el pueblo” (cf. EG 268). Es la dimensión cósmica y universal del anuncio de la Buena

Nueva. Esta es la razón por la que Francisco insiste reiteradamente en la necesidad de la renovación y

conversión del corazón, que comporta una refundación, una recalificación según las exigencias del Evangelio.

Las recientes palabras del Santo Padre a los directores nacionales de OMP son prueba de ello: “No se trata

simplemente de replantear las motivaciones para mejorar lo que ya hacéis. La conversión misionera de las

estructuras de la Iglesia requiere santidad personal y creatividad espiritual. Por lo tanto, no solo renovar lo

viejo, sino permitir que el Espíritu Santo cree lo nuevo, […] haga nuevas todas las cosas. Él es el protagonista

de la misión: es él el “jefe de la oficina” de las Obras Misionales Pontificias. Es él, no nosotros”.

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