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XIII Domingo Ordinario (B) Seminario San Antonio Abad

(01.07.2018) P. Ciro Quispe

¿QUIÉN ME HA TOCADO LOS VESTIDOS?


(Mc 5,21-43)

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Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a él
mucha gente; él estaba a la orilla del mar. 22 Llega uno de los jefes de la sina-
goga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, 23 y le suplica con insistencia
diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para
que se salve y viva». 24 Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
25
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, 26 y
que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes
sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, 27 habiendo oído lo que se decía
de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. 28 Pues decía: «Si
logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». 29 Inmediatamente se le
secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. 30 Al
instante Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió
entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?» 31 Sus discípulos le
contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: “¿Quién me ha
tocado?”» 32 Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había
hecho. 33 Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemo-
rizada y temblorosa, se postró ante él y le contó toda la verdad. 34 Él le dijo:
«Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». 35
Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos di-
ciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». 36 Jesús, que oyó
lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe».
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Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el
hermano de Santiago. 38 Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el
alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. 39 Entra y les
dice: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no ha muerto; está dormida».
40
Y se burlaban de él. Pero él, después de echar fuera a todos, toma consigo al
padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. 41 Y
tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Mucha-
cha, a ti te digo, levántate». 42 La muchacha se levantó al instante y se puso a
andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. 43 Y les
insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.

Marcos empieza su evangelio contándonos que Jesús «pasó a la otra orilla» (21a). No
se quedó, pasó a la otra orilla, al otro lado. Si quieres empezar de nuevo, una nueva si-
tuación (en el trabajo, en la vida, con tu existencia) pasa a la otra orilla, a la otra orilla
de la vida. Haz el esfuerzo. Pero, ojo, al momento de atravesar tendrás que enfrentar –
como dice el texto marquiano (4,35) – fuertes vientos, huracanes, tormentas, zozobra y
tanta inestabilidad como sucedió con los discípulos cuando intentaron pasar a la otra
orilla (4,35; 5,21). Jesús, el carpintero de Nazaret, lo hizo. Él pasó a la otra orilla (21a).
Hoy el evangelio nos habla de un dolor mucho más profundo, del dolor extremo, de
la total desesperación y de la tragedia que trunca el paso a la otra orilla: la muerte. La
muerte, aparece simbolizada en la agonía de dos mujeres. Una joven y la otra mayor.

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Dos mujeres y dos hombres


La hija agonizante de Jairo tenía apenas «doce años» (42b). Y aquella, la mujer
adulta, desde hace «doce años» sufría hemorragias que le conducían hacia la muerte
(25). La niña empezaba recién a vivir; y aquella llevaba la misma cantidad de años pe-
leando contra la muerte. A ambas, ésta quiere arrebatárselas. No sabemos el nombre de
ellas, porque detrás del texto hay muchísima simbología camuflada a los ojos del senci-
llo, pero no a los oídos del lector atento.
Doce indica siempre totalidad. En este caso la totalidad del sufrimiento y del dolor:
la muerte. La sangre, para el judío, significa también vida. Ambas padecen problemas
relacionados con la sangre, o sea con la vida misma. Por otro lado, Jairo y Jesús, y su
vestido. El vestido dice mucho para el israelita. Antes, un detalle sobre Jairo, el jefe de
la sinagoga; personaje importante para los hombres y para Dios. En aquel momento,
mediador de su comunidad. Sin embargo tiene que enfrentarse contra la muerte. Ante
ella es impotente, como cualquier hombre. «Ven, impón tu manos (a mi hija) para que
se salve y viva», suplica a Jesús (23b). Ante la muerte, tampoco el más religioso del
pueblo puede hacer algo. Lo sabe. Porque el hombre no genera otra vida sino la desti-
nada a morir. En el fondo, el hombre transmite muerte, o vida que termina con la
muerte. Así es el curso de la vida biológica, camina inexorablemente hacia la muerte.
Solo si es tocada por la Vida, por la Vida eterna (Jn 6,40) puede frenar ese dramático
devenir. Lo mismo pide aquella mujer, que no solo va perdiendo sangre, va perdiendo la
vida y camina hacia la muerte sin dejar descendencia. Otra tragedia más. También ella
quiere tocar la Vida, aunque sea la túnica. Pre-siente que solo así puede frenar su desan-
gramiento, su agonía. Había gastado todo su dinero en los médicos. En aquellos que no
hacen sino prologar caritativamente la vida biológica. Y en eso gastamos dinero. Aque-
lla mujer sabe que tiene que tocar la túnica del Maestro si quiere frenar su dramático de-
venir existencial. Así es, la túnica. Para el israelita la túnica, el vestido o el hábito
(símbolo bíblico) expresa la manifestación externa de la persona. Es la prolongación de
su cuerpo, lo que se ve. «Revístete de Cristo», exhorta Pablo a los cristianos (Col 3,12-
16). Vestirse de Cristo te hace un hombre distinto, un hombre nuevo. Y, en ese orden, la
túnica del Maestro no es sino la humanidad de Dios de la cual el Hijo de Dios se ha re-
vestido. La humanidad es el nuevo “traje” de Dios-Hombre. Esta humanidad es la que
quiere tocar aquella mujer desesperada. Esta humanidad es la que quiere el hombre reli-
gioso para su hija. Tocar la humanidad de Jesús para tener vida y vida en abundancia
(Jn 10,10), debería ser el objetivo de la inversión de todos nuestros ahorros.

Israel y la Iglesia (transgresión)


Ya sea la niña o la mujer adulta representan a Israel, según la tradición antigua. El
Señor, Yhwh, la cuidó desde niña (Ez 16) y la desposó (Is 50), y sobre ella cayó la ben-
dición principal: «crezcan y multiplíquense» (Gn 1,28); «haré de tu descendencia como
las estrellas del cielo» (Gn 15,5). Bendición no es sino fecundidad. El pueblo de Israel,
esposa de Yhwh, debía ser fecunda. Sin embargo, ella camina hacia la muerte, como la
joven doncella sin descendencia o como la hemorroisa, impura y sin poder generar vida.
Porque la vida fluye irremediablemente, en ambas, hacia la muerte. Y eso es desespe-
rante, como sucede cuando vemos a un familiar enfermo crónico que se va apagando.
La desesperación consiste en no saber cómo bloquear el desangramiento existencial.
¿Quién puede frenar la destrucción o auto destrucción de la vida? Israel se halla en esa
situación. Ya no genera vida, ni como doncella prometida del Señor, ni como mujer
adulta. Y puede suceder lo mismo con nuestra Iglesia, si percibimos que ya no genera

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vida. O con la familia. O con nosotros mismos. ¿Estás generando vida? No una vida que
camina hacia la muerte. ¿Qué haces para detener este flujo? Observa a la hemorroísa,
escucha la súplica de Jairo. Pelea por la vida, por la vida en abundancia (Jn 10,10). No
interesa los años vividos, interesa lo que está por-venir. Una vez – dice una anécdota
que lo leí no sé dónde – que le preguntaron al anciano Galileo Galilei: «¿Cuántos años
tienes?». «Siete», respondió. «¿Cómo que siete?», dijeron desconcertados sus oyentes.
«Porque los setenta años vividos ya no los tengo. Solo me quedan “siete”. Y eso es lo
que tengo ahora para vivir». No camines hacia la muerte, camina hacia la vida. No te
quedes como aquella gente que solo lloriquea, hace alboroto y se queja (38). Observa a
la hemorroisa. Intenta, fatígate, lucha por tener vida, vida en abundancia (Jn 10,10),
vida eterna (Jn 6,40). Y el único que puede darte vida, no son lo médicos. No gastes
toda tu herencia únicamente en ellos. Toca la humanidad de Cristo y tendrás Vida.

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