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Participación política de la Iglesia Jn.

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PARTICIPACIÓN POLÍTICA DE LA IGLESIA

Es común, oír decir que el Perú es un Estado laico, y que lo religioso no debe interferir
en asuntos de Estado o políticas públicas. Esta idea suele aparecer cuando la Iglesia se expresa
sobre algún asunto que concierne a temas especialmente sensibles como la vida y la familia,
pero también cuando se pronuncia sobre la conciencia a la hora de participar en los procesos
electorales o sobre determinados asuntos de justicia.

Se le critica que es una institución espiritual que no tiene por qué intervenir en el ámbito
público. Lo cierto es que la Iglesia es una institución pública cuya participación política es
inevitable como consecuencia de su propia naturaleza.

El terreno de lo político tal como se presenta hoy implica enfrentamientos1 entre grupos
humanos, entre clases sociales con intereses opuestos. Ser “artesano de la paz” no sólo
dispensa de estar presente en esos conflictos, sino que exige tomar parte en ellos si se quiere
superarlos desde la raíz, exige comprender que no hay paz sin justicia. Exigencia dura e
inquietante para quienes prefieren no ver esas situaciones conflictuales o se contentan con
paliativos. Duran también para quienes, con la mejor voluntad, confunden amor universal con
armonía ficticia.2

Legitimidad y credibilidad de la Iglesia en el Perú

Está estadísticamente comprobado que la institución de mayor credibilidad en el Perú es


la Iglesia Católica. Esta credibilidad no sería posible sin una legitimidad otorgada a la Iglesia por
el pueblo dada su presencia en los sectores populares.

Es indudable que la Iglesia, al igual que el gobierno —su inmediato “contendiente” en


cuanto a presencia pública— invierte recursos materiales que son recibidos por los sectores más
necesitados del país, y si bien es una “revolución silenciosa”. La gran diferencia es que mientras
que del gobierno se desconfía, de la Iglesia no. La idea que queremos esbozar es que lo decisivo
está en el mensaje de ambas presencias. El mensaje con el que la Iglesia llega, las intenciones
que en sus agentes pastorales se percibe, genera confianza y adhesión; mientras que el mensaje
del gobierno y los políticos es siempre una especie de contrato mediante el cual se entregan
beneficios a cambio de votos. Así, la percepción es que la Iglesia ayuda desinteresadamente
mientras que el gobierno y los políticos no.

El gobierno y las instituciones ligadas al poder político son percibidos por el pueblo como
un botín a merced de las intenciones de manipulación de los poderosos, mientras que la Iglesia
es vista como la institución más confiable y cercana a pesar de sus debilidades morales,
traiciones de algunos de sus miembros, impopularidad de algunas de sus autoridades o
difamación.

Esto parece deberse a los principios fundantes de ambas instituciones: mientras que el
gobierno dice fundarse sobre el interés público o común pero tiene una historia de constante
incoherencia que ha terminado por cuajar en expresiones decepcionadas como “roba pero hace
obra” o el clientelismo plebiscitario; la Iglesia responde de manera constante a principios que se
ha planteado desde su fundación y que no pueden entenderse a cabalidad desde un análisis
externo o meramente “politológico” sino desde de lo que la Iglesia dice de sí misma en relación
a su Fundador. De esta relación es que brota la acción pública y política de la Iglesia.

La doctrina social como participación política de la Iglesia

Para comprender la lógica y el tipo de participación de la Iglesia en política es necesario


en primer lugar darle una mirada a la doctrina que la fundamenta. Con la Encarnación del Verbo,

1
En los que la violencia se halla en grados diversos.
2
Cf. GUTIÉRREZ Gustavo, La Fuerza Histórica de los Pobres, p. 85

Hno. Alex Fernando Torres Osnayo 1


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Jesucristo asume todo lo humano y lo eleva a la posibilidad de participar del Amor de Dios en la
Trinidad. La política como “arte del buen gobierno” y del bien común es un aspecto inherente a
la naturaleza social del hombre según el cristianismo. Podemos decir entonces que Cristo asume
una verdadera y concreta actitud política fundada en la naturaleza humana y expresada como
auténtica justicia.

La fe es un don de Dios que ilumina al hombre entero en todas sus relaciones


fundamentales, de allí que lo social no puede estar al margen de la vida cristiana, mucho menos
un aspecto tan importante como la política. Es preciso entonces, resaltar una primera distinción.
Lo que normalmente entendemos por política se refiere a la participación partidaria y a las
estrategias necesarias para obtener y mantener el poder que fundamenta toda la acción.

La política en la época moderna va a tener como finalidad la consecución y conservación


del poder, prescindiendo en ello de la intervención de parámetros éticos y morales. O por lo
menos, replanteándolos y desarrollando rústicamente una moral específica de la política.
Maquiavelo será quizás su mayor exponente pues en El príncipe postula que el gobernante debe
mantenerse en el poder y conservarlo, aunque con ello tenga que recurrir a la violencia, las
intrigas, la hipocresía, el fingimiento de la virtud y en general todo aquello que sea necesario para
mantener incólume la Razón de Estado.

Con los matices que haya que hacer, esta idea, que precisara Maquiavelo, es
básicamente lo que hoy se entiende por política y lo que de manera radical esquivó como poder
Jesucristo en los evangelios al afirmar que su Reino no era de este mundo. La Iglesia no puede
por esto tener como punto de partida la concepción maquiavélica de política. No es esto lo que
propone la Iglesia en su intento de responder a la misión encomendada por su Fundador sino
básicamente la búsqueda de las mejores estructuras políticas y sociales que favorezcan el
crecimiento y la dignidad de las personas a la luz de la fe.

En primer lugar, la doctrina social de la Iglesia presenta una triple dimensión: teórica,
histórica y práctica. Teórica porque se tiene un desarrollo en base a principios que han sido
formulados por los Papas y por diversas autoridades eclesiales a través de los años y que han
sido deducidos de la Revelación cristiana contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición de la
Iglesia. Histórica porque surge del encuentro de estos principios con las realidades históricas
concretas y con los diversos “signos de los tiempos” que se van dando en cada época.
Finalmente, es práctica porque señala criterios de acción fundamentales para ser aplicados en
las situaciones concretas. Este último punto podría parecer en realidad poco práctico o aplicable,
pero ocurre todo lo contrario, precisamente por ser criterios para la acción y no fórmulas a modo
de receta económica, política o ideológica es que la doctrina social de la Iglesia es capaz de
adaptarse a las más diversas situaciones y responder a las situaciones concretas.

No basta con hablar de la democracia o canonizar el sistema formal de la democracia


sino de garantizar una auténtica participación ciudadana. Con esto aparece como necesaria la
consideración sobre el destino universal de los bienes. Los seres humanos somos
administradores de los bienes que hemos recibido, esta administración debe responder a nuestra
naturaleza social, por lo tanto, las decisiones políticas deben orientarse según esta concepción.
La misma propiedad privada tiene por esa razón un destino social y no está sometida a la
arbitrariedad del propietario. Como enseña el Papa Francisco:

“La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la función social de la


propiedad y el destino universal de los bienes como realidades anteriores a la propiedad privada.
La posesión privada de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que
sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse como la decisión de devolverle
al pobre lo que le corresponde. Estas convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen
carne, abren camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles. Un cambio
en las estructuras sin generar nuevas convicciones y actitudes dará lugar a que esas mismas
estructuras tarde o temprano se vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.”

Así los principios y valores de la doctrina social de la Iglesia se constituyen en la base


ineludible de la participación política de sus miembros en la sociedad. Se trata en última instancia
de una aplicación de la virtud de la justicia y pertenece al ámbito específico de la teología moral.

Hno. Alex Fernando Torres Osnayo 2


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Distinciones importantes sobre la participación política de la Iglesia en el Perú

Lo dicho nos lleva a darle una mirada a la concreción de estos principios en la


participación política en el Perú. Para hacerlo hay que distinguir en primer lugar, la jerarquía, los
religiosos y el laicado en la Iglesia. La jerarquía está constituida por todos los que han recibido
el Sacramento del Orden Sacerdotal y ejercen de manera pública y oficial el deber de regir,
santificar y enseñar al Pueblo de Dios las verdades de la fe y su relación con la vida cotidiana
desde el ámbito propio de su ministerio. Estos hombres están llamados a ser signos de unidad,
así como Cristo lo es.

Algo similar puede decirse de los religiosos que son un estado de vida reconocido
públicamente por la Iglesia. Por ser los religiosos un testimonio de la vida de la Iglesia y por
ejercer los sacerdotes el oficio de regir, santificar y enseñar según la potestad que les da el
Sacramento del Orden, no pueden participar en política partidaria, es decir, no se pueden
adscribir a ningún partido político concreto; ni representar alguna iniciativa de búsqueda de
poder político. Sin embargo, son llamados especialmente a enseñar y promover la doctrina social
de la Iglesia y por lo tanto a denunciar las situaciones de injusticia producidas por el Estado o
cualquier institución, sea del color político que sea.

En cuanto a los laicos, los principios de la doctrina social de la Iglesia son vividos de
diversa forma. Ciertamente a ellos no sólo les está permitida, sino que es alentada la
participación en política partidaria, y bautizados comprometidos con su fe ciertamente
participan en política partidaria y en el gobierno. Sin embargo, es importante precisar que jamás
representan ni a toda la Iglesia ni a la Iglesia oficialmente. Y esta situación no surge de un cálculo
político sino de la naturaleza de la acción del cristiano en política que siempre es provisional y
tiene su valor de cara al Evangelio en lo profundo de la conciencia y ante la autoridad de la
Iglesia. Por ello, están moralmente obligados a seguir las normas de la doctrina social. De una
manera especial los laicos son llamados a concretar los principios en el ámbito de la política y la
vida pública, integrando así su fe y su vida. Enseña la Congregación para la Doctrina de la fe:

“Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes, “de acuerdo con su


conciencia cristiana”, en conformidad con los valores que son congruentes con ella, los fieles
laicos desarrollan también sus tareas propias de animar cristianamente el orden temporal,
respetando su naturaleza y legítima autonomía, y cooperando con los demás, ciudadanos según
la competencia específica y bajo la propia responsabilidad. Consecuencia de esta fundamental
enseñanza del Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de
la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien
común», que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz,
la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad,
etc.”

Durante mucho tiempo lo político apareció como algo sectorial. Era un sector de la
existencia humana, al lado de lo familiar, lo profesional, lo recreativo. La actividad política se
hacía por consiguiente en los momentos libres que dejaban las otras ocupaciones. Además, se
pensaba que lo político era lo propio de un sector de la humanidad llamado especialmente a esa
responsabilidad. Pero hoy, aquellos que han optado por un compromiso liberador experimentan
lo político como una dimensión que abarca y condiciona exigentemente todo el quehacer
humano. Es el condicionamiento global y el campo colectivo de la realización humana. Solo
partiendo de esta percepción de la globalidad de lo político en una perspectiva revolucionaria,
puede situarse debidamente un sentido más restringido del término que define acertadamente lo
político como la orientación al poder político.

Toda realidad humana tiene pues una dimensión política. Hablar de dimensión política
no sólo no excluye, sino que tiene en cuenta la multidimensionalidad del hombre, pero rechaza
todo sectorialismo infecundo al distraer de las condiciones concretas en que se desenvuélvela
existencia humana. En el contexto de lo político, el hombre surge como un ser libre y

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responsable, como en relación con la naturaleza, en relación con los otros hombres, como
alguien que toma las riendas de su destino transformando la historia. 3

CONCLUSIÓN

La Iglesia tiene como razón de su existencia la predicación del mensaje de salvación


traído por Jesucristo y justamente por la coherencia con Él es que se preocupa por la
problemática social. Donde se ha sintetizado y estructurado un corpus doctrinal en lo que se ha
dado en llamar “doctrina social de la Iglesia” cuyos principios sirven de discernimiento para la
acción. La participación política de algunos cristianos, sea partidaria o ideológica debe ser
discernida a la luz de estos principios especialmente formulados para comprender la misión de
la Iglesia en la vida política y social. Para su aplicación es importante distinguir la jerarquía y los
religiosos del laicado, ya que en los dos primeros casos la política partidaria no les está permitida
porque tienen la misión de ser signo de unidad en medio del pueblo, mientras que en los laicos
puede ser un deber exigido por la fe misma.

Es necesario y urgente para los cristianos comprometerse con el proceso de liberación


de este país oprimido, a través de una solidaridad real con los oprimidos de este país, primeras
víctimas de la situación. El Concilio Vaticano II afirma que la Iglesia debe realizar como Cristo,
su obra de redención “en pobreza y persecución” 4. El Evangelio nos manda a amar a los
enemigos, en el contexto político del Perú eso implica reconocer el hecho de la lucha de clases
y aceptar que se tiene enemigos de clase y que hay que combatirlos. No se trata de no tener
enemigos, sino de no excluirlos de nuestro amor. Poco acostumbrados estamos en ambientes
cristianos, sin embargo, a pensar en términos conflictuales e históricos.

El compromiso liberador es el lugar de una experiencia espiritual en la que


reencontramos el gran tema profético del Antiguo Testamento y de la predicación de Jesús: Dios
y el Pobre. Conocer a Dios es hacer la justicia, es ser solidario con el pobre; con el pobre tal cual
existe hoy: oprimido, miembro de una clase, raza, cultura, nación explotada. Y, simultáneamente
la relación con el Dios que me amó primero y gratuitamente, me despoja, me desnuda,
universaliza, y hace gratuito mi amor por los demás. Es por eso que para la Biblia no hay culto
autentico a Dios, si no hay solidaridad con el pobre, si no hay una búsqueda por su liberación, si
egoístamente no se busca el bien común, si no hay una verdadera praxis política en la que se
experimente la transformación de nuestra sociedad que nos sitúe en una realidad diferente a la
que nos oprime actualmente. De esta manera, podremos ver luces de un mundo distinto, y
configurar una experiencia cristiana inédita llena de posibilidades y promesas.

3
Cf. GUTIÉRREZ Gustavo, La Fuerza Histórica de los Pobres, p. 83
4
Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n°8

Hno. Alex Fernando Torres Osnayo 4

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