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15,13
Es común, oír decir que el Perú es un Estado laico, y que lo religioso no debe interferir
en asuntos de Estado o políticas públicas. Esta idea suele aparecer cuando la Iglesia se expresa
sobre algún asunto que concierne a temas especialmente sensibles como la vida y la familia,
pero también cuando se pronuncia sobre la conciencia a la hora de participar en los procesos
electorales o sobre determinados asuntos de justicia.
Se le critica que es una institución espiritual que no tiene por qué intervenir en el ámbito
público. Lo cierto es que la Iglesia es una institución pública cuya participación política es
inevitable como consecuencia de su propia naturaleza.
El terreno de lo político tal como se presenta hoy implica enfrentamientos1 entre grupos
humanos, entre clases sociales con intereses opuestos. Ser “artesano de la paz” no sólo
dispensa de estar presente en esos conflictos, sino que exige tomar parte en ellos si se quiere
superarlos desde la raíz, exige comprender que no hay paz sin justicia. Exigencia dura e
inquietante para quienes prefieren no ver esas situaciones conflictuales o se contentan con
paliativos. Duran también para quienes, con la mejor voluntad, confunden amor universal con
armonía ficticia.2
El gobierno y las instituciones ligadas al poder político son percibidos por el pueblo como
un botín a merced de las intenciones de manipulación de los poderosos, mientras que la Iglesia
es vista como la institución más confiable y cercana a pesar de sus debilidades morales,
traiciones de algunos de sus miembros, impopularidad de algunas de sus autoridades o
difamación.
Esto parece deberse a los principios fundantes de ambas instituciones: mientras que el
gobierno dice fundarse sobre el interés público o común pero tiene una historia de constante
incoherencia que ha terminado por cuajar en expresiones decepcionadas como “roba pero hace
obra” o el clientelismo plebiscitario; la Iglesia responde de manera constante a principios que se
ha planteado desde su fundación y que no pueden entenderse a cabalidad desde un análisis
externo o meramente “politológico” sino desde de lo que la Iglesia dice de sí misma en relación
a su Fundador. De esta relación es que brota la acción pública y política de la Iglesia.
1
En los que la violencia se halla en grados diversos.
2
Cf. GUTIÉRREZ Gustavo, La Fuerza Histórica de los Pobres, p. 85
Jesucristo asume todo lo humano y lo eleva a la posibilidad de participar del Amor de Dios en la
Trinidad. La política como “arte del buen gobierno” y del bien común es un aspecto inherente a
la naturaleza social del hombre según el cristianismo. Podemos decir entonces que Cristo asume
una verdadera y concreta actitud política fundada en la naturaleza humana y expresada como
auténtica justicia.
Con los matices que haya que hacer, esta idea, que precisara Maquiavelo, es
básicamente lo que hoy se entiende por política y lo que de manera radical esquivó como poder
Jesucristo en los evangelios al afirmar que su Reino no era de este mundo. La Iglesia no puede
por esto tener como punto de partida la concepción maquiavélica de política. No es esto lo que
propone la Iglesia en su intento de responder a la misión encomendada por su Fundador sino
básicamente la búsqueda de las mejores estructuras políticas y sociales que favorezcan el
crecimiento y la dignidad de las personas a la luz de la fe.
En primer lugar, la doctrina social de la Iglesia presenta una triple dimensión: teórica,
histórica y práctica. Teórica porque se tiene un desarrollo en base a principios que han sido
formulados por los Papas y por diversas autoridades eclesiales a través de los años y que han
sido deducidos de la Revelación cristiana contenida en la Sagrada Escritura y la Tradición de la
Iglesia. Histórica porque surge del encuentro de estos principios con las realidades históricas
concretas y con los diversos “signos de los tiempos” que se van dando en cada época.
Finalmente, es práctica porque señala criterios de acción fundamentales para ser aplicados en
las situaciones concretas. Este último punto podría parecer en realidad poco práctico o aplicable,
pero ocurre todo lo contrario, precisamente por ser criterios para la acción y no fórmulas a modo
de receta económica, política o ideológica es que la doctrina social de la Iglesia es capaz de
adaptarse a las más diversas situaciones y responder a las situaciones concretas.
Algo similar puede decirse de los religiosos que son un estado de vida reconocido
públicamente por la Iglesia. Por ser los religiosos un testimonio de la vida de la Iglesia y por
ejercer los sacerdotes el oficio de regir, santificar y enseñar según la potestad que les da el
Sacramento del Orden, no pueden participar en política partidaria, es decir, no se pueden
adscribir a ningún partido político concreto; ni representar alguna iniciativa de búsqueda de
poder político. Sin embargo, son llamados especialmente a enseñar y promover la doctrina social
de la Iglesia y por lo tanto a denunciar las situaciones de injusticia producidas por el Estado o
cualquier institución, sea del color político que sea.
En cuanto a los laicos, los principios de la doctrina social de la Iglesia son vividos de
diversa forma. Ciertamente a ellos no sólo les está permitida, sino que es alentada la
participación en política partidaria, y bautizados comprometidos con su fe ciertamente
participan en política partidaria y en el gobierno. Sin embargo, es importante precisar que jamás
representan ni a toda la Iglesia ni a la Iglesia oficialmente. Y esta situación no surge de un cálculo
político sino de la naturaleza de la acción del cristiano en política que siempre es provisional y
tiene su valor de cara al Evangelio en lo profundo de la conciencia y ante la autoridad de la
Iglesia. Por ello, están moralmente obligados a seguir las normas de la doctrina social. De una
manera especial los laicos son llamados a concretar los principios en el ámbito de la política y la
vida pública, integrando así su fe y su vida. Enseña la Congregación para la Doctrina de la fe:
Durante mucho tiempo lo político apareció como algo sectorial. Era un sector de la
existencia humana, al lado de lo familiar, lo profesional, lo recreativo. La actividad política se
hacía por consiguiente en los momentos libres que dejaban las otras ocupaciones. Además, se
pensaba que lo político era lo propio de un sector de la humanidad llamado especialmente a esa
responsabilidad. Pero hoy, aquellos que han optado por un compromiso liberador experimentan
lo político como una dimensión que abarca y condiciona exigentemente todo el quehacer
humano. Es el condicionamiento global y el campo colectivo de la realización humana. Solo
partiendo de esta percepción de la globalidad de lo político en una perspectiva revolucionaria,
puede situarse debidamente un sentido más restringido del término que define acertadamente lo
político como la orientación al poder político.
Toda realidad humana tiene pues una dimensión política. Hablar de dimensión política
no sólo no excluye, sino que tiene en cuenta la multidimensionalidad del hombre, pero rechaza
todo sectorialismo infecundo al distraer de las condiciones concretas en que se desenvuélvela
existencia humana. En el contexto de lo político, el hombre surge como un ser libre y
responsable, como en relación con la naturaleza, en relación con los otros hombres, como
alguien que toma las riendas de su destino transformando la historia. 3
CONCLUSIÓN
3
Cf. GUTIÉRREZ Gustavo, La Fuerza Histórica de los Pobres, p. 83
4
Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática Lumen Gentium, n°8