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24 Horas Con El Señor

“De Ti Procede el Perdón” Sal 130, 4

Salmo 130

Desde lo hondo a ti grito, Señor;


Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica.

Si llevas cuenta de los delitos, Señor,


¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,


espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,


como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos.

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II


«Desde lo hondo a ti grito, Señor»

1. Se ha proclamado uno de los salmos más célebres y arraigados en la tradición cristiana: el De


profundis, llamado así por sus primeras palabras en la versión latina. Juntamente con
el Miserere ha llegado a ser uno de los salmos penitenciales preferidos en la piedad popular.

Más allá de su aplicación fúnebre, el texto es, ante todo, un canto a la misericordia divina y a la
reconciliación entre el pecador y el Señor, un Dios justo pero siempre dispuesto a mostrarse
«compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por
mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado» (Ex 34,6-7). Precisamente
por este motivo, el Salmo se encuentra insertado en la liturgia vespertina de Navidad y de toda la
octava de Navidad, así como en la del IV domingo de Pascua y de la solemnidad de la
Anunciación del Señor.

2. El salmo 129 comienza con una voz que brota de las profundidades del mal y de la culpa (cf.
vv. 1-2). El orante se dirige al Señor, diciendo: «Desde lo hondo a ti grito, Señor». Luego, el
Salmo se desarrolla en tres momentos dedicados al tema del pecado y del perdón. En primer
lugar, se dirige a Dios, interpelándolo directamente con el «tú»: «Si llevas cuentas de los delitos,
Señor, ¿quién podrá resistir? Pero de ti procede el perdón, y así infundes respeto» (vv. 3-4).

Es significativo que lo que produce el temor, una actitud de respeto mezclado con amor, no es el
castigo sino el perdón. Más que la ira de Dios, debe provocar en nosotros un santo temor su
magnanimidad generosa y desarmante. En efecto, Dios no es un soberano inexorable que
condena al culpable, sino un padre amoroso, al que debemos amar no por miedo a un castigo,
sino por su bondad dispuesta a perdonar.

3. En el centro del segundo momento está el «yo» del orante, que ya no se dirige al Señor, sino
que habla de él: «Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra; mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela a la aurora» (vv. 5-6). Ahora en el corazón del salmista arrepentido florecen
la espera, la esperanza, la certeza de que Dios pronunciará una palabra liberadora y borrará el
pecado.

La tercera y última etapa en el desarrollo del Salmo se extiende a todo Israel, al pueblo a menudo
pecador y consciente de la necesidad de la gracia salvífica de Dios: «Aguarde Israel al Señor
(...); porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa: y él redimirá a Israel de todos
sus delitos» (vv. 7-8).

La salvación personal, implorada antes por el orante, se extiende ahora a toda la comunidad. La
fe del salmista se inserta en la fe histórica del pueblo de la alianza, «redimido» por el Señor no
sólo de las angustias de la opresión egipcia, sino también «de todos sus delitos». Pensemos que
el pueblo de la elección, el pueblo de Dios, somos ahora nosotros. También nuestra fe nos inserta
en la fe común de la Iglesia. Y precisamente así nos da la certeza de que Dios es bueno con
nosotros y nos libra de nuestras culpas. Partiendo del abismo tenebroso del pecado, la súplica
del De profundis llega al horizonte luminoso de Dios, donde reina «la misericordia y la
redención», dos grandes características de Dios, que es amor.

4. Releamos ahora la meditación que sobre este salmo ha realizado la tradición cristiana.
Elijamos la palabra de san Ambrosio: en sus escritos recuerda a menudo los motivos que llevan a
implorar de Dios el perdón.

«Tenemos un Señor bueno, que quiere perdonar a todos», recuerda en el tratado sobre La
penitencia, y añade: «Si quieres ser justificado, confiesa tu maldad: una humilde confesión de los
pecados deshace el enredo de las culpas... Mira con qué esperanza de perdón te impulsa a
confesar» (2, 6, 40-41: Sancti Ambrosii Episcopi Mediolanensis Opera SAEMO, XVII, Milán-
Roma 1982, p. 253).
En la Exposición del Evangelio según san Lucas, repitiendo la misma invitación, el Obispo de
Milán manifiesta su admiración por los dones que Dios añade a su perdón: «Mira cuán bueno es
Dios; está dispuesto a perdonar los pecados. Y no sólo te devuelve lo que te había quitado, sino
que además te concede dones inesperados». Zacarías, padre de Juan Bautista, se había quedado
mudo por no haber creído al ángel, pero luego, al perdonarlo, Dios le había concedido el don de
profetizar en el canto delBenedictus: «El que poco antes era mudo, ahora ya profetiza -observa
san Ambrosio-; una de las mayores gracias del Señor es que precisamente los que lo han negado
lo confiesen. Por tanto, nadie pierda la confianza, nadie desespere de las recompensas divinas,
aunque le remuerdan antiguos pecados. Dios sabe cambiar de parecer, si tú sabes enmendar la
culpa» (2, 33: SAEMO, XI, Milán-Roma 1978, p. 175).

[Texto de la Audiencia general del Miércoles 19 de octubre de 2005]


7
Entonces José subió a sepultar a su padre, y con él subieron todos los
siervos de Faraón, los ancianos de su casa y todos los ancianos de la tierra
de Egipto, 8 y toda la casa de José, y sus hermanos, y la casa de su padre;
sólo dejaron a sus pequeños, sus ovejas y sus vacas en la tierra de
Gosén. 9 Subieron también con él carros y jinetes; y era un cortejo muy
grande. 10 Cuando llegaron hasta la era de Atad, que está al otro lado del
Jordán, hicieron allí duelo con una grande y dolorosa lamentación; y {José}
guardó siete días de duelo por su padre. 11 Y cuando los habitantes de la
tierra, los cananeos, vieron el duelo de la era de Atad, dijeron: Este es un
duelo doloroso de los egipcios. Por eso llamaron {al lugar} Abel-mizraim, el
cual está al otro lado del Jordán.
12
Sus hijos, pues, hicieron con él tal como les había mandado; 13 pues sus
hijos lo llevaron a la tierra de Canaán, y lo sepultaron en la cueva del campo
de Macpela, frente a Mamre, la cual Abraham había comprado de Efrón
hitita, junto con el campo para posesión de una sepultura. 14 Y después de
sepultar a su padre, José regresó a Egipto, él y sus hermanos, y todos los
que habían subido con él para sepultar a su padre.
15
Al ver los hermanos de José que su padre había muerto, dijeron: Quizá
José guarde rencor contra nosotros, y de cierto nos devuelva todo el mal
que le hicimos.
16
Entonces enviaron {un mensaje} a José, diciendo: Tu padre mandó antes
de morir, diciendo: 17``Así diréis a José: `Te ruego que perdones la maldad
de tus hermanos y su pecado, porque ellos te trataron mal.'" Y ahora, te
rogamos que perdones la maldad de los siervos del Dios de tu padre. Y José
lloró cuando le hablaron. 18 Entonces sus hermanos vinieron también y se
postraron delante de él, y dijeron: He aquí, somos tus siervos.
19
Pero José les dijo: No temáis, ¿acaso estoy yo en lugar de
Dios? 20 Vosotros pensasteis hacerme mal, {pero} Dios lo tornó en bien para
que sucediera como {vemos} hoy, y se preservara la vida de mucha
gente. 21 Ahora pues, no temáis; yo proveeré para vosotros y para vuestros
hijos. Y los consoló y les habló cariñosamente.
22
Y José se quedó en Egipto, él y la casa de su padre; y vivió José ciento
diez años. 23 Y vio José la tercera generación de los hijos de Efraín; también
los hijos de Maquir, hijo de Manasés, nacieron sobre las rodillas de José.
24
Y José dijo a sus hermanos: Yo voy a morir, pero Dios ciertamente os
cuidará y os hará subir de esta tierra a la tierra que El prometió en
juramento a Abraham, a Isaac y a Jacob. 25 Luego José hizo jurar a los hijos
de Israel, diciendo: Dios ciertamente os cuidará, y llevaréis mis huesos de
aquí.
26
Y murió José a la edad de ciento diez años; y lo embalsamaron y lo
pusieron en un ataúd en Egipto.
Jesús perdona a una pecadora
36Uno de los fariseos le pedía que comiera con él; y entrando en la casa del
fariseo, se sentó[a] a la mesa. 37 Y he aquí, había en la ciudad una mujer que
era pecadora, y cuando se enteró de que Jesús estaba sentado[b] a la
mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; 38 y
poniéndose detrás de El a sus pies, llorando, comenzó a regar sus pies con
lágrimas y los secaba con los cabellos de su cabeza, besaba sus pies
y los ungía con el perfume. 39 Pero al ver esto el fariseo que le había invitado,
dijo para sí[c]: Si éste fuera un profeta[d], sabría quién y qué clase de mujer es
la que le está tocando, que es una pecadora. 40 Y respondiendo Jesús, le
dijo: Simón, tengo algo que decirte: Y él dijo*: Di, Maestro. 41 Cierto
prestamista tenía dos deudores; uno le debía quinientos denarios[e] y el otro
cincuenta; 42 y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó generosamente a
los dos. ¿Cuál de ellos, entonces, le amará más? 43 Simón respondió, y dijo:
Supongo que aquel a quien le perdonó más. Y Jesús le dijo: Has juzgado
correctamente. 44 Y volviéndose hacia la mujer, le dijo a Simón: ¿Ves esta
mujer? Yo entré a tu casa y no me diste agua para los pies, pero ella ha
regado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. 45 No me
diste beso, pero ella, desde que entré, no ha cesado[f] de besar mis pies. 46 No
ungiste mi cabeza con aceite, pero ella ungió mis pies con perfume.47 Por lo
cual te digo que sus pecados, que son muchos, han sido perdonados, porque
amó mucho; pero a quien poco se le perdona, poco ama. 48 Y a ella le
dijo: Tus pecados han sido perdonados. 49 Los que estaban sentados[g] a la
mesa con El comenzaron a decir entre sí: ¿Quién es éste que hasta perdona
pecados? 50 Pero Jesús dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Parábola de la oveja perdida
15 Muchos recaudadores de impuestos y pecadores se acercaban a Jesús
para oírlo, 2 de modo que los fariseos y los maestros de la ley se pusieron a
murmurar: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos».
3Él entonces les contó esta parábola: 4 «Supongamos que uno de ustedes
tiene cien ovejas y pierde una de ellas. ¿No deja las noventa y nueve en el
campo, y va en busca de la oveja perdida hasta encontrarla? 5 Y, cuando la
encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros 6 y vuelve a la casa. Al
llegar, reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo; ya
encontré la oveja que se me había perdido”. 7 Les digo que así es también en
el cielo: habrá más alegría por un solo pecador que se arrepienta que por
noventa y nueve justos que no necesitan arrepentirse.

Parábola de la moneda perdida


8»O supongamos que una mujer tiene diez monedas de plata[a] y pierde una.
¿No enciende una lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta
encontrarla? 9 Y, cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les
dice: “Alégrense conmigo; ya encontré la moneda que se me había
perdido”. 10 Les digo que así mismo se alegra Dios con sus ángeles[b] por un
pecador que se arrepiente.

Parábola del hijo perdido


»Un hombre tenía dos hijos —continuó Jesús—. 12 El menor de ellos le dijo a
11

su padre: “Papá, dame lo que me toca de la herencia”. Así que el padre


repartió sus bienes entre los dos. 13 Poco después el hijo menor juntó todo lo
que tenía y se fue a un país lejano; allí vivió desenfrenadamente y derrochó
su herencia.
14»Cuando ya lo había gastado todo, sobrevino una gran escasez en la
región, y él comenzó a pasar necesidad. 15 Así que fue y consiguió empleo
con un ciudadano de aquel país, quien lo mandó a sus campos a cuidar
cerdos. 16 Tanta hambre tenía que hubiera querido llenarse el estómago con
la comida que daban a los cerdos, pero aun así nadie le daba nada. 17 Por fin
recapacitó y se dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen comida de
sobra, y yo aquí me muero de hambre! 18 Tengo que volver a mi padre y
decirle: Papá, he pecado contra el cielo y contra ti. 19 Ya no merezco que se
me llame tu hijo; trátame como si fuera uno de tus jornaleros”. 20 Así que
emprendió el viaje y se fue a su padre.

»Todavía estaba lejos cuando su padre lo vio y se compadeció de él; salió


corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo besó. 21 El joven le dijo: “Papá, he
pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco que se me llame tu
hijo”.[c] 22 Pero el padre ordenó a sus siervos: “¡Pronto! Traigan la mejor ropa
para vestirlo. Pónganle también un anillo en el dedo y sandalias en los
pies. 23 Traigan el ternero más gordo y mátenlo para celebrar un
banquete. 24 Porque este hijo mío estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la
vida; se había perdido, pero ya lo hemos encontrado”. Así que empezaron a
hacer fiesta.
25»Mientras tanto, el hijo mayor estaba en el campo. Al volver, cuando se
acercó a la casa, oyó la música del baile. 26 Entonces llamó a uno de los
siervos y le preguntó qué pasaba. 27 “Ha llegado tu hermano —le respondió—,
y tu papá ha matado el ternero más gordo porque ha recobrado a su hijo
sano y salvo”. 28 Indignado, el hermano mayor se negó a entrar. Así que su
padre salió a suplicarle que lo hiciera. 29 Pero él le contestó: “¡Fíjate cuántos
años te he servido sin desobedecer jamás tus órdenes, y ni un cabrito me
has dado para celebrar una fiesta con mis amigos! 30 ¡Pero ahora llega ese
hijo tuyo, que ha despilfarrado tu fortuna con prostitutas, y tú mandas
matar en su honor el ternero más gordo!”
31»“Hijo mío —le dijo su padre—, tú siempre estás conmigo, y todo lo que
tengo es tuyo. 32 Pero teníamos que hacer fiesta y alegrarnos, porque este
hermano tuyo estaba muerto, pero ahora ha vuelto a la vida; se había
perdido, pero ya lo hemos encontrado”».
Jesús sana a un paralítico
17Un día, mientras enseñaba, estaban sentados allí algunos fariseos y
maestros de la ley que habían venido de todas las aldeas de Galilea y Judea,
y también de Jerusalén. Y el poder del Señor estaba con él para sanar a los
enfermos. 18 Entonces llegaron unos hombres que llevaban en una camilla a
un paralítico. Procuraron entrar para ponerlo delante de Jesús, 19 pero no
pudieron a causa de la multitud. Así que subieron a la azotea y, separando
las tejas, lo bajaron en la camilla hasta ponerlo en medio de la gente, frente
a Jesús.
20 Al ver la fe de ellos, Jesús dijo:

―Amigo, tus pecados quedan perdonados.

Los fariseos y los maestros de la ley comenzaron a pensar: «¿Quién es este


21

que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?»
22 Pero Jesús supo lo que estaban pensando y les dijo:

―¿Por qué razonan así? 23 ¿Qué es más fácil decir: “Tus pecados quedan
perdonados”, o “Levántate y anda”? 24 Pues para que sepan que el Hijo del
hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados —se dirigió
entonces al paralítico—: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu
casa.

Al instante se levantó a la vista de todos, tomó la camilla en que había


25

estado acostado, y se fue a su casa alabando a Dios. 26 Todos quedaron


asombrados y ellos también alababan a Dios. Estaban llenos de temor y
decían: «Hoy hemos visto maravillas».

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