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Entrevista con el Ejecutivo al Minuto

Reflexioné mucho después de mi reunión con Alice, sobre todo, no se me despintaba aquello
del «jefe nervioso». Comprendía que Alice deseaba que yo solucionase la situación por mis propios
medios, seguramente porque ella andaba también muy ocupada con un proyecto importante. Por eso
acudí a los consejos del Ejecutivo al Minuto, que ocupaba un alto cargo en otra compañía y era amigo
de la familia desde hacía mucho tiempo. Todo el mundo le llamaba «el Ejecutivo al Minuto» porque
conseguía grandes resultados de su personal, al parecer en muy poco tiempo y con escaso esfuerzo
por su parte. Cuando nos reunimos para almorzar, sin duda yo llevaba mis preocupaciones pintadas
en el rostro, porque lo primero que él dijo fue:
—¡Hola! Con que no es tan fácil como creías eso de ser jefe, ¿verdad?
—Eso es poco decir —respondí.
Y recordé los viejos tiempos de antes de ser jefe, cuando todo era mucho más fácil porque mis
rendimientos dependían sólo de mi propio esfuerzo. En aquella época, cuantas más horas trabajaba y
más empeño ponía, mayores eran mis resultados.
—A lo que parece, ahora esa fórmula funciona al revés —dije.
Mientras iba entrando en los detalles de mi problema, el Ejecutivo al Minuto se limitó a
escuchar, interrumpiéndome sólo de vez en cuando para hacerme alguna pregunta. Estas preguntas
fueron volviéndose cada vez más concretas según avanzaba la conversación, y por último quiso saber
qué aspecto de mi trabajo me absorbía la mayor parte del tiempo.
Le hablé de la inundación de papeles que mi despacho padecía.
—Es horrible, y va a peor.
A veces tenía la sensación de no hacer otra cosa que revolver papeles, sin adelantar nada en lo
tocante al verdadero trabajo, en espera de ser cumplimentado; yo lo llamaba el triunfo de la técnica
sobre la utilidad.
En esto consistía la paradoja, en que trabajaba más, pero daba conclusión a menos asuntos. Me
parecía que todos los de la compañía me pedían cosas para ayer, cosas que quizá fuesen importantes
para ellos, pero que tenían poco que ver con el trabajo a realizar por mí. Y cuando intentaba dedicarme
a un asunto, inevitablemente me veía interrumpido para atender a otro. Pasaba cada vez más tiempo
en reuniones, o colgado del teléfono. A la hora en que de las interrupciones, ya no me restaba nada
de tiempo para tratar de poner en práctica alguna de mis ideas en orden a mejorar la marcha de mi
propio departamento.
El dilema fundamental de la gestión

Le conté que incluso había asistido a un cursillo sobre gestión del tiempo. Con franqueza, creo
que el cursillo sirvió sólo para empeorar las cosas. De entrada, la asistencia al mismo retrasó mi
trabajo en dos días. Además, y aunque sirvió para hacerme algo más eficiente, me parece que mi
mejorada eficiencia sirvió sólo para absorber todavía más trabajo ya que, por más que yo hiciese, la
demanda no dejaba de crecer.
Por otra parte, quedaba lo de mi personal. Cada vez que los veía —en los pasillos, en el
ascensor, en el aparcamiento, en la cola del restaurante—, siempre tenían algo que pedirme a fin de
poder continuar con su trabajo: me parece que ésa era la causa de que yo acumulase horas
extraordinarias y ellos no. Si dejaba la puerta del despacho abierta, era un incesante ir y venir de
consultas, así que opté por cerrarla. Pero luego me arrepentí, porque, al parecer, eso les retrasaba sus
trabajos, además de que lo tomaron como una ofensa, lo que empeoró todavía más el ambiente que
se respiraba en el departamento.
El Ejecutivo al Minuto escuchó con atención mi memorial de agravios. Cuando terminé, él
sugirió que seguramente yo era víctima del dilema fundamental de la gestión:

¿ Por qué algunos


gerentes padecen
falta de tiempo
mientras su personal
padece falta de
cosas que hacer?
Me pareció una pregunta excelente, sobre todo teniendo en cuenta a las muchas personas que,
aparte de mi personal, pretendían tener derechos adquiridos sobre mi tiempo.
—Quizá no debiera quejarme de que todo el mundo me necesite —comenté—. Porque, tal
como están las cosas, ¡Tal vez sea la única garantía de conservar el empleo que me queda!
El Ejecutivo al Minuto discrepó enérgicamente de esa suposición mía, y me explicó que los
ejecutivos indispensables pueden ser más perjudiciales que valiosos, en particular cuando son un
obstáculo para el trabajo de los demás. Los individuos que se creen insustituibles porque son
indispensables suelen resultar sustituidos en razón del daño que causan. Además, la alta dirección no
puede correr el riesgo de promover a uno que es indispensable en su cargo actual y que no ha dado
oportunidad de preparar a un sucesor.
Esta explicación me retrotrajo a la última entrevista con mi jefa, quien, desde luego, no había
dado muestras de que me considerase indispensable. En realidad, cuanto más lo pensaba, más claro
veía que si no lograba resolver pronto mis dificultades, la próxima entrevista, muy probablemente,
versaría sobre el futuro profesional... de mi humilde persona. ¿Y cómo podía ser de otra manera? Si
yo ni siquiera era capaz de dirigir un departamento pequeño como el mío, quizá se imponía la
conclusión de que no servía para dirigir nada.

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