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ESCOGIDA
Alonso
Sánchez Baute
Fundadores del programa “Leer el Caribe”
Adolfo Meisel Roca
Alberto Abello Vives
Jorge García Usta (q. e. p. d)
Organizan
Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana
Apoyan
Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - ipcc
Corporación Cultural 4Gatos
RBN&CO.
Agradecimientos
María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)
Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC
Impresión
Afán Gráfico Ltda.
Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propie-
dad intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo per-
miso escrito. Todos los derechos reservados.
Impreso en Colombia
2017
Edición y cuidado de textos
Emiro Santos García
leyendo el caribe en el 2017 | 9
Jaime Bonet
sobre la lectura | 11
Alonso Sánchez Baute
sex o no sex | 99
El síndrome de Marylin
perfiles | 111
El ego de Patillal
Se fue El Cacique Diomedes Díaz
entrevistas | 123
Belén Sáez de Ibarra: con el ojo afinado para el arte
Andrés Rodríguez Zorro, entrevista con la muerte
crónicas | 151
Happening costeño
Este muerto está muy vivo
La parranda es pa’ amanecé
La génesis vallenata
Mi propio Cinema Paradiso
La banda sonora de Cartagena
ensayo | 197
Literatura e identidad lgbt
leyendo el caribe
en el 2017
jaime bonet*
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tecimientos que impactaron la tranquilidad del territorio.
Concebir el entorno en que desarrollaron las vidas de dos
de los protagonistas del conflicto reciente del país, Simón
Trinidad y Jorge Cuarenta, se convirtió para mí en una he-
rramienta clave para comprender muchas de las causas y
consecuencias de sus decisiones. El componente histórico
presente en sus páginas me permitió entender varios acon-
tecimientos sobre mi tierra natal, Valledupar, de los cuales
desconocía su origen y desenlace; y me llevó, así mismo, a
pensar en tantos otros que vivió (y aún vive) el país.
Con su más reciente libro, ¿De dónde flores si no hay
jardín? (2015), Sánchez Baute se consolida como un gran
narrador del medio urbano, captando la problemática de
movilidad social colombiana. De manera cruda, cuenta la
vida de tres seres relegados: una prostituta, un drogadicto
y un deportista en decadencia. Cada uno con un mundo
propio y una forma particular de enfrentarlo. Tres realida-
des tan similares y distintas que ofrecen luces sobre gran
parte de la realidad urbana colombiana.
Además de sus novelas, Sánchez Baute ha escrito una se-
rie de crónicas periodísticas que se convierten en referen-
tes nacionales del género. Si bien he disfrutado muchas de
ellas, recuerdo especialmente una sobre la vida nocturna
gay en Cartagena. Una vez más, la pluma de Sánchez Baute
me llevaba a descubrir otra perspectiva, otro ángulo de la
ciudad en la que he vivido durante los últimos años.
Es por ello que estoy convencido de que “Leer el Cari-
be” ha hecho una gran selección al llevar la obra de Alonso
Sánchez Baute a los niños y jóvenes del Caribe. En estos
momentos de posconflicto, leer sus novelas y crónicas re-
sulta una oportunidad de oro para reflexionar sobre el ori-
gen de diversos problemas sociales y a su vez enriquecer
una mayor apertura mental, una mayor comprensión de las
diferencias. Y todo esto mientras se disfruta de la narrativa
de un gran escritor.
En nombre del programa “Leer el Caribe” y en el mío,
quiero expresar nuestro agradecimiento a Alonso Sánchez
Baute por haber aceptado la invitación a participar como
autor invitado en este 2017.
Cartagena de Indias, abril de 2017
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
sobre la lectura*
por alonso sánchez baute
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años y hacía sexto de bachillerato, lo que viene a ser hoy
el grado once, cuando un compañero de curso me regaló
un ejemplar de una novela que acababa de salir al merca-
do y ya era todo un suceso. Se llamaba –se llama– Cróni-
ca de una muerte anunciada y la había escrito el mismo
Gabriel García Márquez que escribió El coronel no tiene
quién le escriba que yo me había negado a leer.
En ese momento, cuando mi amigo me la regaló, yo es-
taba hospitalizado por cuenta de un accidente que me par-
tió un brazo en dos. Me la pasaba todo el día en la cama del
hospital sin hacer nada, pues ni siquiera había televisión. De
modo que abrí la novela y a las dos horas ya la había devo-
rado. “¿Quién diablos es este tal García Márquez que es-
cribe estas maravillas? ¿Cómo no lo conocía? ¿Cómo no lo
había leído antes?”, me pregunté. Le pedí a mi amigo que
me llevara más libros de Gabo, y entre los que trajo luego
al hospital me entregó una versión de El coronel no tiene
quién le escriba. Pasó lo mismo que con Crónica de una
muerte anunciada: en dos horas ya la había devorado. Si la
novela era tan buena, ¿por qué no me gustó la vez anterior?
¿Por qué ni siquiera lograba concentrarme cuando intenta-
ba leerla? Supe entonces que la novela no me interesó la
primera vez por una razón minúscula, y hasta infantil, pero
poderosa: en el colegio me habían impuesto su lectura, es
decir, pretendían obligarme a leerla.
Aquello para mí había sido casi una ofensa: ¿cómo un
niño libre e independiente como yo iba a permitir que al-
guien me obligara a hacer algo que no quería? Para colmo,
eso de leer libros no era más que una perdedera de tiempo
con tantas cosas de veras importantes para hacer, como
andar por la calle o echarme frente al televisor. De modo
que no lo hice: no la leí y preferí perder la materia. Me sentí
valiente al hacerlo. “A mí nadie me impone nada”, me de-
cía a mí mismo para convencerme que estaba muy bien no
leerla. Ahora, varios años después, acostado en una cama
de hospital, me preguntaba por qué había sido tan estú-
pido de no animarme a leerla, si leer era tan divertido. La
lectura no es como el cine o la televisión, donde la histo-
ria se ve de principio a fin en una pantalla. La lectura nos
cuenta la historia, pero además nos permite imaginar lo que
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mos el carácter de esta nación, si conocemos sus síntomas,
las amenazas, las debilidades, ¿por qué no hacemos nada
o por qué hacemos muy poco por contrarrestarlas? Que en
ocasiones no es fácil hacerlo, es cierto, pero no es imposible.
Gabriel García Márquez es, precisamente, el mejor ejemplo
al respecto: un hombre que nació en un pueblo perdido en
la geografía nacional, en Aracataca, un pueblo del que nadie
en el resto del mundo había oído hablar jamás. Y allí creció
él, en la mayor de las pobrezas y con el mínimo de oportuni-
dades posibles. Y todo lo que consiguió lo consiguió a partir
de un solo punto de apoyo: la lectura. La lectura lo armó de
inteligencia, de capacidad, de seguridad y lo sacó del país,
y cuando Colombia supo de él, ya era un hombre grande a
quien la fama universal ya reconocía.
Desafortunadamente es más fácil lo fácil. Cuando el éxi-
to se asocia con dinero y poder, nunca es suficiente. Visto
desde la distancia, cualquiera podría decir que los hombres
más ricos de este país son exitosos, pero si les pregunta-
mos a ellos seguramente nos dirán que apenas están en el
camino del éxito, porque creen que todavía no han logrado
todo lo que se merecen. Quien pretende el éxito del dine-
ro y del poder siempre quiere más dinero y más poder. El
éxito es eso: un animal hambriento al que nada lo sacia. He-
mos sido educados en que el dinero y el poder dan respe-
to. Y déjenme decirles una cosa: eso no es cierto. Conozco
a decenas de personas que tienen dinero, mucho dinero, y
aun así nadie los respeta. A los políticos, por ejemplo, pues
sabemos que el éxito para ellos es ladronear lo que es de
todo el resto. El respeto no se concede, ni se pide. Se gana
y se hace valer. Los espacios no son fruto del azar, se logran
y se mantienen a punta de determinación y de luchas cons-
tantes. La competitividad es tan vigente como la fuerza de
gravedad. O estás a la altura o estás afuera, así de simple.
¿Y saben qué tiene de diferente la gente que no basa su éxi-
to en el dinero y el poder? Imaginación. Conozco a decenas
de empresarios de este país que son, ante todo, grandes
consumidores de literatura. Y la literatura no solo nos ayuda
a generar imaginación, sino que también nos permite cono-
cer al hombre, saber por qué los seres humanos actuamos
como actuamos.
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solo saben esquilmar el futuro del país. La gente corrup-
ta no cree en Colombia, porque no sabe crear, porque no
tiene talento para imaginar que se puede vivir sin robarle
al Estado. Para ellos la única manera de hacer dinero es
robarlo, y al robar unos pocos nos quitan todas las oportu-
nidades al resto. ¿Eso es hacer de este país un mejor lugar?
Ya que menciono a Colombia, sea la oportunidad para
decir que el nuestro es un país que enfrenta actualmente
un cambio histórico. El proceso de paz no se trata solo de
un acuerdo con la guerrilla. Es la posibilidad que tenemos
los colombianos de apropiarnos de una nación que hasta
el momento solo ha tenido ojos para la guerra. La guerra
no deja nada bueno, entre otras razones porque los gana-
dores, si los hay, son solo unos pocos, son solo los que de-
tentan realmente el poder, es decir, los que están arriba
de todos nosotros. “La guerra es una masacre entre gen-
tes que no se conocen para provecho de gentes que sí se
conocen pero no se masacran”, escribió Paul Valery. ¿Por
qué sacrificar nuestras vidas para que se lucren unos pocos
sabiendo que todos podemos ganar al sacar adelante jun-
tos esta nación? Y para ganar hay que ser creativo, hay que
exprimir al máximo la imaginación. Hay que leer. En cada
novela hay una pregunta. Al final, la respuesta es que no
hay respuesta, la respuesta es la misma pregunta. Esa pre-
gunta, quizás, nos ayuda a ser felices. Y, como dice Edwin
Rodríguez, en Al diablo la maldita primavera, “en el juego
de la vida gana el que es más feliz”.
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al diablo
la maldita primavera
Primer capítulo
-2002-
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fui a Invercrédito, solicité un préstamo a 36 meses para libre
inversión (me explicaron que para compra de equipos eran
más costosos los intereses) y compré un Acer Aspire 3000
que, dicho sea de paso, me parece espectacular porque es
negro y todo el mundo sabe que el negro es el color más
elegante. Hoy nada más, por ejemplo, estuve viendo la últi-
ma ¡Hola! que trae la colección primavera-verano de Gucci y
prácticamente todos los vestidos son negros. Por lo demás,
he oído de buena fuente que Donna Karan y Prada sólo di-
señan trajes negros o cafés. Pero computadores cafés no en-
contré, sólo vi blancos. Y como dicen por ahí, primero calva
que con trenzas: blancos ¡jamás! Se me parecen a los zapatos
blancos que usan los corronchos en Barranquilla.
En fin, el hecho es que una tarde empecé a navegar en
internet y me metí en uno de esos chat rooms de los que
tanto hablan, pero en uno gay, por supuesto, porque noso-
tros también tenemos nuestro lugar en el ciberespacio y,
bueno, terminé conociendo… ¡a un cachaco! Al principio,
debo decirlo sin ambages, me pareció jartísimo el cuento
que fuera de aquí de Bogotá, porque lo rico es conversar
con extranjeros y presumir luego, cuando esté con el parche
tomando capuchinos, hoy estuve chateando y conocí a un
gatito de Billings, Montana, que parece ser absolutamente
divino (siempre me acuerdo de Billings, Montana, porque
allá vivía Adam Carrington, el hijo mayor de Alexis y Blake).
Mas no, soy tan de malas pero tan de malas en esta vida
que tenía que conocer ¡a un cachaco! Pero, en fin, le seguí
la corriente y al final el tipo me pareció interesante porque
estudia en Los Andes y, según me contó, tiene un Golf rojo
y, para colmo de males, le encanta la lectura. Como quien
dice: un partidazo. Bueno, la verdad es que lo de la lectura
realmente no me lo dijo. Eso lo deduje porque me comentó
también que todos los meses lee la GQ. Esto, por supuesto,
me encantó, pues no sólo demuestra que habla inglés sino
además que es un interesante hombre de mundo.
El cuento es que ya llevamos varios meses en esta con-
versa y no termino de impresionarme con el hecho de ha-
ber conocido, a través de un simple computador, la profun-
didad del alma de un hombre que, por demás, se me revela
increíble.
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de cosas jartas y cursis, como que llevo a cuestas un trauma
infantil por tal causa y que por ello soy así o asá. Pero en-
tiendo que para que se comprenda mejor mi carreta debo
explicar de una buena vez que desde que era un pelaíto
yo entendí que mi rollo era con los hombres y, por lo tan-
to, sería la oveja rosada de la familia. Y supe además para
entonces que la vida es dura y la gente es mala. Imagínen-
se: si hasta le quemaron la casa a la Scarlett, ¿qué podría
esperar yo? Así que a muy tierna edad me acostumbré a
que todo el mundo me sacara el cuerpo, me rechazara, me
evitara. Desdichadamente para mí, en esa época mi cuer-
po era débil y enclenque, sin muchas fuerzas físicas para
responder con golpes a quienes me criticaban, como es lo
usual. Pero sabía que no era la típica linda boba sino que
más bien tenía cacumen, así que comencé a defenderme
con la lengua, que es mucho mejor que hacerlo con los pu-
ños. Siempre fui consciente que poco a poco, cada día más,
mi corazón se iba llenando de amargura y mi lengua de
veneno: la gente me evadía y yo le gritaba sus sinsabores;
la gente me enfrentaba y yo le inventaba sus verdades; la
gente era indiferente conmigo, y yo le recordaba los secre-
tos de su familia, generación tras generación. Así que la
gente terminó siendo amiga mía para que no les escupie-
ra todo mi odio. Amigos de apariencias, ya lo sabía, como
son siempre los amigos. Pero nunca me la montaron. Sobre
todo porque encontré un buen antídoto contra la soledad:
el estudio. Nadie quería estar conmigo, pero no importaba,
puesto que mi único interés era llenar de conocimientos
la astucia de mi lengua. Por ello en el colegio me iba muy
bien, sacaba notas sobresalientes en todo menos en mate-
máticas, pues siempre he sido una bruta para los números.
En cambio mis calificaciones en las demás materias eran
excelentes. Sobre todo en historia, ya que amaba leer so-
bre la historia universal por dos razones: primero, porque
las leyendas de los papitos ricos de los griegos me hacían
volar la imaginación con todos esos cuentos de los mance-
bos bailando desnudos en el laberinto como sacrificio para
el minotauro, y las de los faunos con sus vergas enhiestas,
y la del mancito que vio su rostro reflejado en el agua y se
enamoró de sí mismo, y la del Ganímedes que fue raptado
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por lo que la soledad, se me ocurrió, era peor. En esa época
universitaria conocí gente nueva, gente diferente; algunos
con ideas propias, pero casi todos con la idea prestada de
que la homosexualidad era algo malo, algo como mañé,
algo que debía ser evitado. Así que les contesté de la mis-
ma forma que a los barranquilleros: averigüé el pasado de
todos cuanto pude, y de quien no podía le inventaba histo-
ria y la difundía, hasta que la convertía en verdad. Al final,
todo volvió a la normalidad: nadie me evitaba.
Pero seguía sabiendo que todo era una farsa, que nadie
era amigo mío, que nadie quería que yo estuviese cerca,
salvo a la hora de las previas y los parciales. Y por ello, su-
pongo, sentía tanto dolor en mi corazón.
Así que me fui a buscar a los míos, a los gays, a los que
pensaban como yo. No fue difícil encontrarlos. ¡Claro que
no! Y mucho menos acercármeles: con este caché natural
que siempre me ha caracterizado, buscar su amistad me
pareció un juego de tontos ya que aprendí, así de entradita,
que como a todos el lujo y la buena vida nos atrae como a
las abejas el panal, tan sólo era necesario decir las palabras
claves en los momentos adecuados, y como de todas ellas
conocía, bastaba abrir mi boca y dejar ver todo mi saber:
caviar de Beluga, queso chéster, bordados de Brujas, vino
chianti, cristal Baccarat, porcelana Meissen… Supe, ade-
más, que la mayoría había vivido infancias iguales a la mía
y que en sus corazones había dolor y amargura. Pero tam-
bién descubrí algo que habría de utilizar a mi favor: para la
gente homosexual lo único que cuenta en esta vida es la
belleza masculina. La inteligencia y el conocimiento no im-
portan, salvo para pronunciar frases brillantes que opaquen
a los demás. ¿Que como cuáles? A ver, les doy un ejemplo
que recuerdo ahora con inusitada lucidez: una vez llevaba
una camisa Versace comprada en un sale en Macy’s y me
encontré con la lenguaraz de la Marcos, que es peor que
la Cruella De Vil, y pretendió callarme diciéndome: «Qué
camisa tan linda. Aunque se nota que es de una colección
vieja de Versace». Pero yo, por supuesto, le salí adelante y
la dejé patiquieta: «Claro que es de una colección pasada:
eso demuestra que en mi familia siempre ha habido dine-
ro». Lo que significa que a todo momento hay que estar así,
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que me gusta es llamar la atención, que me quieran, que
me consientan, que la gente se voltee a mi paso. Por eso
decidí ser la mejor. O, como quien dice, la peor. Amigo de
todos, pero enemigo de todos. Mi inspiración primaria fue,
por supuesto, Alexis Carrington. Ya en épocas pueriles en
Barranquilla no sólo no me perdía capítulo de Dinastía, sino
que cada domingo a las diez en punto de la noche metía mi
casetico virgen en el betamax Sony de la casa y grababa el
capítulo semanal correspondiente para después memorizar
los parlamentos de la diva. Pero no sólo ella se convirtió en
mi ídolo. Poco a poco me fui llenando de iconos que influ-
yeron en mí: todo aquel que tuviera un pasado de amargu-
ra me servía para alimentar la sed infinita de mis odios. Fue
así como logré lo que siempre quise: hacerme notar. Quien
me conocía no podía dejar de hablar de mí, generalmente
mal, lo cual es muy bueno porque eso demuestra que uno
va un paso más adelante en esta vida.
Es que por eso es que la amo tanto, a Alexis me refiero,
porque ha sido mi luz, mi faro, y me enseñó, como dije, que
en la vida hay que ser perra para sobrevivir manteniendo la
alegría, tal como viven las arpías, pero las de verdad, esas
águilas que habitan en los Andes peruanos y que, a pesar
de comer carroña, son más felices que las perdices.
Y para ser una buena perra, ante todo, hay que tener
clase. Y tener clase no es sino mantener una sonrisa hipó-
crita ante las adversidades mundanas, así uno por dentro
se esté muriendo de la ira. Como el día que a Jackie O le
derramaron una salsa de nosequé en un restaurante neo-
yorquino y le ensuciaron un poco su elegante vestido ne-
gro pero, sobre todo, su bello collar de perlas blancas, y
ella –se lo leí a Mary Rodríguez Ichaso en Vanidades– sin
perder nunca su compostura, dirigiéndose al mesero que
estaba preocupado por haberle dañado su hermoso collar,
sólo atinó a decirle: «No se preocupe: en mi casa tengo
más». ¡Regio! Cuando leí esa historia je sui geleé –como le
aprendí a decir a una amiga franchute–. Porque así es como
hay que ser: fría. Como Gaviria. Y llamar la atención de to-
dos por la serenidad y la compostura. Y aunque reconozco
que cuando estoy emotivo se me sale uno que otro gritico
barranquillero, ya no me importa: al menos entre la comu-
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mi temor se desvaneció. Aunque surgió otra preocupación:
la gente hablaba mucho de su carisma. Yo les había oído la
palabreja a todas las reinas en Cartagena pero, lo confieso,
no sabía con exactitud su significado. A pesar de lo buen
estudiante que siempre fui, confieso que fue ésta la única
vez que tuve un diccionario en mis manos en toda mi vida:
Don de Dios. Pues lo decidí entonces: si Dios no me había
dado ese supuesto don, yo lo iba a imponer.
Creé, pues, mi propio personaje. No puedo decir su
nombre puesto que no me interesa que sepan quién soy en
realidad. Lo cierto es que comencé a vestir con prendas de
mujer cada viernes en la noche, cuando me iba a rumbear a
La Caja de Pandora, y fue así como descubrí que podía reír-
me de mí misma y acercarme a la gente sin prevención. Y el
público me aceptó sin miramientos y me quiso como quería
a Assesinata. Además, por ese fuerte deseo de superación
que me ha empujado toda mi vida, pedí un préstamo en el
Banco Industrial y del Comercio porque el gerente de una
sucursal era amigo mío y, como buen colombiano, tomé el
vuelo de Avianca una tarde cualquiera, y me fui un mes a
Nueva York a conocer el mundo de las dragas.
En la Gran Manzana la pasé redivino: estuve en el Rome
–el bar donde surgió Assesinata–, y en la Escuelita, y en el
Champs, y en el Splash, y en todos los bares famosos de los
que hablaba la diva; me mostré en el Festival de Wigstock
con un vestido intergaláctico que me diseñó Enrique en Bo-
gotá; y fui a Lips en drag con una espectacular minifalda ne-
gra y una peluca pelirroja que me prestó el amigo mejicano
que me hospedó. Al final volví a Colombia con maletas en-
teras de pelucas compradas en la Sixth con Twenty Seventh
y de tacones de doce centímetros, y de uñas postizas de
todos los colores, y de pestañas, y de maquillaje, y de todo
lo que se puede comprar en el Patricia Fields, el almacén
preferido por las dragas de Nueva York adonde me llevó
mi amiga Pure X, otra gran drag criolla que triunfa en esas
lejanías a pesar de que la prensa nacional no le haga tan-
tos aspavientos como a otros que también dejan en alto
el buen nombre de nuestro país en el exterior. Al regresar
encontré una deuda de diez millones en el banco, pero no
me importó: ya nadie me desbancaría.
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siempre he esperado, si alguno de mis amigos pretende
volver a meterse en mi relación como lo hizo la malparida
esa, te juro te juro te juro –como dice la vieja de la propa-
ganda de Dove– te juro que lo acabo. No digo que lo mato,
claro está, porque eso sería muy fácil. Pero le hago la vida
tan imposible que, por lo menos, consigo que se suicide.
En eso iba mi vida cuando lo del préstamo de Invercrédi-
to y la compra del computador y la internet y el chat room y
el gatito cachaco que no era de Billings, Montana, quien me
citó ya una vez para encontrarnos en la entrada de los cine-
mas del Andino, pero tuve que incumplirle la cita y quedó
sin saber que yo no soy el Richard que firma los e-mails, ni
el chico rubio, alto, déclassé, elegante sí, sin duda alguna,
porque siempre me consideraron el hombre mejor vestido
de Barranquilla por andar à la dernière, pero no con la ropa
de Armani de la que siempre hablo. En realidad ni siquiera
tengo para un vestido de Ricardo Pava. Lo que pasa es que
uno va adentrándose en la mentira y salir de ella puede ser
imposible, y lo malo es que con las locas nunca se sabe
cuándo se dice la verdad y cuándo no. Por eso, cuando co-
nocí en el chat a Jorge Mario, pensé que era otro más de
los que se conoce en cualquier Caja de Pandora, que venía
con sus ínfulas a tratar de humillarlo a uno con su belleza y
su dinero y su buen porte y su familia distinguida. Y como
no estoy acostumbrado a que me pordebajeen, inmediata-
mente le dije lo mismo que a todo el que me ha conocido
en Bogotá: que mi padre no nos abandonó cuando éramos
niños sino que murió en el avión de Avianca que se estrelló
en el aeropuerto de Barajas; que a mamá no le hace los
trajes la costurera del pueblo sino que siempre los encarga
a la avenida Montaigne de París porque sólo le gusta usar
sastres franceses; que ella, además, proviene de una dis-
tinguidísima familia de mi departamento, cuando lo cierto
es que es hija natural de un señor Buelvas a quien nunca
conocí y que dejó hijos regados por toda la comarca; lo
único cierto es que es abogada y que actualmente se des-
empeña como fiscal regional del Atlántico, pero ese fue un
trabajo que se ganó a pulso, trabajando toda una vida, y no
por el honor de ser sobrina del famoso senador Buelvas,
el mismo que tantos debates le ha hecho a este gobierno
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como sediento. Pero me distraje haciendo lengua press
–hablando, para que se entienda– con mi amigo Óscar y
cuando subí nuevamente, la clase ya había comenzado y
–¡guácala!–¿adivinen a quién tenía de vecino? Horror de los
horrores: a la Romero. Sí, a la que se imaginan: a la peluque-
ra peliteñida que es una mujer total, toda una dama, o diré
mejor, todo un travesti, que quién sabe de dónde habrá sa-
cado la plata para venir a este gimnasio, que por lo guaba-
losa que es debió nacer en el barrio Siloé, aunque se haya
criado en El Guabal –porque sé que es de Cali–, y que de la
noche a la mañana se volvió tan distinguida que –me contó
un amigo intelectual– hasta Poncho Rentería escribe de ella
en sus columnas de El Tiempo. Y lo grave es que no sólo me
la tuve que soportar sentada en la bici vecina sino que aho-
ra resulta que la muy igualada se mandó a hacer un tatuaje
de pececitos igualito al que me describió Jorge Mario que
se había mandado hacer ahí donde hacen los tatuajes en la
Trece con Sesenta, y eso sí me parece muy boleta que los
dos tengan un tatuaje idéntico. De manera que ahora estoy
preocupado al pensar que a mi gatito precioso lo motile
semejante boleta de peluquera. Porque estoy seguro que
tuvo que ser de Jorge Mario de quien se copió el tatuaje, ya
que ni imaginación propia debe tener ésa.
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La guerra se gana uniendo al pueblo: al pueblo liberal, al
conservador, al comunista, al abstencionista, ¡al pueblo en-
tero! Pero para unirlo hay que atraerlo primero. Eran tiem-
pos efervescentes, cuando las ideas prendían por sí solas,
como una colilla encendida en una bodega algodonera.
Ricardo presentó con sus amigos de partido a su amiga-
cha de la universidad, a Imelda, la villanuevera, la de labia
fogosa. De entrada no la aceptaron. La veían como «una ga-
lanista sin fundamentos». Pero pasó lo de siempre. Imelda
abrió la boca, dijo tres frases inteligentes y todos quedaron
atontados y contentos. Contentos pero angustiados por-
que la salida del clóset se apresuraba a pasos agigantados.
¿Cómo los iban a tomar? ¿Qué iba a pensar la sociedad?
¿Perderían sus trabajos? ¿Sus amigos de siempre les reti-
rarían el saludo? ¿Les dirían de frente que los respetaban
mientras se burlaban a sus espaldas? Qué vaina: el partido
que alentaban hundía su huella en la izquierda odiada. ¡De-
masiado para un pueblo que no soporta las audacias!
Para prepararse, organizaron convivencias antes de des-
pedirse del anonimato. Eran reuniones de treinta, cuarenta,
cincuenta personas, donde dominaba la verborrea, el de-
bate era el gran protagonista y se escuchaban frases que
hablaban de cambio social.
Por caso, nada más oigan esto que encontré entre los
papeles de Alicia:
Sabemos que la oligarquía liberal y conservadora no va a
hacer las reformas que estamos planteando. Tenemos que ga-
nárnoslas nosotros y se harán en la medida en que el pueblo
sea gobierno, sea poder, se forme un gobierno popular. Pero
de aquí a que se forme nosotros tenemos que empujar por las
reivindicaciones concretas de la región, por las reivindicaciones
nacionales que cobijen a todos los ciudadanos. Hay que aspirar
a ese poder. Aspirar a tomarnos la dirección del Estado. Hay
que tenerle gusto a eso, ése es el objetivo, es la llamita que nos
está atrayendo. Para llegar a esa llamita que nos está titilando
como una luciérnaga en noches oscuras, tenemos que caminar
por diferentes atajos, pasar ríos, vadear montañas, retroceder,
acompañarnos de más gente, pero la lucecita tenemos que irla
buscando, y esa lucecita es el gobierno del pueblo.
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del trabajo, por la apariencia social. En adelante se conser-
vó como ideólogo en la sombra, junto con esa amiga que
de vez en cuando los apoyaba desde su emisora: Consuelo
Araújo Noguera, la mujer del primo hermano de Ricardo. El
programa donde cada día se transmitían los adelantos del
movimiento se llamaba La Cacica comenta, porque cacica
llamaban a Consuelo por su don de mando en la tierra de
los arhuacos, de los kankuamos, de los tupes, de los arza-
rios. Tierra de indígenas admirados y respetados hasta un
par de años más adelante cuando aparecieron los contra-
guerrilleros, es decir, los paracos.
Consuelo y Ricardo, dos inteligencias brillantes que de-
bieron de hablar de esta vida y de la otra. Hoy en día pocos
en Valledupar creen la historia de que Ricardo, travestido
en Simón Trinidad, dio la orden de matar a su comadre.
Según informaron las noticias, el ejército trató de rescatarla
luego de que fuera secuestrada por el Frente 59 de las farc
a las cuatro de la tarde del 24 de septiembre de 2001 cuan-
do regresaba a Valledupar de una misa oficiada en honor
de la Virgen de Las Mercedes, en el cercano corregimiento
de Patillal. Cecilia Monsalvo, compañera de secuestro de
La Cacica, me contó que ambas viajaban en la camioneta
Toyota de placas OHK786 cuando fueron interceptadas por
dieciocho guerrilleros que habían montado un retén ilegal
en cercanías de La Vega, una locación en la vía entre Pa-
tillal y Valledupar, dos pueblos distantes a media hora de
carretera.
Permitamos que sea ella misma quien narre los hechos.
El secuestro sucedió un lunes alrededor de las cuatro de la
tarde. Yo venía en el asiento del copiloto, al lado del chofer,
y en la parte posterior viajaban Consuelo, Luz Estella Molina
y su sobrina María Paula Molina. Cuando topamos con el re-
tén, Consuelo creyó que se trataba de militares no tanto por
las prendas del ejército que vestían sino porque el alcalde Elías
Ochoa se había comprometido a que esa carretera estaría mili-
tarizada. Mas, los únicos «militares» que aparecieron fueron es-
tos soldados de las farc. Pero me devuelvo. Te contaba que al
encontrarnos frente a frente con el retén Consuelo dio la orden
al chofer de que parara y se identificara. El chofer no sólo bajó
del auto sino que buscó al que actuaba de comandante para
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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de la que extrajo su celular antes de arrojarlo por el inodoro.
«Ahí hay demasiados teléfonos importantes», fue todo lo que
dijo. Luego, de nuevo dentro de la camioneta, sacó el diario
que siempre la acompañaba y comenzó a leer algunas páginas
que luego arrancó de un tirón y se llevó a la boca. Alcanzó a
tragarse una buena cantidad de hojas antes de que apareciera
el comandante. Creo que sólo masticó lo último que escribió.
Aclaro: lo último que había escrito hasta ese momento porque
ella luego recuperó el diario y lo último último que escribió fue
«Jesús, hijo de David, ten compasión de nosotros»… ¿Que de
manos de quién recuperó el diario? Eso era lo que estaba por
decirte. Cuando el comandante se acercó a la camioneta lo pri-
mero que hizo fue pedirle a Consuelo su mochila. Además de la
mochila, Consuelo le regaló el collar que llevaba puesto. En esa
ocasión, junto con el comandante se acercaron otros guerrille-
ros que querían conocerla. ¿Sabes? Le hablaban con especial
admiración. Pero sigamos en lo que íbamos, y en lo que íbamos
era que esa noche dormimos en la camioneta y al día siguiente
despertamos mucho antes del alba. Oramos un poco. Ya sabes
que las mujeres de por acá somos muy dadas a Dios. El coman-
dante se acercó a la camioneta. «Buenos días», dijo en tono
amable. Consuelo le preguntó si habría desayuno y él nos hizo
llegar una taza de café a cada una mientras cocinaban algo de
comer. Consuelo aprovechó la cercanía del comandante y el
ambiente tranquilo para comentarle que ella era muy amiga de
Simón Trinidad. «Ya lo imaginaba», contestó el guerrillero, «ab-
solutamente todos los secuestrados dicen lo mismo». Entonces
se escucharon los helicópteros artillados y luego el estruendo
de varias ráfagas… ¿Que por qué el ejército llegó de manera
escandalosa en lugar de adelantar el operativo con discreción?
De eso no tengo idea. ¿Para qué te voy a echar mentiras? Lo
que puedo afirmarte es que luego me enteré que esa misma
tropa venía de un combate en Curumaní, o sea, estaba cansa-
da. Pero sigamos. Todos los guerrilleros salieron corriendo. El
comandante se subió en la camioneta. Otra vez en el puesto
del conductor. Seguimos por la misma trocha sierra arriba. Creo
que debimos llegar a los tres mil o tres mil quinientos metros de
altura cuando se acabó el camino. Nos bajamos a las carreras y
seguimos a pie por un caminito de herradura hasta que yo no
di más. Es que entre la gordura y la altura poco a poco me fui
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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última persona en ver con vida a la admirada Cacica.
¿Qué vino luego del asesinato? La versión que busqué
para escuchar este relato fue la de la abogada Alix Daza,
quien para la fecha del secuestro se estrenaba como di-
rectora de Fiscalías, que en pocas palabras significa que
era la persona encargada de asignar a los fiscales para los
diversos procesos denunciados o conocidos por la Fiscal.
Su testimonio es el siguiente:
Hablé con Consuelo horas antes de que marchara a Patillal.
Me dijo que me fuera con ellos, que en su carro había cupo. Le
comenté mi temor del viaje porque la carretera a Patillal estaba
atestada de guerrilla. Ella trató de tranquilizarme con la frase
de que el alcalde Elías Ochoa había garantizado que la vía es-
taba militarizada. Incluso recuerdo cuando dijo: «Hasta le dije
a [mi hijo] Rodolfo que averiguara si de veras habría ejército»,
pero nunca me confió la respuesta de Rodo, sólo que le había
pedido que averiguara. Lo que confirmamos con el paso de
los días es que la carretera sí estuvo militarizada pero el día
anterior y el posterior a su paso. El anterior, que cayó domin-
go, porque el Alcalde ofreció un almuerzo en Patillal; el martes,
porque era el inicio real de las fiestas. En todo caso, ese lunes
del secuestro me enteré de la noticia hacia las siete de la noche
porque me citaron a un consejo de seguridad. Allí me encontré
con el general Gilibert, que comandaba el operativo de resca-
te, o el que sería el operativo de rescate, y con Edgardo Maya.
En la mesa me senté justo frente a él. En la cabecera estaba
Gilibert. Había otros militares: un coronel de La Popa y otro de
la Brigada. Estaban muy ansiosos, muy afanados por adelantar
cuanto antes el operativo. Tímidamente levanté la mano y mos-
tré mi desacuerdo con la persecución en caliente de la tropa.
Fue un momento que no olvido porque de inmediato Edgardo,
que hasta el momento siempre estuvo callado, se levantó y se
paró detrás de mi silla. O sea, yo que pensaba que estaba apo-
yándolo a él, de repente sentí que era él quien apoyaba mis
palabras: palabras más, palabras menos se mostró de acuer-
do en que las autoridades hicieran lo suyo pero pidió mucha
prudencia, pues no estaba de acuerdo con el rescate militar.
El sábado que la mataron le tomé la declaración a su hijo Ro-
dolfo en horas de la mañana. Luego fui a La Popa y encontré
el ambiente enrarecido. Pregunté qué pasaba pero había un
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pasos de la entrada estaba tendido el cuerpo sin vida de un
guerrillero, los ojos abiertos frente al inmenso firmamento, los
brazos extendidos en cruz. Me acerqué y comprobé que te-
nía agujeros de bala por todas partes. Caminé unos cuantos
metros hasta encontrar el límite de otro precipicio. Miré hacia
abajo. Sólo había piedras. En una de ellas, según escuché más
tarde el relato de Luz Estella Molina, Consuelo se detuvo y dijo:
«Aquí me quedo». O sea, como decimos por acá, se enchoyó.
Supe cuál fue esta piedra antes de escuchar a Luz Estella por-
que a partir de ella en la arena había rastros de que la habían
arrastrado. Era un camino pedregoso que bajé con mucha di-
ficultad y terminaba en un corralito incipiente sin animales. Al
lado estaba el cuerpo aguijoneado de Consuelo. Aguijoneado
por los disparos, ¿no? El cuerpo del guerrillero y el de Consuelo
distaban unos doce metros. Consuelo estaba boca abajo, con
el brazo derecho extendido y el izquierdo debajo de su cabe-
za. Como si antes de caer hubiera tenido tiempo de proteger
la cara con la mano. Volteamos su cuerpo, que comenzaba a
abotagarse. En su rostro había rastros de terror: «con los la-
bios azulados», la boca era una mueca de pánico. Distante unos
cuantos centímetros encontré parte del cráneo. Aquel que co-
rresponde a la frente y al ojo derecho. Cuando revisé su cuer-
po, encontré pelos en las uñas de sus manos, como si hubiera
tratado de asirse al guerrillero que la cargaba. De asirse, de
atacarlo, de defenderse.
En cualquiera de los tres casos es mera especulación. Sus
pies estaban cubiertos con trapos. No tenía uñas en los dedos
de los pies. Al parecer, las perdió cuando la arrastraron. Ves-
tía una camisa naranja y un pantalón camuflado. Se abrigaba
con dos feejack al tiempo. Uno sobre otro. En el dedo central
de cada mano llevaba un anillo. Se los quité y los guardé en
mi bolso. La imagen que más llamó mi atención y que no he
podido olvidar es que justo al lado del cadáver crecía la úni-
ca mata en cientos de metros a la redonda. Era una orquídea,
cuya flor se apoyaba en la cadera derecha de La Cacica… ¿Me
preguntas cuáles impactos penetraron por el frente y cuántos
por la espalda? Casi todos fueron por la espalda, salvo el que
le destrozó la frente y otro en la palma de la mano derecha. De
los casquillos que me preguntas no tengo mayor conocimiento.
No estoy segura de cuántos recogieron o de cuántos se per-
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Recuerdo ese domingo cuando sonó el teléfono en ple-
na madrugada. No eran las cuatro y media de la mañana
cuando el timbre repicó en algún lugar de mi habitación en
la casa donde residía con mi amigo Toño Díaz en el barrio
Santa Ana, al norte de Bogotá. Inmediatamente pensé que
algo grave había ocurrido: para quienes vivimos lejos de la
familia, una llamada de madrugada no es más que una no-
ticia de muerte. Para colmo, tan pronto tuve el celular en la
mano comprobé que en la pantalla aparecía el nombre de
mi mamá. Una angustia helada me recorrió de arriba abajo.
¿Qué pasó? Fue mi saludo, seco y directo, al descolgar el
teléfono. Ella, con voz baja –casi susurrante–, y visiblemen-
te angustiada sólo atinó a decir: Mataron a Consuelo. Que-
dé frío, pues a pesar de saber que la vida de la hasta hace
un par de meses Ministra de Cultura corría peligro luego de
ser secuestrada por las farc, nunca pensé como un hecho
cierto que atentarían contra ella, en especial conociendo la
amistad que, desde niña, la unía con Ricardo Palmera.
Todavía no se sabe qué pasó, recuerdo haber escucha-
do, como lejana en la distancia porque mis pensamientos
ya comenzaban a divagar, la voz de mi mamá, quien conti-
nuaba contándome que el asesinato había ocurrido hacia
las diez y media de la noche anterior a orillas del río Do-
nachuí.
Consuelo Araújo Noguera tenía sesenta y un años en el
momento de su muerte. Y su esposo se acababa de po-
sesionar como Procurador General de la Nación. Según
la evidencia forense, la culpa la tuvieron seis impactos de
proyectiles de arma de fuego, en su mayoría percutidos por
la espalda y a una distancia inferior a sesenta centímetros, de
los cuales cuatro comprometieron regiones vitales en tórax y
cabeza, que ocasionaron su deceso.
Según consta en la página cinco del Protocolo de Ne-
cropsias Nº 27501 del Instituto Nacional de Medicina Legal
y Ciencias, Regional Bogotá, Acta de Inspección a Cadáver
Nº 24801, el resumen de las lesiones traumáticas es el si-
guiente:
1. Laceración cerebral y fractura conminuta de cráneo
por proyectil de arma de fuego.
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en la calle: más común de lo que se cree, existe la idea de
que a la Cacica la mató una bala amiga (coincidencialmente
la misma forma como, años atrás, murió en un retén del
ejército Yolanda Valle, su mejor amiga). La frase se repite:
Fue una bala del ejército, dicen en el pueblo, aunque no
exoneran de responsabilidad a la guerrilla. Igual fue su cul-
pa por haberla secuestrado, advierten. Eso sí: pocos creen
la versión de que Simón Trinidad fue quien dio la orden de
asesinarla. El mismo Trinidad afirmó ante el jurado gringo
no sólo que abogó ante la cúpula de las farc por la libera-
ción de la ex Ministra de Cultura, sino que incluso le dijo a
“Raúl Reyes”, miembro del Secretariado de esa guerrilla,
que ese secuestro era un error.
Consuelo y Ricardo eran amigos y se respetaban mutua-
mente.
Punto final.
Ahora regresemos a nuestra historia.
Llegaron las elecciones de 1986 y en algunos sectores
había gran expectativa por la participación de la up, sigla
de Unión Patriótica, el partido que nació como consecuen-
cia de las conversaciones de paz del gobierno de Belisario
Betancur con las farc. Todo comenzó con unas comisiones
encargadas de contactar al grupo guerrillero, hasta llegar
a los llamados Diálogos de Paz, y a principios de 1984 en
La Uribe, Meta, se creó este movimiento político que pre-
tendía ser pluralista y convergente. Jahel Quiroga Carrillo
le contó a Yezid Campos que la propuesta de la up fue una
avanzada que hicieron las farc con la intención de involucrar-
se en este movimiento político y hacer una política civilista
una vez se llegara a un acuerdo de paz. Esto evidenciaba su
intención de terminar el conflicto armado, de llegar a una
salida política negociada.
Jahel Quiroga fue la presidenta de la up en Santander
en 1990, y Yezid Campos es un antropólogo que adelan-
tó una investigación testimonial con los sobrevivientes de
ese partido. Sobrevivientes, porque con todo y expectativa
por lo que sucedería con ellos en las elecciones de 1986, lo
cierto es que de un momento a otro comenzaron a asesinar
a todos sus militantes. Sucedió en todo el país. De corre-
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me regaló un dvd, pues toda su investigación fue filmada.
De esta manera pude ver por vez primera la figura de Imel-
da Daza, a quien tanto había oído mentar en Valledupar.
Imelda sigue exiliada. Vive en un pueblo cualquiera en la
siempre gélida Suecia. Es una mujer cercana a los sesenta,
de cabellos cenizos cortos, que habla con ese acento mu-
sical de la región, tan cantaíto que en sí mismo semeja una
canción. Su testimonio está lleno de cariño y de recuerdos
dolorosos. Cariño por los amigos y familiares que nunca
más volvió a ver, y recuerdos dolorosos por tantos cerca-
nos a su corazón que encontraron la muerte por apoyar la
misma causa, una misma causa común. Se siente la vida en
cada una de sus palabras a pesar de la tristeza por haber
abandonado desde hace tanto tiempo el paisaje donde
creció. Lo cierto es que no puede volver a Colombia por-
que podría esperarla la muerte.
Escucharla, leerla, es comprender las razones que tuvo
Ricardo para desaparecer en el monte. Me habría encanta-
do viajar a Suecia a auscultar su historia de primera mano
y preguntarle toda una andanada de inquietudes que me
suscitó leerla, pero como mi precaria economía no me lo
permite decidí apropiarme, previa consulta con Yezid, de
algunos apartes de su testimonio que considero valioso
que ustedes conozcan, como este donde dice: un miembro
entusiasta en el Nuevo Liberalismo fue Ricardo Palmera. Ahí
desplegó todas sus dotes de político, de expositor. Nunca
antes se había destacado como en ese período. Viajamos mu-
cho a La Guajira, a todo el Cesar, asistimos a eventos en toda
la Costa Atlántica. Hicimos una experiencia muy interesante.
Sobre todo el médico López Teherán, Ricardo Palmera y yo.
López Teherán fue aquel médico vecino de Ricardo en el
mismo edificio Brasilia de la calle 9c Nº10-35 que se consti-
tuyó en la última morada vallenata para ambos. El primero,
antes de partir al otro mundo; el segundo, antes de que lo
extraditaran al Primer Mundo. El asesinato de López Tehe-
rán fue en plena mañanita, antes de salir hacia su consultorio
en la clínica de los Seguros Sociales. Saliendo de su casa
–cuenta Imelda–, unos hombres lo abordaron cuando él
se montaba en su vehículo y lo mataron. Sucedió el 13 de
marzo de 1991.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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Esas silenciosas Fuerzas del Mal disfrazadas como Fuerzas
del Bien son las mismas que menciona Kevin Spacey en Los
sospechosos de siempre cuando advierte que el mejor truco
del diablo es convencer a todo el mundo de que él no existe.
(A propósito, me gusta la manera como Josefina Palmera
definió Fuerzas del Bien: Es cuando varios que se creen bue-
nos se unen para ocultar la maldad que hacen entre todos
ellos. Me soltó esta frase a lo largo de una conversación en
la que se regó en prosa contra los asesinos de su hija. Otro
párrafo suyo de esa misma conversa que quisiera resaltar es
el que advierte: Es que este mundo está lleno de gente bue-
na que hace cosas malas justificadas en «el bien». Para justifi-
car el bien siempre se recurre a la mano criminal. «El bien» es
populista y carece de moral. Es populista porque nadie puede
oponerse a él. Y es inmoral porque en su nombre se cometen
los más atroces crímenes. Nunca se sabe qué esperar de los
buenos. De los malos, en cambio, de entrada sabemos que
no son hipócritas. Y eso, en sí, ya es una ganancia. Es que la
hipocresía es más criminal que la maldad).
De estas «Fuerzas del bien» hacen parte extremistas de
derecha, intolerantes, gente que teme perder el statu quo,
homofóbicos, racistas, clasistas, xenófobos, pero especial-
mente aquel que habla de paz pero por detrás promueve
la guerra; aquel que almacena odio en su corazón mientras
por su boca respira bondad, amor; aquel para quien la pa-
labra moral traduce asesinar. En fin. Todos los que recurren
a la fuerza para imponer sus ideas. Lo curioso es que la de-
recha no avanza cuando la izquierda retrocede. La derecha
se frena, se deslegitima, cada vez que busca acabar con la
izquierda. Y viceversa, por supuesto. Es un juego de locos,
un círculo vicioso. Quizá lo más sencillo sea aprender a con-
vivir juntos, respetar mutuamente los espacios. Con eso no
habría ni Fuerzas del Mal ni mucho menos Fuerzas del Bien.
Esas mismas Fuerzas del Bien que escuché mentar desde
niño cuando mi abuelo, que fue almacenista de la United
Fruit Company antes de su llegada a Sevilla, contaba en
detalle la masacre aquella de las bananeras, cuya historia
no vale la pena rescatar de tanto que se ha dicho de ella,
pero de la que merece recalcarse la anécdota que por estas
mismas calles vallenatas repiten los mayores.
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La llamada marcha campesina, o del nororiente colombia-
no, fue un grupo de campesinos de los santanderes y del sur
del Cesar que marcharon hasta Valledupar por la carretera
oriental con el fin de presentar un pliego de peticiones con
reclamos elementales en salud, educación y vías. Se decía que
era organizada por la guerrilla y hubo temor de desplazamien-
to de los habitantes del departamento. Duró varios días, y
todavía se desconoce el soporte económico. Ellos cocinaban
donde llegaban porque andaban preparados con ollas, pero-
les, corotos y otros chismes de cocina. A medida que avan-
zaban fueron topándose, en cada municipio visitado, con la
fuerza pública. Pero nunca hubo desmanes de ninguna de las
partes. Por el contrario, transcurrió con tranquilidad hasta el
municipio de Curumaní. Allí el gobierno de Virgilio Barco, con
César Gaviria como ministro de Gobierno, ordenó detenerla.
Sin recurrir a la fuerza, el ejército cumplió la orden bloquean-
do la carretera sin dejar pasar ni vehículos ni caminantes. Dos
o tres días después llegó una contraorden. El ministro Gaviria
ordenó a la gobernadora del Cesar, Marinés Castro de Ariza,
que se permitiera la continuación de la marcha hasta su ob-
jetivo inicial. Los campesinos avanzaron hasta la población de
Codazzi, donde nuevamente el gobierno ordenó disolverla.
En este momento, los marchantes ya no estaban tan compac-
tos como en Curumaní. Estaban disgregados por el cansancio
y por la atención a los niños. Aun así, la orden del gobierno
no tuvo eco y ellos continuaron el recorrido hasta Valledupar
donde el objetivo era tomarse la Plaza Alfonso López. Frente
a las instalaciones de la Feria Ganadera, a la entrada de la
ciudad, el ejército dispuso un fuerte cordón humano para per-
mitir la negociación entre campesinos y voceros del Alcalde.
Para desgracia del gobierno local, ellos no contaban con un
gran líder encargado de esas lides y entre todos impusieron
sus deseos. Inicialmente, la Alcaldía intentó conducirlos hasta
la Plaza Doce de Octubre o la del Primero de Mayo, localiza-
das ambas en barrios populares. Finalmente los marchantes
alcanzaron la Plaza Alfonso López. Nos tomaron por sorpresa
porque se alojaron allí y tenían libertad de movimiento. Salían,
entraban, y eso permitió que se presentaran roces con la ciu-
dadanía. Incluso hubo robos secundarios. A la marcha inicial
se fueron sumando otros poco a poco. Al final eran más de
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ocasión salieron muy disgustados; no recuerdo el motivo. Lo
primero que pedían era la Plaza como permanencia, lo cual
se negó; segundo, que se les permitiera deambular por toda
la ciudad, que también se negó. La razón de la marcha se es-
pecificó en un memo solicitando tierras, agua potable y ne-
cesidades básicas. Pardo prometió algunas cosas y luego de
cuatro días de negociación se logró el levantamiento del paro
y que evacuaran la Plaza luego del compromiso de llevarlos a
sus sitios con buses y camiones. En la carrera Cuarta con calle
Quince estaba la fila de quienes se montaban en camiones
y buses para los diferentes municipios del sur del Cesar has-
ta San Martín, que es el límite departamental. En total todo
duró entre dieciocho y veinte días… Cuando escribas esto no
olvides mencionar el pánico de los vecinos de la Plaza, como
el que sufrió Carmen Montero, cuya casa fue prácticamente
invadida cada vez que alguien necesitaba un baño. A algunas
personas muy mayores las sacaron a otras casas, como a Delfi-
na Pavajeau de Maestre o a Rita Molina de Pavajeau. La iglesia
de La Concepción no abrió sus puertas durante esas semanas.
Al edificio de Telecom, en una de las esquinas de la Plaza, se
le puso una seguridad fuerte. Después de que se fueron los
marchantes nos tocó pintar de blanco todas las fachadas. Con
los bomberos hicimos un aseo general hasta el río. Eso olía a
orina y mierda. Hay que decir que en general la ciudadanía
se portó muy bien. Este hecho marcó un hito en la ciudad
porque a partir de entonces se evidenció la inseguridad, en
especial en el tema de los secuestros. José Francisco Ramírez
le hizo un seguimiento posterior al proceso. Era un hombre
muy apegado a las ideas socialistas y el más intransigente de
los negociadores. Lo mataron quince días después del levan-
tamiento del paro campesino.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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¿de dónde flores,
si no hay jardín?
-2015-
No apto para espíritus sensibles
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
Kureishi
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dos o tres veces, o muchas más, todo depende de la ansie-
dad, de lo que me pida el cuerpo.
Aunque en realidad todo está en la mente.
No creas que esas cosas no las sé. Conozco el discurso
completo. Papá me lo restriega en la cara cada vez que
peleamos, que es casi a diario desde que sabe que ando
en estas. A veces la relación entre ambos puede ser como
un bloque de hielo. Entonces me voy de casa cuatro, cinco,
ocho días, un mes entero. Me largo y me encierro por ahí,
dependiendo de la plata que tenga o de la que consiga. Me
duele saber que él se mortifica por saber en las que ando,
pero me duele más ser consciente de la ruina a la que he
llevado mi vida en estos últimos años.
pero, es que
por más que lo intento...
Y lo he intentado varias veces,
¿sabes?
he estado con profesionales que han podido ayudarme,
y no es que no quiera que me ayuden
sólo que…
Ahora sólo creo en el poder que me da la droga
Lo que pasa es que los drogadictos somos muy manipu-
ladores. Todo el tiempo le mentimos a todo el mundo, no
tanto para justificar lo que hacemos, que es lo que menos
interesa, sino para conseguir dinero para poder seguir en
el mismo desenfreno. Eso es todo lo que nos importa. Me-
ternos en una burbuja para no tener que pensar en este
mundo de mierda. Si estoy contigo ahora y luego con al-
guien más, si trabajo al lado de papá, cualquier cosa que
haga, lo único que tengo en mente son las ganas de volver
a meter droga, no importa que apenas hayan pasado diez
minutos desde la última vez que lo hice. ¿Cuántas veces
al día dicen que los hombres pensamos en sexo? Una vez
leí que eran muchas. Muchísimas. Algunos, por ejemplo, le
gastan al tema ¡hasta la friolera de trescientas ochenta y
ocho veces al día!, en tanto a las mujeres solo les quita diez
de sus pensamientos diarios.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
No creas,
a mí me da vergüenza pedirte esto… Recién nos cono-
cemos y yo ya me tomo estas confianzas. Lo peor es que
ya verás que siempre soy así. Me he vuelto muy conchudo.
Antes era un pelao muy tímido, super retraído. Eso que lla-
man “escrupuloso”. Pero ahora no me da pena. Tampoco
me avergüenza saber que no te tengo confianza como para
hacer esto delante de ti, pero es que ya llevo mucho tiempo
sin probar y esto es algo que me puede más, que está por
encima de mis propios pudores.
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aquí donde me ves, estudié con curas. Si la suerte hubiera
estado de mi lado estaría en otro lugar, produciendo billete
en vez de intentar esquilmarle lo suyo al resto del mundo.
Pero no te hablaba de eso, no creas que pierdo el hilo
con facilidad.
Te decía que consumo solo porque soy muy tacaño para
compartir lo que tengo. Hace rato aprendí que cualquier
drogo al que uno lo invite a algo, así sea mínimo, después
se te pega como perro al que le das comida en sólo una
ocasión. O mejor, como un chinche. Si lo haces, digo, si
compartes tu droga con alguien, él cree que en adelante
será igual y te buscará y te seguirá y su mirada te escudri-
ñará peor que la de un perro.
¿Te gustan los perros? Si pudiera, me compraría ahora
mismo un bandog, que es un cruce de fila brasilero con
mastín napolitano. Son bravísimos. No tendría jamás un
perro de carácter afeminado o cobarde, sino que me haría
al más asesino de todos. Ya sabes, para que me defienda y
no me vuelva a pasar lo que me pasó. ¿Los conoces? Yo solo
he visto dos acá en Bogotá. Tienen una cara que parece el
diablo, por eso me encantan, porque con uno de ellos a
mi lado podría meterme al Bronx sin temor a que me pase
algo. Además de lo cruel que en el pasado fue el destino
conmigo, en el Bronx ya me han apuñaleado cuatro veces,
una de ellas por la espalda, que me perforó un pulmón, un
riñón y no sé qué más cosas, y como las costillas les impedían
hacer su trabajo, los médicos tuvieron que abrirme por el
frente esta brecha que parece el río Magdalena. ¿Quieres
que te muestre? No, mejor no.
¿Sabes? No quiero hablar de eso. Mejor te cuento de…
Di algo, por favor… No me gusta el silencio.
Me siento solo
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Le dije que no y salí corriendo.
Esa tarde en el espejo me vi más flaco y cansado y oje-
roso y más sudado que nunca. Ya no era el tipo buenmozo
que seducía solo con el color de mis ojos. ¿Si ves lo azules
que son? Los ojos siguen intactos, pero este cuerpo, ah,
si vieras… Si vieras cómo era de fuerte cuando practicaba
deporte.
Aquella fue la campanada de alerta, el alto a la gloria:
Esa misma noche le firmé la carta a mi exmujer para que
ambas se pudieran ir a la Argentina. No soportaba la idea
de que mi niña me volviera a ver así, tan poco cosa, tan
vuelto napia, tan hediondo a esta miseria.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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Ah, al menos ya comienzan a aparecer las cosas. No ne-
cesito mucho, con un tris me basta. El suficiente como para
tapar la tapa de Coca Cola que no aparece.
¿Y un cauchito? Necesito uno pequeño también. Debe
haber por ahí, quizá en la basura porque veo que esas flores
son frescas y esas vienen amarradas con un caucho.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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no me va a pasar nada. Ni siquiera me pongo paranoico, ya
lo vas a ver, es más, ni siquiera te vas a dar cuenta de que
estoy embazucado, así de tranquilo voy a estar porque tú
me produces mucha confianza, me siento, no sé…
¿cómodo?
Lo que sí me va a dar pena es que tan pronto aspiro me
dan ganas de eructar. Bueno, primero me dan ganas de
hacer del cuerpo, porque esto me revuelca el estómago,
¿no te molesta?
¿Me perdonas?
Cof, cof.
… Ya vengo
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
Te contaba que ese día fui a ese lugar y había una puta,
una pelaita delgada, se la agarraba al tiempo como a cua-
tro o cinco tipos que la rodeaban en plena pista de bai-
le. Había full gente bailando, el sitio estaba casi lleno, y
esta vieja en la mitad de ellos agarrándole lo suyo a cada
uno de estos manes. Yo llegué y me la saqué y tan pronto
me puso la mano ya no quiso soltarla, la apretaba así con
fuerza, como con ansias, y cuando dijo que era la verga
más grande que nunca antes había visto –“Esta vaina tie-
ne la mitad del tamaño de mi niño cuando nació”, fueron
sus palabras exactas–, a mí se me infló el pecho delante
de aquellos hombres, me sentí poderoso, como debió de
sentirse Arturo cuando Merlín lo armó caballero colocando
sobre su hombro la punta de Excalibur; y ella me echó otro
piropo, dijo que era más grande de lo que había imaginado
al verme tan flaquito, y claro, como yo apenas mido uno
sesenta y tres y a pesar de que todos los demás eran mu-
chísimo más altos, me sentí más grande que todos ellos, uy,
no te imaginas lo que pensaba por dentro, como tocando
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el cielo en la punta más alta del Everest… Creo que me
sonreí así, como con picardía, como pelaito feliz estrenado
balón nuevo…
Y no te creas, tampoco era la primera vez que me pasaba
algo así. Alguna vez, mientras la sostenía en la mano en otro
antro igual a El Infierno, una alguien se me acercó con los
ojos todos despepitados y me preguntó entre carcajadas
de timidez, “¿Cuánto pesa tu compañera?” … Hmmm…
¿Cuánto pesa mi compañera? Sabía que mi capacidad de
querer mide exactamente 29 centímetros, pero esta vieja
me tomó por sorpresa. Al día siguiente fui a una fama y
reuní suficiente cantidad de carne con su misma forma y
tamaño para no quedarme con las ganas de conocer la res-
puesta. La balanza arrojó la cifra de 897 gramos, casi un
kilo, ¿eh?
Pero sigamos con lo que te contaba de aquella vieja que
pajeaba a varios al mismo tiempo aquella vez en El Infierno.
Entonces se agachó a mamármela, se la llevó a la boca y de
una se la sacó y escupió y se metió la mano a la boca tra-
tando de sacarse la saliva que ya se le había pasado mien-
tras gritaba “Esta vaina sabe inmundo, ¿es que nunca se la
lava?” Y yo me sentí de lo peor. Pasé de estar encima de
las nubes a querer esconderme en el hueco más profundo.
Ya no fui capaz de verle la cara a nadie, me la guardé y salí
de allí porque me dio vergüenza, así que corrí a la calle y
en medio de la lluvia me encontré con mi esencia sabiendo
que, en lo que a mí respecta, desde que ando en estas en
este mundo somos sólo yo y mi abultada compañera.
Y no es que estuviera sucio, o porque de veras no me
la lavara. Me baño todos los días, a veces hasta dos veces,
pero es que por más que me jabono no logro sacarme ese
olor. Es que la droga me impregna todo. La exudo por to-
das partes, por cada poro, por cada uno de mis cabellos,
por todas partes huelo a ella, pero sobre todo allá, porque
me la agarro después de haber preparado la pipa y tam-
bién después de haber fumado, y claro, por allí también
sale ese olor, ¡y eso que estoy circuncidado! porque cuando
no es así el olor se esconde ahí para siempre y no hay modo
de sacarlo ya nunca más. Eso fue lo que pasó ese día que
me sabía, como me sabe siempre, a bazuco.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
A ver,
si ahora tengo treinta y siete, o sea,
hmmm,
hace casi veinte años de eso.
Pero, no, ¿sabes? Mejor de eso no hablemos porque es
que yo tenía unas metas muy encumbradas. Después de
eso, digo, tanto me dolió, eso fue muy duro porque no es
tanto el dolor físico, que eso pasa, sino que uno como hom-
bre, ya sabes, que otros tres tipos crean que pueden hacer
contigo lo que quieran…
Con el tiempo lo superé, repitiéndome que tenía que
ser verraco, que había que echar pa´lante, que no me podía
quedar en esa vergüenza. Fue cuando –al tiempo que asis-
tía a la universidad– me metí de ciclista, porque yo desde
niño siempre he sido un macho para los deportes, lo que
pasa es que ahora me ves las piernas así de flaquiticas y las
nalguitas tan escuchimizadas como las de los hombres des-
pués de que han cumplido cincuenta años. Es por la droga,
pero antes, en el colegio, nadie me atajaba goles,
aunque lo que realmente me gustaba era el ciclismo.
Desde chiquitico, cuando solo quedamos papá y yo, nos
íbamos ambos en la bici los fines de semana, por toda esa
avenida Suba y luego la ruta de la ciclovía por la Boyacá
hasta la avenida El Dorado y hacíamos el trayecto com-
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pleto, al devolvernos por la autopista y cruzar luego por la
ciento ochenta, eso es un mundo de kilómetros, ves, casi
le dábamos la vuelta completa a Bogotá, y claro, yo tenía
un físico pero ni el hijueputa, y después de aquello que
te conté, mejor… ¿sabes qué? Dejemos esa parte solo en
lo que dije porque no me animo a hablar más de eso. Lo
único bueno de eso fue que me llenó de verraquera y me
puse las pilas y comencé a subir a Patios, mirándole la cara
al diablo cuando cruzaba por el sitio donde me habían…
¿Sabes cuánto hacía desde la carrera Séptima con 85 hasta
el mismito Patios? … Dieciséis, diecisiete minutos. Era muy
bueno para eso.
A veces me iba para Melgar en la mañana y regresaba
esa misma tarde. Solo paraba para comer, ni para ir al baño
porque ni ganas me daban pues sentía que estaba en lo
mío y que iba a coronar una meta importante. Ya conoces
ese dicho de que uno tiene éxito cuando le pone pasión a
lo que le gusta.
O algo así.
Es cierto:
(ahora que lo pienso mejor),
No es el talento ni la disciplina:
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
¡Es la obsesión!
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en la memoria aquella canción de Muse que amé desde la
primera vez que la oí.
¿Tú hablas inglés?
Supuse que sí.
Ven y te la canto mientras la buscamos ahora en internet,
que ya oíste que hasta buena voz tengo.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
¡¡¡JUEPUUUUUUUUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!
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golpea. Por más que uno intente aniquilar el ego, basta ha-
bitar un cuerpo humano para que ese cochinito al que lla-
mamos karma se apodere de nuestras culpas.
Conocí a un tipo ahí que también practicaba cicla y a
cada momento nos íbamos juntos a Patios. Un día, al vol-
ver, me dijo, “Venga, amigo, y lo invito una gaseosa”. A mí
me pareció hasta raro, porque los ciclistas nunca tomamos
gaseosa. Con decirte que yo en ese entonces ni sexo tenía,
era su-per-dis-ci-pli-na-do. Duré como seis meses sin acos-
tarme con mi nena, y como la niña ya había nacido, me la
pasaba entrenando…
y luego, feliz, jugando con ella.
Pero uno no sabe en qué momento la vida se le tuerce.
Debí de haberlo sospechado por tanta felicidad. Porque la
vida siempre da la vuelta cuando uno está en la cima. Eso
también lo aprendí, que esto es como una Rueda de Chi-
cago y si en un momento estás en el curubito al minuto
siguiente estás de nuevo bien abajo. Y ya ves, cuando mejor
estaba, cuando ni siquiera sospechaba que algo malo po-
día ocurrir en mi vida, o en la de mi familia, apareció este
tipo a invitarme a una gaseosa.
Fuimos a su casa, una casa grande. Recuerdo que entra-
mos por el garaje, dejamos las ciclas, y yo sí me pillé que
la casa estaba como vacía pero no dije nada. El hombre
trajo la gaseosa, y yo ni me la quería tomar porque sabía
que me hacía daño. Me dijo, “Ya vengo, espéreme un mi-
nuto”. Pasaron diez minutos, veinte, media hora. El hombre
no volvió. Salí por donde entré y ni polvo de mi cicla. Qué
rabia la que me dio. La vecina me dijo que esa casa llevaba
más de un año desocupada, que ahí no vivía nadie. Fui muy
inocente, un niño ingenuo que creía que la tenía toda, que
iba a ser campeón, y nada, no fui más que un pobre guevón
que se dejó engatusar
¡dizque por una gaseosa que a la larga ni quería!
Le monté la perseguidora a ese man. Todos los días me
la pasaba espíe que espíe a ver si aparecía. Pero nada, nun-
ca más volvió. Como al mes me cansé de vigilar, pero no
me pude olvidar del asunto. Y aún faltaba la estocada final:
perdí el contrato con la empresa que me patrocinaba ¿y
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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tar, no por falta de imaginación sino por todo lo inverosímil
que podría sonar. Es que nadie se cree esa vaina de que la
vida se ensañe así con alguien… Caí en picada, como si se
hubiera abierto la puerta de un avión en pleno vuelo: había
conseguido la plata para pagar todas las necesidades de la
casa pero me sabía el ser más asqueroso del planeta. Vo-
mitaba a cada momento, pensé que estaba enfermo, pero
en los análisis de sangre no salió nada malo. Ahí fue cuando
supe que todo lo padece el cuerpo pero la que manda es la
mente. Cada vez que recordaba lo que había hecho…
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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ses después. Comencé a ir a una sede de Alcohólicos Anó-
nimos ubicada en un segundo piso en la trece con sesenta,
pegada a un banco, creo que de Bogotá o de Colombia,
no importa.
Llegué sin hacer mucho ruido, todo tímido, apocado, tra-
tando de no llamar la atención y me encontré con un gru-
po de gente que exigió conocer mi condición. “Me llamo
Santiago y soy drogadicto”, corrí a decir no tanto porque
de veras lo quisiera, sino porque es lo que siempre he visto
en la televisión. Luego conté cualquier historia, la que me
dio la gana, la primera que se me ocurrió. Me asignaron
a un compañero para que estuviera pendiente de mí, ya
sabes, por si recaía… Fui durante dos, tres, cuatro semanas
todos los días que hubo reunión. Al principio me gustaba
ir, no tanto por ese rollo de dejar la droga, sino porque me
escucharan mi cháchara, por saber de otros que están en lo
mismo, por hacerme sentir. Me fui engarzando en el asunto,
volviéndome adicto a la compañía de ese pequeño círculo.
Ir allí era mejor que deambular solitario por las calles, pican-
do las piedras de mis fracasos sin tener a quién contárselos.
Ahí conocí a un actor de televisión, a un señor que solo
hablaba de su pasado familiar, a un político frustrado, a una
anciana que presumía que de niña había nadado en lujo y
abundancia, a un banquero en bancarrota y a una sardina
que me gustaba porque su historia era parecida a la mía.
La china estudiaba en el Externado, creo que comunica-
ción social o algo así, y se le dio por meter bazuco porque
al novio que tenía le gustaba… o qué se yo ahora por qué.
El caso es que poco a poco se fue enviciando y, por más
que –al igual que conmigo– la familia trataba de ayudarla,
ella no se dejaba. Salir de esto no tan fácil como la gente
piensa. Esta fuerza es muy poderosa. No es cosa de tomar
una decisión y, saz, de repente dejás de hacerlo, no… Yo
lo he intentado muchas veces, la madre que sí, marica, y
lo mismo le pasó a esa chinita. Cuando la conocí, ambos
apenas nos iniciábamos en el vicio, pero por alguna razón
a ella le pegó más fuerte. Cuando me vine a dar cuenta ya
hasta se había ido de la casa y vivía en la calle de lo que le
daba la gente, repitiendo “Colabóreme con una monedita”
por ahí o, qué se yo, rogando el tal “¿Monito, le cuido el
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ter en algún cuchitril de mala muerte a donde no llegara
otro vicioso a quitarnos lo poco que compartíamos. Y en
esas estuvimos un tiempo, acomodándonos a vivir en el filo
de una navaja y siendo felices sabiendo que ni siquiera la
muerte podría ser peor.
O, mejor,
esperando que viniera por nosotros.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
¿Sabes?
Me encantó la primera vez que me dio taquicardia.
Y la segunda,
y la tercera
y la cuarta.
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el corazón, de tanto llevarlo al límite, se terminó amañando.
¿Me prestas el baño? Estoy que me orino hace rato.
Lo que nunca volvió a ser igual fue el sexo con las muje-
res. No han dejado de gustarme las chinitas, las adoro, me
muero por acostarme con todas las pelaitas que me topo
en la calle con uniforme de colegiala, pero ninguna me so-
porta este asunto de la droga. No he podido levantar viejas
desde que ando en estas. Salvo cuando voy a puteaderos o
a sitios como ese en donde nos conocimos. Esas son todas
las mujeres con las que puedo acostarme: putas feas, viejas,
gordas. Nada comparado con las que solía llevarme a la
cama cuando estaba en el colegio. Tampoco es que pueda
ponerme tan exigente, ¿cierto? Antes era un man re-pinta y
ahora no soy más que una piltrafa.
Las cosas son como son.
Levanto lo que está a la altura de lo que ofrezco.
En cambio los hombres me llueven por montones, todos
igual de solitarios. Gente que está dispuesta a morir por un
polvo. Esta es la frase fácil, lo primero que pienso de tantos
gais que he conocido en estos últimos años. Es tal la forma
como arriesgan sus vidas, que a veces creo que buscan la
muerte, que quieren que los maten, que ya no soportan un
instante más de soledad.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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Eso salió en la prensa, en la televisión. En todas partes.
¿Ah? ¿Te acuerdas de él?
Es que el tipo era muy famoso por los casos tan sonados
que defendía.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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sos, no solo el de Salvador y el tuyo. Supe también de labios
de Salvador, porque a él le gustaba contar esas historias
bien sórdidas, de un famoso pintor que en los años ochenta
tocaba la gloria con las manos por las pinturas alegres de
barcos coloridos y puertos donde siempre rondaba la espe-
ranza. Pero el hombre no era feliz, y llevaba desconocidos
a su casa alegando que le alegraban la soledad cuando en
realidad lo que él buscaba era que le destazaran el alma.
Es que la vida es un acantilado desde el cual, abajo, solo se
divisa toda esa mierda a la que tarde o temprano hay que
tirarse sin anteojos y sin paracaídas.
Hasta que uno se atrevió y lo hizo.
Los periódicos de crónica roja de esos días ganaron mi-
llones de pesos contando cómo encontraron, en el enton-
ces muy moderno edificio donde vivía, en el barrio La Al-
hambra, su cuerpo descuartizado, los brazos por aquí, una
pierna más allá, al pecho le faltaban ambas tetillas, a los de-
dos de las manos les habían arrancado las uñas, el pequeño
pene circuncidado yacía en un cenicero sobre la mesita de
noche, los cuadros que recién había pintado y ya ocupaban
buena parte de sus paredes estaban bañados toditos de
sangre, e incluso un par de ellos estaban tirados sobre el
suelo, amarrados unos con otros con el intestino grueso y
con el delgado. Pero a pesar de todo esto, se le advertía
una expresión de dulzura, de placidez, y una sonrisa que
parecía decir “Por fin me largué de este hijueputa mundo”.
Historias como esta las he escuchado por montones. Eso
que policías y fiscales llaman “crímenes pasionales” –como
si asesinato no fuera asesinato; como si matar por amor es-
tuviera justificado– no son la excepción sino la regla. Tiem-
po atrás, Salvador también me habló de otro famoso crítico
de cine –esta vez neoyorquino–, que murió de la misma
forma luego de que le aplastaran la cabeza con una sartén
de su cocina, y de un escritor en Londres a quien la pareja
que había tenido durante diecisiete años le partió la cabeza
a martillazos. Y me dijo que lo mismo pasó con un poeta
famoso al que mató un ragazzo (me gusta esa palabra por-
que me recuerda que a Salvador le encantaba usarla) al que
horas antes se había levantado en una estación de trenes
de Roma. Supongo que sabes que al ascenso profesional
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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que eres incapaz de jalar.
¿Crees que no me había dado cuenta de tu desesperación?
¿Crees que no entiendo que, sin modular palabra, me gritas
que te mate? Podría hacerlo. Igual, nadie me vio entrar a
esta casa. No había vigilantes cuando llegamos anoche
luego de que me invitaras a guaro directamente desde el
tetrapack en aquel lugar y luego a descorchar una botella
de champán en tu mansión. A propósito, qué estilo el tuyo,
¿eh? lo supe notar. Podría robar la mitad de las antigüeda-
des que hay en tu sala y comprar con eso droga suficiente
para varios años.
¿Sabes por qué no lo voy a hacer?
Y no creas que cuando se me adelgaza la voz es porque
me dan ganas de llorar, no, es porque…
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sex o no sex
-2005-
El síndrome de Marylin
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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tomó la plata que le ofrecía este joven alto, teñido por el
sol veraniego, de profundos ojos negros. Ese día cruzaron
un par de palabras, antes de que ella se negara a darle su
teléfono y se perdiera entre la multitud que caminaba por
la calle Broadway.
Un par de semanas después, Estrada se sorprendió
cuando, al entrar a casa de una amiga colombiana que lo
había invitado a cenar, encontró entre los asistentes la mi-
rada nostálgica de la mujer que se le quedó en la retina.
Preguntó a su amiga, en español, quién era aquella gacela
de piernas tan largas. Julieta sonrió al escuchar la pregun-
ta y él entendió que hablaba su idioma. “Es cartagenera”,
contestó la amiga mientras los presentaba. “En realidad, el
cartagenero era mi padre –sonrió Julieta mientras extendía
su mano derecha para saludar a Camilo–. Nací en Bogotá y
allá he vivido desde siempre”.
Esa noche Camilo supo que su próxima novia era una
abogada externadista que gerenciaba los negocios familia-
res. Luego de la muerte de su padre, cuando ella todavía no
cumplía los diez años de edad, su madre asumió las riendas
de la empresa, una cadena de droguerías que inicialmente
fue de sus propios padres (es decir, de los abuelos de Ju-
lieta), y que su marido administró desde el día siguiente al
matrimonio, pero de la que su madre se desvinculó mien-
tras criaba a sus cuatro hijas, de las que Julieta era la mayor.
Cuando su madre comenzó a trabajar, a pesar de su cor-
ta edad Julieta se encargó del cuidado de sus hermanas
menores. Cada día, al llegar del colegio, realizaba sus pro-
pias tareas escolares al tiempo que corregía las de las pe-
queñas, inculcándoles disciplina al no permitirles distraerse
con juegos o bromas hasta que no las finalizaran, lo cual
normalmente coincidía con la llegada a casa de la mamá,
quien luego revisaba que las tareas estuvieran bien hechas.
En tal caso, las dejaba ver televisión o solazarse con las mu-
ñecas.
“Quizás por haber sido tan responsable desde niña es
que algunos encuentran tristeza en mi mirada”, afirma con
rostro adusto, Julieta, que en la secundaria se volvió adicta
al deporte como una forma de evadir las tareas familiares.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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abundante vapor. Por entonces le encantaba secarse y po-
sar frente al espejo, mirar detenidamente su cuerpo des-
nudo: mirarse desnuda en los espejos ha sido su fantasía
sexual desde niña, un placer masturbatorio con el que
consigue el orgasmo. Las angustias sexuales propias de la
adolescencia la llevaron a encontrar en el deporte respues-
ta a todas sus preguntas. Esa sensación de moverse, de ir
un poco más allá, de cruzar el límite, pero también de ser
admirada por sus proezas físicas, le desarrolló cierto placer
exhibicionista. El pudor no le permitía exhibir públicamente
su cuerpo desnudo (aunque, bajo el efecto del alcohol, un
par de ocasiones mostró sus pechos en fiestas con amigos;
de lo que luego se arrepintió), por lo que se excitaba con
este exhibicionismo más simbólico, más neurótico en térmi-
nos freudianos. Al igual que Sharon Stone en la famosa pe-
lícula Bajos instintos, el fin siempre era aturdir al enemigo al
mostrarse más capaz que los hombres.
Desde su adolescencia, Julieta sublimó la masturbación
desde un placer eminentemente sexual a una versión so-
cialmente más adecuada. Es decir, pasó de la masturbación
en la tina de su baño, envuelta en vapores y culpas, a una
masturbación exhibicionista –con una actividad física que
la excita, la entusiasma, le sube la adrenalina, le produce
placer enorme–, llena de triunfos y glorias deportivas.
En su época universitaria disfrutaba caminando desde
su casa a la universidad (es decir, desde la calle 107 con
avenida Suba, hasta la calle 12 con 1ra. este). Lo hacía como
una forma de mortificar el cuerpo y, a la vez, de martirizar el
alma al sentirse sola, incomprendida, denigrada, creyendo
que nadie la quería. “Me aturdía el deseo de perfección
que mamá siempre exigió”, confiesa al hablar de la nece-
sidad de mostrar ser la mejor en todo: en el deporte, en
los estudios, en la disciplina porque sus hermanas menores
fueran mujeres responsables, en la castidad social que de-
bía aparentar.
En la universidad conoció a Felipe Iriarte, de quien se
enamoró. A él entregó su virginidad, casi a los 20 años,
una madrugada sabatina al final de una fiesta en casa de
amigos. Sucedió cuando Felipe la llevaba de vuelta a casa,
pero confiesa haber tomado la decisión un par de semanas
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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sus insolentes tetas, de sexo desbordado que la obligó a
humillarse ante la figura impetuosa de una verga enhiesta,
a ella, mujer altiva que nunca entendió a tantas otras que
sucumbían apenas frente a la mirada solícita de un hombre.
Seis años fue novia de Felipe, hasta que un día descu-
brió que con su hombre no descubría nada nuevo. Ese día
decidió aventurar una nueva ruta. Un par de años atrás se
había graduado como abogada, especializándose luego
en derecho comercial. “Siempre había querido aprender
inglés –recuerda sin dificultad–, pero sabía que hasta que
mis hermanas no terminaran la universidad, no podía dejar
a mamá”. Fue entonces cuando viajó a Nueva York decidida
a estudiar un nuevo idioma.
Con una amiga colombiana compartió un pequeño apar-
tamento en el Soho, el glamoroso barrio donde viven las
modelos. Por su atolondrante belleza, más de una vez la
confundieron con una de ellas, y hasta en un par de ocasio-
nes recibió propuestas para modelar, que ella no entendió
como algo cierto, pues nunca se ha convencido de ser tan
hermosa como la describen. Por el contrario, encuentra en
las palabras ensalsadoras de los hombres apenas elogios
que buscan llevarla a la cama.
Ese fue un drama que descubrió con los años, la trage-
dia de Marylin Monroe de saber que los hombres sólo la
desean para llevarla a la cama. A veces, una mirada es su-
ficiente para entender lo que pretenden; pero, si no, basta
un par de palabras para intuir que, al verla, ellos solo des-
cubren sexo en su belleza. Por eso, luego de la relación con
Felipe, se contuvo un par de veces ante el asedio de los
galanes; y si se ennovió con Camilo, fue por la sabiduría de
su labia y su insistencia contra cualquier embate.
En efecto, durante un par de meses, Camilo Estrada se
dedicó a mostrarle a Julieta su amor desventurado. La lla-
maba a horas diversas, le hacía llegar regalos exóticos, le
mandaba recados amorosos que comenzaron a intranquili-
zarla. Al final, la compró “con frasecitas candorosas y pro-
mesitas de quinta” –que es la frase con que Julieta justifica
haberse enredado en las redes de Camilo, convencida de
que su interés era más ella que el triángulo bajo su vientre–.
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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burla. “No te creas con tantas capacidades –le dijo– que
lo que has conseguido ha sido gracias a que me tienes al
lado”.
Julieta entonces regresó a la casa materna, donde se re-
fugió por año y medio hasta que decidió comprar su propio
apartamento, en el que vive sola desde entonces, sin pe-
rros ni gatos ni ningún otro animal. Se trata de un amplio
espacio al norte de la ciudad, extremadamente pulcro y or-
denado, tanto que hasta los flequillos de los tapetes pare-
cen organizados milimétricamente. Ni siquiera hay plantas
en esta casa, aunque desde el amplio ventanal de su sala se
aprecian los picos de los eucaliptos del parque vecino, don-
de trota todas las mañanas antes de descansar su cuerpo
tendido en una tina colmada de agua hirviente. No quiere
volver a enamorarse de un hombre. De hecho, revivió el
viejo placer de contemplarse desnuda frente al espejo.
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perfiles
-2004~2014-
El ego de Patillal
-
Se fue El Cacique Diomedes Díaz
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
perfiles -2004~2014-
el ego de patillal
¿Quién dijo que la arrogancia siempre es mala? Aclaro, no
la arrogancia como sinónimo de altanería, de soberbia, sino
vista como el amor propio necesario para distinguirse ante
los demás. Algunos dirán que se trata más bien de actitud,
que es palabra de moda en las revistas del corazón, pero
la verdad, cuando uno nace en un caserío de escasos qui-
nientos habitantes, perdido en las estribaciones de la Sierra
Nevada, a miles de kilómetros de la capital del país, en una
época en que las comunicaciones eran casi inexistentes;
cuando uno nace en estas condiciones pero tiene el talento
grande de dar alegría a sus congéneres, por grande que
sea este talento también se necesita muchísimo perrenque
si se quiere llegar lejos. A este perrenque yo lo llamo ahora
arrogancia, que es virtud de la que han carecido otros tam-
bién grandes compositores de la música vallenata. Arro-
gancia para, a pesar de nacer en patria chiquita, tener el
descaro de codearse con la patria entera.
Patillal se llama la tierra de la que hablo, y allí nació Ra-
fael Escalona. Claro que Patillal, en toda su historia, tam-
bién ha visto nacer a muchos de los grandes compositores
de la música vallenata: Freddy Molina, Octavio Daza, ‘El
Chiche’ Maestre. Se trata de una tierra prolija en talento,
habitada por gente culta y bohemia. Aunque el más célebre
de todos sus hijos, sin lugar a dudas, y de lejos, es Rafael
Escalona Martínez, hijo del coronel Clemente Escalona –de
quien Gabo dijo alguna vez que le sirvió de inspiración
para la creación del famoso personaje que no tenía quien
le escribiera– es Rafael Escalona Martínez, hijo del coronel
Clemente Escalona, muchacha altiva que hablaba cuatro
idiomas, pues su tío, el obispo Celedón (un hombre tan
importante para su época que incluso se carteaba con el
Papa), la mandó a estudiar de niña a la Europa nórdica.
Rafael Escalona nació con un talento grande: el de com-
poner canciones. Comenzó a hacerlo en su adolescencia,
cuando era estudiante del colegio Loperena. Su primer
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canto habla de la tristeza de un estudiante cuando su pro-
fesor más querido se va. Se llama El profe Castañeda, y con
ella inicia Escalona una carrera prolífica dedicada al vallena-
to. Sólo que, para entonces, esta música era prácticamente
desconocida en el resto de Colombia, y le correspondió al
maestro hacer eso que ahora los más jóvenes llaman cross-
over, es decir, cambiar el ritmo de un género a otro así, sin
más. En este caso, pasar de la guabina y el bambuco al
vallenato parrandero.
Una parranda vallenata no es otra cosa que una tertulia
musical: la gente se reúne alrededor de unos músicos que
cuentan sus historias. Estas historias son las que compuso
Escalona desde su juventud, las mismas que rápidamente
comenzaron a cantarse de boca en boca. “El testamento”,
“La despedida”, “La Molinera”, son cantos que hizo cuando
estudiaba en el Liceo Celedón, en Santa Marta, por enton-
ces uno de los planteles educativos más importantes de
Colombia, adonde mandaban a los hijos de todas las fami-
lias distinguidas del Caribe colombiano. Como dato curioso
vale mencionar que el nombre se le debe precisamente al
obispo Celedón, su tío, a quien Gabo inmortalizó en Cien
años de soledad cuando, para referirse a su amigo compo-
sitor, lo menciona como “el sobrino del obispo”.
Pero no fue este parentesco lo que le permitió a Escalo-
na abrirse paso entre la aristocracia samaria en sus épocas
de estudiante, sino su música. Para entonces, los salones
del Club Santa Marta estaban vedados a los estudiantes,
salvo al hijo de Patillal: los pisaba con frecuencia de la mano
de la más rancia alcurnia de Santa Marta. De Eduardo Dá-
vila, de Miguel Pinedo, de Chepe Riascos. Como luego
también lo hizo en el Jockey, cuando López Michelsen lo
invitó a la capital y lo presentó a sus amigos, las familias más
distinguidas de la Bogotá cachaca. De hecho, el vallenato
se escuchó primero en el Jockey Club que en el Club Valle-
dupar, pues las familias tradicionales del valle no veían con
buenos ojos la música que escuchaban los trabajadores en
las famosas “colitas”. Y tardó mucho más en ser escuchado
en Barranquilla. En realidad, el vallenato dio un salto gran-
de de Valledupar a Bogotá, brincándose todas las ciudades
intermedias. Esto, en gran medida, se le debe al presidente
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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Con Gabo, Escalona se conoció a partir de su mutuo
amigo Alejandro Obregón. Al pintor lo buscó el mismo
compositor en uno de sus tantos viajes a Barranquilla. Es-
calona sentía profunda admiración por su obra. De hecho,
al patillalero lo que le llamaba la atención en su niñez era
la pintura, pero desistió de ella al descubrir que su amigo
del alma Jaime Molina hacía mejores cuadros que él. En
todo caso, de la mano de Obregón, Escalona conoció a los
demás miembros de La Cueva, aunque ahora confiesa que
visitarla no le llamaba mucho la atención: Tenía un defecto
muy grande: no admitían mujeres.
Y ya que las mencionamos, no hay ni qué decir que las
mujeres han sido una constante en la vida del maestro. Mu-
chísimas recibieron sus amores a lo largo de los años, aun-
que la más celebrada fue Marina Arzuaga ‘La Maye’, con
quien se casó a los 22 años y tuvo seis hijos, entre ellos la
famosa Ada Luz, la de “La casa en el aire”.
Ahora el maestro tiene una nueva mujer, Luz Marina, una
cachaca de Suesca que espera que Escalona componga al-
gún día una canción sobre sus amores, una mujer que lo
cuida día y noche y lo acompaña a cada ciudad donde es
frecuentemente invitado a dar conferencias sobre lo que
más le gusta y sabe: el folclor vallenato, la música de acor-
deones, la narrativa costumbrista que siempre hizo y que
tanto gozo nos ha dado a los colombianos. Miami, Nueva
York, Madrid, Barcelona, París, Caracas. Cada día llega una
invitación desde una ciudad diferente buscando escuchar
las historias de un hombre que se hizo grande a punta de
talento, a punta de perrenque, a punta de ese don de gen-
tes que dice que tiene cada vallenato.
Por fortuna, como a los grandes genios de la cultura, el
compositor vallenato ha recibido innumerables homenajes
en vida. No se cumplió en este caso aquella frase de Caro:
“El hombre es una lámpara apagada. Toda su luz se la dará
su muerte”. Aunque no es menos cierto que para un hom-
bre que tiene el don de alegrar a la gente ningún homenaje
es suficiente. Ojalá hubiera muchísimos más como él, por-
que en esta vida lo que se necesita es cantar, reír, bailar,
llenar el espíritu de contento, de alegría, seguir el sabio
consejo que advierte que lo único inteligente que puede
118
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
119
diomedes díaz
La de 2013 en Valledupar fue una Navidad rara. La tristeza
se desgajaba a chorros por entre los palos de mango, es-
parcida por la fuerte brisa que baja de la Sierra Nevada. Sin
distingos de pelambres, el pueblo lloraba la muerte de su
ídolo, el cantante Diomedes Díaz, ocurrida el domingo 22
de diciembre. El alcalde Fredys Socarrás decretó duelo los
cuatro días que duró la velación en la Plaza Alfonso López,
al tiempo que cada comercio homenajeó al músico hacien-
do estruendo de decibeles con sus canciones.
Doy fe de haber visto a un señor arrodillado golpear con
su sombrero el pavimento, del que brotaba ese vaho que al
mediodía semeja una olla de aceite hirviente. Se quejaba:
“¿Por qué nos abandonaste?”; y como quien descubre el
hielo, a una niña le oí decir: “Ya tengo algo importante para
contarles a mis nietos”, y entendí que por eso Cien años
de soledad se estudia en las universidades gringas como
si fuera una Biblia fundacional. También oí a una señora,
de luto cerrado, gritando: “¡Mi vida ya no tiene sentido!”; y
vi a otro hombre, de piel curtida y rasgos wayúu –de esos
machos que no expresan en público ni siquiera el dolor por
la muerte de un hijo– con los lagrimones escurriéndosele
por debajo de las Ray-Ban.
Un veinteañero me habló de las diez veces que desfiló
frente al cadáver del “Papá de los pollitos”. Siempre que lo
hizo fotografió a su ídolo, un hombre de quien se dice se
acostó con más de 400 mujeres y regó con su simiente la
comarca, aunque solo reconoció a 18 hijos: los que le here-
daron el lunar detrás de la oreja izquierda.
Más de 30.000 personas acompañaron el féretro hasta
su morada final, de donde hubo que obligar a salir a un
grupo de seguidores que impedían su sepultura. Haciendo
gala de la simbología vallenata, Diomedes fue enterrado a
200 metros del río Guatapurí, debajo de un palo de mango,
con la cabeza mirando hacia la encanecida Sierra Nevada.
Su tumba, cubierta por una bandera de Colombia y cientos
de flores, además de su nombre y las fechas de su existen-
120
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
121
tos alegres para ganarse a la gente. Todo se le perdonó a lo
largo de sus 37 años de carrera musical: el incumplimiento
en sus presentaciones, la adicción a la cocaína, el escándalo
marcado tras la muerte de una seguidora, el machismo y
hasta la infidelidad tolerada por sus 11 viudas. Era un hom-
bre de pocas rabias que cuando cogía alguna se exaltaba,
abandonándola rápido. Hay una anécdota según la cual el
acordeonero Omar Geles intentó robarle protagonismo
discurseando ante sus seguidores. En la tarima, frente a to-
dos, Diomedes le ordenó: “¡Geles, toca el acordeón!”, una
frase que hizo carrera y hoy invocan sus seguidores cuando
pretenden obligar a alguien a cumplir alguna orden.
Su muerte, ocurrida aparentemente por una arritmia car-
diaca, era una crónica anunciada. Más que preocuparle, el
cantante parecía retarla, como cuando bromeó en una en-
trevista concedida a Ernesto McCausland: “Si yo supiera
que uno sirviera más muerto que vivo, yo me muriera hoy,
pero no sé…”.
Tuvo un primer infarto hace seis años. Pero quizá porque
en otras dos ocasiones ya le había hecho el quite a la muer-
te –en 1979 en un accidente de carro, donde murió su tío
Martin, y en 1994, cuando llegó tarde a tomar el avión que
se llevó a su amigo Juancho Rois–, Diomedes no cuidaba su
salud. Doce horas después de aquel infarto, su cardiólogo
lo encontró devorando dos pollos fritos y cinco arepas. Un
par de años después sufrió un infarto en Valledupar y luego
otro en Bogotá. Esto sin contar la neumonía y el síndrome
de Guillain-Barré al que sobrevivió mientras era juzgado en
1998 por el asesinato de su seguidora, Doris Adriana Niño,
cuando tan solo sus párpados quedaron en movimiento.
Hubo que organizarle las 24 horas del día un equipo de
terapia física y emocional.
A pesar de tantas enfermedades, era un indio de casta
con una fortaleza de hierro.
Que su nombre se adjetive como humilde, sencillo o
generoso no es suficiente para explicar el mito. Valledupar
es un pueblo de cantantes y acordeoneros. Es frecuente
toparse a músicos como Poncho Zuleta, Jorge Oñate o Sil-
vestre Dangond quienes, a pesar de su fama, no generan
122
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
123
entrevistas
-2010~2014-
Belén Sáez de Ibarra:
con el ojo afinado para el arte
-
Andrés Rodríguez Zorro,
entrevista con la muerte
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
entrevistas -2010~2014-
belén sáez de ibarra:
con el ojo afinado
para el arte
127
–Como “Shibolet”, la obra de Doris Salcedo expuesta en
la Tate Galery.
Ese es un buen ejemplo, porque el arte también tiene esa
necesidad de romper, incluso de incomodar y de perturbar.
Suelo repetir la frase de que el arte, antes que bienestar,
es malestar.
LA CREACIÓN
Más que crítica de arte, María Belén se define como “cu-
radora”, una palabra derivada del italiano que inicialmente
designaba a la persona encargada de la conservación de
las obras en un museo, pero que poco a poco ha ido ga-
nando terreno, al punto de que hoy goza de protagonismo
en la organización de exposiciones, al proponer miradas
novedosas sobre la producción artística:
–Se trata de un concepto desarrollado en EE.UU y Eu-
ropa a partir de los años cincuenta, más o menos, que en
Colombia se ha ido armando empíricamente en la práctica
del devenir de los museos.
128
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
129
–Es un trabajo muy interesante porque está muy cerca
del artista.
Digamos que es de doble vía, porque, al mismo tiempo
que se está adentro de la pieza del artista y de su proceso
creativo, el curador trata de conectar con la razón, dándole
a eso una horma expositiva y viendo, además, cómo se co-
munica. Esa capacidad se desarrolla con muchos años de
contacto con el arte. Es la única manera.
130
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
ARTE HOY
A diferencia de los tiempos de Goya y Velásquez, hoy es
más difícil ser artista. Es cierto que hay muchas cosas suce-
diendo alrededor del arte, pero aquellas que son esencia-
les realmente son pocas. Los artistas excepcionales deben
poder aislarse de esa hiperactividad y voracidad que hay
131
en el medio, incluso de la banalidad y hasta de su propio
ego. El arte es un ejercicio constante de superación de lo
que ya está dado.
132
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
–¿Qué es comisionar?
Es encargar a un artista una obra de arte para ser exhibida
en un lugar y un momento determinado. Lo deseable sería
que la institución que la va a exhibir la comisione. Viene
desde los mecenas, que encargaban obras, pues el arte no
solo sirve para frenar enfermedades de la sociedad –pues
la sociedad también se enferma–, sino también para dre-
nar, para hablar de lo que no se puede expresar con las
palabras, para hacer catarsis pública. Y también sirve para
generar desarrollo, trabajo, para que las economías crez-
can, para el mercadeo de las ciudades.
FOTOFOBIA
La oficina de la Universidad Nacional de Bogotá, al frente de
la cual está María Belén, vivió su época de oro cuando Marta
Traba consolidó su museo, a finales de los 60 y principios de
los 70, que corresponden a los inicios del Museo de Arte Mo-
derno de Bogotá. Luego cayó en unos años de desconcierto,
pero nuevamente levanta cabeza, bajo la actual administra-
ción. Además del museo, María Belén tiene a su cargo –con
un equipo de trabajo que no supera las veinte personas–, el
Auditorio León de Greiff, considerada desde hace 38 años la
casa natural de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
Graduada en Derecho en la Javeriana de Bogotá, Sáez
de Ibarra llegó a este cargo en 2007, luego de un camino
laboral que comenzó en el Congreso de la República, don-
de estuvo un año como parte del equipo del senador Jairo
Clopatofsky. Luego se fue a Londres, donde además de Re-
laciones Internacionales hizo una maestría en Políticas del
Arte. Al regresar al país, entró a la nómina de la Dirección
133
de Patrimonio del Ministerio de Cultura, como abogada
y gestora cultural, bajo órdenes de Katya González, pero
pronto fue ascendida al cargo de directora de la Oficina de
Artes Visuales.
El arte siempre ha delineado su destino, por lo que la
abogacía parece haber sido una equivocación en su vida.
Ella lo defiende, afirmando no solo que le gusta, sino, ade-
más, que le ha servido mucho. Aun así, enfatiza: “Mi papá
de niña me decía que uno sirve para muchas cosas. Yo creía
que era cierto, pero entre más pasa el tiempo más me con-
venzo de que no quisiera hacer nada diferente a lo que
hago ahora”.
Además de las funciones propias de la oficina de Divul-
gación Cultural de la Universidad Nacional, como curadora
ha acompañado el proceso de artistas como Miguel Ángel
Rojas, José Alejandro Restrepo, Ryoji Ikeda y Clemencia
Echeverri, cuyos trabajos curiosamente coinciden en el uso
del blanco y negro jalonando hacia lo oscuro, un punto en
el cual cayó en cuenta luego de que se lo mencionara su
colega Alcides Figueroa.
134
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
entrevistas -2010~2014-
andrés rodríguez zorro,
entrevista con la muerte
135
–como el chorro del agua o las máquinas de congelar– que
se escuchan casi armónicos. Desde una amplia puerta, en
el rincón derecho, se llega a un pasillo al otro lado en el que
están las neveras donde permanecen los muertos hasta por
treinta días. Si luego de ese tiempo todavía no han sido
reconocidos por parientes o amigos, pasan a una bóveda
especial en el Cementerio Central. A diferencia de la sala,
con un piso encementado en un gris tan liso que es resba-
ladizo (hay advertencias en cada pared recordando caminar
sin prisa: en todo caso, ¿para qué afanes, si ya la muerte
llegó?), este pasillo está pavimentado en el mismo azul de
las batas. Allí, por breves momentos (siempre parece haber
alguien limpiando de afán), corren hilos de sangre de algún
cadáver recién cosido.
Los cuerpos permanecen boca arriba, completamente
desnudos (sin ninguna sábana que cubra sus antiguos pu-
dores), como exhibiendo con desvergüenza la costura que
sube del vello púbico a la garganta. O sea, el vello púbico
se expone al público. Algunos todavía conservan los ojos
abiertos y el gesto de dolor o angustia con el que treparon
en la barca de Caronte. Sólo una mujer muy mayor, que
cargaba encima el cadáver de un bebé, mostraba cierta
placidez en su mirada.
El pasillo termina en un parqueadero cerrado al que sólo
acceden, o bien los coches fúnebres en busca de algún ca-
dáver, o bien el carro del Instituto cuando ingresa algún
cuerpo que inicia el proceso. El portero sólo abre el portón
en uno de tales casos. Además de los cadáveres arruma-
dos en la nevera, o los del pasillo a la espera de pasar al
congelamiento, la tarde de mi visita sólo había dos cuerpos
en las mesas para “autopsiar” (no me acostumbro a este
“verbo”, pero así lo usan allá). Alrededor de uno de ellos,
un médico entrado en años enseñaba a sus estudiantes, de
la especialización de otorrinolaringología, el procedimiento
para respingar la nariz, pues los cirujanos plásticos también
suelen usar estos cuerpos para, embelleciéndolos, enseñar.
“Ironías de la vida”, alcancé a pensar, “que haya que espe-
rar hasta morir para verse mejor”.
La otra mesa, en tanto, estaba ocupada por un NN al
que un bus acababa de arrollar un par de horas atrás. Esta-
136
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
137
queda claro que, por más mecánica que para muchos re-
sulte esta labor, esta gente sigue siendo tan humana que
necesita momentos de aislamiento y reflexión.
En el Instituto en Bogotá trabajan actualmente 28 médi-
cos forenses. Según el diccionario, “Forense viene del ad-
jetivo latino forensis, y hace referencia al foro”, pues en la
antigua Roma “una imputación por crimen suponía presen-
tar el caso ante un grupo de notables en el foro”. La voz de
Andrés Rodríguez Zorro es tan respetada en este Instituto,
que bien podría compararse con aquellos notables. Pero
así como entre sus pares su trabajo es reconocido con res-
peto, sus amigos más cercanos ya no se sorprenden cuan-
do, una tarde cualquiera, leen en su muro de Facebook fra-
ses del tipo “Hoy no ha llegado mucho trabajo. Necesito
más muertos para desaburrirme”. Ellos saben que, a sus 36
años, lo que escribe este médico hace parte de ese humor
tan negro como el color que suele usar para vestir. Quizás
por esto, desde hace un par de años, lo apodan, cariñosa-
mente, “Necro”.
Y no se crea que son pocos los que lo llaman así: a pesar
del miedo, el misterio o los prejuicios existentes alrededor
de quienes trabajan con la muerte, Rodríguez presume de
disfrutar de muchos amigos. De hecho, hace poco debió
bajarle a la rumba por cuenta de un infarto prematuro.
Aunque no ha hecho a un lado su placer por el whisky –su
trago preferido–, sigue cancelando cualquier reunión, por
importante que sea, que lo obligue a incumplir una cita con
algún partido importante de fútbol. Parece ser un hombre
más común y corriente que Jesucristo o Satanás, ese tán-
dem ante el cual supuestamente parten las almas de los
cuerpos que a diario analiza. “Parece”, dije, pero ¿lo es?
Veamos.
Rodríguez Zorro nació en Ibagué, Tolima, pero su familia
es boyacense. Su papá, un hombre que lo engendró cuan-
do ya había superado los sesenta años, comercializaba con
arroz; en tanto su mamá, que todavía vive, fue hasta hace
pocos años profesora de matemáticas. En todo caso, nada
los diferenciaba de otra familia de clase media. “Mi papá
era muy pasivo y cálido en tanto mamá siempre ha sido
una mujer fría y de armas tomar –recuerda Andrés de su
138
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
139
que hay que plantear una hipótesis y sustentarla. Es todo el
método científico aplicado. De modo que cuando me ha-
blaron sobre ello lo vi como muy científico y apasionante”.
Salvo el uso del negro cerrado –que por alguna razón
pronto convirtió en su color preferido– no tuvo nunca un
choque duro con la muerte hasta cuando murió su papá,
aunque en este caso no fue tanto con la muerte como con
el dolor. “Yo estaba ya haciendo la residencia. Entre los cua-
tro hermanos habíamos logrado traer a papá y mamá a vivir
a Bogotá. Entonces un amigo de ellos murió allá y bajaron
al funeral. Como a los tres días de ese velorio, papá murió
en Ibagué. Él amaba mucho esa ciudad, tenía un nexo muy
fuerte. Creo que, en el fondo, él quería morir allá. Fue un
martes cuando mamá llamó con la noticia en la madrugada.
Cogimos el avión de las seis de la mañana. Al tenerlo al
frente, le cogí la mano y le acaricié la cara. Todavía estaba
tibio. Es que yo tenía con él una relación muy cálida porque
él siempre fue muy tierno conmigo”.
“Ver muerto a papá fue muy fuerte. Sentí un vacío. Fue
duro para mí porque de mis amigos nadie fue al velorio.
En cambio, los amigos y socios de mis hermanos fueron
todos. No me acompañó nadie. Por eso no tuve con quién
hacer la catarsis. Para colmo, me tocó firmar el Certificado
de Defunción”.
Para entonces, Rodríguez ya trabajaba en lo que ahora
hace, pero todo lo hacía de una manera muy mecánica. “Esa
muerte me confrontó. Me dije, Dios mío, este es el cadáver
de quien me engendró. Yo había visto más muertos. Pero
cuando uno se pregunta lo que hay detrás de un Certificado
de Defunción se topa con que es la muerte de una persona,
el dolor de una familia, de pronto –incluso– el dolor de un
país. Esa muerte me cambió el sentido de las proporciones.
De alguna manera, humanizó la muerte para mí”.
Quizás fue la libertad que descubrió en la Nacional
(“Nunca había visto a una pareja del mismo sexo besarse,
ni conocía el olor de la mariguana…”), pero algo en él hizo
click en el umbral de sus veinte. Sucedió luego de una rela-
ción de amor traumática. “A los 18, yo era más niño que los
otros niños de mi edad porque era ingenuo, inocente, en-
140
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
141
con los párpados un poco grises. Me han llegado casos de
personas que mueren durante el acto sexual y la mirada es
completamente diferente: es una expresión como de placi-
dez, muy diferente de la de quienes mueren quemados o
víctimas de una explosión, en cuyo caso muestran el terror;
o de la mirada inocente de un niño que muere por una cau-
sa natural.
142
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
143
–¿Cómo son los familiares que llegan allá con alguien
muerto en estas condiciones?
El tema del sexo en Colombia sigue siendo tabú. En este
caso, lo que pretenden los familiares es omitir o negar todo
alrededor del sexo. Dicen, por ejemplo, que fue un infarto y
niegan que fuera en un motel o con una prostituta.
144
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
145
–¿A quién te habría gustado hacerle autopsia?
A muchos artistas. A Michael Jackson o a Heath Leadger,
por ejemplo. No por ser ellos, sino porque me intrigan las
muertes por intoxicación o abuso de sustancias, pues son
científicamente retadoras y muestran la esencia del ser hu-
mano, pues hay que investigar muchas cosas: la escena, la
persona, la sustancia consumida… A veces los medios son
simplistas y dicen que se murió por consumir cocaína y re-
sulta que es más complejo. Anna Nicole Smith, por ejemplo,
murió al combinar una serie de sicofármacos que, en la inte-
racción medicamentosa, la mataron. De hecho, muchas de
las muertes que llegan a mi morgue por intoxicación me gus-
ta abordarlas a mí, porque usualmente logro saber la verdad.
Otra autopsia que me gustaría hacer es a un enano. Y no
se piense que hay allí algo de morbo, sino que los órganos
deben ser mucho más pequeños y eso me produce interés.
146
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
147
–Qué me dices del complejo de Medea: ¿qué tantas ma-
dres matan a sus hijos?
Por desgracia, muchas más de lo que imaginas. Muchas de
estas muertes suceden en el postparto, para ocultarlos o ne-
garlos. O hay aquellas que los matan para que el marido no
las abandone; o por ataques de ira, por ejemplo cuando los
niños lloran mucho. Tuve un caso en el que la mamá mató a la
hija porque la encontró con su padrastro… Y hay el caso de
hijos que matan a su padre por defender a la mamá.
148
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
149
didos mucho tiempo atrás. Como cualquier colombiano –y
aunque un par de amigos mencionaron su mal genio frente
a la mediocridad laboral–, presume más de una vez de ser
una persona alegre (pero incluso cuando ríe es un hombre
serio. ¿Es esto un oxímoron? ¿Acaso riñen alegría y serie-
dad?). En realidad, como se desprende de esta entrevista,
es alguien muy riguroso y metódico, a quien le molesta que
lo vean como una persona común y corriente.
Rodríguez disfruta públicamente las mismas cosas que
la mayoría: se moviliza por la ciudad en un bmw, turistea por
el extranjero varias veces al año, cena con los amigos en
restaurantes caros, antes que nada prefiere el whisky, todas
estas etiquetas gregarias del gran éxito material (y va una
pregunta general: ¿acaso el éxito sólo lo es en la medida en
que lo es para los demás?).
Pero, según también se desprende de sus palabras, la
satisfacción la encuentra cuando está a solas con sus muer-
tos. Es justo esto lo que vertebra su felicidad. Es como si el
nerd de su niñez –ese que anuló por encontrarse con la so-
ciedad– pide a gritos que lo dejen salir… O volver a entrar.
¿Somos aquello que nutre nuestra esencia o ese otro que
inventamos para espantar la soledad?
Rodríguez acaricia la idea de dedicarse a la literatura una
vez cuelgue la bata de forense. Habrá que esperar hasta
entonces para leer las historias mínimas que suele colgar
en su página de Facebook. Como esta, que publicó hace
apenas dos días: “Ese sábado fue una noche dura de tra-
bajo, muchos polvos, muchos golpes, exceso de drogas y
licor. Exhausta, reposa en su lecho junto con su hijo de dos
meses. Es la una de la tarde del domingo, ella despierta
nerviosa y observa el bello rostro de un lactante al que la
asfixia por compresión le ha marcado una tonalidad violá-
cea en sus manos y en sus labios”.
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Crónicas
-2005~2015-
Happening costeño
-
Este muerto está muy vivo
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La parranda es pa’ amanecé
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La génesis vallenata
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Mi propio Cinema Paradiso
-
La banda sonora de Cartagena
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
crónicas -2005~2015-
happening costeño
Daisy Velásquez no había nacido todavía cuando los ríos
Gualí y Lagunilla se llevaron con su avalancha los 20.000 ha-
bitantes de Armero. En noviembre pasado vio por primera
vez en los noticieros el cuerpo de Omaira, atrapado entre
el lodazal y los escombros, descollando apenas su carita
angelical de cabellos acaracolados y esos profundos ojos
negros que se despidieron de este mundo con valentía y
serenidad.
La imagen se le incrustó en la memoria hasta cuando,
buscando una idea para crear un cuadro vivo que mostrara
el problema invernal que padece el país, el tema de Armero
cobró importancia. “No quería lo de siempre: eso del agua
anegando las viviendas y la gente durmiendo en canoas
pegada a los chismes de su cocina”, afirma la niña, quien
no confió en poder dirigir ella sola la puesta en escena que
hace 25 años se volvió icono de esta tragedia. Habló con
su hermana mayor y entre ambas se dieron a la tarea de
buscar la utilería requerida para escenificar este cuadro que
impacta por su realismo y crudeza, sobre el cual los espec-
tadores no sólo juzgan la técnica, sino que debaten sobre la
representación en sí, el mensaje y su belleza.
El pueblo se llama Galeras, queda en Sucre, a una hora
por tierra desde Sincelejo, vive de la ganadería y la agricul-
tura de pancoger y cuenta en su área urbana con 12.000
habitantes acostumbrados a recrear como cuadros vivos
escenas, frases o palabras que los impactan. Manera que
aprendieron de los curas, quienes, en sus afanes evange-
lizadores, hacían replicas humanas de las estampas de los
santos. Ciento cincuenta años llevan los galeranos recrean-
do entre sus calles lo que el arte puso en boga desde 1950
bajo el nombre de hapenning: una manifestación multidis-
ciplinaria que consiste, frecuentemente, en una obra de
arte que no se focaliza en objetos, sino “en el evento a or-
ganizar y en la participación de los espectadores, para que
dejen de ser sujetos pasivos y, por su actividad, alcancen
155
una liberación a través de la expresión emotiva y la repre-
sentación colectiva”, según informa Wikipedia.
A principios de siglo, Ciro Iriarte, uno de los organizado-
res del evento, llevó desde Medellín el concepto de perfor-
mance aplicado a uno de sus cuadros, y desde entonces la
polémica no cesa. “Desde que un cuadro de Ciro impactó
por el uso de elementos performativos, los jóvenes han se-
guido ganando al introducir conocimientos del arte moder-
no”, afirma Jorge Romero, quien ha participado con dos
cuadros basados en la técnica de las sombras chinescas.
Cada cuadro cuenta con un espacio máximo de dos metros
cuadrados durante las dos horas que dura la escenificación.
Un promedio de 15 cuadros por calle y una calle diferente
para cada día es lo dispuesto por la junta directiva para
embellecerse y servir como escenario durante el Festival
Folclórico de la Algarroba, que se desarrolla todos los años
a partir del 6 de enero.
Los últimos tres años ha habido un ganador consecutivo,
Gabriel Díaz, un diseñador gráfico que, a sus 20 años, opi-
na que la clave está en la innovación. “Hay que salirse de
lo corriente pero, sobre todo, ser muy exigente tanto con
uno mismo como con los actores que te acompañan en el
cuadro”.
Entre el maremágnum humano que deambula por los
casi dos kilómetros de trayecto, se escuchan frente a los
cuadros diálogos espontáneos como el que sigue:
–No entiendo cuál es el mensaje, pero no hay duda de
que eso quiere decir algo.
–Hmmm… Con tal de que no me pase lo del año pasa-
do, que un cuadro se me metió en la cabeza y hasta casi un
mes después fue que lo vine a entender.
Que lo que haya entendido este espectador haya sido
exactamente lo que su autor quiso decir, no importa. El arte
está ahí para que cada quien lo interprete a su manera. Lo
importante es que genere una emoción, una reflexión, una
discusión.
Año tras año el pueblo ha ganado en turismo. Hay gente
que viene de pueblos vecinos, se devuelve a sus casas a
pernoctar y regresa de nuevo a las seis de la tarde del día
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
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crónicas -2005~2015-
este muerto está muy vivo
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OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
Orígenes
Varios pueblos de nuestra costa Caribe disputan por el ho-
nor de haber sido el lugar de nacimiento del porro. William
Fortich, un batallador de nuestra cultura regional, y quizás
uno de quienes más ha investigado sobre el tema, sostiene
que el porro “nació en la época precolombina a partir de
los grupos gaiteros de origen indígena, luego enriqueci-
do por la rítmica africana”, y más tarde evolucionó “al ser
asimilado por las bandas de viento de carácter militar, que
introdujeron instrumentos de viento europeos, como trom-
peta, clarinete, trombón, bombardino y tuba”.
Pero no es el único que ha pontificado al respecto. Juan
Ensuncho Bárcena, escritor y cineasta, afirma que es oriun-
do de San Marcos del Carate, mientras que Enrique Pérez
Arbeláez sostiene que su acta de bautizo está en el Magda-
159
lena. Al tiempo, el maestro Juancho Torres asegura que la
cuna es el Palenque de San José de Uré, una población de
esclavos negros dedicados al laboreo del oro, ubicado en-
tre Antioquia y Cordoba; mientras otros más aseguran que
nació en Corozal, en Momil, en San Antero, en Barranquilla,
en Ciénaga de Oro.
Jesús Paternina Noble afirma que “fue a través del pro-
ceso de creación colectiva de la música en San Pelayo como
se fue creando el porro y las bandas de música”, y no duda
en sostener que “el de esa idea creativa, al cual los demás
le seguían, fue el Primo Paternina”. El barranquillero Orlan-
do Fals Borda, sociólogo, pero –ante todo– uno de los más
importantes investigadores de nuestra cultura Caribe, tam-
bién asegura que el parto se produjo en san Pelayo, e inclu-
so ofrece detalles de cómo sucedió: “Nació en 1902, en la
plaza principal del pueblo, detrás de la iglesia y debajo de
un palo de totumo”.
Que tantos pueblos pretendan arrogarse la paternidad de
este género musical habla muy bien del orgullo que toda la
región siente por este hijo. Por eso, para evitar caer en dis-
cusiones bizantinas, lo más sabio es conservar la frase que
Guillermo Valencia Salgado –músico, investigador del folclor,
poeta, cuentero y escritor más conocido como el Compae
Goyo– afirmó a la antropóloga y documentalista Gloria
Triana en una investigación adelantada en 1985: “El porro es
costeño: representa a toda la región caribe por igual”.
Punto.
De otro lado, en cuanto al origen de la palabra “porro”
–que no se puede ni debe confundir con aquel otro porro
mencionado recientemente por el procurador Ordoñez,
cuando pretendió victimizarse por algunos medios de co-
municación–, hay dos hipótesis: para unos, entre ellos Juan-
cho Torres, proviene del porro, manduco o percutor con
que se golpea al bombo; otros, en tanto, sostienen que se
deriva de un tamborcito llamado porro o porrito con que
éste se ejecutaba.
En cualquier caso, se trata de una música hecha por los
campesinos al regresar cada tarde del trabajo, quienes, en
sus inicios, hacían sonar como una gaita “la rama de la pa-
160
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute
161
su paso por la academia. Su primera orquesta se llamó La
Pájara Azul. Tal cual lo cuenta en la biografía que escribió
Mariano Torres Montes de Oca sobre quien luego sería uno
de los más importantes músicos de la historia nacional: “En
1940, al crearse la orquesta Atlántico Jazz Band, pasó a for-
mar parte de ella como arreglista y compositor de la mayo-
ría de las piezas de la orquesta. Posteriormente formó parte
de la recién creada Filarmónica de Barranquilla y, luego de
un corto tiempo, pasó a la orquesta Emisora Atlántico que
dirigía Guido Perla”.
Musicalmente hablando, el porro fue lo primero que
mostramos los colombianos en el exterior, nuestra carta de
presentación cultural. No la cumbia. Y casi la mayoría de
músicos e investigadores que le han metido diente al tema
culpan de su declive al vallenato.
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portante de nuestro folclor, pero también que, como dice
el columnista sucreño Jaime García Chadid: “Mientras que
el vallenato es parrandeable, el porro es bailable”.
En todo caso, “a que no muera nunca el porro y cada
día se promueva y se engrandezca más, que no se seque
y reviva” está empeñado su festival, tal cual palabras de la
presidenta del Festival Nacional del Porro, Felipa Plaza de
Cogollo. El actual alcalde de San Pelayo, José Jaime Pareja
Alemán, es otro convencido de la labor que anualmente se
realiza en su pueblo. “Estamos tratando de insertar al res-
to del país el porro pelayero. Desafortunadamente, es un
trabajo que se hace con las uñas, pues no se cuenta con el
apoyo privado como en el caso del vallenato. Para ello, este
año el primer puesto consiste en una premiación en efec-
tivo y una garantía de que la Junta del Festival va a utilizar
para una grabación de mil cedés, de los cuales quinientos
se entregarán a la banda ganadora y los otros se usarán
para seguir promocionándolo y enviarle a todos los patro-
cinadores. A partir de ahí le apuntamos a un reverdecer en
la parte comercial”.
Efectivamente, es en su difusión donde se constata su
mayor falencia, así como en la necesidad de dignificar la
labor profesional de sus músicos, quienes a día de hoy recu-
rren a su talento musical como si se tratara de una segunda
o una tercera opción, lo que ha llevado a la carencia de
mayores composiciones nuevas.
También falta, como se dijo atrás, gestión cultural por
parte de sus miles de seguidores a nivel nacional, aunque
es justo reconocer que la Gobernación de Córdoba, en ca-
beza de Alejandro José Lyons Muskus, acaba de aprobar
una partida de 13.200 millones de pesos para construir, en
un espacio de casi seis hectáreas en San Pelayo, el Comple-
jo Cultural María Barilla, cuyo diseño incluye una moderna
tarima giratoria, con un costo de cinco mil millones de pe-
sos, y un parqueadero para más de mil vehículos.
Con esta construcción, San Pelayo no solo se convierte
en el ave Fénix del porro, sino que, curiosamente, homena-
jea a una mujer alegre y fandanguera que en el pasado se
tuvo por libertina. Una región de terratenientes ganaderos
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la parranda es pa’ amanecé
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a su compadre Rafael Escalona y a la familia del desapare-
cido Tobías Enrique Pumarejo. Como se ve, la de Old Parr
fue una parranda en la que el sentimiento vallenato fue el
protagonista.
Por supuesto, no fueron estas las únicas parrandas orga-
nizadas durante la pasada fiesta de acordeones. A vuelo de
pájaro, el resumen podría ser el siguiente: en la villa Ran-
cho Mío, los notarios homenajearon a su Superintendente,
Manuel Guillermo Cuello; a la que ofreció Caracol fue
toda la farándula; el Chichí Quintero celebró en su casa
la visita del expresidente Samper; el Club Valledupar no
se conformó con una fiesta, sino que organizó dos, en las
que tocaron Iván Villazón, Los hermanos Zuleta, Silvestre
Dangond y Jorgito Celedón, quien se robó el show con su
“¡Ay, hombe!”; Patricia Baute ofreció una pequeña parran-
da (“sólo para cien personas”) para el gerente de Promigás,
Antonio Celia, y su señora Patricia Maestre, nieta de Pedro
Castro Monsalvo, reconocido prohombre de la antigua Pro-
vincia de Padilla; como cada año, donde los Araújo Castro
–en la única casa cuya parranda es cobijada por un palo
de níspero– la fiesta se prolongó hasta el mediodía del día
siguiente, con la presencia de los hermanos Zuleta; y para
colmo, esa misma tarde Fina Castro celebró su 50 cumplea-
ños. Es decir, los invitados salían al mediodía de la casa del
viejo Rafael Castro –abuelo de Conchi–, alcanzaban a darse
un duchazo, una pequeña siesta, y a las tres de la tarde ya
estaban de nuevo bebiendo en casa de Pepe Castro: sin
duda, no hay mejor síntesis de un festival vallenato.
Por supuesto, quien no quería asistir a estas fiestas podía
ir al Parque de la Leyenda, una inmensa media torta con
capacidad para 25.000 espectadores que se vio colmada,
particularmente la noche del jueves 28, con la presentación
de Kaleth Morales y Diomedes Díaz, quien a última hora
firmó contrato con los organizadores del evento. Durante
varias semanas la presentación del astro del vallenato estu-
vo en entredicho, se dice que por la gruesa suma de dinero
a la que el cantante aspiraba. En todo caso, la noche de
su espectáculo en la tarima La Cachucha Bacana el parque
estuvo a reventar.
Nunca, para un festival vallenato, la ciudad había reci-
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la reina y la modelo–, para que, cuando fuera elegido pre-
sidente del Club Valledupar, llevara esta música a las altas
esferas sociales.
Por entonces, en el resto de Colombia la moda era la
cumbia, el chachachá y el mambo (ah, bueno, y el bambuco,
la guabina y esas cosas cachacas), y a las fiestas las llamaban
“saraos” o “pachangas”. Por eso, cuando García Márquez le
pidió a su amigo Escalona que le llevara a Aracataca los
mejores acordeoneros de la región, para ponerse al día en
todo lo que se había compuesto en los 7 años que estuvo
ausente del país (que la periodista Gloria Pachón de Galán
tituló como el “gran festival vallenato”, y que no es más que
la inspiración del que cinco años después, en 1968, comen-
zara a organizarse cada abril en Valledupar), el hoy nobel de
literatura escribió una crónica narrando los acontecimientos
de esta fiesta, en la que habla de la pachanga del siglo, así
hoy los puristas del vallenato pretendan sutilmente cambiar
la palabra por la muy vallenata “parranda”.
Y es que “parranda” es palabra de siempre en el argot
vallenato. Prueba de ello son las coplas de su himno más
cantado, “El Amor amor”, aquel que dice –entre versos del
Romancero español– “Este es el amor amor/ el amor de las
mujeres/ cuando estoy en la parranda/ no me acuerdo de
la muerte”, un canto anónimo utilizado desde siempre por
el pueblo vallenato en su famoso pilón, que no es otra cosa
que la alborada con que se da inicio a los carnavales, que
en Valledupar eran tan tradicionales.
Pero no solo durante su célebre festival en Valledupar
se puede disfrutar de una parranda, a pesar de que en los
tiempos modernos organizarlas no resulta tan fácil: aho-
ra hay que pagarle a los músicos. En antiguo, en cambio,
como diría Magally Urzola, una de las grandes parranderas
de la ciudad, “sólo era necesario llamar a Colacho, reunir-
se con los amigos y mandar a pedir unas cuantas cajas de
whisky”.
Whisky y parranda siempre han ido de la mano, junto
con las costillitas de chivo frito y el bollo limpio. Todo esto,
por supuesto, bajo la sombra de las frondosas ramas de un
paloe’ mango, que es árbol obligado en todos los patios
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Por eso en la ciudad hay tertuliaderos famosos como el
de la puerta de Carmen Montero, en plena plaza Alfonso
López, donde cada tarde, al caer el sol, los vallenatos se re-
únen para contar las anécdotas del día, para escandalizarse
con lo que no admiten públicamente que también hacen
en privado, o simplemente para reírse por los percances
ajenos. Por supuesto, no es cosa nueva: es la tradición he-
redada desde la época de Francisco el Hombre, cuando
el pueblo entero se reunía para escuchar las noticias que,
acordeón en mano, refería su más famoso juglar.
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la génesis vallenata
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respectivos departamentos la idea de que la creación de
este nuevo departamento era urgente y necesaria. Al mis-
mo tiempo, y haciendo gala de su reconocida hospitalidad,
las familias vallenatas más pudientes abrieron las puertas
de sus residencias para recibir a toda suerte de visitantes
nacionales.
El ascenso a los Andes tardó poco. Aprovechando la
amistad con la oligarquía bogotana, Rafael Escalona jugó
el mismo papel de los adelantados en la época de la Con-
quista, y el acordeón, la caja y la guacharaca se convirtieron
en una suerte de caballo de Troya que auparon el ingreso
de jóvenes vallenatos a los salones privados de los clubes
bogotanos. Fue una gesta seductora, alegre y muy sexy.
De un momento a otro, en toda Colombia se respiraba un
aire de simpatía por Valledupar que llevó a afirmar al presi-
dente Echandía, en una de sus típicas frases lapidarias: “Al
Cesar hay que parirlo, aunque sea por cesárea”. A punta de
vallenatos Magdalena perdió de un plumazo gran parte de
su territorio. En una época cuando ninguna gran empresa
nacional tenía departamento de lobby, la creación del Ce-
sar se convirtió en la primera gran campaña de relaciones
públicas exitosa en el país. Y, como en el cristianismo con el
pez, uno sólo fue su símbolo: el acordeón.
López Michelsen, nieto de una vallenata, fue nombrado
gobernador en tiempos cuando La Piragua, el primer bar
que conoció este pueblo, se convirtió en lugar de encuen-
tro de la muchachada para hablar de música vernácula. Fue
allí donde él lanzó al aire la idea de marcar un distintivo,
una característica, una particularidad que sirviera como voz
de la región. Consuelo Araújo –una intelectual local aman-
te del folclor y una mujer polémica por lo aguerrida, por
el exceso de pasión que ponía a sus causas– propuso un
festival anual de vallenatos. A ellos se sumaron la alegría
y el entusiasmo del compositor Rafael Escalona y de otra
mujer de perrenque, Myriam Pupo Pupo, quien bosquejó la
fiesta para los dos últimos días de abril, coincidiendo con la
celebración de la Leyenda de la Virgen del Rosario, un mito
indígena heredado de la época de la conquista al que el
Festival terminó por engullir.
Bastaron pocos años para que el festival se convirtiera
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piró todo un pueblo. Por desgracia, con la autonomía llegó
también el manejo local de la política y, con la política, se
salieron de cauce las envidias, las codicias y los intereses
privados. Como advierte Josefina Palmera, el personaje
central de la novela Líbranos del bien: “De la noche a la ma-
ñana el Valle fue presa de la rapiña. Todo el mundo quería
mandar, o al menos hacerse a su porción de vasija. Surgie-
ron odios y resentimientos insospechados: hablar mal del
contrincante suele causar heridas muy difíciles de sanar. Y
el odio nació y el odio se alborotó y el odio hizo metástasis
y el pueblo entero se convirtió en un avispero”.
Desde entonces, nunca una nueva causa ha vuelto a con-
vocar a todo el pueblo vallenato. Quizás por esto, por re-
cordar que –efectivamente– hubo un tiempo cuando el ca-
riño y el deseo común de salir adelante fue dueño de toda
esta región, es que somos tan nostálgicos. Y, quizás por
pretender hacerle el quite a esa nostalgia, nos aferramos al
canto: “Porque el folclor de mi Valledupar, donde el amor
nace en mil corazones, se eternizó en el alma del Cesar y en
la alegría de mil acordeones”.
Semana, 2015.
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mi propio cinema paradiso
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Cuatro años después se trasladó a lo que para entonces
era un corral, al fondo del patio de la casa de los Baute
Uhía. Para esta nueva inauguración, mis abuelos mandaron
a construir cien bancas para cuatro personas por unidad,
en madera de carreto –permeable por igual al inclemente
sol como a la voraz llovizna–, las cuales iban atornilladas en
lugar de estar clavadas, por aquello de que esta madera se
“abre” con el clavo.
Para evitar los charcos abandonados por el invierno,
mi abuelo mandó abrir canales con nivel hacia la calle. De
esta manera, si llovía, los espectadores se mojaban, pero
no chapaleaban. Adicionalmente, pasó la pantalla, que en
la anterior sede estaba dispuesta sobre el oeste, hacia el
oriente, negándole su reflejo a la luna.
La inversión significó a la vez un incremento en el costo
de la boleta, dividida ahora entre palco y luneta. A esta
última podía acceder quien quisiera, fuera rico o pobre, es-
tuviera bien o mal vestido. El palco, en tanto, estaba reser-
vado para los elegantes y los riquitos de la época. No en
vano, durante los aguaceros, al pueblo no le preocupaba
mojarse, en tanto los del palco se protegían con una espe-
cie de cachucha construida inicialmente en techo de zinc y
luego con eternit.
Por eso, mientras para entrar a luneta se cobraban diez
centavos, para palco había que pagar quince, aunque al-
gunos “vivos” desembolsillaban tan solo cinco centavos,
pagándole a Jacob Luque, vecino de mi abuelo al otro lado
de la calle, para que les permitiera disfrutar del espectáculo
trepados en las ramas del tamarindo del patio de su casa
(hasta el día en que varias ramas se rompieron y varios de
ellos terminaron en el hospital con fracturas de brazos, pier-
nas y una que otra costilla).
Con el correr de los años –y el éxito del negocio en ma-
nos de su mujer–, mi abuelo compró una planta diésel de
mayor capacidad, pues Valledupar para entonces carecía
del servicio de luz. Hábil con la electricidad y los trabajos
manuales, se las ingenió para anexar bocinas, fuera del so-
nido que venía ya incorporado a las máquinas marca RCA
Víctor de 16 milímetros, en las cuales se rodaban películas
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René Tabard contó algo similar en La invención de los
sueños, donde menciona una de las primeras películas que
mostraba un tren llegando a la estación. “Cuando vio el
tren acercarse rápidamente, el público gritó porque creyó
que iba a arrollarlo. Nadie había visto nada parecido”. Esto
sucedió en 1895, sesenta años antes de que Valledupar
descubriera que, tal cual lo dijo George Méliès, “las pelícu-
las tienen el poder de capturar los sueños”.
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llegó el lente cinemascope y totalcope (a diferencia del an-
terior, que era panorámico). Entonces hubo necesidad de
ampliar la pantalla, tanto en su largo como en su ancho. Ya
entrados en gastos, se cambió también la silletería de ma-
dera por bancas de latón, con lo que se ganó espacio para
completar 850 sillas, más 150 butacas acolchonadas que se
dispusieron en el palco, donde pasó a cobrarse una tarifa
de dos pesos por función.
El placer por el cine se desbordó de tal manera que el
año en que yo nací, a mediados de los sesenta, además del
Cine Cesar funcionaban en el pueblo el Teatro Caribe, de
propiedad de Marcos Barros, y el San Jorge, de Manuel
Pineda Bastidas. Un par de años después se techó comple-
tamente el Cesar, presentando un nuevo horario con fun-
ciones a las tres de la tarde.
Con la aparición del Betamax en Valledupar, en 1980, el
negocio comenzó a mostrar sus grietas, las cuales se pro-
fundizaron durante la alcaldía de Rodolfo Campo Soto, al
inaugurar los kioskos, restaurantes y la vida nocturna que
a partir de entonces tomó fuerza en el balneario Hurtado,
a orillas del Guatapurí. Valledupar ya no era el pueblo dis-
puesto en dieciséis manzanas alrededor de la Plaza Alfonso
López, sino una ciudad emergente que naufragaba tras la
bonanza del algodón.
Con la llegada del DVD y el TV cable, a finales de esa
década, diversos cines y teatros del país comenzaron a sen-
tir los estertores finales. El Cine Cesar, que hasta el minuto
final hizo parte del patio de la casa de mis abuelos, cerró
sus puertas por última vez en 1992.
Mi cinema Paraíso
Veinte años atrás, cuando yo no era más que un mocoso
impúber, se incrustó para siempre en mi memoria la imagen
de mi abuela, en la oficina sin puertas de su amplia caso-
na con patio enmarañado de trinitarias moradas, contando
las boletas en horas de la mañana, para venderlas luego
a través de una pequeña taquilla cuadrada que accedía a
la calle, a escasos metros de la verja del teatro; y la de mi
abuelo, al final de cada tarde, prendiendo la pequeña plan-
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ombligo que me unía a Valledupar. En un pueblo en el que
siempre me sentí excluido, hubo un lugar de mi infancia en
el que algún día fui muy feliz. De modo que –corrijo– más
que el ombligo, era una especie de útero que me protegía,
al tiempo que me regalaba razones para vivir.
Y dicho esto recuerdo ahora que, por cuenta de los ena-
morados, después de cada función, especialmente en va-
caciones, los encargados de asear el Cine Cesar duraban
horas enteras rastrillando los pegotes de chicles Adams
que dejaban sobre las sillas de latón.
Pero valía la pena.
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la banda sonora
de cartagena
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obsidiana juegan en calzoncillos sobre la limpia arena con ta-
pas de cerveza que hacen pasar por boliches. Al preguntarle
por La Niña, se pierden por una puerta al fondo del local
hasta regresar con ella. Es una mujer menuda, cercana a los
sesenta, de sonrisa pícara. Viste con ropa de faena y lleva los
cabellos enmarronados. Antes de entrevistarla, le pedimos
que pose ante nuestra cámara, aprovechando la bellísima luz
mortecina del atardecer que cubre todo el lugar como un
manto dorado. “Se podrá ir la luz, pero yo así no salgo en
una foto”, contesta vanidosa antes de perderse de nuevo por
la misma puerta por la que salió.
Treinta minutos después, cuando la luz del sol ha des-
aparecido por completo, regresa con una amplia sonrisa
vestida con pantalón celeste y camisa blanca de flores bor-
dadas. “Todo comenzó por una caja de fósforos”, cuenta
entre risas (mientras habla el plato de peltre sobre la mesa
del comedor vibra por la música que suena a seis cuadras).
Se trata de una caja de fósforos El Rey en la que llegó em-
pacado un pequeño equipo de sonidos que compró con
las ganancias de la venta de quesos. El aparato pasó a ser
picó luego de adicionarle un enorme parlante: “Yo ponía
mi cantina aquí y todos los fines de semana venía mucha
gente desde Cartagena a escuchar la música africana que
le comprábamos a unos tipos que trabajaban en la Flota
Grancolombiana. Chawala debía tener en ese entonces cin-
co años. La primera vez que lo llevamos a Cartagena, ya
con cuatro parlantes, fue a una fiesta en el barrio San Fran-
cisco. De ahí pasó a La Candelaria y a la Caseta La Dinámica
en el Olaya. A la gente le encantaba todo lo que poníamos
y se enloquecían sin tomarse un trago. Nos fue tan bien que
los hijos míos dejaron el estudio y se dedicaron de lleno a
este negocio. Son seis: Ubaldo, Aroldo, Noraldo, Arnaldo,
Leonardo y Edgardo. Y una hembra que se llama Kelibana”.
También sus nietos devengan de este negocio. Uno de ellos
oficiará como dijey en la fiesta de esta noche.
“Señoras y señores, bienvenidos. Con ustedes, El Rey
de Rocha”, se escucha en la puerta de la casa el sonido del
picó ubicado frente al cementerio de Rocha (justo pegado
a la Calle de las Nalgas, llamada así en honor al trasero de
las mujeres del pueblo). No es para menos: El Rey de Rocha
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mediados de siglo, la música comienza a expandirse. Para
entonces se llamaba “terapia” y era una especie de san-
cocho musical con ritmos africanos, antillanos, indígenas y
afrocolombianos (soukus + juju + reggae + calipso + bu-
llerengue + mapalé). “Los que trabajamos por la música
criolla nunca le pusimos “champeta”. Siempre fue ‘terapia’
–afirmaría luego el periodista radial José Manuel Pinzón–.
El pueblo fue el que le cambió el nombre”. Palenque de San
Basilio fue su cuna natural. Todavía El Conde, uno de los
picós más antiguos de Cartagena, conserva una placa con
la leyenda “Si es palenquero de nacimiento, debe llevar la
terapia por dentro”.
En Palenque inicia la champeta, pero inicia mal. Inicia
marcada por el prejuicio, por el rechazo, por la exclusión.
Inicia marcada por el verbo, que todo lo falsea: casi todo
texto sobre champeta informa que su nombre se deriva
de la palabra “champa”, que era el machete que en aque-
llos primero años los seguidores de esta música llevaban
al cinto durante las fiestas. Esto, que es cierto, generó un
imaginario falso: que champeta es sinónimo de violencia.
Hay que aclarar: más que machete, la champa es lo que
queda de él luego de que, por exceso de uso, su acero se
desgasta pasando primero a ser soco. Siendo herramienta
de trabajo, esta champa los hombres no la portaban para
blandirla en riñas callejeras, sino porque del lugar de traba-
jo seguían al espacio de la fiesta: la llevaban consigo como
el ejecutivo que visita un bar con su maletín de oficina (ello
no significa que esta música esté exenta de violencia, como
podría estarlo el vallenato, el reguetón o la electrónica).
“Se trató de una música eminentemente popular, recha-
zada y prohibida por las clases altas y la iglesia Católica, por
lo que se desarrolló en los barrios pobres de los suburbios
(los arrabales), los puertos, los prostíbulos, los bodegones y
las cárceles donde confluían los inmigrantes y la población
local, descendientes en su mayoría de indígenas y esclavos
africanos”. Esto se escribió sobre el tango en 1807, pero
podría referirse a la champeta en 2007.
El prejuicio bastó para que le fueran cerradas durante
muchos años las puertas del Corralito de Piedra. Lo mismo
sucedió con la palabra “rege-rege”, que igual se refería a
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rítmica prevalece sobre las líneas melódicas y armónicas,
convirtiéndola en una expresión musical bailable en la que
predominan una fuerza y una plasticidad desbordantes. Los
instrumentos empleados son la voz, la batería, las guitarras
eléctricas, el bajo, las congas y el sintetizador”.
Los ritmos que sonaban en estos acetatos comenzaron
a escucharse de viva voz, en una gran mayoría de casos, en
el Festival de Música del Caribe. “Esos ídolos ya eran muy
presenciales para que la gente los aclamara –recuerda
Manuel Reyes Bolaño–. Allí comienzan a despertarse esos
sonidos ancestrales y a ser imitados por los habitantes de
barrios extramuros como Nariño, La Popa, Olaya Herrera,
La Esperanza, La Quinta y Lo Amador”. Justo Valdés fue
el precursor. Tenía un grupo llamado Son Palenque, que
reunía a artistas como Viviano Torres y Louis Tower el Ras-
ta. “Viviano más adelante –cuenta José Manuel Pinzón–,
decidió hacer unos cambios revolucionarios al introducir
un golpe en la batería que causó furor popular, al punto
de que desde entonces se impuso como el ritmo caracte-
rístico de la champeta”.
A pesar de este éxito, Viviano se enfrentó al proble-
ma de que ninguna disquera en Colombia quería grabar
champeta. “No me veían mercado ni futuro”, recuerda
treinta años después de su primer éxito. “Hasta que se me
cruzó en el camino Mateo San Martín, quien venía traba-
jando con Kubaney Records y produjo en Miami mi primer
disco que comenzó a sonar en las islas menores y luego
en Colombia” (de hecho, los discos de Viviano no son de
sello colombiano. Todos dicen: “Codiscos bajo licencia
de Kubaney Records”). Pronto se hizo famoso con éxitos
como “El Alcohol” y “El Permiso”, y lo siguieron otros mú-
sicos como Elio Boom, el de “La Turbina”; El Sayayín y
Álvaro el Bárbaro con “El Pato”, que fue un éxito de cham-
peta que se pegó tanto “que hasta a las reinas una vez les
dio ‘el Pato’, que era la fiebre de ese entonces”, ríe Vivia-
no al recordar la anécdota. “Había un empresario que se
llamaba Ramiro Marín que estuvo en Sudáfrica y trajo ‘La
Moda’ y ‘El Cheque’ –cuenta la periodista de El Universal
Jessica Ponce–, todo eso a lo que nosotros le poníamos
los nombres aquí”.
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A El Rey de Rocha lo volvimos a escuchar al día siguien-
te, esta vez en Palenque durante las fiestas de su patrono.
Cuando llegamos al pueblo, pasadas las seis de la tarde,
había dos picós en cada esquina de la plaza. Uno era El rey
de Rocha, el otro El Conde. En la mitad de la calle había dos
negros grandes con cara de niños –uno era autista– en un
duelo de baile. El pueblo los animaba, felices, a lado y lado.
Y ellos dos estaban que no cabían de la dicha con tanta
atención alrededor. Luego apareció la procesión cargando
a San Basilio a lo largo de un camino iluminado con velas.
Las mujeres llevaban toallitas para secar el rostro del santo
y luego se limpiaban con ellas. De fondo en la plaza, la es-
cultura de un negro rompiendo las cadenas. Una parte de
la romería entró con el santo a la iglesia. La otra se quedó
en la puerta bailando champeta, pero con frecuencia unos
y otros cambiaban de lugar, cantando y bailando champeta
al interior de la iglesia. Era claro: no habían venido a la igle-
sia a rezarle al santo. Estaban allí, como en trance colectivo,
para celebrar su aniversario (y a toda fiesta se va a bailar y
a cantar). Luego, todo ese mismo ritual se trasladó al con-
cierto: bailaban y cantaban la champeta con la fe y el fervor
de un gospel. Así entierran a sus muertos en esta tierra,
así barren sus casas, así cocinan: bailando. La champeta no
tiene ritos ni liturgia, pero sí sacerdote y un componente
mágico, porque, como dice la canción: “Aquí nadie copea”.
Y a todas estas, ¿cómo se baila la champeta? Se baila
con pasos cortos a los lados, el cuerpo levemente inclina-
do y los brazos caídos hacia adelante; o con los pies jun-
tos, moviendo sólo la cintura y los ojos cerrados en trance,
mientras con la mano izquierda el hombre se protege el pa-
quete. Las mujeres, en tanto, bailan echando el culo hacia
atrás. Es un baile muy masculino, incluso cuando el hombre
se amaciza con la mujer pegando ambos fuertemente sus
pelvis. Hay otro paso: el hombre golpea su espalda contra
una pared y la mujer se mueve de espaldas a él rozando sus
partes. El baile de la champeta es sensualidad convertida
en movimiento. Pero no se hagan: no se trata de aprender
unos cuantos pasos o de cogerle el ritmo; no se trata de
saltar o de saber mover el cuerpo. La champeta, señoras
y señores, es una música que no se baila: fluye. Se siente.
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rales. A las seis comenzaron a tocar, inicialmente solo por
hora y media. Hasta la medianoche duró el encuentro. Al
día siguiente, 1 de noviembre, El Tiempo publicó en prime-
ra página: “Champeta: debut en sociedad. Veinte parlantes
exhalando cuarenta y cinco mil vatios de pura champeta
criolla, que por lo general sólo suenan en casetas y fiestas
cerca de los fétidos caños que desembocan en la ciénaga
de la Virgen, se trasladaron esta vez a la Plaza de la Aduana,
en pleno Centro Histórico de Cartagena. Un picó encabezó
la multitud que partió de la sede del Instituto Distrital de
Cultura y desfilando y bailando se tomó la Plaza de la Adua-
na, en el Primer Encuentro de Champeta Criolla. Ni siquiera
el Joe Arroyo en sus mejores tiempos lo llenó: 20.000 se-
guidores conquistaron el lugar de la ciudad más envidiado
por políticos, cantantes y reinas de belleza, porque es un
termómetro que les mide la popularidad”.
Ese mismo año se dio el salto a Bogotá, cuando la Chica
Morales le propuso a Nora Trujillo, por entonces directora
del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, un encuentro en la capi-
tal colombiana. Entre ambas invitaron a Viviano Torres, Elio
Bloom, Luis Tower y Charles King. La boleta costaba 10.000
pesitos, pero a las 5 de la tarde sólo se habían vendido tres.
Morales y su marido se pararon a lado y lado de la puerta
y regalaron las boletas a todo el que por allí pasó. Hubo
lleno total.
Más adelante, siendo Ministra de Cultura, Morales invitó
a estos mismos músicos a un Festival en París. “Ellos esta-
ban en un camerino y un grupo de angoleses en el otro y de
repente, sin conocerse, comenzaron a tocar y cantar a dúo
con la pared de por medio. Es lo más bello que he visto”.
Morales invitó a los africanos a un concierto en Cartagena.
Vinieron cinco. Hicieron un taller y un concierto con éxito
total. Luego intentó presentarlos en el Teatro Heredia, el
recinto por excelencia del clasismo cartagenero, pero la
directora de ese entonces puso el grito en el cielo y no
hubo la más mínima posibilidad de convencerla. Esa mis-
ma sociedad cerrada y elitista es la que hoy día contrata a
los mejores cantantes de champeta para que amenicen sus
matrimonios y cumpleaños en los clubes sociales.
Mi cita con Charles King era a las cuatro de la tarde en
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reció la atmósfera de toda aquella sensibilidad; la aparición
del internet y la reconfiguración mundial de la industria dis-
cográfica hizo desaparecer los corresponsales picoteros y
su función mediadora del gusto champetúo; la aparición de
nuevas generaciones de público que nacieron sin la memo-
ria musical de la Champeta Africana y sólo la conocen como
música de los abuelos”.
Apenas comienza, pero es un debate entre investigado-
res e historiadores, porque, mientras tanto, el pueblo car-
tagenero sigue gozándose la vida a punta de champeta. Si
hasta hace unos años estuvo prohibida, ahora no hay quien
la detenga. No en vano la champeta es, hoy por hoy, la
banda sonora de Cartagena. Se escucha en los taxis, en la
calle, en la tienda de la esquina, en la pescadería del Bonny,
en la Avenida Heredia, en el mercado central, en Marbella
y Crespo, en las pizzerías de moda en Getsematí, en las
discotecas de la Calle Larga, en los restaurantes finos del
centro, en la Zona Rosa de la Medialuna, pero también en
la Zona Rosa de La Plazuela (en el sector de SAO). Incluso
los turistas gozan de la champeta en una exclusiva disco-
teca –Bazurto– con shows en vivo, ubicada a un costado
del Parque Centenario. Ahí, entre cantos y carcajadas, “La
espelucá” se convierte en himno.
Wooooo Woooo Uoo Wooo Woooo Chawa (Chawa) Vela
ve, vela ve. Ella es, ella es quien la ve, quien la ve bailan-
do así bailando champeta, tá espelucada… Píllala, cógela,
agárrala, martillala/ Que está, que está, que está espelucá/
Que está, que está, que está espelucá.
Semana, 2015.
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ensayo
-2016-
ensayo -2016-
literatura
e identidad lgbti*
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Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente.
Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas
y sueños con la muerte. Intenté el suicidio y –como pueden
ver– fracasé; padecí acné severo, me encerré en mí mismo
para que todos me olvidaran. No fue la mía, jamás, una niñez
feliz, ni tampoco una niñez inocente. ¿Cómo ser inocente si
mi alma no estaba exenta de culpa? Sólo que no era una cul-
pa propia: hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Podía
seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no
podía ser? Y la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los
demás, si no soy como los demás?
Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosa-
mente misógino. La misoginia, como la entiendo, no es odio
a la mujer, sino un miedo profundo a feminizarse. Lo opuesto
a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone, es
lo sensible. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la
heredé. “Todo, menos femenino”, me decía. Los contados
homosexuales a mi alrededor en ese entonces eran afemina-
dos: justo lo que me negaba a ser. Pero había un personaje
“extravagante” que se tomaba libertades inauditas en un
pueblo de vaqueros, como salir a la calle con un sombrero
floreado o vestir de mujer durante los carnavales. Me encan-
taba su espíritu de libertad.
Se llamaba Víctor Cohen y fue el hombre que llevó el
mundo a Valledupar. Montó la primera heladería, que no era
una heladería sino un Cream Helado, “Cream Helado We-
llcome”, pues ya para entonces el lenguaje era importante
para descrestar, y si se quiere presumir de cosmopolitismo
hay que valerse de palabras en otro idioma. Víctor Cohen se
hizo amigo de Gabo cuando todavía no era García Márquez,
y algunos dicen que fue quien le inspiró a Pietro Crespi. Una
vez se lo pregunté, a García Márquez, y no me lo confirmó,
pero tampoco me lo negó. En todo caso, sólo tuvo palabras
de cariño para Víctor Cohen, a quien le dedicó varios párra-
fos en Vivir para contarla.
Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron
a una casa, en ese entonces a las afueras de la ciudad. Tenía
seis años y a partir de ese momento mi mundo eran mis dos
hermanas y las cuatro hermanas que vivían en la casa vecina,
las dos únicas casas en quinientos metros a la redonda: sólo
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no es la historia de Valledupar?” Lo que siguió fue la lectura
de todo lo que se había publicado de Vargas Llosa y García
Márquez al tiempo que, mentalmente, absolvía interrogan-
tes literarios. Es decir, no leía: deconstruía.
De mis años en el ejército también recuerdo a un par de
compañeros, hoy ya muertos, que cada domingo, al regreso
de la franquicia del fin de semana, armaban corrillo a su alre-
dedor para contar anécdotas de burdel y noches largas. Con
frecuencia esas historias eran protagonizadas por travestis a
los que seducían en la Caracas y que luego abandonaban en
cualquier paraje tras golpearlos y torturarlos. Se ufanaban
al hablar de aquello como quien necesita exhibir su mascu-
linidad. Los veía tan cobardes… pero escuchaba en silencio,
muerto del susto.
De mi paso por la universidad recuerdo el violento ase-
sinato del tío de un compañero. Era un pintor reconocido
que había recogido a un hombre en la calle y este lo mató
con tanta sevicia como la de la prensa al mostrar las fotos
de lo sucedido. Lo que más recuerdo de esa carnicería son
los testículos del tío de mi amigo reposando en un cenicero.
En ese entonces no se llamaba crimen de odio, sino crimen
pasional, lo que daba cierta licencia para no investigar. Uno
de esos días salí del cine Almirante, en la calle 85 con 15,
absolutamente horrorizado luego de haber visto Cruising, la
película en la que Al Pacino hace de policía infiltrado en el
mundo gay de nyc en la búsqueda de un asesino de odio.
Para colmo, justo en ese momento apareció el sida.
“Mierda –pensé entonces– ¿todo esto es lo que me es-
pera?”
Dejé de escribir cuando me gradué de abogado. Y no
hubiera pensado en volver a hacerlo si no se me hubiera
atravesado una novela que, de alguna manera, me cambió
la vida. Se llama En el camino, de Jack Kerouac, y con ella no
sólo descubrí que podía escribir sobre la marginalidad, sino
que también me convenció de que no tenía que esconder mi
homosexualidad. Solo que en ese momento no se me ocu-
rrió escribir absolutamente nada, ni al día siguiente, ni al otro
mes, ni siquiera en los dos o tres años que pasaron después.
Pero la creación opera de maneras misteriosas y escribir no
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aventurero que recorre el mundo sin tener que explicarle a
nadie por qué es como es. Corto Maltés me enseñó a soñar
con la libertad. La libertad, lo entendí entonces, no es más
que ser uno mismo, y era solo cuando escribía cuando me
permitía ser yo mismo.
Si la literatura me ayudó a reflexionar sobre mi orienta-
ción, el cine y la televisión apelaron a la “normalización” a
través de la cotidianidad. Sucedió con Steven Carrington, el
hijo menor del poderosísimo Blake Carrington, quien nunca
aceptó la homosexualidad de su hijo. La serie se llamaba
Dinastía y la pasaban todos los domingos a las diez de la no-
che. A Steven le debemos el primer beso entre dos hombres
en la televisión. Aquello fue tremendo escándalo. ¡Y eso que
no fue un beso apasionado, sino apenas insinuado! Lo que
llevó a que Matt, el gay de Melrose Place, jamás se besara.
Hubo que esperar hasta el 2000 para que Jack McPhee, un
personaje secundario de Dawson’s Creek, diera el primer
beso “con lengua” a otro hombre en la TV.
Hoy los homosexuales abundan en la pantalla chica. En
Colombia, la mayoría son personajes construidos desde el
imaginario estereotipado y/o superficial heterosexual. Sé de
libretistas que podrían escribir sobre la herida todavía abier-
ta de los homosexuales, pero les es más fácil hablar del chico
que va de la vida entre placeres y jajajá, y se cuidan de no es-
cribir el drama de la culpa, del rechazo, de la negación cons-
tante, de esa soledad infinita que en muchos casos no es so-
ledad, sino vacío. Los libretistas prefieren aquello a esto, aún
sabiendo del rechazo que conlleva el estereotipo. El dolor,
en cambio, no se cuenta, porque el dolor conmueve, genera
acercamientos, ayuda a ponerse en los zapatos del otro: para
el poder es mejor que los maricas sigan careciendo de amor
propio y no puedan construir una identidad positiva.
Colombia se reserva la misma misoginia de mi niñez en
Valledupar. En parte es culpa nuestra, de los lgbti. Hemos
crecido en derechos, pero no en amor propio. Y seguirá sien-
do así mientras busquemos nuestros referentes en las dis-
cotecas y no en nuestra propia esencia. Conozco a muchos
gais que viajan cada año a nyc, a México, a Madrid, para par-
ticipar en el Orgullo Gay, pero que al de nuestras ciudades
se niegan a asistir. Se dicen a sí mismos que son “regios”,
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entrevista
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Alonso Sánchez Baute:
“La tela es gasa y la gasa
es lo que cura la herida”
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entrevista -2017-
alonso sánchez baute:
“la tela es gasa y la gasa
es lo que cura la herida”
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mataron”, “Él desapareció”, “A él le cortaron la cabeza”, “A
él lo quemaron vivo”, o “ Él está en la cárcel”. Me fui dando
cuenta entonces de que todos mis amigos de infancia ha-
bían desaparecido o estaban muertos. Otros se habían ido
a la guerrilla. O al narcotráfico. A la delincuencia común. Y
de alguna manera, me había salvado por haberme aislado,
por haberme ido del pueblo.
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–Un disparo.
Sí, pero la tela. La tela es gasa y la gasa es lo que cura la
herida, lo que tu te pones encima. He cambiado, por los
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años, por la escritura, por el trabajo de la escritura. Y así
no sea el fin de la literatura la catarsis –que tampoco es mi
propósito–, he sanado.
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gos) que era supremamente hostil, mal encarado, un tipo
con el que no lográbamos ningún acercamiento, pero que
tampoco me interesaba. “¡Ah! Ese huevón que está allá que
lo mira a uno como si fuera un petardo”. Y cuando salió Al
diablo la maldita primavera ocurrió algo. Yo estaba hacien-
do ejercicios de pecho acostado, y cuando alcé la cabeza,
él estaba ahí. Me levanté y el tipo me da la mano y me dice:
“Quería felicitarte porque leí tu novela y entiendo por qué
se ganó el premio. Es una gran novela. Hubo algo también
que me gustó mucho y es que al leerla por un minuto me
sentí marica”. Ese ha sido el elogio más grande que me han
hecho de Al diablo la maldita primavera. Ver a este Cama-
ján, el macho pa’ macho que se las tiraba de no se qué, que
de repente se te acerca y te dice eso. Yo solo decía por
dentro: “¡Puta! ¡Lo logré!”
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Alonso Sánchez Baute, novelista, cuentista y periodista colombiano. Nació en Valledupar (Cesar),
en 1964, y realizó estudios de Derecho en la Universidad del Externado de Bogotá. Ha publicado
las novelas ; el libro de crónicas ¿Sex o
no s ex? y l a colección d e relatos
En el 2002 fue ganador del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá con su opera prima
Al diablo la maldita primavera. Esta última ha sido llevada al teatro por Jorge Alí Triana, en el 2004.
“DURANTE VARIOS MINUTOS SIGUE MOVIÉNDOSE ASÍ, COMO UN PEZ BAILARINA QUE SE DESLIZA ENTRE LAS
FRONTERAS DEL ESTANQUE. CUANDO FINALMENTE LEVANTA EL ROSTRO, SUS OJOS ENTRECERRADOS
HACEN CREER QUE ESTÁ EN TRANCE, UN TRANCE DE SENSUALIDAD Y DOLOR, UN TRANCE PROFUNDAMENTE
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