Está en la página 1de 220

OBRA

ESCOGIDA

Alonso
Sánchez Baute
Fundadores del programa “Leer el Caribe”
Adolfo Meisel Roca
Alberto Abello Vives
Jorge García Usta (q. e. p. d)

Organizan
Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana

Apoyan
Universidad de Cartagena, Programa de Lingüística y Literatura
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - ipcc
Corporación Cultural 4Gatos
RBN&CO.

Agradecimientos
María Beatriz García (Área Cultural, Banco de la República)
Augusto Otero Herazo (Corporación Cultural 4Gatos)
Instituto de Patrimonio y Cultura de Cartagena - IPCC

Alonso Sánchez Baute. Obra escogida


“Leer el Caribe”
Alonso Sánchez Baute

© 2017 Alonso Sánchez Baute

© 2017 De esta edición:


Banco de la República de Colombia
Observatorio del Caribe Colombiano
Secretaría de Educación Distrital, Cartagena de Indias
Red de Educadores de Lengua Castellana

Primera edición: Octubre de 2017


ISBN:

Edición y cuidado de textos


Emiro Santos García
Corrección de estilo
Emiro Santos García
Javier Córdona Cuevas
Diseño Gráfico
Rubén Egea Amador

Impresión
Afán Gráfico Ltda.

Esta obra está amparada por las normas que protegen los derechos de propie-
dad intelectual. No podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente, sin previo per-
miso escrito. Todos los derechos reservados.

Impreso en Colombia
2017
Edición y cuidado de textos
Emiro Santos García
leyendo el caribe en el 2017 | 9
Jaime Bonet

sobre la lectura | 11
Alonso Sánchez Baute

al diablo la maldita primavera | 19


Primer capítulo

líbranos del bien | 37


El baile rojo y la muerte de Consuelo

¿de dónde flores, si no hay jardín? | 63


No apto para espíritus sensibles

sex o no sex | 99
El síndrome de Marylin

perfiles | 111
El ego de Patillal
Se fue El Cacique Diomedes Díaz

entrevistas | 123
Belén Sáez de Ibarra: con el ojo afinado para el arte
Andrés Rodríguez Zorro, entrevista con la muerte

crónicas | 151
Happening costeño
Este muerto está muy vivo
La parranda es pa’ amanecé
La génesis vallenata
Mi propio Cinema Paradiso
La banda sonora de Cartagena

ensayo | 197
Literatura e identidad lgbt

alonso sánchez baute: “la tela es gasa


| 207
y la gasa es lo que cura la herida”

Entrevista por Chavely Jiménez Castellanos


OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

leyendo el caribe
en el 2017
jaime bonet*

El escritor Alonso Sánchez Baute se ha convertido en uno


de los referentes actuales de la literatura de nuestra región.
Nació y creció en Valledupar durante el periodo de bonan-
za económica agrícola que resultó de la explotación del
cultivo del algodón. En un lapso de veinte años, la capital
del Cesar casi había triplicado su población, al pasar de 78
mil habitantes, en 1964, a 230 mil, en 1993, originando una
importante transformación rural-urbana. En esa transición
demográfica, Alonso Sánchez Baute llegaba a una Bogotá
que se consolidaba como la gran metrópoli nacional. Todas
estas transformaciones sociales y económicas aparecerían
más tarde en sus novelas y relatos, con el entorno urbano
como escenario principal.
Tal vez por haber nacido en la misma ciudad, y porque
también me desplacé a Bogotá a adelantar mis estudios
universitarios, me ha resultado muy grato leer la obra de
Alonso Sánchez Baute. En su primera novela, Al diablo la
maldita primavera (2002), Premio Nacional de Literatura
Ciudad de Bogotá en el 2002, descubrí una Bogotá diferen-
te a la que había vivido durante varios años, con personajes
maravillosos y miradas distintas de la ciudad. Una novela
que me capturó y que devoré rápidamente, siguiendo cada
uno de los éxitos y fracasos de sus personajes en la gran
urbe.
Tras este primer éxito, y en medio del conflicto arma-
do que vivía Colombia, Sánchez Baute presentó Líbranos
del bien (2008). El escenario novelístico se trasladaba de la
capital del país a la del Cesar y contaba los terribles acon-

* Gerente del Banco de la República, Surcusal Cartagena.

11
tecimientos que impactaron la tranquilidad del territorio.
Concebir el entorno en que desarrollaron las vidas de dos
de los protagonistas del conflicto reciente del país, Simón
Trinidad y Jorge Cuarenta, se convirtió para mí en una he-
rramienta clave para comprender muchas de las causas y
consecuencias de sus decisiones. El componente histórico
presente en sus páginas me permitió entender varios acon-
tecimientos sobre mi tierra natal, Valledupar, de los cuales
desconocía su origen y desenlace; y me llevó, así mismo, a
pensar en tantos otros que vivió (y aún vive) el país.
Con su más reciente libro, ¿De dónde flores si no hay
jardín? (2015), Sánchez Baute se consolida como un gran
narrador del medio urbano, captando la problemática de
movilidad social colombiana. De manera cruda, cuenta la
vida de tres seres relegados: una prostituta, un drogadicto
y un deportista en decadencia. Cada uno con un mundo
propio y una forma particular de enfrentarlo. Tres realida-
des tan similares y distintas que ofrecen luces sobre gran
parte de la realidad urbana colombiana.
Además de sus novelas, Sánchez Baute ha escrito una se-
rie de crónicas periodísticas que se convierten en referen-
tes nacionales del género. Si bien he disfrutado muchas de
ellas, recuerdo especialmente una sobre la vida nocturna
gay en Cartagena. Una vez más, la pluma de Sánchez Baute
me llevaba a descubrir otra perspectiva, otro ángulo de la
ciudad en la que he vivido durante los últimos años.
Es por ello que estoy convencido de que “Leer el Cari-
be” ha hecho una gran selección al llevar la obra de Alonso
Sánchez Baute a los niños y jóvenes del Caribe. En estos
momentos de posconflicto, leer sus novelas y crónicas re-
sulta una oportunidad de oro para reflexionar sobre el ori-
gen de diversos problemas sociales y a su vez enriquecer
una mayor apertura mental, una mayor comprensión de las
diferencias. Y todo esto mientras se disfruta de la narrativa
de un gran escritor.
En nombre del programa “Leer el Caribe” y en el mío,
quiero expresar nuestro agradecimiento a Alonso Sánchez
Baute por haber aceptado la invitación a participar como
autor invitado en este 2017.
Cartagena de Indias, abril de 2017

12
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

sobre la lectura*
por alonso sánchez baute

Cuando estudiaba en segundo de bachillerato a todo el


curso nos pusieron a leer El coronel no tiene quién le es-
criba. En ese entonces en Valledupar solo había una librería
(ahora no hay ni una). Se llamaba Silvera, vendía libros de
segunda mano y quedaba en una vieja casona colonial en
una de las esquinas de la Plaza Alfonso López, frente a la
iglesia. Luego de comprar la novela, recuerdo que llegué a
casa y comencé a hojearla, pero a la tercera o cuarta página
la abandoné. No es que no la entendiera; es que no lo-
graba concentrarme. Había tantas cosas que ocurrían más
allá de estas páginas que yo no quería perderme ninguna.
Cosas que en ese momento eran importantes para mí, por-
que cuando uno es niño cualquier cosa es importante: ver
televisión, patear fútbol, acompañar a los padres a hacer
alguna vuelta. De modo que cerré el libro y me fui a ha-
cer cualquier cosa, aunque ahora no recuerdo exactamen-
te qué (así de importante era). Los días siguientes, cuando
intentaba seguir la lectura, siempre encontraba una razón
para no hacerlo. No era la primera vez que tenía un libro
entre mis manos; no era la primera vez que leía alguno. Sin
embargo, no lograba concentrarme y seguir atento la histo-
ria que Gabriel García Márquez cuenta allí.
Llegó el día en que hubo que pasar al tablero a hablar
del libro y yo no tuve nada qué decir porque no lo había leí-
do. El coronel no tiene quién le escriba quedó ahí, a la suer-
te de Dios en la casa de mis padres en Valledupar, cuando
años después me mudé a vivir a Bogotá. Tenía dieciséis

* Texto leído en la inauguración del programa “Leer el Caribe”, del


Banco de la República, en Cartagena, el 9 de mayo de 2017.

13
años y hacía sexto de bachillerato, lo que viene a ser hoy
el grado once, cuando un compañero de curso me regaló
un ejemplar de una novela que acababa de salir al merca-
do y ya era todo un suceso. Se llamaba –se llama– Cróni-
ca de una muerte anunciada y la había escrito el mismo
Gabriel García Márquez que escribió El coronel no tiene
quién le escriba que yo me había negado a leer.
En ese momento, cuando mi amigo me la regaló, yo es-
taba hospitalizado por cuenta de un accidente que me par-
tió un brazo en dos. Me la pasaba todo el día en la cama del
hospital sin hacer nada, pues ni siquiera había televisión. De
modo que abrí la novela y a las dos horas ya la había devo-
rado. “¿Quién diablos es este tal García Márquez que es-
cribe estas maravillas? ¿Cómo no lo conocía? ¿Cómo no lo
había leído antes?”, me pregunté. Le pedí a mi amigo que
me llevara más libros de Gabo, y entre los que trajo luego
al hospital me entregó una versión de El coronel no tiene
quién le escriba. Pasó lo mismo que con Crónica de una
muerte anunciada: en dos horas ya la había devorado. Si la
novela era tan buena, ¿por qué no me gustó la vez anterior?
¿Por qué ni siquiera lograba concentrarme cuando intenta-
ba leerla? Supe entonces que la novela no me interesó la
primera vez por una razón minúscula, y hasta infantil, pero
poderosa: en el colegio me habían impuesto su lectura, es
decir, pretendían obligarme a leerla.
Aquello para mí había sido casi una ofensa: ¿cómo un
niño libre e independiente como yo iba a permitir que al-
guien me obligara a hacer algo que no quería? Para colmo,
eso de leer libros no era más que una perdedera de tiempo
con tantas cosas de veras importantes para hacer, como
andar por la calle o echarme frente al televisor. De modo
que no lo hice: no la leí y preferí perder la materia. Me sentí
valiente al hacerlo. “A mí nadie me impone nada”, me de-
cía a mí mismo para convencerme que estaba muy bien no
leerla. Ahora, varios años después, acostado en una cama
de hospital, me preguntaba por qué había sido tan estú-
pido de no animarme a leerla, si leer era tan divertido. La
lectura no es como el cine o la televisión, donde la histo-
ria se ve de principio a fin en una pantalla. La lectura nos
cuenta la historia, pero además nos permite imaginar lo que

14
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

nos cuenta. Al lector le corresponde, mientras lee, imaginar


cómo es el rostro del narrador o de los protagonistas o de
los lugares y los objetos que menciona. La imaginación es la
que le permite al hombre ser diferente del animal.
Los humanos, como todos los animales, tenemos un len-
guaje propio para comunicarnos pero, a diferencia de los
animales, los humanos también podemos usar el nuestro
para crear ficciones y, como apunta el escritor israelí Yuval
Harari, “un humano solo tiene que montar una buena fic-
ción (un dios, una bandera o unos colores deportivos) para
conseguir, cómodamente, una fuerte unidad colectiva. Por
su mayor corpulencia y por su mayor cerebro, un neandertal
superaba con creces a un sapiens en el combate uno a uno,
pero este último lograba mantener unidos colectivos más
numerosos gracias a su habilidad para crear mitos, bulos y
chismorreos. El neandertal no desapareció por el cambio
climático, sino por su incapacidad para contar mentiras”.
Y es la lectura, antes que la televisión o el cine, la que nos
ayuda a desarrollar mucho más la imaginación.
Al negarme en la niñez a leer aquella novela perdí también
una oportunidad. Cuando uno es joven a uno no le interesa
lo que significa la palabra “oportunidad”. La oportunidad,
dice el diccionario, es el “Momento o la circunstancia con-
venientes para algo”, y resulta que yo no solo había tenido
la posibilidad económica de comprar la novela, así fuera de
segunda mano, sino que además había tenido la oportuni-
dad de leerla y hasta de analizarla con un profesor. Pero me
fui por el lado cómodo: me convencí a mí mismo que tenía
más valor enfrentar al profesor y decirle que lo que pretendía
enseñarme me importaba un joropo. Uno cuando es niño se
siente muy machito al hacer estas cosas. La mayoría de las
veces uno ni siquiera logra darse cuenta que está equivoca-
do. Y yo estaba equivocado por dos razones, lo supe durante
esos días en el hospital.
Colombia es un país feudalista, centralista, clasista, ma-
chista, racista y, especialmente, muy mezquino, donde las
oportunidades suelen centrase en unas pocas familias o ape-
llidos. Este es un hecho que todos conocemos, pero que ol-
vidamos con frecuencia. Lo recordamos para quejarnos, para
lamentarnos, pero pocas veces para superarlo. Si conoce-

15
mos el carácter de esta nación, si conocemos sus síntomas,
las amenazas, las debilidades, ¿por qué no hacemos nada
o por qué hacemos muy poco por contrarrestarlas? Que en
ocasiones no es fácil hacerlo, es cierto, pero no es imposible.
Gabriel García Márquez es, precisamente, el mejor ejemplo
al respecto: un hombre que nació en un pueblo perdido en
la geografía nacional, en Aracataca, un pueblo del que nadie
en el resto del mundo había oído hablar jamás. Y allí creció
él, en la mayor de las pobrezas y con el mínimo de oportuni-
dades posibles. Y todo lo que consiguió lo consiguió a partir
de un solo punto de apoyo: la lectura. La lectura lo armó de
inteligencia, de capacidad, de seguridad y lo sacó del país,
y cuando Colombia supo de él, ya era un hombre grande a
quien la fama universal ya reconocía.
Desafortunadamente es más fácil lo fácil. Cuando el éxi-
to se asocia con dinero y poder, nunca es suficiente. Visto
desde la distancia, cualquiera podría decir que los hombres
más ricos de este país son exitosos, pero si les pregunta-
mos a ellos seguramente nos dirán que apenas están en el
camino del éxito, porque creen que todavía no han logrado
todo lo que se merecen. Quien pretende el éxito del dine-
ro y del poder siempre quiere más dinero y más poder. El
éxito es eso: un animal hambriento al que nada lo sacia. He-
mos sido educados en que el dinero y el poder dan respe-
to. Y déjenme decirles una cosa: eso no es cierto. Conozco
a decenas de personas que tienen dinero, mucho dinero, y
aun así nadie los respeta. A los políticos, por ejemplo, pues
sabemos que el éxito para ellos es ladronear lo que es de
todo el resto. El respeto no se concede, ni se pide. Se gana
y se hace valer. Los espacios no son fruto del azar, se logran
y se mantienen a punta de determinación y de luchas cons-
tantes. La competitividad es tan vigente como la fuerza de
gravedad. O estás a la altura o estás afuera, así de simple.
¿Y saben qué tiene de diferente la gente que no basa su éxi-
to en el dinero y el poder? Imaginación. Conozco a decenas
de empresarios de este país que son, ante todo, grandes
consumidores de literatura. Y la literatura no solo nos ayuda
a generar imaginación, sino que también nos permite cono-
cer al hombre, saber por qué los seres humanos actuamos
como actuamos.

16
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Y aquí viene la otra razón por la que me equivoqué en la


niñez al negarme a leer aquella novela y haber menospre-
ciado la lectura. No es la educación lo que nos hace dife-
rentes. Si dos de ustedes estudian en el mismo colegio y
reciben enseñanza del mismo maestro, en principio ambos
tendrían en el futuro las mismas oportunidades, pues, ¿en
qué se diferencia la educación que recibe uno de la que
recibe otro? En principio, es la misma. Sin embargo, al gra-
duarse y entrar al mercado laboral, notarán que las opor-
tunidades no serán las mismas para todos y que finalmente
los que salgan adelante serán aquellos que mejor uso le
hayan dado a la imaginación. El secreto del éxito radica en
el talento para crear antes que en los recursos económicos
o en las oportunidades sociales. De nuevo cito a Harari: “Si
hasta hace unos años la principal fuente de riqueza esta-
ba en los activos materiales de las naciones (petróleo, oro,
carbón, campos de arroz, de trigo, de algodón), la principal
fuente de riqueza hoy es el conocimiento”. El conocimiento
está en los libros. “Los libros son el polen que llevan una
inteligencia a otra”, leí en alguna parte. Y no hace daño la
inteligencia. No teman ser inteligentes. No tengan temor
tampoco de ser libres ni teman de las cosas que desco-
nocen, porque cuando las conozcan se darán cuenta de
que no había razones para temerles. No teman saber más
ni se limiten al momento de curiosear. Nada nos ayuda a
entender mejor lo que sucede que mirar por las ventanas,
que observar con los ojos de las ardillas. No hay que tragar
entero nada de lo que se oiga. Hay que especular, hay que
preguntar, hay que leer, hay que saber. Los padres no lo sa-
ben todo e incluso pueden estar equivocados. La sociedad
entera puede estar equivocada, tal cual nos lo demostró
Cristóbal Colón. “Las mayorías” son solo una estadística y
solo por ser mayorías no significa que tienen la razón.
Quiero recordar la frase del discurso que se hizo viral en
las redes tan pronto lo pronunció Emmanuel Macron, tras
ser electo nuevo presidente de Francia: “Esto va para los
jóvenes. Vengan a Francia. Aquí son bienvenidos. Esta es
su nación y nos gusta la gente creativa. Queremos gente
creativa”. Sean creativos. Necesitamos jóvenes que creen
y también gente que crea en Colombia; no corruptos que

17
solo saben esquilmar el futuro del país. La gente corrup-
ta no cree en Colombia, porque no sabe crear, porque no
tiene talento para imaginar que se puede vivir sin robarle
al Estado. Para ellos la única manera de hacer dinero es
robarlo, y al robar unos pocos nos quitan todas las oportu-
nidades al resto. ¿Eso es hacer de este país un mejor lugar?
Ya que menciono a Colombia, sea la oportunidad para
decir que el nuestro es un país que enfrenta actualmente
un cambio histórico. El proceso de paz no se trata solo de
un acuerdo con la guerrilla. Es la posibilidad que tenemos
los colombianos de apropiarnos de una nación que hasta
el momento solo ha tenido ojos para la guerra. La guerra
no deja nada bueno, entre otras razones porque los gana-
dores, si los hay, son solo unos pocos, son solo los que de-
tentan realmente el poder, es decir, los que están arriba
de todos nosotros. “La guerra es una masacre entre gen-
tes que no se conocen para provecho de gentes que sí se
conocen pero no se masacran”, escribió Paul Valery. ¿Por
qué sacrificar nuestras vidas para que se lucren unos pocos
sabiendo que todos podemos ganar al sacar adelante jun-
tos esta nación? Y para ganar hay que ser creativo, hay que
exprimir al máximo la imaginación. Hay que leer. En cada
novela hay una pregunta. Al final, la respuesta es que no
hay respuesta, la respuesta es la misma pregunta. Esa pre-
gunta, quizás, nos ayuda a ser felices. Y, como dice Edwin
Rodríguez, en Al diablo la maldita primavera, “en el juego
de la vida gana el que es más feliz”.

18
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

19
20
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

al diablo
la maldita primavera
Primer capítulo
-2002-

21
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

al diablo la maldita primaverra - 2012-


primer capítulo

Es elegante, todos la admiran, y


en su tierra tiene fama.
Leandro Díaz

Lo conocí en un chat. No puedo decir que una tarde cual-


quiera porque podría pensarse que soy un hombre solo,
sin amigos ni vida social, que se la pasa aburrido cual ratón
de biblioteca matando el tiempo sentado frente a un com-
putador. Y eso no es cierto: soy una persona de múltiples
ocupaciones, porque mi madre no se cansaba de repetir en
mi niñez que hay que mantener la mente ocupada para no
terminar arrastrando un cadáver como la loca de la Juana.
De manera que cuando no estoy con mis amigos en la terra-
za de Il Pomeriggio disfrutando de un buen machiato, trato
de mantenerme en movimiento, siempre donde está la ju-
gada. Por eso nunca olvido llevar conmigo mi Nokia, para
que mis amigos puedan localizarme inmediatamente a tra-
vés del celular cada vez que necesiten informarme dónde
van a estar, porque es que a mí no me gusta perderme ni la
movida de un catre. Aunque ahora que menciono el teléfo-
no acabo de recordar algo: debo cambiarlo urgentemente.
He oído que ahora los plays son los Startac de Motorola, y
aunque sé que son un poco costosos, no me preocupo: ya
veré a quién le saco esa platica.
Pero volvamos a lo del chat que es lo que nos interesa:
reconozco que sí, que es cierto que en ocasiones me gusta
sentarme frente a un computador y navegar un rato por in-
ternet. No niego que casi ayer no tenía idea de qué era eso
(de hecho es lo único que sé manejar de mi PC) pero de un
tiempo acá todos mis amigos sólo hablan de e-mails y chats
y bits y rams y superautopistas de información y cosas por
el estilo, de manera que una mañana hace un par de meses

23
fui a Invercrédito, solicité un préstamo a 36 meses para libre
inversión (me explicaron que para compra de equipos eran
más costosos los intereses) y compré un Acer Aspire 3000
que, dicho sea de paso, me parece espectacular porque es
negro y todo el mundo sabe que el negro es el color más
elegante. Hoy nada más, por ejemplo, estuve viendo la últi-
ma ¡Hola! que trae la colección primavera-verano de Gucci y
prácticamente todos los vestidos son negros. Por lo demás,
he oído de buena fuente que Donna Karan y Prada sólo di-
señan trajes negros o cafés. Pero computadores cafés no en-
contré, sólo vi blancos. Y como dicen por ahí, primero calva
que con trenzas: blancos ¡jamás! Se me parecen a los zapatos
blancos que usan los corronchos en Barranquilla.
En fin, el hecho es que una tarde empecé a navegar en
internet y me metí en uno de esos chat rooms de los que
tanto hablan, pero en uno gay, por supuesto, porque noso-
tros también tenemos nuestro lugar en el ciberespacio y,
bueno, terminé conociendo… ¡a un cachaco! Al principio,
debo decirlo sin ambages, me pareció jartísimo el cuento
que fuera de aquí de Bogotá, porque lo rico es conversar
con extranjeros y presumir luego, cuando esté con el parche
tomando capuchinos, hoy estuve chateando y conocí a un
gatito de Billings, Montana, que parece ser absolutamente
divino (siempre me acuerdo de Billings, Montana, porque
allá vivía Adam Carrington, el hijo mayor de Alexis y Blake).
Mas no, soy tan de malas pero tan de malas en esta vida
que tenía que conocer ¡a un cachaco! Pero, en fin, le seguí
la corriente y al final el tipo me pareció interesante porque
estudia en Los Andes y, según me contó, tiene un Golf rojo
y, para colmo de males, le encanta la lectura. Como quien
dice: un partidazo. Bueno, la verdad es que lo de la lectura
realmente no me lo dijo. Eso lo deduje porque me comentó
también que todos los meses lee la GQ. Esto, por supuesto,
me encantó, pues no sólo demuestra que habla inglés sino
además que es un interesante hombre de mundo.
El cuento es que ya llevamos varios meses en esta con-
versa y no termino de impresionarme con el hecho de ha-
ber conocido, a través de un simple computador, la profun-
didad del alma de un hombre que, por demás, se me revela
increíble.

24
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Obviamente me gustaría conocerlo personalmente en


una noche de luna llena, con música de fondo igual que en
las películas, y quitarle apasionadamente sus Calvins blan-
cos. Y la verdad es que ya me ha propuesto varias veces
que nos encontremos en algún lugar bien play de la ciudad
pero, no sé, a mí me da mucho temor porque él parece
muy sincero y yo no he hecho más que decirle mentiras.
No todas, claro está: sólo algunas. Lo que pasa es que si le
hubiese contado desde un principio que yo soy Edwin Ro-
dríguez Buelvas, ¿a quién se le ocurre que hubiese seguido
escribiéndome? Y no es porque sea feo. Por el contrario,
soy muy atractivo: tengo una cara hermosa como de mo-
delo exótico y, aunque estoy un tris pasado de kilos, eso
no me preocupa porque lo disimulo con la ropa. Y con el
negro, por supuesto: el negro siempre adelgaza. Sí, claro,
ya sé que cuando estoy en drag los vestidos ceñidos no
me ayudan mucho, pero eso tampoco me preocupa. Total,
sólo mis amistades más cercanas saben que visto en drag
y presento shows en La Caja de Pandora. Y en eso pre-
cisamente es que me diferencio de Assesinata, porque la
gente siempre sabe quién es Assesinata cuando ella viste
de hombre. Y no es que yo no lo haga porque me parezca
boleta, sino más bien porque claramente a mí no me puedo
negar las cosas y soy consciente de que la gente a mí no me
quiere igual que a Assesinata cuando no está en drag. O no
me comprenden tal vez y no saben de todo este dolor que
alberga mi alma. Quizás por eso dicen que soy venenosa:
porque cuando soy mala soy la peor. Ni el áspid que mató
a Cleopatra destila tanto veneno como yo. Pero ¡qué le va-
mos a hacer! La vida me obligó a caminar por este sendero
y, total, todas mis amigas también son arpías, y yo no tengo
por qué dejarme de nadie. ¡A mí que me respeten, así me
odien!
Aclaro de una vez: no pienso detenerme un minuto a
contar cosas sobre mi niñez o mi adolescencia, ya que hará
marras que aprendí que la sensibilidad no es más que vul-
nerabilidad aprovechable y, obvio microbio, no me interesa
darles a mis enemigas en bandeja de plata datos interesan-
tes con los cuales después puedan tratar de humillarme.
Además a mí, la verdad, no es que me guste mucho hablar

25
de cosas jartas y cursis, como que llevo a cuestas un trauma
infantil por tal causa y que por ello soy así o asá. Pero en-
tiendo que para que se comprenda mejor mi carreta debo
explicar de una buena vez que desde que era un pelaíto
yo entendí que mi rollo era con los hombres y, por lo tan-
to, sería la oveja rosada de la familia. Y supe además para
entonces que la vida es dura y la gente es mala. Imagínen-
se: si hasta le quemaron la casa a la Scarlett, ¿qué podría
esperar yo? Así que a muy tierna edad me acostumbré a
que todo el mundo me sacara el cuerpo, me rechazara, me
evitara. Desdichadamente para mí, en esa época mi cuer-
po era débil y enclenque, sin muchas fuerzas físicas para
responder con golpes a quienes me criticaban, como es lo
usual. Pero sabía que no era la típica linda boba sino que
más bien tenía cacumen, así que comencé a defenderme
con la lengua, que es mucho mejor que hacerlo con los pu-
ños. Siempre fui consciente que poco a poco, cada día más,
mi corazón se iba llenando de amargura y mi lengua de
veneno: la gente me evadía y yo le gritaba sus sinsabores;
la gente me enfrentaba y yo le inventaba sus verdades; la
gente era indiferente conmigo, y yo le recordaba los secre-
tos de su familia, generación tras generación. Así que la
gente terminó siendo amiga mía para que no les escupie-
ra todo mi odio. Amigos de apariencias, ya lo sabía, como
son siempre los amigos. Pero nunca me la montaron. Sobre
todo porque encontré un buen antídoto contra la soledad:
el estudio. Nadie quería estar conmigo, pero no importaba,
puesto que mi único interés era llenar de conocimientos
la astucia de mi lengua. Por ello en el colegio me iba muy
bien, sacaba notas sobresalientes en todo menos en mate-
máticas, pues siempre he sido una bruta para los números.
En cambio mis calificaciones en las demás materias eran
excelentes. Sobre todo en historia, ya que amaba leer so-
bre la historia universal por dos razones: primero, porque
las leyendas de los papitos ricos de los griegos me hacían
volar la imaginación con todos esos cuentos de los mance-
bos bailando desnudos en el laberinto como sacrificio para
el minotauro, y las de los faunos con sus vergas enhiestas,
y la del mancito que vio su rostro reflejado en el agua y se
enamoró de sí mismo, y la del Ganímedes que fue raptado

26
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

por Zeus porque era requetedivino, y mil cuentos más que


no dejaba de leer nunca. Y, además, porque entendí que
de la historia del medioevo podría aprender las mejores
enseñanzas de mi vida, con esos reyes malditos que ma-
taban a sus propios hermanos procurando el derecho de
sucesión, y esos papas que se acostaban con sus hijos, y
esas reinas que tenían sexo con todo un regimiento, como
en esa película tan rebuena de la reina Margot que vimos
en el Festival de Cine de Bogotá creo que el año pasado.
¿O fue el antepasado? En fin, el cuento es que mis califi-
caciones escolares quedaban todos los meses en ocho o
nueve siempre, siempre, porque, como lo dije, era la única
manera de no pensar en las burlas de todo el mundo y,
como no tenía amigos para jugar, le dedicaba tanto tiempo
como podía a estudiar. Aunque, no lo niego, a veces tam-
bién me dedicaba a la «lúdica». Sobre todo, cada vez que
podía me entretenía con las barbies de mi hermana (cuando
ella no estaba en casa, no hay que especificar). Era mi dis-
tracción favorita: diseñar vestidos para las barbies, los más
espectaculares vestidos del mundo, en chifón, en lamé, en
telitas vaporosas que me encantan aún, en fibras orladas
con canutillos tejidos, con lentejuelas doradas… Cualquier
tela que encontrara en ese maldito pueblo del demonio yo
la compraba con mis ahorritos y me sentaba de noche en mi
cama, la puerta de la habitación con llave, y cosía y cosía y
cosía todo cuanto se me ocurría, copiando a veces diseños
de las revistas y otras, sencillamente, imaginando lo que a
mí me gustaría vestir.
Al venirme a Bogotá a estudiar en la universidad admi-
nistración de empresas imaginé que las cosas cambiarían, y
fui feliz al pensarlo. Me comí el cuento de que Bogotá era
la Atenas suramericana y, creyendo que sus habitantes eran
gente culta y respetuosa de los pensares ajenos, imaginé
que podría hacer amigos que me invitarían a sus fiestas, y
me llamarían, y me buscarían, y pedirían mis consejos. Pero
las cosas continuaron igual, y mis compañeros de estudio, a
pesar de que se me arrimaban por aquello de que era buen
estudiante, nunca reclamaron mi compañía para asuntos,
digámoslo así, «extraacadémicos». Lo grave era que ya no
se trataba simplemente del pequeño círculo de mi pueblo,

27
por lo que la soledad, se me ocurrió, era peor. En esa época
universitaria conocí gente nueva, gente diferente; algunos
con ideas propias, pero casi todos con la idea prestada de
que la homosexualidad era algo malo, algo como mañé,
algo que debía ser evitado. Así que les contesté de la mis-
ma forma que a los barranquilleros: averigüé el pasado de
todos cuanto pude, y de quien no podía le inventaba histo-
ria y la difundía, hasta que la convertía en verdad. Al final,
todo volvió a la normalidad: nadie me evitaba.
Pero seguía sabiendo que todo era una farsa, que nadie
era amigo mío, que nadie quería que yo estuviese cerca,
salvo a la hora de las previas y los parciales. Y por ello, su-
pongo, sentía tanto dolor en mi corazón.
Así que me fui a buscar a los míos, a los gays, a los que
pensaban como yo. No fue difícil encontrarlos. ¡Claro que
no! Y mucho menos acercármeles: con este caché natural
que siempre me ha caracterizado, buscar su amistad me
pareció un juego de tontos ya que aprendí, así de entradita,
que como a todos el lujo y la buena vida nos atrae como a
las abejas el panal, tan sólo era necesario decir las palabras
claves en los momentos adecuados, y como de todas ellas
conocía, bastaba abrir mi boca y dejar ver todo mi saber:
caviar de Beluga, queso chéster, bordados de Brujas, vino
chianti, cristal Baccarat, porcelana Meissen… Supe, ade-
más, que la mayoría había vivido infancias iguales a la mía
y que en sus corazones había dolor y amargura. Pero tam-
bién descubrí algo que habría de utilizar a mi favor: para la
gente homosexual lo único que cuenta en esta vida es la
belleza masculina. La inteligencia y el conocimiento no im-
portan, salvo para pronunciar frases brillantes que opaquen
a los demás. ¿Que como cuáles? A ver, les doy un ejemplo
que recuerdo ahora con inusitada lucidez: una vez llevaba
una camisa Versace comprada en un sale en Macy’s y me
encontré con la lenguaraz de la Marcos, que es peor que
la Cruella De Vil, y pretendió callarme diciéndome: «Qué
camisa tan linda. Aunque se nota que es de una colección
vieja de Versace». Pero yo, por supuesto, le salí adelante y
la dejé patiquieta: «Claro que es de una colección pasada:
eso demuestra que en mi familia siempre ha habido dine-
ro». Lo que significa que a todo momento hay que estar así,

28
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

con la inteligencia alborotada, para no dejarse apabullar


por nadie. Además, a nadie le interesa conversar sobre el
acontecer nacional, o la política mundial, o la economía ter-
cermundista, o el neoliberalismo, o las tendencias literarias.
Dicen que es suficiente tener que hablar todo el día en la
oficina sobre esos temas tan jartos, así que cuando se en-
cuentran con otra loca ya pueden dejar de fingir, «relajarse»
y hablar de las cosas que realmente les interesa: criticar a
los arribistas que ya están arriba, comentar sobre el ves-
tuario de lady Di, o sobre la última edición de la Jet-Set. Al
principio me pareció una excusa bastante peregrina, pero
lo pensé con calma y, bueno, como decían los amiguitos
de Simba, hacuna matata: la vida hay que tomarla como
venga, y si a mis nuevos amigos sólo les interesa la belle-
za, tanto mejor: a los que no tienen nada en el cerebro es
mucho más fácil manejarlos y, en últimas, si a ellos les gusta
hablar sobre esas cosas, no importa. Lo importante es tener
amigos y que a uno lo llamen, y lo inviten, y lo escuchen, y
llamar la atención en todas partes y que nunca nunca nunca
se olviden de uno para jamás estar solo. Y si para eso hay
que pasar por boba, ¿qué le vamos a hacer? ¡Si es mejor ser
boba que estar sola! Además, a la larga uno termina por
acostumbrarse y entender que en esta vida hay que preferir
lo light porque es lo único que le interesa a la sociedad.
Así fue como me convencí de que debía dejar de perder
el tiempo estudiando cosas en una universidad donde no
me querían y que a la final no producirían más que dolores
de cabeza y rechazos permanentes, tal como imaginaba
sucedería con posterioridad, cuando acabara mis estudios
y tuviera que enfrentar la necesidad de trabajar en empre-
sas en las que mis conocimientos no serían tan importantes
como mi condición sexual. Para excluirme, claro está. Por
ello fue que comencé a interesarme en otros temas y a rela-
cionarme con personas con los mismos gustos míos: gente
para la cual yo era importante así fuera para hablar mal de
todo el mundo.
Sí, claro, ya sé: vuelvo y repito que bajo estos supuestos
nadie es amigo de nadie. Pero, como la vida es dura, lo úni-
co valioso es estar rodeado de la people, así no se confíe
en ellos. Finalmente, me repetí para convencerme, a mí lo

29
que me gusta es llamar la atención, que me quieran, que
me consientan, que la gente se voltee a mi paso. Por eso
decidí ser la mejor. O, como quien dice, la peor. Amigo de
todos, pero enemigo de todos. Mi inspiración primaria fue,
por supuesto, Alexis Carrington. Ya en épocas pueriles en
Barranquilla no sólo no me perdía capítulo de Dinastía, sino
que cada domingo a las diez en punto de la noche metía mi
casetico virgen en el betamax Sony de la casa y grababa el
capítulo semanal correspondiente para después memorizar
los parlamentos de la diva. Pero no sólo ella se convirtió en
mi ídolo. Poco a poco me fui llenando de iconos que influ-
yeron en mí: todo aquel que tuviera un pasado de amargu-
ra me servía para alimentar la sed infinita de mis odios. Fue
así como logré lo que siempre quise: hacerme notar. Quien
me conocía no podía dejar de hablar de mí, generalmente
mal, lo cual es muy bueno porque eso demuestra que uno
va un paso más adelante en esta vida.
Es que por eso es que la amo tanto, a Alexis me refiero,
porque ha sido mi luz, mi faro, y me enseñó, como dije, que
en la vida hay que ser perra para sobrevivir manteniendo la
alegría, tal como viven las arpías, pero las de verdad, esas
águilas que habitan en los Andes peruanos y que, a pesar
de comer carroña, son más felices que las perdices.
Y para ser una buena perra, ante todo, hay que tener
clase. Y tener clase no es sino mantener una sonrisa hipó-
crita ante las adversidades mundanas, así uno por dentro
se esté muriendo de la ira. Como el día que a Jackie O le
derramaron una salsa de nosequé en un restaurante neo-
yorquino y le ensuciaron un poco su elegante vestido ne-
gro pero, sobre todo, su bello collar de perlas blancas, y
ella –se lo leí a Mary Rodríguez Ichaso en Vanidades– sin
perder nunca su compostura, dirigiéndose al mesero que
estaba preocupado por haberle dañado su hermoso collar,
sólo atinó a decirle: «No se preocupe: en mi casa tengo
más». ¡Regio! Cuando leí esa historia je sui geleé –como le
aprendí a decir a una amiga franchute–. Porque así es como
hay que ser: fría. Como Gaviria. Y llamar la atención de to-
dos por la serenidad y la compostura. Y aunque reconozco
que cuando estoy emotivo se me sale uno que otro gritico
barranquillero, ya no me importa: al menos entre la comu-

30
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

nidad homosexual conseguí el sitio que con tanto ahínco


perseguí y ya puedo dedicarme a cantar, como las reinas
venezolanas: En una noche tan linda como ésta, cualquiera
de nosotras podría ganar, ser coronada Miss Venezuela…
De manera que cuando Assesinata apareció en escena
sentí tambalear mi pedestal de afamada figura pública. As-
sesinata venía de Nueva York luego de haber sido recono-
cida como una de las mejores drag queens de la ciudad
por su show de soprano en decadencia. En ese momento
en Bogotá ni siquiera conocíamos el término drag queen
y lo más parecido que teníamos eran los travestis que se
vendían al mejor postor en las calles de la Quince y eran
perseguidos por la policía. De manera que me tranquilicé
pensando que tarde o temprano terminarían rechazando la
presencia de Assesinata. Sólo había que mostrarla como la
travesti que era para que las amigas le hicieran el fo, porque
uno puede ser gay, pero tener amigas travestis ya es mucha
boleta, ¿cierto? Aun así, a pesar de trabajar –sotto voce, por
supuesto– para conseguir que la evitaran, Assesinata cada
día era más admirada y querida. De manera que me acordé
de Maquiavelo y cambié de táctica: decidí acercarme a ella
y conocerla de cerca para destronarla. Es como hacer un
benchmarking –pensé– (que era de lo poco que recordaba
de mi paso por la U): apropiarme de lo mejor de la diva para
mostrarlo como propio.
Desde un principio la soprano me pareció sosa, sin gra-
cia aparente, salvo la valentía de vestir en público prendas
femeninas. Entendí, por tanto, que mi labor tendría pronto
éxito. Tal vez sea este el momento propicio para recordar
que soy excelente con la aguja y la tijera, por lo que copiar
los diseños de Armani o Versace que veía en las Vanidades
y en las Cosmos no fue trabajo difícil. Lo único que llamó
poderosamente mi atención fue que no había veneno en
las palabras de Assesinata, ni mucho menos amargura en su
corazón. Me asaltó la duda, por tanto, de creer que Asse-
sinata era straight, que son esos hombres raros que tienen
sexo con mujeres. Pero mi Dios es grande y una madru-
gada, luego de un after party en algún lugar clandestino
de la sabana de Bogotá, me lo encontré en los saunas del
Apolo’s Club rodeado de plebeyos mancebitos, por lo que

31
mi temor se desvaneció. Aunque surgió otra preocupación:
la gente hablaba mucho de su carisma. Yo les había oído la
palabreja a todas las reinas en Cartagena pero, lo confieso,
no sabía con exactitud su significado. A pesar de lo buen
estudiante que siempre fui, confieso que fue ésta la única
vez que tuve un diccionario en mis manos en toda mi vida:
Don de Dios. Pues lo decidí entonces: si Dios no me había
dado ese supuesto don, yo lo iba a imponer.
Creé, pues, mi propio personaje. No puedo decir su
nombre puesto que no me interesa que sepan quién soy en
realidad. Lo cierto es que comencé a vestir con prendas de
mujer cada viernes en la noche, cuando me iba a rumbear a
La Caja de Pandora, y fue así como descubrí que podía reír-
me de mí misma y acercarme a la gente sin prevención. Y el
público me aceptó sin miramientos y me quiso como quería
a Assesinata. Además, por ese fuerte deseo de superación
que me ha empujado toda mi vida, pedí un préstamo en el
Banco Industrial y del Comercio porque el gerente de una
sucursal era amigo mío y, como buen colombiano, tomé el
vuelo de Avianca una tarde cualquiera, y me fui un mes a
Nueva York a conocer el mundo de las dragas.
En la Gran Manzana la pasé redivino: estuve en el Rome
–el bar donde surgió Assesinata–, y en la Escuelita, y en el
Champs, y en el Splash, y en todos los bares famosos de los
que hablaba la diva; me mostré en el Festival de Wigstock
con un vestido intergaláctico que me diseñó Enrique en Bo-
gotá; y fui a Lips en drag con una espectacular minifalda ne-
gra y una peluca pelirroja que me prestó el amigo mejicano
que me hospedó. Al final volví a Colombia con maletas en-
teras de pelucas compradas en la Sixth con Twenty Seventh
y de tacones de doce centímetros, y de uñas postizas de
todos los colores, y de pestañas, y de maquillaje, y de todo
lo que se puede comprar en el Patricia Fields, el almacén
preferido por las dragas de Nueva York adonde me llevó
mi amiga Pure X, otra gran drag criolla que triunfa en esas
lejanías a pesar de que la prensa nacional no le haga tan-
tos aspavientos como a otros que también dejan en alto
el buen nombre de nuestro país en el exterior. Al regresar
encontré una deuda de diez millones en el banco, pero no
me importó: ya nadie me desbancaría.

32
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Sólo me faltaba una cosa para ser la persona más cono-


cida de la ciudad: salir de Cedritos, el barrio distante donde
vivía, y buscar un lugar más cool que pudiese convertir en
centro de reunión de todas las amigas. Lo conseguí muy
pronto: el marido de un paisano acababa de construir unos
apartamentos que no se vendían por la recesión que vive
el país. Para colmo de la alegría, el edificio queda en pleno
corazón de Gay Hills, es decir, en Chapinero Alto, que es
donde vive la mayor cantidad de locas en Bogotá. Así que
fui donde este arquitecto, me le metí como pude y terminó
arrendándome uno que decoré espectacular, puesto que
inmediatamente me lo entregaron fui a Bima, eché un tar-
jetazo, y me lo compré todo todito: el jueguito de sala bien
bonito y con florerito, el de comedor con dos puestos nada
más, la camita durita para los amantes de siempre, la mesita
de noche para guardar los condones, y todas las cositas de
la cocina que siempre se necesitan, aunque yo de cocinar
¡nanay cucas!, la verdad sea dicha. Creo que ahora está un
poco arrepentido mi amigo el arquitecto porque le estoy
debiendo cinco meses de arriendo. Pero ya le dije que si
le decía a una sola persona lo de mi deuda yo le contaba
inmediatamente a mi paisano sobre el día que me lo encon-
tré en el cuarto oscuro de los saunas del Apolo’s Club en
actividades non sanctas.
Finalmente llegó el día en que amanecía y me sentía
regia. Tenía un nombre, una posición, y todos los que me
conocían me temían, que es la mejor forma de adoración,
como aprendí del dios Ra. No tenía a nadie conmigo, es
cierto. Es decir, ninguna relación sentimental. Pero soy de
los que digo que la soledad es una constante homosexual.
Existen algunos casos casi exóticos de parejas dizque es-
tables, pero son matrimonios que tarde o temprano aca-
ban porque siempre hay alguien encargado de meterse en
la relación. Ya sabes, si uno está solo, ¿por qué los demás
pueden tener a alguien? Incluso yo mismo a veces intento
separar a mis amigos cuando se consiguen un hembrito.
Y si no logro acostarme con el levante, al menos le inven-
to un chisme, pero que acabo el matrimonio, lo acabo, tal
como una vez lo hiciera conmigo el zopilote de la Marcos.
Obviamente, cuando aparezca en mi vida el machote que

33
siempre he esperado, si alguno de mis amigos pretende
volver a meterse en mi relación como lo hizo la malparida
esa, te juro te juro te juro –como dice la vieja de la propa-
ganda de Dove– te juro que lo acabo. No digo que lo mato,
claro está, porque eso sería muy fácil. Pero le hago la vida
tan imposible que, por lo menos, consigo que se suicide.
En eso iba mi vida cuando lo del préstamo de Invercrédi-
to y la compra del computador y la internet y el chat room y
el gatito cachaco que no era de Billings, Montana, quien me
citó ya una vez para encontrarnos en la entrada de los cine-
mas del Andino, pero tuve que incumplirle la cita y quedó
sin saber que yo no soy el Richard que firma los e-mails, ni
el chico rubio, alto, déclassé, elegante sí, sin duda alguna,
porque siempre me consideraron el hombre mejor vestido
de Barranquilla por andar à la dernière, pero no con la ropa
de Armani de la que siempre hablo. En realidad ni siquiera
tengo para un vestido de Ricardo Pava. Lo que pasa es que
uno va adentrándose en la mentira y salir de ella puede ser
imposible, y lo malo es que con las locas nunca se sabe
cuándo se dice la verdad y cuándo no. Por eso, cuando co-
nocí en el chat a Jorge Mario, pensé que era otro más de
los que se conoce en cualquier Caja de Pandora, que venía
con sus ínfulas a tratar de humillarlo a uno con su belleza y
su dinero y su buen porte y su familia distinguida. Y como
no estoy acostumbrado a que me pordebajeen, inmediata-
mente le dije lo mismo que a todo el que me ha conocido
en Bogotá: que mi padre no nos abandonó cuando éramos
niños sino que murió en el avión de Avianca que se estrelló
en el aeropuerto de Barajas; que a mamá no le hace los
trajes la costurera del pueblo sino que siempre los encarga
a la avenida Montaigne de París porque sólo le gusta usar
sastres franceses; que ella, además, proviene de una dis-
tinguidísima familia de mi departamento, cuando lo cierto
es que es hija natural de un señor Buelvas a quien nunca
conocí y que dejó hijos regados por toda la comarca; lo
único cierto es que es abogada y que actualmente se des-
empeña como fiscal regional del Atlántico, pero ese fue un
trabajo que se ganó a pulso, trabajando toda una vida, y no
por el honor de ser sobrina del famoso senador Buelvas,
el mismo que tantos debates le ha hecho a este gobierno

34
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

en el Congreso y de quien, por desgracia, no tengo ni un


átimo de sangre.
Claro que yo tampoco sé si todo lo que me ha contado
Jorge Mario es cierto, pero tengo indicios. El más visible
es el nombre: se llama Jorge Mario y no Jerson, ni Milton
Hamilton, ni John Jairo, ni Wilber Sócrates, ni ninguno de
esos nombres extravagantes con que los pobres bautizan a
sus hijos; otra cosa es que me ha contado sobre sus viajes
a Europa, y le creo porque a veces me escribe, como quien
no quiere, un oui, o un caro cuore, y alguna vez me firmó ich
liebe dich –que aún no sé ni en qué idioma está pero se me
ocurre europeo–; además, siempre escribe con propiedad
de sus amigos, y todos son de familia distinguida. Por eso,
cuando voy al Barbie Gym dizque a levantar pesas, siempre
que veo a alguien hablando con Juan Pablo Shuck, o con
John Ceballos, o con María Hembra, o con la niña Mencha,
siempre, siempre, siempre me pregunto si será ese mi Jor-
ge Mario, si será esa mi princesa rosada, si será mi lindo
minino que algún día vendrá a mi cama y me arañará la
espalda y me romperá el corazón como se lo rompieron al
Alejandrito Sanz, papito divino, que venga y se me arrime
pa’ que yo se lo reponga.
Anoche, casualmente, estuve en el Barbie Gym, que
realmente no se llama así, pero como todas las amigas que
tenemos con qué somos socias, pues lo identificamos con
ese nombre entre nosotros. Ahora bien, es cierto que es un
gimnasio caro, pero yo tengo la fortuna de contar con un
buen cupo de sobregiro en mi cuenta corriente del Citibank
y, ya sabes, siempre se puede girar un cheque de más. Por
otra parte, ir al Barbie Gym es la mejor inversión que uno
puede hacer: primero, lo ven a uno personas importantes y
de alta connotación social –que ya de por sí es suficiente– y,
segundo, siempre puedo contarle a mis amigos que estoy
en este gimnasio.
Anoche, repito, me fui al Barbie Gym a hacer algo de
deporte. Entré y subí directamente a ocupar puesto para la
clase de spinning, porque siempre llego tarde y no encuen-
tro bicicleta disponible. Así que dejé mis guantes Reebok,
que compré en el Sport’s Authority de los Niuyores, ama-
rrados del manubrio, y bajé a tomar agua ya que andaba

35
como sediento. Pero me distraje haciendo lengua press
–hablando, para que se entienda– con mi amigo Óscar y
cuando subí nuevamente, la clase ya había comenzado y
–¡guácala!–¿adivinen a quién tenía de vecino? Horror de los
horrores: a la Romero. Sí, a la que se imaginan: a la peluque-
ra peliteñida que es una mujer total, toda una dama, o diré
mejor, todo un travesti, que quién sabe de dónde habrá sa-
cado la plata para venir a este gimnasio, que por lo guaba-
losa que es debió nacer en el barrio Siloé, aunque se haya
criado en El Guabal –porque sé que es de Cali–, y que de la
noche a la mañana se volvió tan distinguida que –me contó
un amigo intelectual– hasta Poncho Rentería escribe de ella
en sus columnas de El Tiempo. Y lo grave es que no sólo me
la tuve que soportar sentada en la bici vecina sino que aho-
ra resulta que la muy igualada se mandó a hacer un tatuaje
de pececitos igualito al que me describió Jorge Mario que
se había mandado hacer ahí donde hacen los tatuajes en la
Trece con Sesenta, y eso sí me parece muy boleta que los
dos tengan un tatuaje idéntico. De manera que ahora estoy
preocupado al pensar que a mi gatito precioso lo motile
semejante boleta de peluquera. Porque estoy seguro que
tuvo que ser de Jorge Mario de quien se copió el tatuaje, ya
que ni imaginación propia debe tener ésa.

36
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

37
38
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

líbranos del bien


(Fragmento)
-2008-

El baile rojo y la muerte de Consuelo

39
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Líbranos del bien -2008-


el baile rojo y
la muerte de
consuelo
Mucho antes de que mi pueblo enfrentara la angustia, la
miseria y la sinrazón de la violencia, Ricardo Palmera y sus
amigos entendieron que la moda en el país eran los movi-
mientos cívicos. Había para todos los gustos, pero el ejem-
plo a seguir lo encontraron en Barrancabermeja: el Frente
Amplio del Magdalena Medio. Lo fundó Ricardo Lara Para-
da, uno de los más famosos seguidores del eln que desertó
a tiempo de la guerrilla cuando comenzaron las purgas in-
ternas. Ricardo y Ricardo (Lara y Palmera) se conocieron en
Bogotá. A Ricardo (Lara Parada) le encantó el trabajo que
Ricardo (Palmera Pineda) adelantaba en Valledupar. Enton-
ces lo invitó a la ciudad –digo, Palmera a Lara–, para que
constatara de cerca lo que le contaba de lejos. Pero así es
la vida. Por esos días, como lo contó un testigo, mandaron
bajarse a Ricardo –Lara Parada– y ni vivo ni muerto llegó a
la ciudad. Como quien dice, Lara se les escapó a las purgas
internas pero no a su destino con el más allá. Fecha para la
memoria: noviembre de 1985.
Pero Ricardo Palmera conservó la idea de fundar ese
mismo movimiento cívico que revoloteaba en la cabeza de
sus amigos.
–¿Con qué base social? –pregunté a Rodolfo Quintero,
cofundador de este movimiento junto con Imelda Daza–:
¿No era muy ingenua esa idea de un puñado de hombres
inventándose un partido nuevo?
–Sí y no –contestó–. Sí, porque sólo contaba con unos
pocos votos. No, porque así, en pequeño, es como comien-
zan los sueños. Cualquier sueño. Cualquiera que nace de la
noche a la mañana.
De la noche a la mañana comenzaron a darle forma al
movimiento. Quizá haciendo eco de las palabras que algu-
na vez Bateman Cayón le confió a la periodista Patricia Lara.

41
La guerra se gana uniendo al pueblo: al pueblo liberal, al
conservador, al comunista, al abstencionista, ¡al pueblo en-
tero! Pero para unirlo hay que atraerlo primero. Eran tiem-
pos efervescentes, cuando las ideas prendían por sí solas,
como una colilla encendida en una bodega algodonera.
Ricardo presentó con sus amigos de partido a su amiga-
cha de la universidad, a Imelda, la villanuevera, la de labia
fogosa. De entrada no la aceptaron. La veían como «una ga-
lanista sin fundamentos». Pero pasó lo de siempre. Imelda
abrió la boca, dijo tres frases inteligentes y todos quedaron
atontados y contentos. Contentos pero angustiados por-
que la salida del clóset se apresuraba a pasos agigantados.
¿Cómo los iban a tomar? ¿Qué iba a pensar la sociedad?
¿Perderían sus trabajos? ¿Sus amigos de siempre les reti-
rarían el saludo? ¿Les dirían de frente que los respetaban
mientras se burlaban a sus espaldas? Qué vaina: el partido
que alentaban hundía su huella en la izquierda odiada. ¡De-
masiado para un pueblo que no soporta las audacias!
Para prepararse, organizaron convivencias antes de des-
pedirse del anonimato. Eran reuniones de treinta, cuarenta,
cincuenta personas, donde dominaba la verborrea, el de-
bate era el gran protagonista y se escuchaban frases que
hablaban de cambio social.
Por caso, nada más oigan esto que encontré entre los
papeles de Alicia:
Sabemos que la oligarquía liberal y conservadora no va a
hacer las reformas que estamos planteando. Tenemos que ga-
nárnoslas nosotros y se harán en la medida en que el pueblo
sea gobierno, sea poder, se forme un gobierno popular. Pero
de aquí a que se forme nosotros tenemos que empujar por las
reivindicaciones concretas de la región, por las reivindicaciones
nacionales que cobijen a todos los ciudadanos. Hay que aspirar
a ese poder. Aspirar a tomarnos la dirección del Estado. Hay
que tenerle gusto a eso, ése es el objetivo, es la llamita que nos
está atrayendo. Para llegar a esa llamita que nos está titilando
como una luciérnaga en noches oscuras, tenemos que caminar
por diferentes atajos, pasar ríos, vadear montañas, retroceder,
acompañarnos de más gente, pero la lucecita tenemos que irla
buscando, y esa lucecita es el gobierno del pueblo.

42
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Con los días, el grupo fue creciendo, creciendo, crecien-


do, como una de esas bombas de goma que inflan con he-
lio en la Plaza de Lourdes. Hasta que salieron del clóset
con desparpajo. Al asunto le metieron folclor, le metieron
musiquita en vivo, como hacen los gamonales de los gran-
des partidos, y un espacio inmenso para que cupiera todo
el gentío que habían querido: la gallera Miguel Yanet. La
cosa resultó mejor de lo planeado. Las fotos, como aquellas
de Fidel en 1959 entrando a La Habana con el Che Guevara
y Camilo Cienfuegos, muestran que el movimiento iba en
serio, como si de veras al Valle fuera a llegar La Revolución.
¿La fecha exacta? Veintiocho de julio de 1985. Entonces las
emisoras locales hicieron eco de las tamboras que tocaban
en la gallera mientras se escuchó decir con una voz que
sonaba a relámpago:
No fue de un momento a otro que un grupo de personas
que jamás habíamos participado en las componendas de los
grupos familiares de Valledupar y del Cesar se nos dio por par-
ticipar en la política. Esto es fruto de un análisis sereno, fruto
de descubrir que el sesenta por ciento de las cabeceras mu-
nicipales del departamento no poseen alcantarillado, no po-
seen acueductos, y aquellos que los tienen no poseen agua
tratada que genere condiciones de salud favorable a los seres
humanos; fue cuando estudiamos el problema agrario y descu-
brimos que el cuarenta por ciento de la tierra laborable de la
región está en manos del dos por ciento de los propietarios de
la tierra; fue cuando vimos la situación de desempleo, de anal-
fabetismo, las condiciones hospitalarias, como el caso concreto
del Hospital Rosario Pumarejo de López. Cuando vimos todo
esto decidimos no demorarnos un minuto más, no demorarnos
un segundo más en salir a ocupar el puesto que la Patria exige
a los ciudadanos que tienen dignidad y decoro.
Lo que no mostró la radio –ni más faltaba, jamás podría–
fueron las camisetas que los «revolucionarios» portaban
como estandartes:
El que no llora no mama,
rezaba la leyenda.
Ricardo no estuvo esa tarde sentado en la mesa princi-
pal. Lo de siempre. El temor por la familia, por la expulsión

43
del trabajo, por la apariencia social. En adelante se conser-
vó como ideólogo en la sombra, junto con esa amiga que
de vez en cuando los apoyaba desde su emisora: Consuelo
Araújo Noguera, la mujer del primo hermano de Ricardo. El
programa donde cada día se transmitían los adelantos del
movimiento se llamaba La Cacica comenta, porque cacica
llamaban a Consuelo por su don de mando en la tierra de
los arhuacos, de los kankuamos, de los tupes, de los arza-
rios. Tierra de indígenas admirados y respetados hasta un
par de años más adelante cuando aparecieron los contra-
guerrilleros, es decir, los paracos.
Consuelo y Ricardo, dos inteligencias brillantes que de-
bieron de hablar de esta vida y de la otra. Hoy en día pocos
en Valledupar creen la historia de que Ricardo, travestido
en Simón Trinidad, dio la orden de matar a su comadre.
Según informaron las noticias, el ejército trató de rescatarla
luego de que fuera secuestrada por el Frente 59 de las farc
a las cuatro de la tarde del 24 de septiembre de 2001 cuan-
do regresaba a Valledupar de una misa oficiada en honor
de la Virgen de Las Mercedes, en el cercano corregimiento
de Patillal. Cecilia Monsalvo, compañera de secuestro de
La Cacica, me contó que ambas viajaban en la camioneta
Toyota de placas OHK­786 cuando fueron interceptadas por
dieciocho guerrilleros que habían montado un retén ilegal
en cercanías de La Vega, una locación en la vía entre Pa-
tillal y Valledupar, dos pueblos distantes a media hora de
carretera.
Permitamos que sea ella misma quien narre los hechos.
El secuestro sucedió un lunes alrededor de las cuatro de la
tarde. Yo venía en el asiento del copiloto, al lado del chofer,
y en la parte posterior viajaban Consuelo, Luz Estella Molina
y su sobrina María Paula Molina. Cuando topamos con el re-
tén, Consuelo creyó que se trataba de militares no tanto por
las prendas del ejército que vestían sino porque el alcalde Elías
Ochoa se había comprometido a que esa carretera estaría mili-
tarizada. Mas, los únicos «militares» que aparecieron fueron es-
tos soldados de las farc. Pero me devuelvo. Te contaba que al
encontrarnos frente a frente con el retén Consuelo dio la orden
al chofer de que parara y se identificara. El chofer no sólo bajó
del auto sino que buscó al que actuaba de comandante para

44
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

decirle que transportaba a la esposa de Edgardo Maya. «Vaya


y dígale al comandante que conmigo viaja la ex Ministra de
Cultura», recuerdo como ayer sus palabras. Los guerrilleros, de
quienes todavía no sabíamos que eran guerrilleros, avanzaron
directo hasta el carro que venía detrás de nosotros, que eran
los escoltas de Consuelo, a quienes obligaron a apearse. Al ver
esto, Consuelo se bajó del auto en el acto, que era lo que busca-
ban los guerrilleros porque la camioneta en la que viajábamos
estaba blindada. Consuelo se apea y es cuando los guerrilleros
se presentan. Nosotros somos de las farc. ¡Dios mío, hasta aquí
llegamos!, pensamos todas. El que actuaba como comandante
ordenó a Consuelo volver a subir a la camioneta. Él se montó en
el lugar del conductor. Entonces manejó a lo largo de la antigua
trocha que conduce al corregimiento de Atánquez que, como
sabes, queda a más de dos mil metros de altura en las faldas
de la Sierra Nevada. En el caserío llamado La Vega nos encon-
tramos con un grupo grande de retenidos, entre ellos el padre
Iseda… ¿Que qué hacían allí? Bueno, como antes te dije, todo
comenzó con un retén de la guerrilla. Ese tipo de retenes lla-
mados «Pescas Milagrosas» porque no se trata de un operativo
planeado para secuestrar a una persona en particular sino bus-
cando la posibilidad de un pez gordo. Por eso, a todos los re-
tenidos nos sentaron juntos mientras confirmaban los nombres
en nuestras identificaciones. A la mayoría de ellos los soltaron
al cabo de un par de horas, salvo a dos hombres que tenían
amarrados con una misma cuerda y a nosotros ocho, o sea, las
cuatro mujeres que te mencioné, el chofer y los tres escoltas.
Llegó la orden de embarcarnos de nuevo en el mismo carro,
la misma camioneta Toyota. Este nuevo recorrido terminó en
Guatapurí, donde dormimos. O mejor, tuvimos un duermeve-
la con sobresaltos y temores. Ocurrió ahí mismo, dentro de la
Toyota, las tres mujeres de atrás recostadas unas sobre otras
y yo un poco más cómoda en la silla del copiloto. Antes de las
cuatro de la mañana ya teníamos el ojo abierto. Fue cuando
Consuelo dijo: «Me da mucha pena con Edgardo Maya haberle
ocasionado este problema». Luego se quitó el anillo que lleva-
ba puesto y me lo regaló, quizá presagiando una despedida.
Ah, olvidé contarte algo importante. Importantísimo. La noche
del secuestro, tan pronto llegamos a Guatapurí Consuelo pidió
ir a un baño. Llevaba su mochila arhuaca terciada en el pecho,

45
de la que extrajo su celular antes de arrojarlo por el inodoro.
«Ahí hay demasiados teléfonos importantes», fue todo lo que
dijo. Luego, de nuevo dentro de la camioneta, sacó el diario
que siempre la acompañaba y comenzó a leer algunas páginas
que luego arrancó de un tirón y se llevó a la boca. Alcanzó a
tragarse una buena cantidad de hojas antes de que apareciera
el comandante. Creo que sólo masticó lo último que escribió.
Aclaro: lo último que había escrito hasta ese momento porque
ella luego recuperó el diario y lo último último que escribió fue
«Jesús, hijo de David, ten compasión de nosotros»… ¿Que de
manos de quién recuperó el diario? Eso era lo que estaba por
decirte. Cuando el comandante se acercó a la camioneta lo pri-
mero que hizo fue pedirle a Consuelo su mochila. Además de la
mochila, Consuelo le regaló el collar que llevaba puesto. En esa
ocasión, junto con el comandante se acercaron otros guerrille-
ros que querían conocerla. ¿Sabes? Le hablaban con especial
admiración. Pero sigamos en lo que íbamos, y en lo que íbamos
era que esa noche dormimos en la camioneta y al día siguiente
despertamos mucho antes del alba. Oramos un poco. Ya sabes
que las mujeres de por acá somos muy dadas a Dios. El coman-
dante se acercó a la camioneta. «Buenos días», dijo en tono
amable. Consuelo le preguntó si habría desayuno y él nos hizo
llegar una taza de café a cada una mientras cocinaban algo de
comer. Consuelo aprovechó la cercanía del comandante y el
ambiente tranquilo para comentarle que ella era muy amiga de
Simón Trinidad. «Ya lo imaginaba», contestó el guerrillero, «ab-
solutamente todos los secuestrados dicen lo mismo». Entonces
se escucharon los helicópteros artillados y luego el estruendo
de varias ráfagas… ¿Que por qué el ejército llegó de manera
escandalosa en lugar de adelantar el operativo con discreción?
De eso no tengo idea. ¿Para qué te voy a echar mentiras? Lo
que puedo afirmarte es que luego me enteré que esa misma
tropa venía de un combate en Curumaní, o sea, estaba cansa-
da. Pero sigamos. Todos los guerrilleros salieron corriendo. El
comandante se subió en la camioneta. Otra vez en el puesto
del conductor. Seguimos por la misma trocha sierra arriba. Creo
que debimos llegar a los tres mil o tres mil quinientos metros de
altura cuando se acabó el camino. Nos bajamos a las carreras y
seguimos a pie por un caminito de herradura hasta que yo no
di más. Es que entre la gordura y la altura poco a poco me fui

46
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

quedando sin aire. «De aquí no sigo», me ranché sobre un pe-


ñasco. El comandante estuvo de acuerdo en que me quedara.
Consuelo se nos había adelantado mucho para ese momento.
Es que ella siempre tuvo una magnífica condición física porque
desde niña hizo ejercicios y fue buena caminante. Ella alcanzó a
ver que yo me quedaba. Si me gritó alguna frase de despedida
la verdad es que no la escuché porque en ese momento se
sintió un estruendo incomprensible: varios guerrilleros habían
colocado bombas en los carros en los que subimos. Sentada
sobre el peñasco vi que los guerrilleros botaron la comida con
la que comenzaban a preparar el desayuno. Sólo se llevaron las
ollas. Estaban cocinando guineo cocido con huevos revueltos.
Tiempo después llegó el comandante de La Popa. Yo me le
presenté cuando lo vi venir. Le dije: «Yo soy Cecilia Monsalvo y
estaba con La Cacica»… ¿Que por qué la tropa se demoró tan-
to en llegar? Por la sencilla razón de que no conocían la sierra.
Ante esto no hay vuelta de hoja. Volví a casa muy serena. Los
nervios me salieron al día siguiente. Por fortuna ya sabes cómo
es la gente del Valle, que se vuelca a visitar cuando hay una
tragedia. Eso me estimuló y me dio fuerzas.
¿Qué pasó con Consuelo tras el regreso de La Polla
Monsalvo? Durante los siguientes días, acompañada de Luz
Estella Molina y su sobrina María Paula Molina, se dedicó al
ayuno y a la oración. Comía sólo panela, que pasaba con
agua.
Los guerrilleros nunca las trataron mal, pero ella temía el
peor desenlace. Hasta que el temor se convirtió en realidad
la noche del 29 de septiembre cuando tropas del ejército
al mando del capitán Armando Oñoro Lamby decidieron
liberarlas.
Tan pronto los captores se percataron de la presencia
del ejército obligaron a correr a Consuelo Araújo, descal-
za y asmática (en realidad Consuelo no era asmática, aun-
que desde niña padeció una infección en los pulmones), la
separaron del grupo y se la llevaron unos ochocientos metros
distante de nosotros, donde optaron por ejecutarla. Esto no
me lo contaron a mí sino a las autoridades. Yo simplemente
lo tomé de uno de los tantos informes oficiales en el que
aparece la descripción en detalle de los acontecimientos en
versión de uno de sus protagonistas: Luz Estella Molina, la

47
última persona en ver con vida a la admirada Cacica.
¿Qué vino luego del asesinato? La versión que busqué
para escuchar este relato fue la de la abogada Alix Daza,
quien para la fecha del secuestro se estrenaba como di-
rectora de Fiscalías, que en pocas palabras significa que
era la persona encargada de asignar a los fiscales para los
diversos procesos denunciados o conocidos por la Fiscal.
Su testimonio es el siguiente:
Hablé con Consuelo horas antes de que marchara a Patillal.
Me dijo que me fuera con ellos, que en su carro había cupo. Le
comenté mi temor del viaje porque la carretera a Patillal estaba
atestada de guerrilla. Ella trató de tranquilizarme con la frase
de que el alcalde Elías Ochoa había garantizado que la vía es-
taba militarizada. Incluso recuerdo cuando dijo: «Hasta le dije
a [mi hijo] Rodolfo que averiguara si de veras habría ejército»,
pero nunca me confió la respuesta de Rodo, sólo que le había
pedido que averiguara. Lo que confirmamos con el paso de
los días es que la carretera sí estuvo militarizada pero el día
anterior y el posterior a su paso. El anterior, que cayó domin-
go, porque el Alcalde ofreció un almuerzo en Patillal; el martes,
porque era el inicio real de las fiestas. En todo caso, ese lunes
del secuestro me enteré de la noticia hacia las siete de la noche
porque me citaron a un consejo de seguridad. Allí me encontré
con el general Gilibert, que comandaba el operativo de resca-
te, o el que sería el operativo de rescate, y con Edgardo Maya.
En la mesa me senté justo frente a él. En la cabecera estaba
Gilibert. Había otros militares: un coronel de La Popa y otro de
la Brigada. Estaban muy ansiosos, muy afanados por adelantar
cuanto antes el operativo. Tímidamente levanté la mano y mos-
tré mi desacuerdo con la persecución en caliente de la tropa.
Fue un momento que no olvido porque de inmediato Edgardo,
que hasta el momento siempre estuvo callado, se levantó y se
paró detrás de mi silla. O sea, yo que pensaba que estaba apo-
yándolo a él, de repente sentí que era él quien apoyaba mis
palabras: palabras más, palabras menos se mostró de acuer-
do en que las autoridades hicieran lo suyo pero pidió mucha
prudencia, pues no estaba de acuerdo con el rescate militar.
El sábado que la mataron le tomé la declaración a su hijo Ro-
dolfo en horas de la mañana. Luego fui a La Popa y encontré
el ambiente enrarecido. Pregunté qué pasaba pero había un

48
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

silencio de desierto. A las diez de la noche volví a La Popa por


si acaso tenían noticias nuevas. Encontré el mismo ambiente. A
las dos y treinta de la mañana sonó el teléfono. Era un capitán
del ejército del que me había hecho amiga. «Está confirmado
que la mataron», fue todo lo que dijo. Me cité con él a la en-
trada de la Policía. Encontramos al comandante de la época
hablando telefónicamente con sus superiores sobre la mejor
manera de darle la noticia a Edgardo Maya. Salimos a casa de
Edgardo Maya pero estaba cerrada y oscura, de manera que
entendimos que todavía no lo habían llamado de la Policía. Fue
cuando cometí una imprudencia llevada por los nervios. Llamé
a mi amiga Nena Araújo y le comenté la mala nueva. A los cinco
minutos comenzó a timbrar mi teléfono. Eran amigos buscando
información que me apresuré a negar a pesar de saber que ya
era tarde para hacerlo. Cuando volvimos a pasar por la casa de
Maya, ya estaba revolucionada. Rodolfo fue el primero que me
abrazó. Luego Ricardo, otro de sus hijos. Maya estaba estoico,
muy callado y aplomado. Nos pidió a mí y a Marta Bornacelli
que subiéramos a la habitación a organizar algo de ropa de
Consuelo y unas sábanas para llevar a la diligencia de búsque-
da del cadáver. Ya eran más de las seis de la mañana y los heli-
cópteros del ejército no habían logrado penetrar hasta el lugar
exacto del cadáver. Se trataba de un profundo cañón arriba
en la sierra. Haz de cuenta el cráter de un volcán con una boca
muy cerrada que dificultaba el acceso de los helicópteros. Los
únicos que podían acercarse eran los Blackhawk, pero no había
disponibles. El más cercano estaba en otra misión. Tuvimos que
esperar hasta las cuatro de la tarde. Entonces Maya me dijo:
«Ve tú y la buscas y me la entregas en mis manos». Así se hizo.
Me subí a ese Blackhawk a pesar de mi miedo a los aviones. De
los nueve, era la única mujer. Llegamos al lugar de los hechos,
bajamos al abismo y lo primero que vi fue una kankurúa de te-
cho de paja. Sabes lo que es una kankurúa, ¿cierto? Es un lugar
sagrado de los indios arhuacos. La kankurúa estaba bordeada
por una murallita de piedra, muy bonita. El sitio era muy lindo.
Un vallecito de pasto verde y bajito, sin árboles. Hacía tanto frío
que no podía hablar, pues me temblaban los labios. Un cerdito,
único ser vivo en varios kilómetros a la redonda, salió a darnos
la bienvenida. Dentro de la kankurúa todo era desorden, ba-
sura y una hedentina que golpeaba con rabia. A unos cuantos

49
pasos de la entrada estaba tendido el cuerpo sin vida de un
guerrillero, los ojos abiertos frente al inmenso firmamento, los
brazos extendidos en cruz. Me acerqué y comprobé que te-
nía agujeros de bala por todas partes. Caminé unos cuantos
metros hasta encontrar el límite de otro precipicio. Miré hacia
abajo. Sólo había piedras. En una de ellas, según escuché más
tarde el relato de Luz Estella Molina, Consuelo se detuvo y dijo:
«Aquí me quedo». O sea, como decimos por acá, se enchoyó.
Supe cuál fue esta piedra antes de escuchar a Luz Estella por-
que a partir de ella en la arena había rastros de que la habían
arrastrado. Era un camino pedregoso que bajé con mucha di-
ficultad y terminaba en un corralito incipiente sin animales. Al
lado estaba el cuerpo aguijoneado de Consuelo. Aguijoneado
por los disparos, ¿no? El cuerpo del guerrillero y el de Consuelo
distaban unos doce metros. Consuelo estaba boca abajo, con
el brazo derecho extendido y el izquierdo debajo de su cabe-
za. Como si antes de caer hubiera tenido tiempo de proteger
la cara con la mano. Volteamos su cuerpo, que comenzaba a
abotagarse. En su rostro había rastros de terror: «con los la-
bios azulados», la boca era una mueca de pánico. Distante unos
cuantos centímetros encontré parte del cráneo. Aquel que co-
rresponde a la frente y al ojo derecho. Cuando revisé su cuer-
po, encontré pelos en las uñas de sus manos, como si hubiera
tratado de asirse al guerrillero que la cargaba. De asirse, de
atacarlo, de defenderse.
En cualquiera de los tres casos es mera especulación. Sus
pies estaban cubiertos con trapos. No tenía uñas en los dedos
de los pies. Al parecer, las perdió cuando la arrastraron. Ves-
tía una camisa naranja y un pantalón camuflado. Se abrigaba
con dos feejack al tiempo. Uno sobre otro. En el dedo central
de cada mano llevaba un anillo. Se los quité y los guardé en
mi bolso. La imagen que más llamó mi atención y que no he
podido olvidar es que justo al lado del cadáver crecía la úni-
ca mata en cientos de metros a la redonda. Era una orquídea,
cuya flor se apoyaba en la cadera derecha de La Cacica… ¿Me
preguntas cuáles impactos penetraron por el frente y cuántos
por la espalda? Casi todos fueron por la espalda, salvo el que
le destrozó la frente y otro en la palma de la mano derecha. De
los casquillos que me preguntas no tengo mayor conocimiento.
No estoy segura de cuántos recogieron o de cuántos se per-

50
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

dieron… Entre todos los hombres cargaron el cuerpo y subi-


mos de nuevo hasta el lugar donde nos esperaba el Blackhawk.
En ese momento llegaron un par de sargentos y soldados que
descendieron desde lo alto del cerro. Es decir, recordando el
símil del volcán, bajaron desde la cresta del cráter. Pregunté a
uno cuánto habían demorado en bajar. «Cuatro horas largas,
casi cinco», contestó fatigado, y añadió: «Por la oscuridad, ano-
che nos demoramos más durante la persecución». No es que el
trayecto fuera distante sino la zona muy escarpada y difícil de
maniobrar. Supe entonces que eran los mismos hombres que
habían participado en el fallido operativo de rescate. Quise sa-
ber qué tan cerca estaban de Consuelo en el momento de su
muerte. Dijo: «Apenas comenzábamos a bajar desde allá arriba
cuando los guerrilleros ya la habían matado acá abajo»… ¿Que
cuántos eran los guerrilleros? Eso no lo supe nunca. Lo que
puedo informarte al respecto es que los soldados afirmaron
que la columna que la había secuestrado se perdió rápido en
el monte y que a ella la cargaron sólo dos de ellos, bueno, en
realidad la arrastraron, según las evidencias de laceraciones en
sus pies descritas en la necropsia, y se supone que fueron esos
mismos dos guerrilleros quienes la mataron… ¿Alguna otra
pregunta? Bueno, entonces sigo con la historia. Antes de caer
la noche tomamos el vuelo de regreso. Los primeros en correr
a abrazar el cadáver fueron sus hijos Ricardo y Rodolfo. Pedí
adelantar la necropsia en el batallón La Popa porque temía una
revuelta popular. Cuando la abrieron encontraron su estóma-
go completamente limpio… Diría que el clímax de esta crónica
ocurrió cuando me encontré frente a frente con Edgardo y le
entregué los dos anillos que ella llevaba en el momento del
asesinato. Él los cogió con la mano izquierda y apretó fortísimo
el puño, como si quisiera clavarse las uñas en la palma, al tiem-
po que apretaba y abría los ojos con desesperación pero sin
lágrimas. Es una escena que no logro olvidar: Edgardo apretan-
do el puño izquierdo mientras se tragaba el llanto. Más adelan-
te, en algún momento me atreví a comentarle a Edgardo que
Consuelo fue una afortunada porque alcanzó a arrepentirse de
todos sus pecados ante Dios y a entregarle su vida mediante el
ayuno. Son contadas las personas que enfrentan esa oportuni-
dad en esta vida.

51
Recuerdo ese domingo cuando sonó el teléfono en ple-
na madrugada. No eran las cuatro y media de la mañana
cuando el timbre repicó en algún lugar de mi habitación en
la casa donde residía con mi amigo Toño Díaz en el barrio
Santa Ana, al norte de Bogotá. Inmediatamente pensé que
algo grave había ocurrido: para quienes vivimos lejos de la
familia, una llamada de madrugada no es más que una no-
ticia de muerte. Para colmo, tan pronto tuve el celular en la
mano comprobé que en la pantalla aparecía el nombre de
mi mamá. Una angustia helada me recorrió de arriba abajo.
¿Qué pasó? Fue mi saludo, seco y directo, al descolgar el
teléfono. Ella, con voz baja –casi susurrante–, y visiblemen-
te angustiada sólo atinó a decir: Mataron a Consuelo. Que-
dé frío, pues a pesar de saber que la vida de la hasta hace
un par de meses Ministra de Cultura corría peligro luego de
ser secuestrada por las farc, nunca pensé como un hecho
cierto que atentarían contra ella, en especial conociendo la
amistad que, desde niña, la unía con Ricardo Palmera.
Todavía no se sabe qué pasó, recuerdo haber escucha-
do, como lejana en la distancia porque mis pensamientos
ya comenzaban a divagar, la voz de mi mamá, quien conti-
nuaba contándome que el asesinato había ocurrido hacia
las diez y media de la noche anterior a orillas del río Do-
nachuí.
Consuelo Araújo Noguera tenía sesenta y un años en el
momento de su muerte. Y su esposo se acababa de po-
sesionar como Procurador General de la Nación. Según
la evidencia forense, la culpa la tuvieron seis impactos de
proyectiles de arma de fuego, en su mayoría percutidos por
la espalda y a una distancia inferior a sesenta centímetros, de
los cuales cuatro comprometieron regiones vitales en tórax y
cabeza, que ocasionaron su deceso.
Según consta en la página cinco del Protocolo de Ne-
cropsias Nº 275­01 del Instituto Nacional de Medicina Legal
y Ciencias, Regional Bogotá, Acta de Inspección a Cadáver
Nº 248­01, el resumen de las lesiones traumáticas es el si-
guiente:
1. Laceración cerebral y fractura conminuta de cráneo
por proyectil de arma de fuego.

52
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

2. Estallido de corazón por proyectil de arma de fuego.


3. Laceración de aorta por proyectil de arma de fuego.
4. Fractura de escápula, de costillas, de vértebras por
proyectil de arma de fuego.
5. Estallido de riñón izquierdo y de bazo por proyectil de
arma de fuego.
6. Perforación gástrica por proyectil de arma de fuego.
7. Laceraciones múltiples en miembros inferiores.
8. Equimosis múltiple por trauma contuso en cara ante-
rior de ambos muslos y piernas.

conclusión: Se trata del caso de una mujer adulta quien re-


cibe lesiones múltiples por proyectil de arma de fuego que
comprometen la cabeza y el tórax y producen laceración
cerebral y estallido de corazón, pulmones, aorta, bazo y ri-
ñón izquierdo. Lesiones de carácter esencialmente mortal
en su conjunto.
manera de muerte: Homicidio.
firmado: Pedro Emilio Morales.

(Como este mundo es tan chiquito como un pañuelo, al final


de mi entrevista con Tulio Villa, aquel ebanista que alguna
vez habló en detalle sobre el surgimiento de los barrios po-
pulares, me enteré de que el vital anciano era dueño de una
funeraria, y a través de esta funeraria fue localizado algún
día desde la Alcaldía para que se hiciera cargo del cadáver
de un ene ene que llevaba más de un mes en la morgue.
Al llegar a la morgue Tulio Villa se encontró con la sorpresa
de que ese ene ene fue el único guerrillero dado de baja
en combate durante el enfrentamiento entre el ejército y las
farc que buscaba liberar a la ex Ministra. Ese cuerpo parecía
un colador –me contó el ebanista y fabricante de ataúdes–:
tenía cuarenta y tres huecos [sic] de bala.)

No todos en el pueblo confían en la versión de la veracidad


del informe oficial. Créanme cuando afirmo que fueron mu-
chos a quienes al respecto pregunté desprevenidamente

53
en la calle: más común de lo que se cree, existe la idea de
que a la Cacica la mató una bala amiga (coincidencialmente
la misma forma como, años atrás, murió en un retén del
ejército Yolanda Valle, su mejor amiga). La frase se repite:
Fue una bala del ejército, dicen en el pueblo, aunque no
exoneran de responsabilidad a la guerrilla. Igual fue su cul-
pa por haberla secuestrado, advierten. Eso sí: pocos creen
la versión de que Simón Trinidad fue quien dio la orden de
asesinarla. El mismo Trinidad afirmó ante el jurado gringo
no sólo que abogó ante la cúpula de las farc por la libera-
ción de la ex Ministra de Cultura, sino que incluso le dijo a
“Raúl Reyes”, miembro del Secretariado de esa guerrilla,
que ese secuestro era un error.
Consuelo y Ricardo eran amigos y se respetaban mutua-
mente.
Punto final.
Ahora regresemos a nuestra historia.
Llegaron las elecciones de 1986 y en algunos sectores
había gran expectativa por la participación de la up, sigla
de Unión Patriótica, el partido que nació como consecuen-
cia de las conversaciones de paz del gobierno de Belisario
Betancur con las farc. Todo comenzó con unas comisiones
encargadas de contactar al grupo guerrillero, hasta llegar
a los llamados Diálogos de Paz, y a principios de 1984 en
La Uribe, Meta, se creó este movimiento político que pre-
tendía ser pluralista y convergente. Jahel Quiroga Carrillo
le contó a Yezid Campos que la propuesta de la up fue una
avanzada que hicieron las farc con la intención de involucrar-
se en este movimiento político y hacer una política civilista
una vez se llegara a un acuerdo de paz. Esto evidenciaba su
intención de terminar el conflicto armado, de llegar a una
salida política negociada.
Jahel Quiroga fue la presidenta de la up en Santander
en 1990, y Yezid Campos es un antropólogo que adelan-
tó una investigación testimonial con los sobrevivientes de
ese partido. Sobrevivientes, porque con todo y expectativa
por lo que sucedería con ellos en las elecciones de 1986, lo
cierto es que de un momento a otro comenzaron a asesinar
a todos sus militantes. Sucedió en todo el país. De corre-

54
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

lativo, como dicen en el Valle para significar «a diario, de


seguido», en cualquier municipio de Colombia, de Nariño a
La Guajira, de Casanare a Chocó aparecían miembros de la
up asesinados. Ahora se sabe que era un plan tan serio que
hasta tenía un nombre hermoso.
El Baile Rojo.
De Yezid Campos me enteré, o, mejor dicho, del trabajo
de Yezid Campos me enteré en Valledupar en uno de los
almuerzos domingueros en casa de unos parientes. El mari-
do de una prima me contó la historia de alguien que había
adelantado unas pesquisas sobre el asesinato de los miem-
bros de la Unión Patriótica. Anoté los datos del libro y de
su autor y tras llegar a Bogotá me fui de librería en librería
preguntando por el texto. Nadie lo conocía o hacía rato se
les había agotado.
Tuve una idea. Entré en Google y anoté el nombre de
Campos. Las páginas que me aparecieron no me hablaban
de un libro sino de un documental. En una de ellas estaba
la dirección electrónica del autor. Le escribí preguntándole
dónde podía adquirir su texto. Esa misma tarde me respon-
dió asegurándome que no había un solo libro en el merca-
do. Los mil ejemplares de la primera y única edición estaban
agotados. Aun así, muy genero­so, me aportó su solución:
me facilitaría su único texto para fotocopiarlo. Concertamos
una cita para almorzar esa misma semana en uno de esos
restaurantes del Centro Internacional en cercanías del Hotel
Tequendama y del edificio Bachué. Nos encontramos a la
hora indicada, coincidimos en pedir ajiaco como almuerzo y
hablamos largamente sobre su investigación.
Yezid es antropólogo e investigador social. Trabajó como
director de la Estación Antropológica de la Sierra Nevada
de Santa Marta, lo que significa que conoce muy bien la
zona por donde los últimos años se desplazaron Simón Tri-
nidad y Jorge Cuarenta. Le hablé sobre mi trabajo, sobre
mi urgencia de contarle al mundo sobre el odio que corroe
las venas de la gente de mi tierra colombiana. Yezid estuvo
de acuerdo. Se ve a leguas que es un hombre calmado con
ansias de disfrutar la paz de Colombia. Me cayó muy bien.
No sólo me prestó un ejemplar de su libro sino que también

55
me regaló un dvd, pues toda su investigación fue filmada.
De esta manera pude ver por vez primera la figura de Imel-
da Daza, a quien tanto había oído mentar en Valledupar.
Imelda sigue exiliada. Vive en un pueblo cualquiera en la
siempre gélida Suecia. Es una mujer cercana a los sesenta,
de cabellos cenizos cortos, que habla con ese acento mu-
sical de la región, tan cantaíto que en sí mismo semeja una
canción. Su testimonio está lleno de cariño y de recuerdos
dolorosos. Cariño por los amigos y familiares que nunca
más volvió a ver, y recuerdos dolorosos por tantos cerca-
nos a su corazón que encontraron la muerte por apoyar la
misma causa, una misma causa común. Se siente la vida en
cada una de sus palabras a pesar de la tristeza por haber
abandonado desde hace tanto tiempo el paisaje donde
creció. Lo cierto es que no puede volver a Colombia por-
que podría esperarla la muerte.
Escucharla, leerla, es comprender las razones que tuvo
Ricardo para desaparecer en el monte. Me habría encanta-
do viajar a Suecia a auscultar su historia de primera mano
y preguntarle toda una andanada de inquietudes que me
suscitó leerla, pero como mi precaria economía no me lo
permite decidí apropiarme, previa consulta con Yezid, de
algunos apartes de su testimonio que considero valioso
que ustedes conozcan, como este donde dice: un miembro
entusiasta en el Nuevo Liberalismo fue Ricardo Palmera. Ahí
desplegó todas sus dotes de político, de expositor. Nunca
antes se había destacado como en ese período. Viajamos mu-
cho a La Guajira, a todo el Cesar, asistimos a eventos en toda
la Costa Atlántica. Hicimos una experiencia muy interesante.
Sobre todo el médico López Teherán, Ricardo Palmera y yo.
López Teherán fue aquel médico vecino de Ricardo en el
mismo edificio Brasilia de la calle 9c Nº10-­35 que se consti-
tuyó en la última morada vallenata para ambos. El primero,
antes de partir al otro mundo; el segundo, antes de que lo
extraditaran al Primer Mundo. El asesinato de López Tehe-
rán fue en plena mañanita, antes de salir hacia su consultorio
en la clínica de los Seguros Sociales. Saliendo de su casa
–cuenta Imelda–, unos hombres lo abordaron cuando él
se montaba en su vehículo y lo mataron. Sucedió el 13 de
marzo de 1991.

56
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

No fue el único de los amigos. Antes habían asesinado a


Jairo Urbina Lacouture, a Toño Quiroz en Becerril, a un conce-
jal en San Alberto y a otro en San Martín. La muerte de Toño
Quiroz, el concejal de Becerril, es la primera que cuenta Imel-
da. Un poco después del dieciocho de abril del 87, recibimos
la terrible noticia de que Toño Quiroz había sido asesinado en
Becerril. Toño era un hombre muy especial. Era conservador,
era un hombre jefe de hogar que tenía su mujer y sus hijos. Un
hombre de una voz que no necesitaba micrófono. Después de
la de Toño Quiroz, Imelda narra la captura de Jairo Urbina ese
mismo día que velaban a Quiroz en Becerril.
Al parecer, Urbina salió del velatorio a hacer alguna dili-
gencia personal en la Jagua de Ibirico pero nunca regresó.
Una patrulla del ejército lo detuvo. Lo bajaron de su carro, lo
metieron a un camión y se lo llevaron. Nosotros seguíamos
en el velorio de Toño e íbamos a salir para la iglesia y luego al
cementerio. Pero alguien que venía por la carretera se antici-
pó y nos avisó lo que había sucedido. Nos decidimos a irnos
detrás del camión donde llevaban a Jairo porque sospechá-
bamos que también lo iban a asesinar. Eso fue una osadía,
desde luego. Cuando íbamos en la carretera de Becerril hacia
Codazzi, el camión del ejército se detuvo, se bajó un tenien-
te y nos apuntó con su arma y nos conminó a devolvernos.
Imelda estaba embarazada y eso la salvó de la requisa que
los militares hicieron a sus amigos. El grupo de amigos se
devolvió entonces hasta Valledupar y entró directo a la ofi-
cina de la gobernadora Marinés Castro de Ariza (nieta de
Dominga Palmera, o sea, prima de Ricardo. ¿Es que aca-
so en este pueblo todos son parientes? Sí, por uno u otro
lado todo el pueblo está atado, maniatado, encadenado).
Le contaron lo que estaba pasando. La gobernadora llamó
al comandante de La Popa pero a Jairo nunca lo llevaron a
ese batallón. En su lugar, lo trasladaron hasta el comando
del ejército de Buenavista, en La Guajira. Hasta allá fueron
a buscarlo los amigos. Lograron que lo soltaran, pero el
hombre ya estaba sentenciado y un par de años después
finalmente lo mataron.
Las pesquisas por los asesinatos no llegaron a ningún Pe-
reira. Lo de siempre. Los investigadores afirmaron que fue-
ron las Fuerzas Oscuras y con eso se solucionó el problema.

57
Esas silenciosas Fuerzas del Mal disfrazadas como Fuerzas
del Bien son las mismas que menciona Kevin Spacey en Los
sospechosos de siempre cuando advierte que el mejor truco
del diablo es convencer a todo el mundo de que él no existe.
(A propósito, me gusta la manera como Josefina Palmera
definió Fuerzas del Bien: Es cuando varios que se creen bue-
nos se unen para ocultar la maldad que hacen entre todos
ellos. Me soltó esta frase a lo largo de una conversación en
la que se regó en prosa contra los asesinos de su hija. Otro
párrafo suyo de esa misma conversa que quisiera resaltar es
el que advierte: Es que este mundo está lleno de gente bue-
na que hace cosas malas justificadas en «el bien». Para justifi-
car el bien siempre se recurre a la mano criminal. «El bien» es
populista y carece de moral. Es populista porque nadie puede
oponerse a él. Y es inmoral porque en su nombre se cometen
los más atroces crímenes. Nunca se sabe qué esperar de los
buenos. De los malos, en cambio, de entrada sabemos que
no son hipócritas. Y eso, en sí, ya es una ganancia. Es que la
hipocresía es más criminal que la maldad).
De estas «Fuerzas del bien» hacen parte extremistas de
derecha, intolerantes, gente que teme perder el statu quo,
homofóbicos, racistas, clasistas, xenófobos, pero especial-
mente aquel que habla de paz pero por detrás promueve
la guerra; aquel que almacena odio en su corazón mientras
por su boca respira bondad, amor; aquel para quien la pa-
labra moral traduce asesinar. En fin. Todos los que recurren
a la fuerza para imponer sus ideas. Lo curioso es que la de-
recha no avanza cuando la izquierda retrocede. La derecha
se frena, se deslegitima, cada vez que busca acabar con la
izquierda. Y viceversa, por supuesto. Es un juego de locos,
un círculo vicioso. Quizá lo más sencillo sea aprender a con-
vivir juntos, respetar mutuamente los espacios. Con eso no
habría ni Fuerzas del Mal ni mucho menos Fuerzas del Bien.
Esas mismas Fuerzas del Bien que escuché mentar desde
niño cuando mi abuelo, que fue almacenista de la United
Fruit Company antes de su llegada a Sevilla, contaba en
detalle la masacre aquella de las bananeras, cuya historia
no vale la pena rescatar de tanto que se ha dicho de ella,
pero de la que merece recalcarse la anécdota que por estas
mismas calles vallenatas repiten los mayores.

58
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Cuentan los mayores lo mismo de lo que fue testigo mi


abuelo: que luego de la cacería humana en la que solda-
dos cachacos aniquilaron a miles de indefensos obreros
costeños, el famoso coronel Cortés Vargas, exaltado a la
condición de Gran Héroe aquel 6 de diciembre de 1928,
celebró tremenda fiesta a la que asistieron las directivas de
la United Fruit Company junto con sus serviles abogados de
cadencia andina ms, por supuesto, la aristocracia bananera
de Santa Marta. ¿Qué celebraban si acababan de acribillar
a más de tres mil cristianos?
Sencillo:
Celebraban el triunfo de las Fuerzas del Bien.
Pero aquí no acaba el cuento, porque –ahíto de gloria–
ese mismo coronel pronto fue nombrado por el presidente
conservador Abadía Méndez como director de la Policía
Nacional a manera de homenaje por su «valerosa» faena.
Claro que no le duró mucho –recordó en estos días Josefina
Palmera–, pues al poco tiempo se presentó en la capital un
incidente de corrupción administrativa y entonces el hombre
tuvo que enfrentarse a la burguesía bogotana, la misma que
había aplaudido la matazón costeña pero que ahora lo con-
denaba por atreverse a hocicar la conducta de algunos de sus
pares. Es que, Loncho, ya te he dicho y no me haces caso que
cachaco, paloma y gato, son tres animales ingratos: en este
país, la historia oficial que se tiene en cuenta es la de los ca-
chacos. Lo que ellos escriben es lo que se da por cierto y sólo
por su moral exigen respeto. ¿El resto de colombianos? El
resto de los colombianos les importamos un soberano peto.
Pero no caigamos en la trampa de la dispersión.
Jairo Urbina, Rodolfo Quintero, Imelda Daza y muchos
otros vallenatos participaron en la ya célebre Marcha Cam-
pesina del Nororiente Colombiano realizada en Valledupar
entre el 8 y el 12 de junio de 1987. Digo «célebre», pues de
ahí en más, como dicen los argentinos, la historia de la ciu-
dad se partió en dos. Álvaro Muñoz Vélez era el alcalde de
Valledupar cuando esto sucedió. La historia oficial asegura
que la ciudad fue lo más cercano a un paraíso hasta que su-
cedieron estos actos. Por eso prefiero que sea la misma voz
oficial quien nos regale su versión de estos precisos factos.

59
La llamada marcha campesina, o del nororiente colombia-
no, fue un grupo de campesinos de los santanderes y del sur
del Cesar que marcharon hasta Valledupar por la carretera
oriental con el fin de presentar un pliego de peticiones con
reclamos elementales en salud, educación y vías. Se decía que
era organizada por la guerrilla y hubo temor de desplazamien-
to de los habitantes del departamento. Duró varios días, y
todavía se desconoce el soporte económico. Ellos cocinaban
donde llegaban porque andaban preparados con ollas, pero-
les, corotos y otros chismes de cocina. A medida que avan-
zaban fueron topándose, en cada municipio visitado, con la
fuerza pública. Pero nunca hubo desmanes de ninguna de las
partes. Por el contrario, transcurrió con tranquilidad hasta el
municipio de Curumaní. Allí el gobierno de Virgilio Barco, con
César Gaviria como ministro de Gobierno, ordenó detenerla.
Sin recurrir a la fuerza, el ejército cumplió la orden bloquean-
do la carretera sin dejar pasar ni vehículos ni caminantes. Dos
o tres días después llegó una contraorden. El ministro Gaviria
ordenó a la gobernadora del Cesar, Marinés Castro de Ariza,
que se permitiera la continuación de la marcha hasta su ob-
jetivo inicial. Los campesinos avanzaron hasta la población de
Codazzi, donde nuevamente el gobierno ordenó disolverla.
En este momento, los marchantes ya no estaban tan compac-
tos como en Curumaní. Estaban disgregados por el cansancio
y por la atención a los niños. Aun así, la orden del gobierno
no tuvo eco y ellos continuaron el recorrido hasta Valledupar
donde el objetivo era tomarse la Plaza Alfonso López. Frente
a las instalaciones de la Feria Ganadera, a la entrada de la
ciudad, el ejército dispuso un fuerte cordón humano para per-
mitir la negociación entre campesinos y voceros del Alcalde.
Para desgracia del gobierno local, ellos no contaban con un
gran líder encargado de esas lides y entre todos impusieron
sus deseos. Inicialmente, la Alcaldía intentó conducirlos hasta
la Plaza Doce de Octubre o la del Primero de Mayo, localiza-
das ambas en barrios populares. Finalmente los marchantes
alcanzaron la Plaza Alfonso López. Nos tomaron por sorpresa
porque se alojaron allí y tenían libertad de movimiento. Salían,
entraban, y eso permitió que se presentaran roces con la ciu-
dadanía. Incluso hubo robos secundarios. A la marcha inicial
se fueron sumando otros poco a poco. Al final eran más de

60
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

dos mil personas. La encabezaban puros campesinos. Ante


la ambigüedad del gobierno nacional, acá no sabíamos qué
hacer. El tercer día nos llegó información de las libertades que
se presentaban, así que por seguridad dimos vacancia a los
empleados y cerramos la Alcaldía para evitar desmanes. No
se tomó ninguna medida restrictiva contra el personal. Más
bien se formó cierto desorden con toda esta gente, entre la
gente de la ciudad y los marchantes, que deambulaban du-
rante las noches por toda la ciudad. Se tomó una medida
policiva de poner seguridad en las esquinas sin dejar salir a
nadie, solamente a ellos. Tendrían que autorizar a unas per-
sonas encargadas de conseguir la comida e ir bajo un cordón
de seguridad entre la Plaza y el río para bañarse y hacer sus
necesidades fisiológicas. Fue la manera de imponer orden.
Todo fue pacífico, salvo unos pocos heridos por cortes leves
de botellas. Se situaron cascabeles en los cuatro costados.
Llegaron de Buenavista. La decisión fue del general sin con-
sultar. El general los metió de noche y eso fue un escándalo
cuando los campesinos vieron un tanque de esos en cada es-
quina. Creó un pánico porque la Plaza se achicó cuando la
gente corrió hasta la tarima, pero no hubo consecuencias la-
mentables. Hacia el quinto día llegó la noticia de que querían
dialogar con las autoridades. Hubo consejo permanente de
seguridad y hasta vino Rafael Pardo, que era el Comisionado
de Paz, y dio algunas directrices sobre los diálogos, como qué
podía negociar- se y en qué podía o no ceder. La goberna-
dora mantuvo contacto permanente con él. Los marchantes
nombraron entre diez y quince compromisarios y autorizaron
a unas personas para negociar en su representación. Si mi me-
moria no me falla creo que fueron cinco, al menos recuerdo
los nombres de José Francisco Ramírez, Víctor Ochoa, Víctor
Mieles, Edilberto Palomino y Rodolfo Quintero Romero. Ri-
cardo no apareció en la marcha. También hicieron parte del
Comité Negociador Consuelo Araújo Noguera, el padre Be-
cerra, el general comandante de Brigada, el director del das,
el Comandante de La Popa, el de la Policía, la gobernadora
Marinés y yo. El padre Becerra jugó un papel conciliador im-
portantísimo. De hecho, siempre fue quien concilió. En la bús-
queda de un sitio neutral, yo aporté mi casa. Allí dialogamos
unos tres días. Se discutía muy amablemente, aunque en una

61
ocasión salieron muy disgustados; no recuerdo el motivo. Lo
primero que pedían era la Plaza como permanencia, lo cual
se negó; segundo, que se les permitiera deambular por toda
la ciudad, que también se negó. La razón de la marcha se es-
pecificó en un memo solicitando tierras, agua potable y ne-
cesidades básicas. Pardo prometió algunas cosas y luego de
cuatro días de negociación se logró el levantamiento del paro
y que evacuaran la Plaza luego del compromiso de llevarlos a
sus sitios con buses y camiones. En la carrera Cuarta con calle
Quince estaba la fila de quienes se montaban en camiones
y buses para los diferentes municipios del sur del Cesar has-
ta San Martín, que es el límite departamental. En total todo
duró entre dieciocho y veinte días… Cuando escribas esto no
olvides mencionar el pánico de los vecinos de la Plaza, como
el que sufrió Carmen Montero, cuya casa fue prácticamente
invadida cada vez que alguien necesitaba un baño. A algunas
personas muy mayores las sacaron a otras casas, como a Delfi-
na Pavajeau de Maestre o a Rita Molina de Pavajeau. La iglesia
de La Concepción no abrió sus puertas durante esas semanas.
Al edificio de Telecom, en una de las esquinas de la Plaza, se
le puso una seguridad fuerte. Después de que se fueron los
marchantes nos tocó pintar de blanco todas las fachadas. Con
los bomberos hicimos un aseo general hasta el río. Eso olía a
orina y mierda. Hay que decir que en general la ciudadanía
se portó muy bien. Este hecho marcó un hito en la ciudad
porque a partir de entonces se evidenció la inseguridad, en
especial en el tema de los secuestros. José Francisco Ramírez
le hizo un seguimiento posterior al proceso. Era un hombre
muy apegado a las ideas socialistas y el más intransigente de
los negociadores. Lo mataron quince días después del levan-
tamiento del paro campesino.

62
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

63
¿de dónde flores,
si no hay jardín?
-2015-
No apto para espíritus sensibles
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

¿de dónde flores, si no hay jardín? -2015-


no apto para
espíritus sensibles

“El ser humano es el único animal


que se odia a sí mismo”.

Kureishi

“Hagas lo que hagas y pienses lo que pienses


De una cosa puedes estar seguro:
Siempre estás jodido.
Ahora, mañana, la otra semana
y al año siguiente, hasta
el fin de los tiempos.
Jodido”.

Jacky Vanmarsenille, Bullhead

Antes que nada quiero que sepas que soy drogadicto. No


preguntes qué consumo. No es que tenga reparos en con-
tarlo, sólo que ahora no me animo a hablar de eso. Hace
apenas un par de años era acuerpado, e incluso hubo un
tiempo, cuando dejé de hacer deporte, en que me salió
barriguita… Ahora más tarde podemos entrar a mi Face-
book… ¿Tienes internet? Hace rato no reviso el mío, aun-
que ya nadie me escribe. He perdido a todos mis amigos, el
único familiar con quien hablo es papá y él no le jala a estos
avances tecnológicos. Si quieres ahora te muestro fotos de
cómo era cuando pesaba setenta y cuatro kilos. Ahora es-
toy en cincuenta y nueve, pero hay veces en que he llegado
a estar más flaco. Es que con la droga no me da hambre.
Puedo pasar tres o cuatro días sin dormir y muchos más sin
probar bocado. Me basta mi dosis diaria de vicio, porque
desde hace un tiempo todos los días tengo que consumir

67
dos o tres veces, o muchas más, todo depende de la ansie-
dad, de lo que me pida el cuerpo.
Aunque en realidad todo está en la mente.
No creas que esas cosas no las sé. Conozco el discurso
completo. Papá me lo restriega en la cara cada vez que
peleamos, que es casi a diario desde que sabe que ando
en estas. A veces la relación entre ambos puede ser como
un bloque de hielo. Entonces me voy de casa cuatro, cinco,
ocho días, un mes entero. Me largo y me encierro por ahí,
dependiendo de la plata que tenga o de la que consiga. Me
duele saber que él se mortifica por saber en las que ando,
pero me duele más ser consciente de la ruina a la que he
llevado mi vida en estos últimos años.
pero, es que
por más que lo intento...
Y lo he intentado varias veces,
¿sabes?
he estado con profesionales que han podido ayudarme,
y no es que no quiera que me ayuden
sólo que…
Ahora sólo creo en el poder que me da la droga
Lo que pasa es que los drogadictos somos muy manipu-
ladores. Todo el tiempo le mentimos a todo el mundo, no
tanto para justificar lo que hacemos, que es lo que menos
interesa, sino para conseguir dinero para poder seguir en
el mismo desenfreno. Eso es todo lo que nos importa. Me-
ternos en una burbuja para no tener que pensar en este
mundo de mierda. Si estoy contigo ahora y luego con al-
guien más, si trabajo al lado de papá, cualquier cosa que
haga, lo único que tengo en mente son las ganas de volver
a meter droga, no importa que apenas hayan pasado diez
minutos desde la última vez que lo hice. ¿Cuántas veces
al día dicen que los hombres pensamos en sexo? Una vez
leí que eran muchas. Muchísimas. Algunos, por ejemplo, le
gastan al tema ¡hasta la friolera de trescientas ochenta y
ocho veces al día!, en tanto a las mujeres solo les quita diez
de sus pensamientos diarios.

68
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Pues bien, yo pienso en droga más que en sexo. Por cada


vez que pienso en estar con alguien se me ocurren otras
diez razones para drogarme. Soy como los perros, que an-
dan a toda hora pendientes de la comida. Olfatean aquí o
persiguen la estela de una orina más allá, pero siempre con
la meta puesta en lo mismo, así hayan acabado de comer y
sientan el estómago indigesto, como cuando uno almuerza
con bandeja paisa. No importa. La mente de ellos está en
lo mismo, comida, comida, comida, siempre olisqueando
en busca de comida. Así soy yo de obsesivo. Todo lo que
hago, a lo que aspiro incluso en mis sueños, es a la próxima
vez que meta droga.
¿Tienes una pipa o algo donde pueda consumir?

¿No te molesta si armo una mientras te hablo?

No creas,
a mí me da vergüenza pedirte esto… Recién nos cono-
cemos y yo ya me tomo estas confianzas. Lo peor es que
ya verás que siempre soy así. Me he vuelto muy conchudo.
Antes era un pelao muy tímido, super retraído. Eso que lla-
man “escrupuloso”. Pero ahora no me da pena. Tampoco
me avergüenza saber que no te tengo confianza como para
hacer esto delante de ti, pero es que ya llevo mucho tiempo
sin probar y esto es algo que me puede más, que está por
encima de mis propios pudores.

Eso sí, nunca consumo con otros drogos. Me gusta


comprar lo mío y largarme por ahí, a un hotelucho de mala
muerte o a cualquier sombra donde pueda encerrarme sin
que me vean. Me da recato, no creas que no… No nací ni
me crie en la calle, papá no es millonario sino eso que lla-
man “gente de bien”, o sea, está relacionado con familias
de turmequé. Estudié en el San Bartolo, ese que queda por
la Quinta, a un paso del Parque Nacional. Es un muy buen
colegio, bilingüe y todo; luego hice un curso de Sistemas
en el SENA mientras decidía a qué dedicarme; mi papá hizo
un esfuerzo luego para apoyar mi paso por la Javeriana. Sí:

69
aquí donde me ves, estudié con curas. Si la suerte hubiera
estado de mi lado estaría en otro lugar, produciendo billete
en vez de intentar esquilmarle lo suyo al resto del mundo.
Pero no te hablaba de eso, no creas que pierdo el hilo
con facilidad.
Te decía que consumo solo porque soy muy tacaño para
compartir lo que tengo. Hace rato aprendí que cualquier
drogo al que uno lo invite a algo, así sea mínimo, después
se te pega como perro al que le das comida en sólo una
ocasión. O mejor, como un chinche. Si lo haces, digo, si
compartes tu droga con alguien, él cree que en adelante
será igual y te buscará y te seguirá y su mirada te escudri-
ñará peor que la de un perro.
¿Te gustan los perros? Si pudiera, me compraría ahora
mismo un bandog, que es un cruce de fila brasilero con
mastín napolitano. Son bravísimos. No tendría jamás un
perro de carácter afeminado o cobarde, sino que me haría
al más asesino de todos. Ya sabes, para que me defienda y
no me vuelva a pasar lo que me pasó. ¿Los conoces? Yo solo
he visto dos acá en Bogotá. Tienen una cara que parece el
diablo, por eso me encantan, porque con uno de ellos a
mi lado podría meterme al Bronx sin temor a que me pase
algo. Además de lo cruel que en el pasado fue el destino
conmigo, en el Bronx ya me han apuñaleado cuatro veces,
una de ellas por la espalda, que me perforó un pulmón, un
riñón y no sé qué más cosas, y como las costillas les impedían
hacer su trabajo, los médicos tuvieron que abrirme por el
frente esta brecha que parece el río Magdalena. ¿Quieres
que te muestre? No, mejor no.
¿Sabes? No quiero hablar de eso. Mejor te cuento de…
Di algo, por favor… No me gusta el silencio.
Me siento solo

…A los niños de hoy deberían enseñarles principios,


¿sabes de qué hablo? Yo sí creo que a los niños hay que
enseñarles principios, decirles que es malo robar, o que ma-
tar es lo peor del mundo, no sé, cosas de ese tipo que los
niños de hoy no saben porque nadie se las dice. Y hay que

70
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

decírselas con voz fuerte para que sepan desde temprano


que la vida no es un juego y que, con los años, cada vez hay
menos posibilidades de que mejore. Yo a mi hija le hablaba
de estas cosas, le decía lo que es bueno o malo, como hacía
mi mamá conmigo antes de dejarnos.
Yo tengo una niña, ¿sabes? Ahora mismo tiene nueve
años. Vive en Argentina, con su mamá. No quería que se
fuera. Cuando ella nació, yo todavía no andaba en estas.
Éramos una familia feliz de lo más común y corriente, hasta
que me envicié y su mamá me abandonó. Un día mi exmujer
se apareció por allá, en la casa de mi papá en donde vivo
ahora, con la historia de que tenía un novio argentino y se
iba con él a vivir a La Plata. “Firme acá”, me mostró un pa-
pel. “¿Qué es eso?” le pregunté. Me contestó que era mi
autorización para que la niña pudiera salir del país. Me ne-
gué. Dos, tres, cuatro meses le escurrí el bulto. Me llamaba
a insultarme, me gritaba, mi papá insistía en que lo mejor
era que lo hiciera. Yo no quería quedarme solo. Si la deja-
ba ir –a la niña, digo–, ya no tendría nada más realmente
mío, alguien para abrazar, para sacar fuerzas para dejar esto
atrás. Me decía esas mentiras todos los días, cuando en rea-
lidad a duras penas veía a la niña en una que otra ocasión.
Una tarde que estaban en el parque cerca de donde vi-
vían (yo siempre iba y las espiaba sin que notaran mi pre-
sencia. A veces lloraba por todo lo que me estaba perdien-
do), me armé de valor y me acerqué a hablarle a mi niña.
Se llama Violeta,
¿ya te lo había dicho? Violeta es una flor que me gusta
mucho. También me gustan las hortensias, las veraneras,
los anturios morados y todo lo de ese color desde que supe
que significa ambición, como los obispos, que lo visten
hasta cuando triunfan y, presuntuosos, pasan a ataviarse
con el rojo sangre de los cardenales.
Al principio, cuando me vio, Violeta puso una mirada
toda extraña, como si no me conociera. Hacía menos de un
mes había estado con ella y ahora hacía como si no me re-
conociera. Sin embargo se acercó cuando oyó mi voz. ¿Qué
te pasa, papito, estás enfermo? Me preguntó y se puso a
llorar.

71
Le dije que no y salí corriendo.
Esa tarde en el espejo me vi más flaco y cansado y oje-
roso y más sudado que nunca. Ya no era el tipo buenmozo
que seducía solo con el color de mis ojos. ¿Si ves lo azules
que son? Los ojos siguen intactos, pero este cuerpo, ah,
si vieras… Si vieras cómo era de fuerte cuando practicaba
deporte.
Aquella fue la campanada de alerta, el alto a la gloria:
Esa misma noche le firmé la carta a mi exmujer para que
ambas se pudieran ir a la Argentina. No soportaba la idea
de que mi niña me volviera a ver así, tan poco cosa, tan
vuelto napia, tan hediondo a esta miseria.

Lloré mientras oía música en el computador de papá.

Estoy a punto de emprender un viaje


 con rumbo hacia lo desconocido
no sé si algún día vuelva a verte
no es fácil aceptar haber perdido.
Por más que suplique, no me abandones
dijiste no soy yo es el destino
y entonces entendí que aunque te amaba
tenía que elegir otro camino.
De qué me sirve la vida si no la vivo contigo
de qué me sirve la esperanza si es lo último que muere
y sin ti ya la he perdido.

¿Conoces Camila? Es un grupo de mexicanos que me


gusta mucho porque las letras de sus canciones son así, de
esas que ponen a pensar, como si alguien del grupo -quizás
el que la escribió- hubiera pasado por lo mismo que estaba
pasando yo. Al menos así las siento. Más tarde te canto una
que me parece la mejor de todas porque la siento muy mía.
Es más, te la canto de una vez aunque... No, mejor no, que
me pongo triste por pensar en Violeta y apenas nos esta-
mos conociendo y estoy contento de estar contigo, así que
mejor hablemos de otra cosa.
¿Estoy muy lorudo?

72
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Hay gente a la que le molesta que le dé tanta lora, pero


si me vas a conocer es bueno que sepas que soy así de
intenso solo antes de consumir… Me da la habladera y este
no poder quedarme quieto en un mismo lugar, ¿sí ves que
tengo que caminar y moverme todo el tiempo? Es que el
cuerpo comienza pida que pida y por más que me haga el
loco,
¿ya te dije que todo está en la mente?
Ese es el problema, porque el cuerpo lo puedo contro-
lar, puedo amarrarme a una silla, por ejemplo, y quedarme
quieto de una vez por todas, pero ese no es el meollo del
problema, pues desde arriba sigo recibiendo la orden de
que ha llegado la hora, de que ya no puedo evitar por más
tiempo lo que…
¿Tienes un tapita de esas de Coca Cola o algo que se le
parezca?
¡Hmmm!
¿No tienes?
Tiene que haber algo parecido en esta casa.
¿Cómo así que no tomas Coca Cola?
Es la primera casa que conozco en la que no se toma
Coca Cola…
Bueno, en la mía tampoco había en mis tiempos de de-
portista, pero esa es otra vaina que no viene ahora al caso.
Puede ser la tapa de otra gaseosa, lo que necesito no es la
gaseosa sino la tapa, una así, de ese tamaño, como la de
una Coca Cola. También necesito un lapicero. Debe haber
un Kilométrico en esta casa, busca bien, seguro que hay
uno, en todas las casas de este país siempre hay al menos
un Kilométrico, aunque lo que necesito no es el lapicero
sino, también, su tapita, ¿no habrá una de esas por ahí?
Busca bien, por favor, para no tener que salir a esta hora.
Son casi las cinco de la mañana. Hoy domingo, en esta ciu-
dad, es más fácil comprar heroína que un Kilométrico. Igual,
soy capaz de caminar los cuarenta minutos que demoramos
en llegar hasta aquí con tal de conseguir la tapa de un Ki-
lométrico.
¿Papel celofán?

73
Ah, al menos ya comienzan a aparecer las cosas. No ne-
cesito mucho, con un tris me basta. El suficiente como para
tapar la tapa de Coca Cola que no aparece.
¿Y un cauchito? Necesito uno pequeño también. Debe
haber por ahí, quizá en la basura porque veo que esas flores
son frescas y esas vienen amarradas con un caucho.

Si no hay caucho me sirve un condón.


Ah, claro, de esos sí sobran, ¿no?
Pásame uno y lo voy cortando mientras me consigues
una aguja.
¿Cómo que no hay agujas en esta casa?
¿Un alfiler?
¿Una puntilla?
¿La punta de un tornillo delgado?
Cualquier cosa que tenga punta me sirve…
¡No puede ser!
En esta casa no hay nada de lo que hay en una casa cual-
quiera. Toda esa sala adornada con arte y antigüedades
que deben valer una fortuna y careces de lo básico para
sobrevivir. ¿Qué tipo de persona eres tú? ¿A qué sitio he
venido a parar?

Es la primera vez que me pasa.

Bueno, bueno, sí, disculpa, ya bajo la voz, aunque no


entiendo para qué si no tienes vecinos. Esta casa está en
la mitad de un potrero, ¿quién puede escuchar mis gritos?
Perdona, perdóname, tienes razón, es que me desespera
si no meto droga a tiempo. Ya sabes, el síndrome de absti-
nencia, el síndrome de abstinencia.
¡Perdón! ¿sí?…
¿Perdón?
Ayúdame entonces a armar esto. Tendrás al menos un
destornillador pequeño, de esos de estría… No, ese no.

74
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Aquel de allá al fondo de la gaveta, por ejemplo, déjame


ver… Sí, este sirve. Y esa tapita de allá, ¿de qué es? ¡Go-
tas para ojos! Tú ves muy bien, no importa que se pierdan,
pero esta tapa me sirve. Ah, además está vacio el frasquito.
¿Puedo tomar la tapita? Gracias, me sirve, y, mira, esa tapa
de aquel esfero, no importa que no sea Kilométrico, aun-
que hubiera sido ideal haber conseguido un Kilométrico.
No importa, esa también me sirve.
Mientras armo esto, por favor no me mires. No creas que
me sentí cómodo hace un rato cuando me inyecté en el
lagrimal la heroína que quedaba. No me mires, ponte a ver
la tele, haz otra cosa mientras te hablo. Me avergüenza que
veas cómo hago esto, ya te dije que soy un tipo conchudo
capaz de cualquier cosa con tal de consumir mi vicio, pero
eso no significa que no me avergüence. Eso sí, no me juz-
gues, si algo no soporto de la gente es que me juzgue. No
necesito que nadie me diga lo que ya yo sé. Con toda la
perorata que me echa mi papá cada vez que no vuelvo a la
casa en tantos días y él se sospecha que ando en lo que no
le gusta que ande, con todo eso que me dice, más lo que
yo mismo ya sé…
No creas que esto es tan así, que fue que tú y que yo y
que los demás y que amén, no, yo sé el daño que me hago,
pero también sé que no puedo vivir sin esto. Es más fuerte,
mi mente me domina porque ¿ya te dije que todo está en
la mente? No es el cuerpo el que pide más y más vicio, es
la mente la que lo lleva a uno a hacer lo que uno sabe que
no debe hacer.
Ahora sí, está listo esto.

No puedes decir que no soy un mago para armar pipas,


¿eh? Mira qué linda quedó.
Ahora no te asustes, no voy a hacer nada extraño. No soy
de esos que se ponen agresivos cuando consumen, o a los
que les da por hacer oooo, uuuu, uuu, así, como si fueran
simios golpeándose el pecho. Conozco a varios de esos.
Una vez casi me doy con uno porque es que a mí eso me
asusta, que hagan así como en trance yogui. Yo necesito re-
lax, un sitio en el que me sienta tranquilo, donde sepa que

75
no me va a pasar nada. Ni siquiera me pongo paranoico, ya
lo vas a ver, es más, ni siquiera te vas a dar cuenta de que
estoy embazucado, así de tranquilo voy a estar porque tú
me produces mucha confianza, me siento, no sé…
¿cómodo?
Lo que sí me va a dar pena es que tan pronto aspiro me
dan ganas de eructar. Bueno, primero me dan ganas de
hacer del cuerpo, porque esto me revuelca el estómago,
¿no te molesta?
¿Me perdonas?

Tú debes ser familiar de Job porque me tienes una pa-


ciencia,
Je, je, je.

Sé que no es nada agradable, dame un minuto. ¿Puedo


echar el humo por la ventana? No huele a nada. Igual, no hay
vecinos en diez kilómetros a la redonda. ¿Cómo se abre la
ventana? Ah, entonces de una… uuuUUUUF… uuuuuu. Cof,
cof. ¿Viste? Eso era todo. Ahora necesito diez minutos hasta
el próximo pase, con esto que compré, uy, jueputa, cómo
está de bueno, se nota que es bien puro. Y eso que me costó
tan solo tres mil quinientos pesos en el Parque de Lourdes.

Cof, cof.

Espera un minuto y voy al baño. ¿Puedo usar el tuyo?


No, prefiero el de visitas, que está más lejos del cuarto, ya
sabes, por si las tripas hacen ruido…

… Ya vengo

Ahora sí, qué bueno está esto. No me mires así que no


me gusta.
(Eructo).

76
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Ya te había dicho que esto iba a pasar, ¿me puedo desnu-


dar? Me gusta tocarme las güevitas mientras disfruto este
momento. Una vez en ese sitio en el que nos conocimos…
¿El Infierno es que se llama? Ya sabes, al que siempre van
putas y los tipos se les echan encima sin importar si se trata
del salón del bar o de una habitación con la puerta abierta.
A los drogos nos encanta la pornografía porque siempre
andamos arrechos pero nunca tenemos con quién tirar, de
modo que nos toca echar mano… de la mano.
Una vez llegué allá –te decía– y había varios tipos alre-
dedor de una vieja. Estaba rebuena, ya sabes que me en-
cantan las mujeres así, jovencitas… Hey, a propósito, ¿tiene
una peli porno? Me encanta ver porno mientras estoy así,
pero de colegialas, no me gustan ni las maduras ni las te-
tonas que parecen mujeres de traquetos, sino así, como de
uniforme, pelaitas de trencitas, como eran mis amigas en
la cuadra…

… De esas. Esa está bien, esa me gusta. Déjala correr.

Te contaba que ese día fui a ese lugar y había una puta,
una pelaita delgada, se la agarraba al tiempo como a cua-
tro o cinco tipos que la rodeaban en plena pista de bai-
le. Había full gente bailando, el sitio estaba casi lleno, y
esta vieja en la mitad de ellos agarrándole lo suyo a cada
uno de estos manes. Yo llegué y me la saqué y tan pronto
me puso la mano ya no quiso soltarla, la apretaba así con
fuerza, como con ansias, y cuando dijo que era la verga
más grande que nunca antes había visto –“Esta vaina tie-
ne la mitad del tamaño de mi niño cuando nació”, fueron
sus palabras exactas–, a mí se me infló el pecho delante
de aquellos hombres, me sentí poderoso, como debió de
sentirse Arturo cuando Merlín lo armó caballero colocando
sobre su hombro la punta de Excalibur; y ella me echó otro
piropo, dijo que era más grande de lo que había imaginado
al verme tan flaquito, y claro, como yo apenas mido uno
sesenta y tres y a pesar de que todos los demás eran mu-
chísimo más altos, me sentí más grande que todos ellos, uy,
no te imaginas lo que pensaba por dentro, como tocando

77
el cielo en la punta más alta del Everest… Creo que me
sonreí así, como con picardía, como pelaito feliz estrenado
balón nuevo…
Y no te creas, tampoco era la primera vez que me pasaba
algo así. Alguna vez, mientras la sostenía en la mano en otro
antro igual a El Infierno, una alguien se me acercó con los
ojos todos despepitados y me preguntó entre carcajadas
de timidez, “¿Cuánto pesa tu compañera?” … Hmmm…
¿Cuánto pesa mi compañera? Sabía que mi capacidad de
querer mide exactamente 29 centímetros, pero esta vieja
me tomó por sorpresa. Al día siguiente fui a una fama y
reuní suficiente cantidad de carne con su misma forma y
tamaño para no quedarme con las ganas de conocer la res-
puesta. La balanza arrojó la cifra de 897 gramos, casi un
kilo, ¿eh?
Pero sigamos con lo que te contaba de aquella vieja que
pajeaba a varios al mismo tiempo aquella vez en El Infierno.
Entonces se agachó a mamármela, se la llevó a la boca y de
una se la sacó y escupió y se metió la mano a la boca tra-
tando de sacarse la saliva que ya se le había pasado mien-
tras gritaba “Esta vaina sabe inmundo, ¿es que nunca se la
lava?” Y yo me sentí de lo peor. Pasé de estar encima de
las nubes a querer esconderme en el hueco más profundo.
Ya no fui capaz de verle la cara a nadie, me la guardé y salí
de allí porque me dio vergüenza, así que corrí a la calle y
en medio de la lluvia me encontré con mi esencia sabiendo
que, en lo que a mí respecta, desde que ando en estas en
este mundo somos sólo yo y mi abultada compañera.
Y no es que estuviera sucio, o porque de veras no me
la lavara. Me baño todos los días, a veces hasta dos veces,
pero es que por más que me jabono no logro sacarme ese
olor. Es que la droga me impregna todo. La exudo por to-
das partes, por cada poro, por cada uno de mis cabellos,
por todas partes huelo a ella, pero sobre todo allá, porque
me la agarro después de haber preparado la pipa y tam-
bién después de haber fumado, y claro, por allí también
sale ese olor, ¡y eso que estoy circuncidado! porque cuando
no es así el olor se esconde ahí para siempre y no hay modo
de sacarlo ya nunca más. Eso fue lo que pasó ese día que
me sabía, como me sabe siempre, a bazuco.

78
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Pero no hablemos de eso, que me pongo tenso, más


bien espera y me meto otro pasecito que esto está real-
mente muy fuerte, así como me gusta. Si quieres te cuento
cómo comenzó todo esto, porque esto de la droga es nue-
vo, de hace menos de un par de años. Puedo hablarte…
y créeme que esto no se lo he contado a mucha gente, y
menos a mi papá, pero hay algo en ti que me da confianza,
tranquilidad. Pero, no, mejor no te cuento nada de eso por
ahora… ¿O si?

Es que me violaron tres tipos una vez en La Calera, hace


ya muchos años, cuando tenía dieciocho.

A ver,
si ahora tengo treinta y siete, o sea,
hmmm,
hace casi veinte años de eso.
Pero, no, ¿sabes? Mejor de eso no hablemos porque es
que yo tenía unas metas muy encumbradas. Después de
eso, digo, tanto me dolió, eso fue muy duro porque no es
tanto el dolor físico, que eso pasa, sino que uno como hom-
bre, ya sabes, que otros tres tipos crean que pueden hacer
contigo lo que quieran…
Con el tiempo lo superé, repitiéndome que tenía que
ser verraco, que había que echar pa´lante, que no me podía
quedar en esa vergüenza. Fue cuando –al tiempo que asis-
tía a la universidad– me metí de ciclista, porque yo desde
niño siempre he sido un macho para los deportes, lo que
pasa es que ahora me ves las piernas así de flaquiticas y las
nalguitas tan escuchimizadas como las de los hombres des-
pués de que han cumplido cincuenta años. Es por la droga,
pero antes, en el colegio, nadie me atajaba goles,
aunque lo que realmente me gustaba era el ciclismo.
Desde chiquitico, cuando solo quedamos papá y yo, nos
íbamos ambos en la bici los fines de semana, por toda esa
avenida Suba y luego la ruta de la ciclovía por la Boyacá
hasta la avenida El Dorado y hacíamos el trayecto com-

79
pleto, al devolvernos por la autopista y cruzar luego por la
ciento ochenta, eso es un mundo de kilómetros, ves, casi
le dábamos la vuelta completa a Bogotá, y claro, yo tenía
un físico pero ni el hijueputa, y después de aquello que
te conté, mejor… ¿sabes qué? Dejemos esa parte solo en
lo que dije porque no me animo a hablar más de eso. Lo
único bueno de eso fue que me llenó de verraquera y me
puse las pilas y comencé a subir a Patios, mirándole la cara
al diablo cuando cruzaba por el sitio donde me habían…
¿Sabes cuánto hacía desde la carrera Séptima con 85 hasta
el mismito Patios? … Dieciséis, diecisiete minutos. Era muy
bueno para eso.
A veces me iba para Melgar en la mañana y regresaba
esa misma tarde. Solo paraba para comer, ni para ir al baño
porque ni ganas me daban pues sentía que estaba en lo
mío y que iba a coronar una meta importante. Ya conoces
ese dicho de que uno tiene éxito cuando le pone pasión a
lo que le gusta.

O algo así.

¿Sabes por qué unos alcanzan el éxito y otros no?


A veces, cuando ando todo existencialista por la droga,
me daño la cabeza preguntándome vainas como si es que
acaso el éxito, como la vida misma, hace una especie de
selección natural –no pongas esa cara. Hablo de esos rollos
darwinianos que nos enseñan en el cole–, al permitir que
tan solo unos cuantos asciendan a la cima,
como si, en lugar de talento y ambición, esa vaina sólo
se lograra con la obsesión lacerante de quien renuncia a su
propio existir.

Es cierto:
(ahora que lo pienso mejor),

No es el talento ni la disciplina:

80
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

¡Es la obsesión!

Entonces me vinculé a un equipo con patrocinio y todo,


porque hay que pensar en grande y nadie ve el cielo con los
ojos en el suelo. Por fortuna, me fue bien desde el principio:
luego de hacerme varias pruebas de esfuerzo, me encami-
naron por donde podía rendir más. ¿Sabes quién estaba
conmigo en ese equipo? ¿Sabes quién es Santiago Botero?
Bueno, ese man comenzó conmigo. La gente hasta nos en-
contraba parecidos, nos preguntaban si éramos hermanos,
ya sabes, por lo de los ojos claros, ¿no? Pero, no… yo soy
más pinta, jeje.
Bueno, es cierto: era más pinta. Ahora ya no tanto.

Me volví bien disciplinado y me estaba yendo lo más de


bien como escalador. Cuando comencé a jalarle a esa vai-
na, no tenía con qué conseguirme una cicla de hierro con
llantas estrechas, pero al ver la verraquera que le estaba
poniendo a aquello, papá me sirvió como fiador para un
crédito. Ahí fue cuando me compré la-que-tu-cicla, esa sí
que era una joyita, divina mi bici profesional, tres millones
de tablas me costó, y le saqué jugo como no imaginas…
Hasta que me la robaron. Justo un día volviendo de Melgar,
unos tipos en un camión me estaban esperando y me la
bajaron como por Chinauta, y yo a duras penas tenía plata
para un pasaje. Eso fue tenaz, si vieras todo lo que caminé
ese día, lloré como un condenado y, claro, eso me metió
en una depre severa. Estuve en esas un mes, dos meses. Al
cuarto o quinto –y a pesar de lo difícil que estaba la situa
económica en ese momento en la casa–, papá me volvió
a ayudar porque, para qué, pero él siempre ha estado allí,
dándome la mano cuando lo he necesitado. Compré otra,
una más modesta, apenas millón cuatrocientos mil pesos.
Y otra vez de nuevo dale que dale, que ahora no me ataja
nadie porque hay que fallar muchas veces antes de aceptar
la caída total.
De nuevo a Patios; otra vez a Melgar, hasta Girardot. Me
decía que nadie podría conmigo y cada vez que me mon-
taba en mi caballito de acero me daba ánimos tarareando

81
en la memoria aquella canción de Muse que amé desde la
primera vez que la oí.
¿Tú hablas inglés?
Supuse que sí.
Ven y te la canto mientras la buscamos ahora en internet,
que ya oíste que hasta buena voz tengo.

Race, life’s a race


And I’m gonna win 
Yes, I’m gonna win
I’ll light the fuse 
And I’ll never lose
And I choose to survive 
Whatever it takes
Yes, I am prepared 
To stay alive 
I won’t forgive
Vengeance is mine
And I won’t give in
Because I choose to thrive 
Yeah I’m gonna win*

¿Qué tal la megachimba de canción?


¡Es demasiaaaaaaaado!
Mira cómo se me paran los vellitos con solo cantarla.

Fight, fight, fight, fight, fight

Yes, I’m going to win

Porque eso era lo que yo me decía todos los días: a mí


nadie me va a ganar, conmigo nadie puede, yo voy pa´ arri-

* “Carrera, la vida es una carrera /Y yo voy a ganar /Sí, voy a ganar /Voy a


encender la mecha /Y nunca voy a perder /Y elijo sobrevivir /Cueste lo que
cueste  /Sí, estoy preparado /Para mantenerse con vida /No voy a perdonar /
La venganza es mía /Y no voy a dar en /Debido a que elijo para prosperar /
Sí voy a ganar”

82
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ba a como dé lugar que de perdedor no tengo nada; yo


elegí sobrevivir sobre cualquier cosa y me voy a vengar de
la vida, jueputa, no voy a permitir que nadie se me adelante
porque tengo más fuerzas que toda la raza humana.

¡¡¡JUEPUUUUUUUUTAAAAAAAAAAAAAAAAAAAA!!!

Mira para otro lado que no quiero que me veas chillar.

Volví al equipo y me iba tan bien que ya tenía hasta suel-


do todos los meses para dedicarme solo a eso. Una em-
presa super-re-conocida, esa que produce bebida de cam-
peones, era la que nos patrocinaba. Yo estaba decidido a
competir en la Vuelta a Colombia. Con terminarla me daba
por bien servido, pues hay mucha gente que no es capaz de
jalarle a la vuelta completa porque esa vaina es muy dura,
¿sabes? Así le dije a mi papá, que no se hiciera rollo si no la
ganaba, que con correrla completa era suficiente para su-
birme la moral. Quería que mi papa se sintiera orgulloso de
mí, que supiera que todo lo que había invertido –en tiem-
po, en dinero, en creer en su único hijo- no había sido en
vano, que yo era un verraquito de quien algún día el mundo
entero se enteraría, que había llegado a la cima, que había
triunfado…
Yo,
full entusiasmado siempre,
le decía orgulloso que me iba a anotar para correr la
Vuelta porque,

And I’ll never lose


And I choose to survive
Whatever it takes**

La vida nunca avisa cuándo va a golpear de nuevo pero


–como si se complaciera viéndonos sufrir–, de golpe… nos

** “Y nunca perderé/ Y escojo sobrevivir/ Cueste lo que cueste”.

83
golpea. Por más que uno intente aniquilar el ego, basta ha-
bitar un cuerpo humano para que ese cochinito al que lla-
mamos karma se apodere de nuestras culpas.
Conocí a un tipo ahí que también practicaba cicla y a
cada momento nos íbamos juntos a Patios. Un día, al vol-
ver, me dijo, “Venga, amigo, y lo invito una gaseosa”. A mí
me pareció hasta raro, porque los ciclistas nunca tomamos
gaseosa. Con decirte que yo en ese entonces ni sexo tenía,
era su-per-dis-ci-pli-na-do. Duré como seis meses sin acos-
tarme con mi nena, y como la niña ya había nacido, me la
pasaba entrenando…
y luego, feliz, jugando con ella.
Pero uno no sabe en qué momento la vida se le tuerce.
Debí de haberlo sospechado por tanta felicidad. Porque la
vida siempre da la vuelta cuando uno está en la cima. Eso
también lo aprendí, que esto es como una Rueda de Chi-
cago y si en un momento estás en el curubito al minuto
siguiente estás de nuevo bien abajo. Y ya ves, cuando mejor
estaba, cuando ni siquiera sospechaba que algo malo po-
día ocurrir en mi vida, o en la de mi familia, apareció este
tipo a invitarme a una gaseosa.
Fuimos a su casa, una casa grande. Recuerdo que entra-
mos por el garaje, dejamos las ciclas, y yo sí me pillé que
la casa estaba como vacía pero no dije nada. El hombre
trajo la gaseosa, y yo ni me la quería tomar porque sabía
que me hacía daño. Me dijo, “Ya vengo, espéreme un mi-
nuto”. Pasaron diez minutos, veinte, media hora. El hombre
no volvió. Salí por donde entré y ni polvo de mi cicla. Qué
rabia la que me dio. La vecina me dijo que esa casa llevaba
más de un año desocupada, que ahí no vivía nadie. Fui muy
inocente, un niño ingenuo que creía que la tenía toda, que
iba a ser campeón, y nada, no fui más que un pobre guevón
que se dejó engatusar
¡dizque por una gaseosa que a la larga ni quería!
Le monté la perseguidora a ese man. Todos los días me
la pasaba espíe que espíe a ver si aparecía. Pero nada, nun-
ca más volvió. Como al mes me cansé de vigilar, pero no
me pude olvidar del asunto. Y aún faltaba la estocada final:
perdí el contrato con la empresa que me patrocinaba ¿y

84
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ahora de dónde sacaba plata para mantener a mi niña? Se


me vino el mundo encima, otra vez en la inmunda. No me
quería levantar de la cama.
Estuve así como una semana, sin ganas de pensar ni de
comer.
Una tarde se apareció un man por ahí, en un carro que ni
te cuento. Yo iba caminando y frenó a mi lado. Me preguntó
si necesitaba plata y yo, el más imbécil otra vez, le dije que
sí. Me pidió que me subiera. Me llevó lejos de casa y de
repente comenzó a agarrarse el paquete. Para no alargar el
cuento, el hombre quería que se la mamara. Por supuesto,
me negué, me dijo que no importaba, que quería que le
mostrara la mía y eso bastaba para pagarme. Tanto insistió
el hombre que me la saqué y ¿para qué fue aquello? Le sal-
taron los ojos de las cuencas igual a como le sucede a Jerry
cuando Tom le hace alguna pilatuna, casi choca el carro,
qué arrechera la que se metió, y yo me sentía super asque-
roso, no sé ni cómo se me paró, qué vergüenza. El hombre
estaba que volaba con solo mirarme y me preguntó, todo
taquicárdico –no podía ni respirar, te lo juro–, que cuánto
le cobraba si se la mamaba y le dije que jamás, que yo a
eso no le jalaba. Sacó qué fajo de billetes, ni te digo cuanto
había ahí, por los quinientos mil pasó hace rato,
Y solo porque se la mamara.
Marica, eso fue tenaz,
(pero fue que me dejé llevar por la necesidad).

Por fortuna el tipo se vino rápido y yo me bajé en cual-


quier lugar de la ciudad, ni recuerdo dónde, pero con el
bolsillo repleto. Tomé un taxi y le entregué todo el billete
a mi mujer tan pronto entré a la casa. Cuando quiso saber
de dónde lo había sacado le dije que no preguntara tanto,
que lo que necesitaba era la plata, no saber cómo la había
ganado. Eso sí, me lavé la boca con pasta dental como cien
veces seguidas y escupí todo ese asco que sentí con esa
vaina ahí adentro.
De ahí en adelante mi vida no fue más que una historia
borrascosa que el escritor más truculento jamás podría con-

85
tar, no por falta de imaginación sino por todo lo inverosímil
que podría sonar. Es que nadie se cree esa vaina de que la
vida se ensañe así con alguien… Caí en picada, como si se
hubiera abierto la puerta de un avión en pleno vuelo: había
conseguido la plata para pagar todas las necesidades de la
casa pero me sabía el ser más asqueroso del planeta. Vo-
mitaba a cada momento, pensé que estaba enfermo, pero
en los análisis de sangre no salió nada malo. Ahí fue cuando
supe que todo lo padece el cuerpo pero la que manda es la
mente. Cada vez que recordaba lo que había hecho…

–ah, no sé cómo hacer para sacarme eso de la memoria–.

Para colmo, el político ese volvió, no sé cómo supo dón-


de vivía y con frecuencia pasaba por el frente del edificio en
su mega camioneta. Eso lo empeoró todo porque me supe
prisionero en mi propia casa.
Un día me fui a tomar una cerveza con un parcero. Fui-
mos a jugar billar al centro de la ciudad, a la calle 19 con
carrera 4. ¿Conoces por allá? Donde antes quedaba el cen-
tro comercial Nutabes. Allá estuvimos pasando el rato y la
verdad es que me relajé bastante. Tanto, que no fui capaz
de negarme cuando me ofreció un pase de bazuco. Me dijo
que solo esa vez, que era mentira que era adictivo, que eso
uno lo hacía solo cuando quería,

Me superó el spleen… Otra vez.

Hasta dejé en el billar el suéter que llevaba, y fuimos a un


cuchitril a un par de cuadras, una casa vieja de por ahí, un
antro de esos. Él compró el bazuco y nos fuimos a un cuarto
a meter. Mientras armaba el asunto, yo entré al baño. Pare-
cía que llevaba varios días sin que lo asearan. Una costra de
mierda estaba pegada a la taza del inodoro como sangre
seca adherida a la piel. Oriné de afán. Con asco. Salí y mi
amigo ya estaba en lo suyo. Me dio a probar. Pasaron varios
minutos. Y, ¿sabes qué? Lo que me pegó a esta vaina no fue
ni siquiera el placer en sí que produce sino que cuando me

86
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

cogió la traba, como a los dos minutos, mi amigo me metió


la mano al pantalón y me la sacó toda erecta como estaba,
porque es que en menos de un segundo se me puso durí-
sima, tan dura que alcancé a pensar que se me iba a partir.
Me la dejé mamar, y ese placer que sentí en ese momento
es lo que sigo buscando cada vez que meto.
Yo sé que es así.
Es que fue un placer indescriptible, como el primer pa-
jazo que uno se hace, que no se olvida nunca. Es más, a mí
me circuncidaron ya mayor, tenía veinte o veintiún años. El
frenillo no me bajaba bien y sangraba cada vez que tenía
sexo. Con la paja sola ya sangraba. Me operaron entonces,
y recuerdo que como al mes me pajié por primera vez, por-
que la cicatriz duró en sanar y me dolía. La primera noche
que se me paró vi al diablo encuero. Hasta se me reventa-
ron varios puntos, no sé. Si quieres ahora te muestro que
hasta me quedó una cicatriz por eso.
El caso es que, luego de la circuncisión, cuando me volví
a pajear, fue lo más placentero que he hecho en mi vida, lo
más la megarequetechimba que he sentido en mi puta vida.
Eso me vine como un minuto seguido y me mojé con semen
hasta los pelos de la cabeza. Pero ni siquiera lo de esa vez
se puede comparar con la mamada de la primera traba con
bazuco. Nunca pensé que algo pudiera ser tan rico.
Siempre queremos volver a aquel instante en que fuimos
felices. Por pretender repetir ese placer, a partir de enton-
ces mi vida parece la letra de un blues…
Como te dije, no fue la droga lo que me enganchó. Fue
el sexo. No entiendo el sexo si antes no he metido droga.
Uno y otro están más pegaditos que hermanitos siameses.
Comencé a descubrir cada olla en donde se conseguía, las
mejores horas para comprar, los códigos para acercarme
a cada lugar, los precios, los días de la semana en que se
consigue más barato; a diferenciar las mezclas en el peri-
co, a reconocer cuando el bazuco está pasado. Pero, sobre
todo, aprendí a conocer la calle, a reconocer los olores de
la noche, a diferenciar los miedos de la gente, a colarme en
los amanecederos hciéndome amigo de los porteros.
El primer intento por dejar el vicio ocurrió un par de me-

87
ses después. Comencé a ir a una sede de Alcohólicos Anó-
nimos ubicada en un segundo piso en la trece con sesenta,
pegada a un banco, creo que de Bogotá o de Colombia,
no importa.
Llegué sin hacer mucho ruido, todo tímido, apocado, tra-
tando de no llamar la atención y me encontré con un gru-
po de gente que exigió conocer mi condición. “Me llamo
Santiago y soy drogadicto”, corrí a decir no tanto porque
de veras lo quisiera, sino porque es lo que siempre he visto
en la televisión. Luego conté cualquier historia, la que me
dio la gana, la primera que se me ocurrió. Me asignaron
a un compañero para que estuviera pendiente de mí, ya
sabes, por si recaía… Fui durante dos, tres, cuatro semanas
todos los días que hubo reunión. Al principio me gustaba
ir, no tanto por ese rollo de dejar la droga, sino porque me
escucharan mi cháchara, por saber de otros que están en lo
mismo, por hacerme sentir. Me fui engarzando en el asunto,
volviéndome adicto a la compañía de ese pequeño círculo.
Ir allí era mejor que deambular solitario por las calles, pican-
do las piedras de mis fracasos sin tener a quién contárselos.
Ahí conocí a un actor de televisión, a un señor que solo
hablaba de su pasado familiar, a un político frustrado, a una
anciana que presumía que de niña había nadado en lujo y
abundancia, a un banquero en bancarrota y a una sardina
que me gustaba porque su historia era parecida a la mía.
La china estudiaba en el Externado, creo que comunica-
ción social o algo así, y se le dio por meter bazuco porque
al novio que tenía le gustaba… o qué se yo ahora por qué.
El caso es que poco a poco se fue enviciando y, por más
que –al igual que conmigo– la familia trataba de ayudarla,
ella no se dejaba. Salir de esto no tan fácil como la gente
piensa. Esta fuerza es muy poderosa. No es cosa de tomar
una decisión y, saz, de repente dejás de hacerlo, no… Yo
lo he intentado muchas veces, la madre que sí, marica, y
lo mismo le pasó a esa chinita. Cuando la conocí, ambos
apenas nos iniciábamos en el vicio, pero por alguna razón
a ella le pegó más fuerte. Cuando me vine a dar cuenta ya
hasta se había ido de la casa y vivía en la calle de lo que le
daba la gente, repitiendo “Colabóreme con una monedita”
por ahí o, qué se yo, rogando el tal “¿Monito, le cuido el

88
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

carro?”. Esto es duro, hermano, no crea que no, esto es


humillante y uno sabe que toca suelo, que se arrastra hasta
lo más profundo de la tierra, que vendría a ser el Abismo de
Challenger, ya más pa´ abajo está el infierno, pero es que la
vaina esa te puede más, el naufragio te llega al tiempo con
maderas carcomidas por toda la sal del mar, y la vida pesa
y el dolor cada vez se vuelve más imposible de sobrellevar
por saber que la estás cagando pero no puedes hacer nada
para levantarte.

Antes de que todo terminara en un funeral, a esta chinita


traté de ayudarla cuando vi que le podía más la tragedia
que se la llevaba por dentro; ese dolor de saber que la vida
te puede arrastrar como uno de esos arroyos barranquille-
ros que un día mostró un telenoticiero, que todo sucede
como cuando uno traga candela… ¿Tú has tragado candela
alguna vez?... No, yo tampoco, pero a veces me lo imagino
cuando me da gastritis por algún perico mal enrollado y
siento cómo se me quema acá la boca del estómago, como
si me exprimieran limones en los ojos. No es un ardor, her-
mano, es candela viva. Y bueno, es la vida. Es fácil decir que
uno es el dueño de sus fracasos cuando éstos son ajenos,
es fácil pedirle a los demás que vivan su envidia en secreto,
que no la escupan al mundo porque solo a cada quien le
pertenece, que toca atragantarse con ella como con uno de
esos gargajos verdes que se atorran en la garganta, todo
eso es fácil decirlo para afuera de los dientes, pero ve y lo
haces: ponte en los zapatos del otro e intenta hacerlo a ver
hasta dónde llegas.
La cosa estuvo así por un tiempo, esperando la noche
de la reunión de Alcohólicos Anónimos donde me dejaba
oír, pero acechado siempre por el riesgo de despertar a
destiempo en una realidad que ninguno de los que allí iba
quería enfrentar.
De tanto escuchar historias de fracasados terminé vol-
viendo al pecado.
Me quedé con la sardinita porque la entendía, porque
ella había vivido lo mismo que yo y era lo más de bonita
y se ponía toda tiernita cuando nos encerrábamos a me-

89
ter en algún cuchitril de mala muerte a donde no llegara
otro vicioso a quitarnos lo poco que compartíamos. Y en
esas estuvimos un tiempo, acomodándonos a vivir en el filo
de una navaja y siendo felices sabiendo que ni siquiera la
muerte podría ser peor.
O, mejor,
esperando que viniera por nosotros.

Yo tenía a mi favor que seguía atado al cariño paternal,


pues entre idas y venidas nunca he abandonado eso que
llaman el lar familiar, bonita esa palabra, ¿cierto? “lar fami-
liar”, la escuché la otra vez y me gustó, a veces la recuerdo
porque me hace sentir culto cuando la digo, pero también
porque es real porque –como te decía–, nunca dejé de vivir
en casa de mi padre, mal que bien, y no era tanto cosa de
que yo no fuera capaz de irme a otro lugar sino que, en me-
dio de toda esta miseria, tampoco me creía con los cojones
de dejar solo a papá. Él también ha sufrido lo suyo, aunque
de eso ahora es mejor no hablar.
Por caminar sobre cuchillas, a esa china en cambio, el do-
lor se la fue llevando. De un momento a otro, se fue como
desfigurando.
Esa vaina me partió el alma.

No hay nada más contranatural que la compasión. Mira


nada más: hasta los animales, salvo los elefantes, abando-
nan a sus crías cuando están enfermos o viejos… Si ya yo
había perdido mis propias esperanzas, ¿qué peor cosa po-
día hacer que comerme la mierda ajena? No, marica, con
la mía ya era suficiente. He dormido demasiadas veces en
la calle, tirado en una acera como un vagabundo, cubierto
con cartones y mantas pulgosas que ha dejado alguien que
nos ha antecedido bajo el firmamento, aterido del frío que
se mete en las entrañas en las madrugadas bogotanas.

Así que la dejé, así, de larín larán, nunca más la volví a


ver, hice como dicen que uno debería hacer con la droga:
lo decidí y, pa´lante hermano, de ahí en adelante quedé

90
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

completamente solo, caminando pa´trás como los cangre-


jos, pero solitario. Ella me buscó, lo sé. Pero no soy após-
tol de nadie. Con mi propio inri es suficiente. Varios meses
después supe que su cuerpo lo habían encontrado, cosido
a puñaladas, al fondo de la quebrada que pasa junto al Par-
que Nacional. Según me contaron, murió a manos de esas
tales bandas de “limpieza social”. Ya sabes, gente con prin-
cipios morales tan enraizados que carecen de sensibilidad
para aceptar que alguien pueda ser diferente a ellos.
…Qué hevy, papá, qué hevy la vida que me tocó en suer-
te, pero ya no sigo dándole páginas a otras vidas. Que cada
quien pellizque lo que pueda, que yo también tengo un
miedo
¡¡¡Bruuuuutal!!!

¿A qué? No sé. Supongo que a echarme para atrás. A


recorrer el camino de regreso. Eso también duele, ¿sabes?
Reconocer que uno la cagó. No que la está cagando, porque
eso me lo digo a diario. Sino a pararlo todo y decirme ante
el espejo “la cagaste y ya no puedes recuperar el daño que
te hiciste, ya no puedes volver a ser lo que fuiste, a sentir los
placeres de esa forma tan bacana”.

¿Sabes?
Me encantó la primera vez que me dio taquicardia.
Y la segunda,
y la tercera
y la cuarta.

Un corazón normal debe bombear entre 60 y 100


pulsaciones por minuto. Cuando se me desbocaba en 120,
150, 160… Me sentía vivo. Como si la esperanza se me al-
borotara, como que eso era la vida, ¿ves? Así era el placer
que sentía con las taquicardias, como saber que con un mal
paso todo puede terminar de una vez.
Vivir era estar al borde.
Pero de repente ya nunca más me volvió a dar. Como si

91
el corazón, de tanto llevarlo al límite, se terminó amañando.
¿Me prestas el baño? Estoy que me orino hace rato.

Lo que nunca volvió a ser igual fue el sexo con las muje-
res. No han dejado de gustarme las chinitas, las adoro, me
muero por acostarme con todas las pelaitas que me topo
en la calle con uniforme de colegiala, pero ninguna me so-
porta este asunto de la droga. No he podido levantar viejas
desde que ando en estas. Salvo cuando voy a puteaderos o
a sitios como ese en donde nos conocimos. Esas son todas
las mujeres con las que puedo acostarme: putas feas, viejas,
gordas. Nada comparado con las que solía llevarme a la
cama cuando estaba en el colegio. Tampoco es que pueda
ponerme tan exigente, ¿cierto? Antes era un man re-pinta y
ahora no soy más que una piltrafa.
Las cosas son como son.
Levanto lo que está a la altura de lo que ofrezco.
En cambio los hombres me llueven por montones, todos
igual de solitarios. Gente que está dispuesta a morir por un
polvo. Esta es la frase fácil, lo primero que pienso de tantos
gais que he conocido en estos últimos años. Es tal la forma
como arriesgan sus vidas, que a veces creo que buscan la
muerte, que quieren que los maten, que ya no soportan un
instante más de soledad.

Tenía un amigo, por ejemplo.


Se llamaba Salvador Huerga.

Era un psiquiatra retirado, un hombre cercano a los se-


senta que vivía en el penthouse de uno de esos edificios
viejos por los lados del Tequendama. A pesar de que le
iba re-bien ganando buen billete, padecía de soledad, así
que le gustaba frecuentar El Infierno porque quedaba a par
cuadras de su casa.
O alargaba lo más que podía la jornada laboral y per-
manecía largo rato en la oficina con tal de llegar a su casa
lo más tarde posible en la noche. Qué triste, ¿cierto? Con

92
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

tremendo apartamento con vista sobre la sabana de Bo-


gotá; con decirte que desde la ventana de la sala, en ma-
ñanas limpias, vi varias veces el Nevado del Ruiz. Y a pesar
de poder darse ese lujo, el hombre nunca pudo tener a
alguien a su lado. Es que los gais creen que la belleza dura
para siempre, y de repente llegan a esa edad y, por andar
tire que tire de rumba en rumba, al final se quedan solos,
solitos, solitarios.
¿Por qué es tan triste la soledad? ¿Por qué nos
convencemos de que sólo estando con alguien la vida
se puede disfrutar? Pregunto esto último al recordar que
hasta hace un par de años este no era más que un país
de campesinos y que en el campo las casas suelen estar
distantes unas de otras. Todavía existen muchos que
viven así, se encuentran con otros tan solo cuando salen a
vender el producto de sus parcelas hasta las veredas. Sin
embargo, no se sienten solos. Es la ciudad la que nos lleva
a creer que la vida sólo se puede disfrutar cuando uno está
acompañado. Por eso, entre más grandes son las ciudades,
más solitarios se sienten sus habitantes. El otro día oí decir
en la radio que en Sao Paulo –una ciudad habitada por vein-
te millones de almas, rodeada de favelas de miseria– mata
más la soledad que el hambre.
Y este tipo, Salvador, el médico que te menciono, siem-
pre me pedía que le buscara muchachos como yo que, sin
ser homosexuales, nos valemos del sexo para sobrevivir.
El pelao iba, hacía lo suyo y salía contento con el bolsillo
repleto para comprar más vicio. Así pasaban las cosas, de
semana en semana. A todos esos gais per pay se los conse-
guía en el Bronx cuando iba a comprar lo mío, precisamen-
te con la plata que me tiraba Salvador. Por hacerle el man-
dado. Siempre le decía “Si sigues en esas te van a matar”,
por eso a veces, para asegurarme de que no ocurriera nada
malo, me quedaba a ver televisión en la pieza de al lado
mientras él hacía lo suyo. Él sabía lo que le podía pasar,
pues a varios de sus amigos estos muchachitos los habían
mandado al infierno. Pero era igual que yo y no cogía juicio
porque el vicio le podía más.
Hasta que recibió lo suyo.

93
Eso salió en la prensa, en la televisión. En todas partes.
¿Ah? ¿Te acuerdas de él?

Es que el tipo era muy famoso por los casos tan sonados
que defendía.

Sí… ese man era amigo mío.

De lo que le conocía, era un hombre culto, inteligente,


de buena posición social: en apariencia tenía todo aquello
a lo que el común de la humanidad aspira. Eso que llaman
“éxito”. Por eso, luego de tanto tiempo de su asesinato,
todavía me pregunto por qué se dejó matar… Porque estoy
seguro de que él se dejó matar!

Y fue muy duro, ¿eh?


Digo, como murió.
Las noticias contaron que, antes de asesinarlo le sacaron,
con toda la sevicia del caso las diez uñas de los dedos de las
manos y las diez uñas de los dedos de ambos pies.

A veces pienso en eso. Imagino su llanto, sus alaridos,


todo lo que debió haber sufrido, y me da algo aquí. Se me
encoge el corazón, se me cubre con una nube sabiendo
que el hombre no era un mal tipo, sino tan solo un hombre
solitario en exceso.

Por eso también creo a veces que, en últimas, si el trau-


ma que lo mortificaba era superior al amor por la vida, ¡qué
bueno que lo mataron! … ¡Al menos dejó de sufrir tanto! …
A lo mejor ni siquiera lloró. Como él mismo me contó que
dijo Cicerón, “Para las almas fuertes, no hay muerte igno-
miniosa”. Y es que, de tanto tratar de pirarse de la soledad,
el cuerpo y el espíritu también se cansan. Así que, a pesar
del suplicio físico de sentir cómo su asesino le extirpaba las
uñas una a una, no dudo de que Salvador haya encarado la

94
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

muerte con la dignidad que supe admirarle desde que lo


conocí. De haber sido así, el asesino -en su brutalidad- qui-
zás nunca entendió que esa víctima sobre la que en ese mo-
mento imponía su masculinidad era mucho más varón que
él, pues no es la cantidad de hijos engendrados lo que nos
hace hombres sino la valentía con la que asumimos nuestro
destino.
Él a veces me comentaba sobre este fulano o sobre
aquel amigo o conocido a quien mató alguien que había
recogido en la calle y había llevado a su casa. Gente como
tú, de esa misma edad que tenía Salvador, que me abriste la
puerta de esta casa, me trajiste de madrugada sin siquiera
saber mi nombre. Y aquí me tienes, contándote mi historia
cuando fácilmente podría estar clavándote una puñalada o
asfixiándote con una almohada para que logres la felicidad
de largarte de una vez por todas de este mundo.
¡No crees que no sé por qué me has traído acá!
Con ustedes los gais aprendí, primero, que el sexo no
es lujuria sino compañía. El sexo es apenas el pretexto para
matar las horas de soledad, lo cual bien puede suceder en
un sauna, en un video, en un hueco como en el que nos
encontramos anoche.
Pero luego, y esto fue lo segundo que aprendí, supe que
eso tampoco es cierto. El sexo en realidad es un arma sui-
cida. Todos ustedes, gais como tú, a quienes he conocido
en un antro equis y con quienes luego he terminado en su
casa, no son más que una parranda de cobardes incapaces
de cortarse las venas bajo una ducha de agua tibia luego
de tomarse una aspirina o de apurarse las tres cucharadas
necesarias de racumín; de apretar el gatillo contra su cere-
bro o de descerrajarse el cráneo con una escopeta, como
me contó una vez Salvador que hizo un escritor tan famoso
que hasta se ganó uno de esos premios que regalan en
Estocolmo.
En lugar de eso, agobiados por el dolor desparramado
y la agonía de los recuerdos, deambulan por la madruga-
da buscando el arma homicida, que somos nosotros, gente
de la calle, drogadictos… Por eso nos llaman desechables.
Para eso nos buscan. Para que los matemos. Conozco ca-

95
sos, no solo el de Salvador y el tuyo. Supe también de labios
de Salvador, porque a él le gustaba contar esas historias
bien sórdidas, de un famoso pintor que en los años ochenta
tocaba la gloria con las manos por las pinturas alegres de
barcos coloridos y puertos donde siempre rondaba la espe-
ranza. Pero el hombre no era feliz, y llevaba desconocidos
a su casa alegando que le alegraban la soledad cuando en
realidad lo que él buscaba era que le destazaran el alma.
Es que la vida es un acantilado desde el cual, abajo, solo se
divisa toda esa mierda a la que tarde o temprano hay que
tirarse sin anteojos y sin paracaídas.
Hasta que uno se atrevió y lo hizo.
Los periódicos de crónica roja de esos días ganaron mi-
llones de pesos contando cómo encontraron, en el enton-
ces muy moderno edificio donde vivía, en el barrio La Al-
hambra, su cuerpo descuartizado, los brazos por aquí, una
pierna más allá, al pecho le faltaban ambas tetillas, a los de-
dos de las manos les habían arrancado las uñas, el pequeño
pene circuncidado yacía en un cenicero sobre la mesita de
noche, los cuadros que recién había pintado y ya ocupaban
buena parte de sus paredes estaban bañados toditos de
sangre, e incluso un par de ellos estaban tirados sobre el
suelo, amarrados unos con otros con el intestino grueso y
con el delgado. Pero a pesar de todo esto, se le advertía
una expresión de dulzura, de placidez, y una sonrisa que
parecía decir “Por fin me largué de este hijueputa mundo”.
Historias como esta las he escuchado por montones. Eso
que policías y fiscales llaman “crímenes pasionales” –como
si asesinato no fuera asesinato; como si matar por amor es-
tuviera justificado– no son la excepción sino la regla. Tiem-
po atrás, Salvador también me habló de otro famoso crítico
de cine –esta vez neoyorquino–, que murió de la misma
forma luego de que le aplastaran la cabeza con una sartén
de su cocina, y de un escritor en Londres a quien la pareja
que había tenido durante diecisiete años le partió la cabeza
a martillazos. Y me dijo que lo mismo pasó con un poeta
famoso al que mató un ragazzo (me gusta esa palabra por-
que me recuerda que a Salvador le encantaba usarla) al que
horas antes se había levantado en una estación de trenes
de Roma. Supongo que sabes que al ascenso profesional

96
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

suele rodearlo el caos personal. Su vida era un páramo frío


y desamparado donde reinaba la soledad, pues el hombre
nunca logró superar las diferencias con su padre, ni el ase-
sinato de su hermano en una masacre, ni el escándalo por
sus preferencias sexuales que hizo que lo expulsaran del
Partido Comunista al que le había dado su vida y su prosa
pero, en especial, fue incapaz de cerrar las heridas luego
de que el hombre al que le había dedicado nueve años de
su vida lo abandonara por una mujer. Unos dicen que su
asesinato fue político, pero –según decía Salvador, “era un
hombre grande y fuerte como para dejarse vencer por un
adolescente debilucho”–, desde que su alma comenzó a
deambular solitaria por este mundo de cabrones se dedi-
có a lo turbio, al sexo fácil y el riesgo constante, “preten-
diendo exprimir todo el sabor de la vida, pero en realidad
esperanzado de que algún día lo aplastaran en una calle
desconocida”; una lectura de la vida parecida a la que el
mismo Salvador hacía de la suya.
Quizás un domingo de soledad, igual que hoy.
Todas estas historias me las contó una noche de tragos
en su apartamento cuando me dejó ver una película que
el hombre había hecho, que si mal no recuerdo se llama-
ba Sodoma o algo así, y hasta me leyó varios poemas en
los que el hombre escribió que su homosexualidad era un
enemigo que caminaba a su lado. Se dejó matar porque ya
no soportaba seguir haciendo parte de este paisaje hostil
donde todo es infierno.
De la misma manera he escuchado historias de muchos
gais que se negaron a tomar las medicinas solo porque des-
de antes de contraer el virus ya tenían claro que querían
dejarse morir de esa enfermedad. Hace poco, para no ir
tan lejos, supe de alguien que conocí al que se le reventa-
ron todos los ganglios luego de varios días sin tomarse las
pastillas. Dicen que su cuerpo explotó como una bomba
de helio de esas que aferran en sus manos los niños que
corretean por el Parque de Lourdes.
Para lo que ahora nos ocupa, yo vengo a ser como ese
maldito virus: tan solo un arma, la escopeta con la que pre-
tendes descerrajarte el cráneo, el estopín de la granada

97
que eres incapaz de jalar.
¿Crees que no me había dado cuenta de tu desesperación?
¿Crees que no entiendo que, sin modular palabra, me gritas
que te mate? Podría hacerlo. Igual, nadie me vio entrar a
esta casa. No había vigilantes cuando llegamos anoche
luego de que me invitaras a guaro directamente desde el
tetrapack en aquel lugar y luego a descorchar una botella
de champán en tu mansión. A propósito, qué estilo el tuyo,
¿eh? lo supe notar. Podría robar la mitad de las antigüeda-
des que hay en tu sala y comprar con eso droga suficiente
para varios años.
¿Sabes por qué no lo voy a hacer?
Y no creas que cuando se me adelgaza la voz es porque
me dan ganas de llorar, no, es porque…

¿De veras no sabes por qué no lo voy a hacer?

Porque ese abrazo que me diste allá en aquel lugar no


lo había sentido jamás. ¡Qué cosa más tierna! Ni aquella
mamada, la vez que probé la droga, me supo tan a gloria
como ese mero abrazo de hace un par de horas.
Y para colmo, tan pronto entramos a esta casa me pedis-
te que nos bañáramos juntos…
¿Sabes hace cuánto no entraba a una ducha acompaña-
do de alguien?
¿Hace cuánto alguien no me jabonaba y me acariciaba el
cuerpo de esa manera?
Por eso me dejé besar. Eres la primera persona a quien
beso en más de dos años. ¿Te diste cuenta que no quería
soltar tu lengua, que me habría encantado seguir mordien-
do tus labios hasta el amanecer? Ese placer que acabo de
sentir, el de alguien que no solo me regala su ternura sino
que incluso ha tocado con exceso de cariño este cuerpo
que a las mujeres les repugna, que ha pasado su lengua
por este olor a éter que emana de mi piel, de mis poros,
de cada uno de mis cabellos… Por no saber que eso que
sientes es amor, me diste todo el que guardabas en apenas

98
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

unas cuantas horas. Pasé de ser un “desechable” de la calle,


a recibir el cariño que a mi propia familia le espanta darme.
No.
El que va morir hoy aquí soy yo.

Si quieres que te mate, primero tendrás que matarme


a mí, porque sé que nunca volveré a sentir lo que acabo
de vivir bajo esa ducha, esa piel tan cerca de la mía, esa
barba refregándose en mi cuerpo, esa ternura.. Esa ternura
de delfín, de cachorrito recién nacido, que de sólo contem-
plarlo te revuelve los lacrimales...

¿Qué dices a mi oferta?

¿Cuál de los dos será capaz de empuñar primero ese


cuchillo que suavemente, como sin querer queriendo, has
dispuesto bajo tu almohada?

99
sex o no sex
-2005-
El síndrome de Marylin
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

sex o no sex -2005-


el síndrome de marylin
“Las mujeres son un sexo decorativo. Nunca tienen
nada que decir, pero lo dicen deliciosamente”
Oscar Wilde

“Esa vieja se cree más inteligente de lo que es. Si estuve


con ella tanto tiempo, es porque está muy buena, y es de
sabios tener al lado una mujer bonita para mostrar”, dice
Camilo Estrada de la que fue su novia por casi tres años,
Julieta Vélez, y a quien conoció en Nueva York, cuando ella
estudiaba inglés y él adelantaba un MBA en NYC luego de
haber ganado la beca Fullbright, mientras trabajaba como
economista en el Departamento Administrativo de Planea-
ción Nacional. Para entonces, ambos tenían la misma edad:
27 años. Desde que terminó esta relación, hace casi ocho
años, Julieta nunca más ha estado con un hombre. “Me
mamé de ser un objeto sexual” –afirma con voz pausada.
Estrada vio a Julieta por primera vez a través del ventanal
de Dean & Deluca, la conocida delicatessen localizada en
el glamoroso barrio de Soho. “Pensé que era una modelo”,
cuenta sonriente, recordando la bella figura de deportista
de su futura enamorada: de 1.78 mts. de estatura, unos pe-
chotes de ilusión, mirada melancólica, la boca carnosa de
Esther Cañadas y el cabello azabache, corto sobre el cuello.
“Es tan bella, que toda la vida se ha dado el lujo de llevar el
cabello corto”, comenta Estrada, a quien esa tarde lo que
más le llamó la atención de Julieta fue la clase, la feminidad
con que movía sus encantos mientras escogía las verduras
de la ensalada que almorzaría. Tan pronto la vio, Estrada
entró al supermercado a perseguirla con la mirada, con-
vencido de que se trataba de alguna afamada modelo. Fue
cuando ella intentó pagar la compra, que Estrada se ade-
lantó a la cajera entregándole la cantidad solicitada. Ella
lo miró con ternura antes de negarse a aceptar su galante-
ría, pero, mientras buscaba el dinero en su bolso, la cajera

103
tomó la plata que le ofrecía este joven alto, teñido por el
sol veraniego, de profundos ojos negros. Ese día cruzaron
un par de palabras, antes de que ella se negara a darle su
teléfono y se perdiera entre la multitud que caminaba por
la calle Broadway.
Un par de semanas después, Estrada se sorprendió
cuando, al entrar a casa de una amiga colombiana que lo
había invitado a cenar, encontró entre los asistentes la mi-
rada nostálgica de la mujer que se le quedó en la retina.
Preguntó a su amiga, en español, quién era aquella gacela
de piernas tan largas. Julieta sonrió al escuchar la pregun-
ta y él entendió que hablaba su idioma. “Es cartagenera”,
contestó la amiga mientras los presentaba. “En realidad, el
cartagenero era mi padre –sonrió Julieta mientras extendía
su mano derecha para saludar a Camilo–. Nací en Bogotá y
allá he vivido desde siempre”.
Esa noche Camilo supo que su próxima novia era una
abogada externadista que gerenciaba los negocios familia-
res. Luego de la muerte de su padre, cuando ella todavía no
cumplía los diez años de edad, su madre asumió las riendas
de la empresa, una cadena de droguerías que inicialmente
fue de sus propios padres (es decir, de los abuelos de Ju-
lieta), y que su marido administró desde el día siguiente al
matrimonio, pero de la que su madre se desvinculó mien-
tras criaba a sus cuatro hijas, de las que Julieta era la mayor.
Cuando su madre comenzó a trabajar, a pesar de su cor-
ta edad Julieta se encargó del cuidado de sus hermanas
menores. Cada día, al llegar del colegio, realizaba sus pro-
pias tareas escolares al tiempo que corregía las de las pe-
queñas, inculcándoles disciplina al no permitirles distraerse
con juegos o bromas hasta que no las finalizaran, lo cual
normalmente coincidía con la llegada a casa de la mamá,
quien luego revisaba que las tareas estuvieran bien hechas.
En tal caso, las dejaba ver televisión o solazarse con las mu-
ñecas.
“Quizás por haber sido tan responsable desde niña es
que algunos encuentran tristeza en mi mirada”, afirma con
rostro adusto, Julieta, que en la secundaria se volvió adicta
al deporte como una forma de evadir las tareas familiares.

104
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

“A medida que mis hermanas crecían –dice–, dedicaba más


tiempo al basketball, que más que un deporte, fue los jue-
gos que no pude gozarme en la niñez”. En realidad, Julieta
no sólo dedicaba las tardes luego de clases a practicar este
deporte con sus compañeras de estudio: acostumbrada a
madrugar desde la muerte de su padre, ahora utilizaba el
tiempo en que antes debía bañar y vestir a sus hermanas
para trotar en el parque vecino de su casa, ubicada en Ilar-
co, un barrio de clase media alta en cercanías a la avenida
Suba, al norte de la ciudad. Tanto le gustaba correr en las
mañanas que advierte: “Me gustaba trotar por la avenida
Pepe Sierra hasta la carrera Séptima, y otra vez de vuelta
hasta la casa”, lo que representan unos cinco kilómetros
diarios dedicados a este deporte, en el que pronto se con-
virtió en campeona de su colegio, al que luego represen-
tó en diversas competencias intercolegiales. “Tengo toda
una pared cubierta de medallas”, presume sonriente hoy
día, veinte años después de haber salido del colegio. No
ha vuelto a enfrentar competencias, pero todavía le gusta
levantarse temprano y salir a trotar. “Cuando tengo tiempo
los fines de semana –afirma–, me voy al parque Simón Bo-
lívar y le doy varias vueltas mientras me desestreso de los
problemas de la semana”.
Pero Julieta no sólo practicaba deportes para escapar
a los problemas de sus hermanas y a las exigencias de su
mamá, que cada día aumentaban más, buscando hacer de
ella una mujer fuerte y competente en una sociedad donde
el hombre establece las reglas. Por eso trotar ella lo en-
tiende de una manera sensual, erótica. Al crecer solitaria,
callando sus problemas, las preguntas sobre su sexualidad
que nunca se atrevió a formularle a su madre –quien cuan-
do la parió a ella era una mujer añosa que luego le delegó
sus propias tareas en relación con la crianza de sus herma-
nas–, enfrentando los cambios normales de su cuerpo sin
tener con quien hablarlos, Julieta descubrió placer sexual
en los deportes: sentía excitación en el sudor; pasión, en
el cansancio de su cuerpo al final de un partido de bas-
ketball o luego de trotar varios kilómetros; éxtasis, cuando
era a un hombre a quien ganaba; goce, cuando descansaba
su cuerpo sumergida en una tina con agua hirviente, con

105
abundante vapor. Por entonces le encantaba secarse y po-
sar frente al espejo, mirar detenidamente su cuerpo des-
nudo: mirarse desnuda en los espejos ha sido su fantasía
sexual desde niña, un placer masturbatorio con el que
consigue el orgasmo. Las angustias sexuales propias de la
adolescencia la llevaron a encontrar en el deporte respues-
ta a todas sus preguntas. Esa sensación de moverse, de ir
un poco más allá, de cruzar el límite, pero también de ser
admirada por sus proezas físicas, le desarrolló cierto placer
exhibicionista. El pudor no le permitía exhibir públicamente
su cuerpo desnudo (aunque, bajo el efecto del alcohol, un
par de ocasiones mostró sus pechos en fiestas con amigos;
de lo que luego se arrepintió), por lo que se excitaba con
este exhibicionismo más simbólico, más neurótico en térmi-
nos freudianos. Al igual que Sharon Stone en la famosa pe-
lícula Bajos instintos, el fin siempre era aturdir al enemigo al
mostrarse más capaz que los hombres.
Desde su adolescencia, Julieta sublimó la masturbación
desde un placer eminentemente sexual a una versión so-
cialmente más adecuada. Es decir, pasó de la masturbación
en la tina de su baño, envuelta en vapores y culpas, a una
masturbación exhibicionista –con una actividad física que
la excita, la entusiasma, le sube la adrenalina, le produce
placer enorme–, llena de triunfos y glorias deportivas.
En su época universitaria disfrutaba caminando desde
su casa a la universidad (es decir, desde la calle 107 con
avenida Suba, hasta la calle 12 con 1ra. este). Lo hacía como
una forma de mortificar el cuerpo y, a la vez, de martirizar el
alma al sentirse sola, incomprendida, denigrada, creyendo
que nadie la quería. “Me aturdía el deseo de perfección
que mamá siempre exigió”, confiesa al hablar de la nece-
sidad de mostrar ser la mejor en todo: en el deporte, en
los estudios, en la disciplina porque sus hermanas menores
fueran mujeres responsables, en la castidad social que de-
bía aparentar.
En la universidad conoció a Felipe Iriarte, de quien se
enamoró. A él entregó su virginidad, casi a los 20 años,
una madrugada sabatina al final de una fiesta en casa de
amigos. Sucedió cuando Felipe la llevaba de vuelta a casa,
pero confiesa haber tomado la decisión un par de semanas

106
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

atrás. “Felipe me lo propuso varias veces, y por más que


tenía ganas, no era capaz –dice en medio de risas pudo-
rosas–. Por eso aproveché esa fiesta y me hice la borracha
para que él no me creyera tan fácil sino apenas llevada por
las circunstancias”. Esa madrugada, sin mediar propuesta,
ella misma decidió llevar su mano hasta la bragueta del
pantalón de Felipe y agarrar su pequeño juguete hasta con-
vertirlo en un monstruo divertido que llevó a su boca con
fruición antes de sentirlo dentro. Se amaron en el auto con
el arrebato de un deseo por tanto tiempo reprimido. Ocu-
rrió en la silla posterior, cuando Felipe estacionó el vehículo
en una calle de gran movimiento. Fue tal la fogosidad con
que lo hicieron, moviéndose el carro con tal furia, que un
par de personas que caminaban a su lado se empeñaron en
comprender lo que sucedía adentro, con tan mala fortuna
que se los impidió el vapor en los vidrios de sus ardientes
exhalaciones desesperadas.
Liberada de todos los tormentos luego de aquella pri-
mera vez, Julieta se permitió conocer los vericuetos del
sexo de la mano de Felipe. “Me gustaba que me hiciera
el amor de la manera tradicional, es decir, la posición mi-
sionera –confiesa con mirada seria–, pero mayor placer me
producía el sexo oral mutuo, lo que llaman 69. Descubrir el
pene, luego de ser un objeto tabú inalcanzable, y sentirlo
en la boca, para mí era lo máximo”.
Cuando se ennovió con Felipe, Julieta ya era la mujer
hermosa, capaz de detener el tráfico, que todos los hom-
bres querían poseer. Ella lo intuía, sentía sus miradas de-
seosas de sexo, escuchaba los piropos cargados de morbo
que le gritaban los albañiles cuando caminaba a su lado.
Después de estudiar en un colegio de monjas, manejando
las culpas solitaria, de repente descubrió un mundo donde
los hombres le alimentaban el ego con palabras elogiosas y
miradas descarnadas.
A través del sexo, Felipe la llevó a lugares inesperados
y desconocidos. Mientras fue su novia, nunca más volvió
a trotar, ni a caminar hasta la universidad, y hasta bajó la
disciplina recia de levantarse a estudiar al amanecer. Por el
contrario, fueron tiempos de diversión en fiestas con ami-
gos, de alcohol desinhibitorio que la llevó a presumir de

107
sus insolentes tetas, de sexo desbordado que la obligó a
humillarse ante la figura impetuosa de una verga enhiesta,
a ella, mujer altiva que nunca entendió a tantas otras que
sucumbían apenas frente a la mirada solícita de un hombre.
Seis años fue novia de Felipe, hasta que un día descu-
brió que con su hombre no descubría nada nuevo. Ese día
decidió aventurar una nueva ruta. Un par de años atrás se
había graduado como abogada, especializándose luego
en derecho comercial. “Siempre había querido aprender
inglés –recuerda sin dificultad–, pero sabía que hasta que
mis hermanas no terminaran la universidad, no podía dejar
a mamá”. Fue entonces cuando viajó a Nueva York decidida
a estudiar un nuevo idioma.
Con una amiga colombiana compartió un pequeño apar-
tamento en el Soho, el glamoroso barrio donde viven las
modelos. Por su atolondrante belleza, más de una vez la
confundieron con una de ellas, y hasta en un par de ocasio-
nes recibió propuestas para modelar, que ella no entendió
como algo cierto, pues nunca se ha convencido de ser tan
hermosa como la describen. Por el contrario, encuentra en
las palabras ensalsadoras de los hombres apenas elogios
que buscan llevarla a la cama.
Ese fue un drama que descubrió con los años, la trage-
dia de Marylin Monroe de saber que los hombres sólo la
desean para llevarla a la cama. A veces, una mirada es su-
ficiente para entender lo que pretenden; pero, si no, basta
un par de palabras para intuir que, al verla, ellos solo des-
cubren sexo en su belleza. Por eso, luego de la relación con
Felipe, se contuvo un par de veces ante el asedio de los
galanes; y si se ennovió con Camilo, fue por la sabiduría de
su labia y su insistencia contra cualquier embate.
En efecto, durante un par de meses, Camilo Estrada se
dedicó a mostrarle a Julieta su amor desventurado. La lla-
maba a horas diversas, le hacía llegar regalos exóticos, le
mandaba recados amorosos que comenzaron a intranquili-
zarla. Al final, la compró “con frasecitas candorosas y pro-
mesitas de quinta” –que es la frase con que Julieta justifica
haberse enredado en las redes de Camilo, convencida de
que su interés era más ella que el triángulo bajo su vientre–.

108
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

No hubo tal: desde la primera vez que se le entregó, Ca-


milo usó, abusó y usufructuó cada día el cuerpo de Julieta,
pero lo hizo con tal sevicia seductora, con tanta ternura en
su maldad, con tanta convicción en su veneno, que cuando
Julieta se dio cuenta ya había pasado tres años a su lado.
Para entonces, luego del regreso a Bogotá, donde se
mudaron juntos, convencida como estaba ella de la serie-
dad de las propuestas de él, Julieta había asumido por
completo la administración de la empresa familiar, que
guiaba por el tortuoso camino del éxito gracias a su ca-
rácter fuerte y a una férrea economía que triplicó las ga-
nancias a la vuelta de un par de años. Felipe pocas ve-
ces la acompañaba en sus decisiones. De hecho, poco le
importaban los avatares del negocio de su novia. Por el
contrario, con frecuencia dejaba ver su desinterés en las
historias con que ella trataba de animarlo con sus cosas. En
realidad, Felipe vivía absorto con la tragedia de su propio
éxito, que por más que se esmeraba en acariciar, le seguía
siendo esquivo.
Llevaba una vida de pareja y de apariencia que no se
compadecía con los amores que ella le regalaba. A pesar
de su comprobada inteligencia de universitario becado,
era vano, insustancial, preocupado más por el qué dirán
y por la pinta tramadora que por asumir el camino propio.
“Cuando no se tiene éxito, hay que aparentarlo” –dice, tra-
tando de justificar su trivialidad.
Poco a poco, Julieta fue entendiendo el papel decora-
tivo que jugaba en la vida de su novio. Más que saberlo,
le costó trabajo aceptarlo, por lo que dejó varias cascari-
tas regadas hasta confirmar lo que creía imposible: que el
hombre al que a diario le entregaba su cariño la tenía ape-
nas como un bien para mostrar ante los demás. De hecho,
ya ni siquiera el sexo lograba algún significado. Tanta im-
portancia le daba Felipe a su propio éxito que no le intere-
saba echar mano de la humillante belleza de Julieta con tal
de obtener las metas deseadas, que al final nunca logró.
Hasta que un día Julieta dijo: “No más”. Habló con él,
le mostró sus inquietudes y le hizo partícipe de su deci-
sión de acabar la relación. La reacción de Felipe fue de

109
burla. “No te creas con tantas capacidades –le dijo– que
lo que has conseguido ha sido gracias a que me tienes al
lado”.
Julieta entonces regresó a la casa materna, donde se re-
fugió por año y medio hasta que decidió comprar su propio
apartamento, en el que vive sola desde entonces, sin pe-
rros ni gatos ni ningún otro animal. Se trata de un amplio
espacio al norte de la ciudad, extremadamente pulcro y or-
denado, tanto que hasta los flequillos de los tapetes pare-
cen organizados milimétricamente. Ni siquiera hay plantas
en esta casa, aunque desde el amplio ventanal de su sala se
aprecian los picos de los eucaliptos del parque vecino, don-
de trota todas las mañanas antes de descansar su cuerpo
tendido en una tina colmada de agua hirviente. No quiere
volver a enamorarse de un hombre. De hecho, revivió el
viejo placer de contemplarse desnuda frente al espejo.

Cuando se masturba, a Julieta le gusta recurrir a sus pro-


pios dedos. Confiesa no haber usado nunca dildos, conso-
ladores o ningún tipo de estimuladores. Cuando se toca
sus labios vaginales, no le gusta pensar en sus antiguos
amantes. A veces usa pornografía para excitarse (en espe-
cial revistas), pero no es lo frecuente. En cambio, le gusta
imaginarse desnuda ante la multitud: es lo que más la ani-
ma, lo que más placer sexual le produce.
En realidad no es el sexo lo que la inquieta por estos
días: pronto cumplirá 38 años y está obsesionada con tener
un hijo, pero no quiere acostarse con un hombre. Por eso
intenta inseminarse artificialmente. Su ginecólogo ya le ha
practicado varias pruebas obteniendo resultados positivos.
De manera que el paso siguiente es encontrar la esperma
del donante adecuado. En esas está. Dice que quiere una
niña, porque en la vejez las mujeres son mejor compañía
que los hombres. Por ahora le gusta acompañar la soledad
de su mamá, y su hermana más chiquita –que es la única
que continúa soltera– acompaña la suya. En este juego de
soledades, el sexo ya no es compañía. Por eso el éxito la
excita más que cualquier hombre.

110
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

111
perfiles
-2004~2014-

El ego de Patillal
-
Se fue El Cacique Diomedes Díaz
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

perfiles -2004~2014-
el ego de patillal
¿Quién dijo que la arrogancia siempre es mala? Aclaro, no
la arrogancia como sinónimo de altanería, de soberbia, sino
vista como el amor propio necesario para distinguirse ante
los demás. Algunos dirán que se trata más bien de actitud,
que es palabra de moda en las revistas del corazón, pero
la verdad, cuando uno nace en un caserío de escasos qui-
nientos habitantes, perdido en las estribaciones de la Sierra
Nevada, a miles de kilómetros de la capital del país, en una
época en que las comunicaciones eran casi inexistentes;
cuando uno nace en estas condiciones pero tiene el talento
grande de dar alegría a sus congéneres, por grande que
sea este talento también se necesita muchísimo perrenque
si se quiere llegar lejos. A este perrenque yo lo llamo ahora
arrogancia, que es virtud de la que han carecido otros tam-
bién grandes compositores de la música vallenata. Arro-
gancia para, a pesar de nacer en patria chiquita, tener el
descaro de codearse con la patria entera.
Patillal se llama la tierra de la que hablo, y allí nació Ra-
fael Escalona. Claro que Patillal, en toda su historia, tam-
bién ha visto nacer a muchos de los grandes compositores
de la música vallenata: Freddy Molina, Octavio Daza, ‘El
Chiche’ Maestre. Se trata de una tierra prolija en talento,
habitada por gente culta y bohemia. Aunque el más célebre
de todos sus hijos, sin lugar a dudas, y de lejos, es Rafael
Escalona Martínez, hijo del coronel Clemente Escalona –de
quien Gabo dijo alguna vez que le sirvió de inspiración
para la creación del famoso personaje que no tenía quien
le escribiera– es Rafael Escalona Martínez, hijo del coronel
Clemente Escalona, muchacha altiva que hablaba cuatro
idiomas, pues su tío, el obispo Celedón (un hombre tan
importante para su época que incluso se carteaba con el
Papa), la mandó a estudiar de niña a la Europa nórdica.
Rafael Escalona nació con un talento grande: el de com-
poner canciones. Comenzó a hacerlo en su adolescencia,
cuando era estudiante del colegio Loperena. Su primer

115
canto habla de la tristeza de un estudiante cuando su pro-
fesor más querido se va. Se llama El profe Castañeda, y con
ella inicia Escalona una carrera prolífica dedicada al vallena-
to. Sólo que, para entonces, esta música era prácticamente
desconocida en el resto de Colombia, y le correspondió al
maestro hacer eso que ahora los más jóvenes llaman cross-
over, es decir, cambiar el ritmo de un género a otro así, sin
más. En este caso, pasar de la guabina y el bambuco al
vallenato parrandero.
Una parranda vallenata no es otra cosa que una tertulia
musical: la gente se reúne alrededor de unos músicos que
cuentan sus historias. Estas historias son las que compuso
Escalona desde su juventud, las mismas que rápidamente
comenzaron a cantarse de boca en boca. “El testamento”,
“La despedida”, “La Molinera”, son cantos que hizo cuando
estudiaba en el Liceo Celedón, en Santa Marta, por enton-
ces uno de los planteles educativos más importantes de
Colombia, adonde mandaban a los hijos de todas las fami-
lias distinguidas del Caribe colombiano. Como dato curioso
vale mencionar que el nombre se le debe precisamente al
obispo Celedón, su tío, a quien Gabo inmortalizó en Cien
años de soledad cuando, para referirse a su amigo compo-
sitor, lo menciona como “el sobrino del obispo”.
Pero no fue este parentesco lo que le permitió a Escalo-
na abrirse paso entre la aristocracia samaria en sus épocas
de estudiante, sino su música. Para entonces, los salones
del Club Santa Marta estaban vedados a los estudiantes,
salvo al hijo de Patillal: los pisaba con frecuencia de la mano
de la más rancia alcurnia de Santa Marta. De Eduardo Dá-
vila, de Miguel Pinedo, de Chepe Riascos. Como luego
también lo hizo en el Jockey, cuando López Michelsen lo
invitó a la capital y lo presentó a sus amigos, las familias más
distinguidas de la Bogotá cachaca. De hecho, el vallenato
se escuchó primero en el Jockey Club que en el Club Valle-
dupar, pues las familias tradicionales del valle no veían con
buenos ojos la música que escuchaban los trabajadores en
las famosas “colitas”. Y tardó mucho más en ser escuchado
en Barranquilla. En realidad, el vallenato dio un salto gran-
de de Valledupar a Bogotá, brincándose todas las ciudades
intermedias. Esto, en gran medida, se le debe al presidente

116
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

López, quien de joven fue a Valledupar a trabajar unas tie-


rras, herencia de su abuela Rosario Pumarejo, oriunda de
la región. A López lo conoció en Valledupar, en la casa de
Jorge Delgado Barreneche, y la amistad entre ambos se
selló de inmediato y para siempre, al punto que, al ser ele-
gido presidente, en 1974, López lo mandó como su cónsul
a Panamá.
Sin el ex presidente, muy posiblemente la música de
acordeones no habría llegado a tantos rincones, convir-
tiéndose en la expresión folclórica más importante de Co-
lombia. A partir de López, se habla incluso de un binomio
“vallenato y poder”, del que hay una queja generalizada de
los políticos de la costa, porque dicen que los acordeones
suelen poner más ministros que el porro y la cumbia.
Escalona mismo siempre ha sido un hombre muy cer-
cano al poder. Lo curioso es que Escalona confiesa haber
votado a lo largo de su vida tan sólo en dos oportunida-
des: por López Michelsen y por Uribe Vélez. Con el actual
presidente, además, lo une una amistad tan profunda que
incluso Uribe visitó al maestro el tiempo que éste estuvo
en la clínica, hace apenas un par de semanas, cuando casi
se nos va a causa de un infarto. Por fortuna, hoy la salud de
Escalona está completamente restablecida. “Lo que pasa
–dice el maestro– es que el trabajo y las mujeres me volvie-
ron como un roble”.
A partir de su talento y de esa arrogancia, Escalona cons-
truyó un personaje tan importante en la cultura de nuestro
país, que la televisión hizo de su vida un seriado –Escalo-
na– que ayudó a masificarlo. Aunque, por su cuenta, Es-
calona siempre se codeó con las grandes personalidades
de Colombia. No en vano, desde muy joven, él mismo se
convirtió en una de ellas. Cuando Gabo volvió a Aracataca
luego de su periplo por medio mundo, lo primero que hizo
fue mandarlo a buscar para que le cantara y lo pusiera al día
en todo lo sucedido en su ausencia. De esa fiesta queda un
escrito del Nobel llamado “La parranda del siglo”, y la his-
toria ha dado en designar este evento como el antecedente
de la creación del Festival Vallenato, ocurrida cuatro años
después en Valledupar bajo la iniciativa del mismo López y
de Consuelo Araújo.

117
Con Gabo, Escalona se conoció a partir de su mutuo
amigo Alejandro Obregón. Al pintor lo buscó el mismo
compositor en uno de sus tantos viajes a Barranquilla. Es-
calona sentía profunda admiración por su obra. De hecho,
al patillalero lo que le llamaba la atención en su niñez era
la pintura, pero desistió de ella al descubrir que su amigo
del alma Jaime Molina hacía mejores cuadros que él. En
todo caso, de la mano de Obregón, Escalona conoció a los
demás miembros de La Cueva, aunque ahora confiesa que
visitarla no le llamaba mucho la atención: Tenía un defecto
muy grande: no admitían mujeres.
Y ya que las mencionamos, no hay ni qué decir que las
mujeres han sido una constante en la vida del maestro. Mu-
chísimas recibieron sus amores a lo largo de los años, aun-
que la más celebrada fue Marina Arzuaga ‘La Maye’, con
quien se casó a los 22 años y tuvo seis hijos, entre ellos la
famosa Ada Luz, la de “La casa en el aire”.
Ahora el maestro tiene una nueva mujer, Luz Marina, una
cachaca de Suesca que espera que Escalona componga al-
gún día una canción sobre sus amores, una mujer que lo
cuida día y noche y lo acompaña a cada ciudad donde es
frecuentemente invitado a dar conferencias sobre lo que
más le gusta y sabe: el folclor vallenato, la música de acor-
deones, la narrativa costumbrista que siempre hizo y que
tanto gozo nos ha dado a los colombianos. Miami, Nueva
York, Madrid, Barcelona, París, Caracas. Cada día llega una
invitación desde una ciudad diferente buscando escuchar
las historias de un hombre que se hizo grande a punta de
talento, a punta de perrenque, a punta de ese don de gen-
tes que dice que tiene cada vallenato.
Por fortuna, como a los grandes genios de la cultura, el
compositor vallenato ha recibido innumerables homenajes
en vida. No se cumplió en este caso aquella frase de Caro:
“El hombre es una lámpara apagada. Toda su luz se la dará
su muerte”. Aunque no es menos cierto que para un hom-
bre que tiene el don de alegrar a la gente ningún homenaje
es suficiente. Ojalá hubiera muchísimos más como él, por-
que en esta vida lo que se necesita es cantar, reír, bailar,
llenar el espíritu de contento, de alegría, seguir el sabio
consejo que advierte que lo único inteligente que puede

118
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

hacerse en esta vida es ser feliz, y felicidad es precisamente


lo que nos produce escuchar las canciones de Escalona.

Cromos, 27 de abril de 2004


perfiles -2004~2014-
se fue el cacique

119
diomedes díaz
La de 2013 en Valledupar fue una Navidad rara. La tristeza
se desgajaba a chorros por entre los palos de mango, es-
parcida por la fuerte brisa que baja de la Sierra Nevada. Sin
distingos de pelambres, el pueblo lloraba la muerte de su
ídolo, el cantante Diomedes Díaz, ocurrida el domingo 22
de diciembre. El alcalde Fredys Socarrás decretó duelo los
cuatro días que duró la velación en la Plaza Alfonso López,
al tiempo que cada comercio homenajeó al músico hacien-
do estruendo de decibeles con sus canciones.
Doy fe de haber visto a un señor arrodillado golpear con
su sombrero el pavimento, del que brotaba ese vaho que al
mediodía semeja una olla de aceite hirviente. Se quejaba:
“¿Por qué nos abandonaste?”; y como quien descubre el
hielo, a una niña le oí decir: “Ya tengo algo importante para
contarles a mis nietos”, y entendí que por eso Cien años
de soledad se estudia en las universidades gringas como
si fuera una Biblia fundacional. También oí a una señora,
de luto cerrado, gritando: “¡Mi vida ya no tiene sentido!”; y
vi a otro hombre, de piel curtida y rasgos wayúu –de esos
machos que no expresan en público ni siquiera el dolor por
la muerte de un hijo– con los lagrimones escurriéndosele
por debajo de las Ray-Ban.
Un veinteañero me habló de las diez veces que desfiló
frente al cadáver del “Papá de los pollitos”. Siempre que lo
hizo fotografió a su ídolo, un hombre de quien se dice se
acostó con más de 400 mujeres y regó con su simiente la
comarca, aunque solo reconoció a 18 hijos: los que le here-
daron el lunar detrás de la oreja izquierda.
Más de 30.000 personas acompañaron el féretro hasta
su morada final, de donde hubo que obligar a salir a un
grupo de seguidores que impedían su sepultura. Haciendo
gala de la simbología vallenata, Diomedes fue enterrado a
200 metros del río Guatapurí, debajo de un palo de mango,
con la cabeza mirando hacia la encanecida Sierra Nevada.
Su tumba, cubierta por una bandera de Colombia y cientos
de flores, además de su nombre y las fechas de su existen-

120
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

cia, muestra una imagen de la Virgen del Carmen, la patro-


na a la que dedicó los 33 álbumes y las 424 canciones que
grabó, 89 de ellas de su autoría.
Una semana después del sepelio, sus familiares solicita-
ron a las autoridades seguridad en la tumba, luego de que
la tierra que la cubría comenzara a comercializarse a 10.000
pesos la bolsita de plástico y de que una persona intentara
profanar el ataúd para cortar parte del cabello del Cacique,
aduciendo que hacía milagros.
Ahora no está solo. Además de los cuatro policías que vi-
gilan su tumba en el cementerio Jardines del Ecce Homo, lo
acompaña una romería de fanáticos. Al constatar las placas
de los vehículos estacionados frente al camposanto, pocas
aparecen registradas en Valledupar. En su lugar, se repiten
nombres como Cali, Bogotá, Cúcuta y Manizales. Las visi-
tas no se limitan a entusiastas nacionales y, así como Keila
Gálvez vino desde Calgary, Canadá, José Ordoñez y su se-
ñora –quienes planeaban pasar Año Nuevo con sus hijos y
nietos en Santa Marta– arribaron de Maracaibo primero a
Valledupar, ansiosos de conocer el lugar que hoy hospeda
el cuerpo del hombre que les dio a conocer el vallenato.
Más allá de su talento artístico y de la polémica sobre
si fue un buen o mal ejemplo para nuestra sociedad, apro-
veché la visita navideña a la casa familiar para darme a la
tarea, como escritor y periodista vallenato, de entender las
razones que en vida hicieron de este hombre un ídolo y
que, con su muerte, hacen que muchos quieran deificarlo.
Diomedes nació en 1957 en cuna de paja (casi en un
pesebre, ese cajón donde se da de comer al ganado), en
Carrizal, un caserío del corregimiento de La Junta, en los
lindes de Cesar y La Guajira. De niño vivió en la pobreza.
Comenzó a trabajar a los ocho años como espantapájaros y
le ayudó a su mamá a vender fritos en la puerta del cinema
de Villanueva. Con una voz prodigiosa, pronto se nutrió de
fama y alimentó con drogas las noches de parranda hasta
convertirse en el cantante que más discos ha vendido en la
historia colombiana.
Callado, casi enigmático, no le gustaba salir de su casa ni
se preocupaba por las relaciones públicas o por echar cuen-

121
tos alegres para ganarse a la gente. Todo se le perdonó a lo
largo de sus 37 años de carrera musical: el incumplimiento
en sus presentaciones, la adicción a la cocaína, el escándalo
marcado tras la muerte de una seguidora, el machismo y
hasta la infidelidad tolerada por sus 11 viudas. Era un hom-
bre de pocas rabias que cuando cogía alguna se exaltaba,
abandonándola rápido. Hay una anécdota según la cual el
acordeonero Omar Geles intentó robarle protagonismo
discurseando ante sus seguidores. En la tarima, frente a to-
dos, Diomedes le ordenó: “¡Geles, toca el acordeón!”, una
frase que hizo carrera y hoy invocan sus seguidores cuando
pretenden obligar a alguien a cumplir alguna orden.
Su muerte, ocurrida aparentemente por una arritmia car-
diaca, era una crónica anunciada. Más que preocuparle, el
cantante parecía retarla, como cuando bromeó en una en-
trevista concedida a Ernesto McCausland: “Si yo supiera
que uno sirviera más muerto que vivo, yo me muriera hoy,
pero no sé…”.
Tuvo un primer infarto hace seis años. Pero quizá porque
en otras dos ocasiones ya le había hecho el quite a la muer-
te –en 1979 en un accidente de carro, donde murió su tío
Martin, y en 1994, cuando llegó tarde a tomar el avión que
se llevó a su amigo Juancho Rois–, Diomedes no cuidaba su
salud. Doce horas después de aquel infarto, su cardiólogo
lo encontró devorando dos pollos fritos y cinco arepas. Un
par de años después sufrió un infarto en Valledupar y luego
otro en Bogotá. Esto sin contar la neumonía y el síndrome
de Guillain-Barré al que sobrevivió mientras era juzgado en
1998 por el asesinato de su seguidora, Doris Adriana Niño,
cuando tan solo sus párpados quedaron en movimiento.
Hubo que organizarle las 24 horas del día un equipo de
terapia física y emocional.
A pesar de tantas enfermedades, era un indio de casta
con una fortaleza de hierro.
Que su nombre se adjetive como humilde, sencillo o
generoso no es suficiente para explicar el mito. Valledupar
es un pueblo de cantantes y acordeoneros. Es frecuente
toparse a músicos como Poncho Zuleta, Jorge Oñate o Sil-
vestre Dangond quienes, a pesar de su fama, no generan

122
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

el magnetismo de Diomedes: cuando salía de su casa, los


fanáticos lo rodeaban para hablarle o tocarlo.
Meses antes de su muerte, visitó a un conocido sacerdo-
te de Valledupar. Este me contó que tras confesarlo le dio
la comunión para luego emparrandarse ambos, tomando
vino frente a un sancocho de gallina mientras Díaz lo com-
placía cantándole cada canción que le pedía. Como si por
su piel corriera miel, Diomedes semejaba a Jean-Baptiste
Grenouille, el protagonista de El perfume, que al derramar
sobre su cuerpo la fragancia de todos los seres que había
asesinado logró que el tumulto se abalanzara sobre él, de-
vorándolo a pedazos.
El carisma es un aura con el que nacen pocas personas.
Es un magnetismo que desborda a quien lo posee. A Dio-
medes Díaz le brotaba a borbotones.

Semana, 14 de abril de 2014.

123
entrevistas
-2010~2014-
Belén Sáez de Ibarra:
con el ojo afinado para el arte
-
Andrés Rodríguez Zorro,
entrevista con la muerte
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

entrevistas -2010~2014-
belén sáez de ibarra:
con el ojo afinado
para el arte

Esperaba encontrar las paredes tapizadas de cuadros. Te-


nía esa idea: que en la casa de una curadora y crítica de
arte abunda el arte pero, salvo por una obra de Clemencia
Echeverri, empotrada sobre la chimenea, me topé en el dú-
plex de María Belén Sáez de Ibarra –nacida y educada en
Barranquilla– con repisas repletas de recuerdos familiares y
libros de arte y de filosofía.
A la belleza particular, pero también al contenido de la
obra, le apunta la mirada crítica de esta curadora en un
momento de la historia cuando el arte ocupa un concepto
cada vez más amplio, al cual comentó en esta entrevista.
Para Sáez de Ibarra, el arte contemporáneo se debate en-
tre su inconsistencia como materia y su necesidad de tener
una forma política sólida contundente. En el siglo xx surgie-
ron artistas que lograron descreer del arte mismo, volvién-
dolo menos retiniano y más de ideas, al tiempo que la forma
que lo contiene pasó a ser fundamental. Duchamp fue una
gran ruptura de lo que se tenía por arte, pues descreyó del
arte mismo y de sus alcances, generando un rompimiento
total con lo viejo para dejar surgir nuevos conceptos.

–Decía Adorno que la misión del arte hoy es introducir


el caos en el orden.
La poiesis que mencionaban los griegos –de donde deriva
la poesía– y la forma es lo que finalmente le da un conteni-
do, incluso más que la belleza. La creación es un acto que
surge como algo nuevo no amarrado a ningún canon. En
ese sentido, hay allí una estética de rompimiento. Normal-
mente, las obras más interesantes son las que rompen las
estructuras.

127
–Como “Shibolet”, la obra de Doris Salcedo expuesta en
la Tate Galery.
Ese es un buen ejemplo, porque el arte también tiene esa
necesidad de romper, incluso de incomodar y de perturbar.
Suelo repetir la frase de que el arte, antes que bienestar,
es malestar.

–No te refieres tanto a romper paradigmas estéticos, sino


como metáfora, de poner a pensar, de romper la cabeza.
La ciencia hace lo mismo, aunque goza de una coraza mu-
cho más dura, porque está asentada sobre un campo cien-
tífico, rodeada de una cantidad de postulados difíciles de
romper. Pero, cuando la ciencia avanza, rompe y pone en
revolución todo su campo. Lo mismo pasa con el arte.

LA CREACIÓN
Más que crítica de arte, María Belén se define como “cu-
radora”, una palabra derivada del italiano que inicialmente
designaba a la persona encargada de la conservación de
las obras en un museo, pero que poco a poco ha ido ga-
nando terreno, al punto de que hoy goza de protagonismo
en la organización de exposiciones, al proponer miradas
novedosas sobre la producción artística:
–Se trata de un concepto desarrollado en EE.UU y Eu-
ropa a partir de los años cincuenta, más o menos, que en
Colombia se ha ido armando empíricamente en la práctica
del devenir de los museos.

–¿Por qué tienen tanto poder los curadores?


Porque, al tratarse de una escena pequeña, tienden a acu-
mular múltiples funciones, como galeristas, críticos, aseso-
res de colecciones, gestores de exposiciones y de propues-
tas de nuevos espacios, etc. Sin embargo, a las mujeres les
cuesta más trabajo desempeñar este rol en América Latina,
pues han desfilado de una forma muy difícil en el arte, siem-
pre con mucha menos visibilidad. Tienen que hacer mucho
para ser reconocidas.

128
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

–En cualquier campo suele haber una máquina silencio-


sa desconociéndolas.
Volvemos al nombre de Doris Salcedo, que es un ser ex-
cepcional, dotada en muchos sentidos: por su condición
humana como persona y como artista; intelectualmente,
por su capacidad de crear en el sentido en el que estamos
hablando, desde el rompimiento de formas de hacer y de
conocer; por su fortaleza interior, disciplina e inteligencia
para protegerse de la banalidad del espectáculo propio del
medio del arte. En fin, por una gran cantidad de cosas.

–Decías atrás que en el arte contemporáneo ya no hay


protagonistas y ni siquiera hay obras malas, regulares o
buenas, porque lo que importa es la idea.
En ese sentido, la curaduría tiende a desempeñar el papel
de comprender cómo hacer para que esa idea, latente en
una pieza, se comunique al público y se despliegue en un
espacio especializado como los museos, una bienal, un es-
pacio público o en un espacio adaptado específicamente
para ella. El curador viene a ser como un interlocutor entre
la sociedad y el artista, e incluso, a veces, un interlocutor
con el artista mismo a la hora de potencializar una pieza.

–Pensaba en ese trabajo que, en literatura, corresponde


al editor, pero escuchándote creo que se parece más al
escritor mismo, al ponerse en los zapatos de sus perso-
najes.
Eso es, exactamente. Un curador tiene que comprender la
psiquis del artista, entrar en su corazón, por poner una me-
táfora que todo el mundo entienda. No se trata de llevarle
ideas que le son ajenas, sino de poder entrar en su mente y
conocer su obra, pues el arte es una forma de conocimiento
muy distinto a la razón. La creación es una cuestión que va
más allá de lo que podemos razonar, y los curadores de-
bemos tratar de entender cómo funciona esa magia –esa
alquimia de los artistas– para ingresar a esos códigos, a ese
núcleo sellado que contiene toda obra de arte.

129
–Es un trabajo muy interesante porque está muy cerca
del artista.
Digamos que es de doble vía, porque, al mismo tiempo
que se está adentro de la pieza del artista y de su proceso
creativo, el curador trata de conectar con la razón, dándole
a eso una horma expositiva y viendo, además, cómo se co-
munica. Esa capacidad se desarrolla con muchos años de
contacto con el arte. Es la única manera.

EL OJO DEL ARTISTA


La relación de Sáez de Ibarra con el arte se enquista en su
niñez. Hija del filósofo vasco Jesús Sáez de Ibarra y Emilia
de Sáez de Ibarra, una comunicadora granadina, que llega-
ron a vivir a Barranquilla a finales de los sesenta, huyendo
de la tiranía del franquismo. María Belén siempre gozó en
su casa de un ambiente intelectual, no solo por el trabajo
de ellos como docentes de la Universidad Metropolitana,
sino también por las amistades que solían visitarlos, entre
quienes recuerda con cariño al educador, traductor y hu-
manista sefardí Alberto Assa, fundador en la Arenosa del
Instituto de Lenguas Modernas y del Concierto del Mes; a
Carlos María, de origen árabe, otro reconocido intelectual
de la ciudad; y al profesor Gabriel Acosta Bendeck.
Belén nació en febrero de 1970, dos años después que
su único hermano, el mismo que a los cuatro años sentenció
a sus padres que de grande sería “mecánico del cuerpo”.
Y eso hizo: hoy es un reconocido cirujano cardiovascular
con quien ella conserva una muy estrecha amistad, porque,
según ella misma dice, “él desde niño ha tenido su vida muy
clara y siempre ha sido muy regañón conmigo, porque yo
estoy como en el aire al dedicarme a una profesión tan abs-
tracta como es el arte. Trabajando con artistas no puedes
sentirte del todo tranquila. Hay un ambiente de desasosie-
go, sin certezas de ninguna naturaleza”.
La incertidumbre de hoy no la padeció siendo niña cuan-
do, al regresar del colegio, todas las tardes encontraba la
casa de sus padres –a la salida hacia Puerto Colombia–
completamente vacía. Sin embargo, no se sentía sola. En
lugar de jugar a peinar o cambiar los trajes de sus muñecas,

130
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

como cualquier otra chica de su edad, apagaba las luces


del salón principal y se ensimismaba durante horas ente-
ras viendo, desde el proyector de su padre, diapositivas de
obras de arte de los grandes museos.

–Sin buscarlo, refugiándose en el arte, poco a poco fue


educando su ojo.
Comencé a desarrollar un mundo propio que era delicioso,
pues el proyector crea una atmósfera, y ese halo de luz es
un mundo lindo. Podía imaginar cualquier cosa más allá de
lo que estaba viendo.

–Suena a como si fueras Alicia, y ese mundo imaginado


la madriguera donde (en lugar de conejos, relojes y rei-
nas de corazones) abundaba el arte.
No recuerdo qué edad tenía entonces, pero de pequeña
era una niña muy consentida, y para hacerme comer, me
alzaban en brazos en frente de las reproducciones de El
Prado. Me cuentan que preguntaba frente a la serie azul de
Picasso: “¿Por qué está triste el payaso?”.

–¿Cuánto tiempo después tuviste al frente un Picasso


de verdad?
Con gran esfuerzo económico de mis padres, viajábamos
mucho a España, aprovechando que teníamos adonde lle-
gar. Visitábamos a mi abuela andaluza e íbamos a Madrid
y a otras ciudades de Europa. Mi mamá es muy buena guía
turística de museos. Muy niña vi el Guernica, que entonces
estaba en el Palacio del Retiro. Nunca olvido ese momento,
ha sido una de las mayores experiencias de mi vida.

ARTE HOY
A diferencia de los tiempos de Goya y Velásquez, hoy es
más difícil ser artista. Es cierto que hay muchas cosas suce-
diendo alrededor del arte, pero aquellas que son esencia-
les realmente son pocas. Los artistas excepcionales deben
poder aislarse de esa hiperactividad y voracidad que hay

131
en el medio, incluso de la banalidad y hasta de su propio
ego. El arte es un ejercicio constante de superación de lo
que ya está dado.

–Quedaron atrás lo figurativo, lo abstracto, la fotogra-


fía, la escultura…
Digamos que los movimientos y estilos artísticos desapare-
cieron hace rato, porque ya no interesa tanto la clasificación
como forma de comprender el mundo. Además, los artistas
ya también han dejado de pensar en una disciplina. Hemos
traído al Museo de la Universidad Nacional, por ejemplo, a
músicos que trabajan con imágenes, ante lo cual un colega
distraído podría decir que se trata de vídeo arte, ofendiendo
al artista, porque ellos no entienden el arte de esa manera ce-
rrada. Los artistas de hoy son matemáticos, técnicos digitales,
expertos escénicos, trabajan con la arquitectura, con la ima-
gen, con filosofía, con sicología, con lo esotérico, con todo.

–Suena complicado en cuanto a que se debe tener de-


masiada información.
También es que el artista ya no trabaja solo y dispone de un
equipo que lo apoya para su conocimiento en todo aquello
de lo que necesita echar mano, como arquitectura, ingenie-
ría, literatura, biología…

–Hablamos de unos costos muy altos.


El arte contemporáneo tiene unas implicaciones extraordi-
narias en equipos humanos y en necesidades presupues-
tales. No es que los artistas sean pomposos y necesiten
mucho dinero, sino que algunas obras necesitan grandes
inversiones para materializarse.

–¿De dónde sale todo ese dinero?


Una palabra importante para entender el arte contempo-
ráneo es producción. Las instituciones tienen un gran reto
para poder acompañar esas dimensiones. Tiene que haber
fondos de producción tanto públicos como privados.

132
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

–En ese caso, ¿las instituciones quedan dueñas de esa


producción, como ocurrió, digamos, con las pinturas en
el Vaticano?
Hay formas de negociar las obras. Si una institución está
comisionando una pieza puede tener un precio muy espe-
cial para adquirirla, o el artista puede decidir donarla. Final-
mente, lo que más le interesa a los artistas es hacer la obra.

–¿Qué es comisionar?
Es encargar a un artista una obra de arte para ser exhibida
en un lugar y un momento determinado. Lo deseable sería
que la institución que la va a exhibir la comisione. Viene
desde los mecenas, que encargaban obras, pues el arte no
solo sirve para frenar enfermedades de la sociedad –pues
la sociedad también se enferma–, sino también para dre-
nar, para hablar de lo que no se puede expresar con las
palabras, para hacer catarsis pública. Y también sirve para
generar desarrollo, trabajo, para que las economías crez-
can, para el mercadeo de las ciudades.

FOTOFOBIA
La oficina de la Universidad Nacional de Bogotá, al frente de
la cual está María Belén, vivió su época de oro cuando Marta
Traba consolidó su museo, a finales de los 60 y principios de
los 70, que corresponden a los inicios del Museo de Arte Mo-
derno de Bogotá. Luego cayó en unos años de desconcierto,
pero nuevamente levanta cabeza, bajo la actual administra-
ción. Además del museo, María Belén tiene a su cargo –con
un equipo de trabajo que no supera las veinte personas–, el
Auditorio León de Greiff, considerada desde hace 38 años la
casa natural de la Orquesta Filarmónica de Bogotá.
Graduada en Derecho en la Javeriana de Bogotá, Sáez
de Ibarra llegó a este cargo en 2007, luego de un camino
laboral que comenzó en el Congreso de la República, don-
de estuvo un año como parte del equipo del senador Jairo
Clopatofsky. Luego se fue a Londres, donde además de Re-
laciones Internacionales hizo una maestría en Políticas del
Arte. Al regresar al país, entró a la nómina de la Dirección

133
de Patrimonio del Ministerio de Cultura, como abogada
y gestora cultural, bajo órdenes de Katya González, pero
pronto fue ascendida al cargo de directora de la Oficina de
Artes Visuales.
El arte siempre ha delineado su destino, por lo que la
abogacía parece haber sido una equivocación en su vida.
Ella lo defiende, afirmando no solo que le gusta, sino, ade-
más, que le ha servido mucho. Aun así, enfatiza: “Mi papá
de niña me decía que uno sirve para muchas cosas. Yo creía
que era cierto, pero entre más pasa el tiempo más me con-
venzo de que no quisiera hacer nada diferente a lo que
hago ahora”.
Además de las funciones propias de la oficina de Divul-
gación Cultural de la Universidad Nacional, como curadora
ha acompañado el proceso de artistas como Miguel Ángel
Rojas, José Alejandro Restrepo, Ryoji Ikeda y Clemencia
Echeverri, cuyos trabajos curiosamente coinciden en el uso
del blanco y negro jalonando hacia lo oscuro, un punto en
el cual cayó en cuenta luego de que se lo mencionara su
colega Alcides Figueroa.

–De alguna manera, el blanco y negro (como en la foto-


grafía o en el cine) evocan el pasado. ¿Significa eso que
tu mirada del arte es nostálgica?
El arte contemporáneo, entre menos lo entiendo, más me
atrae. Supongo que, inconscientemente, uno busca a los
artistas –o mejor, la obra– que más lo atrae.

–La oscuridad de esas obras de alguna manera repasa


aquellos años en que disfrutabas las reproducciones
que mostraba el proyector, en la soledad de tu niñez.
¿Eras muy feliz entonces?
Cuando uno es feliz uno nunca piensa si lo es o no.

Latitud, 18 de mayo de 2014.

134
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

entrevistas -2010~2014-
andrés rodríguez zorro,
entrevista con la muerte

El Instituto de Medicina Legal, en Bogotá, es el único edi-


ficio que se conserva de lo que hasta finales de siglo se
conoció como El Cartucho: unas cuantas cuadras, perfuma-
das con el olor dulzón del bazuco, compartidas por habi-
tantes de la calle hacinados entre inmundicias y rastrojos.
En su lugar, el entonces alcalde Enrique Peñalosa construyó
el Parque Tercer Milenio, el cual da nombre a la estación
de Transmilenio construida justo al frente del Instituto, de-
jando claro que son los muertos los encargados de dar la
bienvenida a los nuevos tiempos.
La morgue queda en el primer piso de este edificio de
siete pisos, a la izquierda de la recepción principal. Para
acceder a ella se cruza un corto pasillo decorado con una
hilera de casilleros azules donde el personal médico guarda
su ropa de “civil”. Al fondo, una puerta de vidrio exhibe una
hoja impresa en tinta con letras negras en Arial 22 que dice:
“Prohibida la entrada a personal no autorizado”. Antes de
ingresar, hay que vestir bata, tapabocas, gorro, polaina y
guantes desechables en el tono azul de los Kilométricos.
Las gafas también son indispensables por si salta sangre
desde algún cadáver.
Para mi fortuna, mi nariz existe sólo como adorno: el ol-
fato no suele ser el sentido que me distingue. Y lo digo así
porque suele ser este al sentido al que peor le va al ingresar
a una morgue. Lo que a la mayoría marea o lleva al vomito
no es lo que ve sino lo que huele: carne nauseabunda, en
descomposición. Mortecina congelada.
La sala donde funciona la morgue es amplia. Cuenta con
once mesas de acero inoxidable, más frías que la tempe-
ratura ambiente, que sirven como cama a los cadáveres
mientras los autopsian. Las paredes son muy blancas, casi
asépticas. Al lado de un silencio de funeraria, hay sonidos

135
–como el chorro del agua o las máquinas de congelar– que
se escuchan casi armónicos. Desde una amplia puerta, en
el rincón derecho, se llega a un pasillo al otro lado en el que
están las neveras donde permanecen los muertos hasta por
treinta días. Si luego de ese tiempo todavía no han sido
reconocidos por parientes o amigos, pasan a una bóveda
especial en el Cementerio Central. A diferencia de la sala,
con un piso encementado en un gris tan liso que es resba-
ladizo (hay advertencias en cada pared recordando caminar
sin prisa: en todo caso, ¿para qué afanes, si ya la muerte
llegó?), este pasillo está pavimentado en el mismo azul de
las batas. Allí, por breves momentos (siempre parece haber
alguien limpiando de afán), corren hilos de sangre de algún
cadáver recién cosido.
Los cuerpos permanecen boca arriba, completamente
desnudos (sin ninguna sábana que cubra sus antiguos pu-
dores), como exhibiendo con desvergüenza la costura que
sube del vello púbico a la garganta. O sea, el vello púbico
se expone al público. Algunos todavía conservan los ojos
abiertos y el gesto de dolor o angustia con el que treparon
en la barca de Caronte. Sólo una mujer muy mayor, que
cargaba encima el cadáver de un bebé, mostraba cierta
placidez en su mirada.
El pasillo termina en un parqueadero cerrado al que sólo
acceden, o bien los coches fúnebres en busca de algún ca-
dáver, o bien el carro del Instituto cuando ingresa algún
cuerpo que inicia el proceso. El portero sólo abre el portón
en uno de tales casos. Además de los cadáveres arruma-
dos en la nevera, o los del pasillo a la espera de pasar al
congelamiento, la tarde de mi visita sólo había dos cuerpos
en las mesas para “autopsiar” (no me acostumbro a este
“verbo”, pero así lo usan allá). Alrededor de uno de ellos,
un médico entrado en años enseñaba a sus estudiantes, de
la especialización de otorrinolaringología, el procedimiento
para respingar la nariz, pues los cirujanos plásticos también
suelen usar estos cuerpos para, embelleciéndolos, enseñar.
“Ironías de la vida”, alcancé a pensar, “que haya que espe-
rar hasta morir para verse mejor”.
La otra mesa, en tanto, estaba ocupada por un NN al
que un bus acababa de arrollar un par de horas atrás. Esta-

136
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ba tan pálido que –ojalá no suene irrespetuosa la metáfo-


ra– parecía una gallina amarilla exhibida en una vitrina de
Sanandresito; la piel casi que tenía tatuadas las llantas del
carro que lo embistió; era completamente lampiño, salvo
por los vellos de allí, aunque lo que más llamó mi atención
fue la cuidadísima forma como tenía cortadas las uñas de
los pies.
A su alrededor, cuatro o cinco estudiantes de medicina –
todas mujeres, ninguna más alta que Shakira– revoloteaban
como abejas mientras un técnico despellejaba el cuerpo sin
afanes, dejando ver primero las costillas (que estaban ro-
tas por el golpe) y, luego de descubrir el peto esternal, los
órganos. Allí estaban los riñones, el páncreas, el hígado, el
colón y todo eso de lo que se habla en clase de anatomía.
Del corazón detallé que no tiene forma de “corazón” y que
está cubierto por un líquido que parece lubricarlo. De res-
to, confirmé que, si el cuerpo humano no es más que una
urna que guarda sus entrañas, el cráneo es la bóveda que
protege su parte más importante: el cerebro.
Los órganos los sacaron en bloque de un solo sopetón,
antes de pasarlos a otra mesa en la que los estudiantes pro-
cedieron luego a disecarlos, es decir, a separarlos de los
tejidos. Luego los pesaron, uno a uno, en la báscula al lado
de cada mesa. ¿La razón? “El peso es una característica que
ayuda a establecer su sanidad o enfermedad”, según me
explicó una médica. El corazón de un hombre sano debe
pesar 300 gramos, y el de la mujer, 250 (uno de los estu-
diantes fue quien hizo el chiste: “Son más chiquitos, pero
hacen sufrir más”); el cerebro femenino también es más
pequeño, 1200 gramos, en contraste con los 1350 del mas-
culino. El órgano más pesado es el hígado: en los hombres
alcanza los 1700 grs.
Hace menos de un mes la dirección del Instituto ordenó
organizar en un rincón del tercer piso un espacio al que
bautizaron “La tómbola de la catarsis”, que no es más que
el símil de una cueva alfombrada por hojas otoñales don-
de se escucha música relajante en un ambiente perfumado
con esencias terapéuticas. La idea es que los funcionarios
encuentren allí un lugar donde resguardarse cuando se
sientan agobiados por la pesadez de la muerte. Con esto

137
queda claro que, por más mecánica que para muchos re-
sulte esta labor, esta gente sigue siendo tan humana que
necesita momentos de aislamiento y reflexión.
En el Instituto en Bogotá trabajan actualmente 28 médi-
cos forenses. Según el diccionario, “Forense viene del ad-
jetivo latino forensis, y hace referencia al foro”, pues en la
antigua Roma “una imputación por crimen suponía presen-
tar el caso ante un grupo de notables en el foro”. La voz de
Andrés Rodríguez Zorro es tan respetada en este Instituto,
que bien podría compararse con aquellos notables. Pero
así como entre sus pares su trabajo es reconocido con res-
peto, sus amigos más cercanos ya no se sorprenden cuan-
do, una tarde cualquiera, leen en su muro de Facebook fra-
ses del tipo “Hoy no ha llegado mucho trabajo. Necesito
más muertos para desaburrirme”. Ellos saben que, a sus 36
años, lo que escribe este médico hace parte de ese humor
tan negro como el color que suele usar para vestir. Quizás
por esto, desde hace un par de años, lo apodan, cariñosa-
mente, “Necro”.
Y no se crea que son pocos los que lo llaman así: a pesar
del miedo, el misterio o los prejuicios existentes alrededor
de quienes trabajan con la muerte, Rodríguez presume de
disfrutar de muchos amigos. De hecho, hace poco debió
bajarle a la rumba por cuenta de un infarto prematuro.
Aunque no ha hecho a un lado su placer por el whisky –su
trago preferido–, sigue cancelando cualquier reunión, por
importante que sea, que lo obligue a incumplir una cita con
algún partido importante de fútbol. Parece ser un hombre
más común y corriente que Jesucristo o Satanás, ese tán-
dem ante el cual supuestamente parten las almas de los
cuerpos que a diario analiza. “Parece”, dije, pero ¿lo es?
Veamos.
Rodríguez Zorro nació en Ibagué, Tolima, pero su familia
es boyacense. Su papá, un hombre que lo engendró cuan-
do ya había superado los sesenta años, comercializaba con
arroz; en tanto su mamá, que todavía vive, fue hasta hace
pocos años profesora de matemáticas. En todo caso, nada
los diferenciaba de otra familia de clase media. “Mi papá
era muy pasivo y cálido en tanto mamá siempre ha sido
una mujer fría y de armas tomar –recuerda Andrés de su

138
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

infancia–. Quizás por lo que ya no trabajaba por su avan-


zada edad, papá era quien iba al colegio por mis notas y
con quien yo jugaba en las tardes al salir de clases. Mamá
también me adoraba, pero no era tan cuchichera”.
Rodríguez es el menor de cuatro hermanos. El más cer-
cano es siete años mayor. Cuando entró a bachillerato, su
hermana mayor ya estudiaba en la universidad. Con ella era
muy apegado, pues era quien más lo consentía. De niño
era muy tímido y de poquísimos amigos, también era bue-
no para los números. De hecho, hasta que se graduó de
bachiller, este médico titulado en la Universidad Nacional
no fue más que un nerd: campeón departamental de mate-
máticas, física y hasta de cultura general; le gustaba ser el
mejor de la clase, izar bandera, decir el discurso, aprender
mucho. En fin, siempre fue muy inquieto en cuanto a lo aca-
démico. Si al final no se decidió por estudiar una ingeniería
es porque el pulso lo ganó la ciencia.
Pero así como era de estudioso era de introvertido, siem-
pre metido en los juegos de armar, como Lego, Armatodo,
Estralandia. Juegos solitarios que no necesitan más que un
breve espacio. “Fue una soledad padecida”, confiesa con
dolor. También se acuerda de que era morenito, muy delga-
do y pequeño, que empezó a usar gafas –gruesas, grandes,
de mucho lente porque era miope– desde los diez años.
Lo dicho: era el típico nerd. Tampoco le interesaba tener
muchos amigos en la cuadra, como a su hermano mayor, de
quien recuerda que “le gustaba gaminear, quedarse hasta
tarde jugando en la calle, y hasta aprendió a fumar a los
doce”. Andrés siempre fue el niño juicioso que se reía poco.
El primer muerto de su vida fue su abuelo materno.
“Recuerdo mucho a mi mamá llorando. Nunca vi al abuelo
muerto. Lo que recuerdo es el llanto de mamá”. Fue el pri-
mer funeral al que asistió. Ocurrió en Iza, Boyacá, y lo marcó
el luto tan cerrado de todo el pueblo.
El placer por estudiar a los muertos le llegó cuando ter-
minó el año rural. Cierto día, en clase le hablaron de la ne-
cropsia y le mostraron imágenes de cadáveres. Le gustó.
“Soy un amante de la ciencia y la investigación. La medicina
forense es una de las disciplinas más rigurosas que hay, por-

139
que hay que plantear una hipótesis y sustentarla. Es todo el
método científico aplicado. De modo que cuando me ha-
blaron sobre ello lo vi como muy científico y apasionante”.
Salvo el uso del negro cerrado –que por alguna razón
pronto convirtió en su color preferido– no tuvo nunca un
choque duro con la muerte hasta cuando murió su papá,
aunque en este caso no fue tanto con la muerte como con
el dolor. “Yo estaba ya haciendo la residencia. Entre los cua-
tro hermanos habíamos logrado traer a papá y mamá a vivir
a Bogotá. Entonces un amigo de ellos murió allá y bajaron
al funeral. Como a los tres días de ese velorio, papá murió
en Ibagué. Él amaba mucho esa ciudad, tenía un nexo muy
fuerte. Creo que, en el fondo, él quería morir allá. Fue un
martes cuando mamá llamó con la noticia en la madrugada.
Cogimos el avión de las seis de la mañana. Al tenerlo al
frente, le cogí la mano y le acaricié la cara. Todavía estaba
tibio. Es que yo tenía con él una relación muy cálida porque
él siempre fue muy tierno conmigo”.
“Ver muerto a papá fue muy fuerte. Sentí un vacío. Fue
duro para mí porque de mis amigos nadie fue al velorio.
En cambio, los amigos y socios de mis hermanos fueron
todos. No me acompañó nadie. Por eso no tuve con quién
hacer la catarsis. Para colmo, me tocó firmar el Certificado
de Defunción”.
Para entonces, Rodríguez ya trabajaba en lo que ahora
hace, pero todo lo hacía de una manera muy mecánica. “Esa
muerte me confrontó. Me dije, Dios mío, este es el cadáver
de quien me engendró. Yo había visto más muertos. Pero
cuando uno se pregunta lo que hay detrás de un Certificado
de Defunción se topa con que es la muerte de una persona,
el dolor de una familia, de pronto –incluso– el dolor de un
país. Esa muerte me cambió el sentido de las proporciones.
De alguna manera, humanizó la muerte para mí”.
Quizás fue la libertad que descubrió en la Nacional
(“Nunca había visto a una pareja del mismo sexo besarse,
ni conocía el olor de la mariguana…”), pero algo en él hizo
click en el umbral de sus veinte. Sucedió luego de una rela-
ción de amor traumática. “A los 18, yo era más niño que los
otros niños de mi edad porque era ingenuo, inocente, en-

140
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

simismado”. Y fue impactante porque siempre ha sido muy


romántico. Y cuando se enamoró, sucedió lo de siempre…
Poco a poco comenzó a hastiarse de la perfección inte-
lectual. “¿Qué sentido tiene sacar un buen promedio, más
de cuatro en cada nota –se decía a sí mismo– si ando solo?
Desde niño siempre busqué la excelencia académica. Pero
ahora en la universidad, de repente, quise conocer otras
cosas”. Fue cuando se topó con un grupo de amigos con
otra visión de la vida, como ir a tomar trago los viernes des-
pués de clases, jugar billar, disfrutar del fútbol, salir de rum-
ba, ir a conciertos. “Entonces me volví más auténtico, me
quité una carga”. Es como si hubiera descubierto al final de
su adolescencia aquello de lo que Borges se quejó a sus 85:
Si pudiera vivir nuevamente mi vida, en la próxima trataría
de cometer más errores. No intentaría ser tan perfecto, me
relajaría más. Sería más tonto de lo que he sido, de hecho
tomaría muy pocas cosas con seriedad. 

–¿De niño alguna vez dijiste: “Cuando grande, quiero


ser médico forense”?
¡Jamás! En cambio, quien fuera uno de mis mejores amigos
en el colegio, alguna vez me lo pronosticó porque le pare-
cía que yo era cruel y medio perverso. Decía que yo abría
las ranas de una manera diferente a los demás.

–“A la muerte y al sol no se les debe mirar a la cara”.


¿Cómo es la cara de un muerto?
Los muertos tienen muchas expresiones. He visto algu-
nos que muestran angustia o dolor. La de los suicidas, por
ejemplo, son caras grises, realmente muy tristes.

–Hablando de gestos, ¿cuáles son las expresiones más


comunes con las que muere la gente?
Las expresiones se definen por los ojos. Algunos cadáveres
llegan con los ojos abiertos y traen esa expresión de tris-
teza que se refleja en la parte interior de los párpados. La
tristeza la describo como una mirada perdida, hacia abajo,

141
con los párpados un poco grises. Me han llegado casos de
personas que mueren durante el acto sexual y la mirada es
completamente diferente: es una expresión como de placi-
dez, muy diferente de la de quienes mueren quemados o
víctimas de una explosión, en cuyo caso muestran el terror;
o de la mirada inocente de un niño que muere por una cau-
sa natural.

–¿Hay muertos lindos?


El cuerpo humano masculino o femenino en general, me
parece, refleja belleza aún después de muerto, tanto inter-
na como externamente. Y cuando digo internamente me
refiero a los órganos. No sólo hay belleza, sino que ade-
más expresan y generan sentimientos, tienen color. Todo
el mundo se imagina que un muerto es un ser pálido, pero
no, proyecta cierta belleza. No en vano, en muchos casos,
los cadáveres han inspirado al arte. Yo, de hecho, he co-
laborado con algunos proyectos artísticos. Para mí no hay
diferencia entre el cuerpo de un vivo y el de un muerto, son
igualmente bellos, en ambos casos se trata de seres huma-
nos, de seres únicos. Me inspiran mucho respeto.

–¿A cuántos muertos les has visto la cara?


Hago más o menos trescientas autopsias por año y llevo
doce años trabajando en esto. Eso suma unos tres mil seis-
cientos cadáveres. Por igual han sido hombres, mujeres, ni-
ños, ancianos, neonatos, amas de casa, trabajadores, gays,
diplomáticos, actrices, blancos, indios, gordos, negros, je-
fes guerrilleros, afamadas modelos. En fin…

–¿Alguna muerte te ha horrorizado o conmovido?


Muchos de los atentados terroristas me han conmovido.
Como las víctimas del Nogal, por ejemplo. Fueron más o
menos treinta y dos muertos, creo, entre los que hubo mu-
chos niños porque esa noche había una fiesta infantil. Hubo
niños que murieron por la onda explosiva y otros que mu-
rieron por inhalación de humo. Me impactó mucho.
Otro caso fue el de los niños del Colegio Agustiniano.

142
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Desde el punto de vista forense, para nosotros fue todo un


reto porque había que identificarlos, y como fue una noti-
cia de gran impacto, hubo mucha presión del Distrito, del
colegio, de los medios, de los padres que los querían ya.
Fue un reto identificarlos porque, como eran menores de
edad, no tenían documentos de identificación y no podía-
mos basarnos en cotejo dactilar. El otro reto fue establecer
distintos patrones para saber cómo había sido la mecánica
de la muerte. Entrar en contacto con la familia fue muy duro
porque fue un drama en todo sentido. Y yo tuve que con-
frontar preguntas que me parecieron muy difíciles, pregun-
tas tan complejas como: “Doctor, dígame si mi hijo murió
rápidamente, se demoró en morir o sufrió antes de morir”.
En cuanto a las que me han horrorizado, algunas de las
muertes de homosexuales me parecen muy duras porque
tienen un componente de odio y es horrible descubrir que
sí existen asesinatos por discriminación, que una persona
sí puede deleitarse con el sufrimiento de otra. El ser huma-
no puede llegar a unos extremos de maldad inimaginables.
Recuerdo el caso de un travesti que tenía signos de atadu-
ra, lo habían arrastrado, lo habían golpeado, lo habían tor-
turado, le habían pegado muchas puñaladas y, finalmente,
lo habían degollado.
Hubo otro que llegó con una puñalada en el pene, lo
que habla de una desmasculinización, como si se tratara de
una amputación de la sexualidad. Ese tipo de crímenes de
odio –que también se da contra prostitutas o indigentes,
por ejemplo– me generan espanto. Es lo que me ha confir-
mado que el ser humano no es perfecto, que está lleno de
odio, envidia, celos… Todo tipo de sentimientos.

–Sobre aquellos que me hablaste que murieron tenien-


do sexo…
Son muertes naturales, no por ahogamiento y otros gustos
eróticos. Es el caso de mujeres que, teniendo sexo, se les
rompe un aneurisma cerebral, o de hombres que se infar-
tan por la combinación de Viagra y cocaína, a pesar de sa-
ber que tienen problemas cardiacos.

143
–¿Cómo son los familiares que llegan allá con alguien
muerto en estas condiciones?
El tema del sexo en Colombia sigue siendo tabú. En este
caso, lo que pretenden los familiares es omitir o negar todo
alrededor del sexo. Dicen, por ejemplo, que fue un infarto y
niegan que fuera en un motel o con una prostituta.

–¿Causa estrés la muerte?


Más que la muerte, estresa la presión del tiempo del que
se dispone.

–¿Por qué? ¿Cuánto tiempo tienes para abrir a un muerto?


Yo trabajo en turnos de seis horas y en ese lapso hay que
abrir dos muertos. A veces hay que afanarse un poco.

–¿Qué tan frío es un muerto?


Es bien frío. Comparativamente, es como cuando uno va al
supermercado y saca una bolsa de leche o una fruta de la
nevera. El cuerpo pierde un grado por hora hasta llegar a la
temperatura ambiente.

–En Portugal dicen que si te acercas mucho a la muerte,


la muerte viene por ti…
Bueno, mitos alrededor de la muerte hay muchos, como lo
del frío de la muerte, que dicen que enferma. Varias veces
oí que “el niño había muerto de los pulmones porque había
tocado un muerto y se le había pegado el hielo”.

–¿Le temes a alguno de estos mitos?


No. Y tampoco he visto nada paranormal, que es algo que
me preguntan con frecuencia y a mí me incomoda. El que
está muerto lo está y punto. La pregunta me parece irres-
petuosa por lo morbosa. Lo que yo hago es investigar las
causas de una muerte. Eso implica buscar preguntas, plan-
tear hipótesis, investigar de modo científico. Me incomoda
que me pregunten ese tipo de cosas, como que si un muer-

144
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

to me ha cogido la mano, o si ha abierto los ojos. Incluso los


estudiantes lo preguntan, en lugar de querer saber sobre
equis hipótesis. También está lo de quienes preguntan por
el tráfico de órganos, o sobre gente que le gusta comer ór-
ganos, o el comercio de grasa, etc. Nosotros, en el Institu-
to, somos muy respetuosos del cuerpo humano. Lo demás
no son más que mitos urbanos.

–¿Hablemos de la “belleza interior”?


El cuerpo humano es muy bello por dentro, y conste que lo
que digo a continuación lo hago, más que como médico,
como científico. Yo siento una fascinación por los cerebros.
La esencia del hombre no es el corazón, sino el cerebro.
Y es un órgano hermoso porque estructuralmente es muy
complejo, tiene una serie de núcleos y, si se corta de forma
metódica, es muy bonito: la textura, la consistencia, el color
mismo, el cerebelo, el tallo, la forma. Todos los cerebros
me parecen lindos, aunque hay unos más vistosos. Los de
los jóvenes son más bonitos porque no hay alteración de la
consistencia y el tamaño es el adecuado; mientras que en el
de un anciano se comienzan a ver alteraciones, a empeque-
ñecerse, los vasos se comienzan a calcificar, las circunvolu-
ciones –que son las curvas– se comienzan a alterar. El co-
razón también es complejo y muy hermoso: su estructura,
sus cavidades, sus válvulas, los componentes de las válvulas
que traen un contraste de amarillos, de rojos, de naranjas…

–Suena muy carnavalero.


(Risas) Sí, es muy colorido. No tiene verdes. El único órgano
verde es la vesícula biliar. Pero el ser humano es eso: es
color, es textura, se siente. Me gusta palpar los órganos
porque cada uno tiene una textura diferente.

–¿Cuando estás frente a un muerto, cuál es el sentido


que más lo disfruta?
El tacto. Siento cierta fascinación por la sensación de la san-
gre tibia sobre mis manos.

145
–¿A quién te habría gustado hacerle autopsia?
A muchos artistas. A Michael Jackson o a Heath Leadger,
por ejemplo. No por ser ellos, sino porque me intrigan las
muertes por intoxicación o abuso de sustancias, pues son
científicamente retadoras y muestran la esencia del ser hu-
mano, pues hay que investigar muchas cosas: la escena, la
persona, la sustancia consumida… A veces los medios son
simplistas y dicen que se murió por consumir cocaína y re-
sulta que es más complejo. Anna Nicole Smith, por ejemplo,
murió al combinar una serie de sicofármacos que, en la inte-
racción medicamentosa, la mataron. De hecho, muchas de
las muertes que llegan a mi morgue por intoxicación me gus-
ta abordarlas a mí, porque usualmente logro saber la verdad.
Otra autopsia que me gustaría hacer es a un enano. Y no
se piense que hay allí algo de morbo, sino que los órganos
deben ser mucho más pequeños y eso me produce interés.

–¿Qué cuerpos de famosos has abierto?


No puedo hablar de nombres concretos, pero recuerdo
ahora a un ministro; a una exreina de Colombia en un caso
realmente muy duro, doloroso y, sobretodo, impactante
por cómo ocurrieron los hechos; a una famosa modelo, qui-
zás uno de los suicidios más complejos que me ha tocado;
a un conocido guerrillero. En doce años son muchos los
cuerpos que he autopsiado.

–¿Alguna vez te ha tocado abordar el caso de alguien


conocido?
Sí, en tres ocasiones. El primer caso fue el de mi papá. El
segundo fue un amigo muy cercano, estudiante mío de Me-
dicina en la Juan N. Corpas. Se me había perdido de la vida
hacía un par de años, y lo recuerdo como un gran tipo, con
un carácter muy bonito. Un día llegué a la morgue y vi su
nombre entre los cuerpos asignados, pero no lo relacioné.
Cuando abrí la bolsa y lo vi se me cayó el cielo al piso. Al
principio hice negación. No puede ser, me dije un par de
veces. Pero el reporte decía que era médico, y era su cuer-
po. Luego, era él. Tenía 26 años y murió cumpliendo con

146
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

su deber. Para no alargar el cuento, digamos que hizo una


embolia grasa, lo cual no es muy frecuente. Luego de mu-
cho pensarlo, finalmente decidí abrirlo. Y, a pesar de que
soy muy racional con mi trabajo, realmente fue muy duro.
Pasé varias noches soñando con él hasta que una amiga
que sabe que no soy muy creyente me recomendó rezarle,
y al hacerlo, lo dejé ir.
Con otro amigo me pasó algo similar. Varios amigos me
habían dicho que estaba desaparecido, de modo que me
puse en la tarea de buscarlo entre los cadáveres almace-
nados en la nevera y allí lo encontré. El impulso me llevó
a abrir la bolsa y constaté que, como en el otro caso, tenía
una mirada realmente triste. Murió de vasculitis, que es la
inflamación de una arteria.

–Según el informe Forensis, uno de cada cinco muertes


violentas es suicidio.
Las escenas de los suicidas son muy floridas, son muy carga-
das de evidencias. En muchos casos, dejan cartas; en otros,
con el comportamiento anterior dejan saber sus planes. Lo
tercero son los espejos. Casi que en todas las escenas de
suicidas hay espejos. Como si el suicida se mirara antes de
matarse. No sé si lo hace por verse por última vez o como
una forma de matar el yo. Muchas veces hay alcohol, bien
sea para embriagarse o para disolver el tóxico que ingie-
ren. Los más comunes son los ahorcamientos, porque son
rápidos, y los tóxicos. En este caso, en Colombia lo que más
se usa es el cianuro, el cual deja un olor muy marcado. No
es una muerte piadosa sino bastante cruel. Además, no es
rápida, y por lo tanto, es dolorosa.

–Noto que sientes cierta fascinación por los suicidas…


Más que por ellos, por las historias detrás. Nadie imagina el
drama que hay en cada caso. He visto todo tipo de cartas
de despedida, desde la escrita en un espejo con lápiz la-
bial, o por chats, en hojas de cuaderno, en hojas de árboles,
en el vapor de un baño, en el vidrio de un vehículo, etc.

147
–Qué me dices del complejo de Medea: ¿qué tantas ma-
dres matan a sus hijos?
Por desgracia, muchas más de lo que imaginas. Muchas de
estas muertes suceden en el postparto, para ocultarlos o ne-
garlos. O hay aquellas que los matan para que el marido no
las abandone; o por ataques de ira, por ejemplo cuando los
niños lloran mucho. Tuve un caso en el que la mamá mató a la
hija porque la encontró con su padrastro… Y hay el caso de
hijos que matan a su padre por defender a la mamá.

–Supe que hace poco te dio un infarto, ¿qué tanto te


horrorizó la muerte en ese momento?
¡Pensé que me iba a morir! Tenía un dolor torácico que in-
terpreté de otra manera. Me decían que era ansiedad, sin
embargo acudí al médico. Los primeros exámenes salieron
bien, pero cuando la cosa se agravó, y comencé a sentirme
ahogado, me hicieron un examen donde se dieron cuenta
que era un infarto en curso. La primera reacción fue la ne-
gación. Cuando vi el examen no lo podía creer. El dolor se
intensificó y me dijeron: “Tenemos que operarlo”. La ver-
dad, sentí la posibilidad de morirme. Mi sentimiento inicial
fue de soledad, porque estaba en la unidad de cuidados
intensivos donde tenía restringidas las visitas y donde tenía
a personas moribundas a lado y lado. Los infartos dan sen-
sación de muerte.
Cuando a uno le da apendicitis o se parte un hueso uno
no siente que se va a morir, simplemente se parte un hueso
y ya, pero cuando uno siente que se va a morir se te cae el
ánimo y, de repente, es como si perdieras la esperanza. La
esperanza es lo que lo mantiene a uno vivo. Es de lo que
carece el suicida al momento de su suicidio. La esperanza
es lo que nos soporta en el mundo. No es la sangre que
fluye por las venas, ni la actividad cerebral, sino ese conven-
cimiento de que todo va a estar bien.

–¿Cómo quisieras morir?


De modo natural, agarrando la mano de quien ame en
ese momento.

148
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

–¿Cómo es trabajar todo el día con los muertos?


Para mí es fascinante al punto de que cuando estoy de va-
caciones me hacen falta. Es que son los mejores pacientes
del mundo (risas). No olvides que me meto en sus entrañas,
lo que significa meterme en su historia y su tragedia. La
gente cree que estoy rodeado de mala energía, pero yo me
creo afortunado porque me encanta el trabajo científico.
Disfruto mucho a mi familia y mis amigos, y realmente me
divierto cuando me voy de rumba. Yo sé que para muchos
es difícil de entender lo que hago, pero para mí no es más
que rigor científico. Amo la vida en todos los sentidos.

–¿Se puede llegar a amar la muerte?


A la muerte, sí; a los muertos, no, pues ya serían casos abe-
rrantes de necrofilia.

–¿Te llevas trabajo a casa?


¡Jamás!

–Así como a García Márquez el olor de la guayaba lo


devuelve a la infancia, ¿qué te recuerda a los muertos?
El olor del cianuro, que huele a almendras amargas. A este
olor soy muy sensible, lo percibo con facilidad.

–¿Recuerdas una muerte realmente absurda?


Muchas, pero recuerdo ahora el caso de una mujer sentada
en el inodoro que, por pujar con tanta fuerza, se le rompió
un aneurisma cerebral.

Rodríguez Zorro no alcanza el metro setenta, es gordito


(“antes me gustaba nadar pero, en general, no me gusta
hacer deporte”), de piel morena y ojos vivaces que hablan
de su placer por la curiosidad. Es también un hombre equi-
librado que argumenta sus juicios con una capacidad de
observación más propia de un escritor que de un médico
y con una excelente memoria que recuerda detalles suce-

149
didos mucho tiempo atrás. Como cualquier colombiano –y
aunque un par de amigos mencionaron su mal genio frente
a la mediocridad laboral–, presume más de una vez de ser
una persona alegre (pero incluso cuando ríe es un hombre
serio. ¿Es esto un oxímoron? ¿Acaso riñen alegría y serie-
dad?). En realidad, como se desprende de esta entrevista,
es alguien muy riguroso y metódico, a quien le molesta que
lo vean como una persona común y corriente.
Rodríguez disfruta públicamente las mismas cosas que
la mayoría: se moviliza por la ciudad en un bmw, turistea por
el extranjero varias veces al año, cena con los amigos en
restaurantes caros, antes que nada prefiere el whisky, todas
estas etiquetas gregarias del gran éxito material (y va una
pregunta general: ¿acaso el éxito sólo lo es en la medida en
que lo es para los demás?).
Pero, según también se desprende de sus palabras, la
satisfacción la encuentra cuando está a solas con sus muer-
tos. Es justo esto lo que vertebra su felicidad. Es como si el
nerd de su niñez –ese que anuló por encontrarse con la so-
ciedad– pide a gritos que lo dejen salir… O volver a entrar.
¿Somos aquello que nutre nuestra esencia o ese otro que
inventamos para espantar la soledad?
Rodríguez acaricia la idea de dedicarse a la literatura una
vez cuelgue la bata de forense. Habrá que esperar hasta
entonces para leer las historias mínimas que suele colgar
en su página de Facebook. Como esta, que publicó hace
apenas dos días: “Ese sábado fue una noche dura de tra-
bajo, muchos polvos, muchos golpes, exceso de drogas y
licor. Exhausta, reposa en su lecho junto con su hijo de dos
meses. Es la una de la tarde del domingo, ella despierta
nerviosa y observa el bello rostro de un lactante al que la
asfixia por compresión le ha marcado una tonalidad violá-
cea en sus manos y en sus labios”.

Confidencial Colombia, 2010.

150
Crónicas
-2005~2015-

Happening costeño
-
Este muerto está muy vivo
-
La parranda es pa’ amanecé
-
La génesis vallenata
-
Mi propio Cinema Paradiso
-
La banda sonora de Cartagena
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

crónicas -2005~2015-
happening costeño
Daisy Velásquez no había nacido todavía cuando los ríos
Gualí y Lagunilla se llevaron con su avalancha los 20.000 ha-
bitantes de Armero. En noviembre pasado vio por primera
vez en los noticieros el cuerpo de Omaira, atrapado entre
el lodazal y los escombros, descollando apenas su carita
angelical de cabellos acaracolados y esos profundos ojos
negros que se despidieron de este mundo con valentía y
serenidad.
La imagen se le incrustó en la memoria hasta cuando,
buscando una idea para crear un cuadro vivo que mostrara
el problema invernal que padece el país, el tema de Armero
cobró importancia. “No quería lo de siempre: eso del agua
anegando las viviendas y la gente durmiendo en canoas
pegada a los chismes de su cocina”, afirma la niña, quien
no confió en poder dirigir ella sola la puesta en escena que
hace 25 años se volvió icono de esta tragedia. Habló con
su hermana mayor y entre ambas se dieron a la tarea de
buscar la utilería requerida para escenificar este cuadro que
impacta por su realismo y crudeza, sobre el cual los espec-
tadores no sólo juzgan la técnica, sino que debaten sobre la
representación en sí, el mensaje y su belleza.
El pueblo se llama Galeras, queda en Sucre, a una hora
por tierra desde Sincelejo, vive de la ganadería y la agricul-
tura de pancoger y cuenta en su área urbana con 12.000
habitantes acostumbrados a recrear como cuadros vivos
escenas, frases o palabras que los impactan. Manera que
aprendieron de los curas, quienes, en sus afanes evange-
lizadores, hacían replicas humanas de las estampas de los
santos. Ciento cincuenta años llevan los galeranos recrean-
do entre sus calles lo que el arte puso en boga desde 1950
bajo el nombre de hapenning: una manifestación multidis-
ciplinaria que consiste, frecuentemente, en una obra de
arte que no se focaliza en objetos, sino “en el evento a or-
ganizar y en la participación de los espectadores, para que
dejen de ser sujetos pasivos y, por su actividad, alcancen

155
una liberación a través de la expresión emotiva y la repre-
sentación colectiva”, según informa Wikipedia.
A principios de siglo, Ciro Iriarte, uno de los organizado-
res del evento, llevó desde Medellín el concepto de perfor-
mance aplicado a uno de sus cuadros, y desde entonces la
polémica no cesa. “Desde que un cuadro de Ciro impactó
por el uso de elementos performativos, los jóvenes han se-
guido ganando al introducir conocimientos del arte moder-
no”, afirma Jorge Romero, quien ha participado con dos
cuadros basados en la técnica de las sombras chinescas.
Cada cuadro cuenta con un espacio máximo de dos metros
cuadrados durante las dos horas que dura la escenificación.
Un promedio de 15 cuadros por calle y una calle diferente
para cada día es lo dispuesto por la junta directiva para
embellecerse y servir como escenario durante el Festival
Folclórico de la Algarroba, que se desarrolla todos los años
a partir del 6 de enero.
Los últimos tres años ha habido un ganador consecutivo,
Gabriel Díaz, un diseñador gráfico que, a sus 20 años, opi-
na que la clave está en la innovación. “Hay que salirse de
lo corriente pero, sobre todo, ser muy exigente tanto con
uno mismo como con los actores que te acompañan en el
cuadro”.
Entre el maremágnum humano que deambula por los
casi dos kilómetros de trayecto, se escuchan frente a los
cuadros diálogos espontáneos como el que sigue:
–No entiendo cuál es el mensaje, pero no hay duda de
que eso quiere decir algo.
–Hmmm… Con tal de que no me pase lo del año pasa-
do, que un cuadro se me metió en la cabeza y hasta casi un
mes después fue que lo vine a entender.
Que lo que haya entendido este espectador haya sido
exactamente lo que su autor quiso decir, no importa. El arte
está ahí para que cada quien lo interprete a su manera. Lo
importante es que genere una emoción, una reflexión, una
discusión.
Año tras año el pueblo ha ganado en turismo. Hay gente
que viene de pueblos vecinos, se devuelve a sus casas a
pernoctar y regresa de nuevo a las seis de la tarde del día

156
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

siguiente, hora en que una nueva calle expone sus cuadros


al público. Norma Uparela, una galerista de arte sinceleja-
na, afirma: “Lo más bello es el entusiasmo con el que todo
el pueblo se mete a hacer arte. Además, me gusta que la
música que se escucha son gaitas y porros propios de la
región”. Efectivamente, además de los cuadros, el festival
organiza cumbiambas callejeras y espectáculos con artistas
de la región, convirtiendo esta fiesta en un verdadero car-
naval de las artes. A su vez, la antropóloga Gloria Triana, ho-
menajeada por los organizadores del festival, por su trabajo
de rescate del arte popular, “se ha convertido en la mejor
embajadora de Galeras”, según palabras de Samuel Jaraba,
socio fundador de la corporación que organiza el festival.
Afirma: “Nunca he visto una exposición de arte que cuente
con tantos espectadores, son más de cinco mil personas
que todas las noches debaten sobre estos cuadros”.
Pero no sólo en los días de Reyes el arte se toma este
pueblo. “Durante la semana cultural en octubre, los cole-
gios hacen lo mismo como una forma pedagógica de des-
pertar conciencia entre sus estudiantes”, cuenta Samuel
Jaraba. Quizás por esto cada vez hay más galeranos con
intenciones de asumir el arte como profesión. “Actualmen-
te el pueblo tiene cinco o seis pintores, muchos bailarines
y músicos, y el escultor que hizo la obra que hoy adorna la
plaza principal”, informa Hugo Lastra, quien se licenció en
Artes Plásticas de la Universidad de Sucre y ahora hace par-
te del grupo de jóvenes que asesora el festival.
¿Es elitista el arte? Galeras, con sus cuadros efímeros,
confirma lo contrario.

El Espectador, 7 de enero de 2011.

157
crónicas -2005~2015-
este muerto está muy vivo

Treinta minutos después de que se habían cerrado las puer-


tas del evento de lanzamiento del 37 Festival Nacional del
Porro, el pasado miércoles 19 de junio, la luz del celular
de la cordobesa Nora Trujillo seguía anunciando llamadas
entrantes. Por la pantalla de su Blackberry uno a uno desfi-
laron nombres de la política y los medios de comunicación
como Alfonso López Caballero, Poncho Rentería, Germán
Bula Escobar, Juan Manuel Ospina, Marinés Restrepo y mu-
chos otros amigos suyos que, sumados a unas quinientas
personas, llegaron tarde a la cita prevista en el Teatro Ma-
yor Julio Mario Santo Domingo, localizado a las afueras de
Bogotá. La buscaban para que los ayudara a entrar, desco-
nociendo que el recinto, con aforo para mil trescientas per-
sonas, estaba a reventar de arriba abajo, incluyendo entre
los asistentes al Alcalde Mayor de Bogotá, Gustavo Petro,
de ascendencia lorana.
Que casi dos mil personas hubieran atravesado la ciudad
en su hora de mayor congestión vehicular, solo buscando
deleitarse con la Banda de Colomboy y la Orquesta de Juan-
cho Torres, es la prueba más fehaciente de que el porro, ese
género musical nacido a finales del siglo antepasado, sigue
tan vivo como cuando, a mediados de los cincuenta, Pacho
Galán y Lucho Bermúdez lo introdujeron directamente de las
fincas sabaneras a las salas de baile capitalinas, veinte años
antes de que Alfonso López Michelsen y sus amigos hicieran
lo propio con el vallenato.
A lo largo de casi tres horas, estas dos agrupaciones –
más la participación de las cantantes Ana Milé, Yolanda Rayo,
María Mulata y Adriana Lucía– hicieron gozar a los asisten-
tes interpretando temas como “María Barilla”, “La Lorenza”,
“Fiesta en corraleja”, “La mona Carolina” y, por supuesto,
“Los sabores del porro”, ese canto compuesto por el maes-
tro Pablito Flórez, convertido en uno de los modernos him-

158
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

nos de los seguidores de este género musical, luego de que


Iván Villazón y Totó la Momposina grabaran cada uno su pro-
pia versión, pero que cuando concursó en la categoría Mejor
Canción Inédita del Festival Sabanero “Daniel Vergara Mén-
dez”, de Sahagún, en 1981, se alzó como el gran perdedor.
En aquel entonces, vale la pena recordar la anécdota,
cierta señora de apellidos encumbrados de la región le dijo
al propio Flórez, sin saber quién era él: “Ese porro, si acaso
sirve es para promocionar un restaurante de carretera”, lo
que llevó al compositor de Ciénaga de Oro a comentarle a
un amigo –quizás recordando una de sus canciones más re-
cordadas, “La aventurera”, una bella crónica de su gran amor
por una prostituta–: “Esas son las consecuencias de dejar de
cantarle al amor y a la gente”.
Pero los cantos de Flórez (uno de los primeros en introdu-
cir letra a lo que inicialmente fue música de gaitas y de millos
antes de pasar por los sonidos de la big band y consolidarse
en las grandes orquestas nacionales) no solo hablan al amor
y a la gente, sino también a los toros, uno de los temas más
recurrentes –y ahí tenemos “El toro balay” y “El arranca te-
tas” como un par de muestras– en lo que, por fortuna, se
conserva como una de las tradiciones musicales más ances-
trales de nuestro folclor.

Orígenes
Varios pueblos de nuestra costa Caribe disputan por el ho-
nor de haber sido el lugar de nacimiento del porro. William
Fortich, un batallador de nuestra cultura regional, y quizás
uno de quienes más ha investigado sobre el tema, sostiene
que el porro “nació en la época precolombina a partir de
los grupos gaiteros de origen indígena, luego enriqueci-
do por la rítmica africana”, y más tarde evolucionó “al ser
asimilado por las bandas de viento de carácter militar, que
introdujeron instrumentos de viento europeos, como trom-
peta, clarinete, trombón, bombardino y tuba”.
Pero no es el único que ha pontificado al respecto. Juan
Ensuncho Bárcena, escritor y cineasta, afirma que es oriun-
do de San Marcos del Carate, mientras que Enrique Pérez
Arbeláez sostiene que su acta de bautizo está en el Magda-

159
lena. Al tiempo, el maestro Juancho Torres asegura que la
cuna es el Palenque de San José de Uré, una población de
esclavos negros dedicados al laboreo del oro, ubicado en-
tre Antioquia y Cordoba; mientras otros más aseguran que
nació en Corozal, en Momil, en San Antero, en Barranquilla,
en Ciénaga de Oro.
Jesús Paternina Noble afirma que “fue a través del pro-
ceso de creación colectiva de la música en San Pelayo como
se fue creando el porro y las bandas de música”, y no duda
en sostener que “el de esa idea creativa, al cual los demás
le seguían, fue el Primo Paternina”. El barranquillero Orlan-
do Fals Borda, sociólogo, pero –ante todo– uno de los más
importantes investigadores de nuestra cultura Caribe, tam-
bién asegura que el parto se produjo en san Pelayo, e inclu-
so ofrece detalles de cómo sucedió: “Nació en 1902, en la
plaza principal del pueblo, detrás de la iglesia y debajo de
un palo de totumo”.
Que tantos pueblos pretendan arrogarse la paternidad de
este género musical habla muy bien del orgullo que toda la
región siente por este hijo. Por eso, para evitar caer en dis-
cusiones bizantinas, lo más sabio es conservar la frase que
Guillermo Valencia Salgado –músico, investigador del folclor,
poeta, cuentero y escritor más conocido como el Compae
Goyo– afirmó a la antropóloga y documentalista Gloria
Triana en una investigación adelantada en 1985: “El porro es
costeño: representa a toda la región caribe por igual”.
Punto.
De otro lado, en cuanto al origen de la palabra “porro”
–que no se puede ni debe confundir con aquel otro porro
mencionado recientemente por el procurador Ordoñez,
cuando pretendió victimizarse por algunos medios de co-
municación–, hay dos hipótesis: para unos, entre ellos Juan-
cho Torres, proviene del porro, manduco o percutor con
que se golpea al bombo; otros, en tanto, sostienen que se
deriva de un tamborcito llamado porro o porrito con que
éste se ejecutaba.
En cualquier caso, se trata de una música hecha por los
campesinos al regresar cada tarde del trabajo, quienes, en
sus inicios, hacían sonar como una gaita “la rama de la pa-

160
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

paya, que es hueca, poniéndole arriba cera y una pluma de


gallina”, tal cual lo cuenta el maestro Torres, enfatizando así
el origen de la palabra “papayera”.
Torres también asegura: “Cuando las bandas nacieron,
sus músicos tocaban de corazón, de guataca, pues no sa-
bían partitura. Estaban conformadas de igual forma que
aquellas big bands que volvieron célebres jazzistas como
Duke Ellington, Benny Goodman o Harry James, pero és-
tos eran músicos de conservatorios”. El porro y el jazz tam-
bién se hermanan en la improvisación musical, continuada
a partir de una melodía inicial. Música de negros, en ambos
casos. Como los colombianos eran empíricos, “Su armonía
era el bombo que iba marcando”.
Según Torres, “la primera big band formada en Colom-
bia, a finales de los treinta, la tuvo en barranquilla la Emiso-
ra Atlántico y fue dirigida por el maestro Biaba. Tocaban en
especial música norteamericana, pero ya se empezaban a
escuchar porros del maestro Francisco de Asís Galán Blan-
co, o sea, Pacho Galán. De aquella época data una canción
llamada ‘La Lorenza’ ”.
A mediados del siglo pasado fue la época dorada del
porro, cuando se compusieron cantos que con el correr del
tiempo ganaron fama, como “El pájaro”, “El binde”, “Soy
pelayero” y “La mona Carolina”, todos ellos instrumentales;
en tanto el primer porro con letra, también según cuenta
Juancho Torres, fue “La Múcura”, del barranquillero Cres-
cencio Salcedo, quien más adelante también afirma que la
fecha exacta de este quiebre se dio en 1949, “cuando llegó
de París un chocoano que se llamaba Manuel de Jota Des-
champs. A él lo trajeron varios hombres de plata de Monte-
ría –entre ellos Rosendo Garcés, Carlos Cabrales y Jeróni-
mo Berrocal–, para que enderezara y buscara directrices a
la música de la región cordobesa. Él fue quien introdujo las
marchantes, las danzas y las contradanzas”.
A lo que sucedía en las sabanas cordobesas se unió en
Barranquilla el soledeño Pacho Galán, quien empezó su
carrera en los años veinte tocando saxofón, el instrumen-
to más costoso, pero luego pasó a un clarinete antes de
aferrarse a la trompeta que le regaló el maestro Rolong en

161
su paso por la academia. Su primera orquesta se llamó La
Pájara Azul. Tal cual lo cuenta en la biografía que escribió
Mariano Torres Montes de Oca sobre quien luego sería uno
de los más importantes músicos de la historia nacional: “En
1940, al crearse la orquesta Atlántico Jazz Band, pasó a for-
mar parte de ella como arreglista y compositor de la mayo-
ría de las piezas de la orquesta. Posteriormente formó parte
de la recién creada Filarmónica de Barranquilla y, luego de
un corto tiempo, pasó a la orquesta Emisora Atlántico que
dirigía Guido Perla”.
Musicalmente hablando, el porro fue lo primero que
mostramos los colombianos en el exterior, nuestra carta de
presentación cultural. No la cumbia. Y casi la mayoría de
músicos e investigadores que le han metido diente al tema
culpan de su declive al vallenato.

Aparece Consuelo Araújo


En realidad, antes que vallenato en sí, la casi desaparición
del porro se debe a una serie de factores entre los cuales
no se puede desconocer la falta de líderes regionales, tanto
culturales como políticos, que luchen por él. Es decir, le ha
faltado un doliente poderoso.
Otra razón es la complicación de su formato, pues, al
tratarse de bandas conformadas por entre quince y trein-
ta músicos, su movilización genera altos costos. En esto la
música vallenata tuvo un acierto inicial, al estar compuesta
tan solo por tres personas: acordeón, caja y guacharaca. La
carencia de letra en la mayoría de porros también ayudó
en su contra. El vallenato ocupó un espacio con su narrati-
va, las crónicas picarescas contadas por los juglares. Como
cuarto elemento se cita la bonanza algodonera, la cual hizo
de Valledupar una gran ciudad.
Pero quizás la razón más importante fue la mitología ori-
ginada alrededor de la música de Francisco el Hombre, una
leyenda en sí mismo. El exdirector de Telecaribe, José Jor-
ge Dangond, resume en una frase este fenómeno ocurrido
justo al momento de creación del departamento del Cesar,
el cual coincide con el primer Festival de la Leyenda Valle-
nata: “Los juglares se convirtieron en reyes; la música en

162
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ciencia –por cuenta de Vallenatología, el libro de Consuelo


Araújo–; y una familia con más de dos músicos, en dinastía”.
Lo anterior sin desconocer que, con Alfonso López Mi-
chelsen, el vallenato tenía presidente de la República –lo
cual llevó al escritor loriqueño David Sánchez Juliao a sos-
tener que el vallenato pone más ministros que el porro– y,
para colmo, Premio Nobel de Literatura, no solo porque
García Márquez dijo alguna vez que Cien años de soledad
no es más que un vallenato de 300 páginas, sino también
porque en ésta, su más célebre novela, Rafael Escalona y
otros juglares son mencionados como personajes.
A todas estas razones se le suma la televisión. La teleno-
vela sobre Escalona, pero también Carlos Vives, su prota-
gonista, contribuyeron a terminar de popularizar la música
de los acordeones entre los jóvenes de una nueva genera-
ción. Es decir, al porro le ha faltado tanto literatura como
una novela televisiva que cuente su historia y reivindique su
importancia nacional.
No todo es malo: en estos tiempos de comercialización
del vallenato, cuando investigadores como Daniel Samper
Pizano han anunciado la proximidad de su muerte, el porro
se ha conservado intacto, impoluto. Sin morir del todo, ha
sabido tener paciencia para regresar a su momento histórico.
¿Llegó la hora de su renacer?

En San Pelayo nos vemos


Haya nacido o no en San Pelayo, sin duda a este pueblo de
45.000 habitantes empotrado junto al río Sinú, entre Cereté
y Lorica, hay que abonarle que, a través de este Festival
que viene realizando desde hace 37 años, ha sido su gran
impulsor. Esto cobra particular importancia conociendo la
inusitada cantidad de festivales vallenatos que anualmente
se realizan en más de cien municipios colombianos, entre
ellos el Festival Sabanero de Acordeones, que se adelanta
en Sahagún, lo que ha llevado a algunos investigadores sa-
baneros –omito nombres por petición– a considerar a este
municipio cordobés “traidor cultural de la región”, cuando
en realidad no debería haber rivalidad entre el porro y el
vallenato, sabiendo, de un lado, que ambos son parte im-

163
portante de nuestro folclor, pero también que, como dice
el columnista sucreño Jaime García Chadid: “Mientras que
el vallenato es parrandeable, el porro es bailable”.
En todo caso, “a que no muera nunca el porro y cada
día se promueva y se engrandezca más, que no se seque
y reviva” está empeñado su festival, tal cual palabras de la
presidenta del Festival Nacional del Porro, Felipa Plaza de
Cogollo. El actual alcalde de San Pelayo, José Jaime Pareja
Alemán, es otro convencido de la labor que anualmente se
realiza en su pueblo. “Estamos tratando de insertar al res-
to del país el porro pelayero. Desafortunadamente, es un
trabajo que se hace con las uñas, pues no se cuenta con el
apoyo privado como en el caso del vallenato. Para ello, este
año el primer puesto consiste en una premiación en efec-
tivo y una garantía de que la Junta del Festival va a utilizar
para una grabación de mil cedés, de los cuales quinientos
se entregarán a la banda ganadora y los otros se usarán
para seguir promocionándolo y enviarle a todos los patro-
cinadores. A partir de ahí le apuntamos a un reverdecer en
la parte comercial”.
Efectivamente, es en su difusión donde se constata su
mayor falencia, así como en la necesidad de dignificar la
labor profesional de sus músicos, quienes a día de hoy recu-
rren a su talento musical como si se tratara de una segunda
o una tercera opción, lo que ha llevado a la carencia de
mayores composiciones nuevas.
También falta, como se dijo atrás, gestión cultural por
parte de sus miles de seguidores a nivel nacional, aunque
es justo reconocer que la Gobernación de Córdoba, en ca-
beza de Alejandro José Lyons Muskus, acaba de aprobar
una partida de 13.200 millones de pesos para construir, en
un espacio de casi seis hectáreas en San Pelayo, el Comple-
jo Cultural María Barilla, cuyo diseño incluye una moderna
tarima giratoria, con un costo de cinco mil millones de pe-
sos, y un parqueadero para más de mil vehículos.
Con esta construcción, San Pelayo no solo se convierte
en el ave Fénix del porro, sino que, curiosamente, homena-
jea a una mujer alegre y fandanguera que en el pasado se
tuvo por libertina. Una región de terratenientes ganaderos

164
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

y conservadores rescata con esto –aún más– a la inmortal


María Barilla, una mujer cuyo nombre debería resaltarse en
letras doradas en estos tiempos en que Colombia busca
tan afanosamente su paz, al recordar que hace cien años
luchó por reivindicar los derechos de su género, de los
campesinos, de los sindicalistas, de los indígenas. En fin,
de quienes carecían de voces poderosas. De las minorías.
De esas mismas “minorías” fanáticas del porro que hace
un par de días abarrotaron las gradas del más lujoso teatro
construido en la capital de la República, coreando la música
que inundará las calles pelayeras el próximo fin de semana,
una razón más para anotar por qué vale la pena acompañar
a este pueblo en su lucha por volver a hacer grande nuestra
esencia musical costeña.

Latitud, 22 de junio de 2013.

165
crónicas -2005~2015-
la parranda es pa’ amanecé

La semana pasada, quien llegaba a Valledupar lo primero


que veía sobre la pista del aeropuerto desde la ventanilla
del avión era un cartel publicitario que mostraba una in-
mensa botella de Old Parr, de las “María Namén” que, en
tono de broma, es el nombre con que los vallenatos desig-
nan las botellas de 1000 ml., en clara alusión a una recono-
cida dama valduparense de gran tamaño; luego, cuando
el viajero entraba a la sala de equipaje era recibido con un
trago de whisky y las notas del acordeón del rey vallenato
Hugo Carlos Granados, encargado de alegrar la llegada en
medio de un sofocante calor que superaba los 42 grados;
mientras por la cinta eléctrica se veían desfilar, a la par con
las maletas y los bolsos, cajas con el logo de esta misma
fabrica destiladora, selladas con el tricolor nacional, pero
marcadas con el nombre de su destinatario: “Para la parran-
da en casa de los Lacouture”, “Para la parranda en casa de
los Villazón”, “Para la parranda de Fina Castro”. No es bro-
ma, aunque ciertamente al advertir tal equipaje era impo-
sible no esbozar una sonrisa o incluso soltar una carcajada.
Curiosamente, al leer este párrafo resaltan tres condicio-
nes importantes de los vallenatos: su gusto por el whisky,
las parrandas y el humor, condiciones que, por supuesto,
van cogidas de la mano.
Gracias al contrabando que entraba por la Guajira, des-
de tiempos inmemoriales, la Ciudad de los Santos Reyes
–llamada de tal manera por haber sido fundada un 6 de
enero– es también conocida como el valle del Old Parr, por
ser el whisky el licor que más se consume en la ciudad. En
realidad no se trata específicamente de esta marca, pues
acá el gregarismo también es rey, y así como durante algún
tiempo puede estar en boga tomar “Caballito Blanco” o
“Robertico”, hay otras épocas en que la moda es “bebé
Buchanan’s”.

166
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Tanto whisky se bebe en esta ciudad que, en la versión


número 38 de su famoso festival –ocurrida, como cada año,
la última semana de abril– una distribuidora local repor-
tó ventas, tan sólo a particulares, de 800 cajas durante las
fiestas, esto excluyendo casetas, clubes sociales, bares y
demás lugares de venta al público. Así las cosas, estamos
hablando de 9.600 botellas de una sola marca de whisky
consumidas en cinco días.
De hecho, en el pasado festival dos de las parrandas más
importantes fueron ofrecidas por los distribuidores locales
de whisky Old Parr y Chivas Regal, lo que a la sazón se con-
virtió en un verdadero mano a mano.
Veamos cómo fueron ambas fiestas: Chivas Regal, uno
de los fabricantes de whisky más finos del mundo, ha
estado tratando de consolidarse en la ciudad desde hace
un año, cuando por vez primera abrió casa distribuidora.
Sabiendo que la competencia lleva tantos años arraigada
en un pueblo acostumbrado a pagar unos cuantos pesos
más por un trago fino, organizó una parranda con la que
pretendía tirar la casa por la ventana. Con una invitación
que no era más que una botellita de 50 ml. de Chivas se
convocaron más de cuatrocientas personas a la finca El Pin-
tao, ubicada a la salida de la ciudad. Pero no es ésta la úni-
ca cifra importante: los anfitriones destinaron 25 cajas de
whisky Chivas 18 años, 10 cajas de vino tinto, 10 cajas de
vodka, 2.000 fritos que se repartieron permanentemente
y 100 bolsas de hielo, que fueron insuficientes para los 42
grados bajo sombra. Para colmo, la parranda fue ameniza-
da por 8 conjuntos vallenatos, entre los que se encontraban
Los Betos, Nativos, Augusto Yamín, Silvio Brito y los reyes
vallenatos Rolando Ochoa, Chemita Ramos, Álvaro López y
Álvaro Meza. Como quien dice, acá sí que cabe la publici-
dad aquella de “El que quiera más que vaya a Bellsouth”.
La fiesta de Old Parr, por su parte, ocurrió en la finca El
Ensueño, de propiedad del cantante Ivo Díaz, hijo del gran
Leandro Díaz, uno de los juglares más celebrados en la re-
gión. Fue amenizada por el Chiche Martínez y el propio Ivo
Díaz, aunque con frecuencia el viejo Leandro, compositor
de “Matilde Lina” y “La diosa coronada”, subió a la tarima a
dedicarle al nutrido público su sentida música, en especial

167
a su compadre Rafael Escalona y a la familia del desapare-
cido Tobías Enrique Pumarejo. Como se ve, la de Old Parr
fue una parranda en la que el sentimiento vallenato fue el
protagonista.
Por supuesto, no fueron estas las únicas parrandas orga-
nizadas durante la pasada fiesta de acordeones. A vuelo de
pájaro, el resumen podría ser el siguiente: en la villa Ran-
cho Mío, los notarios homenajearon a su Superintendente,
Manuel Guillermo Cuello; a la que ofreció Caracol fue
toda la farándula; el Chichí Quintero celebró en su casa
la visita del expresidente Samper; el Club Valledupar no
se conformó con una fiesta, sino que organizó dos, en las
que tocaron Iván Villazón, Los hermanos Zuleta, Silvestre
Dangond y Jorgito Celedón, quien se robó el show con su
“¡Ay, hombe!”; Patricia Baute ofreció una pequeña parran-
da (“sólo para cien personas”) para el gerente de Promigás,
Antonio Celia, y su señora Patricia Maestre, nieta de Pedro
Castro Monsalvo, reconocido prohombre de la antigua Pro-
vincia de Padilla; como cada año, donde los Araújo Castro
–en la única casa cuya parranda es cobijada por un palo
de níspero– la fiesta se prolongó hasta el mediodía del día
siguiente, con la presencia de los hermanos Zuleta; y para
colmo, esa misma tarde Fina Castro celebró su 50 cumplea-
ños. Es decir, los invitados salían al mediodía de la casa del
viejo Rafael Castro –abuelo de Conchi–, alcanzaban a darse
un duchazo, una pequeña siesta, y a las tres de la tarde ya
estaban de nuevo bebiendo en casa de Pepe Castro: sin
duda, no hay mejor síntesis de un festival vallenato.
Por supuesto, quien no quería asistir a estas fiestas podía
ir al Parque de la Leyenda, una inmensa media torta con
capacidad para 25.000 espectadores que se vio colmada,
particularmente la noche del jueves 28, con la presentación
de Kaleth Morales y Diomedes Díaz, quien a última hora
firmó contrato con los organizadores del evento. Durante
varias semanas la presentación del astro del vallenato estu-
vo en entredicho, se dice que por la gruesa suma de dinero
a la que el cantante aspiraba. En todo caso, la noche de
su espectáculo en la tarima La Cachucha Bacana el parque
estuvo a reventar.
Nunca, para un festival vallenato, la ciudad había reci-

168
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

bido tantos visitantes de tan diversos lugares y estratos


sociales, quienes, como se colige de lo anterior, bebieron
whisky y escucharon las notas de los acordeones hasta el
cansancio, bien sea en una calle cualquiera como en una de
tantas parrandas.
Hablando de esto, a pesar de que “parranda” es una
palabra de reciente factura a nivel nacional, en Valledupar
es la que ha designado sus fiestas por todos los siglos, fies-
tas que no siempre giraron alrededor de un acordeón. De
hecho, como es de público conocimiento, el “arrugado”,
que es como en la región se conoce con cariño al acordeón,
era tan sólo el instrumento utilizado en las “colitas”, que
no eran más que las parrandas organizadas, al final de las
fiestas de los patrones, por los peones en los patios de las
grandes casa-quintas de principios del siglo pasado. O sea,
las colitas vendrían a ser los modernos after partys –sólo
que en lugar de Tiesto se escuchaba a Colacho–, las cuales
fácilmente podían durar dos o tres días, lo que las elevaría
a la condición contemporánea del rave.
Pero, en un principio, en las fiestas de alta alcurnia no era
vallenato lo que se escuchaba, sino tiple, concertina, violín
y un instrumento muy curioso conocido como “serrucho”,
pues no era más que esto, es decir, el mismo serrucho, lo
que hoy día utilizan los carpinteros, pero al que en Valle-
dupar hacían sonar luego de que lo bañaban en brea y le
ataban una cuerda que, al doblar, generaba ciertas vibra-
ciones. Uno de los más grandes intérpretes de este instru-
mento en la ciudad se llamó Carlos Vidal Brugés, e incluso
hasta el año pasado era posible escuchar un concierto de
serrucho interpretado por Yolanda Pupo, quizás la mujer
más parrandera nacida en Valledupar.
Era esta la música que escuchaba la sociedad a prin-
cipios del siglo XX, en tanto el pueblo se divertía con la
música de acordeón. Pero bastaron apenas unos cuantos
traidores de alta alcurnia para que la ciudad entera se ena-
morara de lo que hoy se conoce como “vallenato”. Fue-
ron ellos Hernando Molina Céspedes, Roberto Pavajeau,
Tito Pumarejo y Aníbal Guillermo Castro, éste último pieza
clave, pues influyó sobre su hermano menor, Juan Castro
Monsalvo –el abuelo de Tatiana y Carolina Castro, es decir,

169
la reina y la modelo–, para que, cuando fuera elegido pre-
sidente del Club Valledupar, llevara esta música a las altas
esferas sociales.
Por entonces, en el resto de Colombia la moda era la
cumbia, el chachachá y el mambo (ah, bueno, y el bambuco,
la guabina y esas cosas cachacas), y a las fiestas las llamaban
“saraos” o “pachangas”. Por eso, cuando García Márquez le
pidió a su amigo Escalona que le llevara a Aracataca los
mejores acordeoneros de la región, para ponerse al día en
todo lo que se había compuesto en los 7 años que estuvo
ausente del país (que la periodista Gloria Pachón de Galán
tituló como el “gran festival vallenato”, y que no es más que
la inspiración del que cinco años después, en 1968, comen-
zara a organizarse cada abril en Valledupar), el hoy nobel de
literatura escribió una crónica narrando los acontecimientos
de esta fiesta, en la que habla de la pachanga del siglo, así
hoy los puristas del vallenato pretendan sutilmente cambiar
la palabra por la muy vallenata “parranda”.
Y es que “parranda” es palabra de siempre en el argot
vallenato. Prueba de ello son las coplas de su himno más
cantado, “El Amor amor”, aquel que dice –entre versos del
Romancero español– “Este es el amor amor/ el amor de las
mujeres/ cuando estoy en la parranda/ no me acuerdo de
la muerte”, un canto anónimo utilizado desde siempre por
el pueblo vallenato en su famoso pilón, que no es otra cosa
que la alborada con que se da inicio a los carnavales, que
en Valledupar eran tan tradicionales.
Pero no solo durante su célebre festival en Valledupar
se puede disfrutar de una parranda, a pesar de que en los
tiempos modernos organizarlas no resulta tan fácil: aho-
ra hay que pagarle a los músicos. En antiguo, en cambio,
como diría Magally Urzola, una de las grandes parranderas
de la ciudad, “sólo era necesario llamar a Colacho, reunir-
se con los amigos y mandar a pedir unas cuantas cajas de
whisky”.
Whisky y parranda siempre han ido de la mano, junto
con las costillitas de chivo frito y el bollo limpio. Todo esto,
por supuesto, bajo la sombra de las frondosas ramas de un
paloe’ mango, que es árbol obligado en todos los patios

170
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

vallenatos. Claro que a estos ingredientes hay que sumarle


uno muy importante: el humor, representado en la cuen-
tería.
En realidad, la característica más representativa del pue-
blo vallenato es la literatura oral, la facilidad para echar
cuentos, para inventar, para narrar. ¿Que algunas veces son
chismes? Sí, es cierto: se trata de un solo chisme al que
cada quién le va adicionando su propia sal, que es lo que
sucede con tantas leyendas que se cuentan en la región.
Porque Valledupar es tierra de leyendas. Curiosamen-
te, la que se celebra desde hace 400 años, los dos últimos
días de abril, no tiene nada que ver con vallenatos, aunque
enmarca el festival: se llama “La leyenda del milagro y las
cargas”, y cuenta la ocasión en que los indígenas chimilas
fueron salvados por la virgen del Rosario –La Guaricha– al
purificar las envenenadas aguas de la laguna de Sicarare.
Esta leyenda, a pesar de ser la más famosa, no es la única
que se cuenta en la ciudad: sobre su más famoso juglar,
Francisco el Hombre, para no ir tan lejos, existen dos. En la
primera, Francisco Moscote, el mismo juglar inmortalizado
por Gabo en Cien años de soledad, se hizo a tal mote al ga-
narle un duelo al diablo cantándole el credo al revés; en la
otra, Francisco “Pacho” Rada, es el protagonista de una his-
toria que se desarrolla en la cárcel, cuando el pueblo, tras
escuchar a través de los barrotes las notas de su acordeón,
se indigna porque un hombre tan talentoso esté privado
de su libertad.
En cada parranda, en los silencios de los acordeones, los
vallenatos aprovechan para contar tales historias, y muchas
otras que hablan del diario devenir de un pueblo alegre,
dicharachero y musical. De hecho, Andrés Becerra, otro fa-
moso parrandero de la ciudad, sostiene que lo que tanto
gusta a los cachacos durante el festival es escuchar la his-
toria de cada canción y tener la oportunidad de conocer a
sus protagonistas. Es parte del éxito de las viejas canciones
vallenatas, las clásicas: que son crónicas cantadas, son his-
torias que hablan de personajes o situaciones, diversas a
los cantos modernos, que hablan, en abstracto y por igual,
sobre el amor o sobre las canas.

171
Por eso en la ciudad hay tertuliaderos famosos como el
de la puerta de Carmen Montero, en plena plaza Alfonso
López, donde cada tarde, al caer el sol, los vallenatos se re-
únen para contar las anécdotas del día, para escandalizarse
con lo que no admiten públicamente que también hacen
en privado, o simplemente para reírse por los percances
ajenos. Por supuesto, no es cosa nueva: es la tradición he-
redada desde la época de Francisco el Hombre, cuando
el pueblo entero se reunía para escuchar las noticias que,
acordeón en mano, refería su más famoso juglar.

Semana, 5 de septiembre de 2005.

172
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

crónicas -2005~2015-
la génesis vallenata

Hace poco fui testigo de una discusión acalorada entre dos


paisanos: uno aseguraba que la creación del departamento
del Cesar se le debe a su padre y otro afirmaba tener docu-
mentos con la prueba de que ese primer hombre había sido
su abuelo. Como ellos, muchos otros también se atribuyen
a sí mismos la idea original. Y no es de extrañar: el éxito es
una abstracción de la que suelen intentar apropiarse es-
pecialmente aquellos que nunca ayudaron a consolidarlo.
Lo cierto es que, de lo que hasta hoy se conoce, un acta
del Club de Leones de Valledupar fechado en noviembre
de 1963 menciona por primera vez la aspiración vallenata
de dividir en dos el territorio del Magdalena tan pronto La
Guajira hiciera lo propio (lo cual sucedió dos años después).
Durante la campaña política de 1966, un grupo amplio
de ciudadanos se apropió de este discurso como si se tra-
tara de una gesta independentista, criticando los excesos
de corrupción cada vez más escandalosos de los políticos
samarios. Irónicamente, el más importante líder vallenato
de la época, Pedro Castro Monsalvo –dos veces ministro de
Estado– se opuso a esta división, afirmando que no había
nombres para sacar adelante al nuevo departamento y que,
más pronto que tarde, se convertiría no más que en otro
reparto burocrático.
El Gobierno Nacional tampoco veía con buenos ojos el
afán de independencia. Para colmo, a pesar de que en ese
momento Valledupar nadaba en la abundancia por cuen-
ta del éxito algodonero, carecía del dinero necesario y del
apoyo de los medios nacionales. A su favor contaba sólo
con la pujanza y el fervor del pueblo, así como con un arma
que resultó certera y eficaz: la música de acordeones.
Siempre hábiles para las relaciones públicas, los valle-
natos aprovecharon la amistad de muchas familias del inte-
rior, propietarias de fincas algodoneras en la región, para
convencerlos de que “vendieran” a los políticos de sus

173
respectivos departamentos la idea de que la creación de
este nuevo departamento era urgente y necesaria. Al mis-
mo tiempo, y haciendo gala de su reconocida hospitalidad,
las familias vallenatas más pudientes abrieron las puertas
de sus residencias para recibir a toda suerte de visitantes
nacionales.
El ascenso a los Andes tardó poco. Aprovechando la
amistad con la oligarquía bogotana, Rafael Escalona jugó
el mismo papel de los adelantados en la época de la Con-
quista, y el acordeón, la caja y la guacharaca se convirtieron
en una suerte de caballo de Troya que auparon el ingreso
de jóvenes vallenatos a los salones privados de los clubes
bogotanos. Fue una gesta seductora, alegre y muy sexy.
De un momento a otro, en toda Colombia se respiraba un
aire de simpatía por Valledupar que llevó a afirmar al presi-
dente Echandía, en una de sus típicas frases lapidarias: “Al
Cesar hay que parirlo, aunque sea por cesárea”. A punta de
vallenatos Magdalena perdió de un plumazo gran parte de
su territorio. En una época cuando ninguna gran empresa
nacional tenía departamento de lobby, la creación del Ce-
sar se convirtió en la primera gran campaña de relaciones
públicas exitosa en el país. Y, como en el cristianismo con el
pez, uno sólo fue su símbolo: el acordeón.
López Michelsen, nieto de una vallenata, fue nombrado
gobernador en tiempos cuando La Piragua, el primer bar
que conoció este pueblo, se convirtió en lugar de encuen-
tro de la muchachada para hablar de música vernácula. Fue
allí donde él lanzó al aire la idea de marcar un distintivo,
una característica, una particularidad que sirviera como voz
de la región. Consuelo Araújo –una intelectual local aman-
te del folclor y una mujer polémica por lo aguerrida, por
el exceso de pasión que ponía a sus causas– propuso un
festival anual de vallenatos. A ellos se sumaron la alegría
y el entusiasmo del compositor Rafael Escalona y de otra
mujer de perrenque, Myriam Pupo Pupo, quien bosquejó la
fiesta para los dos últimos días de abril, coincidiendo con la
celebración de la Leyenda de la Virgen del Rosario, un mito
indígena heredado de la época de la conquista al que el
Festival terminó por engullir.
Bastaron pocos años para que el festival se convirtiera

174
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

en hito del folclor nacional, regalando fama y reconoci-


miento ya no sólo a la ciudad, sino a todo el departamento.
Consuelo Araújo no solo fue, hasta su muerte, su principal
sostén, sino también quien se encargó de darle identidad al
alma vallenata y, por extensión, a la del cesarense.
El vallenato se debe a la oralidad, y de ahí la valía de
sus antiguos juglares; y la piquería, metáfora de la pelea de
gallos, es el alma de su fiesta. Aunque hay escuelas para
su enseñanza, la vallenata es una música que se aprende
de oído. Su ejecución requiere, entre el grupo de músicos,
una buena dosis de armonía y complicidad (con frecuencia
el acordeonero se acopla a la pista que sobre la marcha
recibe del cantante). Así como en la música, es el cesarense
en la cotidianidad. Su esencia es noble: buen amigo, mejor
compañero, un hombre cordial y hospitalario. Definida en
sus cantos, su alma es contradictoria: es también mujerie-
go, orgullosamente machista y amante en exceso del whis-
ky y de la parranda. Pero, sobre todo, el cesarense es un ser
nostálgico, esto es, un romántico, una persona convencida
de que todo tiempo pasado fue mejor.
Por eso, a pesar de que el primer verso de su himno es
un llamado al progreso: “La historia nos grita: marchad ade-
lante”, su verdadero himno, el que hace palpitar los cora-
zones, aquel que da identidad y del que los ciudadanos se
apropian como esencia de su memoria colectiva, es otro, y
dice: “Ya no hay casitas de bahareque, se llena el Valle más
de luces. No venden ya arepita e’queque, merengue, chiri-
cana y dulce”. He aquí su mayor contradicción: la pujanza es
brisa frente a los recuerdos.
El Cesar como grupo social tiene de blanco tanto como
de negro, a lo que se le suma lo indígena, simbolizado esto
en los instrumentos primigenios de la banda sonora de esta
tierra de leyendas. Aunque afirmar que el vallenato es la
banda sonora del Cesar es quedar corto, pues, por sus cua-
tro esquinas, toda Colombia es hoy territorio vallenato.
El Cesar como departamento, en tanto, por ratos ha per-
dido su norte. Lo que una vez se constituyó en empresa
para sacar adelante su creación fue, ante todo, una alianza
de toda la sociedad civil; una causa común por la que cons-

175
piró todo un pueblo. Por desgracia, con la autonomía llegó
también el manejo local de la política y, con la política, se
salieron de cauce las envidias, las codicias y los intereses
privados. Como advierte Josefina Palmera, el personaje
central de la novela Líbranos del bien: “De la noche a la ma-
ñana el Valle fue presa de la rapiña. Todo el mundo quería
mandar, o al menos hacerse a su porción de vasija. Surgie-
ron odios y resentimientos insospechados: hablar mal del
contrincante suele causar heridas muy difíciles de sanar. Y
el odio nació y el odio se alborotó y el odio hizo metástasis
y el pueblo entero se convirtió en un avispero”.
Desde entonces, nunca una nueva causa ha vuelto a con-
vocar a todo el pueblo vallenato. Quizás por esto, por re-
cordar que –efectivamente– hubo un tiempo cuando el ca-
riño y el deseo común de salir adelante fue dueño de toda
esta región, es que somos tan nostálgicos. Y, quizás por
pretender hacerle el quite a esa nostalgia, nos aferramos al
canto: “Porque el folclor de mi Valledupar, donde el amor
nace en mil corazones, se eternizó en el alma del Cesar y en
la alegría de mil acordeones”.

Semana, 2015.

176
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

crónicas -2005~2015-
mi propio cinema paradiso

Hace poco volví a ver Cinema Paradiso y por largas horas no


pude evitar que mis ojos se encharcaran luego de dejarme
asaltar, con toda la vileza de la nostalgia, por los recuerdos
de aquellos tiempos en que lograba abandonar mi pueblo
cada noche en que me perdía, en mi niñez lejana, en las
historias proyectadas en la pantalla del Cine Cesar. Todo
porque la oscarizada película de Guiseppe Tornatore, que
cuenta la vida de un niño llamado Totó –quien cada noche
evadía la rigidez de su madre viendo películas en blanco y
negro en el viejo cinema de un pequeño poblado italiano–,
guarda tanta relación con mi infancia que en muchas aristas
se parece a mi propia biografía.
El Cine Cesar, el primero que hubo en Valledupar, fun-
cionaba en el traspatio de la casa de mis abuelos maternos,
Guillermo Baute Pavajeau y Carlota Uhía Morón, sobre la
llamada Calle del Cesar, esquina diagonal a la Catedral. Ella
era una mujer ambiciosa y práctica; él, un joven idealista y
soñador, por lo que no es raro que, mientras mi abuela ha-
bía vislumbrado allí “el negocio del futuro”, para mi abuelo
el trucaje del cine representaba la oportunidad de llevar el
“progreso” a su pueblo, en ese entonces un lugar perdido
en la geografía entre La Guajira y la Sierra Nevada de Santa
Marta, visitado tan solo por curas y monjas españoles que
monopolizaban el negocio del whisky y de los jabones finos
de contrabando y por gitanos que vendían toda suerte de
ilusiones a ingenuos provincianos.
El Cine había sido fundado en 1954 en el lote pegado al
convento de Santo Domingo, cien metros al sur de la casa
de mis abuelos. Inicialmente carecía de sillas, por lo que
cada espectador debía llevar su propio taburete de cuero a
la única función que se presentaba a las siete de la noche,
todos los días de la semana, salvo cuando llovía o en las
noches de luna llena.

177
Cuatro años después se trasladó a lo que para entonces
era un corral, al fondo del patio de la casa de los Baute
Uhía. Para esta nueva inauguración, mis abuelos mandaron
a construir cien bancas para cuatro personas por unidad,
en madera de carreto –permeable por igual al inclemente
sol como a la voraz llovizna–, las cuales iban atornilladas en
lugar de estar clavadas, por aquello de que esta madera se
“abre” con el clavo.
Para evitar los charcos abandonados por el invierno,
mi abuelo mandó abrir canales con nivel hacia la calle. De
esta manera, si llovía, los espectadores se mojaban, pero
no chapaleaban. Adicionalmente, pasó la pantalla, que en
la anterior sede estaba dispuesta sobre el oeste, hacia el
oriente, negándole su reflejo a la luna.
La inversión significó a la vez un incremento en el costo
de la boleta, dividida ahora entre palco y luneta. A esta
última podía acceder quien quisiera, fuera rico o pobre, es-
tuviera bien o mal vestido. El palco, en tanto, estaba reser-
vado para los elegantes y los riquitos de la época. No en
vano, durante los aguaceros, al pueblo no le preocupaba
mojarse, en tanto los del palco se protegían con una espe-
cie de cachucha construida inicialmente en techo de zinc y
luego con eternit.
Por eso, mientras para entrar a luneta se cobraban diez
centavos, para palco había que pagar quince, aunque al-
gunos “vivos” desembolsillaban tan solo cinco centavos,
pagándole a Jacob Luque, vecino de mi abuelo al otro lado
de la calle, para que les permitiera disfrutar del espectáculo
trepados en las ramas del tamarindo del patio de su casa
(hasta el día en que varias ramas se rompieron y varios de
ellos terminaron en el hospital con fracturas de brazos, pier-
nas y una que otra costilla).
Con el correr de los años –y el éxito del negocio en ma-
nos de su mujer–, mi abuelo compró una planta diésel de
mayor capacidad, pues Valledupar para entonces carecía
del servicio de luz. Hábil con la electricidad y los trabajos
manuales, se las ingenió para anexar bocinas, fuera del so-
nido que venía ya incorporado a las máquinas marca RCA
Víctor de 16 milímetros, en las cuales se rodaban películas

178
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

de acetato con hoyuelos en ambos lados, jalando la cinta


hasta el foco y la excitadora de sonidos a través de unos
erizos. Todos los días dos de estas nuevas bocinas se ex-
tendían con cables hasta la pantalla, mientras otras dos se
colocaban a espaldas de los espectadores, logrando un so-
nido más vivencial, en lo que podría constituir una versión
criolla, y muy rudimentaria, de lo que años después se co-
noció como home theater.
Siempre inquieto, en estas bocinas mi abuelo hacía so-
nar una polka que servía para anunciar el inicio de las pe-
lículas, en un tocadiscos de 78 RPM que utilizaba agujas,
también RCA Víctor, que conseguía en Barranquilla en caji-
tas de entre quinientas y mil unidades, las cuales debían ser
cambiadas cada tres discos para evitar rayar los acetatos.
Antes de la función, estas mismas bocinas se colocaban en
las esquinas de la casa y, a través de un micrófono, el opera-
rio de las máquinas, llamado Francisco Felizzola, anunciaba
la película del día, por lo que todavía algunos recuerdan
su pintoresca versión del grito de Tarzán las veces en que
Johny Westmuller se proyectó en Valledupar.
Pero lo más importante de esta época marcada por las
sanas costumbres y la inocencia no estuvo en la implemen-
tación de las sillas, ni en la instalación de las bocinas, ni
mucho menos en la ingeniosa manera de promover las pe-
lículas, sino en algo que mi abuelo –el romántico, el fan-
tasioso, el novelero– entendió desde el inicio mismo del
negocio: la casilla desde donde se operaban las máquinas
estaba totalmente vetada al público, buscando evitar que
los espectadores perdieran la “magia” al conocer de dónde
“salían” los actores.
De hecho, el público “participaba” en las películas, ani-
mando a los héroes cuando eran perseguidos por los malos,
aplaudiéndolos cuando ganaban un duelo o insultándolos
cuando se dejaban fregar. En Navidad era frecuente que
dispararan totes con caucheras a la pantalla. Una anécdota
cuenta que, en cierta ocasión en que Antonio Aguilar con-
ducía a todo galope su caballo en El águila negra, un tote
tocó su cuerpo justo en el momento en que caía del animal.
Pensando que lo habían matado desde la luneta, los espec-
tadores sacaron del teatro a empellones al “asesino”.

179
René Tabard contó algo similar en La invención de los
sueños, donde menciona una de las primeras películas que
mostraba un tren llegando a la estación. “Cuando vio el
tren acercarse rápidamente, el público gritó porque creyó
que iba a arrollarlo. Nadie había visto nada parecido”. Esto
sucedió en 1895, sesenta años antes de que Valledupar
descubriera que, tal cual lo dijo George Méliès, “las pelícu-
las tienen el poder de capturar los sueños”.

Barranquilla sin el puente Pumarejo


Nada era fácil en esos tiempos.
Los gitanos que recorrían la región se negaban a arren-
dar a buenos precios las cintas de ocasión, de modo que
cada mes mi abuelo, cuaderno en mano, visitaba la distri-
buidora Pelmex, en La Arenosa, para escoger las películas.
Para ello conducía su Willis a través de un recorrido por el
que debía cruzar el peligrosísimo Alto de las Minas –a cuyo
precipicio caían con frecuencia camiones y buses–, toman-
do luego lo que se conocía como Las Siete Curvas del Dia-
blo, entre el Copey y Loma del Bálsamo, donde en invierno
el barro hacía resbalar los carros como jabón sobre la piel.
Entre diez y doce horas tomaba cada desplazamiento en
verano, más el tiempo que debía esperar para el trasbordo
en el ferri.
Las películas más taquilleras eran las mexicanas, contán-
dose entre los artistas con mayor fanaticada Mario Moreno
(Cantinflas) y El Santo, el enmascarado de plata, cuyas his-
torias gustaban porque trataban temáticas de fantasmas,
hombres lobos o momias. Entre los nombres que conserva
la memoria colectiva de quienes hoy sobrepasan los seten-
ta años se listan también Ninón Sevilla, el enanito Tun Tun,
la Tongolele, Arturo de Córdoba, Libertad Lamarque, Viru-
ta y Capulina, Agustín Isunza, Jorge Negrete, Pedro Infante,
Pedro Armendáriz, Silvia Pinal, Rubén Aguirre, Lola Beltrán,
Amalia Mendoza (la Tariacuri), Antonio Aguilar, Luis Aguilar,
María Félix, La Flaca Vitola, Clavillazo, Flor Silvestre, Resor-
tes, Ramón Valdez, Germán Valdez (Tin Tan) y Andrés Soler.
A una de estas celebridades, llamada Evangelina Elizon-
do, mi abuelo invitó a Valledupar aprovechando su paso

180
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

por Barranquilla. Para evitar la fatiga del casi interminable


desplazamiento entre precipicios y carreteras polvorosas,
se contrató una avioneta, pilotada por un capitán de ape-
llido de la Rosa, que aterrizó en una pista improvisada en
lo que hoy es el municipio de Pueblo Bello, en las faldas
de la Sierra Nevada. Los tres días que la actriz estuvo en
Valledupar los espectadores no salieron de su asombro al
confirmar que la mujer sentada a su lado en las butacas de
madera era la misma que se proyectaba en la pantalla.
Está de más decir que los dramas no contaban con ma-
yor aceptación, salvo para los dos o tres intelectuales de la
región, entre ellos Víctor Cohen Salazar, uno de los pocos
que asistió a ver ¿Quién le teme a Virginia Wolf? y La noche
de la iguana (a lo largo de sus treinta y ocho años de exis-
tencia, Love story, a mediados de los setenta, y La fuerza
del cariño, en los ochenta, fueron las únicas cintas de este
género que lograron lleno total en el Cine Cesar).
En 1959 comenzaron a llegar las películas subtituladas y
a colores, es decir, Made in U.S.A., más una que otra euro-
pea. Al lado de los western de John Wayne, Burt Lancaster,
Alan Ladd y Gary Copper, las historias de Tarzán eran las
más aclamadas (años después, la llegada de El capitán ma-
ravilla batió récords de asistencia en una especie de locura
colectiva).
Para entonces, poca gente leía con destreza, por lo que
una de las quejas más recurrentes radicaba en la “veloci-
dad” en que la cinta se pasaba. Felizzola debía entonces
soportar las burlas y toda suerte de improperios y groserías
por parte de los asistentes. “Oye, HP, pasa más despacio la
película o te levantamos a bala”, le coreaban desde luneta,
mientras que, a la salida del teatro, con frecuencia se escu-
chaba a algún espectador preguntando en voz baja: “¿La
entendiste?” A lo que otro contestaba: “Que voy a entendé
ni que mierda, ¿no vite que Felizzola tenía churria y pasó
la película a tanta velocidad que no alcancé a leer nada?”.
A principios de los setenta, contando con una mayor ca-
pacidad económica, gracias a la draconiana economía de
guerra impuesta por mi abuela, se logró cambiar la maqui-
naria RCA Víctor por unas Wensells de 35 mm., con lo que

181
llegó el lente cinemascope y totalcope (a diferencia del an-
terior, que era panorámico). Entonces hubo necesidad de
ampliar la pantalla, tanto en su largo como en su ancho. Ya
entrados en gastos, se cambió también la silletería de ma-
dera por bancas de latón, con lo que se ganó espacio para
completar 850 sillas, más 150 butacas acolchonadas que se
dispusieron en el palco, donde pasó a cobrarse una tarifa
de dos pesos por función.
El placer por el cine se desbordó de tal manera que el
año en que yo nací, a mediados de los sesenta, además del
Cine Cesar funcionaban en el pueblo el Teatro Caribe, de
propiedad de Marcos Barros, y el San Jorge, de Manuel
Pineda Bastidas. Un par de años después se techó comple-
tamente el Cesar, presentando un nuevo horario con fun-
ciones a las tres de la tarde.
Con la aparición del Betamax en Valledupar, en 1980, el
negocio comenzó a mostrar sus grietas, las cuales se pro-
fundizaron durante la alcaldía de Rodolfo Campo Soto, al
inaugurar los kioskos, restaurantes y la vida nocturna que
a partir de entonces tomó fuerza en el balneario Hurtado,
a orillas del Guatapurí. Valledupar ya no era el pueblo dis-
puesto en dieciséis manzanas alrededor de la Plaza Alfonso
López, sino una ciudad emergente que naufragaba tras la
bonanza del algodón.
Con la llegada del DVD y el TV cable, a finales de esa
década, diversos cines y teatros del país comenzaron a sen-
tir los estertores finales. El Cine Cesar, que hasta el minuto
final hizo parte del patio de la casa de mis abuelos, cerró
sus puertas por última vez en 1992.

Mi cinema Paraíso
Veinte años atrás, cuando yo no era más que un mocoso
impúber, se incrustó para siempre en mi memoria la imagen
de mi abuela, en la oficina sin puertas de su amplia caso-
na con patio enmarañado de trinitarias moradas, contando
las boletas en horas de la mañana, para venderlas luego
a través de una pequeña taquilla cuadrada que accedía a
la calle, a escasos metros de la verja del teatro; y la de mi
abuelo, al final de cada tarde, prendiendo la pequeña plan-

182
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ta de energía en un cuarto con techo de zinc donde antes


existió un horno de adobe, justo momentos antes de iniciar
la función de vespertina.
Para entonces me gustaba caminar de noche las ocho
cuadras que distanciaban la casa de mis padres, en los lími-
tes del barrio Novalito, hasta la de mis abuelos maternos,
en pleno centro del pueblo, y colarme gratuitamente por
la puerta que desde el patio accedía a la parte delantera
del teatro, para disfrutar de la más maravillosa magia que
desde siempre mis ojos han gozado. Todo el cine comercial
de los setenta lo viví allí, sentado en una misma esquina, la
mayoría de las veces completa y absolutamente solitario.
En esa época ya comenzaba a obsesionarme con salir
de Valledupar. Sentía que las montañas que rodeaban al
pueblo por todos sus costados eran al tiempo unos barro-
tes que limitaban mi libertad de forma física, pero también
mental y espiritualmente. La soledad me agobiaba, me sen-
tía aprisionado.
Además, yo quería más.
Valledupar era demasiado pequeño para todo el mundo
que ansiaba recorrer. Y pienso ahora que al pueblo lo veía
chiquito precisamente por todo ese mundo, tan inmensa-
mente grande y deseable, que se me ofrecía en la panta-
lla. Si el Cine Cesar no se hubiera aparecido nunca en mi
camino –y esto es apenas un quizás–, mi mente nunca se
hubiera interesado por conocer nada diferente a lo que la
cotidianidad ofrecía a esa tierra de ganaderos.
Para bien y para mal, en ese cine aprendí a viajar, a es-
currirme del aburrimiento, a aventurarme por mundos leja-
nos que algún día esperaba que se cruzaran en mi camino,
a inventar héroes ficticios, a soñar con personajes que se
confundían en mi memoria con los de la realidad. Allí vi el
primer beso y el primer muerto, allí conocí la belleza del
amor de quienes se enamoran eternamente por escasos
minutos y la tristeza de quienes necesitan abandonar esta
fiesta antes de tiempo. Es cierto: al Cine Cesar le debo mi
educación sentimental.
Pienso ahora, luego de volver a ver Cinema Paradiso
que, como le pasaba a Totó con su pueblo, ese cine era el

183
ombligo que me unía a Valledupar. En un pueblo en el que
siempre me sentí excluido, hubo un lugar de mi infancia en
el que algún día fui muy feliz. De modo que –corrijo– más
que el ombligo, era una especie de útero que me protegía,
al tiempo que me regalaba razones para vivir.
Y dicho esto recuerdo ahora que, por cuenta de los ena-
morados, después de cada función, especialmente en va-
caciones, los encargados de asear el Cine Cesar duraban
horas enteras rastrillando los pegotes de chicles Adams
que dejaban sobre las sillas de latón.
Pero valía la pena.

El Malpensante, agosto de 2013.

184
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

crónicas -2005~2015-
la banda sonora
de cartagena

Chawa, chawa, chawaaa… Si Dios te hizo para mí, llevo ta-


tuado tu nombre en mi corazón, quiero saber si es que tú
al igual que yo… Aaaay amor, este pobre corazón, está pi-
diendo a gritos sólo un poco de calor, si te vas se parte en
dos… La canción de moda se escucha desde mucho antes
de arribar a Rocha, un corregimiento con menos de dos mil
habitantes a una hora de Cartagena, al que se llega luego
de atravesar una carretera destapada y solitaria. Son las cin-
co de la tarde de un sábado de puente. Ocho días antes del
calendario oficial el pueblo se prepara para celebrar el Día
del Padre, con una fiesta callejera amenizada por El Rey de
Rocha, el picó más importante y conocido de Cartagena, el
mismo que estos últimos años se ha convertido en la emi-
sora andante de la champeta.
Su propietario se llama Chawala. O, mejor, le dicen
Chawala. Músico, productor y empresario, Chawala es el
Jay Z de la champeta. El apodo le viene de una canción
africana que repetía la palabra “chawala”, con la que solía
iniciar sus presentaciones. Su nombre real es Noraldo Iriar-
te y es hijo de Ángela Arias Puertas, toda una institución en
Rocha. A ella se debe que este género musical, que hace
quince años era prohibido fuera de las barriadas de Carta-
gena, hoy se haya desbordado y se escuche en cada rincón
de Colombia.
“Sigan derecho hasta una casa roja”, informan en el pue-
blo al preguntar por ella. La casa, cercada por barrotes blan-
cos, está pegada a un amplio galpón en el que se lee, escrito
con los colores del fuego: “Terraza La Niña”. El espacio está
completamente desocupado, salvo por unas cuantas sillas y
un arrume de cajas de cerveza amontonadas frente a una
pared blanca con una línea en letras rojas: “La cultura se re-
fleja en el buen uso de este baño”. Tres niños del color de la

185
obsidiana juegan en calzoncillos sobre la limpia arena con ta-
pas de cerveza que hacen pasar por boliches. Al preguntarle
por La Niña, se pierden por una puerta al fondo del local
hasta regresar con ella. Es una mujer menuda, cercana a los
sesenta, de sonrisa pícara. Viste con ropa de faena y lleva los
cabellos enmarronados. Antes de entrevistarla, le pedimos
que pose ante nuestra cámara, aprovechando la bellísima luz
mortecina del atardecer que cubre todo el lugar como un
manto dorado. “Se podrá ir la luz, pero yo así no salgo en
una foto”, contesta vanidosa antes de perderse de nuevo por
la misma puerta por la que salió.
Treinta minutos después, cuando la luz del sol ha des-
aparecido por completo, regresa con una amplia sonrisa
vestida con pantalón celeste y camisa blanca de flores bor-
dadas. “Todo comenzó por una caja de fósforos”, cuenta
entre risas (mientras habla el plato de peltre sobre la mesa
del comedor vibra por la música que suena a seis cuadras).
Se trata de una caja de fósforos El Rey en la que llegó em-
pacado un pequeño equipo de sonidos que compró con
las ganancias de la venta de quesos. El aparato pasó a ser
picó luego de adicionarle un enorme parlante: “Yo ponía
mi cantina aquí y todos los fines de semana venía mucha
gente desde Cartagena a escuchar la música africana que
le comprábamos a unos tipos que trabajaban en la Flota
Grancolombiana. Chawala debía tener en ese entonces cin-
co años. La primera vez que lo llevamos a Cartagena, ya
con cuatro parlantes, fue a una fiesta en el barrio San Fran-
cisco. De ahí pasó a La Candelaria y a la Caseta La Dinámica
en el Olaya. A la gente le encantaba todo lo que poníamos
y se enloquecían sin tomarse un trago. Nos fue tan bien que
los hijos míos dejaron el estudio y se dedicaron de lleno a
este negocio. Son seis: Ubaldo, Aroldo, Noraldo, Arnaldo,
Leonardo y Edgardo. Y una hembra que se llama Kelibana”.
También sus nietos devengan de este negocio. Uno de ellos
oficiará como dijey en la fiesta de esta noche.
“Señoras y señores, bienvenidos. Con ustedes, El Rey
de Rocha”, se escucha en la puerta de la casa el sonido del
picó ubicado frente al cementerio de Rocha (justo pegado
a la Calle de las Nalgas, llamada así en honor al trasero de
las mujeres del pueblo). No es para menos: El Rey de Rocha

186
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

es una máquina de sonido con 80 mil vattios de potencia,


24 bajos de 21 pulgadas, un mezclador DJ Pionner, doce
cabezas móviles y una pantalla LED 3x2, 10 bocas de brillo,
16 bajos, 2 consolas y dos baterías. “El equipo de sonido
vale más que todo el mobiliario de la casa de La Niña Án-
gela”, me informa Danari, un muchacho que no alcanza los
diez años.
Pasadas las seis de la tarde, todos los jóvenes partici-
pan en el montaje del picó. “Los brillos van arriba, los bajos
abajo”, se escucha gritar. Un hombre subido en una Rimax
alcanza con una larga vara las redes de energía –a nadie le
preocupa una posible descarga– y de repente se hace la
luz. No hay carros y apenas transitan un par de motos. Un
señor al otro lado de la esquina del cementerio prepara
“colombinas de pollo” sin pollo: mezcla de harina con hue-
vo. Cada una cuesta $300 y por noche se venden unas 400.
Daneri, el negrito de ojos saltones, dice que cuando grande
quiere ser dijey “como Chawala”. Veo caminar siempre a su
lado un cachorrito esquelético de mirada famélica y caigo
en cuenta que en todo el pueblo no hay más de tres o cua-
tro perros adultos.
El dijey, así como el resto de muchachos, llega a la fiesta
en pantaloneta y descalzo. Bailan entre ellos con la mano
tocando sus partes, mientras los más niños –literalmente–
se meten en los parlantes para dejarse poseer por la mú-
sica. Todos son negros: a la champeta no le ha llegado su
Eminem. Hacia las ocho de la noche hacen aparición las mu-
jeres emperifolladas de pies a cabeza, particularmente en
el cabello. Desfilan toda suerte de peinados: con vinchas,
trenzas, ganchos de colores. Ninguna lo lleva suelto. “Dale
un tiombo, dale un beleche, que esa geva está algaretea-
da”, bromea otro muchacho al verlas llegar. Como el tango,
la champeta tiene su propio lunfardo.

Todo comenzó con el Festival de Música del Caribe, aun-


que el gustico venía desde los años treinta, cuando se ini-
ció como hecho social en barriadas distantes del centro de
Cartagena, una ciudad clasista de pasado esclavista donde
negro se asimila a pobreza y vulgaridad. Más adelante, a

187
mediados de siglo, la música comienza a expandirse. Para
entonces se llamaba “terapia” y era una especie de san-
cocho musical con ritmos africanos, antillanos, indígenas y
afrocolombianos (soukus + juju + reggae + calipso + bu-
llerengue + mapalé). “Los que trabajamos por la música
criolla nunca le pusimos “champeta”. Siempre fue ‘terapia’
–afirmaría luego el periodista radial José Manuel Pinzón–.
El pueblo fue el que le cambió el nombre”. Palenque de San
Basilio fue su cuna natural. Todavía El Conde, uno de los
picós más antiguos de Cartagena, conserva una placa con
la leyenda “Si es palenquero de nacimiento, debe llevar la
terapia por dentro”.
En Palenque inicia la champeta, pero inicia mal. Inicia
marcada por el prejuicio, por el rechazo, por la exclusión.
Inicia marcada por el verbo, que todo lo falsea: casi todo
texto sobre champeta informa que su nombre se deriva
de la palabra “champa”, que era el machete que en aque-
llos primero años los seguidores de esta música llevaban
al cinto durante las fiestas. Esto, que es cierto, generó un
imaginario falso: que champeta es sinónimo de violencia.
Hay que aclarar: más que machete, la champa es lo que
queda de él luego de que, por exceso de uso, su acero se
desgasta pasando primero a ser soco. Siendo herramienta
de trabajo, esta champa los hombres no la portaban para
blandirla en riñas callejeras, sino porque del lugar de traba-
jo seguían al espacio de la fiesta: la llevaban consigo como
el ejecutivo que visita un bar con su maletín de oficina (ello
no significa que esta música esté exenta de violencia, como
podría estarlo el vallenato, el reguetón o la electrónica).
“Se trató de una música eminentemente popular, recha-
zada y prohibida por las clases altas y la iglesia Católica, por
lo que se desarrolló en los barrios pobres de los suburbios
(los arrabales), los puertos, los prostíbulos, los bodegones y
las cárceles donde confluían los inmigrantes y la población
local, descendientes en su mayoría de indígenas y esclavos
africanos”. Esto se escribió sobre el tango en 1807, pero
podría referirse a la champeta en 2007.
El prejuicio bastó para que le fueran cerradas durante
muchos años las puertas del Corralito de Piedra. Lo mismo
sucedió con la palabra “rege-rege”, que igual se refería a

188
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ropa andrajosa como a pelea o riña, por lo que fue estigma-


tizada en sus inicios en Jamaica; y con el tango, construido
también a partir de un sancocho musical de lo gaucho con
lo indígena, más lo africano, más lo italiano. “No permitan
semejantes bailes y juntas las del tango porque en ellas no
se trata sino del robo y de la tranquilidad para vivir los ne-
gros con libertad y sacudir el yugo de la esclavitud”. Que
quede claro: no es la champa, ni el rege-rege, ni el tango
como espacio bailable lo que asusta. Es el color de la piel
lo que incita al miedo.
Hasta que en 1981 apareció el Festival de Música del Ca-
ribe, confirmando que Colombia está más cerca de Jamai-
ca que de Perú. “El Festival enfocaba su programación en
artistas de música africana, centroamericana y del Caribe,
como Haití, Monserrat y las islas menores –recuerda el in-
vestigador e impulsor de champeta Manuel Reyes Bolaño–.
Venían a Cartagena a exponer su cultura musical y para no-
sotros era muy fácil promocionar nuestra música”.
La champeta, que sonaba a principios de los ochenta,
comenzó a gestarse casi una década atrás, a partir de ace-
tatos que llegaron a la ciudad de la mano de marineros de
la Flota Mercante. “Los barcos llegaban de las costas afri-
canas y los dueños de los picós esperaban en la puerta del
Terminal Marítimo y negociaban los discos allí mismo –si-
gue contando Manuel Reyes Bolaño–. Aquí siempre exis-
tió las competencias de los picós entre quienes tuvieran el
disco o la canción más rara”.
A esos acetatos les introducían otros golpes y sonidos so-
bre la marcha, coincidiendo en el tiempo a cuando en Nueva
York el dijey de una discoteca llamada Arthur, la primera en
usar la hoy clásica bola de espejos giratoria en el centro de
la pista de baile, comenzó a hacer sonar dos discos a la vez
(“superponiendo, por ejemplo –como cuenta Juan Forn–, los
jadeos de Jane Birkin en ‘Je T’Aime, Moi Non Plus’ al fraseo
cachondo de Isaac Hayes en ‘Walk On By’ y al ritmo infeccio-
so de Manu Dibango en ‘Soul Makossa’ ”).
“En sus inicios, la champeta se difundió a través de es-
tos enormes y potentes picós que suenan en las casetas
–cuenta José Rafael Mejía, experto champetúo–. Su base

189
rítmica prevalece sobre las líneas melódicas y armónicas,
convirtiéndola en una expresión musical bailable en la que
predominan una fuerza y una plasticidad desbordantes. Los
instrumentos empleados son la voz, la batería, las guitarras
eléctricas, el bajo, las congas y el sintetizador”.
Los ritmos que sonaban en estos acetatos comenzaron
a escucharse de viva voz, en una gran mayoría de casos, en
el Festival de Música del Caribe. “Esos ídolos ya eran muy
presenciales para que la gente los aclamara –recuerda
Manuel Reyes Bolaño–. Allí comienzan a despertarse esos
sonidos ancestrales y a ser imitados por los habitantes de
barrios extramuros como Nariño, La Popa, Olaya Herrera,
La Esperanza, La Quinta y Lo Amador”. Justo Valdés fue
el precursor. Tenía un grupo llamado Son Palenque, que
reunía a artistas como Viviano Torres y Louis Tower el Ras-
ta. “Viviano más adelante –cuenta José Manuel Pinzón–,
decidió hacer unos cambios revolucionarios al introducir
un golpe en la batería que causó furor popular, al punto
de que desde entonces se impuso como el ritmo caracte-
rístico de la champeta”.
A pesar de este éxito, Viviano se enfrentó al proble-
ma de que ninguna disquera en Colombia quería grabar
champeta. “No me veían mercado ni futuro”, recuerda
treinta años después de su primer éxito. “Hasta que se me
cruzó en el camino Mateo San Martín, quien venía traba-
jando con Kubaney Records y produjo en Miami mi primer
disco que comenzó a sonar en las islas menores y luego
en Colombia” (de hecho, los discos de Viviano no son de
sello colombiano. Todos dicen: “Codiscos bajo licencia
de Kubaney Records”). Pronto se hizo famoso con éxitos
como “El Alcohol” y “El Permiso”, y lo siguieron otros mú-
sicos como Elio Boom, el de “La Turbina”; El Sayayín y
Álvaro el Bárbaro con “El Pato”, que fue un éxito de cham-
peta que se pegó tanto “que hasta a las reinas una vez les
dio ‘el Pato’, que era la fiebre de ese entonces”, ríe Vivia-
no al recordar la anécdota. “Había un empresario que se
llamaba Ramiro Marín que estuvo en Sudáfrica y trajo ‘La
Moda’ y ‘El Cheque’ –cuenta la periodista de El Universal
Jessica Ponce–, todo eso a lo que nosotros le poníamos
los nombres aquí”.

190
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

La acogida popular no obedeció solo a la alegría de su


ritmo. La champeta tiene un componente social y un com-
ponente cultural. El cultural es el estilo y el social es la letra.
“No todas son así –José Manuel Pinzón afirma al respec-
to–: oye nada más la letra de ‘El Ratero Salado’, del pobre
que vive allá en el Olaya que sale a trabajar, se le enferma
el niño y no tiene cómo comprar la receta porque lo que
gana es muy poquito… De crónicas como esa te puedo ha-
blar por montones. Está ‘La Orejera Despelucada’, de Luis
Tower el Rasta; ‘El Padrastro Abusador’, un padrastro que
vive en el barrio Olaya con las hijas y la señora, pero le da
clavo a las hijas, y si no, las amenaza con echarlas. ‘La Ore-
jera’ impactó mucho. Ese tema del ‘Padrastro Abusador’
fue tremendo. Cuando salió ‘Los Encapuchados’ la gente
se ajuició y a eso se le sacó historia: No formen desorden,
que si lo forman y se altera el orden, llegan los Encapucha-
dos, decía la canción. Los Encapuchados era un grupo de
limpieza social que mató un poco de delincuentes aquí”.
Pinzón es un periodista de gran reconocimiento en la
ciudad porque fue pionero en introducir la champeta en la
radio. Ocurrió a su regreso a la ciudad luego de una larga
estadía en EEUU. “Prestaba mis servicios a una empresa de
radio en Miami y llego a Cartagena y me encuentro con la
sorpresa de que ninguna emisora pone champeta. Estoy
hablando de los noventa. Fue exitoso lo que hicimos en
Rumba Estéreo y Miguel Char me lleva a trabajar a Olím-
pica. Allí encuentro que la programación era merengue y
salsa, que son fuertes en Barranquilla, pero no aquí. Esto
la tenía trancada. Ellos querían que su emisora fuera líder,
pero una emisora que no es de programación autentica de
la región donde emite su señal no es una emisora de allí. Hi-
cimos un estudio y le dije a Miguel Char y a Rafael Páez que
colocáramos champeta, que sonaba en todos los barrios
y edades, era un género de consumo masivo, donde tú te
metieras la escuchabas. Desde Bocagrande hasta el Olaya.
Y se convirtió la champeta en el boom que ahora conoces.
La han estigmatizado diciendo que es un género que incita
a la violencia. Vas a Rey de Rocha y no ves una sola pelote-
ra, sin embargo al picó lo tienen siempre en alerta amarilla
sólo porque sus dueños son negros”.

191
A El Rey de Rocha lo volvimos a escuchar al día siguien-
te, esta vez en Palenque durante las fiestas de su patrono.
Cuando llegamos al pueblo, pasadas las seis de la tarde,
había dos picós en cada esquina de la plaza. Uno era El rey
de Rocha, el otro El Conde. En la mitad de la calle había dos
negros grandes con cara de niños –uno era autista– en un
duelo de baile. El pueblo los animaba, felices, a lado y lado.
Y ellos dos estaban que no cabían de la dicha con tanta
atención alrededor. Luego apareció la procesión cargando
a San Basilio a lo largo de un camino iluminado con velas.
Las mujeres llevaban toallitas para secar el rostro del santo
y luego se limpiaban con ellas. De fondo en la plaza, la es-
cultura de un negro rompiendo las cadenas. Una parte de
la romería entró con el santo a la iglesia. La otra se quedó
en la puerta bailando champeta, pero con frecuencia unos
y otros cambiaban de lugar, cantando y bailando champeta
al interior de la iglesia. Era claro: no habían venido a la igle-
sia a rezarle al santo. Estaban allí, como en trance colectivo,
para celebrar su aniversario (y a toda fiesta se va a bailar y
a cantar). Luego, todo ese mismo ritual se trasladó al con-
cierto: bailaban y cantaban la champeta con la fe y el fervor
de un gospel. Así entierran a sus muertos en esta tierra,
así barren sus casas, así cocinan: bailando. La champeta no
tiene ritos ni liturgia, pero sí sacerdote y un componente
mágico, porque, como dice la canción: “Aquí nadie copea”.
Y a todas estas, ¿cómo se baila la champeta? Se baila
con pasos cortos a los lados, el cuerpo levemente inclina-
do y los brazos caídos hacia adelante; o con los pies jun-
tos, moviendo sólo la cintura y los ojos cerrados en trance,
mientras con la mano izquierda el hombre se protege el pa-
quete. Las mujeres, en tanto, bailan echando el culo hacia
atrás. Es un baile muy masculino, incluso cuando el hombre
se amaciza con la mujer pegando ambos fuertemente sus
pelvis. Hay otro paso: el hombre golpea su espalda contra
una pared y la mujer se mueve de espaldas a él rozando sus
partes. El baile de la champeta es sensualidad convertida
en movimiento. Pero no se hagan: no se trata de aprender
unos cuantos pasos o de cogerle el ritmo; no se trata de
saltar o de saber mover el cuerpo. La champeta, señoras
y señores, es una música que no se baila: fluye. Se siente.

192
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

Es como una entrega espiritual, un sentimiento que brota


de lo profundo, como despojarse de todo lo material –el
cuerpo y sus arandelas– y dejar volar lo que guarda el alma.
Como el blues: con todo y su melancolía.
De repente, un adolescente invade esa zona que separa
al picó de los danzantes. Entra arqueado hacia adelante, bai-
lando a ritmo lento, moviendo los brazos como si buceara en
la inmensidad oceánica, la vista puesta en el suelo. Lleva una
franela descosida azul y larga, pantalón de sudadera con di-
bujos arabescos y cachucha tan vieja que la visera ya no está
tiesa. Durante varios minutos sigue moviéndose así, como un
pez bailarina que se desliza entre las fronteras del estanque.
Cuando finalmente levanta el rostro, sus ojos entrecerrados
hacen creer que está en trance, un trance de sensualidad y
dolor, un trance profundamente religioso. La música, al fon-
do, no deja de sonar.

Decía que no bailaba champeta y yo la invité. La invité y fui-


mos a una caseta y yo la agarré. La vaina se puso bien baca-
na y ahí mismo yo la apreté. Me dijo que quiere volver. Aho-
ra baila bien bacano la champeta. Yo me tomo con ella un
par de cervezas. Y el espeluque con ella apenas comienza.

La champeta se ha convertido en una estrategia simbó-


lica de sobrevivencia de grupos marginados y discrimina-
dos racialmente, que han encontrado en ella la clave para
la construcción de una identidad personal y colectiva, y una
búsqueda de un espacio cultural propio. No fue hasta el
inicio de este siglo cuando cruzó las barreras barriales. Con
la creación del Instituto de Cultura de Cartagena (hoy de
Patrimonio) en el 2000, la Chica Morales organizó un con-
cierto de champeta en la Plaza de la Aduana. En esos días
la champeta se tenía como lo más bajo y peligroso de la
ciudad. Cuando llamó a invitarlos a participar, los mismos
champetúos desconfiaron: no podían creer que el gobierno
les abriera las puertas. Antes del concierto se hizo un desfi-
le por las calles de la ciudad amurallada. Al llegar a la Plaza
de la Aduana, la policía se negó a permitir el concierto. “Lo
que pase hoy aquí es su responsabilidad”, dijeron a Mo-

193
rales. A las seis comenzaron a tocar, inicialmente solo por
hora y media. Hasta la medianoche duró el encuentro. Al
día siguiente, 1 de noviembre, El Tiempo publicó en prime-
ra página: “Champeta: debut en sociedad. Veinte parlantes
exhalando cuarenta y cinco mil vatios de pura champeta
criolla, que por lo general sólo suenan en casetas y fiestas
cerca de los fétidos caños que desembocan en la ciénaga
de la Virgen, se trasladaron esta vez a la Plaza de la Aduana,
en pleno Centro Histórico de Cartagena. Un picó encabezó
la multitud que partió de la sede del Instituto Distrital de
Cultura y desfilando y bailando se tomó la Plaza de la Adua-
na, en el Primer Encuentro de Champeta Criolla. Ni siquiera
el Joe Arroyo en sus mejores tiempos lo llenó: 20.000 se-
guidores conquistaron el lugar de la ciudad más envidiado
por políticos, cantantes y reinas de belleza, porque es un
termómetro que les mide la popularidad”.
Ese mismo año se dio el salto a Bogotá, cuando la Chica
Morales le propuso a Nora Trujillo, por entonces directora
del Teatro Jorge Eliécer Gaitán, un encuentro en la capi-
tal colombiana. Entre ambas invitaron a Viviano Torres, Elio
Bloom, Luis Tower y Charles King. La boleta costaba 10.000
pesitos, pero a las 5 de la tarde sólo se habían vendido tres.
Morales y su marido se pararon a lado y lado de la puerta
y regalaron las boletas a todo el que por allí pasó. Hubo
lleno total.
Más adelante, siendo Ministra de Cultura, Morales invitó
a estos mismos músicos a un Festival en París. “Ellos esta-
ban en un camerino y un grupo de angoleses en el otro y de
repente, sin conocerse, comenzaron a tocar y cantar a dúo
con la pared de por medio. Es lo más bello que he visto”.
Morales invitó a los africanos a un concierto en Cartagena.
Vinieron cinco. Hicieron un taller y un concierto con éxito
total. Luego intentó presentarlos en el Teatro Heredia, el
recinto por excelencia del clasismo cartagenero, pero la
directora de ese entonces puso el grito en el cielo y no
hubo la más mínima posibilidad de convencerla. Esa mis-
ma sociedad cerrada y elitista es la que hoy día contrata a
los mejores cantantes de champeta para que amenicen sus
matrimonios y cumpleaños en los clubes sociales.
Mi cita con Charles King era a las cuatro de la tarde en

194
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

la Torre del Reloj. Logré desocuparme antes y marqué a su


celular una, dos, tres veces. Finalmente terminamos encon-
trándonos a la hora indicada. “No escuché el timbre porque
venía manejando la moto”, se excusó King, desde hace más
de quince años uno de los reyes indiscutibles de la cham-
peta. Es un negro grande de rastas largas y sonrisa amplia
que hace rato cruzó los 40, pero que se conserva con la
juventud de un adolescente. A pesar del éxito comercial
sigue movilizándose por Cartagena a bordo de su moto:
las ventas de champeta no se acercan, ni de lejos, a las del
vallenato. “Quien más cobra es Mr. Black –afirma José Ma-
nuel Pinzón–: 25 millones de pesos. El Rey de Rocha y Char-
les King rondan los diez millones por presentación y Kevin
Flórez podría facturar 2.000 o 3.000 millones de pesos al
año fácilmente”. Según Pinzón, el buen momento por el
que atraviesa la champeta no se refleja en el mercado: “Es
que también incide mucho el tema de las redes sociales.
Eso acabó con el mercado del disco. Un artista graba hoy y
sale a promocionar en redes sociales porque sabe que no
van a vender los discos. Las disqueras dejaron de apode-
rarse de artistas por eso. Ahora el artista paga su estudio,
sube a sus redes sociales y espera a que se le pegue. Ya no
hay almacén de discos. Todo es pirata. Ellos ganan es por
toques. Ese es el caso del fenómeno de Mr. Black y Kevin
Flórez. Ellos mismos se producen, ellos tienen sus estudios,
se promocionan y le han sacado provecho a eso”.
Kevin Flórez es un muchacho de 23 años que rápidamen-
te está revolucionando la champeta por introducirle soni-
dos de hip hop y reguetón. Esta mezcla se conoce como
“Champeta Urbana”. Según el empresario bogotano Juan
Daniel Correa, “hay canciones que son maravillosas porque
le meten plata ventiada, y cuando le meten plata a una can-
ción se pega porque se pega. La ponen a toda hora en
todas las emisoras del país y le meten a uno la música hasta
por los ojos. Al final termina por gustar porque se oye diez
mil veces y se pega”.
Por todo esto el investigador y gestor cultural Ricardo
Chica Gelis afirma que la vieja champeta africana ha muer-
to, y lo sustenta en tres puntos: “Perdimos la vida de muelle
y, en virtud de ello, somos menos caribes porque desapa-

195
reció la atmósfera de toda aquella sensibilidad; la aparición
del internet y la reconfiguración mundial de la industria dis-
cográfica hizo desaparecer los corresponsales picoteros y
su función mediadora del gusto champetúo; la aparición de
nuevas generaciones de público que nacieron sin la memo-
ria musical de la Champeta Africana y sólo la conocen como
música de los abuelos”.
Apenas comienza, pero es un debate entre investigado-
res e historiadores, porque, mientras tanto, el pueblo car-
tagenero sigue gozándose la vida a punta de champeta. Si
hasta hace unos años estuvo prohibida, ahora no hay quien
la detenga. No en vano la champeta es, hoy por hoy, la
banda sonora de Cartagena. Se escucha en los taxis, en la
calle, en la tienda de la esquina, en la pescadería del Bonny,
en la Avenida Heredia, en el mercado central, en Marbella
y Crespo, en las pizzerías de moda en Getsematí, en las
discotecas de la Calle Larga, en los restaurantes finos del
centro, en la Zona Rosa de la Medialuna, pero también en
la Zona Rosa de La Plazuela (en el sector de SAO). Incluso
los turistas gozan de la champeta en una exclusiva disco-
teca –Bazurto– con shows en vivo, ubicada a un costado
del Parque Centenario. Ahí, entre cantos y carcajadas, “La
espelucá” se convierte en himno.
Wooooo Woooo Uoo Wooo Woooo Chawa (Chawa) Vela
ve, vela ve. Ella es, ella es quien la ve, quien la ve bailan-
do así bailando champeta, tá espelucada… Píllala, cógela,
agárrala, martillala/ Que está, que está, que está espelucá/
Que está, que está, que está espelucá.

Semana, 2015.

196
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

197
ensayo
-2016-

Literatura e identidad lgbt


OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

ensayo -2016-
literatura
e identidad lgbti*

No soy bueno para hablar en público, se me olvidan las fra-


ses, las ideas, los nombres, las palabras. Se me olvida todo
y tartamudeo, me vuelvo inseguro y la inseguridad me lleva
al silencio. No significa que no tenga una voz que lucha por
salir y una rabia por la manera como la sociedad pretende
pisotear mis derechos. Por eso escribo. No me interesan ni la
política ni el activismo. Solo quiero contar historias.
Todo empezó en mi adolescencia, mucho tiempo des-
pués de descubrir que crecía dentro de mí ese otro yo que
para el resto del mundo no era más que un súcubo, un pe-
cado, una aberración. Valledupar en ese entonces no alcan-
zaba los sesenta mil habitantes y todos nos conocíamos, o
al menos bastaba con conocer los dos primeros apellidos
para saber de quién era hijo, quiénes eran sus abuelos, qué
historias ocultaba su familia, cuáles eran sus taras, sus luna-
res negros, sus ovejas rosas.
En mi familia no había ovejas rosas, lo que me hacía aún
más solitario, más inseguro y, por supuesto, más necesita-
do de mis propias verdades. Siempre he sido una especie
de ardilla que curiosea por todas partes. Y, desde niño, lo
que más recuerdo haber buscado fue a otros que, como
yo, llevaran por dentro esa pulsión “malsana” que crecía en
mí y cada vez adquiría mayor poder. Ahora que lo pienso,
más de 40 años después, me parece increíble que alguien
pueda crecer con tantas voces alrededor repitiendo tantos
adjetivos negativos. ¿Cómo se construye el amor propio
cuando la conciencia que se tiene de uno mismo –la que le
han enseñado, la que le han recalcado, la que ha interiori-
zado– es la conciencia de lo malo?

* Texto leído en el marco del evento “Periodismo para la diversidad/Historias


no contadas”, realizado del 30 de junio al 1 de julio de 2016 en la ciudad
Medellín. Posteriormente ha sido publicado el mismo año en la revista
Arcadia.

201
Es fácil decirlo ahora que he cruzado a salvo el puente.
Sin embargo, mi adolescencia estuvo plagada de pesadillas
y sueños con la muerte. Intenté el suicidio y –como pueden
ver– fracasé; padecí acné severo, me encerré en mí mismo
para que todos me olvidaran. No fue la mía, jamás, una niñez
feliz, ni tampoco una niñez inocente. ¿Cómo ser inocente si
mi alma no estaba exenta de culpa? Sólo que no era una cul-
pa propia: hasta me preguntaba de qué era culpable. ¿Podía
seguir siendo cuando pretendían convencerme de que no
podía ser? Y la eterna pregunta: ¿por qué debo ser como los
demás, si no soy como los demás?
Más que machista, Valledupar es un pueblo sospechosa-
mente misógino. La misoginia, como la entiendo, no es odio
a la mujer, sino un miedo profundo a feminizarse. Lo opuesto
a ese macho duro y arbitrario que grita, golpea e impone, es
lo sensible. Y esa misoginia, como tantos otros prejuicios, la
heredé. “Todo, menos femenino”, me decía. Los contados
homosexuales a mi alrededor en ese entonces eran afemina-
dos: justo lo que me negaba a ser. Pero había un personaje
“extravagante” que se tomaba libertades inauditas en un
pueblo de vaqueros, como salir a la calle con un sombrero
floreado o vestir de mujer durante los carnavales. Me encan-
taba su espíritu de libertad.
Se llamaba Víctor Cohen y fue el hombre que llevó el
mundo a Valledupar. Montó la primera heladería, que no era
una heladería sino un Cream Helado, “Cream Helado We-
llcome”, pues ya para entonces el lenguaje era importante
para descrestar, y si se quiere presumir de cosmopolitismo
hay que valerse de palabras en otro idioma. Víctor Cohen se
hizo amigo de Gabo cuando todavía no era García Márquez,
y algunos dicen que fue quien le inspiró a Pietro Crespi. Una
vez se lo pregunté, a García Márquez, y no me lo confirmó,
pero tampoco me lo negó. En todo caso, sólo tuvo palabras
de cariño para Víctor Cohen, a quien le dedicó varios párra-
fos en Vivir para contarla.
Yo era ya un niño solitario cuando mis padres se mudaron
a una casa, en ese entonces a las afueras de la ciudad. Tenía
seis años y a partir de ese momento mi mundo eran mis dos
hermanas y las cuatro hermanas que vivían en la casa vecina,
las dos únicas casas en quinientos metros a la redonda: sólo

202
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

mujeres que jugaban a las barbies y a la casita. Era enfermi-


zo y mal deportista, lo que comenzó a generar sospechas
en mis compañeros, que pronto comenzaron a hacerme a
un lado y a gritarme “mariquita”. Fue justo en ese momento
cuando encontré mi primer gran refugio: el cine. Mis abuelos
maternos habían fundado en 1952 el primero que tuvo Valle-
dupar, y ahora eran cuatro. Uno de ellos quedaba tras cruzar
una pequeña puerta en el patio de su casa. Me acostumbré
todos los días a ver la película de cartelera. Era cine mexica-
no, western, kung-fu y esas cosas, pero eran historias que me
llevaban a imaginar otras. El cine fue para mí lo que el hielo
para José Arcadio Buendía. Fue también mi primer acerca-
miento con el mundo exterior, con el arte y la creación, y con
la narración.
De tantas cintas que vi en aquellos años solo recuerdo tres
que aludían a lo gay: “La gata sobre el tejado de zinc”, “El
zoológico de cristal” y “Reflejos en un ojo dorado”. El tema
se abordaba con culpa y tragedia. Necesitaba encontrar re-
ferencias positivas con urgencia, y en mi afán por encontrar-
me a mí mismo encontré la literatura. No había librerías en
Valledupar –todavía no las hay–, pero papá encargaba men-
sualmente libros al vendedor del Círculo de Lectores. Ca-
mus, Faulkner, Steinbeck, Hemingway eran los nombres más
repetidos en la biblioteca. Ni siquiera en Capote encontré lo
que buscaba. ¿Acaso era el único marica sobre el universo?
Comencé a escribir en la adolescencia cuentos y novelas
cargados de terror. Era lo que sentía en ese momento: terror
ante la vida, terror a que cualquiera supiera que habitaba
en mí un monstruo que luchaba cada vez con más fuerzas
por hacer añicos los barrotes. Durante los años que estudié
para ser oficial del Ejército cometí poesía (que por fortuna
rompí) y escribí las cartas de amor del comandante de mi
pelotón a su esposa, Diana. Un compañero me dijo que eso
que yo hacía ya estaba contado en la literatura. Mencionó La
ciudad y los perros. Ese fin de semana me fui a comprarla.
Morí fascinado. “¿Así que uno puede tomar elementos de
su vida privada y ficcionarlos hasta crear una historia?”. Tres
días antes del ascenso a oficial estaba en el hospital cuando
este mismo amigo me llevó de regalo un libro recién salido
del horno. Crónica de una muerte anunciada. “¿Acaso esta

203
no es la historia de Valledupar?” Lo que siguió fue la lectura
de todo lo que se había publicado de Vargas Llosa y García
Márquez al tiempo que, mentalmente, absolvía interrogan-
tes literarios. Es decir, no leía: deconstruía.
De mis años en el ejército también recuerdo a un par de
compañeros, hoy ya muertos, que cada domingo, al regreso
de la franquicia del fin de semana, armaban corrillo a su alre-
dedor para contar anécdotas de burdel y noches largas. Con
frecuencia esas historias eran protagonizadas por travestis a
los que seducían en la Caracas y que luego abandonaban en
cualquier paraje tras golpearlos y torturarlos. Se ufanaban
al hablar de aquello como quien necesita exhibir su mascu-
linidad. Los veía tan cobardes… pero escuchaba en silencio,
muerto del susto.
De mi paso por la universidad recuerdo el violento ase-
sinato del tío de un compañero. Era un pintor reconocido
que había recogido a un hombre en la calle y este lo mató
con tanta sevicia como la de la prensa al mostrar las fotos
de lo sucedido. Lo que más recuerdo de esa carnicería son
los testículos del tío de mi amigo reposando en un cenicero.
En ese entonces no se llamaba crimen de odio, sino crimen
pasional, lo que daba cierta licencia para no investigar. Uno
de esos días salí del cine Almirante, en la calle 85 con 15,
absolutamente horrorizado luego de haber visto Cruising, la
película en la que Al Pacino hace de policía infiltrado en el
mundo gay de nyc en la búsqueda de un asesino de odio.
Para colmo, justo en ese momento apareció el sida.
“Mierda –pensé entonces– ¿todo esto es lo que me es-
pera?”
Dejé de escribir cuando me gradué de abogado. Y no
hubiera pensado en volver a hacerlo si no se me hubiera
atravesado una novela que, de alguna manera, me cambió
la vida. Se llama En el camino, de Jack Kerouac, y con ella no
sólo descubrí que podía escribir sobre la marginalidad, sino
que también me convenció de que no tenía que esconder mi
homosexualidad. Solo que en ese momento no se me ocu-
rrió escribir absolutamente nada, ni al día siguiente, ni al otro
mes, ni siquiera en los dos o tres años que pasaron después.
Pero la creación opera de maneras misteriosas y escribir no

204
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

es un asunto tan simple como teclear frente a un computa-


dor. La creación obedece a un proceso, que a algunos les
toma más y a otros menos tiempo. Yo soy de los lentos. No
me afano y permito que mi mente haga su trabajo mientras
me dedico a cualquier otra cosa. Esto lo aprendí una maña-
na de sábado cuando caminaba las cuatro cuadras entre mi
apartamento y el gimnasio, y de repente se me vino de cho-
rro una historia inesperada. Regresé a casa y los siguientes
tres meses escribí la novela de Edwin Rodríguez Buelvas, un
ser amargado, resentido, sin amor propio que, valiéndose
de su inteligencia y su vasta cultura, se hace pasar por banal
mientras construye su identidad a partir del daño que hace
a los demás. Eso que otros llaman una “loca brava”. Para
entonces ya había encontrado en la literatura lo que desde
niño tanto busqué.
La primera novela de contenido homosexual que leí fue
Maurice, de E.M. Forster. Ya vivía en Bogotá cuando la des-
cubrí, en los ochenta. Es la historia de amor entre dos mu-
chachos en la Inglaterra eduardiana. Leerla fue importante
no sólo porque me confirmó que no estaba solo en el mun-
do, sino porque es una novela escrita desde una perspecti-
va no condenatoria. El gay no es la diana de las burlas, sino
alguien capaz de desarrollarse como ser humano. “Ah, en-
tonces sí se puede”, me dije a mí mismo. Para entonces te-
nía un par de amigos gais con quienes me iba de juerga. Las
discotecas me divertían un rato, pero no resolvían mis pre-
guntas. Me hacían creer que me aceptaba como gay –que
sentía eso que llaman con pompa “orgullo”–, mientras por
dentro seguía negándomelo. En el empeño por otros libros
que hablaran de mis dilemas conocí a Withman, a Kavafis,
a Mishima, a Yourcenar (amé tanto Alexis que la repetí de
corrido tres o cuatro veces), a Isherwood, a McCullers, a…
Encontré entre estas páginas las mismas dudas, los mismos
problemas sin resolver. “La literatura no trae respuestas,
pero te ayuda a encontrarlas”, leí también por entonces.
En ese camino encontré también a Corto Maltés, que no
es gay, pero es como si lo fuera. Es elegante, narcisista, cla-
sudo, bonito, cosmopolita, pero sobre todo es libre. Libre
como un gato. Es decir, como un gay. Y entonces quise ser
como Corto Maltés: ni justiciero ni moralista. Tan solo un

205
aventurero que recorre el mundo sin tener que explicarle a
nadie por qué es como es. Corto Maltés me enseñó a soñar
con la libertad. La libertad, lo entendí entonces, no es más
que ser uno mismo, y era solo cuando escribía cuando me
permitía ser yo mismo.
Si la literatura me ayudó a reflexionar sobre mi orienta-
ción, el cine y la televisión apelaron a la “normalización” a
través de la cotidianidad. Sucedió con Steven Carrington, el
hijo menor del poderosísimo Blake Carrington, quien nunca
aceptó la homosexualidad de su hijo. La serie se llamaba
Dinastía y la pasaban todos los domingos a las diez de la no-
che. A Steven le debemos el primer beso entre dos hombres
en la televisión. Aquello fue tremendo escándalo. ¡Y eso que
no fue un beso apasionado, sino apenas insinuado! Lo que
llevó a que Matt, el gay de Melrose Place, jamás se besara.
Hubo que esperar hasta el 2000 para que Jack McPhee, un
personaje secundario de Dawson’s Creek, diera el primer
beso “con lengua” a otro hombre en la TV.
Hoy los homosexuales abundan en la pantalla chica. En
Colombia, la mayoría son personajes construidos desde el
imaginario estereotipado y/o superficial heterosexual. Sé de
libretistas que podrían escribir sobre la herida todavía abier-
ta de los homosexuales, pero les es más fácil hablar del chico
que va de la vida entre placeres y jajajá, y se cuidan de no es-
cribir el drama de la culpa, del rechazo, de la negación cons-
tante, de esa soledad infinita que en muchos casos no es so-
ledad, sino vacío. Los libretistas prefieren aquello a esto, aún
sabiendo del rechazo que conlleva el estereotipo. El dolor,
en cambio, no se cuenta, porque el dolor conmueve, genera
acercamientos, ayuda a ponerse en los zapatos del otro: para
el poder es mejor que los maricas sigan careciendo de amor
propio y no puedan construir una identidad positiva.
Colombia se reserva la misma misoginia de mi niñez en
Valledupar. En parte es culpa nuestra, de los lgbti. Hemos
crecido en derechos, pero no en amor propio. Y seguirá sien-
do así mientras busquemos nuestros referentes en las dis-
cotecas y no en nuestra propia esencia. Conozco a muchos
gais que viajan cada año a nyc, a México, a Madrid, para par-
ticipar en el Orgullo Gay, pero que al de nuestras ciudades
se niegan a asistir. Se dicen a sí mismos que son “regios”,

206
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

suben fotos a sus redes para presumir de su “regiedad” y


sus amigos y seguidores las comentan con envidia, despre-
ciando lo que aquí se hace. En realidad no son más que co-
bardes incapaces de dar la cara a los suyos; cobardes que
siguen creyendo que lo nuestro no vale y, en consecuencia,
que ellos mismos no valen: hay tantos que nunca terminan
de aceptarse y quererse; tantos, incluso, que presumen de
“autoconfianza” en público, mientras por dentro los carcome
el odio hacia sí mismos.
Necesitamos tanto del activismo político (que da la cara
y lucha por nuestros derechos) como de la construcción de
personajes literarios, del cine y la televisión que nos permi-
tan seguir construyendo una identidad fuerte y, como dicen
ahora, empoderada; necesitamos saber que hay muchos
otros que en algún momento se han sentido solitarios por no
encontrar a su alrededor a alguien con sus mismos miedos y
preocupaciones; necesitamos leer más historias que cuenten
nuestros problemas, nuestra versión del mundo, que hablen
de nuestra manera de sentir el amor, de afrontar la familia o
la amistad; que nos ayuden a entender nuestra sexualidad.
En mi caso personal, la literatura me llevó a aceptar mi ca-
rácter, a templar mi identidad, a confirmarme lo que ya había
dicho Szymborska: “Y al final dejé de saber qué era lo que
tanto buscaba” y a entender que no somos como los demás
porque nuestra orientación sexual nos haga diferentes. No.
Lo somos porque el dolor y la soledad nos han hecho más
sensibles, nos han hecho diferentes. Y son ese dolor y esa
soledad –precisamente y al mismo tiempo– lo que nos hace
igual que los demás.
Ser gay es una verdad que debe solucionar cada gay. No
se puede exigir ese cambio primero a la sociedad. Es dan-
do la cara como se consigue el respeto. No ocultando ni
negando, ni alimentando el odio y el miedo, ni siendo una
“loca” regia o brava, esos personajes a quienes la amargu-
ra solo les permite destilar veneno. Hay que leer. En cada
novela hay una pregunta. Al final, la respuesta es que no
hay respuesta, la respuesta es la misma pregunta. Esa pre-
gunta, quizás, nos ayuda a ser felices. Y, como dice Edwin
Rodríguez en Al diablo la maldita primavera, “en el juego
de la vida gana el que es más feliz”.

207
entrevista
-2017-
Alonso Sánchez Baute:
“La tela es gasa y la gasa
es lo que cura la herida”
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

entrevista -2017-
alonso sánchez baute:
“la tela es gasa y la gasa
es lo que cura la herida”

Por Chavelly Jiménez Castellanos*

–¿Cómo fue la experiencia de escribir un libro tan dolo-


roso como Líbranos del bien (2008) en el que se relatan
algunos de los momentos más duros de la reciente his-
toria colombiana?
Bastante complicado. Estaba pasando por un momento
personal muy difícil y le había sacado el cuerpo al libro
durante mucho tiempo. Le tenía miedo. Un miedo social
–porque estoy entroncado familiarmente con todo lo que
ocurre allí–. No era un miedo político o de que me fue-
ran a matar. Nada de eso. Era el miedo de lo que familiar-
mente podía suponer la escritura de algo así. Es por eso
que me cuidé mucho tanto en la investigación como en la
escritura. Al mismo tiempo, me encontraba en un proceso
de soledad muy profunda que venía de temas personales,
de cosas que me llevaron a aislarme de mis amigos. Fue
una investigación en la que volví a un pueblo después de
veintisiete años y me quedé durante varios meses largos
allí. Me fui reencontrando con mis raíces, con mi lengua
materna, porque se me habían perdido todas las palabras.
Como lo he contado varias veces, comencé a recuperar el
lenguaje materno, las palabras que llevaba casi treinta años
sin usar. Fueron ocurriendo también otras cosas. Durante
la investigación le preguntaba a mi mamá: “Bueno, ¿y qué
fue de la vida de ‘fulanito’?”. Y ella me decía: “No, a él lo

* Defensora de Derechos Humanos y candidata a Magíster en Propiedad


Intelectual de la Universidad Internacional de La Rioja (España). Tallerista
invitada a “Leer el Caribe”, 2017.

211
mataron”, “Él desapareció”, “A él le cortaron la cabeza”, “A
él lo quemaron vivo”, o “ Él está en la cárcel”. Me fui dando
cuenta entonces de que todos mis amigos de infancia ha-
bían desaparecido o estaban muertos. Otros se habían ido
a la guerrilla. O al narcotráfico. A la delincuencia común. Y
de alguna manera, me había salvado por haberme aislado,
por haberme ido del pueblo.

–¿Qué problemas debiste enfrentar durante y después


de la escritura de Líbranos del bien?
Tan pronto salió el libro –de hecho el mismo día– tuve un
problema familiar que nunca se resolvió, y que tampoco
me interesa resolver, que generó una separación familiar
profunda. Pero en lo que respecta a términos políticos, no
tuve ningún distanciamiento. Ninguna amenaza. Ni de la
familia Palmera Pinedo, ni de la familia Tovar Pupo. Entre
otras cosas porque el libro es profundamente respetuoso
tanto de unos como de otros. No solamente porque está
contado en un tono periodístico muy objetivo, sino porque
no hay mucho juicio moral para ninguna de las dos partes.
El libro no habla ni de Jorge 40 ni de Simón Trinidad. El
libro habla de Rodrigo Tovar y de Ricardo Palmera. Y de sus
razones para irse al monte.

–Habla de las personas.


A mí lo que me importaba era entender las razones que
tuvieron para irse al monte. No enjuiciarlos por lo que hi-
cieron después. No tenía que ver con quién era el bueno
o quién no, o con quién era más malo que el otro? Líbra-
nos del bien no dice absolutamente nada sobre eso. No se
toca. Hay un solo capítulo que medio está tiznado de san-
gre, pero no el libro. Líbranos del bien es un libro que trata
sobre la violencia en el que no hay violencia. De manera
que tampoco había razones para que temiera que me fue-
ra a pasar algo. Los protagonistas tampoco tenían razones
para amenazarme solo por un libro.

212
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

–¿Cómo logras amalgamar en él voces tan distintas…


esa objetividad de la que hablas, que no cae en lo pan-
fletario, y esa intimidad personal que no condesciende
exclusivamente a lo romántico?
Cuando hablo de mí –de la homosexualidad, por ejemplo–,
escribo con sangre. No me interesa escribir por contar la
historia. Soy una persona desgarrada. Puede sonar dra-
mático en este momento, pero tengo una historia que co-
mienza con la discriminación, cuando era niño, con burlas y
rechazo. Ahora vivo tranquilo, en una agenda mental muy
cómoda. Me llevo bien conmigo mismo y eso se traduce
en que me llevo bien con todo el mundo. Pero no signifi-
ca que no tenga un pasado, un pasado desgarrado y de
soledad infinita. Vivo ahora solo, pero es una soledad que
ya no siento como tal. Ya no es una carga. Por el contrario,
la busco. El placer está precisamente en esa soledad. An-
tes no. Mi niñez fue muy cruda y dura. Eso tiene que ver
con todos mis libros: una historia de desgarramiento y de
desarraigo. No pertenezco a ningún lugar. Nací en Valledu-
par, pero no soy vallenato. Los vallenatos no me sienten a
mí vallenato. Me cierran las puertas. Pero yo tampoco me
siento vallenato. Nadie quiere estar en un sitio donde no
lo quieren. Si no lo hacen, perfecto. Abro puertas por otro
lado y me largo de aquí, que es lo que he hecho siempre. El
mundo es ancho y ajeno, y no solo se come en la casa del
Señor, eso lo tengo clarísimo… Ya ves que soy como Edwin
Rodríguez, el personaje de Al diablo la maldita primavera.
Cambio constantemente de tema. Entonces contar sobre
todas estas cosas es abrirte el estómago y sacarte las tripas
para que otros las vean y vean el sufrimiento.

–¿Qué tanto te pareces hoy al Alonso Sánchez Baute


que escribió Líbranos del bien?
Ya no mucho. Ha habido un proceso de sanación. La sola
portada del libro.. ¿Sabes qué es?

–Un disparo.
Sí, pero la tela. La tela es gasa y la gasa es lo que cura la
herida, lo que tu te pones encima. He cambiado, por los

213
años, por la escritura, por el trabajo de la escritura. Y así
no sea el fin de la literatura la catarsis –que tampoco es mi
propósito–, he sanado.

–No es una literatura del duelo.


No, no lo es. Aunque finalmente como escritor estás sacan-
do continuamente cosas. Si desde la religión católica sabe-
mos que en la medida que uno se confiesa y expía, hay sa-
nación y tranquilidad, entonces no soy el mismo de cuando
escribí Líbranos del bien o Al diablo la maldita primavera.

–Es muy interesante el viraje que das de un libro a otro.


Está el Alonso de Al diablo la maldita primavera, el hom-
bre homosexual que escribe sobre un personaje homo-
sexual en su propio lenguaje. Está el hombre que se
adentra en la violencia política con Líbranos del bien (era
menos sanitario hablar de violencia política en el 2008
que ahora); y el escritor de ¿De dónde flores, si no hay
jardín?, que se adentra en las violencias cotidianas.
Lo que me preocupa como escritor (y te lo digo con un
paréntesis: no soy un tipo homosexual exponiéndose cons-
tantemente como tal, pero soy gay. Tengo una estética muy
gay y me encanta la estética) es la belleza. Entonces diría
que lo primero que hay que resaltar de Líbranos del bien
es la estética, la manera como está escrita. El lenguaje que
maneja Líbranos del bien es muy diferente al de Al diablo la
maldita primavera. Es un lenguaje precioso. Está escrito de
una manera muy preciosa, porque toca temas personales,
de cuestionamientos personales, y esos están tratados de
una manera muy poética.

–Son contados casi como una plegaria.


Así es.

–¿Cuál crees que sea el lugar de Líbranos del bien en el


panorama del actual postconflicto colombiano?
Más allá de contar la historia de mi pueblo, que en reali-

214
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

dad es la historia de Colombia -Valledupar puede ser aquí


Colombia o cualquier otro pueblo-, tiene que ver con la
reconciliación. Pero también con otras preguntas: ¿cómo
una persona construye una noción de lo que es el mal? La
noción del delincuente, del asesino.... A veces nos la pintan
como si desde que naciera estuvo haciendo méritos para
llegar a ser el Pablo Escobar que finalmente fue. Y lo que
cuento en Líbranos del bien es exactamente lo contrario.
Los protagonistas eran dos pelaos bien que no tenían por
qué haber terminado en el conflicto. Y eso me parece muy
importante para tratar de entender al país. El que se fue a
la guerrilla no era un delincuente que quería matar a todo
el mundo, sino que tenía intereses ideológicos. Lo mismo
ocurre con el que se fue para el paramilitarismo. O el que se
fue porque quería ser narcotraficante. O el que creía que la
manera de salvar el país era a partir del plomo. El libro rom-
pe ese paradigma, ese prejuicio. Te deja claro que lo que
uno siempre ve es solo fachada, que si uno quiere entender,
tiene que meterse en la piel del otro. Para poder entender-
me, tienes que meterte en mi piel. No puede haber reconci-
liación cuando temes algo porque no lo conoces. Yo no me
meto a veces al mar porque creo que van a salir tiburones.
Esa es mi selva. Le tengo miedo a los tiburones. Pero si me
meto todos los días al mar, y descubro que en ese mar no
hay tiburones, se me quita el miedo.

–El otro deja de verse como territorio hostil.


En la medida en que uno entienda que detrás de esas per-
sonas hostiles hay personas de carne y hueso, con unos
sentimientos y algo que los mueve —que no es exactamen-
te el hacer daño o el matar por matar—, puede llevar a una
reconciliación, a un acercamiento con el otro. Cuando lo-
gras ponerte en sus zapatos, consigues una reconciliación,
no tanto con el otro, sino contigo mismo, que es lo que
importa. Déjame contarte una historia. Siempre fui al gim-
nasio (fui disciplinado durante 22 años, de domingo a do-
mingo). Vas tanto que terminas conociendo a la gente, las
caras, los que llegan. Conoces a las personas sin conocer a
las personas. Con algunos te saludas; con otros, no. Había
un muchacho (con el tiempo terminamos siendo muy ami-

215
gos) que era supremamente hostil, mal encarado, un tipo
con el que no lográbamos ningún acercamiento, pero que
tampoco me interesaba. “¡Ah! Ese huevón que está allá que
lo mira a uno como si fuera un petardo”. Y cuando salió Al
diablo la maldita primavera ocurrió algo. Yo estaba hacien-
do ejercicios de pecho acostado, y cuando alcé la cabeza,
él estaba ahí. Me levanté y el tipo me da la mano y me dice:
“Quería felicitarte porque leí tu novela y entiendo por qué
se ganó el premio. Es una gran novela. Hubo algo también
que me gustó mucho y es que al leerla por un minuto me
sentí marica”. Ese ha sido el elogio más grande que me han
hecho de Al diablo la maldita primavera. Ver a este Cama-
ján, el macho pa’ macho que se las tiraba de no se qué, que
de repente se te acerca y te dice eso. Yo solo decía por
dentro: “¡Puta! ¡Lo logré!”

–Un buen epígrafe para una próxima edición del libro.


Sí (risas). Esa era la idea, que alguien se pusiera en mis za-
patos y supiera de qué va este asunto. Eso también se ha
logrado con Líbranos del bien. Ha habido gente que se me
ha acercado y ha entendido un poco más el conflicto a partir
del libro. Desafortunadamente, Líbranos del bien nació con
el estigma –debo decirlo– de Al diablo la maldita primavera.
Sobre todo los periodistas de medios fueron bastante prejui-
ciosos en las entrevistas y al momento de cerrarle las puertas
al libro, porque Al diablo la maldita primavera lo cubrió todo
con un manto homosexual, más allá de si el libro es bueno o
no. O de si Alonso Sánchez Baute es un pobre marica.

–¿Qué viene ahora para Sánchez Baute?


Viene mi próximo libro, que es para el siguiente semestre.
No podría decirte qué es. Estos libros míos no sé decir qué
son. No puedo decir que es una novela, porque no lo es. No
son crónicas. Y si digo, por ejemplo, que va a ser una crónica,
cuando salga el libro van a salir a decir que no lo es. ¿Son
testimonios o literatura de viaje?... Es un libro.

216
OBRA ESCOGIDA Alonso Sánchez Baute

–Una nueva voz que se suma a las otras muchas voces de


libros anteriores.
Es un registro completa y absolutamente nuevo. Un regis-
tro en el que hasta el momento he publicado algunas cosas,
pero no el que me conocen. Es Alonso Sánchez Baute. Es el
Alonso Sánchez Baute del momento. Un trabajo que he veni-
do haciendo desde hace 15 años. Inicialmente, eran crónicas
de viaje en las que contaba sobre la ciudad en la que esta-
ba, una especie de guía de viajes y guía nocturna, pensando
en que siempre lo que me movió a mí fue la noche. Eso ha
ido evolucionando en el tiempo y hasta ahora lo que vamos
a publicar son unos testimonios de vida en esas ciudades.
De qué manera una ciudad me marca. De qué modo influye
sobre mí. Qué viví cuando visité esa ciudad. Un libro que po-
dría llegar a ser tan importante o más que Líbranos del bien.

Cartagena de Indias, 9 de mayo de 2017.

217
Alonso Sánchez Baute, novelista, cuentista y periodista colombiano. Nació en Valledupar (Cesar),
en 1964, y realizó estudios de Derecho en la Universidad del Externado de Bogotá. Ha publicado
las novelas ; el libro de crónicas ¿Sex o
no s ex? y l a colección d e relatos
En el 2002 fue ganador del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá con su opera prima
Al diablo la maldita primavera. Esta última ha sido llevada al teatro por Jorge Alí Triana, en el 2004.

“DURANTE VARIOS MINUTOS SIGUE MOVIÉNDOSE ASÍ, COMO UN PEZ BAILARINA QUE SE DESLIZA ENTRE LAS
FRONTERAS DEL ESTANQUE. CUANDO FINALMENTE LEVANTA EL ROSTRO, SUS OJOS ENTRECERRADOS

HACEN CREER QUE ESTÁ EN TRANCE, UN TRANCE DE SENSUALIDAD Y DOLOR, UN TRANCE PROFUNDAMENTE

RELIGIOSO. LA MÚSICA, AL FONO, NO DEJA DE SONAR”.

ALONSO SÁNCHEZ BAUTE – “LA BANDA SONORA DE CARTAGENA”

Alonso Sánchez Baute

Organizan

Apoyan

También podría gustarte