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P. C. — En 1908, año en que usted se instaló en Neuilly, fue, asimismo, el año del
cubismo. En
otoño, después de la exposición en la sala Kahnweiler de los paisajes pintados en
l'Estaque por
Braque, Louis Vauxcelles escribió por primera vez esa palabra. Algunos meses antes
Picasso había
finalizado Les Demoiselles d'Avignon; ¿era usted consciente de la revolución que
anunciaban esas
obras?
M. D. — En absoluto. No se han podido ver Les Demoiselles hasta que han sido
expuestas hace
algunos años. Por mi parte iba a menudo a la sala Kahnweiler de la rue Vignon y allí fue
donde
quedé impresionado por el cubismo.
M. D. — Sí, pero quería alejarme de ellos. Y,
además, sabe, todo esto sucedió rápidamente; el
cubismo sólo me interesó algunos meses, a finales de 1912 yo ya pensaba en otra cosa.
Por tanto se
trata más de una experiencia que de una convicción.
P. C. — Usted acaba de decir que el cubismo le impresionó: ¿cómo ocurrió?
M. D. — Fue hacia 1911, aproximadamente. Por esa época yo abandoné mi tendencia
fauvista para unirme a eso que había visto, que me interesaba y que era el cubismo. Me lo
tomaba muy en serio.
P. C. — Pero con desconfianza. Por otra parte se trataba de un sentimiento que
compartían,
según creo, Villon y Duchamp-Villon...
M. D. — Una desconfianza contra la sistematización. No me gustaba limitarme a aceptar
las fórmulas establecidas, a copiar o a ser influenciado hasta el extremo de recordar una
cosa vista el día anterior en un escaparate.
P. C. — Lo que me sorprende de esos años de experiencias durante los cuales los pintores
vivían agrupados por afinidades, formando capillitas, intercambiándose sus
investigaciones, sus descubrimientos, sus inquietudes y en las que la amistad
desempeñaba un importante papel, es su
necesidad de libertad, su afición por la distancia, por el aislamiento. Distancia no sólo, a
pesar de
las influencias recibidas y que, por otra parte perduraron poco tiempo, con respecto a los
movimientos, a las corrientes y las ideas, sino también con respecto a los propios artistas.
Sin
embargo usted conocía perfectamente esos movimientos y no dudaba en tomar prestado
de los
mismos aquello que podía servirle para la elaboración de su propio lenguaje; ¿qué
sentimiento le
animaba en esa época?
M. D. — Una extraordinaria curiosidad.
DESNUDO BAJANDO
M. D. — Sí, exactamente. En ese cuadro representé al desnudo a punto de bajar, era algo
más
pictórico, más majestuoso.
P. C. — ¿Cuál es el origen de esa obra?
M. D. — El origen es el propio desnudo. Hacer un desnudo distinto al desnudo clásico,
de pie, y
ponerle en movimiento. Había en ello algo divertido que no lo era en absoluto cuando lo
hice. El
movimiento apareció como un argumento para decidirme a hacerlo.
En el Nu descendant un escalier he querido crear una imagen estática del movimiento: el
movimiento es una abstracción, una deducción articulada en el interior del cuadro sin que
se tenga
que saber si un personaje real desciende o no una escalera igualmente real. En el fondo el
movimiento es la mirada del espectador que la incorpora al cuadro.
P. C. — Los Trois stoppages-étalon están constituidos por tres planchas de cristal sobre
las que
se han pegado tiras de tela que sirven como fondo a tres hilos de coser. Todo ello está
encerrado en
una caja de croquet y usted lo definió como «azar en conserva».
M. D. — La idea del azar, en el que muchas personas pensaban en esa época, también me
interesó. La intención consistía, principalmente, en olvidar la mano, puesto que, en el
fondo, incluso
su mano es un producto del azar.
El azar me interesaba como forma de ir en contra de la realidad lógica: poner algo en un
trozo de
papel, asociar la idea de un hilo erecto horizontal de un metro de longitud que caía desde
un metro
de altura sobre el plano horizontal, a su antojo. Lo que me decidía a llevar a cabo las
cosas era la
idea «divertida», y repetida por tres veces...
P. C. — Usted fue el primero, en toda la historia del arte, que rechazó la noción de
cuadro, y en
salirse lo que se ha dado en llamar el museo imaginario...
M. D. — Exacto. Y no sólo del cuadro de caballete, sino de cualquier otro tipo de cuadro.
P. C. — Del espacio en dos dimensiones, si usted quiere.
M. D. — Creo que es una excelente solución para una época como la nuestra en la que no
puede
seguirse haciendo pintura al óleo que, después de 400 ó 500 años de existencia, no tiene
ninguna
razón para tener la eternidad como ámbito. Por consiguiente, si pueden encontrarse otras
fórmulas
para expresarse, deben aprovecharse. Es lo que ocurre, por otra parte, en todas las artes.
En música,
los nuevos instrumentos electrónicos son el signo de un cambio en la actitud del público
con
respecto al arte. El cuadro ya no es el motivo decorativo para el comedor, ni para el salón.
Para
decorar se piensa en otra cosa. El arte adquiere cada vez más la forma de un signo, si
quiere; ya no
rebajado al nivel de la decoración; ese sentimiento es el que ha dirigido mi vida.
P. C. — ¿Cree que el cuadro de caballete ha muerto?
M. D. — Ha muerto por el momento y por unos buenos cincuenta o cien años. A menos
que
regrese; no se sabe por qué, no hay un motivo para ello. A los artistas se les ofrecen
nuevos medios,
nuevos colores, nuevas iluminaciones; el mundo moderno se introduce y se impone,
incluso en la
pintura, y obliga a las cosas a cambiar de forma natural, normal.
M. D. — Entre los impresionistas, Seurat me interesa más que Cézanne. Después Matisse
me
interesa enormemente. Entre los fauvistas hay muy pocos. Braque fue primordialmente
cubista aun
cuando haya sido importante como Fauvista. Picasso viene después como un faro muy
potente:
cumple el papel que el público pide, el de figura. Mientras dure, tanto mejor. Manet
conoció eso a
principios le siglo. Cuando se hablaba de pintura, se hablaba siempre de Manet; la pintura
no existía
sin Manet.
En lo que se refiere a nuestra época, no lo sé. Resulta difícil juzgar. Me gustan mucho los
jóvenes Pop. Me gustan porque me han desembarazado un poco de la idea retiniana a la
que ya nos
hemos referido. Encuentro en ellos una cosa que es verdaderamente nueva, que es
distinta, mientras
que toda la serie, desde principios de siglo, ha tendido hacia la abstracción. En primer
lugar, los
impresionistas simplificaron el paisaje de una forma y la colorearon; después los
fauvistas la
simplificaron aún más añadiendo la deformación, que es una característica le nuestro
tiempo, no se
sabe por qué. ¿Por qué todos los artistas se obstinan en querer deformar? Al parecer, es
una
reacción contra la fotografía; pero no estoy seguro.
Al dar la fotografía una cosa muy correcta desde el punto de vista del dibujo, de ello se
deriva
que un artista que quiere hacer algo distinto se diga: «Es muy fácil, voy a deformar tanto
como
pueda y de este modo será algo absolutamente distinto a toda representación fotográfica.»
Es algo
muy claro en todos los pintores, tanto si son fauvistas, como cubistas o incluso dadá o
surrealistas.
En los últimos Pop hay menos esa idea de deformación. Utilizan cosas totalmente hechas,
dibujos totalmente ejecutados, carteles, etc. Por lo tanto se trata de una actitud muy
distinta, lo que
les hace interesantes desde mi punto de vista. No quiero decir con ello que sean geniales,
puesto que
eso no tiene excesiva importancia. Las cosas tienen lugar por series de 20 ó 25 años,
como mínimo.