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En el año 395 murió el emperador Teodosio I, dejando en herencia el trono a sus dos hijos.

A Arcadio le
correspondió Oriente y a Honorio Occidente. A partir de ese momento, el imperio romano quedó
definitivamente dividido a efectos administrativos en dos mitades, que, a medida que fue aumentando la
presión de los bárbaros sobre las fronteras a lo largo del siglo V, empezaron a reaccionar de manera
significativamente distinta. El año 395 constituye, pues, un auténtico momento crucial en la definitiva
separación de Oriente y Occidente.
Hasta esa fecha y desde la época de Diocleciano (284-305), el Bajo Imperio había constituido una
unidad que abarcaba todas las provincias ribereñas del Mediterráneo y otras muchas bastante más
remotas (véase el mapa 1). Por occidente llegaba hasta Britania e incluía la totalidad dela Galiae
Hispania; por el norte, sus confines se extendían por Alemania y los Países Bajos hasta alcanzar,
bordeando el Danubio, las costas del mar Negro; Dacia, situada al otro lado del Danubio y anexionada al
imperio por Trajano a comienzos del siglo II, fue abandonada a finales del III debido a las sucesivas
invasiones de los godos, pero, al margen de este hecho, el imperio de Diocleciano era en buena medida
idéntico en extensión al de los días felices de los Antoninos. Por el este, llegaba hasta la parte más
oriental de Turquía y los confines del imperio persa sasánida, mientras que por el sur, sus posesiones se
extendían desde Egipto a Marruecos y el estrecho de Gibraltar; durante el siglo IV, el África
septentrional romana —las actuales Argelia y Tunicia— se convirtió en una de las regiones más
prósperas del imperio.
Las provincias del Imperio romano instauradas por Diocleciano
En tiempos de Diocleciano, pese a seguir siendo la sede del senado, Roma había dejado de ser la capital
administrativa de aquel vasto imperio; los emperadores se trasladaban de una «capital» a otra —Tréveris
en Germania, Sirmium o Sérdica, en la zona del Danubio, o Nicomedia en Bitinia—, llevando tras de sí
toda la maquinaria administrativa. A finales del siglo IV, sin embargo, las principales sedes del gobierno
eran Milán en Occidente y Constantinopla en Oriente (véase el capítulo 1). El imperio estaba dividido
además desde el punto de vista lingüístico, por cuanto, pese a que el latín siguió siendo hasta el siglo VI
e incluso más tarde la lengua «oficial» del ejército y el derecho, en Oriente la lengua de las clases cultas
era fundamentalmente el griego. Latín y griego, sin embargo, coexistían con otras muchas lenguas
locales, como por ejemplo el arameo en Siria, Mesopotamia y Palestina, copto —egipcio demótico
escrito en un alfabeto compuesto fundamentalmente por caracteres griegos— en Egipto, o las lenguas de
los nuevos grupos que habían venido estableciéndose dentro de los límites del imperio a lo largo del
siglo III y sobre todo del IV, una de las cuales era el gótico. Ya desde los inicios de la época imperial, lo
normal en Oriente había sido que circularan versiones griegas de las leyes, y siempre había sido habitual
traducir a esta lengua las cartas del emperador y demás documentos oficiales, de suerte que la
administración imperial se las había arreglado para funcionar bastante bien a pesar de semejante
galimatías lingüístico. A partir del siglo III, en cambio, las culturas vernáculas empezaron a desarrollarse
con especial vigor en diversas regiones, hasta que la división final entre Oriente y Occidente acabó
convirtiéndose también en una definitiva división lingüística; como se ha subrayado en varias ocasiones,
el griego de san Agustín no era demasiado bueno, y sus obras, escritas en latín, no las leían los cristianos
de Oriente.
Averil Cameron. El Mundo del Mediterráneo en la Antigüedad Tardía. Ed. Crítica. Barcelona, 1998.
Pág. 8-9

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