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Virginia Higa y su novela Los sorrentinos

De la lengua y el paladar

A partir de escenas sueltas que suceden en una


trattoria, la autora ofrece un recorrido por su historia
familiar, con origen en el Sorrento italiano. Logra un
gran trabajo con el lenguaje e introduce términos
dialectales como catrosho y papocchia.

Por Silvina Friera

Higa vive desde hace un año en Estocolmo, donde da clases de español y trabaja como
traductora literaria. Imagen: Bernardino Avila

Los personajes inolvidables hablan como si la boca


fuera el lugar donde la lengua despliega su destreza,
gracia y precisión. Argentino “Chiche” Vespolini, el
menor de cinco hermanos nacido en Mar del Plata de
una pareja de italianos de Sorrento, hereda la Trattoria
Napolitana, el primer restaurante del mundo en servir
sorrentinos, una pasta redonda, rellena de jamón y
queso, que había inventado Umberto, el hermano
mayor. No tenía el borde de masa de los pansotti, ni el
relleno de carne de los agnolotti, ni llevaba ricota
como los cappelletti. “Un sorrentino es un ente en sí
mismo. Un niño o una mujer que se alimenta como un
pajarito pueden comer un solo sorrentino con total
dignidad. El sorrentino se puede cortar tres o cuatro
veces, y el pedacito resultante sería un bocado tan
decente como un raviol. ‘Cada pasta tiene su
personalidad’, decía el Chiche, que también corregía a
quienes confundían agnolotti con tortellini, o
tagliatelle con pappardelle”, revela la voz narradora,
que se expresa como si estuviera tejiendo las tramas de
las historias que cuenta al mismo tiempo que exhuma
y recrea una lengua familiar muerta donde titilan
palabras como carpi, catrosho, chinaso, mishadura y
papocchia. En la excepcional Los sorrentinos (Sigilo),
Virginia Higa narra acariciando los detalles y logrando
que la atmósfera cotidiana y el universo emocional de
un personaje ambiguo como “Chiche”, el protagonista
principal de su primera novela, sea un territorio que
los lectores, sin saber muy bien cómo, lo convierten en
un espacio propio, en una suerte de “extimidad”: lo
más próximo, lo más interior, sin dejar de ser exterior.
Hace un año que Higa (Bahía Blanca, 1983) vive en
Estocolmo (Suecia), donde da clases de español en el
Instituto Cervantes y trabaja como traductora literaria.
La escritora sonríe cuando dice que tiene un “árbol
genealógico con muchas ramas”. “Chiche”, además de
haber sido su padrino, es su tío bisabuelo, hermano de
su bisabuela Carmela, por el lado materno. Su padre,
hijo de una familia de japoneses, nació en la provincia
de Córdoba y habla con acento cordobés. “Nunca se
me había ocurrido la idea de escribir algo sobre mi
familia hasta que leí Léxico familiar, de Natalia
Ginzburg. Ese libro me abrió los ojos, me hizo ver que
se podía contar una historia familiar de una manera
distinta. No quería contar algo que fuera solemne o
que idealizara, porque muchos relatos familiares son
un poco así. Ginzburg lo cuenta con tanto humor y
haciendo foco en las palabras que se usaban en su
casa… Quise dialogar un poco con ese libro y contar
la historia de mi familia”, explica Higa en la entrevista
con PáginaI12.
–Hay un gran trabajo con el lenguaje. ¿Qué implica
ser catrosho?
–Nunca quise explicar demasiado la palabra, creo que
se entiende que se usa por lo menos de dos maneras.
Una catrosha es una mujer que le gusta salir con
muchos hombres. Un catrosho es un hombre al que no
le gustan las mujeres y tiene relaciones con hombres;
Chiche se considera a sí mismo catrosho, pero en un
momento se diferencia de las maricas reventadas que
van a Mar del Plata a tomar sol.
–Chiche era el solterón de la familia, un gay
discreto…
–Sí, pero esa palabra jamás se usó en la familia. Todos
sabían y era aceptado, pero en los términos de esa
familia, que era muy católica. Chiche era un catrosho;
era la manera que encontró de decirse en una época en
que era muy difícil definirse.
–¿La receta del sorrentino sigue siendo la misma
que cuando se creó la trattoria?
–Sí, y no se corta con cuchillo. Cuando lo llevé a mi
novio por primera vez, le dije: “¡no se te ocurra cortar
con cuchillo el sorrentino!” (risas).
–¿Cómo trabajó las historias verdaderas en la
escritura de ficción?
–Yo empecé a escribir escenas sueltas que tenían lugar
en la trattoria, donde aparecía el Chiche y la vida
diaria del restaurante, porque quería contar las
particularidades de cómo se debía comer el sorrentino,
cómo era el postre “catrosho”, y a partir de ahí se me
empezó a armar el resto. Aunque son historias reales,
al escribirlas siempre hay un trabajo con la ficción. La
novela es corta, pero abarca mucho tiempo. Yo tenía la
novela de Ginzburg en la cabeza. Ella empieza a
contar de su familia y usa mucho el pretérito
imperfecto, “mi mamá era” …, y hace que el tiempo
parezca más largo. Aunque la frase sea corta, cuando
lo leés te da la sensación de que pasó más tiempo, te
hace entender el tiempo elástico. Eso me sirvió para
aprovechar ese recurso y estirar el tiempo de esa
forma.
–¿Por qué decidió narrar una historia familiar en
tercera persona?
–El narrador es como una voz familiar… en un
momento lo consideré y me pregunté qué pasa si la
historia la narro en primera persona. Pero era la
historia de la familia y yo no tenía protagonismo, no
tenía sentido que fuera la narradora. Igual estoy
narrando la historia a través de ese narrador que es
como una voz familiar que sabe todo, está cerca de
todos y habla con la lógica de la familia. Me gustaba
poder verlos a todos sin tener que decir “este es mi tío
abuelo”, para que se reconociera como una novela y
no como una crónica familiar.
–¿Cómo sigue la vida después de Los sorrentinos?
–Hace un año que vivo en Estocolmo y apenas llegué
empecé a escribir inspirada en la experiencia del viaje
y de un mundo nuevo, que es rarísimo. Lo que estoy
escribiendo es muy distinto, tiene otro tono y es en
primera persona. Yo llegué en mayo del año pasado, la
primavera-verano de allá, un hermoso momento para
llegar. Había luz todo el día, pero después fue
cambiando muy rápido y el invierno me pareció muy
duro. La vida se vuelve doméstica; la gente no quiere
salir con el frío. Me pasó a mí también, me agarró
ganas de estar hibernando. De mediados de diciembre
a mediados de enero no trabajé, y no tenía nada que
hacer. Salí mucho a caminar para vencer el encierro,
para ver que hay vida afuera. Los suecos son
silenciosos en todos los sentidos: los perros no ladran
en Suecia (risas).

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