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AMÉRICA LATINA |COLOMBIA

Justicia interrumpida:
Paramilitares en Colombia, presos
privilegiados en Estados Unidos
9 de septiembre de 2016
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Hernán Giraldo Serna pasó de ser el Patrón en Colombia a prisionero en Estados Unidos.
Los paramilitares extraditados con Giraldo han recibido un tratamiento relativamente
indulgente. CreditTodd Heisler/The New York Times
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Por Deborah Sontag

CALABAZO, Colombia — Delgado pero imponente, con lentes de


aviador, bigote poblado y sonrisa de dientes inmensos, Julio Henríquez
Santamaría lideraba una reunión con miembros de esta comunidad
cuando un grupo de paramilitares lo puso en la parte de atrás de una
camioneta Toyota y lo secuestró.

Así desapareció para siempre el 4 de febrero de 2001.

Henríquez había estado organizando a los campesinos para que


sustituyeran sus cultivos ilegales de coca por cultivos como el cacao, algo
que el gobierno colombiano actual defiende como una de sus estrategia
antidrogas al mismo tiempo que trata de acabar con una guerra civil que
ha sido alimentada por el narcotráfico.

Pero a Hernán Giraldo Serna, o a sus hombres, no les gustaba esta


estrategia. O no les gustaba Henríquez.

Ya muy lejos de aquellos tiempos en los que cultivaba marihuana a


pequeña escala, Giraldo se había convertido en el Patrón, un capo de la
droga y comandante paramilitar. Su misión ya había evolucionado de
una lucha contra la guerrilla hasta convertirse en una empresa criminal y
asesina que controlaba gran parte de la costa norte colombiana.

Henríquez no fue su única víctima; Giraldo, conocido como el Taladro


por el apetito voraz que sentía por niñas menores de edad, tenía víctimas
de todo tipo. Pero Henríquez fue su víctima emblemática. Y su familia
fue lo suficientemente tenaz para perseguir a Giraldo incluso después de
que, junto a otros 13 líderes paramilitares, se lo llevaran de Colombia a
Estados Unidos el 13 de mayo de 2008 para afrontar acusaciones por
narcotráfico.

Fue una extradición en medio de la noche que dejó al país atónito, que
interrumpió de manera abrupta un proceso de Justicia y Paz en el que se
acusaba a varios hombres de cometer una serie de atrocidades. La guerra
contra las drogas liderada por Estados Unidos, por petición del entonces
presidente de Colombia, Álvaro Uribe, se impuso sobre los esfuerzos que
el país desarrollaba para hacer frente a los crímenes contra la
humanidad que habían marcado a toda una generación.

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Álvaro Uribe sustenta la extradición de los
paramilitares a EE. UU.
Los defensores de las víctimas dijeron que era como exportar a “14
Pinochets”. La familia de Henríquez, mientras tanto, pedía que al menos
uno de ellos rindiera cuentas por la sangre colombiana vertida sobre la
cocaína que había llegado a Estados Unidos.

Bela Henríquez Chacín, de 32 años, es la hija de Julio Henríquez y


planea dar una declaración cuando sentencien a Giraldo en Washington
el mes que viene. “Esperamos que el esfuerzo que hemos hecho durante
todos estos años se logre, que las cosas no queden en la impunidad”.
Algunos expertos creen que los Henríquez serán la primera familia
extranjera a la que se le dará la oportunidad de declarar en un caso por
narcotráfico en Estados Unidos.

Si será más que un acto simbólico aún está por verse. Los hombres
extraditados con Giraldo han recibido un tratamiento relativamente
indulgente para ser narcotraficantes importantes que, además, han sido
acusados de terrorismo por cometer masacres, desapariciones forzadas y
desplazar a pueblos enteros.

Una vez que los paramilitares colombianos (varias docenas en total)


hayan cumplido las condenas que tienen en Estados Unidos, la media de
su estancia en prisión será de siete años y medio, según los cálculos de
The New York Times. Los líderes extraditados habrán cumplido un
máximo de 10 años de media por haber introducido en Estados Unidos
toneladas de cocaína.

En comparación, las personas acusadas de vender crack y cocaína en la


calle, no más de 25 gramos, cumplen en torno a 12 años de cárcel en
Estados Unidos.

Es más, para algunos traficantes colombianos, la sentencia puede


rendir un dividendo importante: un permiso de residencia en Estados
Unidos. Aunque las autoridades colombianas tienen acusaciones
formales contra ellos, dos ya tienen autorización para quedarse en
Estados Unidos junto con sus familias. Tres más han pedido el mismo
beneficio y se supone que varios más lo harán.

Alirio Uribe, diputado en el congreso de Colombia, dijo que “en los


tiempos de Pablo Escobar, solían decir que preferían una tumba en
Colombia a una cárcel en Estados Unidos, pero ahora quizás la
extradición sea más beneficiosa para ellos”.

Durante 52 años, con el apoyo de Estados Unidos, el gobierno


colombiano ha vivido atrapado en un conflicto armado feroz con la
guerrilla. Aunque al principio impulsó a los paramilitares en calidad de
aliados, décadas después les retiró su apoyo. Mucho después de que
hubieran sido cooptados por los terratenientes y los carteles. Antes de la
desmovilización, por el 2005, los paramilitares ya igualaban a la
guerrilla en cuanto a tráfico de drogas y violaciones a los derechos
humanos.

Ahora, ocho años después de la extradición de los paramilitares, el


gobierno de Colombia ha llegado a un acuerdo de paz con sus enemigos
mortales, los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (Farc). El 2 de octubre el país votará sobre el acuerdo y,
mientras tanto, hay un debate, polarizado, sobre crimen y castigo para
las Farc que se alimenta de los errores cometidos durante la
desmovilización de los paramilitares.

Nadie defiende ahora que se deje la justicia del país en manos de


Estados Unidos.

Pero el capítulo de la historia paramilitar de Colombia no se ha cerrado y


contiene muchas páginas en blanco, según María Teresa Ronderos,
autora de Guerras recicladas, una historia del paramilitarismo
colombiano. “Nadie sabe lo que le sucedió a esos hombres”.

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Giraldo hace bolsos con envoltorios de papas y se los vende a los otros presos por “siete
pollos”, es decir, siete porciones de pollo de la bodega de la prisión. CreditTodd
Heisler/The New York Times
Durante años, el Departamento de Justicia de Estados Unidos llevó los
casos de los extraditados en secreto, no solo impidiendo el acceso a
documentación básica para comprenderlos, sino ocultando información
e incluso borrando a acusados como Giraldo de los sumarios.

A través de entrevistas, información legal abierta recientemente al


público, transcripciones, documentos internos del gobierno e
información obtenida de Colombia y Estados Unidos, hemos examinado
los casos de 40 paramilitares extraditados y de algunos de sus socios.

La mayoría, según hemos descubierto, fueron premiados generosamente


por declararse culpables y cooperar con las autoridades de Estados
Unidos. Fueron tratados como personas sin antecedentes penales pese a
sus extensas carreras criminales en Colombia, y se les descontó tiempo
en prisión por el tiempo pasado en cárceles colombianas —aunque el
argumento oficial para extraditarlos es que cometían delitos desde el
interior de esos penales—.

Por ejemplo, Salvatore Mancuso, de quien el gobierno dijo que “podría


bien ser uno de los traficantes de cocaína más prolíficos que ha sido
juzgado en Estados Unidos” y a quien la justicia colombiana cree
responsable de la muerte o desaparición de más de mil personas.

Según el acuerdo al que llegó con las autoridades, recibiría entre 30 años
de condena y cadena perpetua. Gracias a su amplia colaboración con las
autoridades, los fiscales, uno de los cuales describió a Mancuso durante
una entrevista como “siempre un caballero ante mí”, pidieron solo 22
años. Un juez federal lo condenó a poco más de 15 años. Al final habrá
pasado poco más de 12 años tras las rejas en Estados Unidos.

‘Lo peor de lo peor’

“Es una locura”, dijo Roxanna Altholz, directora asociada de la clínica de


derecho internacional humanitario de la Universidad de California en
Berkeley, que representa a la familia Henríquez. “Estos individuos son lo
peor de lo peor. Capos de la droga y criminales de guerra. ¿Por qué
deberían recibir beneficios legales?”.

Las autoridades de Estados Unidos creen que las extradicciones tuvieron


sentido en una coyuntura histórica determinada y “demostraron a los
colombianos que no existía nadie intocable”, tal y como lo explica uno de
sus funcionarios.

Varios fiscales federales respondieron a Altholz diciendo: “Vamos a


acabar con ellos, no importa cuál sea el motivo”.

Para ella y otros defensores de los derechos humanos, sí importa: los


crímenes contra la humanidad se llevaron por delante al narcotráfico y
Estados Unidos podría haber juzgado a esos hombres por tortura, por
ejemplo. O podría haberle dado una oportunidad a la justicia
transicional colombiana.

Giraldo será el último de los paramilitares extraditados en ser


condenado.
Aunque las autoridades de Estados Unidos dijeron que sería improbable
que The New York Times tuviera acceso a él, tras pedirle permiso a
Giraldo, a su abogado, a la prisión, a un fiscal y a un juez federal, una
reportera y un fotógrafo lograron encontrarse con él en una cárcel de
Virginia, en agosto.

Vestido con un holgado mono azul marino, el Patrón, que ahora tiene 68
años, parece una versión desmejorada de quien un día fue temible.
Cabello gris, más delgado, de caminar lento. Pasa los días haciendo
carteras con bolsas de papas fritas y vendiéndoselas a otros presos por
“siete pollos”, es decir: siete raciones de pollo del economato de la cárcel.

“Mire”, dice con orgullo, tirando de una de las correas hechas con papel
de aluminio. “Son de doble costura”.

Poco antes de la medianoche del 12 de mayo de 2008, a Giraldo lo


despertaron bruscamente en una cárcel de Barranquilla, le dijeron que
hiciera una maleta pequeña y lo subieron a un avión con destino a
Bogotá. No le explicaron nada más.

Una vez allí, encadenado, con las manos atadas a la cintura y grilletes, lo
subieron a un avión de Estados Unidos junto a una buena
representación de los paramilitares colombianos. Volaron rodeados de
un silencio aplastante, enfadados porque el presidente de la mano dura,
con quien “compartían ideología” en palabras de Giraldo, había roto su
promesa de no extraditarlos.

Tras años de negarse a entregarlos, el presidente Uribe había hecho una


petición urgente a Estados Unidos: ¿esos líderes paramilitares?
Llévenselos. Inmediatamente.

Quería que se los llevaran después de que la Corte Suprema de Justicia


de Colombia cerrara sus puertas por la tarde y antes de que las abriera
de nuevo la mañana siguiente, según un funcionario estadounidense que
aceptó hablar bajo anonimato. El presidente Uribe dijo que tenía miedo
de que la corte bloqueara las extradiciones si no las hacían a toda prisa.

Estados Unidos se puso manos a la obra. Era una operación de logística


complicada. Necesitaban, en el testimonio del funcionario, “mover a
hombres desde las cuatro esquinas de Colombia a un solo lugar y
después el avión tenía que despegar con todos a bordo antes de que la
Corte abriera al día siguiente”.

En un momento dado, según la versión del funcionario, la autoridad


antidrogas de Estados Unidos tenía seis aeronaves en funcionamiento
para trasladar a los hombres desde Bogotá a Guantánamo, en Cuba, y de
ahí a tribunales en Texas, Florida, Washington y Nueva York.
¿Por qué el gobierno de Estados Unidos hizo un despliegue de esa
magnitud para complacer a un presidente de Colombia que
probablemente tenía sus propias motivaciones?

“La política que dirigió el comportamiento de la administración de


George Bush fue la de la cooperación en la lucha contra el narcotráfico”,
dijo José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch para las
Américas. “Ni los derechos humanos ni las atrocidades ni los crímenes
contra la humanidad cometidos por esos bastardos les han costado un
solo día de cárcel en Colombia. ¿Qué haces si de la noche al día recibes
un regalo del presidente de Colombia, 14 narcotraficantes? Les das la
bienvenida”.

Es una historia de delitos que se mezclan con geopolítica. Colombia es el


aliado más cercano a Estados Unidos y el principal receptor de ayuda de
toda la región. La alianza de ambos países se basa en la lucha contra el
narcotráfico, la guerrilla y el terrorismo.

Tanto la guerrilla como los paramilitares financiaban sus actividades


traficando con droga, cobrando “impuesto de guerra” y como grupos de
seguridad de los narcotraficantes que operaban en las zonas bajo su
control. Las agencias antidrogas se centraron primero en las
narcoguerrillas. Los paramilitares, que eran enemigos en la guerra
contra las drogas, estaban desde un punto de vista técnico en el mismo
bando que los gobiernos de Colombia y Estados Unidos en la guerra
civil.

Desde el año 2000, cuando se creía que los paramilitares ya habían


cometido al menos 75 masacres, Washington cambió de política.

El 10 de septiembre de 2001, justo un día antes de poner su atención en


otro lugar, Colin Powell, Secretario de Estado, designó a los
paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia como
organización terrorista, al igual que las Farc.

Las acusaciones de tráfico de drogas contra importantes líderes


paramilitares llegaron enseguida y Uribe, elegido presidente en 2002
con la promesa de aplastar a la guerrilla, utilizó la amenaza de la
extradición para forzar a los paramilitares a que dejaran las armas.

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Fotos de Julio Henríquez Santamaría en el Centro Nacional de Memoria Histórica de
BogotáCreditTomás Munita para The New York Times
Al contrario que su predecesor y su sucesor, Uribe utilizó la extradición
como un arma de lucha contra el crimen. “Los bienes de mayor valor con
los que Colombia y Estados Unidos comerciaban eran el café, la cocaína
y los acusados por crímenes por ambos países”, según Robert Feitel,
abogado de Giraldo.
Pero durante años, Uribe mantuvo una excepción con respecto a los
paramilitares con el argumento de que quería darle una oportunidad
al proceso de Justicia y Paz.

La ley de Justicia y Paz inicial fue blanda. Un editorial de The New York
Times de entonces la calificó como “impunidad para asesinos de masas,
terroristas e importantes traficantes de cocaína”. Pero en 2006, la Corte
Constitucional de Colombia la endureció y le otorgó un papel central a
las víctimas al incrementar la pena máxima hasta 8 años de cárcel en
caso de confesiones completas y reales.

Para consternación de Uribe, los paramilitares comenzaron a confesar


no solo sus crímenes de guerra sino sus vínculos con sus aliados y
parientes. La Corte Suprema de Justicia de Colombia, responsable de
investigar a los legisladores, adoptó una actitud agresiva contra la
“parapolítica” que implicó a muchos miembros de la coalición del
presidente.

Uribe pasó al contraataque y acusó a los jueces de izquierdismo y de


conspirar contra él. Su agencia de inteligencia grabó de manera ilegal
conversaciones de los miembros de la corte suprema y otros jueces. Negó
saber algo de eso.

Entonces, en abril de 2008, Mario Uribe, primo del presidente y


exsenador por nombramiento presidencial, fue detenido por conspirar
junto con escuadrones de la muerte paramilitares.

Unas semanas más tarde, Colombia despertó con las fotos de los
paramilitares embarcando en aviones de Estados Unidos.

“El país entero entró en shock”, dijo Miguel Samper Strouss, quien fue
viceministro de justicia a cargo de la justicia transicional. “Fue como si
hubieran extraditado la posibilidad de conocer la verdad y de que se
hiciera justicia y se reparase a las víctimas”.

En 2008, el proceso de Justicia y Paz, lento y lleno de problemas, se


había convertido en algo real. Unas 200.000 víctimas se habían
registrado para participar, se habían confesado miles de crímenes y se
habían exhumado miles de fosas.

Silencio e impunidad

En público, Uribe justificó la interrupción del proceso con el argumento


de que los hombres seguían desarrollando sus actividades ilegales desde
la cárcel.
Los propios comandantes creían firmemente que Uribe los había
enviado a Estados Unidos para silenciarlos. Y muchos de los defensores
de las víctimas pensaban lo mismo.

“Ellos iban colectivamente a entregar testimonios que comprometían a


Uribe directamente”, dijo el senador Iván Cepeda, fundador del
influyente Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado
(Movice). “Además entraron a sus celdas, donde ellos tenían sus
computadoras, sus USB, y se llevaron todo, desapareció todo el trabajo
que ellos habían venido haciendo y todas las pruebas que le iban a
presentar a la justicia”.

“Esas extradiciones marcaron un antes y un después”, continuó Cepeda.


“Si el propósito era realmente lograr el silencio y lograr la impunidad, se
consiguió en un alto grado. Solamente hasta hoy se comienza, después
de tantos años, a tener un resultado”.

En una cárcel al norte de Virginia, los demás colombianos se ponían de


pie cuando Giraldo entraba en la clase de inglés. Afilaban sus lápices y le
daban papel, recuerda el director, Ted Hull.

Si no fuera por esos detalles, los funcionarios de la prisión no habrían


sabido con quién trataban. Que ese prisionero de edad avanzada que
sufría de ciática y hablaba con las manos porque nunca logró ser fluido
en inglés, fue una vez líder de una organización paramilitar con unas
4000 víctimas en la memoria y unas 1800 violaciones serias de los
derechos humanos. Dicen que ahora Giraldo es el tipo de reo dócil que
cruza las manos a la espalda incluso cuando no está esposado.

Pero incluso aquí, en territorio que controlaba Giraldo, desde el


bullicioso mercado del puerto de Santa Marta hasta las colinas de la
Sierra Nevada, pasando por la costa del Caribe, sigue siendo esa especie
de padrino de sombrero y foulard al cuello cuya presencia aún se siente.

“Este señor desde que se desmovilizó dejó en la zona estructuras


armadas protegiendo el territorio”, dijo Priscilla Zúñiga, asesora de
seguridad del alcalde de Santa Marta. “No hemos dejado desde el 2006
hasta el 2016 de tener presencia armada ilegal en la zona. Ahora se llama
el clan Giraldo”.

Zúñiga habla desde la oficina ubicada en el mercado, que cuenta con una
estación policial para señalar que el gobierno trata de recuperar el
control de la zona de manos de los hombres de Giraldo que aún tratan de
cobrar extorsiones por protección en su nombre.

Esa fuerte presencia policial sorprende a los visitantes pero, en general,


la región trata de esconder su historia manchada de sangre, la amenaza
que aún sigue ahí, presente. Es casi imposible imaginar los cuerpos
enterrados en fosas clandestinas tras este paisaje de postal en el que
montañas con picos cubiertos de nieve se yerguen sobre playas con
palmeras y flotan botes de pesca en aguas cubiertas de helechos
mientras grupos de mujeres lavan la ropa.

Desde el principio, la historia de Giraldo, reconstruida a partir de


entrevistas, registros judiciales, documentos del gobierno y su propia
confesión, se cruza con la guerra civil colombiana. Nació en 1948, el año
que dio inicio a la década del baño de sangre que se conoce hoy como La
Violencia.

No parecía destinado al liderazgo. Estudió hasta la secundaria y dejó su


casa para trabajar en fincas. Su abogado, a quien le gusta recalcar la
frase, dice que incluso ahora Giraldo sigue siendo “un campesino de
corazón, el tipo de persona que quiere levantarse de madrugada y
trabajar la tierra bajo el sol”.

Pero en los años setenta, Giraldo comenzó a formar parte de “la bonanza
marimbera”, el boom de la marihuana que precedió al de la cocaína.
Organizó un sistema de transporte en mulas que recogía la marihuana
en zonas aisladas y la llevaba hasta la costa.

La primera vez que tuvo que cometer un acto violento fue cuando su
hermano menor fue asesinado durante un asalto en el mercado de Santa
Marta. Para vengarlo, contrató a un grupo liderado por un tal Drácula y
seis hombres murieron. Fue el principio de un largo proceso de limpieza
social para eliminar “indeseables”. Ladrones, prostitutas, homosexuales,
mujeres infieles, brujas e izquierdistas.

Cuando Drácula fue asesinado, Giraldo se quedó con su negocio. Heredó


sus intereses en la naciente industria de la cocaína que controlaba
entonces el Cartel de Medellín. Transformó su grupo de seguridad en
una milicia cuando las Farc trataron de poner pie en su territorio e
intentaron asesinarlo tres veces.

Un mercenario israelí entrenó a sus hombres y para practicar lo


aprendido masacraron sindicalistas bananeros en fincas que se suponía
eran bastiones guerrilleros.

Giraldo fue arrestado como responsable de las masacres. Y ahí cayó en el


radar de Estados Unidos, identificado en un cable diplomático como un
“asesino de alto nivel del Cartel de Medellín”, cuya detención “muestra
que las autoridades colombianas no se hacen de la vista gorda respecto a
los crímenes cometidos por la derecha”.

Fue condenado a 20 años de cárcel. Pero para ese momento se había


exiliado en la remota Sierra Nevada. Desde allí gobernó sobre el
territorio bajo su control durante más de dos décadas, protegido por un
grupo de 200 hombres y por familias de la élite y sus dependientes,
según las autoridades.
Según Zúñiga, “él no usaba un campamento como tal, como en la
guerrilla. Su campamento era la comunidad porque él era parte de la
comunidad, entonces las casas eran sus casas, las fincas eran sus fincas”.

“A pesar de ser, para nosotros como institución, un delincuente, para las


comunidades siempre fue visto con mucho respeto, y no solamente
respeto por miedo sino respeto por la organización que le dio al
territorio, porque había mucha ausencia de Estado en la zona”, agregó.

‘Ya comenzaba a violar niñas’

Cuando la hija mayor de Henríquez, Nadiezhda se encontró por primera


vez con Giraldo, lo que vio fue su mejor lado, casi benigno, el de una
autoridad local. Entonces era profesora y apreciaba que Giraldo
resolviera conflictos entre su pequeña escuela y los pescadores que la
utilizaban para almacenar su material.

También se dio cuenta de su lado más siniestro. Perdió a sus tres


alumnas cuando su madre las envió lejos para protegerlas de la
voracidad del Patrón. “Ya comenzaba a violar niñas”, recuerda.

Como un señor feudal, Giraldo ejercía “una especie de derecho de


pernada” sobre las niñas de la región, según un oficial de seguridad
colombiano que no está autorizado a hablar con la prensa.

“Las personas buscaban acercarse a Hernán Giraldo y llevaban a sus


hijas o le facilitaban que pudiera tener relaciones sexuales con sus hijas
porque era la forma de salvaguardar su vida, porque mientras tengas
vínculos con el jefe, te sientes protegido”, dijo el funcionario.

Cuando Giraldo dejó las armas, un fiscal le preguntó en una vista pública
por qué le llamaban el Taladro. Se sonrojó, pero parecía orgulloso del
apodo, dicen quienes estuvieron presentes. El fiscal le preguntó
directamente si tenía que ver con su predilección por las vírgenes.

“Podría ser”, respondió.

Los fiscales colombianos comenzaron a examinar al detalle sus


relaciones, comenzando por las madres de los 24 hijos que reconoce.
Llegaron a llamar a Giraldo el “mayor depredador sexual del
paramilitarismo”.

Durante el proceso de Justicia y Paz, aceptó la responsabilidad de 35


actos de violencia sexual, algunos cometidos por sus subordinados,
incluida la violación de 11 menores de 14 años.

El sumario de los fiscales recoge los casos como una letanía de


consentimiento no informado que formaba parte de una dinámica
patológica.
Víctima Número 6: “Se tiene documentado que para el mes de octubre
de 2004”, la chica visitó en varias ocasiones a una tía que trabajaba en al
rancho de Giraldo. Pocos meses después “este le propuso que fuera su
novia, propuesta que aceptó y el día 25 de diciembre mantuvieron sus
primeras relaciones sexuales, cuando Yajanis apenas contaba con la
edad de 13 años”. Él, 56.

Tras el análisis de certificados de nacimiento, Humanas Colombia, una


organización feminista, calculó que al menos 13 menores de edad
tuvieron hijos que fueron “producto de accesos carnales violentos” de
Giraldo. Nueve de ellas tenían menos de 14 años cuando dieron a luz.

Algunas eran incluso demasiado jóvenes para quedarse embarazadas,


como la hija de nueve años de sus cocineros. Adriana Benjumea,
directora de Humanas, dijo que Giraldo le compró muñecas a la niña y le
dijo que “no le diga nunca a su mamá porque la mato”.

Desde el mismo momento que inspectores de la policía llegaron a este


lugar para investigar la desaparición de Julio Henríquez, se encontraron
con un muro. “Desde el momento de nuestra llegada hasta la partida, se
percibe la ley del silencio que impera allí”, dice un informe de la policía.

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Giraldo, cuando era conocido como el Taladro, en febrero de 2006 CreditArmando
Neira/Revista Semana
La mujer de Henríquez y su hija mayor se habían enfrentado a los
mismos miedos cuando huyeron a toda velocidad hacia el pueblo
después de recibir la llamada en la que se les informó que había sido
secuestrado. “Déjalo ir”, les dijeron. Eso enfureció a Nadiezhda
Henríquez, quien ahora es abogada de derechos humanos.

“Bueno, me matarán algún día, pero no es por miedo”, dijo durante una
entrevista en Bogotá.

Su padre tampoco tenía miedo, explica, era un defensor de la naturaleza,


decidido a trabajar junto a los campesinos y pescadores para retomar el
control de la región de manos de los traficantes. En su propia finca, muy
extensa, estaba creando una reserva natural, plantando árboles
indígenas y arrancando la marihuana y coca que plantaban sin su
consentimiento. No era moralista ni estaba contra las drogas, pero le
preocupaba la deforestación que causaba el cultivo de coca, según
recuerda su hija.

El pasado de Henríquez lo convertía en objetivo, según los documentos


de la justicia colombiana. Giraldo defendió ante el tribunal que no tuvo
nada que ver con el crimen, pero que había dado órdenes a sus hombres
de que “todo lo que oliera a subversión fuera eliminado en esa zona”.

Henríquez había sido miembro de la guerrilla del M-19 aunque se había


beneficiado de una amnistía concedida 17 años antes de su muerte. Su
nuevo activismo (acababa de crear una organización no gubernamental
llamada Madre Tierra) era una amenaza real, de aquí y ahora, según el
testimonio del exparamilitar Carmelo Sierra.

‘La mafia no perdona’

“Es obvio que el señor Hernán no compartía eso, lo que el señor le


estaba planteando a los campesinos, porque él es cultivador de coca y
porque al invadir sus terrenos es motivo suficiente para matar a
alguien”, dijo Sierra ante el juez. “La mafia no perdona”.

Sierra dijo que Giraldo envío a uno de sus hijos, el Grillo, para entregar
un aviso: “Deja la ciudad o atente a las consecuencias”. Pero Henríquez
no lo hizo. Así que siete de los hombres de Giraldo se alistaron una
mañana, se vistieron de civiles y se encaminaron a la montaña para
“hacer desaparecer al señor de la ONG”.

“Sinceramente, no sé qué pasó con él”, testificó Sierra. “Yo no sé si lo


degollaron o lo descuartizaron. No sé cómo sería la muerte de él ni
dónde lo enterraron”.

Ocho meses más tarde, agentes de la lucha antidrogas que investigaban


las actividades de Giraldo fueron asesinados junto con un grupo de
turistas y un empleado del hotel en el que se alojaban en la playa. Eso
provocó una importante operación antinarcóticos y una guerra entre los
paramilitares en la que el “Frente de la resistencia” de Giraldo fue
derrotado por otro señor de la guerra, Rodrigo Tovar-Pupo.

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Taganga, el pueblo donde vivía Julio Henríquez Santamaría con su familia, cerca de Santa
MartaCreditTomás Munita para The New York Times
En 2005, Giraldo y Tover-Pupo fueron acusados en Washington de
conspirar para fabricar cocaína y enviarla a Estados Unidos. Según los
fiscales, ellos y sus aliados estaban implicados en el envío de miles de
kilos de cocaína que dejaron el norte de Colombia en lanchas rápidas con
motores y combustible adicionales.

Un año más tarde, Giraldo —de mala gana, según las autoridades
locales— dejó las armas en el proceso de paz con los paramilitares; 597
de sus hombres entregaron 73.000 cajas de munición.

En 2007, su abogado entregó las coordenadas que llevaron a las


autoridades hasta los restos de Henríquez en una fosa común. Su hija
Nadiezha asistió a la exhumación con su madre. Fue un momento
esperado tras años de incertidumbre.

“Nunca pensé en que lo encontraría como lo encontramos: en una tumba


del monte, todo tan verde, bajo un árbol, cerca de arroyos que se vuelven
ríos, con el musgo y la piedra de la Sierra Nevada”, declaró Nadiezha
como parte de su testimonio el jueves. “Con las manos amarradas atrás y
dos tiros de gracia en la cabeza, con una ropa que no era de él, sin un
zapato, sin un pie, sin parte de su boca. Solo huesitos”.

La familia de Henríquez no creía en el proceso de Justicia y Paz y


presionó para que Giraldo fuera juzgado por la desaparición forzada ante
una corte ordinaria. En 2009, después de su extradición, se le condenó
en ausencia a 38 años y medio en prisión y a pagar una reparación de
mil gramos de oro, unos 43.000 dólares.

Pero eso está fuera del alcance de la justicia colombiana.

Así que la familia decidió viajar a Estados Unidos para pedir justicia.

Pocos meses después de que Giraldo llegara a Estados Unidos, fue


transferido a la prisión de Northern Deck, donde cumplen condena
traficantes mexicanos, pandilleros centroamericanos, yihadistas y
combatientes colombianos de bandos enfrentados. Según Hull, el
director del penal, se llevan bien.

“Para serte honesto, y no quiero que suene como que justifico el


terrorismo, tanto los presos de las Farc como los de las autodefensas
unidas, los paramilitares, son presos modelo”, dijo. “Lo entienden como
‘me agarraron y estoy fuera’, todos cooperaban” con las autoridades.

Ninguno de los paramilitares extraditados fue a juicio.

Casi todos tenían abogados defensores. Pero Giraldo decía que su familia
era pobre y que “un amigo” era quien asumía el coste de su defensa en
Estados Unidos. Las tarifas pueden ser altas: un documento del caso de
Tovar-Pupo revela que pagó a su abogado 390.000 dólares.

“Los únicos que ganan en todo esto de la extradición son los abogados”,
dijo Feitel, el abogado de Giraldo.
En la defensa de estos hombres, sus abogados estadounidenses hacían
hincapié en el contexto político de los crímenes y los presentaban como
luchadores por la libertad cuyo movimiento se corrompió por culpa del
tráfico de drogas. Uno de los abogados de la defensa, en referencia al
apoyo de Estados Unidos al Ejército de Colombia, llegó a decirle al juez
que un famoso líder paramilitar llamado Carlos Jiménez Naranjo “fue
inicialmente, y podemos decirlo abiertamente, financiado por nuestro
propio gobierno”.

‘Buenas intenciones’

En alguna instancia, las autoridades parecían ver a estos hombres como


“sustantivamente diferentes” a señores de la droga que se mueven
exclusivamente por el beneficio, tal y como lo explicó el juez Reggie B.
Walton en Washington en la sentencia contra Tovar-Pupo: “Luchaba
contra un enemigo que creo, probablemente, que si ese enemigo hubiese
ganado, no habría mejorado la calidad de vida de la gente en Colombia.
Lo que quiero decir es que estaban implicados en actividades con ciertas
buenas intenciones”.

Robert Spelke, un fiscal antidrogas federal retirado, la persona que dijo


que Mancuso es un caballero, afirmó que “algunos de estos tipos eran
realmente malos, pero no tanto”.

Y continuó: “A veces es difícil creer que hicieron lo que hicieron. Está


claro que hicieron cosas asquerosas. Pero ya se sabe que eso es lo que
pasa en las guerras civiles. Siempre quise pensar que puesto ante la
misma situación, hubiera hecho las cosas de otra manera. Pero no lo sé”.

Altholz, que representa a los Henríquez, dice que ve una ironía en esto:
“Estos individuos asumieron un papel en el combate contra el ‘demonio
comunista’ representado por las Farc y su identidad paramilitar mitiga
en vez de agravar sus casos”.

Un oficial colombiano dice que esperaba penas mucho más duras a


cambio de perder a los hombres al sistema de justicia de Estados
Unidos.

“Todos hicimos muchos sacrificios para perseguirlos”, dijo. “A mí me


amenazaron. Desplazaron a unos compañeros míos. Después mataron a
varios compañeros míos. Nosotros creíamos que la justicia
estadounidense iba a ser más drástica. Creíamos que iban a recibir penas
más justas con todo el daño que hicieron, por lo menos penas superiores
a 20 años”.

En los casos examinados por The New York Times, las sentencias que
pudieron revisarse (algunas están selladas) iban desde libertad
condicional a 30 años. Pero “la sentencia cumplida” era más fácil de
comprobar y porque muchos de ellos vieron sus sentencias reducidas a
“sentencia cumplida”; se usó eso como parámetro para medir.

A cambio de su colaboración, muchos consiguieron reducciones de


condena, algunas veces antes, otras veces después y otras veces tanto
antes como después.

Hubo una excepción notable.

La fiscalía de Nueva York rechazó permitir que Diego Murillo Bejarano,


Don Berna, pudiera cambiar información por beneficios de condena. Lo
condenaron a 31 años. El único paramilitar que recibió una condena de
más de 30 años además de él espera una reducción de entre el 35 y el 50
por ciento de la condena gracias a su cooperación, según sus abogados.

En una ocasión, un juez de Florida obstaculizó la idea de una segunda


reducción de condena a un jefe paramilitar. Así se llega a una situación,
según el juez William Terrel Hidged, en la que cualquier reducción de
condena “tiende a denigrar la seriedad del comportamiento del sujeto
acusado y amenaza con provocar que el público le pierda respeto a la
administración de la justicia criminal”.

Cuando Herbet Veloza García, conocido como HH, fue condenado esta
primavera en un tribunal federal en Manhattan, el fiscal lo llamó un
“acusado extraordinario por su conducta criminal grave, pero también
por su extraordinaria cooperación”.

En este caso, como en la mayoría, no es posible determinar con certeza


el grado en que esa cooperación ha sido útil para el gobierno de Estados
Unidos porque la información específica no es de acceso público. Pero
Veloza, según Rubén Oliva, su abogado, “dio una confesión completa”
que permitió su propia acusación y su “asistencia sirvió para dar varios
golpes a varias organizaciones importantes y a las peligrosas y corruptas
organizaciones establecidas para servirles”.

Refugio tras salir de prisión

El gobierno de Estados Unidos encontró a Veloza responsable de traficar


más de 450 kilos de cocaína. Sentenciado a 11 años y medio, saldrá este
otoño tras haber cumplido siete años y medio tras las rejas en Estados
Unidos. Y entonces, pese “a todas las cosas horribles que has hecho a lo
largo de tu vida”, como le dijo el juez William H. Pauley III, podrá “tener
la oportunidad de comenzar de nuevo”.

Planea quedarse en Estados Unidos, según Oliva, aunque en Colombia le


espera una sentencia del proceso de Justicia y Paz por 85 delitos entre
los que se incluyen tortura y homicidio.
Hasta ahora dos paramilitares han conseguido que Estados Unidos se
convierta en su refugio tras salir de prisión: Juan Carlos Sierra, conocido
como el Tuso, que pasó cinco años en prisión, y Carlos Mario Aguilar,
alias Rogelio, que pasó casi siete.

Ambos tienen órdenes de arresto en Colombia; Sierra en relación con un


asesinato, según la Fiscalía General en Colombia.

Sus familias han recibido asilo político al igual que la familia de un


tercer paramilitar, Mauricio López Cardona, conocido como Yiyo, quien
también ha pedido quedarse. Igual que Guillermo Pérez Alzate,
extraditado con Giraldo y que ha cumplido menos de la mitad de su
condena.

Como narcotraficantes condenados, estos hombres no pueden pedir


asilo. Piden una forma de protección poco habitual contra una posible
expulsión basada en la Convención contra la Tortura, y argumentan que
serían torturados por su gobierno, que ahora dirige el presidente Juan
Manuel Santos.

“No sugiero que el presidente Santos mienta”, dijo Oliva. “Pero estos
hombres no sobrevivirían fuera del aeropuerto. Literalmente, los
matarían al llegar”.

Samper, hijo de quien fuera presidente de Colombia en los noventa, dice


que ese argumento “no es creíble”.

“Tenemos el mejor programa de protección individual del mundo


reconocido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”.

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El líder paramilitar Salvatore Mancuso fue extraditado desde un aeropuerto militar en
Bogotá a Estados Unidos en mayo de 2008. CreditPolicía Nacional de Colombia, vía
Associated Press
Como paramilitar y capo de la droga, Salvatore Mancuso fue un pez más
gordo que Giraldo. Fue también, y a diferencia de Giraldo, un apologeta
de verbosidad excesiva. Una vez que entró en el sistema de justicia
transicional colombiano, habló y habló. Hasta lloriqueó cuando pidió
perdón a sus víctimas.

Después fue extraditado y cuando había pasado casi un año se sintió


impelido a actuar “para evitar el estancamiento y la desaparición virtual”
del Proceso de Justicia y Paz. Al menos eso dijo en una carta llena de
florituras a una extraña amiga —Piedad Córdoba—, senadora entonces
por el Partido Liberal que había sido secuestrada por los paramilitares.

“Respetada senadora”, escribió. “La situación que se suscitó a partir de


nuestra extradición ha generado un estado de indefensión, tanto para las
víctimas, como para nosotros, los postulados”.

En algo parecido a un intento de reconciliación y verdad en privado,


Córdoba, junto a defensores de las víctimas entre las que estaba Cepeda,
viajaron a Estados Unidos para reunirse en la cárcel con Mancuso y
otros paramilitares. Las autoridades no permitieron que The New York
Times se entrevistara con él.

Cepeda dice que le preguntó directamente si sabía quién había asesinado


a su padre, un senador de izquierda, en 1994. El líder paramilitar le dio
nombres a él y a la fiscalía. Llevó seis meses organizar ese encuentro.

“Finalmente, un día se ordenaron las estrellas en el firmamento y fuimos


con una fiscal colombiana y estaba alguien del Departamento de
Justicia”, explicó. “Se logró obtener el testimonio, pero eso soy yo, que
tengo posibilidad de hablar con el gobierno, hablar con el fiscal general,
hablar con personas que están en Estados Unidos. Un campesino de una
zona como Córdoba o de Antioquia, donde hay miles de personas que
son víctimas, jamás van a poder hacer ese ejercicio”.

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Los restos de Henríquez se encuentran en el mausoleo de la familia. En 2007, el abogado de
Giraldo entregó las coordenadas que llevaron a las autoridades hasta sus restos en una fosa
común. Su hija, Nadiezha, asistió a la exhumación con su madre. CreditTomás Munita
para The New York Times
El fiscal general de Colombia y los jueces se sumaron en la protesta
contra el gobierno de Obama, que había heredado los casos. Creían que
se estaba coartando la justicia. Como resultado de esa gestión, en 2010,
el Departamento de Justicia creó un “plan de acceso” que prometía que
una docena de paramilitares estarían disponibles para hacer entrevistas
por video si ellos mismos aceptaban participar en el proceso, lo que era
suponer mucho.

Las autoridades de Estados Unidos dicen que se realizaron al menos 500


entrevistas. Una quinta parte fue con Mancuso y, según un fiscal
colombiano que testificó el año pasado, no sirvieron de tanto.

“En total, conseguimos más o menos el ocho por ciento de lo que


teníamos que conseguir”, según el fiscal Giovanni Álvarez Santoyo,
señalando que Mancuso ha sido acusado de 4800 “asuntos” que van de
“asesinato a desaparición forzada, desplazamiento forzado,
reclutamiento de menores, violencia sexual, esclavitud sexual y delitos
relacionados, como secuestro, terrorismo, robo y destrucción de
propiedad”.

Es imposible saber si las cosas habrían sido diferentes si los líderes no


hubieran sido extraditados. Si hubiera habido más verdad, si se habría
hecho más justicia o más rápido, y si los grupos paramilitares habrían
sido desmantelados con mayor o menos éxito.

Iván Velásquez, que lideró la investigación de la Corte Suprema por la


corrupción de los paramilitares, dijo en un foro en Bogotá hace varios
años que la verdad contada por los militares antes y después de las
extradiciones no fue demasiada.

“Muchos de ellos y sus lugartenientes han reducido gran parte de su


‘colaboración’, como solemos llamar su obligación de decir la verdad, a
relacionar de manera descontextualizada los homicidios cometidos,
justificándolos por tratarse de guerrilleros vestidos de civil, mostrando
fosas”.

Garantizar la “no repetición” de las atrocidades habría requerido de


mucho más. “Que se revele los auspiciadores, financiadores, promotores,
beneficiarios o usufructuarios de esas estructuras criminales que en
muchos casos todavía permanecen intactas”, dijo Velásquez.

Durante la última década, 128 exparamilitares han sido condenados en


el Proceso de Justicia y Paz de entre los más de mil detenidos, según el
gobierno colombiano. Pero mientras el país se prepara para un nuevo
proceso de justicia transicional para las Farc, el modelo de Justicia y Paz
sigue presionando.

Al igual que las investigaciones sobre la parapolítica: este año, el


hermano menor de Álvaro Uribe, Santiago, fue detenido por vínculos
con un escuadrón de la muerte, Los 12 Apóstoles.

El expresidente también fue investigado el año pasado por sus propios


vínculos con los paramilitares. Pero al final no se le acusó de nada.
Ahora es senador y cree que la investigación contra él y su familia tiene
motivaciones políticas. Uribe es el mayor crítico del proceso de paz con
la guerrilla de su sucesor y acusa a Santos de lo que le acusaron a él en
relación con los paramilitares: ofrecer impunidad a criminales de guerra.

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“Ahora aparecen montones de víctimas en Colombia porque les dan dinero”, dijo Giraldo
en una entrevista desde la cárcel en referencia a las reparaciones, que pocas víctimas han
obtenido.CreditTodd Heisler/The New York Times
El presidente Santos ha dicho que espera que un dividendo del acuerdo
de paz sea una reducción en el tráfico de drogas que financió el conflicto
armado. Los cultivos de coca han seguido aumentando en Colombia, y
en especial en los últimos dos años.

La extradición como panacea ya no tiene tanto favor del público como


antes. En 2015, las extradiciones a Estados Unidos cayeron a la mitad,
109, de las que hubo el año en que se extraditó a los líderes
paramilitares. Y el nuevo acuerdo, si los votantes lo aprueban, podría
garantizar la protección contra la extradición de los líderes guerrilleros
por tráfico de drogas.

“Si eso puede verse como una contribución de Estados Unidos al proceso
de paz, bienvenido sea”, dijo Kevin Whitaker, embajador de Estados
Unidos en Colombia.

A principios de este año, dos mujeres jóvenes se aproximaron con


cautela a las autoridades de Santa Marta. Habían decidido revelar que
habían sido víctimas de la violencia sexual de Giraldo incluso después de
su rendición y promesa de no volver a cometer crímenes. Tenían menos
de 14 años y las habían llevado con Giraldo como visitas conyugales
primero en una zona de detención especial de paramilitares y luego en
una cárcel.

Sus acusaciones eran tan sensibles que ahora están bajo protección.
“Este año, me tocó la protección inicial de las dos chicas que
denunciaron y las sacamos de la zona debido a que los hijos de Giraldo
iban a matarlas”, dijo Zúñiga, la jefa de seguridad de Santa Marta.

Giraldo dijo que eran mentiras.

“Ahora aparecen montones de víctimas en Colombia porque les dan


dinero”, dijo en referencia a las reparaciones, que pocas víctimas han
obtenido.

Si se prueban, esas acusaciones serían la base que serviría para denegar


a Giraldo la sentencia de ocho años que obtendría bajo el amparo del
proceso de Justicia y Paz. Afrontaría el resto de su vida en prisión. Si
Estados Unidos decide enviarlo de vuelta.

Y eso es en lo que se apoyan los Henríquez.

Les llevó casi ocho años conseguir que Estados Unidos las aceptara como
víctimas para poder participar en el caso de Giraldo. Sus abogados
adoptaron un enfoque nuevo al argumentar que la ley de derechos de las
víctimas de 2004 es aplicable. Explicaron que aunque Henríquez era una
víctima extranjera de un crimen cometido en el extranjero, su crimen fue
consecuencia de la trama de narcotráfico en la que participaba y de la
que se declaró culpable.

El Departamento de Justicia no estuvo de acuerdo y no intercambió


opiniones con los Henríquez sobre las decisiones del caso ni les informó
de los pasos del procedimiento.

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Bela Henríquez Chacín, a la izquierda, y su hermana, Nadiezdha, ven fotos de su padre en
el Centro Nacional de Memoria Histórica de Bogotá. Bela dará una declaración cuando
sentencien a Giraldo en Washington el mes que viene. CreditTomás Munita para The
New York Times
La familia permaneció en la más completa oscuridad porque el
Departamento de Justicia hizo que el juez sellara los archivos del caso,
así como la moción en la que solicitaba esa restricción de información.
No fue hasta que un comité de periodistas por la libertad de prensa
presentó una demanda el año pasado, que se abrió el legajo del caso
Giraldo.

Aunque el juez denegó en un principio que los Henríquez fueran


víctimas, cambió de opinión después de que una corte de apelaciones le
pidiera que lo reconsiderara: “Creo que los peticionarios han establecido
que su argumento de que si no fuera por la implicación del acusado, el
fallecido no habría sido asesinado”.

Feitel, que considera que los Henríquez son “falsas víctimas molestas
que ladran a espaldas de mi cliente”, se enfadó. Visto con perspectiva,
Paul Cassell, quien fue juez federal y es experto en derechos de las
víctimas, dijo que los casos de narcotráfico suelen tratarse como casos
sin víctimas. “Esto crea un precedente real”, dijo. Podría tener
consecuencias para capos violentos como Joaquín Guzmán, el Chapo,
cuya extradición ya ha sido aprobada por México.

Después de la vista judicial de marzo, Altholz llamó a las hijas de


Henríquez a un aparte fuera del edificio de los tribunales. “Ganamos”,
dijo. “Ganamos”.

A la familia Henríquez no le gusta hablar de los avances en el caso


porque despierta de nuevo una sensación de dolor. “Somos como esos
muñequitos de goma de un botoncito y se desbaratan”, dijo Bela
Henríquez. “Pero fui contenta”. Nadiezhda fue más cauta.

“Los derechos son meramente procesales”, dijo. “Tiene su sentido pero


también es bastante limitado en lo que está internacionalmente
reconocido a las víctimas como su derecho: verdad, justicia y
reparación”.

Dijo que durante la persecución de estos paramilitares, el gobierno de


Estados Unidos se implicó en “negociaciones sobre justicia, y eso no es
justicia”. Se centraron en el daño causado a Estados Unidos y no “en lo
que nos hicieron”.

¿Qué tipo de sentencia quieren los Henríquez para Giraldo? “Queremos


el tiempo suficiente para que esto se desmantele, para que en mi tierra
haya paz”, dijo Nadiezhda.

Si se desmanteló en realidad a los paramilitares y qué papel jugaron las


extradiciones, es un asunto a debate en Colombia. Pero las bandas
criminales —bacrim, en la abreviatura que se usa habitualmente, que
nacieron después de que los paramilitares se diluyesen— son
consideradas sucesoras formales de los paramilitares en el acuerdo de
paz actual.

Cerca de Santa Marta, el estallido más reciente de violencia


neoparamilitar sucedió a finales de 2013. Cientos de civiles tuvieron que
dejar sus pueblos durante un enfrentamiento entre el Clan Giraldo y un
grupo rival que duró cuatro meses y dejó cientos de muertos. Desde
entonces, los parientes de Giraldo luchan entre ellos por el control.

“Si Giraldo estuviera en la cárcel aquí y no en Virginia, no veríamos esta


disputa territorial”, dijo Zúñiga. Y añadió: “No creo que Santa Marta esté
preparada para su regreso”.

Bela Henríquez, que espera su visa para ir a Estados Unidos, espera


poder mirar a la cara en una sala de audiencias al hombre condenado en
rebeldía por la desaparición de su padre.

“Yo no sé qué estará pensando Hernán Giraldo, pero por lo menos que
tenga que ver con los crímenes que cometió en Colombia, que no quede
en el olvido”, dijo. “Que tenga que reconocer que su negocio cobró vidas
y no solamente una vida de un líder o una vida de una comunidad, sino
que influencia la vida de todo el país. Afectará no solo a las familias que
tenían que cargar con el peso de la violencia, sino que influencia la vida
de todo el país, la historia de todo el país, de generaciones en adelante”.

ÁLVARO URIBE, COLOMBIA, FARC, GUERRILLA, JUSTICIA Y


PAZ, NARCOTRÁFICO, PARAMILITARES

EL PROBLEMA DE LA TEIERRA- EL FEUDALISMO AGRARIO-EL DERECHO DE PERNADA-LAS


PRACTICAS QUE SE REPITEN-EL VALOR DE LA DEMOCRACIA

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