Está en la página 1de 18

Actores sociales en la historia política

del México contemporáneo

Jaime Tamayo
Centro de Investigaciones
sobre los Movimientos Sociales,
Universidad de Guadalajara.

H ist o r ia s o c ia l , h ist o r ia po lític a

Desde que la historia comenzó a adquirir un status científico, la


historia política ha sido vilipendiada y ninguneada; no sólo perdió la
hegemonía a manos de la historia social, sino incluso fue excluida del
campo de la ciencia, permaneciendo durante largo tiempo en el rincón
de los castigados mientras no fuese capaz de demostrar que también
podía hacer su tarea a partir de las nuevas reglas, es decir, de ceñirse
a un método reconocido como científico y poseer un objeto de estudio
digno de ese método.
En México, aun cuando la historia política continuó siendo la niña
consentida de los historiadores, por lo menos cuantitativamente consi­
derada,1 desde mediados de los setenta cobró particular importancia
una tendencia que, volcándose a la historia de los movimientos
sociales, pretendió constituirse en el enterrador de la historia política.
Si bien no logró su objetivo, indudablemente que, como el viejo topo,
socavó antiguos y nuevos mitos de la historiografía al servicio del
Leviatán.2
El estudio más reciente de los movimientos sociales frente a las
viejas concepciones mitifícadoras de la historia política (ya fuese de
los grandes acontecimientos, de los gobernantes, del Estado o de los
partidos políticos), —que en muchas ocasiones fueron fuente de
legitimidad y justificación del autoritarismo del Estado y biombos
teóricos que ocultaron nuestra realidad social—, vino a mostrarnos
una realidad desconocida hasta entonces. Dejándonos ver una más
compleja y contradictoria relación entre las fuerzas sociales que actúan
en el seno de la sociedad civil.
Pese a que aún no ha sido superada la tendencia en los estudiosos de
los movimientos sociales a menospreciar el papel y la importancia del
Estado, —como reacción natural de rechazo al análisis estatalista
dominante hasta hace poco tiempo— también sus trabajos nos han
mostrado la relación entre la sociedad civil y el Estado.
Con todo y lo innovador que resulta este enfoque, algunos elemen­
tos del análisis tradicional han persistido en el estudio de los movi­
mientos sociales, particularmente en los estudios históricos, obstaculi­
zando en cierta medida una visión de conjunto más compleja y más
cercana a la realidad; además, algunos de los planteamientos novedosos
que se han formulado buscan superar los viejos esquemas y han pasado
con igual fuerza a rechazar lo que de positivo tenían las formulaciones
anteriores.
Esto último es particularmente cierto en lo que se refiere a la
renuncia al estudio del Estado y la desvinculación total, en el análisis
de la sociedad civil, respecto de la sociedad política.
Así se recurrió a derrotar a la historia estatólatra, declarando al
Estado como realmente inexistente. Lo fundamental era colocar en
primer plano los movimientos, acciones y formas de lucha
antiautoritarias, antiestatalistas, autogestionarias y anarquistas; más
aún: retomando las armas de lucha del propio objeto de estudio, se
recurrió a la acción directa como método de análisis, desconociendo al
Estado y a cualquier otro agente mediador en los conflictos sociales.
El Estado desapareció de un escenario en donde el enfrentamiento de
clase contra clase, de ser un principio de lucha social se tornó también
un método de investigación. El “apoliticismo” anarquista se reflejó en
una historia social “apolítica”, los actores sociales se quedaron sin
Estado y sin política.
Sin embargo, si la realidad nunca había aceptado sujetarse a los
corsés de bronce de la historia oficial, no tenía motivo para constreñirse
a los que le pretendía imponer la historia contestataria.
Incluso, desde la perspectiva de los propios movimientos sociales,
—en tanto que en el devenir histórico de todo movimiento social el
Estado es siempre un referente obligado—, la historia social es
eminentemente también historia política.
Como indica Daniel Camacho:

[...] partimos de que la diferencia entre sociedad civil y sociedad


política es una abstracción que sirve para distinguir dos dimensiones
de la misma realidad. Los mismos hombres y cosas que forman la
sociedad civil constituyen la sociedad política o lo que es lo mismo, el
Estado, sólo que en esta última sus relaciones tienen que ser con el
ejercicio coercitivo del poder. En la sociedad civil los mismos hom­
bres y cosas interactúan de manera no coactiva, y por ello las relacio­
nes entre los diversos sectores de la sociedad tienden a la hegemonía y
al consenso.3

Todo movimiento social, ya como interlocutor, ya como expresión


contestataria de una parte de la sociedad civil, siempre entabla alguna
forma de relación con el Estado y en una u otra medida, ya sea por
decisión propia o por la violencia que contra él ejerza el Estado,
establece los límites de su acción frente a él, y, en última instancia
tiene como objetivo incidir en él mismo. Más explícitamente, y como
también lo señala Camacho, los movimientos sociales, en cuanto
expresión de la sociedad civil, son manifestaciones de ésta frente a la
sociedad política.

En la sociedad política las contradicciones se resuelven con decretos o


leyes de acatamiento obligatorio o, en última instancia, con la coacción
pública. En la sociedad civil el juego es más difuso y las contradiccio­
nes tienden a resolverse por el uso de instrumentos como el convenci­
miento o la presión. Por ello, los movimientos sociales son la forma
idónea de expresión de las tensiones dentro de la sociedad civil. El
objetivo de los movimientos sociales es, sin embargo, la sociedad
política. En otras palabras, el triunfo mayor de un movimiento social
es lograr, en su beneficio, una modificación en el ámbito del Estado,
por ejemplo, una ley de reforma agraria en beneficio del movimiento
campesino, o una exoneración del pago de impuestos en beneficio del
movimiento empresarial. Hay un caso límite y es aquél en el cual un
movimiento social logra la transformación total del Estado, por ejem­
plo, cuando triunfa el movimiento popular y logra conformar un
Estado nuevo. El movimiento popular vuelve al ámbito de la sociedad
civil para constituir desde ésta el consenso del reciente Estado y
también para tutelar el cumplimiento de los objetivos populares en el
ejercicio del poder político. Ése es el papel, en regímenes populares,
de las centrales sindicales, federaciones de mujeres, movimientos de
jóvenes, comités de barrios, etcétera.
Por lo anterior queda claro que el hecho de que sean expresiones de
la sociedad civil no priva de manera alguna a los movimientos sociales
de sus reivindicaciones políticas y, en el caso del movimiento popular
(así en singular) de un proyecto político alternativo cuando no está en
el poder, y oficial cuando logra el acceso al poder.4

E l hijo v a m p ir o

Si esto es válido por lo menos para América Latina, indudablemente


cobra, para el caso mexicano, una mayor relevancia, considerando que
este Estado, si bien no constituye a las clases sociales y a la sociedad
civil, sí las determina de manera importante.
En el proceso de conformación del moderno Estado mexicano
surgido de la revolución, los actores sociales tuvieron un papel
fundamental; si bien en la medida en que se fortaleció aquél, éstos
perdieron margen de acción, autonomía y capacidad de respuesta. En
algún sentido, el Estado mexicano parece que materializa —con
respecto a los actores que le dieron la vida—, la pesadilla recurrente de
las madres que al amamantar a su hijo imaginan que éste, conforme se
nutre y fortalece, les va succionando su impulso vital, hasta que
finalmente el crecido engendro termina devorando a la infeliz y
escuálida madre.
Desde la segunda mitad del siglo XIX, pero particularmente desde
la revolución, el Estado mexicano ha incidido en gran medida en la
configuración de los actores sociales, en la formación de sus organiza­
ciones e instituciones, en sus canales de participación y en la delimita­
ción de sus campos de acción, y a su vez su conformación ha estado
troquelada en buena parte por los propios actores sociales.

H ist o r ia p o l ít ic a , h ist o r ia so c ia l

La historia del Estado y del poder en México no puede limitarse a la


descripción de los cuartelazos y las intrigas palaciegas, ni es posible
ceñirla simplemente a las luchas por el poder.
Por ello, la historia de los conflictos políticos requiere, como
contraparte, la de los movimientos sociales.
No podemos ignorar que, por una parte las fuerzas políticas,
protagonistas de esos conflictos y de esas luchas, expresaron ciertos
intereses y demandas de los sectores y clases sociales que representa­
ban generalmente de manera un tanto indefinida, confusa e incluso
combinada contradictoriamente.
Además la historia política es insuficiente para entender procesos
tan complejos como la construcción del Estado y sus reflejos y
contradicciones a nivel regional, si no se conocen las expresiones de la
lucha de clases en el seno de la sociedad civil y las contradicciones que
la atraviesan. Más aún en momentos históricos en los cuales los
movimientos sociales adquieren un papel determinante en la definición
de la estructura del Estado.

M o n t a n d o e l e s c e n a r io

La revolución mexicana respondió a la situación de crisis de finales del


porfiriato, una crisis que no sólo afectaba a la economía o al régimen
político, sino también a la sociedad.
El desarrollo de las fuerzas productivas, favorecido y promovido
hasta cierto momento por el Estado oligárquico, entraba en contradic­
ciones insalvables con éste. El Estado oligárquico, representante de
los intereses de una oligarquía rentista, terrateniente y comercial, y del
capital extranjero, constreñía y obstaculizaba cada vez más el desarro­
llo y la expansión del capitalismo mexicano. La modernización del
Estado se volvió entonces una necesidad histórica.
En la sociedad se engendraban nuevas clases sociales en el seno de
las viejas, pujando por salir y ocupar un espacio. La burguesía en
ciernes requería de un proletariado libre de vender su fuerza de
trabajo, liberado de cualquier atadura con la tierra, y libre también de
la propiedad de sus instrumentos de trabajo. Los peones del campo y
los artesanos, a su vez, comenzaban a sentir la necesidad de romper
con las cadenas que los ataban al pasado.
La revolución, entre otras cosas, significó la emergencia de nuevos
actores sociales que pusieron en crisis a las viejas instituciones e
hicieron necesarias la recomposición de la sociedad y la construcción
de un nuevo Estado.
Derrotado el intento restaurador de Victoriano Huerta y después
del triunfo del constitucionalismo sobre los ejércitos campesinos de la
Convención de Aguascalientes, los vencedores se encontraron ante la
necesidad de instaurar un nuevo orden.
La construcción del moderno Estado nacional se inició, no a partir
de una visión teleológica del mismo, sino sobre la base de la acción de
las diversas fuerzas y proyectos que actuaban entre sí y sobre el
“proyecto” en marcha, ya que la composición del bloque en el poder
impidió que tuviera un proyecto claramente definido de antemano.
Además, la lucha de facciones lo obligó a retomar banderas en un
inicio no incorporadas en su programa. En este sentido, no es posible
hablar de triunfadores ni de vencidos absolutos, si bien la asimilación
de banderas y demandas no supuso evidentemente, la ausencia de una
corriente dominante.
Por otro lado, difícilmente podemos hablar de una facción triunfan­
te de la revolución, sino de varias, con proyectos e intereses diferen­
tes. El bloque constituido con estas facciones se iría desgajando,
puliendo y afinando de manera contradictoria y en ocasiones violenta
—Agua Prieta, la rebelión delahuertista, Huitzilac, la insurrección
escobarista—, pero siempre cancelando una u otra alternativa y
avanzando en la construcción del Leviatán actual.
A partir de la derrota de las fuerzas campesinas de la Convención,
podemos hablar, a grandes rasgos, de cinco fases en la conformación
del moderno Estado mexicano.
La primera es la etapa constitucionalista o carrancista en la cual se
sentaron las bases jurídico-legales del nuevo Estado. Si bien el
proyecto dominante, el de Carranza, buscaba el establecimiento de un
Estado del viejo y tradicional corte liberal, la presión de la corriente
obregonista (con un proyecto llamado “jacobino”, que integraba
demandas sociales y buscaba la incorporación de las masas a la
construcción de la nación), logró la inclusión de los artículos sociales
con las cadenas que los ataban al pasado.
La revolución, entre otras cosas, significó la emergencia de nuevos
actores sociales que pusieron en crisis a las viejas instituciones e
hicieron necesarias la recomposición de la sociedad y la construcción
de un nuevo Estado.
Derrotado el intento restaurador de Victoriano Huerta y después
del triunfo del constitucionalismo sobre los ejércitos campesinos de la
Convención de Aguascalientes, los vencedores se encontraron ante la
necesidad de instaurar un nuevo orden.
La construcción del moderno Estado nacional se inició, no a partir
de una visión teleológica del mismo, sino sobre la base de la acción de
las diversas fuerzas y proyectos que actuaban entre sí y sobre el
“proyecto” en marcha, ya que la composición del bloque en el poder
impidió que tuviera un proyecto claramente definido de antemano.
Además, la lucha de facciones lo obligó a retomar banderas en un
inicio no incorporadas en su programa. En este sentido, no es posible
hablar de triunfadores ni de vencidos absolutos, si bien la asimilación
de banderas y demandas no supuso evidentemente, la ausencia de una
corriente dominante.
Por otro lado, difícilmente podemos hablar de una facción triunfan­
te de la revolución, sino de varias, con proyectos e intereses diferen­
tes. El bloque constituido con estas facciones se iría desgajando,
puliendo y afinando de manera contradictoria y en ocasiones violenta
—Agua Prieta, la rebelión delahuertista, Huitzilac, la insurrección
escobarista—, pero siempre cancelando una u otra alternativa y
avanzando en la construcción del Leviatán actual.
A partir de la derrota de las fuerzas campesinas de la Convención,
podemos hablar, a grandes rasgos, de cinco fases en la conformación
del moderno Estado mexicano.
La primera es la etapa constitucionalista o carrancista en la cual se
sentaron las bases jurídico-legales del nuevo Estado. Si bien el
proyecto dominante, el de Carranza, buscaba el establecimiento de un
Estado del viejo y tradicional corte liberal, la presión de la corriente
obregonista (con un proyecto llamado “jacobino”, que integraba
demandas sociales y buscaba la incorporación de las masas a la
construcción de la nación), logró la inclusión de los artículos sociales
en la constitución, dándole un carácter diferente al que buscaba
imprimirle el carrancismo.
La segunda etapa corresponde a los gobiernos de Adolfo de la
Huerta y Alvaro Obregón. La incorporación de las masas al proyecto
nacional, a través de un pacto social, populista por la forma y
bonapartista por el contenido, es su principal característica. En esta
etapa comenzó propiamente la conformación del moderno Estado, al
iniciarse el proceso de centralización y concentración del poder
político, exigido por el nuevo Estado capitalista.
Así la modernización del Estado, su configuración, su inserción en
la sociedad por el régimen obregonista se dio en diversos ámbitos: en
el militar, con la eliminación de los caudillos y la institucionalización
del ejército; en el geográfico, con la eliminación de los caciques y
factores locales de poder y la alianza de la clase obrera y el campesina­
do. Esta alianza constituyó, en última instancia, el instrumento más
eficaz en dicho proceso.
La tercera fase, el callismo, proyecto diferente al obregonista, pero
que pudo articularse y continuar sobre las bases sentadas por aquél,
implicó un nuevo nivel de concentración de poder en el ejecutivo
federal, y una mayor centralización política, manifestada en la
corporativización de los movimientos populares y la eliminación de
los caudillos regionales, cuyo corolario sería precisamente la siguiente
etapa.
La consolidación del proceso corporativizante tiene lugar durante
el maximato, cuarta etapa del proceso, y en ella se da la
institucionalización no sólo del poder político y sus expresiones, sino
también de las relaciones sociales (a través, por ejemplo, de la Ley
Federal del Trabajo), aunque para ello el Estado recurriera a la
violencia indiscriminada e ilegal. No sería, sin embargo, sino en la
quinta etapa cuando se configuraría definitivamente el Estado nacio­
nal.
El cardenismo representó, por un lado, la síntesis depurada del
proceso y el punto culminante de la revolución. Y, por otro, se
recuperaron los elementos manifestados como significativos para el
objetivo nacional, eliminando las desviaciones impuestas por el mo­
mento histórico. Así, reencontramos la alianza Estado-movimientos
sociales, los cuales serían posteriormente corporativizados, pero sin
los niveles de corrupción política que desencadenaron previamente la
desintegración de las organizaciones sociales. Se afirmó el poder
central y la figura presidencial, mientras el “jefe máximo”, institución
formalmente externa al Estado, desapareció.

E l p a p e l d e lo s a c t o r e s

Los movimientos sociales, en un primer momento, en tanto que el


Estado nacional no se había consolidado, tienen una mayor capacidad
para moldear los rasgos de éste y contaron con un amplio espacio para
expresarse. Es así como, en la revolución mexicana, tanto en la fase
armada como en los momentos de la conformación y la consolidación
del Estado surgido de ella, las masas jugaron un papel protagónico.
Es indiscutible que con la revolución, y tras la destrucción del
estado oligárquico, la irrupción de las masas en la política obligó a las
clases dominantes emergentes a incorporar a su proyecto para el nuevo
Estado por lo menos algunas de las demandas de aquéllas, así fuera
sólo para arrebatar banderas y cerrar el paso a una alternativa radical.
Luego del triunfo del constitucionalismo, —encabezado por la facción
burguesa en ascenso— se reformó el plan de Guadalupe con el decreto
del 12 de diciembre de 1914, incorporándole el compromiso de poner
en vigor las leyes y disposiciones orientadas a satisfacer las necesida­
des económicas, sociales y políticas del país, y realizar las reformas
exigidas por la opinión pública respecto al régimen democrático, la
formación de la pequeña propiedad y el mejoramiento de las condicio­
nes de los trabajadores. Poco después, el 6 de enero de 1915, Carranza
expidió la Ley reglamentaria de la Reforma Agraria, retomando las
reivindicaciones del campesinado, y en marzo se firmó el pacto con la
Casa del Obrero Mundial, estipulándose los derechos a los cuales
accederían los trabajadores en el nuevo Estado.
Además, es necesario tener presente que el espacio con que cuenta
la sociedad civil para expresarse será mayor en la medida en que el
Estado sea más incipiente. Por el contrario, en cuanto mayor sea su
consolidación e institucionalización, más se reducen los espacios para
aquélla; en el proceso de consolidación del moderno Estado mexicano
puede seguirse esta evolución.
La concreción de la nueva estructura política, cuyas bases jurídicas
y marco general quedaron delineados en la constitución de 1917, es
una buena muestra de ello; pues a través del proceso de conformación
del Estado se vio determinada en gran medida por el actuar de la
sociedad civil.
Las movilizaciones obreras, campesinas y de sectores medios
urbanos, así como las respuestas de la clase dominante (terratenientes,
empresarios y casatenientes), fueron delimitando el margen de manio­
bra del Estado en los diferentes campos de la vida social y económica,y
en las diversas regiones del país. Así como los espacios de las
reformas que podría permitir, impulsar o contraer el propio Estado.
De esa manera, por ejemplo, los partidos políticos tradicionales,
Partido Liberal Constitucionalista y Partido Cooperatista, pese a ser
mayoritarios, fueron rebasados y desplazados por las organizaciones
políticas denominadas Partido Laborista y Partido Nacional Agrarista,
que estaban vinculadas a las organizaciones obreras y campesinas, y
que deteminaron en gran medida la política obregonista.
Durante el obregonismo, la burguesía, la pequeña burguesía y las
clases subalternas gozaron de una capacidad de expresión y movilización
bastante amplia al margen del Estado y aún en contra de éste. Esto
último puede apreciarse en la presencia de movilizaciones no controla­
das por el Estado no sólo de organizaciones contestatarias y partidarias
de la acción directa —como la Confederación General de Trabajadores
( c g t ) — , sino también de aquéllas vinculadas directamente al proyecto
obregonista, tales como la c r o m (baste recordar el asesinato del
senador Field Jurado como respuesta al asesinato de Carrillo Puerto).
Desde el punto de vista regional, el desarrollo o atraso social de las
entidades y la mayor o menor capacidad de las masas para organizarse
sin esperar la intervención externa y directa del Estado o de los grupos
políticos regionales, determinaron el grado de autonomía de las
organizaciones sociales con respecto al Estado. De este grado de
autonomía dependieron los diversos matices que adquirieron las rela­
ciones entre la sociedad civil y el Estado, en cada caso.
Dignos de mención, a este respecto, son los casos de Veracruz,
Jalisco y Tabasco. En Tabasco, por ejemplo, la Liga Central de
Resistencia, creada a instancias y con la intervención directa de
Garrido Canabal, no podía llegar más allá de lo que el propio caudillo
le marcara, ya que al igual que sus filiales —las ligas de resistencia de
obreros y campesinos— tenía una estructura burocrática y autoritaria
que garantizaba al caudillo el control sobre ella. Ello no obstó para que
sus afiliados obtuvieran importantes beneficios sociales, al igual que
los cooperativistas, organizados también por el propio Garrido, en un
estado hasta entonces dominado por los terratenientes, y en el que,
incluso, habían perdurado algunas haciendas con trabajadores someti­
dos a una esclavitud disfrazada.
En Veracruz, en cambio, se presentó una situación muy diferente:
el gobernador Adalberto Tejeda, presionado por el movimiento
inquilinario, se vio obligado a aprobar una ley que él mismo conside­
raba demasiado radical, pese a que los dirigentes del movimiento eran
a la vez aliados suyos. Igualmente el campesinado, agrupado en la
Liga de Comunidades Agrarias, pudo imponer con sus movilizaciones
una profunda aplicación de la reforma agraria, pese a que el proyecto
obregonista contemplaba más bien el fortalecimiento de la pequeña
propiedad.
Finalmente, Jalisco es una entidad en donde iniciaron con fuerza las
movilizaciones y demandas sociales. Resulta un caso relevante para
examinar en qué medida las acciones del gobierno estatal influyeron en
las políticas puestas en marcha por el Estado nacional.
La organización y movilización campesina realizada por la Liga de
Comunidades Agraristas de Jalisco, —la primera en su género en el
país— en su alianza con Zuño, y en la coyuntura de la derrota de la
rebelión militar-terrateniente-clerical del estradismo, logró un decreto
que por sí mismo significó una radical reforma agraria, pues permitió
a los comités ejecutivos de las comisiones agrarias entrar por sí
mismos en posesión de las tierras que los pueblos necesitaran, sin
esperar resolución burocrático-administrativa.
No fue, sin embargo, el movimiento campesino jalisciense el único
que impuso ciertas líneas políticas al Estado en la región. En Jalisco se
conformó un importante movimiento sindical “rojo”, en el cual
jugaron un papel cada vez más importante los comunistas; y alcanzó la
hegemonía del movimiento obrero jalisciense una vez derrotado el
esquirolaje del “sindicalismo” católico y el colaboracionismo de la
CROM.
En alianza con el movimiento obrero radical de la entidad y al
fragor de las luchas sindicales, Zuño pudo llevar adelante una política
orientada a golpear al capital extranjero y oligárquico, e imponer el
control estatal sobre los mismos, de lo cual son buenos ejemplos la
Compañía Hidroeléctrica e Irrigadora de Chapala y las compañías
mineras. Ello redundaba indudablemente no sólo en una mayor capaci­
dad de negociación de las organizaciones de los trabajadores —en
tanto que hacían frente a un enemigo debilitado y desgastado— sino
que también beneficiaba al pequeño capital local.
La trascendencia nacional de estas movilizaciones puede apreciarse
en el hecho de que así como la presencia de los anarcosindicalistas de
la c g t en la rama textil, y de los comunistas en la Confederación de
Sociedades Ferrocarrileras, habían llevado al callismo a buscar la
federalización de estas ramas, la imposibilidad de derrotar y someter a
los rojos en las minas de Jalisco impulsó a Calles a tomar medidas en
este mismo sentido con respecto a la industria minera.
Paradójicamente, en la medida en que el actuar de la sociedad civil
incide en la construcción del Estado nacional, sus espacios tienden a
reducirse. Esto resulta válido tanto para quienes actúan con reconoci­
miento del Estado, como para quienes lo hacen de manera indepen­
diente.
Por un lado, en cuanto al primer caso, la incidencia que en función
del pacto establecido pudieron tener algunos movimientos en el
carácter del Estado en formación, se fue reduciendo cada vez más en la
medida en que más directamente se incorporaron al proyecto en
marcha. Tal es el caso de la c r o m , que si bien en una primera etapa
pudo imponer al proyecto del Estado algunas condiciones claramente
identificables, al estrechar su relación con el Estado, —durante el
gobierno de Calles—, se convirtió más en un aparato de control que en
una organización sindical propiamente dicha, y fue perdiendo capaci­
dad de incidir en el carácter del Estado, en tanto que la burocracia
sindical fue incrementando correlativamente sus cuotas de poder.
Finalmente la c r o m , junto con sus últimos vestigios como instru­
mento de lucha de los trabajadores, perdió también el consenso
necesario para seguir siendo útil al Estado.
Por otro lado, en el segundo caso, en la medida en que se fueron
dando las movilizaciones y demandas sociales frente al Estado de
manera incontrolada, éste fue gestando los canales y límites para esas
expresiones sociales, moldeándose así en función del actuar de la
sociedad civil, pero a la vez limitando cada vez más la capacidad de
ésta para hacerlo.
Así, por ejemplo, mientras la federalización de las ramas industria­
les más importantes significaba la posibilidad del Estado nacional de
regular más directamente esa actividad económica, —como ocurrió en
otras importantes ramas industriales por causas similares ya señala­
das— (y en este sentido se iba gestando el carácter rector del Estado
mexicano en la economía), a la vez se restringía enormemente el
espacio de lucha —al menos en términos legales— de que gozaba el
movimiento obrero. El siguiente paso fue la expedición de la Ley
Federal del Trabajo de 1931. A partir de entonces las nuevas regla­
mentaciones laborales (estatutos para los burócratas, apartado B, etc.)
fueron reduciendo cada vez más los marcos para la acción sindical.
Después del gobierno de Cárdenas, en cuyo régimen se consolidó
el Estado de la revolución, el Estado mexicano se convirtió en el
principal promotor del desarrollo económico del país. Las políticas
conocidas como de “industrialización” y “sustitución de importacio­
nes” y el llamado modelo de “desarrollo estabilizador” se fincaron
sobre la base del estímulo y la protección al capital, poniendo en buena
medida en entredicho la alianza con las clases subalternas.
Sin embargo, a finales de los sesenta el sistema comenzó a entrar en
crisis: el modelo de desarrollo estabilizador al igual que el sistema
político no sólo dejó de ofrecer expectativas resultando anacrónico,
sino que el costo social del mismo comenzó a ser cobrado.
Por otra parte, la respuesta del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz al
movimiento estudiantil de 1968 marcó la ruptura entre el Estado y la
sociedad civil, por lo menos de la parte de ésta no corporativizada.
L a ú l t im a f u n c ió n

En el contexto de esta crisis —política, económica y social— que


empezó a experimentar el sistema en su conjunto, llegó a la presiden­
cia de la república Luis Echeverría Álvarez, iniciándose con su
gobierno una nueva orientación política que intentó rescatar en alguna
medida las experiencias obregonistas y cardenistas, y retomar los
principios del Estado surgido de la revolución.
La vía autoritaria represiva había comenzado a ser seguida por el
régimen diazordacista. El nuevo gobierno, en cambio, replanteando
las posibles alternativas, optó por una que le permitiera recuperar el
consenso de las clases subordinadas. El intento echeverrista —último
en su género— de revitalizar al Estado de la revolución mexicana a
través de recrear sus bases e instituciones —formales e informales—
utilizó cuatro ingredientes principales:

1) La alianza popular revolucionaria, que retoma las experiencias


de incorporación de las masas populares en la determinación de
las políticas del Estado.
2) La combinación de la política de la represión y la exclusión de
una en donde el diálogo y la negociación darían el tono
dominante. A esta política corresponde la apertura democrática,
en tanto que vía para la expresión y la participación política de
partidos y grupos políticos, así como sectores sociales emergen­
tes excluidos dentro del sistema político tradicional. Igualmente
las nueva formas de relación hacia los intelectuales y las
universidades, así como la apertura de espacios para las organi­
zaciones sociales independientes corresponden a esta nueva
política.
3) El modelo de desarrollo compartido, que intentó ser mucho más
que una política o un modelo económico. En tanto que tendía a
fortalecer el papel rector, interventor y tutelar del Estado
mexicano y que reforzaba la base de sustentación y legitimación
más importante del mismo: su capacidad de brindar bienestar
social, de ofrecer mejores perspectivas sociales a las clases
subalternas y de redistribuir la riqueza. En este sentido no se
trataba de hacer un Estado “obeso”, como ahora dicen los
neoliberales, sino uno fuerte, tanto por su potencialidad para
determinar el rumbo económico y social del país, como por sus
bases de sustentación social.
4) El nacionalismo, que en última instancia constituyó la base de la
activa política exterior mexicana desarrollada durante el sexenio
y que llevó a México a colocarse en el liderazgo de la lucha de
los países del tercer mundo.

Para el Estado, y en general para la sociedad mexicana, las políticas


y acciones echeverristas, fueron de grandes consecuencias. Por una
parte, permitieron al sistema político superar la crisis sin necesidad de
recurrir a una solución de fuerza —pese a que la violencia no dejó de
estar presente—. Por otra parte, la revitalización de las políticas
propias del Estado nacido de la revolución le permitieron a éste un
fortalecimiento tal que (pese a los sistemáticos cuestionamientos desde
dentro y fuera y los constantes intentos de desmantelarlos por parte de
la política neoliberal hegemónica) aún posee una lógica propia que le
ha permitido mantener su vigencia, si bien cada vez más en entredicho.
En cuanto a la sociedad civil, la política laboral echeverrista
permitió el fortalecimiento sindical, y nos ha legado importantes
corrientes del sindicalismo independiente. Así como sindicatos que
pese a la nueva política laboral de flexibilización de la fuerza y el
mercado de trabajo, aún hoy conservan cierto poder de negociación,
aunque escaso. Como puede apreciarse, el neoliberalismo no ha
podido nulificar del todo los efectos de esta política.
Por otra parte, la beligerancia que el capital llegó a asumir frente al
Estado y el surgimiento de agrupaciones empresariales con gran
autonomía del Estado fue también producto de la política echeverrista,
en la medida en que ésta se alejó de los intereses de aquéllos.

E l regreso d e l acto r

El año de 1988 marcó un hito en la historia de los movimientos


sociales en México. Con motivo del proceso electoral y alrededor de la
candidatura del ingeniero Cuauhtemoc Cárdenas se generó un amplio
movimiento social de corte político, y con éste una acelerada politización
de los movimientos sociales.
Dicha politización implicó el cambio de actitud ante los procesos
electorales y los partidos políticos, y también la estructuración de un
frente electoral que articuló a partidos y fuerzas sociales preexistentes,
así mismo se sentaron las bases de un partido con fuerte inserción en
los movimientos sociales y con capacidad para articularlos política­
mente.
El neocardenismo, al permitir la articulación de los movimientos
sociales dentro de un incipiente proyecto nacional, significó un cambio
en las tendencias hacia la sectorización de los movimientos sociales.
Movilizaciones populares encontraron en la candidatura de Cárde­
nas el punto de coincidencia y de confluencia alrededor del cual se
agruparon para generalizar sus demandas y politizar sus luchas.
Sindicalistas de las más diversas corrientes y sectores, movimien­
tos populares urbanos, campesinos e indígenas, ecologistas y líderes
estudiantiles pasaron de la convergencia en la candidatura de Cárdenas
al diálogo y la unidad de acción en sus luchas sectoriales y a la
vinculación con el conjunto de los movimientos sociales.
Las contradicciones entre ellos ocuparon un plano secundario, al
reconocer —en el sistema de dominación y en la coyuntura electoral—
al partido del Estado como el enemigo principal. Con todo, se crearon
embriones de formas superiores de coordinación, así como novedosas
propuestas de organización y de lucha sindical de las más diversa
índole, como la Central Campesina Cardenista, los foros sindicales, la
Corriente de los Trabajadores del Arte, la Ciencia y la Cultura, y
posteriormente la Convención Anáhuac.
De cualquier manera, pese a que el proceso de constitución del
neorcardenismo en partido puede traer como consecuencia una rela­
ción conflictiva con los movimientos sociales, todo parece indicar que
ha dejado a éstos algunos saldos al menos tendencialmente favorables
para ellos, como serían:

a) La desarticulación parcial de la red de control político y social


sobre los sectores y clases subordinados, con la consecuentes
rupturas del corporativismo y del monopolio del Estado sobre
las organizaciones sociales.
b) Una reactivación y potencialización de las luchas sociales.
c) La revaloración de la lucha por la democracia y el cuestionamiento
de las formas autoritarias en dirección de los movimientos y
organizaciones sociales.
d) La posibilidad de articulación y alianzas intra e intersectoriales.
e) El tránsito de demandas sectoriales a proyectos políticos más
amplios (por ej. la Convención de Anáhuac).
f) La aparición de rasgos de una nueva cultura política y de
indicadores de un mayor grado de politización de los movimien­
tos sociales.5
g) La experiencia de entablar acciones conjuntas y aun de practicar
la unidad política en la pluralidad ideológica, frente a un pasado
de fragmentación, debido a presupuestos ideológicos.

Resulta difícil establecer en qué medida el movimiento neocardenista


y en particular los movimientos sociales —que de una u otra manera se
le insertaron— han podido incidir para cambiar el sistema político
hasta entonces vigente. Para tener una idea de ello es preciso tomar
algunos indicadores a partir de los cuales sea factible establecer dichos
cambios.
En este sentido cabría anotar de manera inicial y meramente
enunciativa algunos de los elementos más significativos del sistema
político mexicano, como pueden ser: el carácter cuasi-absolutista del
Estado mexicano, la concentración de poder en el ejecutivo, la
centralización política nacional, el corporativismo, así como lo que
empíricamente podríamos llamar la cultura política priísta, caracteri­
zada por la toma de decisiones en la cúpula, las estructuras verticales,
el autoritarismo, el clientelismo, la intolerancia, la disciplina a las
decisiones superiores, etcétera.
No sólo las fuerzas populares han dirigido sus ataques contra el
sistema político, sino que desde el propio gobierno ha tenido lugar una
embestida que con dirección diferente a la de los movimientos popula­
res ha afectado de alguna manera los tradicionales mecanismos de
dominación. El intento de sustituir el sistema social autoritario
posrevolucionario por un sistema liberal autoritario —ante la imposi­
bilidad de abrir los cauces a una democracia liberal— ha afectado de
manera directa al corporativismo. Sin embargo, ante la dificultad de
encontrar medidas de legitimación y consenso que sustituyan las
prácticas populistas y el corporativismo, tal parece que se buscan
formas de refuncionalizarlo dando lugar a una mayor subordinación de
las organizaciones sociales.
En cualquier caso, la puesta en escena ha comenzado, pronto
veremos qué papel real tendrán los actores sociales.

NOTAS:

1. Elisa Cárdenas, “El Estado: una vedette milenaria”, en Revista de la Universidad de


Guadalajara, v. III, núm. 26, pp. 69-71.
2. Seminario del movimiento obrero y la Revolución Mexicana, d i h - i n a h , “Del Leviatán al
viejo topo: historiografía obrera en México, 1920-1930”, en Historias, núm. 1, pp. 41-54.
Véase también “La reconstrucción capitalista en el México posrevolucionario” de Nicolás
Cárdenas García, en Argumentos, núm. 7, pp. 65-89.
3. Daniel Camacho, “Introducción”, en Daniel Camacho y Rafael Menjívar, coords., Los
movimientos populares en América Latina, México, Siglo XXI, 1989, p. 16.
4. Ibid., pp. 16-17.
5. Entre los indicadores que señala Juan Manuel Ramírez Sáiz, hay algunos que; indudablemen­
te se presentaron nítidamente en los movimientos que convergieron en el neocardenismo a
partir de que se articularon a éste. Por ejemplo, las demandas políticas, la solidaridad y las
alianzas con otras organizaciones similares, la vinculación intersectorial, la participación
electoral, la conquista de espacios en la política local o estatal, el reconocimiento de que la
toma del poder los rebasa sectorialmente, entre otras.

También podría gustarte