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Dicha presencia, aunque soterrada, es posible de advertir desde la primera página de esta segunda sección,
cuando señala: “Esas xés, esas tlés, esas chés que tanto nos alarman escritas, escurren de los labios del indio
con una suavidad de aguamiel” (18); si bien, dicha sentencia no es tajante, es tan solo la primera. Más adelante,
Reyes habla de los aportes de Humboldt (19), quien nació recién en siglo XVIII, y de “el panorama chinesco”
(19), en obvia relación con el modernismo literario. Estas y otras referencias confirman la presencia de Reyes
en la sección, quien se mantiene presente de manera más bien velada, mezclándose, confundiéndose y
fundiéndose con la época que intenta relatar y los europeos, fuentes primarias en este caso, a quienes recurre.
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e interioridad. Finalmente, Reyes, vuelve a su presente, para hacer un llamado a no perder de
vista el nexo que los latinoamericanos tenemos con nuestros pueblos indígenas.
En el primer apartado, Reyes se refiere a todo este ideario que se despertó entre los
europeos al observar el Nuevo Mundo, el que, básicamente, se caracterizaba por ser
“exaltación de la vida a la vez que imagen de la anarquía vital” (16). La exuberancia de la
naturaleza fue algo chocante para los europeos, quienes vieron en esto tanto maravillas como
aberraciones. Desde la mirada de los europeos, la selva, particularmente, se entendía como
un espacio inaccesible, inagotable, donde la urbe y la civilidad quedaban atrás. Es ante esto
que Reyes es tajante, al diferenciar esta imagen del Nuevo Mundo –correspondiente a los
países caribeños donde arribaron primeramente los europeos– de lo que será la cuna de
México: “Lo nuestro, lo de Anáhuac, es cosa mejor y más tónica. Al menos, para los que
gusten de tener a toda hora alerta la voluntad y el pensamiento claro” (16). Más allá de la
pertenencia que deja ver –al referirse a los “nuestro”–, Reyes se muestra como un claro
creyente del determinismo geográfico. Considerando que estuvo muy en boga durante sus
días, particularmente entre la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, es
normal que Reyes adhiera a este pensamiento, creyendo que la geografía –en su caso, el valle
de Anáhuac– determina a quienes la residen –los mexicas–, por lo cual, si la geografía “es
cosa mejor y más tónica”, sus hombres también lo serían. Es por esto que Reyes busca
demostrar una y otra vez la aparente superioridad natural del valle de Anáhuac respecto a
otras primeras tierras descubiertas. Por ejemplo, su aguda descripción de la naturaleza que
componía al valle de Anáhuac –donde recursos como la sinestesia son tal vez usados para
embellecer una naturaleza “arisca y heráldica” (16)–, solo sirve para justificar como dichas
tierras resultan vigorizar, concientizar y aclarar el pensamiento de quienes las pisen.
Es gracias a estas características naturales que, según Reyes, el valle de Anáhuac vio
florecer a los mexicas, una de las civilizaciones más grandes del Nuevo Mundo, “una
civilización ciclópea” (17). Es más, no tiene ningún pudor en comparar estas tierras con la
de los conquistadores: “La llanura castellana sugiere pensamientos ascéticos: el valle de
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México, más bien pensamientos fáciles y sobrios. Lo que una gana en lo trágico, la otra en
plástica rotundidad” (15). Así como Castilla había sido tierra propicia para el alzamiento del
Imperio español, México parece ser a ojos de Reyes tierra igual de digna para el Imperio
mexica, asimilando a estos dos; es más, las comparaciones con otras civilizaciones, “como
la de Babilonia y Egipto” (17), solo hacen más patente la importancia que Reyes le otorga a
la naturaleza del valle de Anáhuac.
Sin embargo, y aquí lo importante, aquellos “hombres ignotos” de antaño, ahora son
descritos como parte de una sociedad compleja, vistosa, estratificada y sumamente funcional.
Es más, parece advertir que, sus “caras morenas tienen una impavidez sonriente, todas en el
gesto de agradar” (18-19), como si fuesen hombres inescrutables, indescifrables y, por ende,
de asombro y cuidado. De hecho, Reyes señala cómo las osamentas dejadas tras los
sacrificios humanos hechos por los mexicas alejaron rápidamente al europeo, quien prefería
deleitarse con las maravillas que ofrecía Tenochtitlan antes que enfrentarse a sus horrores
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(20). El propio Moctezuma parece ser parte de esta dualidad, descrito no solo como un
emperador cubierto de oro, casi un dios a ojos de los españoles (24), sino también como
frente a quien los hombres debían mantenerse “humillados, la cabeza baja y sin mirarle a la
cara” (25).
Reyes no solo informa de un glorioso pasado, sino que trata sus complejidades y
desavenencias, entendiendo que éstas forman la identidad del mexicano, primero bendecido
por la tierra, el valle de Anáhuac, y luego por su ciudad fundacional, Tenochtitlan. De igual
modo, advierte sin romanticismos absurdos, debemos ser conscientes del nexo que nos une
con ellos, en tanto latinoamericanos, entendiéndonos como “Doña Marina, acosada por la
sombra del Flechador de Estrellas” (34); indígenas bendecidos y azolados por su historia.
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