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La quietud como forma de enamorarse del mundo y de todo lo
que contiene. Yo nunca lo había enfocado desde este ángulo. La
aventura de no ir a ninguna parte como una vía para superar todo
el ruido y encontrar un tiempo y una energía nuevos para com-
partir con otros; en ocasiones me había atraído esa idea, pero
nunca me había tocado con tanta fuerza como mediante el ejem-
plo de este hombre que parecía tenerlo todo y que, no obstante,
encontró su felicidad, su libertad, al renunciar a ello.
Una noche, ya tarde, mientras mi amable anfitrión intentaba
enseñarme la manera correcta de sentarse en la posición del loto
(ascética, pero relajada), no sabía cómo decirle que nunca me había
sentido tentado a meditar. Como alguien acostumbrado a cruzar
de un continente a otro desde que tenía nueve años, siempre me
había encantado el movimiento; incluso me había convertido en
escritor de viajes, para poder aunar el trabajo con el placer.
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Mientras bajaba de aquel monte, recordé cómo, no hace muchos
años, lo que nos parecía un lujo insuperable era el acceso a la in-
formación y al movimiento; hoy día a menudo lo que nos parece
una auténtica recompensa es vernos libres de esa información, la
oportunidad de estar quietos. La quietud no es sólo algo que se
pueden permitir aquellos que disponen de muchos recursos: es
una necesidad para todo aquel que quiera hacer acopio de unos
recursos menos visibles. La aventura de no ir a ninguna parte,
como me había demostrado Cohen, no tiene tanto que ver con la
austeridad, sino con acercarnos más a nuestros sentidos.
No soy miembro de ninguna iglesia ni postulo ninguna creen-
cia; nunca he formado parte de un grupo de meditación o de yoga
(de hecho, de ningún tipo de grupo). Este libro habla, sencilla-
mente, de cómo una persona intenta cuidar de sus seres queridos,
hacer su trabajo y conservar determinado rumbo en un mundo
que se acelera cada vez más alocadamente. Es un libro delibera-
damente corto, para que puedas leerlo de una sentada y volver
enseguida a tu ajetreada (quizá demasiado) vida. No afirmo tener
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El concepto subyacente en ninguna parte (optar por quedarse
quieto el tiempo suficiente como para mirar hacia dentro) es, en
esencia, sencillo. Si se te avería el coche, no intentas encontrar
maneras de repintarlo; la mayoría de tus problemas (y por consi-
guiente tus soluciones, nuestra paz interior) se encuentran dentro.
Afanarnos en tratar de encontrar la felicidad fuera de nosotros
tiene tanto sentido como aquel personaje cómico en la parábola
islámica que, después de perder la llave en el salón de casa, sale a
la calle a buscarla porque fuera hay más luz. Como nos recordaron
Epicteto y Marco Aurelio hace más de dos mil años, lo que nos
moldea no son nuestras experiencias, sino nuestra manera de
responder a ellas; un huracán devasta la ciudad, reduciendo todo
a escombros, y un hombre lo interpreta como una liberación, una
oportunidad de empezar de nuevo, mientras que otro, quizás
incluso su propio hermano, queda traumatizado de por vida.
Como escribió Shakespeare en Hamlet, «No hay nada bueno o
malo: el pensamiento lo hace así».
Hay una parte tan grande de nuestras vidas que tiene lugar en
nuestra mente (en el recuerdo o la imaginación, en la especulación
o la interpretación) que a veces siento que la mejor manera de
cambiar mi vida es modificando mi forma de enfocarla. Tal como
nos recordaba el psicólogo más preclaro de Estados Unidos, Wi-
lliam James: «La mejor arma contra el estrés es nuestra capacidad
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Esto no quiere decir que viajar sea inútil; a menudo he descubierto
el sosiego en su vertiente más fructífera en un rincón soleado de
Etiopía o de La Habana. Sólo pretendo recordarnos que lo que nos
impulsa no es tanto el movimiento físico como el espíritu que
insuflamos en él. Como se recordaba a sí mismo en su diario
Henry David Thoreau, uno de los grandes exploradores de su
época: «No importa adónde viajes o lo lejos que llegues (cuanto
más lejos, suele ser peor), sino lo vivo que estés».
Dos años después del año que pasé en Japón, di unos pocos
pasos concertados más hacia ninguna parte. Kioto me había pro-
porcionado un atisbo de la quietud, pero aún tenía que ganarme
la vida viajando, y durante los meses anteriores había tenido la
fortuna de viajar por toda Argentina, llegando hasta Tierra del
Fuego, y luego por China, Tíbet y Corea del Norte. En dos meses
sucesivos visité un par de veces Londres y París, regresando regu-
larmente a California para ver a mi madre. Tenía programados
unos viajes largos y emocionantes por Vietnam e Islandia, y me
sentía como un niño malcriado, pudiendo refrescar mi compro-
miso con el mundo cada pocas semanas. Pero en determinado
momento, ni todos los viajes horizontales por este mundo pueden
compensar la necesidad de profundizar en algún lugar inesperado