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EL METODO INTERROGATIVO Basta leer los didlogos soeraticos para advertir que por un verda- dero juego de pasa-pasa, Sécrates hacia surgir ante los ojos de sus oyentes boquiabiertos las verdades que producia su propio genio, dan- doles la ilusién de extraerlas del cerebro de quienes lo eseuchaban. “Si”, ‘sin duda’’, ‘‘evidentemente’’, ‘‘por supuesto’’ se limita- _ban a decir, aprobando, los diseipulos, presos, poco a poco, en la red de la dialéctica y al cabo de una serie mas o menos larga de esas “‘res- puestas’’, terminaba el brillante ejercicio y Sécrates podia darse el lujo de dejar formular una conclusién. En realidad, é1 solo habia hecho todo. % Cuando se trataba de convencer a los sofistas, el fraude era menos aparente, pues el maestro tenia entonces que vérselas con fuertes ad- versarios, veteranos en las sutilezas de la diseusién critica, y cuya ar- gumentacién, fundada en una experiencia humana que no ha cesado de tener su valor, habria desconcertado a cualquier otro. En esa justa oratoria cada uno pareefa triunfar sucésivamente, y una vez hallada la verdad, cada uno podia decir: ‘‘mitad y mitad’’; el interrogado se hallaba, en este caso, a la altura del interrogador. Si tal es, a grandes rasgos, el método interrogativo que empleaba Séerates, convengamos en que se ha seguido mal camino reservandole un lugar preponderante en la ensefianza*primaria. Ni los maestros sen Séerates, — dicho sea sin intencién despectiva, — ni sus alumnos son disefpulos en el sentido socrdtico de la palabra, y mucho menos so- fistas. El maestro es simplemente un hombre instruido que trata de comunicar su saber, — por lo demas necesariamente puesto a escala — a cerebros todavia débiles. El alumno es un nifio que no sabe nada y Gebe aprender todo, por lo menos en la medida en que: es capaz de comprender. Las condiciones son, pues, diferentes. Que el nifio sea por si mismo eapaz de comprender y que este. don de asimilacién no pueda Megarle de otra persona, es sin duda lo que queda de verdadero para todos del método soeratico y lo que S6- erates queria decir cuando afirmaba que, estando la verdad en nosotros y no pudiendo ser comunicada de afuera: el maestro mas sabio y mas hbil no podria hacer otra cosa que ayndarla a manifestarse. En len- guaje mas simple: el maestro puede ayudar a comprender; no puede comprender en lugar del alumno. Esta verdad a lo Pero Grullo es, sin duda, el comienzo y el fin de toda pedagogia. Pero, se observaré: jno es acaso la experiencia lo que nos invita a emplear el método interrogativo, puesto que al nifio le agrada tanto preguntar? La objecién es especiosa, pues, en realidad, la costumbre de preguntar proviene, en el nifio, menos de una verdadera necesidad de saber que de una curiosidad superficial que se satisface, a guisa de respuesta, con cualquier frase que lo parezca. Su espiritu fermenta, en cierto modo como se agita su cuerpo, de una manera desordenada: por el placer del movimiento. Ademfs, si al nifio le agrada vivamente, di- rigir preguntas, no le agrada, en cambio, ser interrogado, pues esta en la edad en que se acumulan tesoros y no en aquella en que se los prodiga. Receptivo, aun cuando crea, la pregunta que dirige no es, para él, sino un medio de dar alimento a su imaginacién y a sus en- suefios. En cambio, ser interrogado lo fat'ga pronto y hasta cierto punto, lo ofusea. Tiene la sensacién més 0 menos confusa de que los papeles se han invertido y que es a los mayores y en particular al maes- tro, no a él, a quienes corresponde explicar; pues responder es explicar o intentar una explicacién. La especie de agitacién frenética que con frecuencia pone en mo- vimiento, en la clase, la interrogacién del maestro, no invalida lo que acabamos de decir. Se trata, en‘la mayorfa de los casos, de meros re- flejos inherentes al placer fisico de moverse de que ya hemos hablado, o, particularmente en las nifias, de movimientos de nerviosidad, no exentos de afectacién, como lo atestiguan el chasqueo de los dedos, las faceiones contrafdas en toda clase de muecas y los ‘‘jyo, yo, sefiorita!”’, que surgen antes de que la maestra haya terminado su pregunta. Pero, también, jcudntas veces el maestro que interroga tiene la sensacién de que Hama a una puerta cerrada y que no se ha de abrir! El nifio se encierra obstinadamente en si mismo, ya por inercia natu- ral, ya por temor de decir un desatino. O se libra del apremio del maestro respondiendo la primer cosa que se le ocurre. Mas tarde, en la adolescencia, se exasperaré al no comprender el significado de una pregunta. Le parecer que quieren burlarse de él y estallaré como Colette, a quien un examinador de estudios primarios preguntaba: ‘qué es una tortuga?’’, y recibia esta respuesta, estremecida de indig- nacién: ‘‘j Pero, sefior!: j una tortuga es una tortuga!’’. Tales hechos deberian incitar al maestro a ponerse en guardia pa: Ses ra no dejarse engafiar por las palabras. Se le ensefia en los libros de pedagogia que el método de interrogacién es un método activo y que s6lo él puede’ infundir vida a la clase y arrancar a la ensefianza del peligro mortal del dogmatismo. El principio es excelente si se quie- re decir con ello que la elase no debe ser como un sermén. Todos esta- mos de acuerdo en este punto. Pero es el caso de preguntarse si toda interrogacién es activa y solicita realmente la actividad. El problema esté ahi. Ante todo, es evidente que ciertas ensefianzas, en las que se trata de exponer hechos, ya totalmente ignorados, ya mal eonocidos por los nifios, y, en la medida de lo posible, de explicarlos, reservardn a la in- terrogacién sélo un lugar y un papel limitados. En materia de historia la interrogacién no puede tener mas que un objeto: el de asegurarse de que los hechos han sido bien registrados por la memoria, y si se quiere que esa ensefianza sirva al mismo tiempo para la formacién de la inteligencia, el de que esos hechos estén bien ligados en el pasado, coordinados entre si y agrupados, en lo posible, en torno de una gran idea directora que facilite su comprensién. Es preciso, ademas, que no tenga, como suele tener, un cardcter esporddi- co y que no se limite a apelar a simples reminiscencias, apenas unidas entre si, como los cuadrados de una capa de Arlequin. De todos modos se comprende que aqui el papel principal corresponde a la leceién del maestro, animada por todo lo que pueda hacerla conereta y viviente, y que la interrogacién no puede ayudarla sino en la medida restringida en que es susceptible de romper su monotonia. En materia de instruccién civica, la costumbre — iba a decir, la mania, — de interrogar, puede conducir a divertidos equivocos. Tal el caso de ese maestro que, debiendo hablar del gobierno, comienza por preguntar a los alumnos qu'én gobierna en Francia. j‘‘Sefior: son los diputados’’! responde el mas avispado de ellos y con el acento de la conviccién mas profunda. Hagase eomprender a ese nifio que se equivo- ca, por lo menos teéricamente... Hubiese s'do preciso, ante todo, expli- car lo que signifiean las palabras ‘‘gobernar’’ y ‘‘gobierno”’, pues esas palabras pueden originar toda clase de confusiones. El maestro las evi- taré diciendo claramente de qué habla. De lo contrario, a falta de esta luz preliminar, le ocurriré lo que al mono de la fabula, que olvidé encender su farol. Lo que acabamos de decir de la historia y de la instruccién civica podriamos decirlo, en medida aun més apreciable, de otras ensefianzas. Las reglas de la gramitica, por ejemplo, y las formas del lenguaje, por Jo menos las que se ensefian en la escuela primaria, no son, en su : 16 ef mayoria, mis que simples convenciones 0 productos de la costumbre y la interrogacién no’ puede servir, por consiguiente, més que para ve- rifiear que se las ha registrado en la memoria. En !as ciencias natura- les.los hechos y las leyes son con frecuencia tales que la simple obser- vacién no podria revelarlas.. La tarea del maestro debe consistir en este caso, més en prevenir y disipar asociaciones confusas que en sus- citar el espiritu de inventiva y de descubrimnento, facultad. preciosa, sin duda, pero que slo se podr ejercer titilmente, y aun de una mane- ra limitada, en un grado de desarrollo ulterior. : En las ciencias abstractas, en las que el razonamiento desempefia un papel primordial, se puede sin duda, procurar, cuando se tratagde cperaciones elementales de “hallar por si mismo’’ siguiendo las reglas légieas de la deducei6n, y conviene agilitar la inteligencia del alumno en esta gimnasia, para infundirle confianza en si mismo, y hacerle pal- par, como quien dice, el maravilloso poder ereador de la inteligencia. Pero es preciso ser un Paseal para inventar o redeseubrir los primeros libros de geometria, Nuestra ambicién no va tan lejos. En realidad, las reglas de céleulo y los principios elementales de la geometria, se en- sefian, ante todo, como hechos generales y la interrogacién no tiene valor sino para comprobar que han sido comprendidos y que pyeden ser aplicados a ejemplos nuevos. En pocas palabras, la interrogacién en Ia escuela primaria tiene més un valor de control, que un valor de investigac’én y de descubri- iento. Si es verdad, como se ha dicho, que la curiosidad es el comien- zo de la ciencia, no es menos cierto que no se edifica en el vacio y que Ja tarea del maestro consiste, ante todo, en asegurar las bases sdlidas del saber. Para ello, no hay necesidad de dogmatismo. No puede haber dog- matismo cuande se dice que las cosas son lo que son, en la medida, naturalmente, en que tenemos nocién segura acerea de su naturaleza. La dialéetica platéniea, simple juego de conceptos que permite a un interrogador habil aguzar el espiritu a fin de hacerlo pasar de uno a otro, no tiene lugar en Ja escuela primaria, en la que el maestro en- sefia, ya hechos, ya verdades elementales que sélo dependen del buen sentido o de la aptitud normal de la inteligencia para percibir las for- mas mas generales del razonamiento. - En esa tarea, por cierto delicada, el maestro podra utilizar la inte- rrogaeién como un medio para situar los eonocimientos adquiridos y li- garlos a conocimientos nuevos. Pero deber& hacerlo con mesura y con- fiando, sobre todo, en ese instinto profesional que le permite presentir las necesidades intelectuales del nifio, y disipar las confusiones entre las cuales se debate. Pues es preciso recordar a cada instante que el nifio no Mega al conocimiento con ojos nuevos, sino con ojos lenos ya de imagenes mas o menos deformantes, y la dificultad penosa para com- prender que a veces experimenta, proviene de las representaciones falsas con que de antemano ha poblado su espiritu. Manejada asi, con tacto, como una herramienta para quitar es- combros 0 como una sonda, la interrogacién podra prestar los mayores servicios. En cambio empleada sin método ni oportunidad, introduciré. cn la clase una vida ficticia, una agitacién revuelta poco favorable pa- ra la asimilacién intelectual, en una palabra, daré la ilusién del trabajo, como la mosca del coche, que se agita sin resultado util. Emplear la interrogacién como conviene es cosa que no depende, Gesgraciadamente, de ningim método codificable en reglas. Es un don tanto como un arte, La experiencia profesional permite, en cierta me- ida, reemplazarlos y por eso se reconoce enseguida al buen maestro por la sobriedad y la oportunidad de sus preguntas, asi como por la adaptacién de éstas a su auditorio, Sélo con 4 los nifios sienten con- fianza y vencen su repugnancia a contestar o hardin un esfuerzo para reprimir su aturdimiento. Pues se dan euenta de que con @ la inte- rrogacién no es un juego pueril de adivinanzas o un simple resorte que suelta un mecanismo intelectual ya montado sino un verdadero auxi- liar y un alivio en la conquista, siempre un poco penosa, del saber. M. DA COSTA . Inspector general de escuelas primdrias de Francia.

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