El menú decía, textualmente, “parrilla de carne y pollo”, junto a un
precio que equivalía a algo así como la mitad de lo que ese plato costaría en Caracas. Yo le dije a los dos amigos que me llevaron que entonces había que pedir algunos vegetales para acompañarla, una ensalada de aguacate y palmito y, ya que estábamos en Maracaibo, una ración de patacones y un buen queso asado. Pero ellos no me advirtieron que la parrilla incluía en sí misma todas esas cosas, además de jamón, queso, papas fritas, yuca frita, tomate y lechuga, en una fuente gigantesca y humeante. Me dejaron pedir de más, tal vez porque no pensaban que yo estuviera pidiendo de más. La idea zuliana de los límites parece ser más amplia de lo que ya es en la capital de un país petrolero como lo es Caracas. Y todo estaba muy bueno. Tan bueno como estaban de frías las cervezas (Zulia, naturalmente). Ayudaba a explicar porqué eran tan robustos los mesoneros de pajarilla apretada y punzante sentido del humor que circulaban entre las mesas ocupadas por no menos corpulentos comensales. Y también a entender por qué es un lugar donde se reúne la élite profesional zuliana y donde uno puede encontrarse al rector de LUZ despachando desde ahí. Se trata de la Fuente de Soda Irama. Mi guía, el escritor e historiador Norberto José Olivar, la inmortalizó en su novela Un vampiro en Maracaibo. Me explicó Norberto José que sobrevivió a la época de las entrañables fuentes de soda que instalaron los extintos automercados CADA; la Irama no era de CADA pero emulaba su remotísimo aire de diner gringo, con una maravillosa decoración setentosa que sobrevive entre las pantallas de plasma. Mis amigos me decían que no, que Maracaibo ha perdido mucho, que ya no es la misma, que se ha ido transformando en algo diferente, en algo más parecido al resto del país. Que ese Zulia canónico que cuentan las gaitas es una idealización. Yo les replicaba que para los que no somos zulianos, el Zulia sigue ostentando una peculiaridad: un acento, un sentido del humor, un exceso comestible como la macarronada. Y que la fuente de soda Irama, con ese menú donde convivían los tequeños con el filet mignon y la pasta a la boloñesa, y esas conversaciones tan maracuchas retumbando a mi alrededor, confirma que Maracaibo es otra cosa, que no se ha uniformado con esta geografía urbana de la modernidad que tiende a hacer que todas las ciudades se parezcan demasiado entre sí. Irama me pareció no sólo un estupendo lugar donde comer –donde comer sencillo, sabroso, abundante, sin pretensiones gourmet, sin música chill out ni promotoras voluptuosas- sino también un ejemplo de cómo lo local puede negociar con lo externo y lo viejo con lo nuevo. Tiene sus mesoneros, su decoración y su menú de toda la vida, pero un flamante aviso patrocinado por una empresa y sus buenos televisores de plasma. Está en la esquina de una urbanización, bien visibles y con puestos de estacionamiento, no en un mall. Y lo que más me gustó, aparte de la parrilla de carne y pollo, es que si la idea de partida es una importación, el resultado me resultó tremendamente maracucho. Yo no soy zuliano, pero celebro los regionalismos. Porque no quiero un país emparejadito como un cuartel ni un mundo franquiciado. Quiero muchas Iramas, congeladas en el tiempo, con sus cervezas bien frías.