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LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Colección LADO B
Dirigida por Hernán Díaz
Olympe de Gouges
Etta Palm
Théroigne de Méricourt
Claire Lacombe
CUATRO MUJERES EN
LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Estudio preliminar:
José Zasbón
Traducción:
José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowsky
Editorial biblos
LADO B
Cuatro mujeres en la Revolución Francesa /
Olympe de Gouges...[et al.] 1ª de.
Buenos Aires: Biblos, 2007
211 p; 12 x 19 cm.
ISBN 9789507866098
1. Historia de la Revolución Francesa
CDD 944.04
Diseño de tapa: Luciano Tirabassi U.
© de la Introducción: José Sazbón, 2007
© de la Introducción y las notas: José Emilio Burucúa y
Nicolás Kwiatkowski, 2007
© Editorial Biblos, 2007
Pasaje José M. Giuffra 318, C1064ADD Buenos Aires
info@editorialbiblos.com / www.editorialbiblos.com
Hecho en depósito que dispone la Ley 11.723
Impreso en la Argentina
Esta primera edición de 1.000 ejemplares
se terminó de imprimir en Indugraf S.A.,
Sanchez de Loria 2251, Buenos Aires,
República Argentina,
en julio de 2007
FIGURAS Y ASPECTOS
DEL FEMINISMO ILUSTRADO
José Sazbón
El desarrollo de los estudios de género ha tenido lugar siem
pre –y en esto exacerba un elemento que no le es exclusivo–
con una aguda conciencia problemática de la naturaleza misma
del enfoque que lo legitima. No sólo como especialidad emer
gente razona su espacio en la distribución del saber sino que,
de entrada se erige como conocimiento antagónico que relati
viza las verdades adquiridas en cierto campo. Particularmente
ésa es la situación en la orientación que han tenido los estu
dios de género en la investigación histórica: la historia de mu
jeres no es un simple departamento de la historia general, sino
con frecuencia una historia alternativa que socava la validez
de la otra historia, presuntamente neutra pero en realidad
masculinista. A diferencia de otras iniciativas renovadoras que
se dan en la disciplina histórica (microhistoria, egohistoria,
etc.), las cuales se convierten en puntos de vista sistemáticos
que agregan una faceta a la exploración del objeto de la reali
dad histórica sin por eso suprimir otros ángulos de visión ya
establecidos, la historia de mujeres introduce necesariamente
un factor desestabilizador en la medida misma en que no pue
de renunciar a su vocación revisionista.
Pero además, y esto también en contraposición a otras va
riedades de estudio, la historia de mujeres no es solamente una
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José Sazbón
perspectiva académica, ya que prolonga su sentido en la esfera
pública como recurso intelectual de un movimiento rei
vindicativo en el que los reclamos de género se hacen sentir
como una demanda epocal de vigencia de derechos posterga
dos. La mirada al pasado tiene su punto de apoyo en un pre
sente entendido como deficitario y es esta situación la que pro
yecta sus ansiedades sobre una historia pasible de reescritura,
dotándola de claves hasta el momento subutilizadas o inexis
tentes. De allí que una gran parte de la literatura feminista
sobre la historia de mujeres esté dedicada a la discusión de su
status mismo como especialidad y como plataforma de mili
tancia académica. En el extremo opuesto de la opinión de Eric
Hobsbawm, para quien no tendría sentido desarrollar una
rama especializada de la historia que tratara exclusivamente
de las mujeres, ya que “en la sociedad humana los dos sexos
son inseparables”,1, la historiografía feminista ha llegado a
plantearse justamente eso: la elaboración de una historia
paralela y sistemáticamente diferencia de la “historia oficial”. 2
Una formulación expresiva de ese propósito es la que
transparenta la designación herstory,3 con la cual las
feministas norteamericanas ponen de relieve su interés
estratégico en recuperar la experiencia y la actividad
femeninas como constructoras de historia (el término,
obviamente, es un giro idiomático e irónico a partir de 'history',
pues siendo en inglés his y her adjetivos posesivos
respectivamente masculino y femenino, con un brusco
movimiento deconstructivo, la historia [history] es denunciada
en bloque como producto –real y cognoscitivo– de la do
minación masculina necesitado de enmienda).
Lo que importa en este vuelco de la mirada es que se esta
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
blece una perspectiva crítica, depuradora y reconfiguradora de
la historia en virtud de la cual el sentido de los relatos consa
grados es sospechado de culpable parcialidad y, por tanto, im
pugnado. Así, de una restitución en otra, se favorecen balances
alternativos de los hechos y procesos conocidos: en ellos, las
mujeres recuperan individual y colectivamente, su función de
sujetos históricos, con todo lo que ello supone: la incorporación
del género como categoría de análisis histórico impone una re
estructuración de las claves del acontecimiento, una conside
ración más sobria de las gestas que el canon consagra y una
atención más firme a las relaciones de poder que en el pasado
pudieron obliterar o neutralizar la contribución femenina a la
historia común.
Tomando inspiración de ese impulso –y sin necesidad de
suscribir alguna de las posiciones teóricas del feminismo his
toriográfico–, nos parece que una aplicación relevante de tal
enfoque es la consideración del papel de las mujeres en la Re
volución Francesa y, más precisamente, ya que tal rol fue des
empeñado en varios planos, la intervención política que ejer
cieron durante el proceso, tanto en cuanto individualidades
como en sus manifestaciones colectivas. Desde luego, esta pre
sentación será selectiva, aunque tratará de suministrar un
cuadro representativo de las personalidades femeninas invo
lucradas así como del activismo de las mujeres en distintos
momentos del período considerado. Puesto que la presencia
eficaz de las mujeres en el acontecimiento, su capacidad para
imprimir un vuelco a la situación o fortalecer un giro en curso
es una función del puesto peculiar que las circunstancias les
permitieron ocupar, el primer tema interesante que se plantea
es el del cotejo de esta inserción con otras eventuales en los
procesos revolucionario de la modernidad.
LAS MUJERES EN LAS REVOLUCIONES MODERNAS
Desde este punto de vista –como desde otros– la Revolución
Francesa puede ser cotejada tanto con estallidos similares del
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
ernizadoras de las asimetrías del poder–, su real contribución
reside en las indagaciones particularizadas sobre la parti
cipación y el involucramiento de las mujeres en rebeliones y
levantamientos que, además de Francia, afectaron a Inglate
rra, Bélgica, Holanda y la colonias inglesas de América. La
diversidad de los marcos concretos en que se ejercieron las ac
ciones estudiadas, de los lapsos temporales bajo examen y del
tipo de intervención femenina en cada caso escrutada hace di
fícil una comparación de conjunto, más allá de una clara per
cepción del contraste entre el caso francés y los de otros países:
sólo en Francia y particularmente en París se asiste a una ar
ticulación neta entre la movilización femenina y la política
nacional. Con todo, en un panorama general en el que las mu
jeres son vistas menos como individualidades que como suje
tos colectivos, resalta el caso de una personalidad que en su
tipo no tiene un equivalente francés: el caso de la norteameri
cana Abigail Adams, quien advirtió a su marido John Adams,
en la época en que éste colaboraba en la Declaración de Inde
pendencia, que tuviera en cuenta en ella a las mujeres, ya que
de otro modo éstas no se sentirían ligadas por leyes que no les
otorgaban voz o representación. La falta de continuidad de este
planteo,5 intrigante pero carente de consecuencias, así como el
carácter intersticial o discontinuo de la participación femeni
na en las movilizaciones de Boston, Bruselas o Inglaterra,
muestran por oposición el relieve fundamental que adquiere la
situación francesa, cuya descripción resultaría imposible si se
omitiera la masiva intrusión de las mujeres en el teatro de los
acontecimientos y en las alternativas de la lucha.
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
tica.8 Distinta es la situación en la época de la guerra civil in
glesa, cuando, reiterándose un rasgo definitorio de la revuelta
neerlandesa, es decir la sobredeterminación religiosa de las
posiciones en lucha, existe en este caso un ingrediente femeni
no notorio en ese nivel que permite apreciar, en el bando revo
lucionario, una contribución específica a las formas de concien
cia y la configuración de los hábitos de vida que proviene, par
ticularmente, de las mujeres. En un medio discursivo amplia
mente saturado por un léxico, unos paradigmas y unas fuentes
de legitimidad que derivaban de la Biblia y de las rutinas de la
predicación, la impugnación del poder y del estado social se
expresaba en ese lenguaje y en circuitos de comunicación am
pliamente receptivos al mensaje profético, un escenario en el
que las mujeres tuvieron una especial figuración.9 El caso de
las mujeres predicadoras abarca un período más amplio que el
decenio de la guerra civil (los años de 1640) 10 pero adquiere
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José Sazbón
una significación particular cuando se lo articula con las pers
pectivas audaces sobre la condición femenina que fueron mi
pulsadas por el espíritu revolucionario de esos años. Pero ade
más de poner en circulación los temas del igualitarismo de los
sexos –con la consiguiente superación del papel subordinado de
la mujer en la familia, en la sociedad y en el culto–, de una
ampliación de la libertad sexual en general y de una inventiva
reformulación de pautas culturales (lo que un historiador lla
ma “asombrosa explosión de desinhibida especulación”),11 la
participación de las mujeres en los años de la Gran Rebelión
repercutió también en los altos mandos en virtud de la crédula
atención que, también en ese nivel, se concedía a la palabra de
las mujeres visionarias.12 Además de esas ocasiones de mani
11. Christopher Hill, The Worl Turned Upside Down. Radical Ideas
During the English Revolution (1972), Hardmondsworth, Penguin, 1978,
cap. 15: “Base Impudent Kisses”; la cita, en la p. 313. una expresiva
reacción de alarma ante el fenómeno de las mujeres predicadoras es la
contenida en el dístico burlón: “When Women Preach, and Cobblers
Pray/The Fiends in Hell, make holiday” (Cuando las mujeres predican y
los zapateros rezan/En el Infierno los diablos están de fiesta) difundido
ya en 1641 en Lucifers Lucky, una pieza citada por Brian Manning en su
The English People and the English Revolution (1976), Hardmondsworth,
Penguin, 1978, pp. 53 y 349.
12. Una estudiosa de la actividad de las mujeres visionarias en el siglo
XVII inglés menciona el caso de Grace Barwick, quien “viajó 150 millas
para advertir a los oficiales del ejército parlamentario” sobre la
necesidad de eliminar “la opresión de los diezmos” y conceder al
pueblo “la verdadera y perfecta libertad”. Véase Phyllis Mack, “The
Prophet and Her Audience: Gender and Knowledge in «The World
Turned Upside Down»”, en Geoff Eley y William Hunt (eds.), Reviving
the English Revolution. Reflections and Elaborations on the Work of
Christopher Hill, Londres, Verso, 1988, p. 140. Aun más impresionante
es el siguiente ejemplo, referido por Brian Manning: “En lo más agudo
de la crisis de la revolución inglesa, el Consejo de Oficiales del ejército
interrumpió durante dos días sus discusiones sobre el destino del rey y
la futura constitución de Inglaterra para escuchar a Elizabeth Pool, una
pobre mujer trabajadora, e interrogarla sobre las revelaciones que había
tenido en un sueño y que ella interpretaba como advertencias contra la
condena a muerte del rey y contra la adopción de las propuestas
constitucionales de los Niveladores”; Brian Manning, 1649. The Crisis of
the English Revolution, Londres, Bookmarks, 1992, p. 140.
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José Sazbón
LAS MUJERES EN LA REVOLUCIÓN FRANCESA
Mientras en el caso de otros procesos revolucionarios ante
riores o epocalmente contemporáneos al francés, pueden na
rrarse sus vicisitudes principales –aquellas que articulan un
desarrollo y dan un sentido a sus desemboques– sin tener en
cuenta a las mujeres como polo de iniciativa y un factor grupal
interviniente, ello no es posible en ese proceso que sus actores
y espectadores llamaron tempranamente y celebraron como
Revolución Francesa.15 Las mujeres están notoriamente pre
sentes desde las primeras fases de la revolución, a veces en un
ruidoso primer plano, a veces como una sorda latencia tumul
tuosa; en unas ocasiones como consolidado sujeto colectivo, en
otras como un grupo internamente dividido: ninguna secuencia
narrativa podría pasarlas por alto sin falsear la trama concre
ta de los acontecimientos. Bastarán aquí algunas referencias
significativas para ilustrar esa inserción.
La primera gran muestra de su capacidad generativa de
hechos revolucionarios la dan, en París, las mujeres de pueblo
cuando, en una coyuntura difícil de estancamiento parlamen
tario y penuria de subsistencias, deciden con autonomía recla
mar al rey una solución inmediata al desabastencimiento, pero
haciéndolo en condiciones tales que transforman el reclamo
económico en una intervención política. La pauta, por lo de
más, es recurrente: en distintos momentos, la crisis económica
desencadena una crisis política, cuando no se superpone a ella.
Pero en octubre de 1789 y en lo que concierne a la independen
cia con que las mujeres deciden llevar a cabo un movimiento
reivindicativo, no hay duda, como tampoco la hay sobre el cli
ma de agravio en que se gestó la iniciativa. Las llamadas “jor
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pués el vituperio de Taine.17 La participación de las mujeres en
las jornadas de octubre debe verse como parte de un resorte
más general que escande el proceso revolucionario: a cada
momento de estasis, de parálisis de la acción del cuerpo políti
co, es la movilización de los excluídos de él la que desbloquea la
situación18 y permite reanudar la marcha de las reformas y los
trabajos de la Asamblea.
Este resultado no es siempre deliberado sino que obedece a
la combinación de una intención previa y un desemboque no
buscado, pero funcional a la radicalización del proceso. Las
mujeres que se reunieron en París para marchar sobre Versai
lles no se proponían exigir al rey que aprobara las resoluciones
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
de la Asamblea (entre ellas, la fundamental Declaración) y la
supresión de los derechos feudales, pero eso es lo que obtuvie
ron con audaz intrusión en el palacio y la firmeza de sus
reclamos: el rey no sólo les prometió abastecer a París sino que
otorgó finalmente su aval a las decisiones de la Asamblea, per
mitiendo así la reanudación de la agenda revolucionaria. La
intervención política de las mujeres es parte de la intervención
política del pueblo sansculotte, sin que ni unas ni otro posean
aún derechos políticos: la categoría de ciudadanos pasivos se
extinguirá con el sufragio universal masculino, pero la margi
nación actoral de las mujeres subsistirá sin remisión ni ate
nuación. De todos modos, las agitadoras de octubre, así como la
gran masa de las mujeres francesas, no se movilizaron por
derechos políticos para su sexo, sino para ratificar, para ellas y
sus familias, el derecho a la vida (como lo harán cada vez que
se plantee la cuestión del precio de las subsistencias). El tema
de la ampliación de los derechos políticos sin distinción de sexo
se presentará más adelante, aunque en círculos restringidos y
sin necesaria concordancia con la elevación del nivel de con
ciencia de la población femenina o, para el caso, de la militan
cia sansculotte. Lo que en cambio parece haberse afirmado,
incluso desde antes de las jornadas de octubre (y quizá prepa
rándolas) es un excluyente orgullo femenino, una confianza en
las propias fuerzas capas de dirimir las periódicas impasses en
las que recaía el curso de la Revolución: “Los hombres vaci
lan… son cobardes… Mañana las cosas irán mejor… nos pon
dremos nosotras al frente”. 19 Aplomo que se repetirá, desafian
te, dos años después cuando, reiterándose el traslado forzoso
19. La historiadora Olwen Hufton, quien cita esas expresiones, juzga que
ellas surgen siempre como preludio a una “jornada” de las mujeres. En
el mismo lugar cita también la generalización de A. Lasserre (en La
participation collective des femmes pendant la Rèvolution française; les
antecédents du feminisme, París, 1906): “Los hombres siguieron el
impulso de las mujeres”. Véase Olwen H. Hufton, Women and the
Limits of Citizenship in the French Revolution, Toronto, University of
Toronto Press, 1994, pp. 13-14 y 158.
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de la familia real (detenida en Varennes luego de frustrada su
fuga) hacia París, se las escuchará decir presentándose en la
barra de la Asamblea: “Son las mujeres las que trajeron al rey
a París y son los hombres quienes lo dejaron escapar”.20
Las jornadas de octubre del 89 fueron una manifestación
característica (y temprana) de la fuerza grupal de las mujeres
en una acción exitosa gestada con autonomía pero llevada a
cabo con un concurso masculino que, sin embargo, no llegó a
desdibujar su perfil de género. En lo sucesivo, aún sin alcan
zar ese concentrado dramatismo, las iniciativas femeninas pro
liferarán, particularmente en actividades asociativas: clubes,
de mujeres o de los dos sexos, peticiones, procesiones, proyec
tos de regimientos de “amazonas”, etc. Todas estas iniciativas
formas parta del proceso general y no pueden entenderse sin
él, incluyendo el relativo éxito de algunas y las frustraciones de
otras: de hecho, es sólo una mirada selectiva y unilateral la que
abstrae de la masa de acontecimientos y de la intelección del
conjunto el componente femenino (en cuanto pueda deslin
darse ese carácter) para contraponer su trayectoria ideal con la
de la marcha concreta de la Revolución, la cual incluye y,
también, asigna un sentido a la contribución femenina. Una
generalización poco cuestionable es la siguiente: si bien las
mujeres se movilizan frecuentemente para reclamar por las
subsistencias –y lo hacen con espíritu alerta y rápidos reflejos
ante la carestía renaciente–, sus expresiones públicas exceden
largamente esa motivación y en algunos casos (en sintonía con
la radicalización de la Revolución) incluyen explícitamente rei
vindicaciones que ponen en juego la condición femenina tal
como los nuevos tiempos la refiguran ante sus ojos. Así, la pau
ta más común es la que muestra a las mujeres sansculotte to
mando orgullosa posesión de las tribunas para hacer valer, sin
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
embarazo, su condición de trabajadoras y amas de casa ago
biadas por una situación que está en manos de los represen
tantes solucionar.
Por un lado, pues, las repetidas manifestaciones en deman
da de alivio a las penurias de la familia y del trabajo (precios
máximos, tasaciones populares del pan o del jabón, por ejem
plo): en este caso, los reclamos por los hogares desabastecidos
pueden llegar hasta el recinto mismo de la representación na
cional en una apuesta que las mujeres hacen, con su comporta
miento decidido, al primado de los derechos elementales, vita
les sobre su mediación o postergación por otros asuntos de Es
tado. Se puede recordar, en este punto, cómo el evitable divor
cio entre los políticos jacobinos y la masa sansculotte tiene una
instancia emblemática en el desdén con el que Robespierre (el
más lúcido de ellos) trató los violentos reclamos de aba
ratamiento de los artículos de gran consumo 21 considerando
que el pueblo debía movilizarse por cosas más importantes que
“viles mercancías”.22 Pero por otro lado, de manera más
compleja y accidentada, y sobre todo más dispersa y menos
consensual, se insinúa una firme demanda de participación en
distintos niveles de la vida política: con menos frecuencia y
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neas de fuerza mayores que atraviesan el campo de la acción y
la reflexión políticas, así como computar la tiranía de la coyun
tura, que impidió la maduración de opciones ecuánimes y que
hubiesen estado en mayor consonancia con las virtuales pro
mesas del liberalismo del 89.
EL FEMINISMO ILUSTRADO
Sobre esa virtualidad se ha extendido el filósofo Guido De
Ruggiero enun esquema comprensivo carente de cualquier
atisbo de la problemática feminista de la Revolución, pero
igualmente fecundo para la incorporación de esta última en
virtud de la lógica subyacente en el esquema. El enlace es
posible porque la base más firme de las reclamaciones feme
ninas es la universalidad de los derechos consagrados en la
Declaración y es este documento el que toma en cuenta De
Ruggiero para su interpretación de la eventual prolongación de
las conquistas revolucionarias contenidas en la nueva
institucionalidad jurídica.
En su Historia del liberalismo europeo, el mencionado es
tudioso hace notar, entre otras particularidades del discurso
revolucionario, que la “Declaración de derechos”, carta emble
mática del régimen instaurado en 1789, contenía un principio
expansivo, el cual, orientado a la promoción de la libertad y la
igualdad, tendía necesariamente a la cristalización cada vez
más sustantiva y amplia de esos valores. Es conocido el ciclo
tormentoso que entonces se inicia: en él, los postulados y las
realizaciones entrarán en una inevitable fricción recíproca que
será el nervio mismo del proceso y el impulso a la autotrascen
dencia de lo que ya antes del asalto a la Bastilla comenzó a
llamarse “la revolución francesa” o, con un plural premonito
rio (luego ampliamente confirmado), “las Revoluciones de
París”.28 El marco sistemático de esa dilatación abarca las tres
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
dimensiones en juego: la jurídica, la política y la social, lo que
en la síntesis expresiva de De Ruggiero aparece como el des
pliegue de aquello que in nuce albergaba idealmente aquel do
cumento: la Declaración “contiene en potencia tres revolucio
nes: una revolución liberal stricto sensu, una revolución demo
crática y una revolución social”29 este esquema es válido y lo
sustentan tanto el encuadre histórico retrospectivo como la
conciencia contemporánea de los actores, abocados desde el
comienzo mismo de la Revolución a un escrutinio implacable de
la validación de las promesas de libertad y de igualdad. Pero
en tanto lógica del principio expansivo deruggeriano se rige por
la prolongación ideal del contenido sustantivo de esos valores,
la encarnación efectiva del principio se topa con las resis
tencias que le opone la situación histórica y el estado del cam
po de fuerzas sobre el que debería aplicarse. De un lado, pues,
la continuidad formal y la coherencia deductiva de los valores
revolucionarios; del otro, la tamización implacable que la dura
contingencia, “la fuerza de las cosas”, opone a ese despliegue,
desviándolo hacia una validación incompleta, parcelada y aún
contradictoria de tales valores.
Ahora bien, la evocación del esquema de De Ruggiero resul
ta servicial en más de un sentido. En primer lugar, diseña, en el
marco del proceso revolucionario, la brecha entre lo permitido
por el concepto (el desenvolvimiento consistente de las ideas de
libertad e igualdad) y lo autorizado por el estado de cosas: el
autor distingue un plano del otro con la convencional metáfora
de la sazón de los frutos: sólo la revolución liberal había “madu
rado verdaderamente”; las otras dos eran “inmaduras o prema
turas”.30 En segundo lugar y sobre todo, el esquema, con su
disyunción entre lo virtual y lo efectivo –con su corolario sobre
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el margen de lo posible y la latencia de lo reprimido– se adapta
sin ningún forzamiento a la situación, formalmente paradójica,
de las mujeres en el terreno de los derechos conquistados por la
Revolución: titular de derechos naturales y a fortiori beneficia
ria de la especificación política de esos derechos, la mujer se
encuentra en cambio excluída de la ciudadanía política aun des
pués de que se elimina la restricción censitaria. Existe entonces
un real paralelo con la distinción deruggeriana entre transfor
maciones maduras y conatos prematuros: la ciudadanía feme
nina, voceada como reclamo por algunas publicistas o agitado
ras, no llegó a integrar la agenda revolucionaria por su carácter
“prematuro”, aunque de manera discontinua durante gran par
te del proceso se reconocieran de hecho (y aun se celebraran) las
prácticas ciudadanas de las mujeres y su participación en accio
nes combativas o demostrativas. No hace falta insistir en que la
calificación de “prematuro” para un impulso frustrado se apoya
en el cómodo ángulo de visión que provee la perspectiva históri
ca, con su cuidadoso balance de lo realizado, lo realizable y lo
que el ciclo concluido enseña como puro conato destinado al fra
caso. Pero en el propio nivel de la fabricación de la historia (cu
ando no es historia sino invención y riesgo) los actores proyectan
finalidades para las cuales extraen recursos de una virtualidad
contemporánea interpretable como diferida constelación objeti
va, y en este caso ¿cuál virtualidad sería más potente que la
positivación de los derechos naturales solemnemente consagra
dos? Ése es el marco en que se despliega el discurso feminista
durante 1790, en plena correspondencia con varias otras expec
tativas sectoriales que en esos años encontrarán su cumplimien
to, si bien en varios casos éste será discontinuo 31 o se verá inclu
so anulado.32 En la medida en que la extensión de derechos polí
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
ticos a las mujeres es un reclamo que invoca la congruencia en
tre los principios generales y las aplicaciones particulares, el
riesgo de un cortocircuito entre un plano y otro ya había sido
advertido, y repetidamente, por los críticos de la letra constitu
cional. Mirabeau tuvo oportunidad de denunciar, en la Declara
ción, las “múltiples restricciones, las minuciosas precauciones,
las laboriosas condiciones” que enmarcaban el ejercicio de cada
derecho concedido.33 La prevención del artículo 11 contra “los
abusos” de la libertad de prensa inspira a Les Révolutions de
Paris esta síntesis alarmista: “Hemos pasado rápidamente de
la esclavitud a la libertad, marchamos todavía más rápido de la
libertad a la esclavitud”.34La exigencia del “marco de plata” como
parámetro fiscal para la elegibilidad a la representación nacio
nal suscitó una oleada de críticas, entre ellas las de Robespie
rre35 y el abate Grégoire, adalides antiexlusionistas que pro
movieron también los derechos de los negros y de los judíos.36
29
José Sazbón
Todas estas reacciones muestran una sensibilidad política aler
ta a las transgresiones y las incongruencias que acompañaban
la instauración del nuevo régimen revolucionario, un régimen
cuya sola legitimación ideal se basaba en la incontrastable vi
gencia de los derechos naturales.
El feminismo de la época, por su parte, insistirá en la in
consistencia lógica y jurídica que supone proclamar la univer
salidad de tales derechos, fundar en éstos la comunidad políti
ca y luego segregar de ella a una considerable fracción cuyos
miembros ostentan el título expresivamente habilitante de ciu
dadanas. Esa exclusión de la soberanía, apoyada en hábitos
mentales y prevenciones sobre la incompatibilidad de la natu
raleza femenina con la conspicua esfera pública, será impug
nada por los defensores de la participación política femenina
con argumentos y figuras polémicas del repertorio de la Ilus
tración. Ésta, por lo demás, no es una fuente distinta de la
utilizada por los exclusionistas: Elisabeth Roudinesco y Pierre
Rosanvallon, entre otros, han demostrado la fuerza del paradig
ma naturalista que, con el apoyo de la filosofía, la literatura y
la medicina, define a la mujer como un ser instintivo, afectivo,
débil, inestable, inapto a la razón;37 pero ambos autores indi
30
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
can también la existencia de otra línea del pensamiento ilus
trado, minoritaria y más inclinada a la percepción liberatoria
de toda aquella sabiduría como mero “prejuicio” derivado de la
costumbre y no de criterios racionales. El antecedente remoto
de esta posición se encuentra en la obra de Poulain de La Ba
rre, quien en 1673 hizo notar que el prejuicio más tenaz entre
todos los que afectan las actitudes es “el que comúnmente se
tiene sobre la desigualdad de los sexos”, el cual, como todos los
demás, se origina en la inclinación a “atribuir a la naturaleza
lo que sólo viene del hábito”.38 Un siglo después fue el mismo
Sieyès, el teorizador de la distinción entre ciudadanos activos
y pasivos, quien no encontró otra razón que el “prejuicio” para
la exclusión de las mujeres del contingente de ciudadanos acti
vos,39 pero significativamente esa lúcida percepción fue, en tan
to razonador, más un síntoma de malestar lógico que un es
tímulo para enderezar las costumbres, pues en los textos cons
31
José Sazbón
titucionales que propuso la mujer continuó privada de la ciu
dadanía política.40 El mismo contraste de audacia racional e
inhibición práctica en la consideración de la ciudadanía feme
nina caracteriza la posición de Condorcet, firme defensor teó
rico de la equiparación política de la mujer y constitucionalista
plegado, en este punto, al consenso adverso. 41 No obstante, más
allá de esta inconsecuencia debida al predominio del realismo
político sobre la convicción filosófica, Condorcet será el pensa
dor más sinceramente abocado a la refutación teórica del te
naz atavismo que ve en la mujer un ser inapto para participar
en la gestión de la cosa pública, y ése es el papel que se le
40. En otro documento del mismo año 1789, Sieyès deja entrever alguna
modificación futura al respecto, ya que entre quienes “no deben influir
activamente en la cosa pública” sitúa a los niños, los extranjeros y “las
mujeres, al menos en el estado actual”; Abate Sieyès, “Reconnnaissance
et Exposition raisonnée des droits de l'homme et du citoyen”, leído en
el Comité de Constitución los días 20 y 21 de julio de 1789; en la
recopilación de Christine Fauré, Les déclarations des droits de l'homme
de 1789, París, Payot, 1992, p. 103.
41. En el proyecto de constitución preparado por un comité de
diputados con mayoría girondina y del que Condorcet fue el más activo
inspirador y redactor, se asignan “los plenos derechos de un ciudadano
francés… a todo hombre de la edad de veintiún años, nacido en
Francia”, etc. véase “Or the Principles of the Constitutional Plan
Presented to the National Convention (1793)”, discurso de
fundamentación del plan ante la asamblea, en Condorcet, Selected
Writtings, ed. e introd. de Keith Michael Baker, Indianápolis, The Bobbs-
Merrill Company, 1976, pp. 143-182 (la cita, en p. 168). A propósito del
papel predominante de Condorcet en el Comité de Constitución, así
como de su intenso involucramiento intelectual en tal tarea véase, en el
volumen citado, la “Introduction” del editor, espec pp. XXXI-XXXIII,
pero sobre todo las partes relativas de la biografía de Elisabeth Badinter
y Robert Badinter, Condorcet. Un intellectuel en politique, París, Fayard,
1988, pp. 512-514 y 533-544. de interés es también esta mención de, se
diría, cierta conciencia culpable en algunos redactores del proyecto:
dado que éste “no preveía el voto de la mujeres. […] Lanjuinais se
excusó al respecto, en nombre del Comité de Constitución: «Los vicios
de nuestra educación hacen todavía necesario ese alejamiento, al menos
por algunos años»”; ídem, p. 537.
32
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
reconoce en la historia del feminismo. Por otra parte, la misma
situación de Condorcet en la coyuntura revolucionaria es evo
cativa de la articulación entre la ilimitación de la promesa “fi
losófica”, los ámbitos favorables a su propagación y la cam
biante fortuna del impulso renovador al que aquella estaba
destinada. En efecto, Condorcet, considerado habitualmente
el “último” philosophe y, al mismo tiempo, el único que partici
pa en la Revolución Francesa, es una figura emblemática no
exactamente por poseer esos atributos sino por encarnarlos de
un modo que vuelve patente su difícil compatibilidad, su ínti
ma discordia. Explorar todos los aspectos de esta contradic
ción llevaría lejos, pero se puede recordar brevemente cómo
durante el clímax revolucionario del Año II el prestigio de los
philosophes estuvo en su nadir (proscripción del volterianis
mo ateo, destrucción del busto de Helvétius, repetidas diatri
bas robespierristas contra los perseguidores de Rousseau,
además de la profunda antipatía jacobina por el perfil inte
lectual de los girondinos –a su vez reivindicadores de las Lu
ces–,42 etc) y que el hostigamiento que sufrió Condorcet en el
33
José Sazbón
34
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
dura de que se declaren en mi favor. Pero es bueno decir la
verdad, aun a costa del ridículo”.45 Ninguna inhibición, en cam
bio, turba la perfecta línea lógica que hasta su remate argu
mentativo sigue Condorcet en el texto más paradigmático que
produjo sobre la cuestión: “Sobre la admisión de las mujeres al
derecho de ciudadanía”. Es muy citado su pasaje sardónico so
bre la enfermedad de la gota o los resfríos frecuentes que debe
rían ser, para los hombres, tan inhabilitadores de los derechos
de ciudadanía como los embarazos o las indisposiciones pasa
jeras lo son –según el vigente atavismo– para las mujeres. Pero
el discurso en su conjunto es un modelo de alegato que diver
sifica y enriquece la argumentación para mejor concentrar sus
hallazgos parciales en la evidencia final de una sinrazón sólo
mantenida por aquella fuerza maligna odiada y tenaz que es
“el poder del hábito”. Delos varios desarrollos que contiene el
texto, dos merecen destacarse como muy propios del autor y
del estilo polémico de los críticos políticos de la época: uno es la
asociación, presente aquí y en el escrito de 1787, del déficit en
educación como motivo fundante de las pocas limitaciones rea
les que Condorcet admite en las mujeres. “No es la naturaleza,
sino la educación y la existencia social la causa de la diferen
cia”: es decir, no una fatalidad irreversible sino una situación
removible por el esfuerzo de transformación de las costumbres
y la propagación de las luces; esto, dicho por quien poco des
pués proyectará el más importante sistema francés de ense
ñanza en más de un siglo.46 El otro punto de interés es la de
nuncia del paralogismo que consiste en “continuar rehusando
a las mujeres el goce de sus derechos naturales sobre bases
35
José Sazbón
que sólo son reales porque ellas no ejercen tales derechos”. Lo
sugestivo en este caso es la analogía de esta defensa –que se
basa en la neutralización de una paradoja– con la que hacen
de los judíos, con vistas a su emancipación, el abate Grégoire,
Robespierre y otros: “El colmo de la inconsecuencia es el repro
charles crímenes después de haberlos forzado a cometerlos”.47
Antes de terminar el escrito, Condorcet había tenido una
efusión de aplomo filosófico y, para favorecer una evaluación
conspicua de sus tesis, había desafiado a sus eventuales con
tradictores a que lo refutasen sin recurrir a bromas o declama
ciones y a que le mostrasen una “diferencia natural entre los
hombres y las mujeres” que fuera una causa “legítima” de la
retracción de los derechos políticos de estas últimas. Tiene in
terés para la historia de las ideas comprobar cómo el desafío
fue aceptado exactamente un siglo después (1893) por un bió
grafo de Condorcet.48 En efecto, el publicista J.F.E. Robinet,
discípulo de Auguste Comte y difusor de su obra, responde a la
demanda polémica del philosophe sin incurrir en el sarcasmo o
en la vana peroración, pero también sin disimular el menos
precio cientificista que le inspiran su “filosofía metafísica”, sus
“ilusiones”, su “subjetividad abstracta”, su “metafísica consti
tucional”, en fin, “los principios” en virtud de los cuales Con
dorcet define a la vez y solidariamente los derechos natura
les y la franquicia política de la mujer. De hecho, el contraale
gato de Robinet amalgama un naturalismo de estilizado senti
do común49 y un sociologismo positivista satisfecho de la incre
36
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
mentada distancia que el nuevo saber mantiene con las qui
meras dieciochescas;50 orgulloso entonces del progreso de
las “ciencias morales y políticas” que en el presente ha permi
tido “el descubrimiento de las leyes sociológicas ausentes de
Condorcet y necesarias para completar y rectificar su teoría”. 51
La conclusión de que deriva Robinet del examen de las diferen
cias naturales y los hábitos sociales en cuanto a la mujer es
que “arrebatarla de su casa para exponerla en los comicios, en
las administraciones y en la tribuna de las asambleas es, sin
duda alguna, querer trastrocar el orden natural”, 52 fórmula que
unas páginas más adelante resulta consonante con una crítica
contemporánea a Condorcet (de enero de 1891) que el autor
cita para mostrar que ya en aquella época el filósofo estaba
aislado en sus fantasías igualitaristas; 53 sólo que Robinet, por
su parte, escribe en una fase de intenso sufragismo femeni
no,54 lo que da una connotación más militante a su réplica.55 Es
37
José Sazbón
todo un macizo período histórico el que separa al cientificismo
temperado por el sentimiento y la utopía que caracteriza a Con
dorcet del cientificismo agravado por el autoritarismo exclu
sionista y el conformismo social que distingue a Robinet y su
círculo comteano: el cotejo es pertinente, ya que para una y
otra concepción de la ciencia la noción clave es “progreso”, pero
ésta designa, a fines del siglo XVIII, la perfectibilidad ilimitada
del espíritu humano y sus creaciones,56 mientras que a fines
del XIX sólo activa un clisé complaciente que oculta “el lado
destructivo del desarrollo” y el hecho de que los avances de la
ciencia en esas condiciones van acompañados de “los retroce
sos de la sociedad”.57
Los alegatos en favor de la integración política de la mujer –
que tan violento antagonismo despertarían en las filas jacobi
nas– deben enmarcarse, particularmente en el caso de Condor
cet, pero también en los de Olympe de Gouges y Etta Palm, en
esa confiada apelación a la evidencia racional y a la destrucción
de los prejuicios que se condensa en la palabra “filosofía”, talis
mán al que recurre el anhelo palingenésico en los más diversos
órdenes apenas despunta la posibilidad real de una nueva so
ciedad. Una de las primeras reclamaciones de una representa
ción femenina (esta vez en los Estados Generales) invoca “la
balanza de la justicia y la antorcha de la filosofía” para regene
rar la constitución francesa y no pone en duda que “es de la
38
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
filosofía, que ilustra a la nación, de donde provendrán esos be
neficios”.58 Más adelante, Etta Palm tendrá también a mano la
palabra para extasiarse ante las promesas asociadas a ese nom
bre; y en particular la utilizará en esta memorable sentencia:
“Que nuestra santa revolución, originada en los progresos de la
filosofía, opere una segunda revolución en nuestras costum
bres”,59 posiblemente la primera ocasión (mayo de 1791) en que
se alude a un principio autoincentivador y expansivo en la Re
volución. Simétricamente, en la semántica jacobina esa palabra
tenía valencias negativas o, por lo menos, sufría la devaluación
derivada de su frecuentación girondina. Así, cuando la asesina
de Marat –de simpatías girondinas– fue ajusticiada, el Réper
toire du Tribunal révolutionnaire no encontró mejor forma de
denigrar a la “virago” que mostrarla transida de “manía filosófi
ca” y, en una combinación poderosa de antifeminismo y antiin
telectualismo, denunció que “su cabeza estaba llena de libros de
toda especie”, concluyendo: “Esta mujer se apartó absolutamen
te de su sexo […] degenerando en extravagancias supuestamen
te filosóficas”.60
De todos los ámbitos en que resonaba la palabra “filosofía”
como contraseña de regeneración de la condición humana y
fuerza motriz de la Revolución, ninguno más característico que
el Cercle Social, justamente una de las tribunas de Condorcet
y plataforma eminente de la activista Etta Palm, así como lu
gar de propagación de los derechos de la mujer: el Cercle So
39
José Sazbón
40
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
siderado una emanación de la Gironda61, sí es cierto que varios
rasgos del “tipo” social e intelectual girondino están presentes
en la expansión de su sociabilidad, en el horizonte mental de
su discurso, en el temperamento moral de sus miembros, en la
conexión inarticulada de vuelo utópico e inepta estrategia, etc.
Varios rasgos destacan la primacía de estas institución en las
iniciativas feministas que tuvieron lugar durante los primeros
años de la Revolución: primer club en admitir formalmente a
las mujeres entre sus miembros, llevó su compromiso con la
promoción de derechos hasta la creación de una sección exclu
sivamente femenina, la Confederación de Amigas de la Ver
dad, que presidió –elegida por unanimidad– Etta Palm d'Ael
ders; fue, a través de su prensa, un consecuente propagador de
estas ideas, dando voz tanto a personalidades conocidas como
a contribuyentes anónimos del interior de Francia; constituyó
un importante lugar de encuentro de mujeres activistas (por
ejemplo, Manon Roland); brindó, en ocasiones apropiadas, una
audiencia de millares de personas a la propaganda feminista
(como las cuatro mil que asistieron al discurso de Etta Palm en
diciembre de 1790),62 etcétera.
Estas ejecutorias del Círculo no constituyen un aspecto ais
lado de su política cultural, sino su encarnación ejemplar en
una actitud dada: la orientada a los derechos civiles de las
mujeres; ellas forman parte del propósito general, patentemente
iluminista, de transformar humana y racionalmente “las cos
tumbres” (les mœurs). De ahí que las fórmulas de “regenera
41
José Sazbón
ción de la cultura” o “revolución cultural” sean totalmente ade
cuadas para definir el impulso de base, las metas admitidas y
el nivel de conciencia (manifestado asimismo en el lenguaje
de sus figuras de relieve. ¿Qué expresión más fuerte y contex
tualmente audaz que segunda revolución podría definir el ca
rácter y los objetivos del Círculo? ¿Y qué precisión mayor, apa
rentemente sectorial pero, bien mirada, omniabarcativa que
la alusión de Etta Palm al imperativo de llevar a cabo esa nue
va revolución dans nos mœurs? Pues “las costumbres”, a tono
con el espíritu palingenésico de la agrupación y su asimilación
tácita del programa de las Luces, comprendía tanto las refor
mas institucionales como los hábitos de vida; así lo advirtió un
observador contemporáneo cuando indicó que los miembros del
Círculo deseaban poner en discusión “todas las cuestiones re
lativas a la política, la religión, la legislación, la virtud, la so
ciabilidad y todo lo que constituye los derechos y la felicidad de
los hombres”.63
Ahora bien, la prédica del Círculo en favor de mejoras, ga
rantías y dignificación de la condición femenina estaba parti
cularmente centrada en la dimensión más inmediata y sensi
ble de “las costumbres”: la que afectaba a la situación familiar
y patrimonial de la mujer. En ese sentido, y tomando en cuen
ta la gravitación que tenía el maltrato marital, la desfavorable
asimetría de derechos y la indefensión jurídica de la mujer en
lo hábitos de la vida, el Círculo otorgó centralidad al divorcio
como reclamo femenino y, al mismo tiempo, a través de Bonn
eville, teorizó los beneficios sociales, además de individuales
que traería una ley de divorcio de amplio alcance. Es en el con
texto de esas ansiedades como se comprende mejor las repeti
das alusiones de Etta Palm a la necesidad de terminar con la
“esclavitud” de la mujer, víctima a la vez de la violencia do
méstica y de la autoridad patriarcal, y también su indignación
frente al curso opuesto que sigue la Asamblea Constituyente.
Asimismo, es fácil advertir su desánimo e indignación cuando
42
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
el Comité Constitucional de la Asamblea propone una disposi
ción penal (en su artículo XIII) según la cual “el cargo de adul
terio sólo puede ser iniciado por el esposo” y atribuciones anexas
que acentúan el comparativo desvalimiento de las esposas. 64
Esa amarga queja era apenas en unos meses posterior al en
salzamiento que había hecho Etta Palm de los legisladores que
habían restituido “a la parte más débil pero más numerosa de
la humanidad sus derechos, al decretar la igualdad de las he
rencias”. Lo que resalta, de todos modos, en el carácter del fe
minismo del Círculo es su débil inclusión de reivindicaciones
propiamente políticas, sugerencias propiamente minoritarias
en ese ambiente que vuelven todavía más significativo el ale
gato de Condorcet, quien, por lo demás, lo había difundido en
el Journal de la Société de 1789, un periódico paradójicamente
más moderado que los que editó el Cercle Social. Esa posición
que se podría entender como dubitativa o expectante en torno
del reclamo de mayor inserción política de la mujer vuelve
menos lejana y contrastante la actitud declaradamente cauta
de Madame Roland al respecto. Si bien las historias del femi
nismo hacen resaltar siempre su automarginación de la corrien
te, una percepción más ecuánime no dejaría de observar que,
como miembro del círculo, Manon colabora con sus campañas
de elevación de la mujer,65 lo que la pone a la par del feminismo
del club, pero además elabora una meditada reticencia acerca
de una sobreexposición de las mujeres, que la convierte más en
43
José Sazbón
estrategia gradualista que en renunciante derrotista. Según ella,
las mujeres deben inflamar los sentimientos patrióticos, pero
evitando “parecer que contribuyen a la obra política. No pue
den participar abiertamente hasta que todos los franceses
merezcan el nombre de hombres libres”. Y eso sucederá, piensa
Madame Roland, cuando se logren superar “nuestras livian
dades, nuestras malas costumbres [mœurs]”,66 es decir que tanto
en el vocabulario como en la actitud su expectativa es la mis
ma de quien también esperaba (en su caso, de una segunda
revolución) una transformación de “nuestras costumbres”. Si
convergen en propósitos y en horizonte mental, Manon Ro
land y Etta Palm no pueden ser más distintas en comporta
miento público, ya que la primera actúa como cerebro y ner
vio del partido girondino, pero siempre en cuanto discreta
salonnière, en tanto la segunda, como ya vimos, es oradora
ante las vastas plateas, organizadora de clubes y peticionaria
ante el poder político.
En cuanto sección femenina del Cercle Social, la Confede
ración de Amigas de la Verdad –aparentemente el único caso,
durante la Revolución, de un club dirigido por hombres que
crea una rama de ese carácter–67 se propuso impulsar, como
grupo de opinión, los cambios legislativos mencionados, pero
además realizar tareas asistenciales para atender las necesi
dades de madres solteras y mujeres indigentes. Esta actitud
protectiva de la asociación y la posibilidad de solventarla re
cuerdan el origen clasista de la Confederación y de su presi
denta (autodenominada, sin mayor convicción, “baronesa”). En
efecto, la cuota mensual que debían aportar las asociadas ex
44
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
cluía de hecho a mujeres que no perteneciesen a familias aco
modadas. A propósito de la campaña de afiliación iniciada en
la primavera de 1791 y de la correspondencia que la documen
ta, observa Gary Kates: “Estas cartas son una evidencia adi
cional de que el club estaba compuesto por mujeres ricas que
experimentaban un profundo sentimiento de noblesse oblige
hacia sus oprimidas hermanas”. 68 Ese sentimiento se traducía,
en término organizativos, en una propuesta de expansión de
los clubes de mujeres (con fines patrióticos y asistenciales) a
todo el país, propuesta que – hacia julio de ese año – indujo el
juicio alarmado de un periódico, donde Madame d'Aelders fue
denunciada como “ultrademócrata” [démocrate outrée].69
Vista en perspectiva, esa opinión descalificante y recelosa
puede resultar curiosa, sobre todo si se tiene en cuenta la mez
cla de audacia programática y templanza política que caracte
rizaba, globalmente, el pensamiento del Círculo (el caso para
digmático de ese enlace está dado por las posiciones y las ideas
de Condorcet) y que los extremos de radicalismo democrático
todavía estaban por venir. Pero llevada la atención hacía una
percepción política e ideológica del Círculo como lugar ejem
plar de aclimatación del feminismo ilustrado, hay que poner
el acento en la discriminante característica fraccional de las
actitudes hacia los derechos de la mujer. Pues una doble y
contraria afinidad electiva asocia a los grandes partidos revo
lucionarios con los conatos feministas: tan permeable a éstos
es la fracción girondina devota de los philosophes70 como re
45
José Sazbón
fractaria a su impulso es al fracción jacobina, que recicla a la
vez el antifeminismo de Rousseau y su rencor contra los phi
losophes.71 Ningún ejemplo mejor de esa firme correlación que
el sombrío destino de las grandes propagandistas Olympe de
Gouges y Théroigne de Méricourt, perseguidas en cuanto gi
rondinas –e irresponsables agitadoras– por gobierno y mili
tantes jacobinos.
El caso de Olympe de Gouges, de todos modos, mucho más
rico y ejemplar en los anales del feminismo, no se deja acotar
por una denominación partidaria, hasta tal punto esta mili
tante desborda las filiaciones de tendencia. Como en otras opor
tunidades, una síntesis poética de Michelet resulta servicial y
ayuda a intuir al biografiado: ella –dice el historiador– “fluc
tuaba de un partido a otro, según su sensibilidad y las oleadas
de su corazón”.72 Económica y ajustada, la descripción acierta
en su enlace paradójico de las posiciones en un tablero de fuer
46
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
zas y las alternancias en las transiciones del ánimo: refractaria
a cualquier fijación de la opinión, Olympe experimentó con
pasión compromisos cambiantes y contradictorios. Las jorna
das de julio del 89 la hicieron revolucionaria por amor a la
libertad, así como las jornadas de octubre la volvieron monár
quica por piedad hacia el rey. En 1791, delegó en la cabeza de
la contrarevolución la realización de la más revolucionaria
de las emancipaciones (la Declaración de los Derechos de la
Mkujer apuesta, desde su dedicatoria, a la buena voluntad de
María Antonieta), pero la impresión de la fuga de Varennes la
reconvierte al republicanismo, aunque no lo suficiente como
para no hacerla condolerse, otra vez, en 1792, de la suerte de
Luis volviéndose así su (fallida) abogada para, luego, recaer en
un federalismo plebiscitario que, como la afín agitación giron
dina, la condenará irremisiblemente. Es fácil admirarse de las
peligrosas extravagancias de Olympe (tal la invitación a una
inmolación conjunta dirigida a Robespierre) o de sus audacias
cuasisuicidas (como la propuesta de defender en juicio al mo
narca caído) o de su temeraria confianza en la propia absolu
ción (así, desestimó las posibilidades de huida), pero esos sal
tos al vacío son la marca del personaje y forman sistema con el
verbo desafiante de la Declaración, verdadera acta fundacio
nal del feminismo ilustrado, si alguna vez hubo una.
En efecto, si preservamos la agudeza polémica de la inter
vención pública que llamamos “feminismo” y la hacemos pre
valecer como distintiva en la constelación de sentido de la que
forma parte, es la Declaración de Olympe de Gouges más que
el artículo de Condorcet el texto emblemático de la reivindica
ción política femenina, siendo uno y otro prolongaciones del
espíritu ilustrado en el discurso revolucionario. Además, es su
provocativa formulación mimética la que, de hecho, simboliza
la radicalidad del planteo y eleva la paridad de género plena y
total a reclamo absoluto, sin atenuaciones. Esa mímesis, en
virtud de la cual la Declaración de los Derechos del Hombre y
del Ciudadano es el modelo inflexible, en cada inciso y en cada
atributo, de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la
Ciudadana, admite, no obstante, énfasis e interpolaciones que
47
José Sazbón
recuerdan al lector en todo momento la vocación de alegato del
escrito y la fricción polémica que el mismo busca establecer
con su original. (De hecho, el real aprovechamiento de la lectu
ra del manifiesto de Olympe se logra teniendo a la vista cons
tantemente el celebérrimo documento aprobado en agosto de
1789). A diferencia de la argumentación feminista que se limi
ta a invocar una semántica jurídica según la cual el titular de
los derechos enumerados en la Declaración es el propio del de
recho natural: el ser humano, sin distinción de sexo,73 a Olym
pe la apremia denunciar la mezquindad y prepotencia mascu
lina que, de la sociedad, ha pasado al texto constitucional. Por
eso, “el hombre” de la Declaración es, para ella, el usurpador al
que se debe arrancar las facultades confiscadas, retornándolas
a su legítimo beneficiario: así, para cada uno de los artículos
en que el original remite al hombre, hay uno contrastante que,
o bien desdobla la titularidad en “la Mujer y el Hombre” (por
ejemplo, art. 2) o bien simplemente consigna el equivalente
femenino del original masculino (por ejemplo, art. 12). No es,
sin embargo, tansecamente leguleyo este discurso alternati
vo: en uno y otro lugar se filtra el espíritu vindicativo y el ade
mán reparador: así, la simple enunciación de los derechos
–libertad, propiedad, seguridad, resistencia a la opresión– se
ve enriquecida en el último caso por un punzante adverbio que
muta el sentido original: “y principalmente [et surtout] la re
sistencia a la opresión”. Ese mínimo retoque desplaza el énfa
sis, de la afirmación del credo liberal al reconcomio de la pro
testa de género: los constituyentes habían establecido los de
rechos sobre el fondo de la opresión jurídica y política del Ter
cer Estado; Olympe de Gouges y las mujeres a las que dice
representar quieren fundar esos mismos derechos, pero sobre
el fondo de la opresión sexista.. Mientras unos se oponen a las
jerarquías estamentales, el absolutismo real y la regimenta
ción irracional de la sociedad, las otras perfilan su antagonista
48
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
en el varón dominador, epítome de todas las opresiones y con
tra el cual, por implicación, conviene establecer surtout el de
recho de resistencia. Ese enemigo dilecto es mencionado explí
citamente en el artículo 4, donde denuncia que “el ejercicio
de los derechos naturales de la mujer no tienen más límites que
la tiranía perpetua que el hombre le opone”. Y, en tanto el ar
tículo 4 original (y sancionado) indica que los límites al ejerci
cio de los derechos naturales “sólo pueden ser determinados
por la ley”, es decir el derechos positivo, el artículo 4 feminista
manifiesta la rebeldía de su autora al reclamar que tales lími
tes sean “reformados por las leyes de la naturaleza y de la ra
zón”. Así se vuelve nítida la postulación de un iluminismo irre
dento, aún necesitado del impulso regenerador capaz de devol
verlo a su vocación universalista, ese destino inscripto en aque
llos “estandartes de la filosofía” aludidos en el “postámbulo” de
la Declaración como lugar simbólico de la “fuerza de la razón”.
Si esta apoteosis de las promesas de la Ilustración sugiere
una pareja intransigencia con los poderes fácticos legados por
la tradición –y sostenidos por “los prejuicios, el fanatismo, la
superstición y los embustes” aludidos en el Postámbulo–, una
consideración especial merece lo que podríamos llamar el pen
samiento estratégico de Olympe, el cual sólo puede conectarse
con aquella profesión de fe en un enlace problemático. Pues la
Declaración está precedida por una importante dedicatoria (“A
la Reina”) en la que la autora confía a las más irrecuperable de
las personalidades palaciegas la realización de la reforma más
radical de las costumbres, digna –como dijera otra feminista–
de una “segunda revolución”. Sería fácil ironizar sobre la ex
pectativa de que una incentivación de la revolución la realice
la principal cabeza de la contrarevolución (y de hecho el cote
jo sugiere esa insondable paradoja), pero lo que complica el
cuadro es que Olympe dedica menos tiempo, argumentación y
desarrollo a esa quimera que a una interpelación directamen
te política de María Antonieta: de hecho, incita a la reina a
orientar su “ambición” y su anhelo de “gloria” en la promoción
de los Derechos de la Mujer y no en la dirección que la sospe
cha general le ha atribuido: la de “la intriga, la cábala”, “el
49
José Sazbón
crimen”. El discurso de la dedicatoria es una curiosa articula
ción de aprensiones muy verdaderas y aspiraciones bastante
fantasiosas. Descartadas estas últimas (¿esperaba Olympe que
la reina avalara ante la Asamblea el proyecto de Declaración?),
permanece la cuestión de la inconsistente evaluación política
de la autora: lúcida ante la declinación del ascendiente real
(“si sigo mis impresiones, el partido monárquico se destruirá
por sí mismo”), declara por otro lado “adorar actualmente a…
La Fayette, que es un dios”, es decir, adorar a uno de los punta
les de ese partido. El postscriptum en el que manifiesta tales
inclinaciones es un buen ejemplo de esas intermitentes “olea
das del corazón” que rigen su juicio político y que parecen bro
tar de una fuente diversa del caudal uniforme de sus alegacio
nes propiamente feministas: como si estas últimas derivaran
de un estrato más estable de su inteligencia y su sensibilidad,
de una dimensión inalterada y contrastante con sus accesos de
irreflexiva pasión partidaria. La Declaración de Olympe de
Gouges sigue conmoviendo hoy al feminismo militante en me
dida quizá mayor que la contemporánea Vindicación de los
derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft (1792), una obra
más articulada y seguramente de mayor respiro expositivo y
argumentativo, pero que la memoria no asocia, como la otra, a
las desventuras de su autora. Políticamente menos voluble que
Olympe y literariamente más dotada que ella, Mary Wollsto
necraft comparte con ésta, de modo eminente, su compromiso
con el feminismo ilustrado. Es incluso, desde este punto de vis
ta, una exponente típica del ambiente racionalista y entusias
ta que, en Inglaterra, acogió con extrema simpatía las trans
formaciones políticas e institucionales que tenían lugar en Fran
cia y vio en ellas una inspiración para su país. Amiga y conter
tulia de los escritores políticos francófilos de Londres –Tho
mas Paine, por ejemplo, o William Godwin, quien sería su
marido–, Wollstonecraft se afirmó como publicista tomando
partido ruidosamente por la Revolución Francesa, en una ré
plica a las Reflections de Burke, con su Vindication of the
Rights of Men (1790). Poco después, dedicó su otra Vindicación
–la consagrada a los derechos de la mujer– a un personaje im
50
Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
portante de la Revolución, el obispo Talleyrand, utilizando re
cursos polémicos bastante análogos a los de la Declaración de
Gouges (obra que no había leído), poniendo en evidencia una
equivalente expansión del sentido común iluminista al campo
de las postergadas atribuciones femeninas: igual invocación a
la razón y la libertad, las mismas metáforas de esclavitud, sub
yugación, tiranía del hombre sobre la mujer y – más precisa
mente– las mismas acusaciones de inconsistencia a la Consti
tución de 1791 por permitir que “las mujeres queden excluidas
de participar en los derechos naturales de la humanidad”. 74
Esta segunda Vindicación apareció en Londres en los prime
ros meses de 1792 y durante ese mismo año comenzó a circular
en París su versión francesa, que se vendía en las calles junto
con la Declaración de los Derechos del Hombre.75
En diciembre del 92, Mary Wollstonecraft se instaló en Pa
rís o en sus cercanías durante un tiempo prolongado que le
permitió, entre otras actividades, escribir, para el publico bri
tánico, Un enfoque histórico y moral del origen y desarrollo de
la revolución francesa y los efectos que ha producido en Europa
(1794). Todas estas marcas de su interés en Francia no agotan
los motivos de su pertinencia en este contexto; hay otro ele
mento relevante y es su experiencia vital en ese país, las redes
de sociabilidad en las que participó y su juicio sobre la marcha
de la Revolución, todo lo cual contribuye a refrendar la pauta
que antes habíamos advertido sobre las afinidades electivas
del feminismo cultivado. En efecto, el círculo de amigos y alle
gados que rodeó a la visitante en París, así como los nuevos
conocimientos que hizo, todos participaban de la atmósfera
salonnard girondina que en diversos momentos y circunstan
51
José Sazbón
cias había favorecido las expansiones de Etta Palm d'Aelders,
de Olympe de Gouges y de Théroigne de Méricourt. Mary, quien
–según la biografía escrita por Godwin en los primeros meses
de su viudez– “llegó a conocer personalmente a la mayoría de
los dirigentes de la Revolución Francesa”,76 frecuentó también
durante varios meses a Manon Roland 77 y, en los salones de la
colonia inglesa, a la escritora Helen Maria Williams (otra ami
ga de Manon), dos personalidades brillantes cuya reticencia
en cuestiones de feminismo disimulaba apenas su ostensible
exhibición de la capacidad protagónica de las mujeres en las
esferas, respectivamente, política y literaria.
Así como Madame Roland guiaba resueltamente a la cote
rie girondina en las maniobras del poder pero evitando solida
rizarse con los reclamos políticos feministas, también, en el
campo de las letras, la Williams asumía el papel preponderan
te de cronista de la Revolución negando al mismo tiempo el
querer usurpar la función propiamente masculina del pensa
dor político. Entre 1790 y 1796 sus Letters from France (que
llegaron a cubrir ocho volúmenes) instruyeron a los ingleses
sobre la marcha de la Revolución, pero la autora se cuidó muy
bien de advertir que ejercía esa tarea sin vulnerar los roles
convencionales: “Mi credo político es enteramente un asunto
del corazón, ya que no sería tan absurda como para consultar a
mi cabeza sobre cuestiones que ésta es incapaz de juzgar”. 78
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representa la fórmula de su igualitarismo, que no es meramente
la extensión de una facultad hasta el momento sólo asignada
al otro sexo, sino el resorte de los cambios que suprimirán la
“vergonzosa nulidad” que las mujeres sufren por culpa de la
opresión masculina, esa “esclavitud” favorecida por la poster
gación de sus legítimos derechos. De los dos atributos ostensi
bles de la ciudadanía: la participación en la representación
política y el derechodeber de armarse en defensa de la nación,
Théroigne ignoró el primero pero insistió en el segundo, unien
do fervor, poseía y teatralidad en el reclamo. Fue la única de
las grandes agitadoras que convirtió su apariencia vestimen
taria en un significante identitario, una singularidad progra
mática y un manifiesto de acción: cuando, al término de su
discurso, exhorta a abrir “una lista de amazonas francesas”,
esa incandescente alusión mitológica no es sino el desiderá
tum de una dilatación colectiva de su figura paradigmática,
expresión de deseos que la Revolución dejó insatisfecha. Que
dó para historiadores (incluyendo la sobria Roudinesco), artis
tas y poetas85 la alusión casi formularia de su élan bélico y desa
fiante, imagen que la costumbre asocia a cada una de las inter
venciones de Théroigne y que es particularmente válida para
el asalto a las Tullerías del 10 de agosto (1792), cuando la ama
zona irrumpió empuñando el célebre sable poético Baude
laire y difundió la iconografía.
Pero ella también realizó prácticas más sosegadas, menos
tumultuosas, como la acticidad de archivista en el club del que
fue cofundadora con Gilbert Romme (los Amigos de la Ley), o
la propuesta arquitectónica de un templo de la nación sobre
las ruinas de la Bastilla, hecha en la sociedad de los Cordele
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beneficie la libertad política y la igualdad de derechos, etc., y,
de manera característica, el presidente responde que girará la
petición a la comisión correspondiente (sin que ello tenga al
gún efecto) y, mientras tanto, “concede a las peticionantes los
honores de la sesión”.87 En términos generales y hasta la crisis
de septiembre de 1793 –que inicia la exclusión definitiva de
las mujeres de la vida pública–, los méritos cívicos de éstas son
reconocidos pero sin que se los juzgue fundadores de derechos
políticos igualitarios. Contra ese bloqueo chocarán también las
ambiciones de Claire Lacombe y sus asociadas de las sansculo
tterie femenina.
Son curiosas las coincidencias entre algunos episodios de la
figuración pública de dos mujeres tan distintas como Claire
Lacombe y Théroigne de Méricourt (habiendo desarrollado, por
lo demás, una y otra, actividades artísticas: teatro y canto, res
pectivamente). En julio del 92, Lacombe se presenta en la Asam
blea con el mismo objetivo que perseguía cuatro meses antes
Théroigne: proponer la formación de batallones femeninos y lo
hace, tal como su antecesora, “vestida de amazona”. 88 El rever
so de esta impetuosa entrada en escena será su cruenta salida
de ella, radiada con un castigo tan ejemplar como “indecente”
y que, en las circunstancias y en los detalles, es una réplica
exacta del soportado por Théroigne.89 Entre uno y otro momen
87. Véase P.-M. Duhet (comp.), Les femmes et la Révolution… , pp. 125-
126.
88. Véase E. Roudinesco, Théroigne de Méricourt…, p. 122.
89. Ambas mujeres sufrieron golpizas humillantes a manos de otras
mujeres: Théroigne, “girondina” a los ojos de sus agresoras jacobinas, el
15 de mayo de 1793; Claires (junto a sus compañeras), “republicana
revolucionaria” vituperada por las mujeres del mercado a los gritos de
“¡Vira la República! ¡Abajo las revolucionarias!”, el 28 de octubre
siguiente. Para el castigo a Théroigne, véase el inmejorable y
documentado relato de E. Roudinesco, Théroigne de Méricourt…, pp.
151-153. La otra escena está referida con variantes de detalle y de
escenario en Gérard Walter, “Lacombe (Claire, dite Rose)”, esbozo
biográfico –en el aneco “Personnages”– incluido en Michelet, Histoire
de la Révolution française, t. II, pp. 1456-1457; Daniel Guérin, La lutte
de classes sous la Première Répuclique 1793-1797, nueva edición, París,
Gallimard, 2 t., 1968, t. I, pp. 275-276; D. Godineau, Citoyennes
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semanas siguientes a la prohibición de las asociaciones feme
ninas, abundaron las diatribas jacobinas contra las mujeres
que pretendían salir de esa esfera y convertirse en actoras de
la vida pública. Una muestra expresiva de ese discurso desca
lificador puede verse en el comentario que dedicó Le Moniteur
a la ejecución de Olympe de Gouges: “Ella quiso convertirse en
hombre de Estado, y es como si la ley hubiera castigado a esa
conspiradora por haber olvidado las virtudes que convienen a
su sexo”.93 En tanto la articulación de la herencia filosófica de
Rousseau –y particularmente la referida a la concepción de la
mujer– con las ideas y la práctica jacobinas ha sido objeto de
múltiples estudios,94 algunas historiadoras del feminismo re
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
volucionario han analizado tamibién la significación concreta y
los rasgos coyunturales del ostracismo político a que se conde
nó a las mujeres a partir de octubre de 1793. 95 Los grados de
esa condena aumentarían en función de la contumacia demos
trada por las militantes en ulteriores luchas, efectuadas éstas
en el contexto de las grandes movilizaciones del pueblo sans
culotte. Las Jornadas de Germinal y Pradial del Año III (abril y
mayo de 1795) – originadas por el hambre y la carestía pero
también por el marginamiento político (“¡Pan y la Constitu
ción de 1793!”,96 era el reclamo) fueron el último sobresalto in
surreccional de la sansculotterie parisiense y también la últi
ma ocasión de grandes y eficaces movilizaciones femeninas. 97
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La energética represión que siguió a esos sucesos tuvo como víc
timas tanto a sansculottes como a diputados favorables a sus
reclamos (entre éstos, el antiguo asociado de Théroigne: Gil
bert Romme) y fue asimismo la señal de la definitiva expulsión
de las mujeres de la vida pública. El 20 de mayo se les prohibió
asistir a las sesiones de la Convención y, cuatro días después,
concurrir a cualquier asamblea política, e incluso participar
de reuniones callejeras de más de cinco personas. El tiempo de
las ilusiones igualitaristas había pasado, pero, para mayor es
carnio de ese espejismo, uno años después (en 1801) fue el
más encendido propagandista de la Igualdad –Sylvain Maré
chal, compañero de Babeuf y autor del Manifeisto de los Igua
les–98 quien publicó –¿parodia, provocación, ejercicio de ambi
tricoteuses…, p. 327.
98. Sylvain Maréchal, Manifeste des égaux, incluido en Gian Marió
Bravo, Les socialistes avant Marx , 3 t., París, Maspero, 1970, t. 1, pp.
65-69. El texto sólo tuvo difusión a partir de 1828, por su inserción en
el apéndice documental del libro de Bounarroti Conspiration pour
l'égalité, dite de Babeuf, cuya narración de los antecedentes y
desemboques de esa abortada “conspiración” de 1796 lo menciona a
Maréchal como uno de los miembros del restringido “directorio secreto
de salud pública” que preparaba el levantamiento. Los conjurados
habían pedido al dinámico publicista Maréchal la redacción del
Manifiesto, pero al tomar conocimiento del texto desestimaron su
circulación “porque no aprobaban ni la frase «Perezcan, si es necesario,
todas las artes, siempre que conservemos la igualdad real» ni la otra
«Que desaparezca de una vez la repugnante distinción entre gobernantes
y gobernados»”. Véase Filippo Bounarroti, Cospirazione per l'eguaglianza
detta di Babeuf, Turín, Elinaudi, 1971, pp. 80-81. en su estudio de 1937
Babeuf et la conjuration des égaux (París, Payot, pp. 192-195), Gérard
Walter descreyó de ese pretexto, indicando, en cambio, como causa más
probable la proclamación demasiado nítida, en el documento, “de los
principios del comunismo integral”. El mejor especialista en Babeuf y
Maréchal, Maurice Dommanget, razonó, por su parte, que las dos
fórmulas incriminadas por el directorio secreto fueron descartadas por
“imprudente” la primera y “peligrosa, quizá insensata” la segunda.
Pero también aludió a una cuestión más directamente ligada con nuestro
tema: en su opinión, Babeuf, a pesar de su reivindicación de principio
de la Constitución jacobina de 1793, no dejaba de advertir sus
“imperfecciones” en el plano de la soberanía popular y sólo se abstenía
de denunciarlas para no suscitar divisiones en el grupo. Y agrega
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
guo humor?– el alegato más acabadamente antagónico a cual
quier rudimento de feminismo ilustrado ya que atacaba sus
mismas bases. Fue el “Proyecto de ley prohibiendo que se en
señe a leer a las mujeres”, texto que todavía durante el siglo
XIX se reeditaría, acrecentando su ambivalencia original 99 y
poniendo así de manifiesto la difícil conjunción de los moder
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CUATRO MUJERES DE LA REVOLUCIÓN
Cuando sus nombres forman un grupo, es fácil advertir su
común destino de “marginales”, tan ajenas a las individualida
des fuertes e integradas de las elites políticas (una Manon Ro
land, una Germaine de Staël) como a las mujeres del pueblo
que construyen su perfil colectivo en las demandas de pan y en
el tumulto anónimo. Desclasadas y aventureras, inventivas y
derrotadas, pintorescas y fugaces, es la misma historia del fe
minismo revolucionario la que remarca su comunidad de ex
cepción, sus rasgos compartidos en cuanto figuras intersticia
les, inorgánicas, que la memoria de dos siglos convierte en
precursoras, incluso dotándolas del apelativo anacrónico (“fe
ministas”) que facilita intuirlas y reconvertir sus acciones en
capítulos de una gesta. ¿No es significativo que dos estudiosas
de la prehistoria del feminismo, por lo demás plenas de simpa
tía para la efusiva entrega de esas pioneras, hayan elegido el
tono de la descansada ironía, del sarcasmo amable, para recu
perarlas, insinuando el balance paradójico que las hace valio
sas y ejemplares no a pesar de esa marginalidad sino en virtud
de ella? Éste es el retrato de Elisabeth Roudinesco:
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Y éste, el de PauleMerie Duhet:
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sala de su caída, ya de regreso en Holanda, fue retribuida si
multáneamente por el gobierno (republicano) francés y el go
bierno (aristocrático) orangista.104 Cuando finalmente la inva
sión francesa instaló en Holanda la República Bátava, los pa
triotas locales, más que justificadamente, la enviaron a pri
sión durante tres años, después de lo cual y ano fue fácil en
contrar sus huellas, pero se puede agregar que en el tiempo de
su retorno contribuyó a impulsar la causa feminista en su país,
donde, al parecer, encontró más defensores que en Francia.
Como último aspecto sugestivo de esas repetidas dobleces, cabe
consignar esta curiosa simetría: así como Etta, en París, decla
raba sentirse idiomáticamente insegura y pedía “indulgencia”
por no poder respetar “las reglas de la Academia francesa”, del
mismo modo al retornar a Holanda comenzó a “disculparse por
su pobre uso de la lengua holandesa después de tantos años
afuera”.105 Esa incierta conciencia lingüística era el pendant
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Figuras y aspectos del feminismo ilustrado
entre la Declaración y su promotora, la primera queda conver
tida en una pieza antológica autosuficiente y la segunda en un
personaje curioso, pintoresco y desdichado. De este destino tuvo
oportunidad de rescatarla (aunque sin dilucidar su erran
cia política) una inteligente estudiosa del feminismo, Joan
Wallach Scott, cuando –mediante una segura práctica de la
deconstrucción– remitió el total perfil de Olympe de Gouges a
un examen de los dispositivos figurativos que la propia Olym
pe movilizó para “controla la representación de su yo”. 108 Ese
instructuvo inventario de las imágenes de sí tuvo en cuenta no
sólo la fundamental invención del hombre propio (que anulaba
los del padre y el marido), sino también las identidades desdo
bladas o problemáticas que se autoasignó Olympe durante su
vida pública109 y que son, para Scott, una expresiva muestra
del continuo funcionamiento en ella de una “imaginación acti
va”110 con la que buscó compensar la bloqueada ciudadanía ac
tiva que la ley continuaba adeudando a las mujeres. Por lo
demás, la presencia de espíritu de Olympe siguió manifestán
dose hasta su último escrito, una carta al hijo en la que se
declara “la mujer más virtuosa de su siglo” y que ahora forma
108. Joan Wallach Scott, Only Paradoxes to Offer. French Feminists and
the Rights of Man, Cambridge, Harvard University Press, 1996 (cap. 2:
“The Uses of Imagination: Olympe de Gouges in the French
Revolution”), p. 22. El título del volumen está tomado de un escrito de
1789 en el que Olympe advierte sobre la posibilidad de que se le vea
“como una mujer que sólo puede proponer paradojas y no problemas
fáciles de resolver”; citado por J.W. Scott como acápite de su artículo
“«A Woman Who Has Only Paradoxes to Offer»: Olympe de Gouges
Claims Rights for Women”, incluido en la compilación de S.E. Melzer y
L.W. Rabine (eds.), Rebel Daughters…, cap. 6, p. 102.
109. Como, por ejemplo, “no soy ni hombre ni mujer. Tengo el valor
del uno y, a veces, las debilidades de la otra”. O bien: “Soy una mujer
y he servido a mi patria como un gran hombre”. O, por último, su
autodesignación de “animal anfibio”; citado por J.W. Scott en Only
Paradoxes to Offer…, pp. 182-182 y 23.
110. J.W. Scott, Only Paradoxes…, p. 34.
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parte de la lúgubre acumulación de misivas de condenados (de
17931794) realizada por Olivier Blanc.111
A la muerte brusca, ejemplarmente pública pero aceptada
con toda lucidez por Olympe de Gouges, puede oponerse la
muerte lenta, poco menos que secreta y sobrevenida en plena
tiniebla mental de Théroigne de Méricourt. Iniciada por gace
tilleros fantasiosos y concluida por sabios alienistas, la crónica
de la vida de Théroigne fue, entre el XVIII y el XIX, una sucesión
de cuadros en los que la gravitación del clisé folletinesco o de
la categoría patológica se impuso, soberana, dejando pocos res
quicios donde vislumbrar la real aventura, la pasión finalmen
te inútil de esa existencia “melancólica”. De ahí el valor de res
cate acreditable a la obra de Roudinesco, que restituye un iti
nerario intelectual donde otros vieron solamente espadas y
vociferaciones. Ciertamente, el itinerario resultó fallido (como
las demás empresas), pero tiene interés registrar ese conato
de sociabilidad ilustrada en el salón que abrió Théroigne para
los talentos del Tercer Estado –y, entre éstos, a su admirado
Sieyès– o su sociedad con el matemático Romme, futura vícti
ma de los termidorianos en los mismos meses en que ella, por
su parte, era internada sin retorno en la sórdida red manico
mial. A partir de la década siguiente, biografía y registro psi
quiátrico, vida singular y ejemplo de dossier son todo uno, como
plantea expresivamente la Roudinesco: desde entonces, “el des
tino de Théroigne de Méricourt se confunde con la descripción
de su caso que da Esquirol”. 112Es por es este psiquiatra que cono
cemos los hábitos de los últimos años de la antigua amazona,
la tenaz y anacrónica fijación de su léxico en el lenguaje del
año II y los rencores redivivos que la saltan cuando “un gran
personaje” (quizá Sieyès)113 visita el asilo y la reclusa lo injuria
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por haber abandonado “el partido popular”, señal ésta que po
dría haberle sugerido al observador de Théroigne que, de he
cho, había método en su locura.114 Que su conciencia política se
congelara, para siempre, en 1794 (cuando pidió auxilio a Saint
Just en una carta que éste no llegó a abrir)115 la preservó, du
rante veintitrés años, de asistir a la segura declinación de los
derechos de la mujer y, en general, a la sustitución impiadosa
del élan poético de la Revolución por el prosaísmo del interés
clasista, el arbitrio militar y la restauración dinástica.
Mucho antes de que Théroigne consumara su extensa tem
porada en el infierno, otra humillada de la Revolución, Claire
Lacombe, pudo eludir un destino igualmente funesto, si bien
ayudada en esa inmunidad por el drástico cambio de las cir
cunstancias y la extinción del militantismo sansculotte, en
tiempos de la normalización termidoriana. Entre las mujeres
aquí consideradas, ésta es la única que volvió a su rutina pre
política luego de vivir la aventura revolucionaria. Dado que
esa rutina era el teatro, es tentador decir que retomó sus pape
les tipificados y convencionales (“reinas, madres nobles y gran
des coquetas”)116 después de haber ensayado los roles más in
ventivos y experimentales de amazona guerrera, de dirigente
clubista y de agitadora de tribuna. Incluso Michelet convalida
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esta impresión de una rotación de escenarios cuando, hablan
do de su fase de decadencia, resume: “Pronto le cerraron su
teatro, la Sociedad de Mujeres Revolucionarias”. 117 Lo propio
de Claire –o Rosa, como también se le llama– fue la intransi
gencia de género, hasta el punto de la paradoja subversora: no
sólo las mujeres, después de conquistar el uso de la escarapela
patriótica, debían apropiarse del viril gorro frigio; también,
arengaba Rosa, debían armarse de picas y puñales y servirse
de ellos, abandonando a los hombres las tareas de costura. 118
Quince meses de cárcel dieron cuenta de tanta provocación.
Fue en ese lapso cuando se libraron las últimas batallas de la
sansculotterie parisiense y tuvo lugar el postrer impulso acti
vador de su componente femenina, en las Jornadas de Germi
nal y Pradial; el poder, alarmado de tan incurable turbulencia,
criminalizó en adelante cualquier conato de manifestación po
lítica de las mujeres. Cuando Claire salió de la prisión, debió
aceptar la mutación de las condiciones: el jacobinismo, su fa
milia electiva de ideas y militancia, estaba ahora extinguido o
perseguido y la identidad femenina dentro de él, doblemente
proscripta y amenazada. Así las cosas, quien poco antes, con
“la cabeza alta, la mirada fiera, la marcha imponente”,119 im
pulsaba a sus seguidoras a un programa de conquistas y un
horizonte de combates, ahora, hundido su mundo de exaltan
tes desafíos y luchas pugnaces, volvía a la rutina escénica que
había cambiado por otras escenas riesgosamente creativas. Es
una historiadora del feminismo revolucionario, consciente de
la connotación de sus alusiones, la que despide a Claire Lacombe
de su crónica señalando que, al dejar París y retornar a la pro
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