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Pedagogías de uso común

Jerome S. Bruner1

Las personas reflexivas siempre han estado preocupadas por el enigma de


cómo aplicar el conocimiento teórico a los problemas prácticos. Aplicar la teoría
psicológica a la práctica educativa no es la excepción a esta regla, y no es menos
complicado que aplicar la ciencia a la medicina. Aristóteles comentaba de manera un
tanto conmovedora en la Ética nicomaquea (Libro V, 1137a): “Es empresa fácil
conocer los efectos de la miel, el vino, la herbolaria, la cauterización o la incisión. Lo
que es tan complicado como hacerse médico es saber cómo, a quién y cuándo
debemos aplicar esos remedios”. Aun con los avances científicos, el problema del
médico no es más sencillo hoy de lo que fue en los tiempos de la herbolaria y la
cauterización: “cómo”, “a quién” y “cuándo” siguen siendo los verdaderos problemas.
El desafío siempre es situar nuestro conocimiento en el contexto vivo del que surge
el “cuadro presente”, como diríamos apropiándonos de un poco de la jerga médica.
Ese contexto vivo, en lo que se refiere a la educación, es el aula, esa aula que forma
parte de una cultura más general.

Es allí donde -al menos en las culturas avanzadas- maestros y alumnos se


encuentran para que tenga lugar ese intercambio, crucial pero enigmático, que con
tanta ligereza llamamos “educación”. Por obvio que pueda parecer, más vale que, en
las páginas que siguen, nos concentremos en “aprender y enseñar en el contexto de
la escuela”, y no, como a veces los psicólogos lo hacen, en generalizar partiendo del
aprendizaje logrado en un laberinto para ratas, del aprendizaje de sílabas sin sentido
de alumnos universitarios enjaulados en un cubículo o del desempeño de una
simulación de computadora A1 en la Universidad Carnegie-Mellon. Veamos frente a
nosotros un activo salón de niños de nueve años, con una maestra laboriosa, y
preguntémonos qué clase de conocimiento teórico les sería útil. ¿Una teoría genética
que les asegure que las personas son diferentes? Tal vez, pero no mucho. Y luego,
¿trabajaremos más con los que se rezagan, o los pasaremos por alto? ¿O qué tal
una teoría asociacionista, que nos dice que las sílabas sin sentido propio se asocian
entre sí a consecuencia de los efectos de la frecuencia, la cercanía en el tiempo, la
contigüidad y la similitud? ¿Desearía usted diseñar un programa escolar sobre el
conocimiento de cómo se aprenden las sílabas sin sentido propio? Pues... tal vez un
poco... ya que de todos modos hay cosas que tienen poco sentido, como los
nombres de los elementos en la Tabla Periódica: cerio, litio, oro, plomo...

1
En The Culture of Education, Capítulo II, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts,1997,
pp. 44 a 65 (Traducción: Mónica Utrilla). La presente es una versión adaptada de la obra. Los párrafos
del original que se omitieron en esta traducción se indican en corchetes: [...].
Existe un “cuadro presente” que tenemos siempre frente a nosotros al tratar de
la enseñanza y el aprendizaje, tan envolvente y constante, tan integrado a la
urdimbre de la vida, que muchas veces no lo notamos, ni siquiera nos damos cuenta
de que existe, así como dice el proverbio aquel que “los peces serían los últimos en
descubrir el agua”. Es la cuestión de cómo los seres humanos logran que las mentes
se encuentren, tema que los maestros expresan comúnmente al preguntar “¿Cómo
puedo llegar a los niños?”, y los niños diciendo “¿A dónde quiere llegar la maestra?”
Este es el clásico problema de “La Mente de los Otros”, como fue originalmente
llamado en filosofía y cuya pertinencia para la educación fue casi ignorada hasta
hace poco tiempo. En el último decenio, éste ha pasado a ser tema de apasionante
interés y de intensa investigación entre los psicólogos, particular-mente entre los
interesados en el desarrollo. De ello trata este capítulo: de la aplicación de esta
nueva línea de trabajo al proceso de la educación.

Hasta un grado casi absolutamente ignorado antes por los conductistas


antisubjetivos, nuestras interacciones con los demás se ven profundamente
afectadas por nuestras teorías intuitivas cotidianas acerca del funcionamiento de la
mente de los demás. Estas teorías, que rara vez se hacen explícitas, son
omnipresentes, pero sólo desde hace poco tiempo se las ha sometido a un estudio
intensivo. Esas teorías de los no especialistas han recibido hoy, por parte de los
profesionales, el nombre un tanto condescendiente de “psicología de uso común”.
Las psicologías de uso común reflejan ciertas tendencias humanas “internalizadas”
(por ejemplo, considerar que las personas actúan, generalmente, bajo su propio
dominio), pero también reflejan ciertas creencias culturales profundas acerca de “la
mente”.

La psicología de uso común no sólo se interesa por saber cómo funciona la


mente aquí y ahora, sino que además posee nociones sobre cómo aprende la mente
del niño y también sobre lo que la hace desarrollarse. Así como en la interacción
ordinaria nos dejamos guiar por nuestra psicología de uso común, también somos
guiados en la actividad de ayudar a los niños a conocer el mundo por nuestras
nociones de pedagogía de uso común. Observemos a cualquier madre, a cualquier
maestra y hasta a cualquier cuidadora, con un niño, y nos llamará la atención ver que
mucho de lo que hacen es regido por conceptos de “cómo son las mentes de los
niños, y cómo ayudarlos a aprender”, aun cuando tal vez no sean capaces de
explicar verbalmente sus principios pedagógicos.

A partir de este estudio efectuado sobre la psicología y la pedagogía de uso


común ha surgido una nueva visión, tal vez revolucionaria. Se trata de esto: al
teorizar acerca de la práctica de la educación en el aula (o, para el caso, en cualquier
otro medio), más nos valdrá tomar en cuenta las teorías de uso común que ya tienen
en mente quienes están enseñando y aprendiendo. Pues cualquier innovación que
usted, como teórico “informado” de la pedagogía, desee introducir, tendrá que
competir con, reemplazar o, de alguna manera, modificar las teorías de uso común
que ya guían tanto a los maestros como a los alumnos. Por ejemplo, si usted, como
teórico de la pedagogía, está convencido de que el mejor aprendizaje se lleva a cabo
cuando la maestra ayuda al alumno a descubrir sus propias generalizaciones,
probablemente topará usted con una creencia cultural ya establecida, según la cual
la maestra es una autoridad que, supuestamente, dirá a la niña cuál es el caso
general, mientras que la niña debe ocuparse de aprender de memoria detalles
particulares. Si estudia usted cómo se hacen las cosas en la mayoría de las aulas, a
menudo descubrirá que casi todas las preguntas de los maestros a los alumnos son
acerca de detalles, a las que se puede responder en pocas palabras, o aun con un
simple “Sí” o “No.” Por ello, la introducción de una innovación en la enseñanza
necesariamente requerirá modificar las teorías psicológicas y pedagógicas de uso
común que tienen los maestros... y hasta un grado sorprendente, también los
alumnos.

En pocas palabras, la enseñanza se basa, inevitablemente, en ciertos


conceptos acerca de la naturaleza de la mente del alumno. Las creencias y
suposiciones acerca de la enseñanza, sea en una escuela o en cualquier otro
entorno, son un reflejo directo de las creencias y las suposiciones que el maestro
tiene acerca del alumno. (Más adelante consideraremos la otra cara de la moneda:
cómo el aprendizaje se ve afectado por lo que el niño piensa del marco mental del
maestro, como cuando las niñas llegan a creer que los maestros esperan que ellas
no den respuestas originales). Desde luego, como la mayoría de las verdades
profundas, ésta ya es bien sabida. Los maestros siempre han intentado adaptar su
enseñanza a los antecedentes, capacidades, estilos e intereses de los niños a
quienes enseñan. Esto es importante, pero no es lo que buscamos. Antes bien,
nuestro propósito es analizar maneras más generales en que, convencionalmente, se
piensa en la mente de quienes aprenden, así como en, las prácticas pedagógicas
que se derivan de estas maneras de pensar acerca de la mente. Y no nos
detendremos allí, pues también deseamos ofrecer algunas reflexiones para
“despertar la conciencia” en este medio: lo que puede lograrse haciendo que los
maestros (y sus estudiantes) piensen explícitamente acerca de sus supuestos
psicológicos de uso común, para que salgan de las confusiones del conocimiento
tácito.

Un modo de presentar de la manera más escueta la cuestión general de la


psicología y la pedagogía de uso común es contrastar nuestra propia especie
humana con los primates no humanos. Los niños de nuestra especie muestran una
“predisposición a la cultura” asombrosamente poderosa; son sensibles y están ávidos
por adoptar las costumbres que ven a su alrededor. Muestran un pasmoso interés en
la actividad de sus padres y compañeros, y, sin necesidad de estímulos, tratan de
imitar lo que ven. En cuanto a los adultos, como insisten en decirlo Kruger y
Tomasello, existe una “disposición pedagógica”, exclusivamente humana, a explotar
esta tendencia, según la cual los adultos demuestran la conducta debida, en
beneficio de quienes aprenden. Encontramos estas tendencias en diferentes formas
en todas las sociedades humanas. Notemos que estas tendencias a la imitación y a
la demostración casi no existen en absoluto en nuestros parientes primates más
cercanos: los chimpancés. Los chimpancés adultos no “enseñan” a sus crías
mostrándoles la conducta correcta; y las crías, por su parte, no parecen imitar las
acciones de los adultos, al menos si empleamos una definición bastante rígida de la
palabra imitación. Si por imitación queremos decir la capacidad de observar no sólo
el objetivo alcanzado sino también los medios para alcanzarlo, entonces
encontraremos pocos testimonios de imitación en los chimpancés criados en libertad
y, aún más notoriamente, pocos intentos de enseñarles. Sin embargo, resulta muy
revelador que cuando se cría a un joven chimpancé “como si” fuese un niño, y se le
expone al modo de vida de los seres humanos, empieza a mostrar más disposiciones
a la imitación. El testimonio de disposiciones “demostrativas” en los chimpancés
adultos es mucho menos claro, pero tales disposiciones bien pueden estar allí, en
forma rudimentaria.

Tomasello, Ratner y Kruger han sugerido que, como los primates no humanos
no atribuyen creencias y conocimientos a los demás, probablemente no reconocen
su presencia en ellos mismos. Nosotros los seres humanos mostramos, decimos o
enseñamos algo a alguien sólo porque empezamos por reconocer que no lo saben, o
que lo que creen es falso. La incapacidad de los primates no humanos para notar
ignorancia o falsas creencias en sus crías puede explicar, por tanto, la falta de
esfuerzos pedagógicos, pues sólo cuando notamos esta condición tratamos de
corregir la deficiencia por medio de demostración, explicación o discusión. Hasta los
chimpancés más “aculturados” por seres humanos muestran poca o ninguna de esta
atribución que conduce a la actividad instructiva.

Las investigaciones efectuadas en primates inferiores muestran el mismo


cuadro. Sobre la base de sus observaciones de la conducta de monos verdes en los
bosques, Cheney y Seyfarth llegaron a esta conclusión: “Aunque los monos puedan
aplicar conceptos abstractos y tengan motivos, creencias y deseos, parecen
incapaces de atribuir estados mentales a otros: carecen de una teoría de la mente.”
La labor efectuada con otras especies de monos ha revelado hechos similares. La
idea general es clara: las suposiciones acerca de la mente del educando subyacen
en todos los intentos de enseñanza. Si no se presupone que haya ignorancia, no se
hace un esfuerzo por enseñar.

Pero limitarse a decir que los seres humanos comprenden las otras mentes y
tratan de enseñar al que no sabe es pasar por alto las diversas maneras en que se
efectúa la enseñanza en las diferentes culturas. Su variedad es asombrosa.
Necesitamos saber mucho más acerca de esta diversidad si queremos apreciar la
relación entre la psicología y la pedagogía de uso común en los diferentes entornos
culturales.

Comprender esta relación es algo que cobra particular apremio al enfrentarse


a las cuestiones de toda reforma educativa. Pues en cuanto reconocemos que el
concepto que un maestro tiene de un alumno determina la instrucción que aplica,
entonces cobra decisiva importancia el equipar a los maestros (o a los padres) con la
mejor teoría posible acerca de la mente del niño. Y en el proceso de lograrlo, también
necesitamos dar a los maestros ciertos atisbos acerca de sus propias teorías de uso
común, que han guiado su enseñanza.

Las pedagogías de uso común reflejan toda una variedad de suposiciones


acerca de los niños. Por ejemplo: se les puede considerar caprichosos y necesitados
de corrección; o bien inocentes a quienes hay que proteger de una sociedad vulgar;
o bien carentes de unas capacidades que sólo pueden desarrollarse por medio de la
práctica; o como recipientes vacíos que hay que llenar con el conocimiento que sólo
pueden darles los adultos; como egocéntricos que necesitan socialización. Las
creencias de tipo común de esta índole, ya sean expresadas por legos o por
“expertos”, necesitan urgentemente cierta “desconstrucción” si queremos apreciar
debidamente lo que implican. Pues ya sean “correctas” o no estas ideas, su
repercusión sobre las actividades de los maestros puede ser enorme.

Una psicología cognitiva de orientación cultural no desdeña la psicología de


uso común como simple superstición, como algo que sólo puede interesar al
antropólogo versado en costumbres extrañas. Llevo mucho tiempo sosteniendo que
no basta explicar lo que hacen los niños; la nueva tarea consiste en determinar lo
que piensan que están haciendo, y cuáles son sus razones para hacerlo. Como la
nueva labor que se está efectuando sobre las teorías infantiles de la mente, un
enfoque cultural sostiene que la niña y el niño sólo gradualmente llegan a apreciar
que no esta actuando basados directamente en “el mundo”, sino en creencias que
tienen acerca del mundo. Este giro decisivo, del realismo ingenuo a una comprensión
del papel de las creencias, que se efectúa en los primeros años escolares,
probablemente nunca se termina. Pero una vez que comienza, a menudo provoca un
correspondiente cambio de lo que pueden hacer los maestros para ayudar a los
niños. Por ejemplo, con ese giro los niños pueden asumir más responsabilidad por su
propio aprendizaje y razonamiento. Pueden empezar a “pensar acerca de lo que
piensan” así como acerca del “mundo”. Por ello, no debe sorprendernos que quienes
examinan los logros educativos se hayan interesado, cada vez más, no sólo en lo
que saben los niños, sino en cómo piensan que llegaron a obtener su conocimiento.
Como dice Howard Gardner en The Unschooled Mind: “Debemos meternos en la
cabeza de nuestros estudiantes y tratar de comprender, hasta donde sea posible, las
fuentes y las fortalezas de sus concepciones”.

Dicho en esencia, la nueva tesis sostiene que las prácticas educativas en las
aulas tienen como premisas un conjunto de creencias de uso común acerca de la
mente de quienes aprenden, algunas de las cuáles pueden actuar, conscientemente
o inadvertidamente, contra el bienestar del propio niño. Hay que hacer explícitas y
reexaminar esas creencias. Los distintos enfoques de la enseñanza y de las diversas
formas de instrucción -desde la imitación a la instrucción directa, el descubrimiento y
la colaboración- reflejan diferentes ideas y suposiciones acerca del que aprende:
desde el actor hasta el conocedor, al que experimenta aisladamente o al pensador
en colaboración. De lo que carecen los primates superiores y que los seres humanos
continúan haciendo evolucionar es un conjunto de creencias acerca de la mente. A
su vez, estas creencias alteran otras creencias acerca de las fuentes y de la
comunicabilidad del pensamiento y de la acción. Así, un requisito para cualquier
mejora de la pedagogía es avanzar en la manera como interpretamos la mente de los
niños.

Es obvio que todo esto incluye mucho más que la mente de quienes aprenden.
Los jóvenes aprendices son personas que viven en familias y comunidades,
esforzándose por conciliar sus deseos, creencias y metas con el mundo que los
rodea. Nuestro interés puede ser principalmente cognitivo, relacionado con la
adquisición y los usos del conocimiento, pero no nos proponemos limitar nuestro
enfoque a la mente llamada “racional”. [...]

Aunque nuestro análisis de la psicología y la pedagogía de uso común haya


subrayado la “enseñanza y el aprendizaje” en el sentido convencional, igualmente
habríamos podido subrayar otros aspectos del espíritu humano, no menos
importantes para la práctica educativa, como los conceptos “de uso común” del
deseo, la intención, el significado o hasta la “maestría”. [...]

Consideremos, por ejemplo, la cuestión de qué es el conocimiento, de dónde


viene, de cómo lo obtenemos. También éstas son cuestiones que tienen hondas
raíces culturales. Para empezar, tomemos la distinción entre conocer algo
concretamente y en particular, y conocerlo como ejemplo de alguna regla general. La
suma y la multiplicación, en la aritmética, nos ofrecen un ejemplo sorprendente.
Supongamos que alguien acaba de aprender un hecho aritmético concreto. ¿Qué
significa captar un “hecho” de multiplicación, y cómo difiere esto de la idea de que la
multiplicación es simplemente una suma repetida, algo que ya se “conoce”? Bueno,
por una parte, significa que se puede derivar lo desconocido partiendo de lo
conocido. [...]

En algún sentido mucho más profundo, captar algo abstractamente es un


comienzo hacia la apreciación de que, con frecuencia, un conocimiento aparente-
mente complicado puede reducirse derivacionalmente a formas de conocimiento más
sencillas, que ya poseemos. Los cuentos policiacos de Ellery Queen solían incluir
una nota, en una página decisiva del texto, en que se decía al lector que ya estaba
en poder de todos los datos necesarios para resolver el crimen. Supongamos que
alguien anunciara en el aula, después de que los niños habían aprendido a
multiplicar, que ya tenían el conocimiento suficiente para comprender algo llamado
“Iogaritmos”, o sea unas clases especiales de números que simplemente llevan los
nombres “1”, “2”, “3”, “4” y “5”, y que ellos ya debían poder imaginarse lo que estos
términos logarítmicos “significan” a partir de tres ejemplos, siendo cada ejemplo una
serie que llevaba esos términos. La primera serie es 2, 4, 8, 16, 32; la segunda serie
es 3, 9, 27, 81, 243, y la tercera serie es 1, 10, 100, 1,000, 10,000, 100,000. Los
números de cada serie corresponden a los términos logarítmicos 1, 2, 3, 4 y 5. Pero,
¿cómo se puede llamar “3” a 8 y también 27 y 1,000? Los niños no sólo “descubren”
(o inventan) la idea de un exponente o una potencia, sino que también
descubren/inventan la noción de los exponentes con alguna base: que 2 a la tercera
potencia es 8, que 3 a la tercera potencia es 27, y que 10 a la tercera potencia es
1,000. Una vez que los niños (digamos, de unos diez años) han pasado por esa
experiencia, quedará alterada para siempre su concepción del conocimiento
matemático como de algo “derivativo”: captarán que en cuanto le sabe sumar y se
sabe que la suma puede repetirse distintos números de veces para formar una
multiplicación, ya se sabe lo que son los logaritmos. Lo único que se necesita
determinar es la “base.”

O bien, si todo eso parece demasiado “matemático” se puede tratar de hacer


que los niños actúen “Caperucita Roja”, primero como teatro escolar en que todos
actúan un papel, luego por actores escogidos para representar los personajes
principales ante un público, y finalmente como un cuento que un narrador debe
contar o leer a un grupo. ¿En qué difieren? En el momento en que algún niño nos
informa que en el primer ejemplo sólo hay actores y no hay público, pero que en el
segundo hay unos y otros, la clase entrará en una discusión muy animada sobre qué
es el “teatro”. [...] Como en el ejemplo anterior, habrá usted hecho que los niños
reconozcan que saben mucho más de lo que jamás pensaron que sabían, pero que
tendrán que “pensar en ello” para saber lo que saben. Eso, a fin de cuentas, fue el
sentido intelectual del Renacimiento y la Edad de la Razón. Pero enseñar y aprender
de ese modo significa haber adoptado una nueva teoría de la mente.

O bien abordemos la cuestión de saber dónde se adquiere el conocimiento,


cuestión no menos profunda. Los niños suelen empezar suponiendo que el maestro
posee el conocimiento y lo transmite a toda la clase. En las condiciones apropiadas,
pronto se dan cuenta de que otros de su clase también pueden poseer conocimiento,
y que éste se puede compartir. (Desde luego, esto lo saben desde el principio, pero
sólo acerca de cuestiones como el lugar donde se encuentran las cosas.) En esta
segunda fase, el conocimiento existe en el grupo... pero, de manera inerte. ¿Y qué
decir de la discusión en grupo como medio de crear conocimiento, en lugar de
simplemente descubrir quién tiene qué conocimiento? Y aún hay otro paso más, que
constituye uno de los aspectos más profundos del conocimiento humano. Si nadie
del grupo “conoce” la respuesta, ¿a dónde ir para “descubrir las cosas”? Este es el
salto a entender la cultura como un almacén o como una caja de herramientas, o
como quiera llamársele. Hay cosas que cada persona conoce (más de lo que cada
quien cree); aún más es lo que conoce el grupo o lo que puede descubrirse mediante
discusión dentro del grupo. Y mucho más todavía se encuentra almacenado en otra
parte: por ejemplo, en la “cultura”, en la cabeza de gentes mejor enteradas, en
diccionarios, libros, mapas, etcétera. Virtualmente por definición, nadie en una cultura
sabe todo lo que hay que saber de ella. Entonces, ¿qué hacer cuando sentimos que
nos hemos atascado? ¿Y cuáles son los problemas con que tropezamos para
obtener ese conocimiento que necesitamos? Empecemos a responder a esta
pregunta y estaremos en camino de comprender lo que es una cultura. En un
santiamén, algún niño empezara a comprender que aprender es saber, o que es una
forma de riqueza, o que es un medio que nos da seguridad.

Así pues, veamos más de cerca algunos otros conceptos sobre la mente de
quienes aprenden, comúnmente sostenidos por los teóricos de la educación, los
maestros y, en último término, por los propios niños. Pues son éstos los que pueden
determinar las prácticas educativas que se aplican en las aulas en diferentes marcos
culturales.

Modelos de la mente y modelos de la pedagogía

Existen cuatro modelos predominantes de la mente de quienes aprenden, que


se han impuesto en nuestra época; cada uno de ellos subraya diferentes metas
educativas. Estos modelos no sólo son concepciones de la mente que determinan
nuestra manera de enseñar y de “educar”, sino que son, asimismo, conceptos acerca
de las relaciones que hay entre las mentes y las culturas. Re-pensar la psicología
educativa es algo que nos exige examinar cada una de las diversas concepciones
del desarrollo humano y reevaluar sus consecuencias sobre la enseñanza y el
aprendizaje.

1. Ver a los niños como aprendices que nos imitan:


la adquisición del “saber hacer”.

Cuando un adulto demuestra o enseña una actividad eficaz que exige ser
hábil a un niño, su demostración está basada implícitamente en la creencia del adulto
en que (a) el niño no sabe cómo hacer x, y (b) que el niño puede aprender cómo
hacer x si se le muestra. El acto de enseñar también presupone que (c) el niño quiere
hacer x, y (d) que, de hecho, puede estar tratando de hacer x. Para aprender por
imitación, el niño debe reconocer los objetivos que busca el adulto, los medios
empleados para alcanzar estos fines, y el hecho de que la acción demostrada lo
llevará con éxito a esa meta. Para cuando los niños tienen dos años, ya son capaces
-a diferencia de los chimpancés criados en libertad- de imitar el hecho en cuestión.
Los adultos, reconociendo la tendencia de los niños a la imitación, suelen convertir
sus propias acciones demostrativas en actuaciones, actuando del modo que muestre
más vivamente lo que se necesita para “hacer las cosas bien.” De hecho, ofrecen
“ejemplificaciones silenciosas,” del hecho, ejemplos por naturaleza claros de la
acción deseada.

Esos modelos son la base del aprendizaje, que da al aprendiz los métodos
especializados del experto. Éste trata de transmitir una habilidad que ha adquirido
por medio de la práctica repetida, a un aprendiz que, a su vez, debe practicar el acto
así enseñado, si quiere tener resultados. Hay poca distinción en semejante
intercambio entre el conocimiento procesal (saber cómo) y el conocimiento
proporcional (saber qué). Una suposición subyacente es que aun al menos hábil se
le puede enseñar mostrándole, y que este tiene la capacidad de aprender mediante
la imitación. Otra suposición de este proceso es que demostrar e imitar hacen posible
la acumulación de conocimiento que tiene pertinencia cultural, incluso puede
transmitir la cultura de una generación a la otra.

El empleo de la imitación como medio de enseñanza incluye una suposición


acerca de la competencia humana. Esta consiste en talentos, destrezas y
habilidades, y no en conocimiento y comprensión. Según la idea imitativa, la
competencia sólo se logra por medio de la práctica. Tal es una idea que excluye la
enseñanza acerca de logaritmos o de teatro de la manera antes descrita. El
conocimiento “simplemente crece como un hábito” y no está vinculado ni con la
teoría ni con la transacción, o la discusión. En realidad, de hecho, llamamos
“tradicionales” a las culturas que dependen mucho de una psicología y de una
pedagogía imitativas de uso común. Pero las culturas más avanzadas en el aspecto
técnico también dependen mucho de semejantes teorías imitativas implícitas,
inclusive para transmitir capacidades muy complejas. Para ser científico o poeta se
necesita más que simplemente “conocer la teoría” o saber las reglas del verso
griego. Volvamos a Aristóteles y al médico.

Entonces, ¿qué sabemos acerca de la demostración y del aprendizaje? No


mucho, pero sí más de lo que podríamos sospechar. Por ejemplo, se sabe que no
basta simplemente demostrar “cómo hacerlo” y ofrecer oportunidades de práctica
para hacerlo. Estudios realizados sobre cómo lograr la maestría han demostrado que
simplemente aprender cómo hacer las cosas hábilmente, no nos conduce al mismo
nivel de capacidad flexible que cuando se aprende mediante una combinación de
práctica y de explicación conceptual, así como un verdadero virtuoso del piano
necesita más que unas manos hábiles; necesita, asimismo, saber aIgo acerca de la
teoría de la armonía, del solfeo y de la estructura melódica. Por ello, si una simple
teoría del aprendizaje mediante imitación conviene a una sociedad “tradicional”(y
habitualmente, si se mira más de cerca, resulta que es más que eso), ciertamente no
conviene a una sociedad más avanzada. Esto nos lleva al siguiente conjunto de
suposiciones acerca de la mente humana.

2. Creer que los niños aprendan a base de exposición a la didáctica:


la adquisición del conocimiento proposicional.

La enseñanza didáctica suele basarse en la idea de que a los educandos se


les deben exponer hechos, principios y reglas de acción que tienen que aprender,
recordar y después aplicar. Enseñar de esta manera es suponer que el alumno no
conoce; que es ignorante o ajeno de ciertos hechos, reglas o principios que se
pueden transmitir exponiéndolos. Se concibe que lo que deberá aprender el discípulo
está “en” la mente de los maestros, así como en libros, mapas, obras de arte, bases
de datos de computadora o cualquier otra cosa. Al conocimiento simplemente se le
debe “ver” o “escuchar”. Es un canon o corpus explícito, una representación de lo
que se debe conocer. Se supone que el conocimiento procesal, el saber cómo, se
sigue automáticamente de conocer ciertas proposiciones acerca de hechos, teorías y
similares: “El cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a los
cuadrados de los otros dos lados.”

Según este prototipo de enseñanza, las capacidades ya no se conciben como


saber hacer algo hábilmente, sino antes bien como la capacidad de adquirir un
conocimiento nuevo mediante la ayuda de ciertas “capacidades mentales”: verbales,
espaciales, numéricas, interpersonales, etc. Probablemente ésta es la línea de
pedagogía de uso común practicada más a menudo en la actualidad, sea en historia,
estudios sociales, literatura, geografía o hasta ciencias matemáticas. Su principal
atractivo consiste en que pretende ofrecer una especificación exacta de lo que se
deberá aprender, y -afirmación no menos discutible- que sugiere normas para
evaluar su logro. Más que ninguna otra teoría pedagógica de uso común, ha
engendrado exámenes objetivos en toda su miríada de aspectos. Para determinar si
un estudiante ha “aprendido” cuál es la capital de Albania, todo lo que se tiene que
hacer es ofrecerle una opción múltiple entre Tirana, Milán, Esmirna y Samarcanda.

Pero simplemente condenar los supuestos de la didáctica es algo que se


asemeja mucho a dar fuetazos a un caballo muerto, pues sin duda existen contextos
en que puede ser útil tratar el conocimiento como algo “objetivo” y dado: como
conocer los diferentes criterios según los cuales puede plantearse un caso legal, de
acuerdo con el derecho común inglés, o saber que la Ley de los Esclavos Fugitivos
pasó a ser estatuto norteamericano en 1793, o que el terremoto de Lisboa destruyó
esa ciudad en 1755. En realidad, el mundo está lleno de hechos. Pero los hechos no
resultan muy útiles cuando se presentan a carretadas, ya sea del maestro al
estudiante en el aula, o en la dirección opuesta, poniendo una palabra en un examen
“objetivo”. Más adelante volveremos a este punto, al considerar nuestra cuarta
perspectiva.

En lo que debemos concentrarnos aquí es en la concepción de la mente del


niño que la visión didáctica impone a la enseñanza: su pedagogía de uso común. En
efecto, este sistema presupone que la mente del alumno es una tabula rasa, una
pizarra en blanco. Se considera que el conocimiento puesto en la mente es
acumulativo, y el conocimiento posterior va edificándose sobre el conocimiento que
ya existía. Mayor importancia tiene la suposición de que la mente del niño es pasiva,
como un receptáculo que está aguardando a que lo llenen. En este cuadro no entra
la interpretación activa o constructiva. La tendencia didáctica mira al niño desde el
exterior, desde la perspectiva de una tercera persona, en lugar de tratar de “penetrar
en sus pensamientos”. Es, indudablemente, de un solo sentido: la enseñanza no es
un diálogo, sino el habla de uno al otro. En semejante esquema, si el niño no
aprende adecuadamente, sus insuficiencias pueden explicarse por su falta de
“capacidad mental” o su bajo “Cociente de inteligencia”, y con ello los educadores se
lavan las manos. Es precisamente el esfuerzo de lograr una perspectiva en primera
persona, de reconstruir el punto de vista del niño, el que caracteriza la tercera
pedagogía de uso común, que ahora vamos a enfocar.

3. Ver a los niños como pensadores:


el desarrollo del intercambio intersubjetivo.

La nueva ola de la investigación de “otras mentes”, antes descrita, es la


manifestación última de un esfuerzo moderno más general por reconocer la
perspectiva del niño en el proceso del aprendizaje. Según esta idea, el maestro debe
tratar de penetrar en lo que el niño piensa y en cómo llega a lo que ahora cree. Se
considera que los niños, como los adultos, construyen un modelo del mundo para
ayudarse a dar sentida a su propia experiencia. La pedagogía consiste en ayudar al
niño a comprender mejor, más poderosamente, menos unilateralmente. La
comprensión se favorece mediante discusión y colaboración; se alienta al niño a
expresar sus propias opiniones para lograr el contacto con mentes de otros que
puedan tener diferentes ideas.

Semejante pedagogía de la acción mutua presupone que todas las mentes


humanas son capaces de tener creencias e ideas que, mediante discusión e
interacción, pueden avanzar hacia algún marco de referencia compartido. Tanto el
niño como el adulto tienen puntos de vista, y se anima a cada cual a reconocer los
del otro, aunque puedan no estar de acuerdo. Deben llegar a reconocer que las
diferentes opiniones pueden estar basadas en razones reconocibles y que estas
razones constituyen la base para hacer un juicio sobre las creencias opuestas. A
veces, usted es el que está “equivocado”, otras veces, son los demás: eso depende
de lo bien razonadas que estén las ideas. A veces, opiniones opuestas son
correctas, ambas... o erróneas ambas. El niño no simplemente es un ignorante o un
recipiente vacío, sino que es alguien capaz de razonar, de dar sentido, tanto por sí
mismo como mediante el intercambio con los demás. Se considera que el niño, no
menos que el adulto, es capaz de pensar acerca de su propio pensamiento, y de
corregir sus ideas y nociones por medio de la reflexión, por medio de ir “más allá”,
como a veces se le llama. En pocas palabras, se cree que el niño es un
epistemólogo, además de ser un aprendiz.

Se considera que el niño, no menos que el adulto, ha elaborado unas “teorías”


más o menos coherentes, no sólo acerca del mundo sino acerca de su propia mente
y de cómo funciona. Estas teorías ingenuas son puestas en armonía con las de los
padres y maestros no por medio de la imitación ni por medio de la instrucción
didáctica, sino mediante argumentación, colaboración y negociación. El conocimiento
es lo que se comparte en el intercambio, dentro de una comunidad “textual”. Las
verdades son producto de la evidencia, del argumento y de la construcción, y no de
una autoridad, sea textual o pedagógica. Este modelo de educación es mutualista y
dialéctico, más interesado en la interpretación y la comprensión que en el logro de un
conocimiento fáctico o de un desempeño hábil.

No sólo se trata de que este concepto mutualista esté “centrado en el niño”,


término que no tiene mucho significado, sino que es mucho menos condescendiente
para con la inteligencia del niño. Intenta edificar un intercambio de entendimientos
entre el maestro y el niño, encontrar en las intuiciones del niño las raíces del
conocimiento sistemático, como lo pedía Dewey.
Cuatro líneas de la investigación reciente han enriquecido esta perspectiva
sobre la enseñanza y el aprendizaje. Aunque estén íntimamente interrelacionadas,
vale la pena distinguirlas. La primera tiene que ver con la manera en que los niños
desarrollan su capacidad de “leer otras mentes”, de llegar a conocer lo que otros
están pensando o sintiendo. Por lo general a esto se le llama investigación de la
intersubjetividad. La intersubjetividad empieza con el placer que sienten el infante y
la madre en el contacto visual en las primeras semanas de la vida; esto pronto pasa
a la etapa en que ambos comparten su atención en objetos comunes, y culmina en la
primera fase preescolar, en que el niño y quien se encarga de él logran que sus
mentes se encuentren por medio de un temprano intercambio de palabras. Es éste
un logro que nunca termina.

La segunda línea de investigación incluye la captación, por el niño, de los


“estados intencionales” de los demás: sus creencias, sus promesas, intenciones y
deseos; en una palabra, entender sus teorías de la mente, como a menudo se le
llama a esta línea de investigación. Se trata de un programa de investigación sobre
como los niños adquieren sus nociones acerca del modo en que otros llegan a
sostener o sustituir diversos estados mentales. Asimismo, se interesa por saber
cómo el niño clasifica las creencias y opiniones de la gente como verdaderas o
correctas en vez de falsas y erróneas y, en el proceso, esta investigación ha
descubierto muchas cosas fascinantes acerca de las ideas que tiene el niño pequeño
acerca de las “falsas creencias”:

La tercera línea es el estudio de la metacognición: el modo en que lo que


piensan los niños acerca de las acciones de aprender, recordar y pensar
(especialmente las que ellos realizan), y sobre como es que “pensar acerca” de las
operaciones cognitivas afecta los propios procedimientos mentales. La primera
colaboración importante a esta línea es un estudio de Ann Brown, que mostró cómo
las estrategias para recordar fueron profundamente modificadas por el niño al
analizar internamente cómo él mismo procedía al tratar de conservar algo en su
memoria.

Los estudios de aprendizaje en colaboración y en solución de problemas


constituyen la cuarta línea de la nueva investigación, la cual enfoca cómo los niños
se explican y revisan sus creencias en el intercambio discursivo. Ha florecido no sólo
en Estados Unidos, sino también en Suecia, donde gran parte de la reciente
investigación psicológica se ha concentrado en estudiar cómo los niños comprenden
y controlan su propio aprendizaje.

Lo que toda esta investigación tiene en común es un esfuerzo por comprender


cómo los niños organizan su propio aprendizaje, sus recuerdos, sus conjeturas y su
modo de pensar. A diferencia de las antiguas teorías psicológicas, que tendían a
imponer modelos “científicos” a las actividades cognitivas de los niños, este esfuerzo
explora el marco mental del propio niño para comprender mejor cómo llega a las
ideas que, finalmente, le resultan más útiles. La psicología de uso común del propio
niño (y su desarrollo) se vuelve el objeto de estudio. Y desde luego, tal investigación
ofrece a la maestra un sentido mucho más profundo y menos condescendiente de lo
que encontrará en la situación de enseñar-aprender.

Algunos dicen que la flaqueza de este enfoque consiste en que tolera un


grado inaceptable de relatividad en lo que se considera como “conocimiento.” Sin
duda, se necesita más para justificar las creencias que simplemente el compartirlas
con otros. Ese “más” es la maquinaria de la justificación de las propias creencias, los
cánones del razonamiento científico y filosófico. A fin de cuentas, el conocimiento es
una creencia justificada. Para reconocer la importancia de esa crítica, hay que ser
bastante pragmático en nuestras propias ideas acerca de la naturaleza del
conocimiento. Será un absurdo “postmodernismo” el que se acepte que todo
conocimiento puede justificarse simplemente descubriendo o formando una
“comunidad interpretativa” que esté totalmente de acuerdo. Y tampoco debemos ser
tan anticuados para insistir en que el conocimiento sólo es conocimiento cuando es
“verdadero”, de una manera que excluya cualquier otra pretensión. [...]

Las aseveraciones se deben justificar apelando a razones que, en el sentido


más estricto de los lógicos, resistan todo intento de refutación y de incredulidad. Las
razones de esta índole incluyen, obviamente, la apelación a evidencias que desafíen
toda refutación. Pero la refutación rara vez es cuestión de “sí o no”, pues a menudo
existen diversas interpretaciones que son compatibles con los testimonios de que se
dispone...; si no todos los testimonios, entonces los necesarios para que sean
convincentes.

No hay ninguna razón a priori por la cual el tercer enfoque de la enseñanza y


el aprendizaje no sea compatible con esta epistemología más pragmática. Se trata
de una concepción del conocimiento muy distinta de la segunda perspectiva, en que
se consideraba que el conocimiento era fijo e independiente de la perspectiva del
cognoscente, pues la naturaleza misma de la aventura de conocer ha cambiado en
nuestra época. Hacking señala, por ejemplo, que antes del siglo XVII se consideraba
que existía una brecha infranqueable entre el conocimiento y la opinión; el primero
era objetivo; subjetiva la última. Lo que el modernismo patrocina es un saludable
escepticismo acerca de lo absoluto de esa brecha. No estamos considerando aquí el
conocimiento “analítico” -como en lógica y en matemáticas- en que la regla de la
contradicción ocupa una posición privilegiada (que algo no puede ser, a la vez, A y
no A). Pero aun al nivel analítico, la idea que estamos analizando echa una mirada
escéptica a la imposición prematura de formas lógicas y formales a los corpus del
conocimiento empírico, fuera de las ciencias naturales “duras”.

A la luz de todo esto, sin duda es posible dar un paso más al concebir la
pedagogía de uso común; paso que, como los otros que hemos considerado, se
fundamentan en consideraciones epistemológicas. Lo que tenemos en juego es
como unas creencias subjetivamente sostenidas se convierten en teorías viables
acerca del mundo y de sus hechos. ¿Cómo las creencias se convierten en hipótesis
que se sostienen no por la fe que ponemos en ellas, sino porque exponen en el
espacio público de la evidencia, la interpretación y la armonía con el conocimiento
existente? No es posible limitarse a “sustentar” las hipótesis. Se les tiene que poner a
prueba abiertamente. “Hoy es martes” se convierte en un hecho convencional no por
virtud de que sea “cierto” sino por su conformidad a las convenciones de dar
nombres a los días de la semana. Esta afirmación alcanza la intersubjetividad por
virtud de una convención y con ello se convierte en un “hecho” independiente de las
creencias individuales. [...]

Cuestiones de esta índole son precisamente las que la tercera perspectiva


trata de la manera más convincente y directa. Enfocaremos ahora la cuarta y última
de las perspectivas sobre la pedagogía de uso común.

4. El niño como persona enterada:


el manejo del conocimiento “objetivo”.

Un enfoque demasiado centrado en las creencias y en los “estados


intencionales” y en su negociación en el discurso corre el riesgo de sobreestimar la
importancia del intercambio social al construir el conocimiento. Tal énfasis puede
llevamos a subestimar la importancia del conocimiento acumulado, pues las culturas
conservan el conocimiento antiguo que es confiable, casi como el derecho común
mantiene un registro de cómo se resolvieron los pasados conflictos comunales. En
ambos ejemplos se hace un esfuerzo por lograr una consistencia viable, por evitar
las arbitrariedades, por descubrir unos “principios generales”. Ni la cultura ni el
derecho están abiertos a una súbita reconstrucción. Característicamente, se
emprende la reconstrucción (para emplear la expresión jurídica) con “moderación”. El
conocimiento pasado y la práctica digna de fe no pueden tomarse a la ligera. Y la
ciencia no es distinta: también ella se niega a ser disuelta por “revoluciones
científicas,” lanzando al aire sus viejos paradigmas.

Pasemos ahora a la pedagogía. Desde temprana edad, los niños encuentran


una marcada distinción entre lo que sabemos “nosotros” (amigos, padres, maestros,
etcétera) y lo que en un sentido más general simplemente se “conoce.” En estos
tiempos post-positivistas, y tal vez “post-modernos”, reconocemos muy bien que lo
que se “conoce” no es una verdad revelada por Dios ni que, por decirlo así, está
escrito irrevocablemente en el Libro de la Naturaleza. El conocimiento de este tipo
siempre es potencialmente revisable. Pero que sea revisable no debe confundirse
con un relativismo absoluto, con la idea de que, puesto que ninguna teoría constituye
la verdad última, todas las teorías, como todos los hombres, son iguales. No cabe
duda de que reconocemos la distinción entre el “Mundo Dos” de Popper, de
creencias, intuiciones y opiniones personalmente sostenidas, y su “Mundo Tres” de
conocimiento justificado. Pero lo que hace “objetivo” a este último no es que
constituya alguna realidad primigenia y libre, como la de los positivistas, sino que,
antes bien, ha resistido un escrutinio sostenido y ha sido puesta a prueba por los
mejores testimonios posibles. Todo conocimiento tiene su historia.

La cuarta perspectiva sostiene que la enseñanza debe ayudar a los niños a


captar la distinción entre el conocimiento personal, por una parte, y lo que “se
considera sabido” por la cultura, por la otra. Pero no sólo deben captar esta distinción
sino que también deben comprender su base, por decirlo así en la historia del
conocimiento. ¿Cómo podemos introducir esa perspectiva en nuestra pedagogía?
Dicho de otra manera, ¿qué han ganado los niños cuando empiezan a distinguir lo
que se conoce canónicamente de lo que ellos conocen personal e idiosin-
cráticamente?

Janet Astington ofrece un interesante giro a este problema ya clásico. Ha


descubierto que cuando los niños empiezan a comprender cómo se emplea la
evidencia para comprobar creencias, a menudo ven este problema como similar al de
formarse una creencia acerca de una creencia: “Ahora tengo razón para creer que
esta creencia es verdadera (o falsa, según el caso).” “Las razones para creer” en una
hipótesis no son del mismo orden de cosas que la creencia que va inserta en la
hipótesis misma, y si la primera funciona bien, entonces la segunda se gradúa,
pasando de ser una creencia (o hipótesis) a ser algo más robusto: una teoría
demostrada o hasta un corpus de hechos.

Por la misma intuición, igualmente podemos llegar a ver nuestras ideas o


creencias personales como relacionadas (o no relacionadas) con “lo que se conoce”
o lo que generalmente se cree que ha soportado la prueba del tiempo. De este modo,
llegamos a ver la conjetura personal ante el trasfondo de lo que ha llegado a ser
compartido con el pasado histórico. Los que hoy se dedican a la búsqueda del
conocimiento pasan a compartir conjeturas con quienes murieron tiempo atrás. Pero
podemos dar un paso más y preguntar cómo la conjetura pasada se asentó en algo
más sólido, al paso de los años. Podemos compartir a Arquímedes con los amiguitos
en el sube y baja del patio de juegos, y enterarnos de cómo llegó a sostener su idea.
[...] Hay algo atractivo y, en realidad, alentador en enfrentar nuestra propia versión
del “conocimiento” con las creaciones de los personajes celebres de nuestro pasado,
cuyos nombres encontramos en los archivos. Imaginemos un grupo de high school
de un barrio -formado en un caso real por latinos de San Antonio- que estuviese
poniendo en escena Edipo Rey. “Saben” cosas acerca del incesto, con las que
Sófocles acaso nunca hubiera soñado. Fue claro para su talentosa maestra y
directora de escena que sus actores no se dejaron intimidar, en absoluto, por el
ilustre varón europeo que escribió la obra hace unos dos milenios. Y sin embargo,
fueron fieles al espíritu de la obra.

Vemos así que, según la cuarta perspectiva, hay algo especial en “hablar” con
los autores, muertos hoy pero aún vivos en sus viejos textos... mientras el objetivo
del encuentro no sea rendirles culto, sino en cambio, interpretarlos y comunicarnos
con ellos, “ir más allá” en nuestros pensamientos acerca del pasado. Veamos a
diversos tríos de adolescentes, cada uno de los cuales esté organizando una obra
acerca del relato del Génesis -asombrosamente breve- en que Abraham, a instancias
de Dios, lleva a su único hijo, Isaac, a sacrificarlo a Dios en el Monte Moria. En
Temor y temblor, de Kierkegaard, hay un célebre conjunto de “versiones” sobre el
relato de Abraham, pongámoslo a prueba, también con ellas. O veamos a algunos
adolescentes ante una docena de distintas reproducciones de cuadros de la
Anunciación, en que el ángel anuncia a la Virgen que ella será la Reina del Cielo.
Pregúnteseles qué creen, a partir de las diversas imágenes, que estaba pasando por
la mente de María: en una pintura en que parece como altiva princesa renacentista,
en otra en que se asemeja a una humilde Marta, en otra más en que parece una
muchacha descarada. Es notable lo pronto que los adolescentes salvan la brecha
que separa al subjetivo Mundo Dos, de Popper, de su “objetivo” Mundo Tres. El
maestro, con ejercicios como éstos, ayuda al niño a llegar más allá de sus propias
impresiones para ingresar en un mundo pretérito que de otra manera parecería
remoto y fuera de su alcance como conocedor.

La verdadera escolaridad

Desde luego, la verdadera escolaridad nunca se reduce a un modelo del que


aprende o a un modelo de enseñanza. Casi toda la educación diaria en las escuelas
pretende cultivar capacidades y habilidades, impartir un conocimiento de hechos y
teorías, y cultivar la comprensión de las creencias y las intenciones de quienes están
cerca o están lejos. Toda elección de una práctica pedagógica implica una
concepción del aprendiz y, con el tiempo, puede ser adoptada por él o por ella como
el modo apropiado de pensar acerca del proceso de aprendizaje; y es que la elección
de una pedagogía transmite inevitablemente un concepto del proceso de aprender y
del aprendiz. La pedagogía nunca es inocente. Es un medio que transmite su propio
mensaje.

Resumen: reflexión sobre mentes, culturas y educación

Podemos concebir las cuatro maneras de enseñar y aprender que acabamos


de exponer como ordenadas según dos dimensiones. La primera es una dimensión
“dentro-fuera”: llamémosla la dimensión internalista-externalista. Las teorías
externalistas subrayan lo que los adultos pueden hacer para los niños desde fuera,
con objeto de fomentar el aprendizaje: de eso trata el grueso de la psicología
educativa tradicional. Las teorías internalistas enfocan lo que puede hacer el niño, lo
que piensa el niño que está haciendo, y cómo el aprendizaje puede tener como
premisas esos estados intencionales.

La segunda dimensión describe el grado de intersubjetividad o de


“entendimiento común” que, se supone, es necesario entre el teórico pedagógico y
los sujetos con quienes se relacionan sus teorías. Llamemos a esto la dimensión
intersubjetividad-objetivista. Las teorías objetivistas ven a los niños como un
entomólogo puede ver á una colonia de hormigas, o un entrenador de elefantes a un
elefante; no se presupone que los sujetos deben verse a sí mismos en los mismos
términos en que los ve el teórico. Los teóricos intersubjetivos, por otra parte, se
aplican las mismas teorías a sí mismos que a aquellos con quienes trabaja. Por
tanto, intentan crear teorías psicológicas que sean tan útiles para los niños al
organizar su aprendizaje y regular sus vidas, como lo son para los adultos que
trabajan con ellos.

Las teorías internalistas tienden a subrayar lo intersubjetivo. Es decir, si


alguien se preocupa por lo que el niño se prepara a hacer mentalmente, es probable
que se preocupe por formular una teoría de la enseñanza y del aprendizaje que
podamos compartir con él o con ella para facilitar los esfuerzos del niño. Pero no
necesariamente. Por ejemplo, gran parte de la antropología cultural de Occidente es
internalista, sumamente preocupada por “cómo piensan los aborígenes”. Pero las
teorías de los antropólogos no son, por decirlo así, para los “aborígenes”, sino para
sus colegas, allá en su propia patria. Por lo general se supone, aunque tácitamente,
que los aborígenes son “distintos” o que simplemente no comprenderían. Y, en
realidad, algunas teorías -de orientación psicoanalítica- sobre la temprana pedagogía
infantil son de este mismo orden: no se deben compartir con el niño. Tales teorías
están muy ocupadas con los estados internos del niño, pero, como el aborigen, el
niño también es “distinto”. El adulto -teorizante o maestro- se vuelve una especie de
narrador omnisciente de las novelas del siglo XIX: conoce perfectamente lo que pasa
por el cerebro de la protagonista de la novela, aun cuando la propia protagonista
pueda no conocerlo.

La pedagogía moderna está avanzando cada vez más hacia la idea de que el
niño debe estar consciente de sus propios procesos mentales, y de que es crucial
tanto para el teórico de la pedagogía como para el maestro ayudarlo a ser más
metacognitivo: a estar tan consciente de cómo se desarrollan su aprendizaje y su
pensamiento, como lo está de las materias que estudia. No basta adquirir capacidad
y acumular conocimiento. Es posible ayudar a quien aprende a lograr un completo
dominio reflexionado asimismo sobre la forma en que está cumpliendo su tarea y
cómo se puede mejorar su enfoque. Equiparlo con una buena teoría de la mente –o
una teoría del funcionamiento mental- es una forma de hacerlo.

Así pues, a la postre, la mejor manera de considerar las cuatro perspectivas


sobre la pedagogía es verlas como partes de un continente más vasto, ver su
significación a la luz de su parcialidad. Nadie puede proponer sensatamente que no
tienen importancia las capacidades y las habilidades que son demostradas. Tampoco
se puede sostener que es trivial la acumulación de conocimiento fáctico. Ningún
crítico sensato afirmaría que los niños no deben cobrar conciencia de que el
conocimiento depende de la perspectiva y de que compartimos y negociamos
nuestras perspectivas en el proceso de búsqueda del conocimiento. Y sólo un
fanático negaría que nos enriquecemos al reconocer el nexo entre el conocimiento
fidedigno que nos llega del pasado y lo que aprendemos en el presente. Lo que se
necesita es que las cuatro perspectivas se fundan en alguna unidad congruente,
reconocidas como partes de un continente común. A los antiguos conceptos de la
mente y de cómo se puede cultivar la mente se les debe eliminar su estrecho
exclusivismo. Las opiniones nuevas deben modularse para reconocer que, aun
cuando las habilidades y los hechos nunca existieron fuera de contexto, no por ello
tienen menos importancia en su contexto.

Los avances modernos logrados en el estudio del desarrollo humano han


empezado dándonos una base nueva y más firme sobre la cual edificar una teoría
más integrada de la enseñanza y el aprendizaje. Estos avances fueron el principal
tema de este capítulo: el niño como ser activo e intencionado; el conocimiento como
“algo hecho por el hombre” y no como algo que simplemente está allí; como nuestro
conocimiento del mundo y de cada uno de los demás es construido y negociado con
los demás, tanto con los contemporáneos como con los que nos precedieron. [...]

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