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Pragmatismo, pluralismo y las tareas de la filosofía


Hacia una reconstrucción de nuestras prácticas disciplinares1
Eduardo Mattio (SECyT-UNC)

Al término de Los problemas de la filosofía (1912), Bertrand Russell intenta una


valoración de dicha disciplina que no sólo pone al descubierto sus propios presupuestos
metafilosóficos, sino también aquellos que, en mayor o menor medida, siguen vigentes en
el “sentido común filosófico” contemporáneo. Russell entiende que, a diferencia de las
ciencias físicas, útiles incluso a quienes las ignoran, el estudio de la filosofía sólo tiene
algún valor para los que se dedican a ella. En tanto aspira fundamentalmente a la adquisi-
ción de cierta clase de conocimiento, el valor de la filosofía debe hallarse entre los bienes
del espíritu. Sin embargo, aún cuando sea muy débil la esperanza de encontrar una respues-
ta cabal a sus preguntas, una tarea fundamental de la filosofía es la de mantener vivo el
interés especulativo por el Universo2.
A riesgo de generalizar indebidamente, no es difícil constatar que buena parte de
nuestras prácticas filosóficas académicas aún se resuelven en los términos planteados por
Russell. Lo que resulta problemático es que, al continuar percibiendo nuestra práctica dis-
ciplinar como una tarea puramente especulativa y argumentativa, nos volvemos incapaces
de admitir críticamente su escasa relevancia práctica fuera de los claustros universitarios.
Entre algunas pocas excepciones, ha sido la tradición pragmatista la que ha insisti-
do una y otra vez en la necesidad de disolver la brecha entre la teoría y la práctica a partir
de una reflexión comprometida con los intereses concretos de los hombres. En las páginas
que siguen es nuestro propósito esbozar, con la ayuda de Richard Bernstein, una caracteri-
zación del pragmatismo que nos permita sopesar y reconstruir nuestras propias prácticas
disciplinares. Primero, vamos a considerar al pragmatismo como “una pluralidad de narra-
tivas en conflicto”. A continuación, subrayaremos un rasgo fundamental de la tradición
pragmatista: su pluralismo de raíz falibilista. En tercer lugar, intentaremos examinar qué
compromisos suscita semejante pluralismo. Al cierre de este trabajo vamos a formular al-
gunas consideraciones “localistas” en relación a las tareas de la filosofía.

a. El pragmatismo como “conflicto de narrativas”

1
El presente trabajo ha sido posible gracias a una beca de doctorado de la Secretaría de Ciencia y Tecnología
de la Universidad Nacional de Córdoba.
2
Cf. B. Russell, Los problemas de la filosofía, Quinto Centenario, Bogotá 1995, 130-131.
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Fundado en su propia versión de la historia del pragmatismo americano, Bernstein


entiende que el pragmatismo clásico supone desde su origen un conflicto de narrativas: «A
pesar de los parecidos de familia entre aquellos que son llamados pragmatistas, siempre ha
habido agudas diferencias —a veces irreconciliables— dentro de dicha tradición. Hay
(como todo pragmatista podría esperar) una pluralidad de narrativas en conflicto»3. Tales
conflictos de narrativas no sólo han sido “endémicos” entre los pragmatistas clásicos, sino
que también persisten entre sus actuales herederos. Por consiguiente, los diferentes modos
en que Hillary Putnam, Richard Rorty, Susan Haack o Cornel West interpretan la tradición
pragmática —los temas que ellos privilegian, como aquellos que consideran prescindi-
bles— no sólo son importantes para la comprensión de sus propias posiciones filosóficas,
sino para la comprensión de la tradición pragmática misma4.
Bernstein considera que dicha tradición ha sido constituida y reconstituida por los
“relatos argumentativos” [“argumentative retellings”]5 de sus propias narrativas. Es decir,
la tradición pragmática no es más que la suma de las metanarrativas en conflicto que dan
cuenta de dicha tradición. En consecuencia, el pragmatismo no sólo carece de una “esen-
cia” determinada, sino que tampoco posee un conjunto de compromisos o proposiciones
nítidamente definidos que todos los pragmatistas habrían de compartir. Desde el inicio,
“pragmatismo” ha sido una noción esencialmente discutida; más aún, Bernstein cree que la
razón primaria de la riqueza y de la difusión de la tradición pragmática es la variedad de
voces y narrativas que la constituyen (1995: 61; 1992b)6.
Por tanto, de espaldas a las versiones “nostálgicas” o “sentimentales” que conside-
ran perdido el legado pragmatista, Bernstein nos invita a reconocer la continuidad de los
intereses pragmáticos. En el caso de Rorty, por ejemplo, a contracorriente del rechazo
“académico” que arrastra su versión del pragmatismo, Bernstein no deja de reconocer uno

3
R. Bernstein, “American Pragmatism: The Conflict of Narratives”, en H. Saatkamp, Rorty & Pragmatism.
The Philosopher Responds to His Critics, Varderbilt University Press, Nashville 1995, 55. De hecho, estas
narrativas fundacionales encontraron su origen en diversas fuentes continentales: así como Peirce fue un
entusiasta lector de la Crítica de la razón pura y James tuvo una singular afinidad con el empirismo británi-
co, el joven Dewey fue profundamente influenciado por la obra de Hegel. Con lo cual, concluye Bernstein, la
idea misma de una brecha entre continentales y anglosajones es un verdadero contrasentido en este inicial
estadio formativo del ēthos pragmático. Cf. R. Bernstein, “Pragmatism, Pluralism, and the Healing of
Wounds”, en The New Constellation. The Ethical–Political Horizons of Modernity/Postmodernity, The MIT
Press, Cambridge 1992, 325.
4
Cf. R. Bernstein, “The Resurgence of Pragmatism”, en Social Research, 59, Issue 4, 1992. Disponible en:
<http://search.epnet.com/direct.asp?an=9305065036&db=aph>.
5
En ausencia de otra alternativa mejor, traducimos “relatos argumentativos”. Con esta noción tomada de
MacIntyre, Bernstein hace referencia a una determinada metanarrativa —una narrativa acerca de las narrati-
vas— que los pragmatistas se cuentan a sí mismos en relación a la historia y el desarrollo del pragmatismo
americano. Cf. R. Bernstein, “American Pragmatism” 55.
6
Cf. R. Bernstein, “American Pragmatism” 61.
3

de sus aportes fundamentales: «ha mostrado que hay un modo de leer a pensadores tales
como Quine, Sellars, Davidson, y Putnam… como contribuyendo al refinamiento continuo
de los temas pragmáticos» (Bernstein 1995: 62-63). Esto no sugiere que tales autores sólo
estén repitiendo lo que ya se encuentra en los pragmatistas clásicos; en Quine, Sellars y
Davidson hallamos toda una serie de argumentos más sutiles y elaborados que articulan
con precisión algunas intuiciones y sugerencias de los pragmatistas clásicos. Por tanto, al
destacar la continuidad y refinamiento de los motivos pragmáticos en la filosofía analítica,
Bernstein pone en evidencia un desarrollo genuino que, lejos de afirmar una profunda rup-
tura con el pragmatismo, contribuye más bien a la continuidad de su legado (1992b)7.
Por consiguiente, aunque no sería inapropiado tratar de especificar las característi-
cas primarias del pragmatismo8 —rasgo esencial de cualquier “relato argumentativo”—,
Bernstein propicia una actitud auto–reflexiva en relación al esfuerzo por definir el “noso-
tros” pragmatista: «Deberíamos ser cautos respecto de quienes afirman que hay criterios
fijos por los cuales podemos decidir quién es y quién no es pragmatista. Tal fijación de
límites no sólo es no–pragmática, sino que frecuentemente es usada como un juego de po-
der para legitimar prejuicios no examinados» (1995: 67). En su lugar, es preciso realizar el
legado pragmatista fundamental, a saber, promover la discusión sin término, la conversa-
ción continua, el debate sin un guión preestablecido.

b. Un pluralismo falibilista y comprometido

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Bernstein descubre en el pragmatismo de Rorty, del último Putnam y sobre todo en Cornel West otro rasgo
pragmatista que considera más relevante, a saber, la genuina preocupación por recuperar en la obra de Dewey
«los impulsos radicales del ethos democrático que fue integral de su comprensión del pragmatismo y su par-
ticipación en la reforma social» (1995: 64). Es decir, Bernstein entiende que el carácter más prometedor y
estimulante del actual resurgimiento del pragmatismo no radica en cuestiones “técnicas” tales como el signi-
ficado o la verdad, sino más bien en el creciente interés por “los problemas de los hombres”.
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Bernstein mismo lo hace en pocas líneas: «Reitero que el conflicto y el desacuerdo han sido siempre vitales
entre los pragmatistas. Pero tales conflictos han tenido lugar sobre el fondo de una comprensión común,
tácita y compartida. Todos los pragmatistas —viejos y nuevos— siempre han sido agudamente críticos de
cualquier apelación a absolutos. Han insistido acerca de una robusta pluralidad de experiencias, creencias e
indagaciones. Han rechazado las dicotomías establecidas entre hecho–valor y descriptivo–prescriptivo. Así
como Rorty, Putnam y West nos recuerdan, ha habido un profundo compromiso ético–político para con la
supresión del sufrimiento y la humillación humanos, y un compromiso positivo de continuar la reforma social
democrática e igualitaria. Todos los pragmatistas tienen un fuerte sentido de lo que Rorty llama “contingen-
cia”, la precariedad de la existencia humana. Los pragmatistas resistieron el cinismo y las formas corrientes
de desesperación. También resistieron toda forma de crítica totalizadora [totalistic] que tienda a fomentar un
sentido de impotencia social o política. Ellos tuvieron una reacción casi visceral en contra de todo tipo de
“creyentes verdaderos” y fundamentalistas (religiosos y no religiosos). El espíritu prevaleciente del pragma-
tismo ha sido (pace Rorty) no la deconstrucción sino la reconstrucción» (1992b).
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Si es posible sostener el debate continuo que propicia el pragmatismo, es porque el


pluralismo constituye uno de sus rasgos fundamentales9. Ahora bien, ¿qué ha de entenderse
por “pluralismo”?
Con dicha noción no hay que mentar un pluralismo fragmentario «donde las fuer-
zas centrífugas se vuelven tan fuertes que sólo somos capaces de comunicarnos con el pe-
queño grupo que ya comparte nuestros propios prejuicios». Tampoco hay que suponer un
pluralismo blando «en el que nuestra apropiación de diferentes orientaciones no es más
que una sustracción superficial y locuaz [glib superficial poaching]». Menos aún denotar
un pluralismo polémico «donde el recurso al pluralismo no significa un deseo genuino de
escuchar y aprender de los demás, sino que se convierte en un arma ideológica para defen-
der la propia orientación» o un pluralismo defensivo «en el que estamos de acuerdo de la
boca para afuera en que los demás “hagan las cosas a su modo” aunque ya estamos con-
vencidos de que no hay nada importante que aprender de ellos» (Bernstein 1992a: 335-
336).
Bernstein, en cambio, aboga por un pluralismo falibilista comprometido que da lu-
gar a nuevas responsabilidades. Pues, en la medida que se toma en serio la falibilidad de
nuestros propios vocabularios, se incrementa el deseo de escuchar a los demás, evitando la
supresión o la negación de la diferencia. Dicho pluralismo permite eludir dos tentaciones:
primero, la de rechazar lo que otro dice recurriendo a aquellos habituales trucos defensivos
que atribuyen al oponente oscuridad, trivialidad o confusión; segundo, la de pensar que lo
que es ajeno siempre puede ser traducido al vocabulario que creemos firmemente estable-
cido.
Ahora bien, que un falibilismo semejante implique la ausencia de reglas o procedi-
mientos indubitables que permitan alcanzar un acuerdo racional, no supone que seamos
prisioneros de nuestros propios esquemas conceptuales y que por ello no podamos comuni-
carnos con otros igualmente sujetos a esquemas inconmensurables. Si esto ocurre, entiende
Bernstein, no se trata de un fallo lingüístico o cognitivo; se trata más bien de una falla éti-
ca: «De última, el recurso al ideal regulativo de una comunidad de investigadores o intér-
pretes es —como enfatizaron los pragmatistas— un ideal ético o normativo» (1992a: 336).
Por consiguiente, dada la inerradicabilidad del conflicto y del desacuerdo a la hora
de construir un “nosotros”, lo que importa es cómo respondemos a un impasse semejante.

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Entre los rasgos fundamentales del ēthos pragmático, Bernstein señala también el antifundacionalismo, el
falibilismo, el carácter social del yo y la necesidad de una comunidad crítica de investigadores, y la concien-
cia de una radical contingencia (1992a: 326-329).
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Sin duda, el análisis filosófico es capaz de aportar un estilo argumentativo riguroso, hábil
para evidenciar la debilidad o el absurdo de una proposición. Sin embargo, llevado al ex-
tremo, hace imposible la conversación. Este estilo de confrontación puede ser reemplazado
por un «modelo de encuentro dialógico» que presupone que el otro tiene algo que decirnos
y que puede contribuir a nuestro entendimiento. Dicho modelo exige ser receptivo respecto
de lo que el otro dice; pone en juego la imaginación, la sensibilidad y las destrezas herme-
néuticas apropiadas para buscar un terreno común en el que se puedan comprender nues-
tras diferencias. En este contexto, el otro ya no es un adversario o un oponente, sino un
compañero de conversación. En dichos encuentros dialógicos no se busca diluir el conflic-
to, puesto que la comprensión no implica el acuerdo. Por el contrario, es el camino para
clarificar nuestros desacuerdos, lo cual reviste una importancia práctica y un alcance social
ineludibles: «Quizás “nosotros” los filósofos aún podríamos jugar un rol modesto alentan-
do el tipo de civilidad que se ha vuelto tan rara en nuestras prácticas sociales» (1992a:
338). De este modo, piensa Bernstein, tal vez sea posible que en el contexto pluralista que
nos toca vivir los filósofos seamos capaces de sustituir nuestra propia identificación ideo-
lógica por un compromiso filosófico razonable.

c. El “compromiso” pragmático y las tareas de la filosofía


Cuando la adopción radical del falibilismo disuelve toda certeza se hace preciso
preguntar si es posible sostener “con fundamento” algún tipo de compromiso práctico. De
hecho, cierto Stimmung posmoderno, caracterizado por el rechazo de todo fundamento, ha
promovido el consecuente abandono de todo compromiso normativo, en tanto uno y otro
enmascararían ciertas formas de violencia.
Bernstein, en cambio, observa que los pragmatistas clásicos al tiempo que decons-
truyeron con eficacia toda idea fuerte de teoría, verdad o sistema, emprendieron una verda-
dera tarea de reconstrucción: «ellos no estaban obsesionados en atacar una y otra vez el
absolutismo y el fundacionalismo que rechazaron. Para ellos, el problema primario fue
cómo reconstruir la filosofía de manera que fuese compatible con una orientación falibilis-
ta y una apreciación de la radical pluralidad de la experiencia» (Bernstein 1992b). Esto les
permitió concebir un proyecto colectivo donde se pueda vivir sin absolutos, aunque sin
sucumbir a una desesperación narcisista.
En tal sentido, Bernstein cree reconocer una nueva actitud en los discursos posmo-
dernos que denomina “posmodernismo post-transgresor”, o más simplemente orientación
“pragmática”. Tal orientación denota el sentido creciente de que, si bien debemos aprender
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a vivir en la más absoluta contingencia, en una ambigüedad inerradicable, no por ello de-
bemos sustraernos de nuestras responsabilidades ético–políticas10. Se trata de entretejer
una aguda orientación falibilista con un fuerte compromiso pluralista y democrático que
privilegie la individualidad y el experimentalismo: «Puesto que nuestras afirmaciones no
descansan sobre fundamentos fijos y no son “decisiones” gratuitas, se vuelve vital que sean
articuladas, debatidas y públicamente discutidas» (Bernstein 1992b). Es decir, lejos de des-
alentar nuestro compromiso político, el pluralismo falibilista alienta la edificación demo-
crática de un futuro común.
Por otra parte, tales propósitos ponen de manifiesto ciertos presupuestos metafilo-
sóficos ajenos a las marcas de fábrica de una tradición analítica que ha cultivado preferen-
temente la descripción y el análisis de las estructuras conceptuales11. Sin privarnos de los
beneficios del análisis, Bernstein propone seguir las huellas de Dewey. En la comprensión
que éste tenía de las tareas de la filosofía, ésta debía ser “crítica de la crítica”, encaminarse
al cambio racional y a la reconstrucción social: «La tarea principal de la filosofía es hacer-
se práctica, lo cual quiere decir dirigirse ella misma a los problemas y conflictos que se nos
enfrentan, y hacer juicios prácticos sobre lo que debe hacerse» (Bernstein 1971: 231). En
otras palabras, la reconstrucción de la filosofía supone sustraerla de los problemas técnicos
de la propia filosofía, identificarla no como la búsqueda de certeza —motivación central de
la filosofía tradicional— sino más bien «con la visión, la imaginación y el significado…,
con el logro de una perspectiva crítica respecto a los problemas y conflictos más profundos
de la sociedad y la cultura, y con la proyección de ideales para alcanzar un futuro más
deseable» (Bernstein 1986: 299-300). Tal presupuesto metafilosófico no sólo es buen antí-
doto contra la desesperación paralizante a la que suele conducir cierto esteticismo posmo-
derno sino también contra cierto profesionalismo estéril, ocupado aún en “problemas de

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Rorty mismo parece encarnar este nuevo temple en la medida que como Lyotard desestima todo compro-
miso con alguna metanarrativa, pero a diferencia de él considera indispensable nuestro esfuerzo por generar
alguna narrativa de primer orden «moralmente edificante sin molestarnos en levantar un telón metafísico
frente al cual se representa esta narrativa, y sin entrar en detalles muy concretos acerca de la meta hacia la
que tiende» (1991a: 286). Con ello, observa Mouffe, Rorty separa el deseo de autoafirmación (política) del
deseo de autofundación (epistémica) propios de la Ilustración. Véase Mouffe, Ch. (1993) El retorno de lo
político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia radical (Buenos Aires: Paidós, 1999), p. 28. Otra
versión de tal “posmodernismo post-transgresor” puede hallarse en Laclau, E. (1988) “La política y los lími-
tes de la modernidad” en A. Ross (ed.) Universal Abandon? (Minneapolis: University of Minnessota Press).
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En Praxis y acción Bernstein resume brevemente los presupuestos fundamentales del análisis filosófico:
«El objetivo básico de la filosofía no consiste en recomendar, prescribir o proponer. La historia de la filosofía
está llena de confusiones, ambigüedades y falacias a causa de que los filósofos no han prestado la suficiente
atención a los matices del lenguaje por cuyo medio realizamos nuestro pensamiento. La contribución que la
filosofía puede hacer al conocimiento humano es iluminar las oscuridades que nos hacen desembocar en
perplejidades filosóficas, eliminar los pseudoproblemas y clarificar la lógica de nuestros conceptos» (1971:
7

filósofos”. Nos sigue invitando a pensar la construcción de una comunidad democrática


más igualitaria como la gran tarea que —filósofos y no filósofos— tenemos por delante.

* * *

De lo dicho hasta aquí nos parece oportuno extrapolar las siguientes “moralejas” en
relación a nuestras propias prácticas disciplinares:
1) Si la filosofía misma no es más que una pluralidad de narraciones en conflicto en la que
la tradición a la que pertenecemos es constituida a partir de los “relatos argumentati-
vos” que nosotros mismo formulamos, no es legítimo canonizar determinados criterios
—los nuestros— como aquellos que son “esenciales” a la práctica filosófica. Puesto
que “filosofía” es un “significante vacío” cuyo contenido se conforma a partir de prác-
ticas filosóficas que han devenido hegemónicas, nada nos justifica a privilegiar ciertos
problemas, fuentes, métodos o estilos como aquellos que definen el “nosotros” filosófi-
co. Si asumimos la contingencia de nuestros propios criterios disciplinares se hace más
fácil concebir la filosofía bajo el modelo del debate continuo o de la conversación
abierta.
2) Ahora bien, si se acepta que dicho debate sólo se vuelve genuino en la medida que se
construye sobre un pluralismo falibilista, este último no será motivo para la suspensión
de todo juicio sino que habrá de favorecer el diálogo no sólo al interior de la filosofía,
sino también con otras disciplinas. Una radical conciencia de nuestra falibilidad no sólo
tiene que favorecer la disolución de la brecha —ya insostenible— entre “continentales”
y “anglosajones”, sino que tiene que devolver a la filosofía el saludable intercambio
con otras “prácticas disciplinares” y otras “formas de vida” tales como las ciencias na-
turales, las ciencias sociales, las religiones, la política, el arte y la crítica literaria, etc.
La censura del naturalismo en nombre de criterios metafilosóficos extra–empíricos o la
impugnación de cierta influencia literaria en nombre de principios metodológicos es-
trictos no puede menos que empobrecer a la práctica filosófica misma.
3) Por último, si se asume que dicho falibilismo no es una excusa para la inacción sino
que invita a un compromiso práctico explícito, si se entiende que a toda deconstrucción
debe seguir una necesaria reconstrucción ya no será posible reducir la filosofía a mera
filología o a pura técnica argumentativa sin efecto práctico alguno. Con esto, no pre-

231). Valga como ejemplo de tal actitud metafilosófica Strawson, P.F. (1992) Análisis y metafísica. Una
introducción a la filosofía (Barcelona: Paidós, 1997).
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tendemos disolver la filosofía teórica, sino más bien recontextualizarla, es decir, poner-
la en dependencia y en interacción con los problemas que verdaderamente preocupan a
nuestra comunidad de pertenencia. De esa forma, será posible hacer lugar en nuestras
propias prácticas disciplinares al programa reconstructivo expresado por Dewey: «La
filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un artificio para perder el tiempo
con problemas de filósofos y se convierte en un método, cultivado por los filósofos, pa-
ra encararse con los problemas de los hombres»12.

Referencias bibliográficas:
R. Bernstein, Praxis y Acción. Enfoques contemporáneos de la actividad humana, Alianza,
Madrid 1979.
R. Bernstein, “John Dewey y su pensamiento sobre la democracia: la tarea que tenemos
por delante”, en Perfiles filosóficos. Ensayos a la manera pragmática, Siglo XXI editores,
México 1991.
J. Dewey, La reconstrucción de la filosofía, Planeta–Agostini, Barcelona 1993.
R. Rorty, Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1, Paidós, Barcelona 1996.

12
John Dewey, “The Need for a Recovery of Philosophy”, en R. Bernstein (ed.), John Dewey: On Experi-
ence, Nature and Freedom, The Liberal Arts Press, Nueva York 1960, 66-67 citado en R. Bernstein (1971:
226).

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