Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
1
El presente trabajo ha sido posible gracias a una beca de doctorado de la Secretaría de Ciencia y Tecnología
de la Universidad Nacional de Córdoba.
2
Cf. B. Russell, Los problemas de la filosofía, Quinto Centenario, Bogotá 1995, 130-131.
2
3
R. Bernstein, “American Pragmatism: The Conflict of Narratives”, en H. Saatkamp, Rorty & Pragmatism.
The Philosopher Responds to His Critics, Varderbilt University Press, Nashville 1995, 55. De hecho, estas
narrativas fundacionales encontraron su origen en diversas fuentes continentales: así como Peirce fue un
entusiasta lector de la Crítica de la razón pura y James tuvo una singular afinidad con el empirismo británi-
co, el joven Dewey fue profundamente influenciado por la obra de Hegel. Con lo cual, concluye Bernstein, la
idea misma de una brecha entre continentales y anglosajones es un verdadero contrasentido en este inicial
estadio formativo del ēthos pragmático. Cf. R. Bernstein, “Pragmatism, Pluralism, and the Healing of
Wounds”, en The New Constellation. The Ethical–Political Horizons of Modernity/Postmodernity, The MIT
Press, Cambridge 1992, 325.
4
Cf. R. Bernstein, “The Resurgence of Pragmatism”, en Social Research, 59, Issue 4, 1992. Disponible en:
<http://search.epnet.com/direct.asp?an=9305065036&db=aph>.
5
En ausencia de otra alternativa mejor, traducimos “relatos argumentativos”. Con esta noción tomada de
MacIntyre, Bernstein hace referencia a una determinada metanarrativa —una narrativa acerca de las narrati-
vas— que los pragmatistas se cuentan a sí mismos en relación a la historia y el desarrollo del pragmatismo
americano. Cf. R. Bernstein, “American Pragmatism” 55.
6
Cf. R. Bernstein, “American Pragmatism” 61.
3
de sus aportes fundamentales: «ha mostrado que hay un modo de leer a pensadores tales
como Quine, Sellars, Davidson, y Putnam… como contribuyendo al refinamiento continuo
de los temas pragmáticos» (Bernstein 1995: 62-63). Esto no sugiere que tales autores sólo
estén repitiendo lo que ya se encuentra en los pragmatistas clásicos; en Quine, Sellars y
Davidson hallamos toda una serie de argumentos más sutiles y elaborados que articulan
con precisión algunas intuiciones y sugerencias de los pragmatistas clásicos. Por tanto, al
destacar la continuidad y refinamiento de los motivos pragmáticos en la filosofía analítica,
Bernstein pone en evidencia un desarrollo genuino que, lejos de afirmar una profunda rup-
tura con el pragmatismo, contribuye más bien a la continuidad de su legado (1992b)7.
Por consiguiente, aunque no sería inapropiado tratar de especificar las característi-
cas primarias del pragmatismo8 —rasgo esencial de cualquier “relato argumentativo”—,
Bernstein propicia una actitud auto–reflexiva en relación al esfuerzo por definir el “noso-
tros” pragmatista: «Deberíamos ser cautos respecto de quienes afirman que hay criterios
fijos por los cuales podemos decidir quién es y quién no es pragmatista. Tal fijación de
límites no sólo es no–pragmática, sino que frecuentemente es usada como un juego de po-
der para legitimar prejuicios no examinados» (1995: 67). En su lugar, es preciso realizar el
legado pragmatista fundamental, a saber, promover la discusión sin término, la conversa-
ción continua, el debate sin un guión preestablecido.
7
Bernstein descubre en el pragmatismo de Rorty, del último Putnam y sobre todo en Cornel West otro rasgo
pragmatista que considera más relevante, a saber, la genuina preocupación por recuperar en la obra de Dewey
«los impulsos radicales del ethos democrático que fue integral de su comprensión del pragmatismo y su par-
ticipación en la reforma social» (1995: 64). Es decir, Bernstein entiende que el carácter más prometedor y
estimulante del actual resurgimiento del pragmatismo no radica en cuestiones “técnicas” tales como el signi-
ficado o la verdad, sino más bien en el creciente interés por “los problemas de los hombres”.
8
Bernstein mismo lo hace en pocas líneas: «Reitero que el conflicto y el desacuerdo han sido siempre vitales
entre los pragmatistas. Pero tales conflictos han tenido lugar sobre el fondo de una comprensión común,
tácita y compartida. Todos los pragmatistas —viejos y nuevos— siempre han sido agudamente críticos de
cualquier apelación a absolutos. Han insistido acerca de una robusta pluralidad de experiencias, creencias e
indagaciones. Han rechazado las dicotomías establecidas entre hecho–valor y descriptivo–prescriptivo. Así
como Rorty, Putnam y West nos recuerdan, ha habido un profundo compromiso ético–político para con la
supresión del sufrimiento y la humillación humanos, y un compromiso positivo de continuar la reforma social
democrática e igualitaria. Todos los pragmatistas tienen un fuerte sentido de lo que Rorty llama “contingen-
cia”, la precariedad de la existencia humana. Los pragmatistas resistieron el cinismo y las formas corrientes
de desesperación. También resistieron toda forma de crítica totalizadora [totalistic] que tienda a fomentar un
sentido de impotencia social o política. Ellos tuvieron una reacción casi visceral en contra de todo tipo de
“creyentes verdaderos” y fundamentalistas (religiosos y no religiosos). El espíritu prevaleciente del pragma-
tismo ha sido (pace Rorty) no la deconstrucción sino la reconstrucción» (1992b).
4
9
Entre los rasgos fundamentales del ēthos pragmático, Bernstein señala también el antifundacionalismo, el
falibilismo, el carácter social del yo y la necesidad de una comunidad crítica de investigadores, y la concien-
cia de una radical contingencia (1992a: 326-329).
5
Sin duda, el análisis filosófico es capaz de aportar un estilo argumentativo riguroso, hábil
para evidenciar la debilidad o el absurdo de una proposición. Sin embargo, llevado al ex-
tremo, hace imposible la conversación. Este estilo de confrontación puede ser reemplazado
por un «modelo de encuentro dialógico» que presupone que el otro tiene algo que decirnos
y que puede contribuir a nuestro entendimiento. Dicho modelo exige ser receptivo respecto
de lo que el otro dice; pone en juego la imaginación, la sensibilidad y las destrezas herme-
néuticas apropiadas para buscar un terreno común en el que se puedan comprender nues-
tras diferencias. En este contexto, el otro ya no es un adversario o un oponente, sino un
compañero de conversación. En dichos encuentros dialógicos no se busca diluir el conflic-
to, puesto que la comprensión no implica el acuerdo. Por el contrario, es el camino para
clarificar nuestros desacuerdos, lo cual reviste una importancia práctica y un alcance social
ineludibles: «Quizás “nosotros” los filósofos aún podríamos jugar un rol modesto alentan-
do el tipo de civilidad que se ha vuelto tan rara en nuestras prácticas sociales» (1992a:
338). De este modo, piensa Bernstein, tal vez sea posible que en el contexto pluralista que
nos toca vivir los filósofos seamos capaces de sustituir nuestra propia identificación ideo-
lógica por un compromiso filosófico razonable.
a vivir en la más absoluta contingencia, en una ambigüedad inerradicable, no por ello de-
bemos sustraernos de nuestras responsabilidades ético–políticas10. Se trata de entretejer
una aguda orientación falibilista con un fuerte compromiso pluralista y democrático que
privilegie la individualidad y el experimentalismo: «Puesto que nuestras afirmaciones no
descansan sobre fundamentos fijos y no son “decisiones” gratuitas, se vuelve vital que sean
articuladas, debatidas y públicamente discutidas» (Bernstein 1992b). Es decir, lejos de des-
alentar nuestro compromiso político, el pluralismo falibilista alienta la edificación demo-
crática de un futuro común.
Por otra parte, tales propósitos ponen de manifiesto ciertos presupuestos metafilo-
sóficos ajenos a las marcas de fábrica de una tradición analítica que ha cultivado preferen-
temente la descripción y el análisis de las estructuras conceptuales11. Sin privarnos de los
beneficios del análisis, Bernstein propone seguir las huellas de Dewey. En la comprensión
que éste tenía de las tareas de la filosofía, ésta debía ser “crítica de la crítica”, encaminarse
al cambio racional y a la reconstrucción social: «La tarea principal de la filosofía es hacer-
se práctica, lo cual quiere decir dirigirse ella misma a los problemas y conflictos que se nos
enfrentan, y hacer juicios prácticos sobre lo que debe hacerse» (Bernstein 1971: 231). En
otras palabras, la reconstrucción de la filosofía supone sustraerla de los problemas técnicos
de la propia filosofía, identificarla no como la búsqueda de certeza —motivación central de
la filosofía tradicional— sino más bien «con la visión, la imaginación y el significado…,
con el logro de una perspectiva crítica respecto a los problemas y conflictos más profundos
de la sociedad y la cultura, y con la proyección de ideales para alcanzar un futuro más
deseable» (Bernstein 1986: 299-300). Tal presupuesto metafilosófico no sólo es buen antí-
doto contra la desesperación paralizante a la que suele conducir cierto esteticismo posmo-
derno sino también contra cierto profesionalismo estéril, ocupado aún en “problemas de
10
Rorty mismo parece encarnar este nuevo temple en la medida que como Lyotard desestima todo compro-
miso con alguna metanarrativa, pero a diferencia de él considera indispensable nuestro esfuerzo por generar
alguna narrativa de primer orden «moralmente edificante sin molestarnos en levantar un telón metafísico
frente al cual se representa esta narrativa, y sin entrar en detalles muy concretos acerca de la meta hacia la
que tiende» (1991a: 286). Con ello, observa Mouffe, Rorty separa el deseo de autoafirmación (política) del
deseo de autofundación (epistémica) propios de la Ilustración. Véase Mouffe, Ch. (1993) El retorno de lo
político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo y democracia radical (Buenos Aires: Paidós, 1999), p. 28. Otra
versión de tal “posmodernismo post-transgresor” puede hallarse en Laclau, E. (1988) “La política y los lími-
tes de la modernidad” en A. Ross (ed.) Universal Abandon? (Minneapolis: University of Minnessota Press).
11
En Praxis y acción Bernstein resume brevemente los presupuestos fundamentales del análisis filosófico:
«El objetivo básico de la filosofía no consiste en recomendar, prescribir o proponer. La historia de la filosofía
está llena de confusiones, ambigüedades y falacias a causa de que los filósofos no han prestado la suficiente
atención a los matices del lenguaje por cuyo medio realizamos nuestro pensamiento. La contribución que la
filosofía puede hacer al conocimiento humano es iluminar las oscuridades que nos hacen desembocar en
perplejidades filosóficas, eliminar los pseudoproblemas y clarificar la lógica de nuestros conceptos» (1971:
7
* * *
De lo dicho hasta aquí nos parece oportuno extrapolar las siguientes “moralejas” en
relación a nuestras propias prácticas disciplinares:
1) Si la filosofía misma no es más que una pluralidad de narraciones en conflicto en la que
la tradición a la que pertenecemos es constituida a partir de los “relatos argumentati-
vos” que nosotros mismo formulamos, no es legítimo canonizar determinados criterios
—los nuestros— como aquellos que son “esenciales” a la práctica filosófica. Puesto
que “filosofía” es un “significante vacío” cuyo contenido se conforma a partir de prác-
ticas filosóficas que han devenido hegemónicas, nada nos justifica a privilegiar ciertos
problemas, fuentes, métodos o estilos como aquellos que definen el “nosotros” filosófi-
co. Si asumimos la contingencia de nuestros propios criterios disciplinares se hace más
fácil concebir la filosofía bajo el modelo del debate continuo o de la conversación
abierta.
2) Ahora bien, si se acepta que dicho debate sólo se vuelve genuino en la medida que se
construye sobre un pluralismo falibilista, este último no será motivo para la suspensión
de todo juicio sino que habrá de favorecer el diálogo no sólo al interior de la filosofía,
sino también con otras disciplinas. Una radical conciencia de nuestra falibilidad no sólo
tiene que favorecer la disolución de la brecha —ya insostenible— entre “continentales”
y “anglosajones”, sino que tiene que devolver a la filosofía el saludable intercambio
con otras “prácticas disciplinares” y otras “formas de vida” tales como las ciencias na-
turales, las ciencias sociales, las religiones, la política, el arte y la crítica literaria, etc.
La censura del naturalismo en nombre de criterios metafilosóficos extra–empíricos o la
impugnación de cierta influencia literaria en nombre de principios metodológicos es-
trictos no puede menos que empobrecer a la práctica filosófica misma.
3) Por último, si se asume que dicho falibilismo no es una excusa para la inacción sino
que invita a un compromiso práctico explícito, si se entiende que a toda deconstrucción
debe seguir una necesaria reconstrucción ya no será posible reducir la filosofía a mera
filología o a pura técnica argumentativa sin efecto práctico alguno. Con esto, no pre-
231). Valga como ejemplo de tal actitud metafilosófica Strawson, P.F. (1992) Análisis y metafísica. Una
introducción a la filosofía (Barcelona: Paidós, 1997).
8
tendemos disolver la filosofía teórica, sino más bien recontextualizarla, es decir, poner-
la en dependencia y en interacción con los problemas que verdaderamente preocupan a
nuestra comunidad de pertenencia. De esa forma, será posible hacer lugar en nuestras
propias prácticas disciplinares al programa reconstructivo expresado por Dewey: «La
filosofía se recupera a sí misma cuando deja de ser un artificio para perder el tiempo
con problemas de filósofos y se convierte en un método, cultivado por los filósofos, pa-
ra encararse con los problemas de los hombres»12.
Referencias bibliográficas:
R. Bernstein, Praxis y Acción. Enfoques contemporáneos de la actividad humana, Alianza,
Madrid 1979.
R. Bernstein, “John Dewey y su pensamiento sobre la democracia: la tarea que tenemos
por delante”, en Perfiles filosóficos. Ensayos a la manera pragmática, Siglo XXI editores,
México 1991.
J. Dewey, La reconstrucción de la filosofía, Planeta–Agostini, Barcelona 1993.
R. Rorty, Objetividad, relativismo y verdad. Escritos filosóficos 1, Paidós, Barcelona 1996.
12
John Dewey, “The Need for a Recovery of Philosophy”, en R. Bernstein (ed.), John Dewey: On Experi-
ence, Nature and Freedom, The Liberal Arts Press, Nueva York 1960, 66-67 citado en R. Bernstein (1971:
226).