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infinita del mismo Dios aun no pudo hacer otro juicio más
del que hizo de sí mismo y de su propia malicia! Pues
¿qué discurrirá el hombre, que por sí es ignorante, si se le
junta la soberbia y la culpa? ¡Oh infeliz y estultísimo
Lucifer! ¿Cómo desatinaste en una cosa tan llena de
razón y hermosura? ¿Qué hay más amable que la
humildad y mansedumbre junta con la majestad y el
poder? ¿Por qué ignoras, vil criatura, que el no saberse
humillar es flaqueza de juicio y nace de corazón
abatido?. El que es magnánimo y verdaderamente
grande no se paga de la vanidad, ni sabe apetecer lo
que es tan vil, ni le puede satisfacer lo falaz y aparente.
Manifiesta cosa es que para la verdad eres tenebroso y
ciego y guía oscurísima de los ciegos (Mt 15,14), pues no
alcanzaste a conocer que la grandeza y bondad del amor
divino se manifestaba y engrandecía con humildad y
obediencia hasta la muerte de cruz (Flp 2, 8).
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571. Hija mía, grandes fueron los dones que ofrecieron los
Reyes a mi Hijo santísimo, pero mayor el afecto de amor
con que los daban y el misterio que significaban; por todo
esto le fueron muy aceptos y agradables a Su Majestad.
Esto quiero yo que tú le ofrezcas, dándole gracias porque
te hizo pobre en el estado y profesión; porque te aseguro,
amiga, que no hay para el Altísimo otro más precioso don
ni ofrenda que la pobreza voluntaria, pues son muy pocos
hoy en el mundo los que usan bien de las riquezas
temporales y que las ofrezcan a su Dios y Señor con la
largueza y afecto que estos Santos Reyes. Los pobres del
Señor, tanto número como hay, experimentan bien y
testifican cuan cruel y avarienta se ha hecho la
naturaleza humana, pues con haber tantos necesitados,
son tan pocos remediados de los ricos. Esta impiedad tan
descortés de los nombres ofende a los Ángeles y contrista
al Espíritu Santo, viendo a la nobleza de las almas tan
envilecida y abatida, sirviendo todos a la torpe codicia
del dinero con sus fuerzas y potencias. Y como si se
hubieran criado para sí solos las riquezas, así se las
apropian y las niegan a los pobres, sus hermanos de su
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593. Era San Simeón, como dice San Lucas (Lc 2, 25ss),
justo y temeroso y esperaba la consolación de Israel, y el
Espíritu Santo, que estaba en él, le había revelado que no
pasaría la muerte sin ver primero al Cristo del Señor, y
que movido del Espíritu vino al templo; porque aquella
noche, a más de lo que había entendido, fue de nuevo
ilustrado con la divina luz, y en ella conoció con mayor
claridad todos los misterios de la encarnación y
redención humana, y que en María santísima se habían
cumplido las profecías de Isaías (Is 7, 14; 9, 1) que una
Virgen concebiría y pariría un hijo, y de la vara de José
nacería una flor que sería Cristo, y todo lo demás de
éstas y otras profecías; tuvo luz muy clara de la unión de
las dos naturalezas en la persona del Verbo y de los
misterios de la pasión y muerte del Redentor. Con la
inteligencia de cosas tan altas quedó el Santo Simeón
elevado y todo fervorizado, con deseos de ver al
Redentor del mundo; y como ya tenía noticia que venía a
presentarse al Padre, fue llevado Simeón al templo en
espíritu el día siguiente, que es en la fuerza de esta
divina luz; y sucedió lo que diré en el capítulo siguiente.
También la santa mujer Ana tuvo revelación la misma
noche de muchos de estos misterios respectivamente, y
fue grande el gozo de su espíritu porque, como dije en la
primera parte (Cf. supra p. I n. 423) de esta Historia, ella
había sido maestra de nuestra Reina cuando estuvo en el
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Cristo nuestro Señor (Rom 10, 4), pues por esto fue
ordenado que los judíos santificasen y ofreciesen todos
sus primogénitos (Ex 13, 2), esperando siempre al que lo
había de ser del eterno Padre y de su Madre santísima; y
en esto, a nuestro modo de entender, se hubo Su
Majestad como sucede entre los hombres, que gustan se
les trate y repita alguna cosa de que tienen agrado y
complacencia, pues aunque todo lo conocía y sabía el
Padre con infinita sabiduría tenía gusto en la ofrenda del
Verbo humanado que por tantos títulos era suyo.
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