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“Construcción histórica de las sexualidades: de los placeres a las identidades sexuales”

Revista Argentina de Sexualidad Humana


Año 17, No. 1 / Octubre 2003

Ana María Fernández


Profesora e Investigadora, Fac. de Psicología
Universidad de Buenos Aires

De la mano del surgimiento de la sociedad industrial, las democracias representativas, el libre mercado y las colonias, la
familia nuclear burguesa y el amor romántico forman parte de la construcción de los modos de subjetivación -tanto
hegemónicos como subordinados- que se desplegaron desde el surgimiento del capitalismo. Es allí, a partir del S. XVIII
que Foucault ubica la formación del dispositivo socio-histórico de la sexualidad. El propio término “sexualidad” apareció
tardíamente a principios del S.XIX según este autor.
En las sociedades occidentales modernas se ha ido conformando una experiencia por la que los individuos iban
reconociéndose sujetos de una “sexualidad”. Pensar la “sexualidad como experiencia de dimensión socio histórica
implica poner en consideración la correlación dentro de una cultura entre los campos de saber que se inauguran al
respecto, los tipos de normatividad que se establecen y las formas de subjetividad que se construyen.
Tomar tal perspectiva implica desmarcarse de los criterios que hacen de las sexualidad una invariable, sea esta biológica
o inconsciente y que por consiguiente han sacado del campo histórico al deseo y al sujeto del deseo Considerar la
sexualidad como una experiencia histórica implica poner bajo análisis los tres ejes que la constituyen: la formación de
saberes que a ella se refieren, los sistemas de poder que regulan su práctica y las formas según las cuales los individuos
pueden y deben reconocerse como sujetos de esa sexualidad. Supone trabajar con un criterio histórico-genealógico que
permita:
- Des-esencializar normatividades conceptuales y criterios morales.
- Analizar las relaciones entre la producción de saberes sobre la sexualidad y estrategias de los poderes.
- Puntuar en cada momento socio-histórico las características de aquello que se pone en discurso en relación a
prácticas eróticas y placeres.
- Establecer en cada época los criterios de normalidad-anormalidad, moralidad-amoralidad, legalidad-
discriminación, institucionalización-clandestinidad, libre circulación-encierro, operando los modos de
disciplinamiento de una época en relación a las afectaciones eróticas.

Será imposible desarrollar aquí todas estas cuestiones. Solo se presentan dos localizaciones históricas que permiten
interrogar la relación que en la actualidad se presenta entre sexualidad e identidad y por consiguiente entre
identidades sexuales y lugares de poder.
Según el historiador P. Veyne en los dos primeros siglos de la era cristiana se produce en el Imperio Romano una
metamorfosis de las relaciones sexuales y conyugales con la consiguiente reformulación de las instituciones
involucradas en ella, así como también de la moral sexual. Estos cambios sociales se agrupan alrededor de un eje
trascendental: el pasaje de una bisexualidad de dominación a una heterosexualidad de reproducción, produciéndose
en el mismo momento histórico en el que instituye el matrimonio como institución “natural” y se organiza una
moral sexual universal. Recién a partir de allí comienza a elaborarse un mismo discurso moral para el conjunto de la
sociedad.
Para los antiguos, los placeres sexuales eran más bien asexuados; la homofilia de tal época no puede entenderse
desde la idea actual de homosexualidad; no se oponían el amor a los varones y el amor a las mujeres, y era muy raro
encontrar el rechazo al otro sexo propio de la homosexualidad moderna. Amar a una mujer o a un muchacho, esa
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era la fórmula clave del amor antiguo. Estos dos tipos de amor no eran ni dos especies diferentes ni un criterio de
clasificación de los individuos, sino una particularidad no esencial, entre muchas otras. M. Foucault puntualiza al
respecto que solo podría hablarse de “bisexualidad” si con ello quiere significarse la libre elección que ellos se
permitían en relación a los sexos. No consideraban la posibilidad de una doble estructura, ambivalente y “bisexual
del deseo ni reconocían dos clases de deseo, sino su atracción hacia quienes fueran “bellos” cualquiera fuese su
sexo.
Tanto los griegos como los romanos no oponían la sexualidad de reproducción y sexualidad “contra natura” como el
cristianismo, pero sí se oponían a la “molicie”, aunque esta oposición no era una cuestión moral, sino más bien
política. Ya que el par antitético era: sometedor-sometido/a daba vergüenza que alguien se sometiera a su
partenaire, si este era un inferior social. Variará por lo tanto, la moral sexual según el status social: para un esclavo
no será vergonzoso ser pasivo; el modelo del que se nutra esta sexualidad es la relación del amo con sus
subordinados: esposas, pajes, esclavos. Se trata de una sexualidad de dominación que –según Veyne- estará en el
origen de la distinción, evidentemente vacía, entre lo que se ha dado en llamar actividad y pasividad.
Aquello que producía vergüenza era el hecho de ponerse al servicio del partenaire sexual, pues se adoptaba una
actitud de esclavo. El varón libre –ciudadano- debe hacerse servir por su partenaire, su condición de varón libre
implicará que sea activo, mientras que se considerará digno de censura aquel que perteneciendo a aquel rango se
ponga al servicio del otro. La palabra clave de esta sexualidad sería entonces “hacerse servir”, los hombres adultos
libres se hacen servir por jóvenes, mujeres y esclavos/as; en este período se consideran relaciones sexuales
naturales, por ejemplo, a las relaciones del amo con su favorita o con el esclavo o con el joven en el gimnasio, pero
se considerará antinatural que el esclavo posea al amo.
La moral de la época era, según Veyne, una moral exclusivamente viril y no por diferente de la nuestra menos
puritana. Séneca dictaminaba “La impudicia (la pasividad tanto homo como heterosexual) es un crimen en un
hombre libre de nacimiento, en un esclavo constituye su más absoluto deber, y en un liberto es una complacencia
que es deber moral tener para con su amo”. En el mundo greco-romano la línea divisoria entre un hombre viril y un
hombre afeminado no coincide con la oposición moderna entre hetero y homosexualidad; tampoco se reduce a la
oposición entre homosexualidad activa y pasiva. Marca la diferencia de actitud respecto de los placeres. A los ojos
de los griegos, lo que constituye la negatividad ética por excelencia no es evidentemente amar a los dos sexos,
tampoco preferir su propio sexo al otro; es –para un ciudadano libre- ser pasivo respecto de los placeres. Estar
sometido a sus propios apetitos y/o a los de los demás.
Como puede inferirse el mundo antiguo no asignaba rango de identidad a las personas según el tipo de partenaire
con quienes se realizaban las prácticas eróticas. Las personas no se definían desde allí, por lo que categorías actuales
como heterosexualidad, homosexualidad o bisexualidad habrían sido inimaginables.
Del mismo modo la tensión deseo-represión. No se esperaba que los deseos sexuales se reprimieran, sino que se
estilizaran. La cuestión moral era fuertemente política. Un ciudadano libre debía tener dominio sobre sus apetitos.
Era necesario poder dominarse a sí mismo, para poder dominar a los demás.
Esta bisexualidad de dominación, característica de la cultura grecolatina, es l aquí se procesa dentro de los dos
primeros siglos de la era cristiana hacia una heterosexualidad de reproducción; se produce así un lento y conflictivo
cambio en la significación social de las prácticas sexuales. En la bisexualidad de dominación no importa el sexo del
partenaire, lo fundamental es que coincida su ubicación social con el tipo de práctica erótica y su consiguiente
significación política. Lo que importa es que tales prácticas permanezcan encuadradas en los términos dominador-
dominado/a y que los lugares eróticos sean ocupados según el rango social de cada uno.
Recién con el pasaje hacia una heterosexualidad de reproducción comienza la prescripción de las relaciones sexuales
entre hombres y mujeres y un largo camino de marginación de los amores entre personas de un mismo sexo.
Aparece la noción de “contra natura”, destinada a dos mil años de éxito, y los placeres se orientarán hacia una

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función social: multiplicar hijos legítimos. Comienza así a asociarse sexualidad-reproducción-conyugalidad, de tal
forma que el amor “contra natura” llegará a ser aquel que no pueda superponerse a la institución matrimonial.
Ahora bien, mientras hubo diferentes prescripciones morales para cada grupo social, los lugares pasivos y activos se
presentan como posiciones determinadas por la ubicación social de los actores del juego sexual. Pero al
universalizarse la moral y legitimarse la práctica del matrimonio se produce una ecuación taxativa: mujer-pasividad y
hombre-actividad. Su naturalización dejó en el olvido que tales posiciones, en su origen, daban cuenta únicamente
de los lugares de poder que evidenciaban; no eran los sexos los que construían tales posiciones sin los lugares
políticos de los actores sexuales en los juegos de poder. Posteriormente será necesario invisibilizar tales juegos de
poder produciendo discursos que acepten como natural lo que ha producido la cultura, o mejor dicho las diferentes
estrategias bio-políticas con respecto a los cuerpos eróticos.
El afianzamiento de la heterosexualidad de reproducción ha constituido un largo proceso que en occidente estuvo
fuertemente vinculado al desarrollo del cristianismo y la compleja construcción de la hegemonía política de la iglesia
católica a lo largo del Medioevo. En estas luchas, la ubicación del matrimonio como sacramento universal fue un
punto estratégico en su combate al mundo pagano. Un solo dios, una sola iglesia, una única sexualidad. Un modo de
disciplinamiento de cuerpos y placeres se constituyó en un foco estratégico en la construcción de un poder político.
En ese marco, la pastoral cristiana con sus dispositivos confesionales ha sido una pieza clave en la gobernabilidad de
las poblaciones previo al surgimiento de los Estados Nación. Inaugura la problemática de la carne y el interrogatorio
exhaustivo sobre prácticas y fantasías sexuales. Desciframiento de sí, procedimientos de purificación y combates
contra la concupiscencia conformaron los nuevos modos de problematización donde sus ejes ya no pasarán por los
placeres y su estilización sino por la hermenéutica del deseo y su purificación.
En este largo proceso histórico de construcción del cristianismo como polo hegemónico de occidente a través de la
consolidación del poder político del papado romano se despliega una nueva moral sexual que presenta fuertes
puntos de diferenciación con la moral sexual del paganismo antiguo:
- El valor del acto sexual mismo asociado ahora con el mal, el pecado, la caída, la muerte, mientras que para la
antigüedad tenía consideraciones positivas para la salud, la armonía de la existencia, etc.
- La delimitación del compañero legítimo. El cristianismo sólo lo aceptará en el matrimonio monogámico
- La descalificación de las relaciones entre individuos del mismo sexo: el cristianismo las excluyó y condenó
rigurosamente mientras Grecia las había exaltado y Roma aceptado, por lo menos entre los hombres.
- La abstinencia, la castidad y la virginidad sumamente exaltadas como valor moral y espiritual en el cristianismo.

En suma, naturaleza del acto sexual, fidelidad monogámica, relaciones heterosexuales y castidad ocuparon el centro
de la moral sexual cristiana mientras que para los antiguos fueron tópicos a los que permanecieron indiferentes.
Hasta el S XVII las relaciones de sexo se regularon en virtud de un dispositivo de alianza: sistema de matrimonio, de
fijaciones y desarrollo de parentesco, transmisión de nombres y bienes y en tal sentido, fuertemente articulado a lo
económico y focalizado en la reproducción. Este dispositivo con sus mecanismos coercitivos y sus saberes, perdió
importancia a medida que los procesos económicos y las estructuras políticas dejaron de hallar en él un
instrumento adecuado o un soporte suficiente.
En consonancia con el desarrollo del capitalismo el Dispositivo de la Sexualidad desplegó otros modos de regulación
de las relaciones de sexo, otros focos de problematización y otros espacios de producción de saberes,
particularmente el pasaje de la cuestión moral, de la religión a la medicina. Este dispositivo conformará uno de sus
ejes alrededor de la familia, una familia reorganizada –más plegada sobre sí misma- y delimitada como base de la
producción sentimental en una nueva demarcación del mundo privado. Esta familia –llamada ahora nuclear- se
conformó como un eje organizador de las nuevas clases burguesas. Padres y cónyuges llegaron a ser sus principales
agentes y recibieron el apoyo de médicos y pedagogos; más tarde de psiquiatras y psicólogos en el cambio de la

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psicologización del dispositivo de alianza. A través de esos campos de saber –ahora disciplinas- el sexo se hizo laico,
y lo que es más, un asunto de Estado.
Es importante subrayar que el Dispositivo de la Sexualidad no estableció una estrategia única para toda la sociedad
sino que operará con estrategias diferentes según género, clase, edad y “elección sexual” consolidando también
diferentes condiciones de desigualación-discriminación para los distintos “conjuntos sexuales” que se delimitan.
Son ya conocidos los cuatro conjuntos estratégicos que M. Foucault distingue a partir del S. XVIII a propósito del
sexo del niño y psiquiatrización del placer perverso. Durante el S. XIX en una preocupación ascendente por el sexo
se perfilan cuatro figuras paradigmáticas: la mujer histérica, el niño masturbador, la pareja malthusiana y el adulto
perverso. Alrededor de los diversos “personajes” que este dispositivo construye se constituyen áreas específicas de
saber y policiamiento. En tal sentido más que represión, producción misma de las sexualidades lo que implica al
mismo tiempo que campos de saber y poder, nuevos modos de subjetivarse como sujetos sexuales de hombres y
mujeres.
Con el desarrollo capitalista, al mismo tiempo que economía y política reestructuraba los mapas de naciones, clases
y etnias en el plano macropolítico, en los niveles micropolíticos se creaban las condiciones de posibilidad para los
mapas de sexualidades que rigieron hasta entrado el S.XX en el mundo occidental.
He desarrollado en “La mujer de la Ilusión” la construcción socio-histórica de la femineidad moderna y las más
importantes rémoras que mujeres actuales –aún las de vida más avanzada- aún portamos de estos modos tutelados
de subjetivación. Interesa aquí señalar una vez más que las relaciones de poder que regulan los vínculos y modos de
subjetivación y prácticas eróticas de hombres y mujeres, al mismo tiempo que construyen sus mundos íntimos son
parte de dispositivos políticos, filosóficos y científicos de desigualaciones, apropiaciones y violentamente diversos.
Con respecto a las mujeres la construcción socio-histórica de un asexuación en clave pasiva como también las
teorías que la legitiman llevan como soporte un a priori conceptual por el cual la diferencia solo puede ser pensada
como negativo de los idénticos.
Por razones de espacio no puede realizarse aquí un rastreo genealógico de la construcción –dentro del dispositivo
de la sexualidad- de las homosexualidades modernas. Solo algunas mínimas puntuaciones:
- Para el mundo antiguo heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad eran categorías inimaginables.
- El cristianismo al consolidar la sexualidad de reproducción como sexualidad legítima considera las prácticas
sexuales con personas del mismo sexo como relaciones contra natura.
- El mundo clásico ubicaba las relaciones entre hombres desde la categoría moral de libertinaje. La figura del
libertino genera efectos ambivalentes. La sodomía –ejemplo paradigmático para la época de pecado contra-
natura- si bien es penalizada con sanciones extremas como condena en la hoguera, rara vez es denunciada,
desplegándose en los amparos de discreciones y tolerancias diversas.
- El dispositivo de la Sexualidad ubica estas prácticas dentro de un proceso más general de psiquiatrización de los
perversos. Esto implicó el pasaje de la moral a la medicina y a la consideración de anormalidades que deben
corregirse.
- Se establecen clasificaciones: especies y subespecies de homosexualidad, inversión, pederastía,
hermafroditismo psíquico, etc.
- Se establece la delimitación del instinto sexual como instinto biológico y psíquico autónomo, considerándose
que las perversiones conllevan inadecuación biológica.
- Cobra cuerpo la “teoría de la degeneración” que consolidó el conjunto “perversión-herencia-degeneración”
dando narrativa científica a la idea cristiana de “contra natura”.
- El proceso de psiquiatrización de los perversos se acompañó de un modo particular de homosexualidad
masculina que se vuelve prototípico: el afeminado moderno. Esta figura será tributaria de características que los
imaginarios sociales de la época atribuían a sus mujeres: fragilidad, emotividad, dependencia, pasividad.

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- Las prácticas sexuales otorgan identidad, según el sexo del partenaire. Esto implica tomar el rasgo como
totalidad y esencializarlo. Se es heterosexual; se es homosexual.
- Identidades y escencializaciones separan como dos mundos totalmente diferentes “heterosexuales” de
“homosexuales”. Se fijan elecciones y se establecen rechazos, temores y discriminaciones con respecto a
aquellos por fuera de la propia delimitación identitaria.
- El conjunto “homosexuales” –de forma similar a las mujeres del “conjunto heterosexual”- queda regido por la
lógica binaria atributiva y jerárquica de la diferencia por la cual “el otro”, ese diferente, es siempre peligroso y/o
enfermo.
- Desde tal a priori epistémico “el otro” –la diferencia- solo puede ser pensado como negativo de lo idéntico. En el
mismo movimiento en que se escencializa “la diferencia se establece la desigualdad social.

Las clasificaciones de las especies y subespecies de homosexualidad, junto con la configuración de identidades
homosexuales han permitido, sin duda, un avance en los controles sociales, estigmatizaciones, persecuciones sobre
los portadores de tales clasificaciones e identidades. Al mismo tiempo la asunción de una identidad creó condiciones
para que –particularmente en la segunda mitad del S.XX –una homosexualidad que supo hablar por sí misma
reivindicara su legitimidad e incorporara a su propio vocabulario categorías con las que era médicamente
descalificada.
El homosexual afeminado característico de los primero tiempos de la modernidad concentró –al visibilizarse-
persecuciones y escarnios al mismo tiempo que hizo posible que permanecieran en invisibilidad aquellas prácticas
que hubieran dado cuenta de las no tan nítidas separaciones entre homosexuales y heterosexuales.
Los amores y las relaciones de sexo entre mujeres han ofrecido mucho menos visibilización y se han desplegado,
seguramente, al amparo de su falta de focalización. Sin embargo las propias protagonistas suelen considerar como
un problema su menor consolidación identitaria retrasando en algunos países su organización política.
En la construcción histórica de sus sexualidades, occidente ha desplegado variados caminos desde los placeres
antiguos a las identidades sexuales modernas. Y estas a su vez hoy en franco proceso de transformación. Han
cambiado los focos de problematización, los discursos, las instituciones involucradas, las estrategias de
desigualación. Sin embargo puede constatarse la insistencia de una voluntad política de regulación cuando no de
policiamiento, la permanencia de alguna alarma, de alguna peligrosidad –las mujeres sabemos de esto- que
ofrecerían los cuerpos apasionados.

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