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CHARLES -ANDRÉ BERNARD

ORACIÓN Y VIDA CRISTIANA


La tensión entre la oración y la acción es algo que se ha dado siempre en la vida
cristiana. Quienes exageran un extremo caen en un pietismo a ultranza, quienes
exageran el otro llegan a la llamada «herejía de la acción». Quizá se llega a estas
aberraciones por considerar oración y acción como simples ocupaciones yuxtapuestas.
¿No seria posible integrarlas en una relación más ontológica y profunda? Es la tarea
que se propone el autor en el presente artículo.

Prière et vie chrétienne, Gregorianum, 46 (1965) 241-285

Si consideramos la oración desde la ladera de nuestra conciencia, podemos aplicarle las


definiciones clásicas: es una elevación del alma a Dios, una petición a Dios de lo que
nos conviene. Pero si la abordamos en su realidad teológica, en su vertiente real, nos
darnos cuenta de que siempre está en relación con el designio de Dios que se realiza en
el mundo: agradece a Dios los beneficios o pide su intervención; en la alabanza y
adoración, eleva su mirada hasta el mismo Dios, origen del designio salvífico; por la
contemplación, se esfuerza en percibir en los hombres y en el mundo la presencia del
Reino de Dios ya realizado.

Por todo ello, la oración no es un ejercicio espiritual o ascético cualquiera. Es


coextensiva al reino de Dios en nosotros y en el mundo. Tiende a invadir toda nuestra
conciencia espiritual. Un problema surge entonces: el sitio de la oración en la vida
cristiana. La oración ¿se infiltra en rincones cedidos por otras ocupaciones, o es capaz
de integrarse en una relación más profunda?

EL HOMBRE FRENTE A LA ORACIÓN

La oración como deseo paradójico

Para situar más exactamente la oración en el conjunto de la vida cristiana, vamos a


esforzarnos por abordar primero un hecho anterior: el de la significación religiosa de la
vida humana. El hombre situado de cara a una esfera religiosa cuya propia consistencia
percibe.

R. Otto ha tenido el mérito de poner de relieve el valor absoluta mente original de lo


sagrado. Este valor se sitúa en un orden a priori con relació n a la conciencia que no
puede deducirse de antecedentes históricos o lógicos: no nace de los datos exteriores,
quizás aparece gracias a ellos. Tal noción de lo sagrado pertenece al fondo del alma no
como una idea clara e innata, sino como una disposición original siempre presta para
elevar el alma al mundo de lo sagrado. La noción de lo sagrado en Otto es muy amplia.
La oración aparece solamente cuando lo sagrado deja de ser algo misterioso o superior,
y se le reconoce como personal. Es la respuesta humana de abertura en la sumisión.
Cabe ahora preguntarse: sí admitimos con Otto que lo sagrado es como valor una
disposición original pre-consciente, y por tanto irracional en sí, ¿debemos sostener que
toda oración -abertura hacia lo sagrado reconocido como persona- comporta un
elemento irracional? Precisemos conceptos. Entendemos por irracional no lo que es
estúpido, sino una zona previa de nuestro ser que escapa a la fijación de los conceptos y
la razón. Más allá de lo explicable hay una oscura profundidad a la que sólo la
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afectividad llega. Entonces sí, encontramos en la raíz de todo acto de oración un


elemento afectivo, y ese elemento, fecundando nuestra potencia intelectiva, la
transformará en oración.

Sin embargo, como dice Häring, la insistencia de Otto en salvaguardar la originalidad


del valor de lo sagrado, no le conduce a separar absolutamente percepción afectiva y
potencia racional. Lo irracional no podría ser reducido a esquema después por lo
racional, sí el hombre no fuera movido en lo más profundo de lo racional a buscar lo
divino en acuerdo con la afectividad. No es solamente en la afectividad abismal donde
el hombre está orientado a Dios, sino con igual esencialidad en el conocimiento
racional.

Es necesario, en conclusión, considerar el esfuerzo espiritual del hombre hacia lo


sagrado como respuesta simultánea al deseo del espíritu en búsqueda de la plenitud de la
verdad y a la exigencia del ser, peregrino de la felicidad. Un último dato: si el valor
religioso lleva a la oración, debemos situarnos en una esfera personal. Dios es el "Otro"
cuya libertad solicitamos. Esto es lo que hace de la oración una experiencia
antropológica tan profunda. Responde al grito íntimo del espíritu abierto hacia el
infinito, al que encuentra como Persona.

Por cruel paradoja, lo que constituye la grandeza de la oración y la plenitud del hombre,
llega a convertirse en objeto de hostilidad y desconfianza para el alma, aun prevenida
por la gracia. Guardini ha descrito bien este momento espiritual: "En general el hombre
no ama orar. Prueba fácilmente en la oración el fastidio, el embarazo, la repugnancia y,
digámoslo claramente, la hostilidad. Todo lo demás le parece entonces más atrayente e
importante. Dice que no tiene tiempo, que esto o aquello es urgente, y, sin embargo, una
vez que ha abandonado la oración con este pretexto, es capaz de hacer las cosas más
superfluas. Sería necesario que el hombre cesara de engañarse y de engañar a Dios.
Valdría más decir francamente "yo no quiero orar", antes que recurrir a esas astucias... "

Y es que -en primer lugar - abriéndose al valor-persona sagrado, el hombre toma


conciencia de su impureza espiritual. ¿Qué es él, pecador, ante la santidad divina?
Quisiera escapar a la luz cruel que le salva haciéndole aceptar su propia condenación.
Es la experiencia vivida en su máxima intensidad por los místicos. Y ¡cuántos prefieren
anestesiar su conciencia religiosa y moral a abandonarse en las manos fuertes y dulces
del Dios vivol Hay más. El hombre tiende no sólo a afirmarse como responsable de su
vida, sino como el propio creador de los valores que la rigen. ¿Porqué no ha de
promulgar las leyes de su existencia? Diametral abismo con la actitud de oración, que
significa abertura a lo divino y aceptación de la gracia, movimiento de adoración, de
sumisión; de disponibilidad, de humildad, estar a la escucha y ser agradecido.

He ahí la paradoja. La significación radical de la oración explica que sea la piedra de


toque de la vida espiritual. O bien el hombre se abandona al movimiento interior que le
arrastra a la esfera divina y establece la comunicación íntima interpersonal que responde
al grito profundo del ser creado a imagen de Dios. O se hace insensible a la atracción de
Dios y, amurallado en su voluntad de suficiencia, rehúsa la abertura espiritua l que le
salvaría.
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La tensión oración-acción

En un plano menos radical que el de aceptarla o rechazarla, pero más sensible a la vida
moderna, se manifiesta en la vida de oración otra tensión: impulsado por la acción, el
cristiano, y particularmente el apóstol, se siente dividido entre las exigencias de la
oración y las del apostolado. Afrontamos ahora el problema en su aspecto sicológico: la
oración invita a una vida de dentro, la acción conduce afuera. Entonces, el lugar que
ocupe la oración en la vida cristiana ¿no dependerá de disposiciones caracteriológicas:
introversión o extraversión?

A primera vista la decisión de orar es una ruptura con el compromiso directo. Afrontada
la afirmación en su dimensión eclesial, justifica la división del estado religioso en "vida
contemplativa" y "vida apostólica". Lo que acepta el contemplativo es no usar los
medios visibles al servicio de la Iglesia. Su actitud es de conversión a la interioridad
para hacer crecer el Reino de Dios. No es que su vida sea inútil a la Iglesia, puesto que
participa de la eterna intercesión de Cristo. Pero su eficacia apostólica reviste una forma
invisible. El apóstol se sitúa en otro plano. Se compromete, en la acción con todo su ser.
El mundo de pecado no acepta su mensaje, y además tienta su debilidad. ¿Cómo no
tener nostalgia del contemplativo? Se dirá: puede orar. Aquí precisamente se sitúa el
problema: oponer unilateralmente la oración a la acción, como una actividad pura a otra
impura, es invitar al apóstol a refugiarse en la oración como su único momento
espiritual. Y al sentir la urgencia apostólica, su corazón queda dividido.

Afrontemos el problema complejo de las relaciones oración-acción desde el punto de


vista de la oración, dejando para el capítulo siguiente abordarlo desde la vertiente de la
acción.

La cuestión precisa que nos debemos proponer inicialmente es: ¿todo ejercicio de
oración es incondicionalmente santificante? Lo sería en la hipótesis de una eficacia
automática concibiendo la oración como una realidad puramente humana, una técnica
sicológica. De hecho sabemos que la oración responde a una invitación previa del
Espíritu que clama en nosotros. Nos santifica la oración que es hecha "en nombre de
Jesús", bajo el impulso del Espíritu, y que tienda en consecuencia al cumplimiento del
designio de Dios. En otros términos, está sometida a la condición fundamental de
responder a una voluntad actual de Dios sobre nosotros. También la actividad
apostólica está ligada a una voluntad actual de Dios, única regla de nuestra
santificación, "La voluntad de Dios -afirma el P. De Caussade- es la única que da a las
cosas, cualesquiera que sean, la eficacia de formar a Jesucristo en el fondo de los
corazones". La aplicación a nuestro caso es clara. "La voluntad divina es la vida del
alma bajo cualquier apariencia que ésta se aplique a ella o la reciba... Si la divina
voluntad presenta un deber actual de leer, la lectura opera en el fondo del alma... Si hace
dejar la lectura para una contemplación, ese deber obra en el fondo del corazón del
hombre nuevo y la lectura sería entonces inútil y perjudicial. Si la divina voluntad me
retira de la contemplación para oír confesiones (u otro apostolado), ello forma a
Jesucristo en el fondo del corazón y toda la dulzura de la contemplación no serviría sino
para destruirlo." Todo -acción y contemplación- es función de la voluntad del Padre
escuchada por inspiración del Espíritu.

La oración, necesita la presencia del Espíritu Santo. "No sabemos qué pedir para orar
como conviene, pero el Espíritu mismo intercede en nosotros con gemidos inenarrables"
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(Rom 8,26). Así como el Espíritu nos guiaba a la oración o a la acción, el mismo
Espíritu realiza nuestra oración. Hay que eliminar todo lo que impida percibir y
obedecer su moción. Toda oración supone ascesis.

Añadamos un tercer elemento puente entre la interioridad y las cosas. Sí la oración


busca siempre el cumplimiento de la intención de Dios, conviene discernir ese Designio
no sólo en el impulso interior o en la ascesis moral, sino en la estructura misma del
mundo. "Todas las criaturas son vivientes en la mano de Dios; los sentidos no perciben
más que la criatura, pero la fe vela acción divina en todo. Ella cree que Jesucristo vive
en todo y obra a lo largo de los siglos; que el menor instante y el más pequeño átomo
encierran una porción de esta vida escondida y de esta acción misteriosa" (Caussade).
La oración y la acción vuelven a entrelazarse. Porque el apóstol debe buscar para ,y en
su acción la significación espiritual de las cosas y los acontecimientos, es decir,
descubrir una interioridad nueva.

En esta perspectiva, comprendemos que lo que nos ha parecido una oposición


insuperable desde el punto de vista sicológico, llega a ser susceptible de convergencia.
La oración contribuye a agudizar en nosotros el valor espiritual de los seres y los
acontecimientos; a su vez la acción nos obliga a buscar esta significación de las casos en
su estructura y desenvolvimiento, con lo que queda purificada la oración del peligro de
subjetivismo. Nédoncelle dice: "Una de las mejores intuiciones del P. Teilhard de
Chardin es sin duda ésta: restituir desde dentro una orientación religiosa a la ciencia,
buscar el sentido que es intrínseco al movimiento de las cosas. El mundo es una piedra
de altar sobre la que se hará el sacrificio del alma en oración; el mundo constituye la
ofrenda de la cual la oración es la conciencia al fin conquistada. El designio de Dios no
es simplemente mi deseo y mi proyecto, por vasto que sea su aspecto; debe ser el que
está inscrito en lo más profundo de las criaturas por voluntad del Creador."

La oposición entre la introversión del hombre de oración y la extraversión del activo, no


puede calificarse así de absoluta. La oración no es el único modo de nuestra
santificación, ni la vida interior un absoluto. Además, esta vida interior desborda su
fundamento sicológico natural: es vida en el Espíritu; es vida del Espíritu en nosotros; y
como tal, está sometida a una moción que le sobrepasa. En fin, desenvolviéndose por
completo en el ámbito de la fe, la oración arroja sobre los seres y los acontecimientos
una mirada particular. Se esfuerza en discernir por todas partes un designio divino que
constituye la verdadera interioridad del mundo.

ORACIÓN Y OBRAR DEL CRISTIANO

Hemos mostrado desde el punto de vista de la oración cómo no aparecía contradicción


con la acción en general. Sometamos a un análisis más profundo la noción misma de
acción y lleguemos al problema a través de esta vertiente.

La acción

Por acción se puede entender en primer lugar la operación inmanente del espíritu:
ejercer el conocimiento o la libertad es obrar vitalmente. Se puede ejercitar directa y
activamente la inteligencia en la esfera del espíritu -por ejemplo contemplar- y la
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voluntad -Ejercicios Ignacianos para robustecerla-. La relación con la oración es


entonces muy estrecha. También pueden aplicarse inteligencia y voluntad a operaciones
independientes en sí del Plan de Dios -estudio, dirección de una empresa-. Entonces
pasaríamos al campo de la acción exterior o actividad moral.

La misma dualidad de aspectos encontramos en el esfuerzo moral. Siendo una actividad


de la voluntad, es inmanente, sobre todo cuando determinamos el fin e intención de
nuestro obrar. Pero en tanto nos determinamos a transformar todo nuestro ser,
cometiendo las inclinaciones espontáneas a la razón para obrar libremente, la actividad
moral comporta parte de exterioridad: la voluntad trabaja sobre las otras regiones de
nuestra personalidad. En este caso la actividad moral puede estar directamente orientada
a la instauración del Reino de Dios en nosotros, y no es difícil integrarla en la oración
que tiene el mismo fin, o puede reivindicar su autonomía con respecto a la esfera
religiosa.

Tal autonomía se agiganta cuando se trata de acción sobre las cosas y especialment e del
trabajo. Aquí ya es más difícil percibir su relación con la vida espiritual. El mundo
aparece como extraño a la vida religiosa y a la oración. Para el marxista la oración es
alienación, evasión fuera de la urgencia de la acción.

A estos dominios del obrar, hay que añadir uno específicamente cristiano: la actividad
apostólica. Su posición con respecto al Reino es particular. Es una cooperación
instrumental al cumplimiento del Designio de Dios. Persigue lo mismo que la oración,
pero con medios diferentes.

Si examinamos ahora la estructura común a las diversas formas de obrar distinguimos


muchas relaciones posibles con la oración, según la interioridad mayor o menor de los
diversos niveles de acción. Toda acción que parte de una determinación voluntaria
supone intención, y toda intención un acto de inteligencia que ilumina nuestra libertad.
Desde la perspectiva cristiana, en que inteligencia y voluntad están elevadas al orden
teologal, obrar y orar pueden integrarse al nivel de la libertad, porque la intención puede
venir del mismo dinamismo de la oración y, por otra parte, la presencia afectiva de Dios
puede acompañar el despliegue de nuestra acción. Siguiendo adelante, la acción en
cuanto puesta en obra de medios para un fin, parece que excluye en sí los medios de la
oración: o bien se obra directamente, o bien se obra por la oración. , Pero apuntemos
hacia su aspecto positivo: la acción trasforma a la persona. Es evidente en la operación
inmanente, pero vale para otras formas de obrar. El esfuerzo moral proporciona hábitos
nuevos. El trabajo no sólo transforma el mundo, sino al mismo hombre. El apostolado
santifica al apóstol, ya que por él entra en el designio providencial de Dios.

Tras las consideraciones iniciales expuestas, las relaciones oración-acció n desde la


ladera de ésta, no nos parecen tan opuestas, sino que se unifican a diversos niveles. Pero
debemos precisar y profundizar en sus relaciones mutuas.

1. Oración y esfuerzo moral

No se puede elevar habitualmente el corazón a Dios sin percibir su santidad. Si nuestro


ser no está muy de acuerdo con ella, la oración mantendrá constantemente despierto el
deseo del alma hacía la santidad y dispondrá nuestra voluntad a la rectitud moral.
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Más aún. El esfuerzo moral implica la, atracción de un ideal, el conocimiento de medios
para lograrlo, el empuje que vence las repugnancias y pasa sobre los obstáculos. La
marcha hacía la santidad no es posible sin una fuerte familiaridad con Cristo en la
oración. Él es el Camino, la Verdad y la Vida, que nos conduce al Padre. La exigencia
de santidad percibida en la contemplación provoca la rectitud moral y la pureza de
corazón, y la mediación de Cristo, a quien nos unimos en ella, nos la alcanzan.
Recíprocamente, la pureza moral permite una vida de oración más profunda y continua.
"Bienaventurados los corazones puros porque verán a Dios." La oración es un continuo
levantar el corazón. Además supone vivir la caridad evangélica, actitud de abertura y
acogida fraternal. Ejercicio de ascesis y aspiración espiritual se condicionan
mutuamente.

2. Oración y trabajo

En lo concerniente a la actividad técnica-profesional, la relación no es tan evidente. Que


la vida activa es la alienación del espíritu en la materia -toda opacidad y pesadez- era en
el fondo el pensamiento de los griegos y especialmente de Plotino. La contemplación
sería el medio de evadirse del mundo sensible. Ciertos filósofos, como Platón y
Aristóteles, no llegaron a tanto y consideraban la vida de la ciudad como objeto de
reflexión y actuación. Pero al pasar los 50 años todos debían volver a la contemplación
del Bien. Entonces, si el mundo carece de valor intrínseco, ¿cómo integrarlo? Queda
una posibilidad: el mundo caduco seria el lugar de encuentro de las personas y el tiempo
de despliegue de la caridad. En estas perspectivas se mueven S. Agustín y S. Gregorio
Magno, que dan a la acción un valor subordinado pero sin duda mucho más positivo que
los griegos. Si por sí misma la vida especulativa es superior a la activa en razón de su
mayor cercanía a la vida bienaventurada, sin embargo, en cuanto somos viadores,
estamos forzados a una vida mixta donde la oración encuentra su sitio mezclada a los
esfuerzos personales y a los encuentros de caridad. Cristo es el modelo -dice S.
Gregorio- de esta vida mixta. Con lo que el mundo ya tendría cierta consistencia valiosa
y real ligada a la caridad. Pero la solución es insuficiente.

a) Vida de caridad y oración

Vano seria concebir la vida cristiana animada por la caridad fuera de la comunión
humana. Hasta el eremita del desierto se sabe profundamente integrado en la Iglesia y
los hombres. Eso sí, el contemplativo puede sentir el desgarrón de que nos habla S.
Pablo: "Me encuentro en esta alternativa: por un lado ansío partir para estar con Cristo,
que es lo mejor; por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vuestro
bien" (Flp 1,23-24). Si la caridad en el servicio de Cristo cuenta para Pablo, también
debe contar para nosotros. Pero desbordado este aspecto apostólico-pastoral, la caridad
engloba todas las relaciones humanas que nos pueden ligar, las de la familia, la ciudad,
la humanidad. En la caridad apostólica somos conocidos como miembros de la Iglesia
que obran en nombre de Cristo, pero no se nos reconoce coma obrando inmediatamente
en su nombre. De ahí el peligro para el cristiano de llegar a olvidar prácticamente esta
referencia. La oración precisamente perseguirá alimentar y renovar en nosotros la
conciencia de nuestra pertenencia a Cristo g de nuestra responsabilidad de Iglesia.
Nuestra vida será dé oración, si el impulso sentido en contacto con Dios se prolonga en
una vida de caridad a la que aquélla nos inspira.
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b) Actividad humana y oración

La actividad profana, especialmente el trabajo, parece gozar de una perfecta autonomía:


concierne al orden técnico de este mundo y la oración se proyecta siempre en las esferas
superiores. Los griegos. lo expresaban en la oposición espíritu- materia, mundo eterno-
mundo caduco. La teología cristiana opone el mundo presente y el futuro, y ¿no es el
futuro el objeto por excelencia de nuestra oración?

Conocemos la solución en lo referente a la oración de petición. Toda nuestra vida


humana puede ser objeto de petición, y por tanto de acción de gracias. Pero buscamos
determinar con exactitud la relación, no sólo de los bienes temporales, sino de nuestras
actividades humanas, como tales, con la oración.

¿A qué tiende ésta? A conformar nuestra voluntad a la de Dios. ¿Con qué condición será
auténtica? Si el conjunto de nuestra vida tiende a realizar el designio de Dios. En estas
dos proposiciones se contienen los principios de solución: podrá haber integración
recíproca en la medida en que actividad orante y profana se presenten como una
relación del plan de Dios. Ahora bien, veamos cómo la actividad humana, en cuanto tal;
puede presentarse así.

Trabajando en el mundo y transformándolo, el hombre responde a la intención primera


del Creador: formar un Universo en el que todas las cosas encuentran en el hombre su
acabamiento y significación. Tal proyecto divino no sólo se refiere a la constitución del
mundo, sino que se prolonga en su historia. Juntos el hombre y el mundo crecen: por la
extensión de su conocimiento, que adquiere sobre las fuerzas de la naturaleza, por la
conciencia cada Vez mayor de su unidad, la humanidad avanza. No se puede ver en esta
marcha una simple traslación en la línea del tiempo; es necesariamente un progreso que
responde a una intención divina. No que . toda transformación en el mundo pueda
considerarse pura y simplemente como una realización del Designio salvador de Dios:
es el hombre con su libre actuación quien le confiere su significado religioso. Puesto el
orden providencial que conduce al universo a su transfiguración en el Reino, es
necesario decir que la significación del mundo se enriquece con el progreso de la
conciencia humana. Queda a la oración hacer de ello materia de un progreso espiritual.

La conciencia en oración hará ante todo un acto de fe en el valor positivo de la


existencia del mundo. Sería fácil para los que cerraran los ojos a la miseria y, contentos
en su propia seguridad, permanecieran insensibles a la angustia. Esto no está permitido
al cristiano. Pero toda la angustia del mundo no podría impedirle mantener vigilante en
su corazón la luz de la esperanza. El hombre no trata de hacerse ilusiones sobre la
caducidad del mundo donde no debe instalarse, pero quiere devolver a este mundo
mejorado su función de signo de la paz y del amor de Dios. En el mismo centro de
nuestra actividad humana, ante la simple existencia que nuestros ojos descubren,
estamos invitados a una actitud de fe, esperanza y amor, que tiende a expansionarse
naturalmente después en la oración formal.

¡Qué lejos estamos así de la tentación de evadirnos del mundo para darnos al gusto de la
oración! Voillaume va más lejos: "Hay en el acto de trabajo como una obediencia
particular a un orden de Dios. Se puede trabajar por fuerza, y se puede trabajar para
estar, por amor, en el orden especialmente querido por Dios. El trabajo constituye así
como un vínculo entre Dios y el hombre, como un reencuentro en la obediencia. Es
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necesario también ir al trabajo humildemente, porque la ley de la dureza del trabajo es


una consecuencia del pecado. Aceptarla cordialmente, por amor, debe curarnos... " La
prolongación de la oración en el trabajo se realiza así sin ruptura. Más bien sólo es un
cambio de intensidad.

c) Consagración

La forma más específica del hombre que trabaja en el mundo es la de la consagración.


Por tal hay que entender no sólo la actividad propiamente religiosa por la que se ofrecen
a Dios elementos del mundo, sino también el hecho de que el cristiano consagrado por
el bautismo y viviendo esta consagración, santifica el mundo que pisa y trabaja. Cuanto
más el cristiano se hunde en la realidad humana y cósmica, y tal es el papel específico
del laico en la Iglesia, más se capacita para asumir y ofrecer a Dios la materia y el fruto
de su trabajo. ¿Cómo lo hará? Primero, por la participación en el Sacrificio Eucarístico.
Es la Eucaristía la que místicamente consagra el mundo; en ella la consagración de la
humanidad y del mundo en Cristo al Padre, adquiere todas sus dimensiones espaciales y
temporales. Pertenece a todos los fieles enriquecer la ofrenda continua de la Iglesia a
Dios.

Es necesario también -nuevo aspecto de la consagración-, que el cristiano asegure en el


mundo su presencia consecratoria. De lo que el mundo tiene necesidad no es de
cristianos que añadan su propia debilidad a la miseria existente, sino de los que son
conscientes de su pertenencia a Cristo inocente y sin pecado tanto como de su auténtica
inserción en el mundo. ¿Estará su vida espiritual amenazada? Allí donde abunda el
pecado, sobreabunda la gracia de Cristo para quien permanece unido a Él.

Finalmente, es necesario al cristiano que el mundo llegue a ser el lugar habitual de su


encuentro con Dios. No tiene otro sentido su vida: es cristiano, llamado por la gracia a
"ser santo e inmaculado en su presencia, en el amor" (Ef 1,4) Estimar fácil tal encuentro
no sería realista: será necesario un largo camino de purificación del corazón, y una
verdadera familiaridad con Dios que permita reconocer su huella en la confusión
mundana. Exige una preparación espiritual que vaya afinando el discernimiento con el
instinto espiritual del amor. Acostumbrado a considerar el mundo bajo la mirada de la fe
y a evaluarlo según las normes de la esperanza, el fiel que vive en el mundo se someterá
más y más a las mociones del Espíritu Santo. Encontrará a Dios escondido bajo las
apariencias más decepcionantes. Y su vida, radicalmente abierta hacía Dios, se
unificará.

3. Oración y apostolado

El avance en nuestro análisis nos lleva al apostolado propiamente dicho. Consiste en


cooperar directamente a la extensión del Reino de Dios.

a) Originalidad de la acción apostólica

"No nos predicamos a nosotros mismos, sino que predicamos a Cristo Jesús, el Señor;
nosotros no somos más que vuestros servidores por amor de Jesús" (2 Cor 4,5). En estas
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palabras encontramos la originalidad del apostolado. Continuidad con la misión de


Cristo. El apóstol aparece como servidor. Podría llamarse "servidor de Cristo Jesús"
(Flp 1,1), así como servidor de los fieles; la primera expresión se refiere a la fuente de
su autoridad, a la grandeza de su llamada; la segunda, al fin de su apostolado. Esta
misión la recibe en la Iglesia, que es la que prolonga en el tiempo y en el espacio la obra
salvadora de Cristo. Brevemente, "que se nos mire como servidores de Cristo y
administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4,1).

Centrado totalmente en la expansión del Reino, el ministro necesita una profunda vida
teologal para ser asumido con eficacia. No se siembra la palabra sino en virtud del
dinamismo de una fe que apremia. Todo cristiano llega a apóstol si permanece fiel a la
exigencia de la fe viva que quiere que la palabra de Dios se extienda hasta los confines
del mundo. Necesariamente chocará con el príncipe del mal "nosotros nos afirmamos en
todo como ministros de Dios por una gran constancia en las tribulaciones, necesidades y
angustias", 2 Cor 5,14), por lo que deberá vivir en la esperanza. "Así se ve bien que si
sigue esta obra apostólica es porque el amor de Cristo le apremia" (2 Cor 5,14).

Por lo tanto, el apostolado por sí mismo es santificador del apóstol. Ejercer el


apostolado es, a la vez, quererse y formarse como instrumento de Cristo; mantenerse
constantemente bajo la dependencia del Padre persiguiendo su designio de recapitular
todas las cosas en Cristo; ejercer las virtudes teologales, únicas que sostienen nuestro
compromiso; buscar, en fin, la desaparición de la propia voluntad en la voluntad de
Dios. ¿No es evidente la convergencia objetiva entre vida apostólica y oración? Si
encontramos fricción no es por una oposición objetiva, sino por una dificultad subjetiva.
Lo que llamaríamos limitación de nuestra conciencia espiritual.

b) Dificultades

El apóstol descubre en su actuación una posibilidad próxima de afirmación de sí mismo:


la acción, por el estimulante que aporta a nuestras energías humanas y nuestra necesidad
de completarnos en las relaciones interpersonales, nos suscita la alegría de sabernos
necesarios de alguna manera al curso del mundo y a la instauración del Reino.
Sentimientos excelentes frutos de nuestro don a Cristo. Pero ¿no son más que esto?
Sabemos bien que se ven atacados por parásitos, como los autores antiguos llamaban a
la vanagloria y al buscarse a sí mismo. Y tanto cuanto nuestra vida apostólica esté
contaminada por los impulsos egocéntricos, no participamos plenamente en su virtud
santificadora: el apóstol se santifica cuando se siente puramente servidor. Contra tales
dificultades, la oración constituye un factor de equilibrio. Fijando nuestra mirada en
Dios y en el cumplimiento de su voluntad, nos devuelve por el ejercicio de las virtudes
teologales al primado de la perspectiva teocéntrica. Vamos a ver que esta actividad
interior de equilibrio de la oración encuentra obstáculos particulares en la vida
apostólica.

Para la búsqueda de la voluntad divina son necesarias humildad y disponibilidad. El


apóstol presto a recibir la voz del Espíritu, se sentirá impulsado al recogimiento y a la
oración. Pero ¿quién desea dominar sus energías, resistir al oleaje que empuja hacia el
mundo, renunciar a asegurarse resultados tangibles? No nos engañemos. La actitud de
oración es mortificante y nos desagrada. Nos hace ver todo lo impuro que hay en
nuestro deseo de servir. Nos introduce con la vida de fe al misterio del Plan de Dios que
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reduce a veces a silencio nuestra razón. ¿Quién gusta someter su inteligencia? Nuestro
deseo natural sería construirnos nuestras vidas y nuestras convicciones. La acción nos
empuja a ello; la oración nos frena.

Además, ya en la práctica, la vida apostólica hace bien difícil la disciplina indispensable


a la vida de oración. No sólo porque la extraversión de la acción no favorece la
interioridad de la vida orante, sino porque los intereses apostólicos parecen contrariar la
vida de oración. Es casi imposible orar bien si no hay esfuerzo en respetar las
condiciones exteriores de tiempo de silencio y asegurar la preparación remota por una
familiaridad con la palabra de Dios. Más aún, la oración exige cierto desapego afectivo,
una especie de desinterés por los medíos inmediatos de realización del Reino de Dios,
sin lo que no puede tenerse una fe efectiva en la providencia. En contraste, el apóstol
comprometido apenas puede ser indiferente. Los mismos detalles concretos de su acción
le parecen indispensables. En realidad, sólo una tensión tal entre el compromiso
apostólico y el desapego de la oración puede evitar una desviación perniciosa: la de
tomar por figura auténtica del Reino, lo que sería una construcción a la medida humana.
Por la constante disponibilidad que asegura, por el sentido de misterio que descubre y
por el aferramiento apasionado a la voluntad de Dios que suscita, la oración empuja al
apóstol al desapego de si mismo en la fe.

c) Llamamiento a la oración en la vida apostólica

No minimicemos las dificulta des expuestas. Pero notemos desde el principio la


tendencia a un mismo fin: la instauración del Reino. Nuestro análisis, sea del lado de la
acción o de la oración, no ha revelado jamás una verdadera incompatibilidad. La
cooperación al Designio de Dios que se realiza en nosotros y en el mundo puede tomar
diversas formas que se integran en la plenitud de vida de la Iglesia. La elección de la
forma de nuestra cooperación personal, principalmente por el apostolado o
principalmente por la oración, depende en último término de la voluntad explícita de
Dios: vocación contemplativa o apostólica, aunque ambas tengan siempre un grado de
mezcla.

Pero siempre tenemos la obligación de hacer de nuestra vida un homenaje a Dios. Lo


cual implica cierta oración formal. La oración aparecerá naturalmente como resonancia
de nuestra vida de gracia. El apostolado engendrará en nosotros acción de gracias y
súplicas. La misma vida teologal de la acción apostólica se expansionará
espontáneamente en una actitud de oración.

Además, Dios usa otro medio para empujar al apóstol a la oración: la experiencia
misma de las dificultades apostólicas. La naturaleza del adversario (Ef 6,12) y la
experiencia de nuestra debilidad, unida a la desproporción de medios. ¿Qué es un
puñado de hombres entre civilizaciones milenarias o entre nuestras masas ateas, si no
constituye un punto de inserción en el mundo de otra fuerza divina? Sólo Dios puede
asegurar el resultado de esta empresa. El apóstol, muchas veces abocado al fracaso,
necesitará de la contemplación frecuente del misterio de Cristo, cuyo fracaso y muerte
harán inteligible su propia experiencia. En Jesús, sus fracasos aceptados, serán una
nueva fuerza.
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Finalmente, el apóstol es empujado a la oración por una necesidad más interior: la de


ser apóstol. No se puede actuar apostólicamente sin ser apóstol. Y no se puede ser
profundamente apóstol sin transformarse en Cristo por la oración. No es suficiente
constituirse en canal de la verdad. El apóstol obra esencialmente por su presencia. Es
un. papel difícil y no soporta largo tiempo la inautenticidad. La llamada de la vida
apostólica a la contemplación es una exigencia interna. Esta convergencia permite al
apóstol responder a dos fases esenciales de su misión: conocer los caminos de Dios y
manifestar a Cristo. San Ignacio se sintió muy libre para simplificar las costumbres
monacales, de oración, pero en absoluto no podía dispensarla a un verdadero apóstol.

d) Forma de plegarla apostólica

¿Existen formas de oración que faciliten particularmente el dinamismo de la vida


apostólica? ¿Cuáles serían sus características? Convendría que diesen un conocimiento
del designio de Dios, de las leyes del Reino, y que contribuyesen a hacer del apóstol un
instrumento dócil y dinámico de Cristo Redentor. Consideramos como formas que
responden particularmente a estos criterios, los Ejercicios Espirituales de S. Ignacio, el
examen de conciencia y la revisión de vida.

No tenemos intención de dar valor exclusivo a los Ejercicios de S. Ignacio. Sólo


ejemplar. No los analizamos. Basta mostrar de modo general que responden bien al fin
de la oración apostólica.

"Conocer íntimamente", tal es el fin explícito asignado por Ignacio a la contemplación.


Este conocimiento interior recaerá primero sobre la voluntad misma de Dios Creador,
que quiere nuestra santificación y nos llama a su servicio y alabanza, y se proyecta
sobre la contemplación de Cristo Rey, preludio de la consideración de la vida de Cristo.
En los pasos de esta vida encontramos toda una serie de indicaciones y detalles que nos
hacen considerarla como historia de salvación. Tal conocimiento interno, está
íntimamente ligado a la "adhesión a Cristo Redentor". Desde el comienzo, en la
meditación de los pecados me pregunto "qué he hecho por Cristo, qué hago por Cristo,
qué voy a hacer por Cristo". Y con más razón, el contemplar su vida es "para más
amarle e imitarle" en su obra salvadora. Pero un compromiso concreto va a ser la
modalidad fundamental de la adhesión al designio salvador. Nuestra adhesión es
voluntad de cooperación concreta. En fin, "alabar, reverenciar y servir a Dios, y
mediante esto salvar el alma", es un mismo movimiento. Ocupando mi sitio concreto en
la iglesia, sirvo a Dios, salvo el alma.

Con espíritu realista nos recuerda Ignacio la exigencia primera de la vocación


apostólica: instaurar el Reino ante todo en nosotros para construir un testimonio de
valores evangélicos y un dócil instrumento de Cristo. No hay auténtica adhesión al
Reino sin esfuerzo personal. En la sublime contemplación del Reino no duda en
proponernos exigencias bien concretas de purificación y renuncia: "Los que más se
querrán distinguir...". Por ello también el primer ejercicio espiritual que nos presenta es
el examen de conciencia. Alguien podría ver la expresión de una preocupación
puramente ética o un ejercicio de autodisciplina. peligro existe. Pero se habría
comprendido imperfectamente la dimensión apostólica - ignaciana- de este examen. El
apóstol no puede separar el deseo y la búsqueda de una perfecta transparencia y
docilidad a la acción divina, de su voluntad de ser instrumento de Cristo; y
CHARLES -ANDRÉ BERNARD

recíprocamente, no puede quererse instrumento eficaz en la redención, sin buscar la


rectitud de juicio espiritual, el desinterés, la entrega total a Cristo. Sólo lo logrará en la
medida en que se comprometa en un esfuerzo personal para ser más y más apto.

Como el obrar humano se realiza en un plano individual y en una como plano social o
comunitario, así el esfuerzo de adaptación del instrumento a la vida apostólica concreta
puede tomar la forma de examen de conciencia o de revisión de vida. Esta actividad
vive todavía en un estadio de búsqueda, como para dar una definición perfecta.
Orientada por esencia a la acción apostólica, parte de un hecho concreto que es sentido
en una reacción de grupo, provocando una toma de conciencia del equipo apostólico. El
aspecto renovador es que nos situamos en una perspectiva sociológica. El medio a o
evangelizar aparece como un sector en cuya vida se mezclan necesariamente los
condicionamientos religiosos, económicos, culturales, y por ello requiere la atención no
sólo del individuo en si, sino de un equipo apostólico como tal. Hemos dicho que el
obrar cristiano tendía a una consagración del mundo en todos sus aspectos. A la re
visión de vida le está reservado particularmente el difícil papel de discernir cómo todas
las realidades humanas en sus condicionamientos Sólo lo complejos son susceptibles de
ponerse en contacto con el Evangelio de Cristo, para que, transformándose poco a poco,
lleguen a constituir el gran Cristo en una comunidad eclesial. Todo esto no puede
realizarse sino en una actitud de oración. Mejor, toda esta búsqueda ya es una oración.
Lo que se pide al individuo, se requiere del grupo deseo de encontrar la voluntad de
Dios, disponibilidad para aceptarla y fuerza para llevarla a efecto. Son las condiciones
de toda oración apostólica.

Entonces, oración y vida se unen.

Tradujo y condensó: JESÚS M. ALEMANY

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